11. El asesino

Hacia las doce del mediodía me acerqué al hospital. Nadie parecía haber notado mi irregular ausencia. La enfermera, que no podía no haberse dado cuenta, me vio en el patio y no aludió a mi escapada. Se limitó a darme los buenos días...

Salí del hospital con la misma facilidad con que había entrado. Un sol desvaído había sustituido a la niebla de los días anteriores. Fui hasta los muelles.

A la vista de los mirones, los chavales de la brigada fluvial estaban dragando el Ródano. De momento, no parecía que sus esfuerzos se vieran coronados por el éxito. De lejos distinguí, en una barquichuela, un impermeable y un sombrero de fieltro gris habitados por un personaje de tez rojiza que, de vez en cuando, ladraba una orden. Parecía rabioso. Dudé un instante sobre cómo comportarme, tras lo cual bajé a la ribera.

Me disponía temerariamente a llamar al comisario cuando un agente de uniforme saltó de un puesto de vigía, subió precipitadamente a una barca y empezó a remar en dirección a... la barca capitana. Oí las voces de una breve conversación sin entender ni media palabra. Las dos embarcaciones se alejaron del centro del río y atracaron a unos pasos de donde estaba yo.

—¡Vaya, está aquí! —exclamó Bernier al reconocerme—. Llega usted a punto. Acaban de avisarme de que la sonda ha enganchado a un tipo en La Mulatière. No lleva abrigo, pero no es un vagabundo. Debe de ser su tipo. Venga conmigo para identificarlo.

Dio algunas instrucciones a sus subordinados, ordenó que toda la escuadra volviera al puerto y nos metimos en el coche oficial. Un segundo automóvil con funcionarios del juzgado, fotógrafos, galeno y toda la parafernalia, arrancó detrás del nuestro. Enfilamos hacia los muelles a toda velocidad.

Durante el trayecto, el comisario me confesó haber abandonado la hipótesis según la cual el propio Colomer era un estraperlista víctima de la venganza de otros gánsters del mercado negro.

—Es verdad que aludió usted a algo de eso —dije—. ¿Qué le incitó a hacerlo?

—La cantidad de nueve mil francos que encontramos entre las posesiones de un hombre que según usted vivía al día. Pero hace poco (apenas unas horas), hemos recibido todas las explicaciones deseables. Después de su visita, una personalidad de la ciudad que regresaba de un viaje vino a ponerse a nuestra disposición. Hace unos meses, le encargó a Colomer una delicada investigación de la que salió airoso. Eran sus honorarios. Había pedido mucho dinero, ya que necesitaba fondos para montar una agencia. Ya hemos llegado.

Nos recibió el policía mudo, el mismo que acompañó a Bernier cuando vino a visitarme al hospital. Desde entonces, había recuperado el uso de la palabra, porque nos dijo:

—Síganme, por favor. Hemos depositado el cadáver en el puesto.

El muerto estaba tendido en una tabla de pino. Era un hombre joven y atlético que llevaba un traje bien cortado, en la medida en que el baño prolongado permitía apreciarlo. Tenía el pelo pegado a la frente. Su cara ofrecía el aspecto característico de los muertos por inmersión.

Mientras los empleados del juzgado lo fotografiaban por los cuatro costados, le tomaban las huellas y el doctor se disponía a examinarlo someramente, el comisario me dijo:

—¿Reconoce al hombre que le asaltó?

—Ha cambiado un poco desde ayer —contesté—, pero no cabe duda de que es él.

—¿Lo había visto antes?

—No, hasta que se interesó por mi persona.

El fotógrafo avisó, canturreando, de que había terminado. Guardó sus utensilios y le cedió el puesto al médico.

Miramos en silencio al facultativo mientras procedía al reconocimiento. El comisario mantenía entre los labios la colilla apagada. Yo fumaba una pipa tras otra. Por último, el médico se incorporó. Causa de la muerte, duración de la inmersión, etcétera; no nos dijo nada sensacional.

—Una equimosis considerable en la barbilla —dijo—. Todo un señor puñetazo, probablemente.

El policía se giró hacia mí.

—Obra suya, sin duda —señaló.

—Sin duda.

El médico me miró de hito en hito y parpadeó, pero no dijo nada. Cerró su maletín y se marchó.

—A ver, regístrenme a este cliente —ordenó entonces el comisario.

