10
Flanqueada por dos sonrientes damas de compañía, la joven marcesa condujo a Ista a través del fresco y sombreado pórtico bajo la balconada hasta un patio interior. Ferda y la acólita médica de Ista los siguieron dubitativamente, hasta que lord Arhys les hizo un gesto para que avanzaran. El patio estaba adornado por un pequeño estanque de mármol con forma de estrella, de agua clara, y más macetas de plantas carnosas y flores. Lady Cattilara subió a toda prisa las escaleras hasta la galería del segundo piso y se detuvo a esperar, mirando preocupada cómo la acólita ayudaba a Ista a subir con sus piernas cansadas. Ferda se apresuró a ofrecerle su brazo. Ista hizo una mueca que mezclaba la gratitud y el fastidio.
El sonido de sus pasos resonó en las tablas del suelo mientras se dirigían a una esquina donde se cernía una torre baja, hasta que lord Arhys se detuvo súbitamente.
—¡No, Catti! ¡Esas habitaciones, no!
Lady Cattilara se detuvo junto a las dobles puertas talladas que su dama había estado a punto de abrir, y le devolvió a Arhys una sonrisa insegura.
—¿Mi señor? Son las mejores habitaciones de la casa. ¡No podemos ofrecerle menos a la royina!
Arhys se puso a su lado a grandes zancadas, bajó la voz y le habló con los dientes apretados.
—¡Piensa!
—Pero las hemos limpiado y preparado para ella…
—¡No, Catti!
Ella lo miró desanimada.
—Lo… lo siento, mi señor. Yo… pensaré en algo. Otra cosa.
—Por los cinco dioses, hazlo, por favor —espetó él, con la exasperación filtrándose en su rostro y su voz. Con un esfuerzo, recuperó la expresión de amable bienvenida.
Lady Cattilara se dio la vuelta, sonriendo forzadamente.
—Royina Ista. ¿Vendríais… a mis habitaciones para descansar y refrescaros antes de la cena? Es por aquí…
Pasó junto a ellos, y todos cambiaron de dirección hacia un juego parecido de puertas al extremo opuesto de la galería. Ista se encontró, brevemente, junto a Arhys.
—¿Qué problema tienen esas habitaciones? —preguntó ella.
—Goteras en el techo —gruñó él tras un momento.
Ista echó una ojeada al cielo azul y despejado.
—Oh.
Los hombres fueron excluidos en estas nuevas puertas.
—Entonces, ¿traigo aquí vuestras cosas, royina? —preguntó Ferda.
Ista miro a Arhys con aprensión.
—Por ahora, sí —respondió él, aparentemente encontrando más aceptable este otro alojamiento temporal—. Ven, de Gura, os enseñaré vuestro alojamiento a ti y a tus guardias. Por supuesto, querréis ocuparos de vuestros caballos.
—Sí, mi señor, gracias.
Ferda se despidió de Ista y siguió a Arhys escaleras abajo.
Ista entró en la habitación pasando junto a la dama de compañía, que se había detenido para sostenerle la puerta abierta. La mujer sonrió y le hizo una reverencia.
Ista sintió una inmediata sensación de comodidad al haber llegado por fin a lo que obviamente era el alojamiento privado de una mujer. Una luz suavizada se filtraba por unas elaboradas celosías en las estrechas ventanas de la pared del fondo. Tapices y jarrones con flores cortadas animaban las austeras paredes encaladas. Una puerta, cerrada, daba acceso interior a alguna habitación adyacente, e Ista se preguntó si sería la de Arhys. Había multitud de cofres, con diversas tallas, incrustaciones y refuerzos de hierro; las damas de Cattilara hicieron desaparecer las pilas de ropa y otras evidencias de desorden, y colocaron un cojín de plumas sobre uno de tales baúles para que Ista se sentara. Ista echó una ojeada por las celosías, desde las que se veía el techo de otro patio interior, y sentó su dolorido cuerpo con cautela.
—Qué habitación más agradable —comentó Ista para suavizar la evidente incomodidad de lady Cattilara ante la repentina invasión de su refugio.
Cattilara sonrió agradecida.
—Mi casa está ansiosa de honraros a su mesa, aunque supuse que primero querríais lavaros y descansar.
—Efectivamente, sí —dijo Ista con énfasis. La acólita le hizo una reverencia a la señora del castillo y habló con firmeza.
—Y, si no os importa, señora, también habría que cambiarle los vendajes a la royina.
Cattilara parpadeó.
