3. El ladrón

Me puse en pie de un brinco, tirando la silla al suelo. La pipa se me cayó de la boca y rodó por el entarimado. Debía de ser la imagen de la estupefacción.

—¿Jo Tour Eiffel? —balbucí—. ¿Georges Parry?

Agarré a Faroux por las solapas de la americana.

—Vaya a buscarme el álbum DKV[20] —grité—. Georges Parry no murió en 1938. Hace un mes, todavía estaba vivo.

Más que perplejo ante aquella revelación, obedeció y, sin pedir más explicaciones, fue en busca de la curiosa colección de retratos de delincuentes.

—Compare esta foto con la de Parry —dije, al tiempo que le tendía la fotografía del amnésico—, y mire a ver si presentan algún parecido.

—Pero usted me dijo...

—Olvídese de lo que le dije. El hombre que figura en esta foto y el hombre cuyas huellas imprimí son el mismo.

Se llevó las manos a la cabeza.

—Santo Dios —se lamentó, dispuesto a tirar la toalla—, santo Dios, no es el mismo hombre...

Me miró con desamparo.

—¿Será posible que, por primera vez en la historia policial y científica, las huellas...?

—No diga bobadas, Faroux. Las ha estudiado minuciosamente, ¿no? ¿Cuántos puntos comunes presentan?

—Diecisiete. Lo máximo.

—¿En cada dedo?

—En cada dedo.

—Entonces no hay error que valga —dije, tajante—. Nuestro gánster es efectivamente el prisionero número 60202.

—No es el mismo hombre —se empeñó, dejando de comparar las dos imágenes.

—Sí, sí lo es. Es el mismo hombre porque es lo contrario. No me mire así... No estoy loco. Sólo soy un poco más imaginativo que otros... Cálmese y mire con atención. La forma general de la cara no ha cambiado, pero la cara en sí, sin tener en cuenta la cicatriz, ha sufrido algunas modificaciones. La boca es ahora más pequeña, la barbilla luce un hoyuelo artificial. La nariz de Georges Parry era respingona; la de mi compañero de cautividad es recta, con las aletas más finas. En cuanto a las orejas, que Jo Tour Eiffel tenía despegadas del cráneo, ahora casi se confunden con la mejilla y están pegadas a la cabeza; y el antitrago, antes muy protuberante, se ha vuelto rectilíneo, etcétera.

—Pues... pues tiene razón —convino tras examinar la foto un momento.

Y al darse cuenta de lo que implicaba aquella constatación, dio rienda suelta a su furia contra la autoridad quirúrgica que había disfrazado de aquel modo los rasgos de un criminal.

—Sin embargo, en 1938 lo identificaron como el cadáver de la costa de Cornualles, ¿no? —dije.

—Ya. El cuerpo estaba medio comido por los cangrejos... Pero sí, Scotland Yard lo identificó... y...

—Comprendo. No se atreve a insinuar que la policía inglesa quiso creer lo que más le convenía, pero eso es lo que piensa.

—En cualquier caso, después de su muerte, fingida o verdadera, no dio más que hablar.

—¡Maldita sea! Quería retirarse del negocio y vivir tranquilamente de sus rentas. Por eso procedió a una puesta en escena eficaz y, antes o después, recurrió a los cuidados de un buen cirujano, como Alvin Karpis, el enemigo público número uno de los Estados Unidos, sólo que con mayor fortuna.

A renglón seguido, Faroux soltó una retahíla de improperios y amenazas contra el poco escrupuloso facultativo. Cuando se calmó, empezó a pedir aclaraciones, ya que (adoptó de pronto un tono agresivo) se las debía. Una vez recogida, cargada y encendida la pipa, le conté con todo detalle aquella escabrosa historia, aunque me reservé el episodio relativo a la sosias de Michèle Hogan. Debo de estar aquejado del mal de la reticencia.

—Resumiendo —dijo el inspector mientras se atusaba pensativo el bigote gris—. Encuentra en el Stalag a Georges Parry en estado de amnesia... ¿no simulada?

—Definitivamente no simulada.

—En el momento de morir, recobra milagrosamente la memoria durante un instante y le dice: «Hélène... calle de la Estación, 120».

—Y yo le pregunto: «¿París?». Cree que estoy pronunciando su apellido[21] y asiente con la cabeza. O sea, que no hay nada que buscar en la calle de la Estación del distrito XIX, en la que, además, el número 120 no existe...

—Vale. A su llegada a Lyon, asiste usted al asesinato de Colomer, que muere pronunciando la misma dirección misteriosa. ¿Cree que había descubierto que Parry estaba vivo?

—Sí, es el único vínculo que parece relacionar ambos casos.

—Yo también lo creo. Poco después, usted descubre que ese 120 de la calle de la Estación podría ser el número 60 de la calle de Lyon. Bien. Para conocer más detalles sobre la vida que su asistente llevaba en provincias, se dirige a un detective privado. La secretaria indiscreta de éste y un ex cómplice de Georges Parry intentan cargárselo a usted. Según el comisario Bernier, al parecer el asesino de Colomer es Jalome, pero... pero usted no se lo cree, ¿no?