Uno de sus hombres se acercó con repugnancia y, en cuanto hubo puesto la mano encima de las ropas del muerto, empezó a refunfuñar. Está condenadamente frío, observó con gran originalidad. De los bolsillos del cadáver sacó sucesivamente: un paquete de cigarrillos empezado, un pañuelo, un par de guantes, un billetero, un monedero, un lápiz, una pluma, un reloj, un encendedor, un tubo de piedras para el mechero y un llavero. Todo ello, excepto el metal, en un estado bastante calamitoso, claro está.

Bernier se apoderó del billetero y lo abrió. Dentro había una cartilla militar a nombre de Paul Carhaix, prospectos publicitarios de un cierto tipo de médico, un recibo del alquiler, cuatro billetes de cien francos y...

—Va a resultar que no he perdido el tiempo del todo al hacer que vigilaran a su Lafalaise —dijo entre dientes—. Mire dónde trabajaba su agresor —dijo, blandiendo el carné profesional de Carhaix.

—No es de extrañar que estuviese tan bien informado —afirmé.

—Y que lo diga. Sobre todo si fue su jefe quien le dio el soplo...

—Me extrañaría —dije, sacudiendo la cabeza.

Se encogió de hombros.

—Da lo mismo —respondió con sorna—: desde hace unos días hay un consumo de detectives privados que da gloria. Yo, en su lugar, iría con mucho tiento.

—Pero si voy con todo el tiento del mundo —repliqué—. Y precisamente gracias a mi vigilancia hoy está aquí el tal Paul Carhaix.

Tomó nota de la dirección que figuraba en el recibo de alquiler y guardó el billetero, en el que no había nada más.

—Vamos a visitar su domicilio —dijo—. Seguramente una de las llaves nos abrirá la puerta. Si le apetece...

No me apetecía en absoluto, pero rehusar semejante ofrecimiento hubiese parecido, con razón, bastante sospechoso. Acepté la propuesta. Me embutí entre dos inspectores que ya estaban esperando en el coche y arrancamos.

Sentí un ligero escalofrío cuando un policía introdujo la llave en la cerradura. ¿Se daría cuenta de que había sido forzada? El trabajo de Marc era de óptima calidad. El hombre no se dio cuenta de nada... y entonces pensé que en realidad carecía de importancia.

El piso de Paul Carhaix estaba tal como lo habíamos dejado. Fingí interesarme prodigiosamente por la búsqueda de los agentes, riendo para mis adentros. Como no encontraban nada emocionante, Bernier empezaba a perder el buen humor cuando, de pronto, vio algo que se me había escapado la noche anterior.

—Este tipo es un vendedor ambulante —gritó.

Sacó la maleta del armario y esparció sobre el entarimado una impresionante cantidad de guantes.

—Guantes de invierno y guantes de verano —gruñó—. Humm, guantes para todas las estaciones del año... Quizás eso indique...

—Era indiscutiblemente un tipo prudente —dije en tono de complicidad—. ¿Ha visto la sobriedad del contenido de la billetera? Lo estrictamente necesario y ni un papel inútil...

—... O peligroso, ¿no?

—Y este piso, limpio y ordenado, es un testimonio de su sentido del orden y de su prudencia.

—Ya. Pero incluso los más prudentes a veces olvidan algo que les lleva al cadalso.

—¡Vaya! —exclamé con fingida indignación—, ¿no tendrá la osadía de mandar a un cadáver a la guillotina?

—Es un decir.

En aquel preciso instante, sin duda para confirmar la teoría del comisario sobre los imperdonables olvidos de que son víctima los más astutos criminales, el policía que revolvía los trastos de la cocina profirió una exclamación y llamó a su jefe.

Sujetaba delicadamente con dos dedos el revólver que acababa de descubrir en el zapato viejo.

—¡Aja! —soltó triunfante Bernier—. Ya decía yo.

Se inclinó hacia el arma sin tocarla, se la comió con los ojos y la olisqueó. Parecía un perro indeciso ante un hueso no muy católico. No dijo nada y, de pronto, nos puso a todos por testigos con gesto elocuente. La rojez de su rostro había subido de tono. Aquel instrumento parecía interesarle en grado sumo.

—Se trata de una pistola extranjera —dijo al fin—. Automática. Con silenciador. Calibre 32, al parecer.

—¿Le evoca algo? —dije.

—Lo mismo que a usted.