—¿Estáis herida? Mi marido no me lo dijo, en su carta…
—Unas pocas magulladuras sin importancia. Pero sí, un baño y descanso antes que nada. —Ista no tenía intención de descuidar sus heridas. Su hijo Teidez había muerto, se decía, de una herida desatendida en la pierna, apenas peor que un arañazo, que había contraído una infección febril. Ista sospechaba de complicaciones más allá de las naturales; ciertamente al muchacho le habían llovido las oraciones, pero ninguna había sido respondida.
Lady Cattilara se deshizo de su momentánea incomodidad con un estallido de actividad, dando órdenes a sus damas para que se hicieran cargo de las tareas. Trajeron té, frutas secas y pan, palanganas y una bañera, y subieron agua; la acólita y las damas de Cattilara no solo atendieron el cuerpo de Ista, sino que también le lavaron el pelo. Para cuando las bienvenidas abluciones acabaron, e Ista se envolvía en ropas prestadas, su anfitriona volvía a estar bastante animada.
Bajo su dirección, las damas trajeron montones de ropa para que la inspeccionara Ista, y Cattilara abrió sus joyeros.
—Mi señor dice que perdisteis todas vuestras pertenencias con los jokonios —dijo Cattilara casi sin respirar—. Os suplico que aceptéis cualquiera de las mías que os plazca.
—Como mi viaje era de peregrinación, de hecho llevaba pocas cosas, así que la pérdida fue pequeña —dijo Ista—. Los dioses libraron a mis hombres; todo lo demás puede reponerse.
—Suena como una horrible penalidad —dijo Cattilara. Había gemido de consternación cuando la acólita había descubierto las feas heridas en las rodillas de Ista.
—Al final, los jokonios se llevaron la peor parte, gracias a vuestro señor y sus hombres.
Cattilara brilló de satisfacción ante este indirecto elogio del marzo.
—¿No es magnífico? Me enamoré locamente de él desde el primer instante en que le vi, entrando a caballo en Oby con mi padre un día de otoño. Mi padre es el marzo de Oby, la fortaleza más grande de Caribastos, exceptuando la sede del provincar.
Los labios de Ista se curvaron.
—Lo admito. Lord Arhys a caballo causa una primera impresión realmente impactante.
Cattilara siguió parloteando.
—Tenía un aspecto tan espléndido. Pero tan triste. Su primera mujer había muerto durante el parto, oh, años antes, cuando nació su hijita Liviana, y se decía que no había vuelto a mirar a otra mujer desde entonces. Yo solo tenía catorce años. Mi padre dijo que yo era demasiado joven, y que no era más que el capricho de una niña, pero le demostré que se equivocaba. Tres años luché junto con mi padre por el favor de mi señor, y gané el premio.
En efecto.
—¿Lleváis mucho tiempo casados?
—Hace casi cuatro años —sonrió orgullosa.
—¿Hijos?
El rostro de Cattilara y el volumen de su voz cayeron.
—Aún no.
—Bueno —dijo Ista, en un esfuerzo por dejar atrás este abismo de pena tan claramente visible en el rostro de la muchacha—, todavía sois joven… veamos esos trajes.
A Ista se le cayó el alma a los pies al contemplar lo que le ofreció Cattilara. Los gustos de la marcesa iban a las confecciones brillantes, vaporosas y con vuelo, que sin duda realzaban a la perfección su figura alta y esbelta. Ista sospechaba que harían que ella, más baja, pareciera un enano arrastrando una cortina.
Su boca buscó excusas menos brutalmente sinceras.
—Sigo de luto por la reciente muerte de mi señora madre. Y mi peregrinación, aunque fue bruscamente interrumpida por esos incursores jokonios, está lejos de haber terminado. ¿Quizá algo de colores apropiados a mi lamento…?
La mayor de las damas de Cattilara le echó una ojeada a Ista y a las brillantes sedas y al parecer interpretó la situación correctamente. Tras mucho rebuscar entre los baúles y algunos viajes a los desvanes, por fin aparecieron algunos trajes y vestidos de corte más serio y menos vaporosos, en apropiados tonos negro y lila. Ista sonrió y señaló el joyero con una inclinación de cabeza. Cattilara contempló las piezas que había para elegir, y repentinamente hizo una reverencia y se excusó.
Ista oyó sus pasos afuera, en la galería, que volvían a entrar casi enseguida; luego, al otro lado de la pared, la reverberación de unas voces, la de Cattilara y la de un hombre. Lord Arhys había vuelto, evidentemente. Su timbre y su cadencia eran característicos. Los ligeros pasos volvieron a la carrera, para luego hacerse más lentos de acuerdo a la dignidad de una dama. Cattilara entró, sonriendo de satisfacción, y extendió la mano.