—No.

—¿Por qué?

—Por la prudencia de ese tipo. Y al hablar de prudencia no me refiero a la pulcritud de su piso (ahora mismo le digo por qué), sino al escueto contenido de su cartera. Resulta inverosímil que un personaje tan prudente deje tras de sí un revólver con tanto descuido. Y estoy seguro de que, entre las doce y las tres y media de la madrugada, hora en que se produjo nuestra visita al domicilio de Jalome, alguien más estuvo en el piso.

—¿Cómo dice?

Repetí lo que acababa de decir.

—¿Tiene pruebas?

—Sólo presunciones.

—Y, en su opinión, ¿quién es ese extraño visitante?

—El asesino de Colomer y el hombre que envió a Jalome a matarme. Podemos suponer que esperaba, no muy lejos del puente de La Boucle, el resultado de nuestro encuentro y que, al ver que su sicario no regresaba... No. Mejor que eso, debió de oír el chapuzón y, como el lugar donde estaba esperando se encontraba en nuestra ruta de regreso, nos vio volver frescos como una rosa de la emboscada. Asustado, ignorando si yo sabía mucho o poco y temiendo que el inevitable registro, que tarde o temprano se produciría en el domicilio de Jalome, llevara al descubrimiento de documentos comprometedores para él, va al piso de su cómplice (cuya llave debe de poseer) y... lo limpia. Deja allí, mal escondida, el arma del crimen de Perrache, para que parezca que Jalome es el asesino de Colomer. Ese revólver no permite identificar a su verdadero propietario. Ha sido fabricado en el extranjero, se ha introducido fraudulentamente en el país y se ha comprado también bajo mano. No le cuesta nada abandonarlo.

—Por todos los dioses del Averno —maldijo Faroux—, me pregunto qué está usted haciendo en París. Admitiendo que sus razonamientos no sean castillos en el aire, salta a la vista que su asesino está en Lyon.

—Me embarcaron a la fuerza, por así decirlo. Pero le dejé instrucciones a Gérard Lafalaise. En cualquier caso considero, en primer lugar, que la solución al enigma está en zona ocupada, ya sea en París o fuera...

—¿Por qué lo supone?

—Para empezar, por intuición. No, no se ría. El lamentable motivo de que los Bernier y los Faroux vayan dando palos de ciego es que carecen de ella. Mi intuición me dictó, por ejemplo, que le tomara las huellas a aquel muerto, el amnésico misterioso. Había observado que aplicaba el dedo en la ficha de prisionero con una soltura y una especie de costumbre de las que carecían sus compañeros. ¿Un detalle mínimo? Mi método consiste en pequeños detalles de este tipo.

—Y en vapulear a los testigos...

—¿Por qué no? Son procedimientos complementarios ¿Qué le estaba diciendo?

—Enumeraba los motivos por los que supone que la solución al problema reside en esta zona.

—¡Ah, sí! Así pues, mi intuición. Luego, el hecho de que Colomer se disponía a cruzar la línea. Insisto en que nunca he creído que intentara huir. Eso era una idea del comisario Bernier. Si Colomer hubiese descubierto que Carhaix era Jalome, es decir, un ex cómplice de Jo Tour Eiffel y de Villebrun (y no se entiende en absoluto que tal cosa pudiera interesarle), para ponerse a salvo le hubiera bastado con informar a la policía. Y, en segundo lugar, considero que volver a mi querida ciudad no ha sido una pérdida de tiempo, puesto que gracias a ello he podido identificar al hombre sin memoria y ver a Hélène Chatelain con más detenimiento.

—¿Qué pinta esa muchacha?

—La he visto esta mañana. Mi impresión es que no tiene relación alguna con este asunto. Ahora bien, puedo estar equivocado, por lo que no creo adecuado suspender la vigilancia... Pero me temo que he pecado de exceso de sutileza al querer ver en esa dirección más significados de los que realmente tiene. Verá, mal que me pese, es posible que la ecuación: calle de la Estación, 120 = calle de Lyon, 60 sea totalmente errónea. Calle de la Estación, 120 sólo debe de querer decir calle de la Estación, 120. Naturalmente, era una explicación demasiado simple para que mi mente aceptara considerarla. Pero calles de la Estación las hay a patadas en Francia. Debe de haber una en cada ciudad. En cuanto al nombre de Hélène que Parry pronunció al morir, también fue un error seguir esa pista.

—En cualquier caso mantendré la vigilancia —articuló muy decidido el inspector.

No pude impedir que se me escapara una risita silenciosa. Esos polis eran todos iguales, de veras. Cuanto más falsa parecía la pista, más se aferraban a ella.