Me defendí como un diablo. Yo no tenía ni idea de nada. Sin hacerme caso, siguieron buscando una vez que el comisario, que al final se había decidido a empuñar el revolver, lo hubo envuelto mullidamente en un pañuelo y depositado en una caja. Me moría de ganas de decirles que no encontrarían nada más, pero decentemente no podía hacerlo. Esperé, pues, con santa paciencia a que se persuadiera de que el único descubrimiento que les esperaba en aquella vivienda era esa pistola. En cuanto se convencieron, regresamos al coche.

El comisario me tendió la mano. Era una forma de darme a entender con toda claridad que ya me había visto bastante. Sus palabras me confirmaron aquella impresión.

—Le agradezco que haya accedido a identificar a su... humm... víctima —dijo— y que nos haya acompañado hasta aquí. Pero todavía tengo un montón de cosas que hacer y no puedo autorizarle a que me siga por todos los vericuetos de mi investigación. Déjeme un número de teléfono para que pueda avisarle si le necesito.

—Bueno —contesté—, pero no me deje tirado aquí. Los taxis escasean. Déjeme en la plaza Bellecour. Le viene de camino.

Accedió a lo que le pedía y diez minutos después estaba yo en el Bar del Pasaje. Si antaño me habían expulsado de aquel local por falta de fondos, había que reconocer honestamente que estaba haciendo todo lo posible por reparar y hacer olvidar aquel incidente de juventud. El lugar estaba casi desierto. Me instalé en un rincón y pedí una cerveza de barril.

La hora del aperitivo trajo consigo al habitual contingente de bebedores. Marc Covet figuraba entre ellos. Le puse al corriente de los últimos acontecimientos antes de que nos enfrascásemos en una conversación sobre todo y nada, absolutamente carente de interés, que interrumpimos para ir a sustentarnos. Después del postre volvimos al Bar del Pasaje. A las diez, el timbre del teléfono despertó al camarero. Polvoriento, pero menos indiferente que de costumbre, el buen hombre se acercó a nuestra mesa. Su actitud era de clara sospecha.

—¿Cuál de... esto... señor Nestor Burma? —preguntó casi en voz baja y deglutiendo con dificultad—. Es un po... es un com...

No alcanzaba a decirlo. Lo dejé sumido en su turbación, le pedí a Marc que me indicara el camino y me machaqué la oreja de la violencia con la que me llevé el auricular al oído.

—¡Diga! Soy Nestor Burma.

—Soy el comisario Bernier —dijo una voz alegre—. No sé qué habrá estado haciendo desde que nos despedimos, pero yo sí he hecho algo. El misterio se ha aclarado y el caso está definitivamente resuelto... o casi. ¿Quiere acercarse? Tengo el ánimo razonador. La estufa está que arde y dispongo de sucedáneo de café para calentar encima.

—Enseguida estaré ahí —dije.

Y colgué.

En el pequeño despacho oscuro de aquel muelle del Saona, el comisario Bernier me estaba esperando. Me esperaba como emboscado detrás de una cortina de humo gris y en una atmósfera bastante cargada. En un rincón de la oficina, la estufa redonda estaba al rojo vivo. En la parte superior hervía el contenido de un cazo que exhalaba un curioso aroma. No cabía duda del carácter de sucedáneo del mencionado café.

Entré dando resoplidos. Fuera, el frío iba en aumento. Nada de niebla, sino una malévola llovizna que calaba hasta los huesos. Por Dios, aquella ciudad se iba haciendo más hospitalaria de día en día.

—Siéntese —dijo, jovial, el comisario al verme aparecer—. Este asunto está llegando a su término y pronto podremos entregarnos al placer inigualable de la proyectada partida de póquer. Mientras, vamos a mirar santos, como dos niños buenos. Le garantizo que bien me he ganado este momento de recreo.

Sirvió el café, lo endulzó lujuriosamente con azúcar de verdad y encendió un pitillo. Tras haber cargado un poco más la atmósfera mediante el añadido de dos grandes bocanadas de humo, abrió un cajón y me mostró un revólver del que pendía una etiqueta.

Se trataba del consabido instrumento hallado en el domicilio de mi agresor. Una fina capa de polvo de cerusa, destinado a hacer resaltar las huellas, subsistía todavía.