En ella había un exquisito broche de luto en plata con amatistas y perlas incrustadas.
—Mi señor no tiene demasiadas piezas heredadas de su augusto padre —dijo tímidamente—, pero ésta es una de ellas. Se sentiría honrado si decidierais llevarla, en recuerdo de aquellos tiempos.
A Ista, sorprendida por la visión, se le escapó un resoplido a modo de risa.
—De hecho, conozco la pieza. De vez en cuando, lord de Lutez solía llevarla en el sombrero.
El roya Ias se la había regalado, uno de los últimos entre sus muchos regalos, que habían llegado hasta la mitad de su reino antes de que todo se derrumbara.
Cattilara la observaba con brillo romántico en los ojos, juraba Ista. Presumiblemente, la marcesa compartía las heroicas teorías de su marido acerca de la caída de su padre. Ista todavía no estaba segura de que Arhys hubiera creído su negativa de haber mantenido una relación amorosa con un hombre cuya reputación como amante había sido solo un poco menor que su reputación como soldado, o si se había limitado a admitir la historia de ella por cuestión de cortesía. ¿Se imaginaría que ella aún guardaba luto por de Lutez? ¿Por Ias? ¿Por el amor perdido de alguien? El broche era un mensaje ambiguo, si es que era un mensaje.
La carne de Arhys bajo su mano, cuando ella había tocado esa herida que no estaba donde debía, había estado rígida y fría como la cera. Y sin embargo se había levantado, caminado y cabalgado, hablado, besado a su esposa, se había reído y se había quejado tan gruñón como cualquier otro marido vivito y coleando. Ista podría haberse convencido ahora de que había sufrido una alucinación, o un sueño, de no ser porque Ferda era testigo de la realidad material de la sangre en la palma de su mano.
Ista envolvió con su mano el misterio de las intenciones de él.
—Os doy las gracias, y dádselas a vuestro señor en mi nombre —dijo.
Cattilara parecía inmensamente complacida.
Ista se acostó en la cama de lady Cattilara con su cabello, aún húmedo, abierto sobre una toalla de lino, bajo la vigilancia de la acólita, sentada en un taburete al otro lado de la habitación. Cattilara hizo salir a sus damas delante de ella y dejó a su honrada huésped para que descansara hasta que se sirviera la cena. Probablemente, pensó Ista, para correr a supervisar su preparación. En el silencio de la habitación en penumbra, el agotamiento y el inmenso alivio de la piel y la ropa limpias le proporcionaron a Ista la sensación (¿la ilusión?) de haber encontrado asilo por fin. Puede que su dolor de cabeza no fuera más que una pizca de fiebre provocada por las llagas y la cabalgada de pesadilla. A pesar del zumbido de tensión en sus nervios, los párpados se le bajaron.
Y al sentir un hálito frío en las mejillas los volvió a abrir, enfadada. No resultaba sorprendente que este castillo tuviera fantasmas, todas las fortalezas los tenían, ni que vinieran a investigar a un visitante. Ista se puso de lado. Una tenue nube blanca flotaba ante su vista. Mientras ella miraba, desanimada y frunciendo el ceño, dos más salieron de la pared y se reunieron con la primera, como si las atrajera la calidez de ella. Eran espíritus antiguos, informes y consumidos hasta casi el olvido. El piadoso olvido. Ista retrajo los labios en una mueca feroz.
—Idos, olvidados —susurró—. No puedo hacer nada por vosotros. —Un movimiento de su mano dispersó las nubes como si fueran niebla, y desaparecieron de su vista interior. Ningún espejo reflejaría estas visiones, ningún compañero las compartiría.
—¿Royina? —la voz de la acólita llegó en un murmullo somnoliento.
—Nada —dijo Ista—. Soñaba.
Pero eso no era un sueño, sino su visión interior que volvía a aclararse. Indeseada, poco grata, ofensiva. Y aun así… había llegado a un lugar muy nebuloso en esta despejada tarde. Quizá iba a necesitar esa claridad.
Los dioses no otorgan regalos sin anzuelos ocultos.
Recordando su vívido y perturbador sueño de antes, Ista no se atrevía a dormirse. Estuvo en duermevela durante un rato, hasta que Cattilara y sus damas volvieron a recogerla.