Permanecimos sin decir nada un momento. Faroux parecía haber olvidado que sólo disponía de unos minutos para mí. Rompí el silencio preguntándole:

—¿Podría conseguirme un mapa topográfico de la región de Château-du-Loir? La Oficina Geográfica del Ejército está cerrada y llevo toda la tarde buscando uno en vano.

—Se lo puedo tener para mañana. ¿Para qué lo quiere?

—Para poner en práctica un proyecto que me ronda desde hace tiempo y por el que no intenté conseguir que me prorrogaran la estancia en Lyon. Explorar la zona en la que recogieron a Georges Parry. Quizá encuentre algún indicio. Una calle de la Estación, por ejemplo. En cualquier caso, se trata de una pesquisa básica y tengo que llevarla a cabo.

—Comparto su opinión. ¿Quiere que le consiga ayuda? ¿Que hable con mi jefe?

—Esperemos un poco más. Iré solo. Primero debo descubrir el lugar exacto de la captura de Parry. Me pregunto si cabe dentro de lo posible.

—Los datos de que dispone son bastante endebles.

—La foto me ayudará.

—Si cree que la gente de los pueblos, que se escondía en los sótanos durante las refriegas, va a reconocer a todos los soldados que pasaron por allí...

—Parry no era un soldado. Un soldado que intenta vestirse de civil se deshace antes que nada del uniforme y no de la ropa interior. Es elemental. Creo, al contrario, aunque ignoro con qué objetivo, que a Parry le endosaron el uniforme. Este caso está tan claro como un cubo de agua sucia, ¿no le parece? Hace tiempo que no me tocaba ocuparme de un rompecabezas de este calibre. Un trabajito descansado, ideal para un prisionero recién liberado y delicado de salud. Pero, rebuscando por las inmediaciones de Château-du-Loir y cargándome de paciencia, debería encontrar un extremo del hilo de Ariadna.

Faroux meneó la cabeza.

—Va a emprender una tarea muy ingrata —dijo.

Me levanté.

—Confío en mi buena estrella —afirmé, testarudo—. La estrella de Dinamita Burma... Es de antes de la guerra.

Me miró sin abrir la boca. Su actitud significaba: llegados a este punto, más vale no llevarle la contraria. Me estrechó la mano y retiró la suya con presteza, como si acabara de recordar algo.

—Olvidaba su permiso de armas —dijo—. Se lo conseguí.

Me alcanzó el documento.

—Gracias —le dije—. Contaba ciegamente con usted. Toque mi bolsillo.

—¿Está chiflado? —exclamó—. ¿Adónde cree que va disfrazado de arsenal ambulante?

—No me ha pasado nada. Y en adelante —dije, señalando el permiso—, tampoco me pasará.

—Por lo de la buena estrella, ¿eh?

—¡Pues sí!

Los primeros copos blancos revoloteaban y se posaban sobre el Quai des Orfèvres, anunciando unas Navidades de postal. Huí de la nieve bajando al metro. Por mucho que el inspector Florimond Faroux pusiera en entredicho el poder de mi estrella, ese poder existía y no tardó ni media hora en manifestarse, en mi casa y bajo la forma de un simpático e inesperado ladrón que llegaba en el momento oportuno.

* * *

No tengo por costumbre —sobre todo cuando regreso tarde a casa— subir la escalera canturreando, como hace, por ejemplo, mi amigo Émile C... Afortunadamente, ya que, de lo contrario, puesto sobre aviso, el hombre que me visitaba con nocturnidad se habría largado y yo no hubiese tenido la satisfacción de pillarle en plena faena. Rindamos homenaje de paso a las suelas de goma de mis zapatos, que no hicieron el menor ruido mientras subía los peldaños.

Al llegar a la puerta me di cuenta de que no estaba cerrada: entreabierta, dejaba pasar una escasa rendija de claroscuro procedente de una linterna sorda colocada encima de la mesa de mi despacho. Vislumbré de forma confusa a un hombre que se esforzaba por forzar la cerradura del secreter.

Empuñé el revólver, entré con paso decidido, cerré la puerta de un golpe y le di al interruptor.

—No hace falta que se esfuerce con ese mueble —dije—. Sólo contiene facturas por pagar.

El hombre se sobresaltó, dejó caer la herramienta y se dio la vuelta, blanco como un papel. A sus pies había una bolsa llena a rebosar, botín probablemente recogido en los pisos desocupados del edificio, la mayoría de cuyos inquilinos estaban en la zona no ocupada. Levantó despacio los brazos en un correcto y fotogénico manos arriba, mostrándome así que le faltaban tres dedos de la mano diestra. Era bajito y, aunque la visera de la gorra que llevaba le ocultaba los ojos, veía lo bastante de su cara para reconocer la fisonomía característica del granuja. Escupió una espantosa blasfemia y dijo con voz gutural y torciendo la boca de una forma rara:

—Me ha pillado.

Me entró una risa nerviosa y dije, con el corazón palpitando:

—Hombre, Bébert. ¿Cómo estamos?