—Puede manipularlo sin miramientos —dijo Bernier—. Estaba limpio como una patena. Ni rastro de huellas. Naturalmente, lo limpiarían antes de guardarlo. ¡Qué tipo tan cuidadoso! No obstante, hemos descubierto un ligero rastro de guantes... los suyos, sin duda, pero que no nos ayuda en absoluto y, en esta fase de la investigación, carece de interés. ¿Qué opina del instrumento?

—¿Y usted?

—Perdone que me repita, pero: pistola automática de marca extrajera, calibre 32 —recitó—. Las balas que dispara son idénticas a las que le dispararon a su colaborador. He aquí algunas fotos edificantes. Primero las de los proyectiles que se extrajeron del cadáver de Colomer, que se hicieron rodar sobre una hoja de papel de estaño, de forma que se imprimieran en él todas las estrías de la superficie. Junto a éstas, verá la imagen obtenida con el mismo procedimiento a partir de una bala disparada hoy mismo, en nuestro laboratorio, con esa misma arma. Comprobará que las características son las mismas: idénticas estrías; similares características.

—¿Ninguna posibilidad de error?

—No se burle de mí haciendo preguntas estúpidas. No hay posibilidad de error. La identificación es tan precisa como en el caso de las huellas dactilares. El nuestro es el mejor laboratorio técnico legal. El veredicto es tajante: esa arma es la que se utilizó para liquidar a su amigo. Entre nosotros... desde que se descubrió este juguete en la cocina de su cliente, sospechaba que así fuera, ¿no?

—¡Bah! —protesté—. ¿Por qué iba a pensar algo así? ¿Por el calibre? Corren muchos revólveres del calibre 32 por esos mundos de Dios.

—Es cierto. Ignoraba usted algunas peculiaridades. Por ejemplo, que las balas que encontramos dentro de Colomer eran de un tipo especial de arma de fabricación extranjera. Es lo que nos orientó hacia la pista falsa de un crimen político, de la que creo haberle dicho algo...

—En efecto.

—Una ligereza por mi parte, lo confieso humildemente. Hubiese debido caer en la cuenta de que Jo Tour Eiffel y su pandilla no utilizan otras armas.

—¿Jo Tour Eiffel?

—Es verdad, no sabe lo mejor. En su opinión, ¿cómo se llamaba su agresor?

—No me tome el pelo; aunque Lyon sea la capital del espiritismo, no creo que los difuntos se reúnan aquí para tocar este tipo de instrumentos.

—No, Jo no es el asesino de Colomer, si es lo que quiere decir. El asesino de Colomer... y el de usted, si me permite decirlo, es un tal Paul Carhaix, por lo menos si nos creemos los datos que figuran en la cartilla militar que llevaba encima. Pero prefiero fiarme de estos dibujitos... que son más difíciles de disfrazar.

Eligió otras dos fotos de la colección.

—Sigamos estudiando el álbum de familia —dijo con sorna—. Número dos: se trata de las huellas tomadas del cadáver del supuesto Carhaix. Número uno: la ficha dactiloscópica de un tal Paul Jalome. Un conocido de antiguo de nuestra fiscalía, entre otras cosas, con un currículo impresionante: evadido de prisión, desterrado, relegable y... antiguo miembro de la banda de Georges Parry primero y, después, de la de Villebrun. Son las mismas huellas. ¿No le salta a la vista?

Chasqueé los dedos de la sorpresa. No me dejó tiempo para contestar de otra manera y prosiguió:

—Colomer debió de descubrir que era un antiguo cómplice del ladrón de perlas (recuerde la colección de recortes de prensa de su asistente). Pero no creo que se lo cargaran sólo por eso. Jalome hubiese podido intentar huir. Después de todo, los medios con que contaba Colomer eran bastante escasos. No, hay algo más. Y es que el tal Paul es también un antiguo cómplice de Villebrun, excarcelado hace poco y, en nuestra opinión, capaz de vengarse. Nada más sencillo para este salteador de bancos que armar el brazo de su ex sicario, el cual, al ejercer la venganza en nombre de su jefe, hace que desaparezca al mismo tiempo un molesto testigo para él mismo. Me dirá que, para nuestro hombre, es un razonamiento un tanto a lo Gribouille[17]. Y le contestaré que los Gribouille son legión en el mundo del hampa y que eso lo sabe usted tan bien como yo.