La principal dama de compañía arregló el cabello de Ista en lo que al parecer era el estilo acostumbrado: trenzado para apartarlo del rostro y suelto por detrás. En Cattilara, la caída provocaba fascinantes ondulaciones; Ista sospechaba que su pelambre parda, que empezaba a enredarse en las puntas, tendría más el efecto de una mata de raíces. Pero un vestido de lino color lavanda, con un sobretodo de seda negra prendido bajo su busto por el broche de luto, componía una exhibición adecuadamente digna. La exhibición, de eso estaba segura, sería su próxima tarea.
El calor del verano había llegado pronto a esta provincia norteña. Las mesas se habían dispuesto en el patio, y la cena se sirvió cuando el sol cayó al oeste por debajo de la línea del techo, de forma que la sombra que avanzaba les ahorrase a los comensales el castigo de sus rayos. La mesa principal, al fondo del patio, miraba a la fuente con forma de estrella, y había otras dos, más grandes, perpendiculares a ella.
Ista se encontró a la derecha de lord Arhys, con lady Cattilara al otro lado. Si Arhys había estado impresionante vestido de cota de malla y cuerpo salpicado de sangre, estaba arrebatador con sus ropas cortesanas de gris con detalles dorados, y salpicadas con verbena. Él le sonrió cálidamente. A Ista le dio un vuelco el corazón; reunió los pedazos de su reserva y le correspondió con un saludo más frío, y luego se obligó a apartar la vista de él.
A Ferda se le dio un lugar de honor junto a la marcesa. Un caballero anciano vestido con los ropajes de un divino del templo estaba sentado a la izquierda de lord Arhys, dejando un sitio vacío entre ellos. Uno de los oficiales superiores de Arhys hizo el gesto de acercarse hasta ellos, pero se detuvo ante los dos dedos que lord Arhys sostuvo sobre el asiento vacío, asintió para indicar que comprendía, y fue a sentarse a una de las mesas menores.
Lady Cattilara, al ver esto, se inclinó por detrás de Ista para murmurarle a su marido:
—Mi señor, con estos huéspedes de honor, seguramente esta noche podríamos usar el sitio.
Los ojos de Arhys se oscurecieron.
—Esta noche menos que ninguna —la miró con el ceño fruncido con una mueca de desagrado, y se llevó un dedo a los labios. ¿Un aviso?
Cattilara volvió a sentarse, con la boca apretada. La curvó en una sonrisa dirigida a Ista y le dedicó una cortés trivialidad a Ferda. Ista se alegró de ver al resto de la compañía de Ferda, descansados, bañados y con ropas limpias prestadas, repartidos por las otras mesas. Los oficiales de Arhys, las damas de Cattilara y algunos parroquianos vestidos con ropajes del templo componían el resto. Sin duda alguna, los ciudadanos importantes de la villa que había a los pies del castillo desfilarían ante Ista en sucesivas comidas.
El anciano divino se puso trabajosamente en pie y pronunció, titubeante, las oraciones: de agradecimiento por la victoria del día anterior y el maravilloso rescate de la royina, de súplica por la curación de los heridos y de bendición sobre la comida que iba a servirse. Siguió con una referencia especial, aunque un tanto vaga, a la firmeza de Ferda y sus hombres en esta la estación de la Hija, que Ista pudo ver que agradó al oficial dedicado.
—Y como siempre, en especial le suplicamos a la Madre, cuya estación se acerca, por la recuperación de nuestro lord de Arbanos. —Hizo un gesto de bendición sobre la silla vacía que había a la izquierda de Arhys y este asintió, suspirando levemente. Un murmullo de asentimiento casi sin palabras corrió entre los oficiales en las demás mesas junto a, vio Ista, algunos gestos de considerable preocupación.
—¿Quién es lord de Arbanos? —preguntó Ista cuando empezaban a pasar entre ellos sirvientes con jarras de vino y agua y los primeros platos de comida.
Cattilara le dirigió a Arhys una mirada cautelosa.
—Illvin de Arbanos, mi maestre de caballerizas —se limitó a decir Arhys—. Ha estado… indispuesto, estos dos últimos meses. Como veis, le reservo su asiento. —Este último comentario tenía un aire casi testarudo—. Illvin también es mi medio hermano —añadió tras un buen rato.