—Exacto. No obstante, ¿por qué ese criminal que utiliza un arma de fuego en plena estación de Perrache sólo emplea los puños cuando me agrede a mí? ¿También es cosa de Gribouille?

—El ruido, señor Burma, el ruido...

Cogió el revólver.

—... Este dispositivo que ve aquí es un silenciador Hornby. Tiene la ventaja de que atenúa el ruido y la llamarada de la detonación. Lo suficiente para que pueda utilizarse el arma en la que esté instalado en medio del barullo de una estación, sobre todo si una orquesta está tocando marchas militares. Sin embargo, no lo bastante como para utilizarlo sin peligro en el silencio nocturno. Ahora bien, se lo digo francamente, no creo que Carhaix-Jalome eligiera especialmente Perrache como lugar ideal del crimen. En mi opinión, estaba siguiendo a Colomer y lo mató porque se vio obligado. Es decir, cuando su asistente se precipitó hacia usted gritando su nombre, el asesino temió las revelaciones que pudiera hacerle y se la jugó.

—Pero ¿qué estaba haciendo Bob en la estación?

Bernier dio golpecitos en la mesa con una mano impaciente.

—¿Cree que la investigación no lo ha establecido de modo fehaciente? Huía. Se había metido con una pieza de caza mayor. Jalome solo, era una cosa. Apoyado por Villebrun, era un hueso demasiado duro de roer. Colomer tuvo la mala pata de descubrir su juego y estimó que la única manera de salir bien parado era huyendo; si no de forma definitiva, cuando menos provisional.

—¿Desde dónde me llamó Jalome? —pregunté.

—No desde la agencia Lafalaise, como me temía. Dicho sea de paso, nuestros hallazgos dejan a su colega fuera de sospecha...

—Ya me parecía que estaban siguiendo una pista equivocada. ¿Desde dónde me llamó?

—Desde un piso vacío, cerca de su lugar de trabajo, cuyos inquilinos están ausentes por unos días tan solo, por lo que no tuvieron necesidad de suspender la línea. Ya sabe usted, porque sin duda lo habrá experimentado en carne propia, que sólo se puede llamar desde una cabina pública presentando previamente la documentación. Jalome también lo sabía y no podía arriesgarse a ello. Y como era un chico meticuloso, debió de descubrir ese piso vacante para el caso de que necesitara utilizar un aparato en secreto. Hemos encontrado un ligero rastro de fractura en la cerradura del piso. Ese tipo era un as.

Le dejé que disfrutara a gusto de mi admiración y añadí:

—Entonces, ¿todo se ha aclarado?

—Pues sí... todo se ha aclarado.

Se zambulló en otra oleada de admiración: esta vez hacia su propia persona. En realidad se había movido como un auténtico diablo durante todo el día.

—Y se ha extinguido la acción judicial, como se dice, ¿no?

Soltó un silbido malévolo.

—En lo que a Carhaix-Jalome se refiere, sí. Pero seguimos buscando a Villebrun, el liberado fantasma. Desde que estamos seguros de que es el instigador del asesinato estamos procediendo al interrogatorio de su ex cómplice, el tironero. Sin hacerse rogar demasiado, ha reconocido que Jalome era uno de sus viejos compinches. Pero después de eso, en boca cerrada no entran moscas. Se limita a repetir que no sabe nada de su antiguo jefe. —Miró su reloj y emitió una desagradable risotada—. Todavía no es demasiado tarde y la noche es buena consejera; quizá se decida a hablar mañana por la mañana. ¿Quiere más café?

—Sí. Y si no le importa, una buena cucharada de azúcar.

Me complació de buena gana, mientras silbaba desafinando un estribillo de music hall. Presentaba el reconfortante espectáculo de un hombre feliz y satisfecho. No hubiese querido estropear semejante euforia por nada del mundo.

* * *

Me desperté en el hospital, tras unas pocas horas de sueño agitado en el que el sucedáneo de café del comisario no tenía nada que ver.

De madrugada, al salir del edificio de la policía, no me había atrevido a despertar a Marc, y Bernier se ofreció amablemente a acompañarme. A pesar de su presencia, un tipo refunfuñó que menudo enfermo era yo.

Me disponía a confirmar ese punto de vista desapareciendo una vez más cuando mi enfermera me informó de que me reclamaban con urgencia en las oficinas.

—No es para echarle la bronca —añadió al ver que no sabía muy bien qué actitud tomar.