Ista dio un sorbo a su copa de vino aguado mientras dibujaba en su mente árboles genealógicos. Otro bastardo de Lutez. ¿Sin reconocer? Pero el augusto cortesano tenía a gala reconocer a toda su progenie dispersa, ofreciendo regularmente oraciones y exvotos en la torre del Bastardo por su protección. Quizá a éste lo había concebido de una mujer casada, y lo habían admitido con discreción en la familia con el consentimiento del marido cornudo… el nombre así lo sugería. Con discreción, pero no en secreto, si éste de Arbanos le había reclamado un cargo al marzo y éste se lo había concedido.
—Fue una gran tragedia —comenzó Cattilara.
—Demasiado grande para oscurecer la celebración de esta noche con ella —gruñó Arhys. No fue precisamente una sutil indirecta.
Cattilara se calló; luego, con evidente esfuerzo, sacó a colación una charla intrascendente sobre su propia familia en Oby, comentarios sobre su padre, sus hermanos y los enfrentamientos de estos con los roknari a lo largo de la frontera durante la campaña del pasado otoño. Ista se dio cuenta de que lord Arhys apenas tomaba nada de su plato, y que con lo poco que tomaba se limitaba a juguetear con el tenedor.
—¿No coméis, lord Arhys? —se atrevió a decir Ista al fin.
Él siguió la mirada de ella hasta su plato con una sonrisa un tanto dolorida.
—Sufro un pequeño acceso de fiebres tercianas, y encuentro que el ayuno es el tratamiento que me resulta más efectivo. Pasará pronto.
Un grupo de músicos que se había sentado en la galería empezó a tocar una alegre melodía y Arhys, aunque no Cattilara, la tomó como pretexto suficiente para hacer un alto en la conversación. Poco después se excusó y se fue a conferenciar con uno de sus oficiales. Ista le echó una ojeada al asiento vacío que había junto al del marzo, con los cubiertos perfectamente colocados. Alguien había dejado una rosa blanca sobre el plato, como ofrenda o súplica.
—Parece que vuestra gente echa mucho de menos a lord de Arbanos —le dijo Ista a Cattilara.
Ésta atravesó el patio con la mirada para localizar a su marido, que estaba inclinado sobre otra mesa, conversando y fuera del alcance del oído.
—Se le echa mucho de menos. Ciertamente, desesperamos de su curación, pero Arhys no quiere escuchar… es muy triste.
—¿Es mucho mayor que el marzo?
—No, es el hermano menor de mi señor. Casi dos años. Los dos han sido inseparables casi toda su vida; el alcaide del castillo los crio juntos tras la muerte de su madre, según me dijo mi padre, sin hacer distinción entre ellos. Illvin ha sido el maestre de caballerizas de Arhys desde que yo puedo recordar.
¿Su madre? La mente de Ista recorrió hacia atrás a trompicones el imaginario árbol genealógico.
—Este Illvin… ¿No es hijo del difunto canciller de Lutez, entonces?
—Oh no, nada de eso —dijo Cattilara animada—. Pero siempre he creído que, en su día, fue un gran romance. Se dice… —Echó una ojeada a su alrededor, se sonrojó un poco y bajó la voz, inclinándose hacia Ista—. Se dice que la señora de Porifors, la madre de Arhys, se enamoró del alcaide del castillo, Sir de Arbanos, y él de ella, cuando lord de Lutez la dejó para irse a la corte. De Lutez apenas volvía a Porifors, y la fecha de nacimiento de Illvin… bueno, no hubo nada que hacer. Creo que era un secreto a voces, pero Sir de Arbanos no reconoció a Illvin hasta después de que su madre muriera, la pobre señora.
Y emergió otra razón para el largo abandono de de Lutez a su esposa norteña… ¿Pero cuál era la causa y cuál el efecto? La mano de Ista tocó el broche que llevaba al pecho. Vaya afrenta que este Illvin debería haber representado para el carácter vanidoso y posesivo de de Lutez. ¿Había sido un gesto magnánimo y conciliador entregárselo legalmente a su verdadero padre, o un mero alivio para sacar al bastardo de su apretada lista de herederos?
—¿Qué enfermedad ha contraído?
—No es exactamente una enfermedad. Una… tragedia muy inesperada, o un accidente cruel. Empeorado por todas las suposiciones e incertidumbres. Una gran pena para mi señor, y una conmoción para todo Porifors… oh, vuelve con nosotros. —Lord Arhys se había erguido y volvía a su lugar de preferencia. El oficial con el que había estado hablando se puso en pie, le dedicó un saludo militar, y salió del patio. Cattilara bajó la voz aún más—. A mi señor le perturba profundamente que se hable de ello. Os contaré la historia más tarde, en privado ¿hm?
—Gracias —dijo Ista, que no sabía como responder a tanto misterio y evasivas. Lo que sí sabía era la próxima pregunta que quería hacer. ¿Es lord de Arbanos un hombre alto y delgado con el pelo como un arroyo de noche salpicada de escarcha? Puede que, después de todo, de Arbanos el joven fuera bajo, o redondo como un tonel, o calvo, o con el pelo rojo como el fuego. Podía preguntar, Cattilara se lo diría y a ella se le aflojaría el nudo del estómago.
Retiraron los platos. Algunos soldados, bajo la dirección del oficial que había despachado Arhys, trajeron un surtido de cajas, cofres, sacos y montones surtidos de armas y armaduras, que apilaron frente a la mesa principal. Ista se dio cuenta de que era el botín de la batalla de ayer por la mañana. Lord Arhys y lady Cattilara fueron juntos a coger un pequeño cofre, que llevaron al sitio de Ista y abrieron frente a ella.
La cabeza de Ista casi dio una sacudida hacia atrás ante el hedor a mortalidad y pena que brotó del montón de joyas que contenía. Enseguida se dio cuenta de que el hedor no lo sentía con la nariz. Parecía que ella iba a ser la primera heredera del desastre jokonio. Un selecto montón de anillos, broches y brazaletes de mejor manufactura o carácter obviamente femenino, brillaba bajo la luz que se iba. ¿Cuánto había sido robado en Rauma? ¿Cuánto iba destinado a unas muchachas jokonias que no volverían a ver a sus pretendientes? Respiró hondo, fijó en su rostro una apropiada sonrisa de agradecimiento, y logró pronunciar algunas palabras adecuadas, alabando a Arhys y sus hombres por su valentía y su rápida respuesta a la incursión de los saqueadores, levantando la voz para que sus cumplidos llegaran a las otras mesas.
Tras esto se le entregó a Ferda una espada de especialmente buena calidad, para su obvio deleite. Cattilara regaló algunas piezas a sus damas, Arhys distribuyó la mayor parte entre sus oficiales, con comentarios personales o bromas, y los restos fueron entregados al divino para oraciones en el templo de la ciudad. Un joven dedicado, aparentemente el asistente personal del anciano divino, se hizo cargo de todo con agradecimientos y bendiciones.
Ista dejó que sus dedos pasaran delicadamente sobre el contenido de su caja. Hacía que le picara la piel. No quería este legado mortal. Bueno, eso tenía solución. Fue a coger un anillo para su valiente doncella, formado por diminutos caballos al galope… ¿Dónde estaría Liss ahora? Pero tras un momento de duda, su mano fue hasta una daga curva con la empuñadura enjoyada. Tenía cierto carácter práctico y elegante a la vez que parecía ir mejor con el estilo de la chica jinete. Con un suspiro, recordando que todo su dinero estaba en el fondo de un río en Tolnoxo, también retiró algunas chucherías para gastos. Dejó el anillo y la daga a un lado y le acercó la caja a Ferda con un empujón.
—Ferda, coge la mejor pieza para tu hermano ausente. Y las cuatro siguientes para nuestros heridos y los hombres que se quedaron con ellos. Y también algo apropiado para de Cabon. Luego, que cada hombre de tu compañía coja lo que más le guste. El resto, por favor, encárgate de que llegue a la Orden de la Hija, con mis agradecimientos.
—¡Seguro, royina! —Ferda sonrió, pero su sonrisa se desvaneció. Se inclinó sobre el asiento vacío de la marcesa para acercarse—. Quería haceros una pregunta. Ahora que habéis sido llevada hasta lugar seguro, y parece que vais a estar aquí segura bajo la protección del marzo algún tiempo ¿tendría vuestro permiso para partir en busca de Foix, Liss y el divino?
No sé cómo es este extraño lugar, pero yo no lo llamaría seguro. Pero no podía decirlo en voz alta. Casi quería ordenarle que preparara sus hombres para partir al día siguiente. Esta noche. Nada práctico. Imposible. Descortés. Los hombres de la Hija estaban casi tan agotados como ella. La mitad de sus caballos seguían en el camino con los caballerizos de Arhys, que los traían en etapas lentas.
—Necesitas descansar tanto como el resto de nosotros —temporizó ella.
—Descansaré mejor cuando sepa qué ha sido de ellos.
Ella tenía que conceder la verdad de eso, pero la idea de quedarse atrapada aquí sin su propia escolta le provocó un escalofrío de preocupación. Frunció el ceño dubitativa mientras Cattilara volvía a su sitio.