Como aquella mujer era incapaz de mentir, me dirigí a las oficinas. Un suboficial de un cuerpo indefinido me estaba esperando. Haciendo caso omiso de la más elemental higiene, mascaba el mango de una pluma.

—Está curado, ¿no? —dijo.

—Sí.

—Vive en París, ¿no?

—Sí.

—Prepare la mochila. Regresa esta tarde. Un tren especial de repatriados que vuelven a sus hogares con el visto bueno de las autoridades alemanas pasa esta noche por Lyon. Lo cogerá. Aquí tiene sus documentos de desmovilización y doscientos francos.

—Pero es que...

—¿Qué pasa? ¡No irá a decirme que este establecimiento le gusta! Se le ha visto por aquí a lo sumo un par de horas.

Le expliqué que no era tanto el establecimiento como la ciudad. ¿No había forma de retrasar mi partida? Tenía bastantes cosas que hacer. Me contestó malhumorado que entre sus funciones no figuraba la de proteger amoríos, que si quería quedarme en Lyon, haberme espabilado antes, que nadie podía adivinar mis deseos, ni por supuesto volver a hacer todo el papeleo sólo para complacerme. Si tanto me gustaba Lyon, una vez en casa me bastaría con solicitar un salvoconducto para poder regresar.

—Su tren sale a las diez de la noche —dijo, atajando la conversación.

Me daba a entender lo irrevocable de aquella decisión burocrática y la inanidad de cualquier forma de protesta.

Me dirigí a una oficina de correos, decidido a recurrir a mis contactos para posponer mi partida.

Una vez exhibida mi documentación y pedido el número del comisario Bernier, hice anular la comunicación. Se me acababa de ocurrir que, de todos modos, tenía bastante que hacer en la zona ocupada y que, ya puestos, podía volver a París.

Fui a comunicarle la noticia a Marc Covet y tuve que contarle con todo lujo de detalles mi entrevista con Bernier. Me costó lo mío impedir que escribiera un artículo. Le prometí más información aquella misma tarde.

Pasé buena parte del día visitando camareros dedicados a fructuosos trapicheos. Buscaba cajetillas de Philip Morris para regalárselas al letrado Montbrison. Se había portado fenómeno conmigo y quería demostrarle mi agradecimiento con un obsequio. No encontré sus cigarrillos favoritos en ninguna parte. Me decanté por unos puros. Montbrison no era adicto a ese veneno, pero supo aceptarlo con gentileza. También a él le debía el relato del caso. Me dijo más de veinte veces que aquello era formidable.

—Espero verle en París —le dije al marcharme.

—Sin duda. Pero ¿cuándo? Todavía no dispongo de salvoconducto. Es el cuento de nunca acabar. Por supuesto, conozco a algunos policías, pero todos son del montón. Carecen totalmente de influencia. Y la cosa se alarga y se alarga...

—En efecto. Hago bien aprovechando el tren especial.

La última visita fue para Gérard Lafalaise.

—No ponga esa cara —le dije a Louise Brel, estrechándole la mano sin rencor—. No soy ningún ogro.

Una vez sellada la paz procedí, a puerta cerrada, a despedirme de su jefe. Desde allí llamé por teléfono al comisario.

—Ese póquer tendrá que esperar una ocasión más propicia. Por orden de los militares que todavía están en ejercicio, regreso esta noche a París. ¿Me necesita?

—No.

—¿Sin novedad en el asunto del especialista del tirón?

—Tuvimos que suspender el interrogatorio.

—¡No me diga! Por recomendación facultativa, ¿no? ¡Por Dios, no lo maten!

—Esos bergantes tienen la piel dura. ¡Buen viaje!

A las nueve y media estaba paseando por el andén reluciente de humedad de la vía doce en compañía de Marc. El redactor de Le Crépuscule, cuya mente había atiborrado de promesas más o menos a largo plazo, estaba silencioso. El viento helado, precursor de nieve, que se colaba bajo la monumental bóveda acristalada no alegraba la espera. El bufé, mal iluminado, mal caldeado y peor surtido, no nos tentaba ni al uno ni al otro. Caminábamos, sin decir palabra, arrebujados en nuestros abrigos.

Al poco, el tren especial entró en la estación. La parada duraba dos minutos. Me puse a la cola y conseguí acomodarme sin demasiada dificultad.

—Hasta pronto, Marc. No olvide rezar por mí.