Lord Arhys también volvió, y se dejó caer en su silla reprimiendo un suspiro de cansancio. Ista le preguntó por las cartas que había enviado para preguntar por su gente perdida. Escuchó con lo que a Ista le pareció una simpatía especialmente seria ante la preocupación de Ferda por su hermano, pero opinó que aún era demasiado pronto para una respuesta. Por acuerdo tácito, nadie mencionó la complicación del demonio-oso.
—Al menos, sabemos que Liss llegó hasta el provincar de Tolnoxo —manifestó Ista—. Otra gente podría haber dado aviso de los incursores, pero solo ella sabía que yo estaba entre los capturados. Y si logró ponerse a salvo, seguramente habrá tenido el buen sentido de pedir que se busque a tu hermano y al buen divino.
—Eso es… cierto. —Los labios de Ferda temblaban, alternando entre la seguridad y la preocupación—. Si la escucharon. Si le dieron cobijo…
—Las casas de posta de la cancillería le habrán dado alojamiento aunque de Tolnoxo no lo hiciera, aunque si no ha recompensado su coraje con la apropiada hospitalidad, y sus solicitudes con el máximo de ayuda, ciertamente que me oirá. Y también al canciller de Cazaril, lo garantizo. Con las cartas de lord Arhys, el mundo pronto sabrá dónde nos alojamos. Si nuestros rezagados encuentran el camino hasta Porifors mientras tú estás por ahí buscándolos, vas a echarlos de menos igual, Ferda. En cualquier caso, no puedes pretender partir en la oscuridad, esta noche. Veamos qué ayuda, o mensajes, nos trae la mañana.
Ferda tuvo que admitir que eso tenía sentido.
Un fresco crepúsculo caía sobre el patio. Los músicos concluyeron su recital, aunque no hubo baile ni mascaradas. Los hombres se aseguraron de que lo que quedaba del vino no se desperdiciaba, y se ofrecieron las últimas oraciones y bendiciones. El divino se alejó a duras penas, del brazo de su dedicado, seguido por la gente de su rústico templo. Los oficiales de Arhys le dedicaron a la royina unas reverencias levemente impresionadas, al parecer honrados de que se les permitiera arrodillarse y besar sus legendarias manos. Pero por la forma en que se alejaron a grandes zancadas, con sus deberes mostrándose por anticipado en los rostros, Ista recordó que ésta era una fortaleza operativa.
Cattilara hizo el gesto de ponerle una mano bajo el codo para que se apoyara mientras se levantaba.
—Ahora puedo conduciros a vuestras habitaciones, royina —dijo sonriendo. Miró brevemente a Arhys—. No son tan grandes, pero… el techo está en mejores condiciones.
Ista tenía que admitir que la comida y el vino se habían combinado para destruir cualquier ambición que pudiera haber tenido ella de moverse esta noche.
—Gracias, lady Cattilara, eso estaría bien.
Arhys le besó formalmente las manos para desearle buenas noches. Ista no estaba segura de si los labios de él estaban fríos o calientes, confusa por el perturbador picor que dejaron en sus nudillos. En cualquier caso, no ardían de fiebre, aunque cuando él cruzó sus ojos grises con los de ella, Ista se sonrojó.
Seguida por el usual parloteo de mujeres, la marcesa la cogió del brazo y atravesó con ella un arco que había bajo la galería, para recorrer luego un corto pórtico. Volvieron a girar y pasaron por debajo de otra hilera de amenazadores edificios para emerger en un pequeño patio cuadrado. Seguía habiendo luz en la tarde, pero en el cielo, la primera estrella brillaba en la alta bóveda azul.
Una galería porticada recorría los márgenes del patio, y sus exquisitos pilares de alabastro estaban labrados con una tracería de flores y ramas al estilo roknari…
No era el caliente mediodía ni la gélida media luna de media noche, pero era el mismo patio de los sueños de Ista, idéntico en cada detalle, inconfundible, grabado en su memoria a martillo y cincel. Ista se sintió débil. No logró decidir si se sentía sorprendida.
—Creo que me gustaría sentarme —dijo en voz baja—. Ahora.
Cattilara la miró, sobresaltada ante el temblor de la mano de Ista sobre su brazo. Obediente, la guio hasta un banco, uno de varios que había alrededor del patio, y se sentó con ella. El mármol pulido por el tiempo seguía caliente del calor del día bajo los dedos de Ista, aunque el aire estaba refrescando, suavizándose. Se agarró brevemente al borde de piedra, y luego se obligó a sentarse erguida y respirar hondo. Este sitio parecía ser la parte más vieja de la fortaleza. Carecía de las ubicuas macetas de flores; solo el legado de los canteros roknari le impedía ser austera.
—¿Royina, estáis bien? —preguntó solícita Cattilara.
Ista consideró varias mentiras, y varias verdades. Me duelen las piernas. Me duele la cabeza. Al final se decidió por otra cosa.
—Lo estaré si descanso un poco —contempló la ansiosa silueta de la marcesa—. Ibais a contarme qué había dejado postrado a lord Illvin. —Con dificultades, Ista mantuvo sus ojos apartados de esa puerta, en el rincón del fondo a la izquierda de las escaleras de la galería.
Cattilara dudó, con el ceño fruncido.
—Creemos que no es tanto cuestión de qué, como de quién.
Ista levantó las cejas.
—¿Un malvado ataque?
—Eso seguro. Es una cosa muy complicada. —Echó una ojeada a sus damas de compañía y les hizo un gesto para que se alejaran—. Por favor, dejadnos. —Las observó sentarse en un banco al fondo del patio, fuera del alcance del oído, y luego bajó la voz en un tono confidencial—. Hará unos tres meses que llegó de Jokona la embajada de primavera, para arreglar el intercambio de prisioneros, establecer los rescates, obtener salvoconductos para sus mercaderes… todas las cosas que hacen los enviados. Pero esta vez venían con una oferta inesperada en su comitiva: una hermana viuda del príncipe Sordso de Jokona. Una hermana mayor que había estado casada dos veces con anterioridad, creo, con unos ancianos señores jokonios horriblemente ricos, que hicieron lo que hacen los ancianos señores. No sé si es que había rehusado ser sacrificada de nuevo de ese modo o es que había perdido valor en dicho mercado por su edad; casi tenía treinta años. Aunque, realmente, seguía siendo bastante atractiva. La princesa Umerue. Pronto estuvo claro que su séquito buscaba una alianza matrimonial con el hermano de mi señor, si a ella le agradaba.
—Interesante —dijo Ista en tono neutro.
—Mi señor pensó que era buena señal, que podría ser un modo de conseguir la conformidad de Jokona en la futura campaña contra Visping. Si Illvin estaba dispuesto. Y pronto se hizo evidente que Illvin… bueno, nunca lo había visto volver la cabeza así por ninguna mujer, por mucho que él fingiera lo contrario. Su lengua siempre fue más proclive a las bromas amargas que a los edulcorados elogios.
—Si Illvin era solo un poco más joven que Arhys… ¿Es que lord Illvin… Sir de Arbanos, no había estado casado antes?
—Ahora es Sir de Arbanos, sí. Heredó el título de su padre hace casi diez años, creo, aunque con él no iba mucho más. Pero no. Creo que estuvo prometido un par de veces, pero las negociaciones fracasaron. Su padre lo entregó algún tiempo a la Orden del Bastardo siendo joven, para su educación, aunque él decía que no había desarrollado ninguna vocación. Pero a medida que pasaba el tiempo, la gente hizo suposiciones. Yo veía que eso le molestaba.
Ista recordó haber hecho suposiciones parecidas acerca de de Cabon, e hizo una mueca irónica. Pero incluso si esta princesa Umerue estaba ya muy usada, una unión con un señor menor quintariano, y bastardo para rematar, era una ambición curiosamente reducida para una quadrena de tan alta cuna. Su abuelo materno era el mismísimo General Dorado, si Ista recordaba bien las viejas alianzas matrimoniales de los Cinco Principados.
—¿Planeaba convertirse, si el cortejo daba frutos?
—Realmente no estoy segura. Illvin estaba tan cautivado por ella que puede que hubiera sido él quien diera el paso. Hacían muy buena pareja. Oscuro y dorada. Ella tenía la típica piel roknari, del color de la miel fresca, y el pelo a juego. Era muy… bien, era muy evidente por el camino que iba la cosa. Pero había alguien que no estaba contento. —Cattilara respiró hondo y su gesto se ensombreció—. Había un cortesano jokonio en el séquito de la princesa que estaba consumido por los celos y el resentimiento. Supongo que la quería para él, y no podía ver por qué en vez de eso se la estaba entregando a un enemigo. La posición y la riqueza de lord Pechma eran poco mayores que las de Illvin, aunque por supuesto, carecía de la reputación militar de éste. Una noche… una noche, ella despidió a sus sirvientes, e Illvin… la visitó. —Cattilara tragó saliva—. Creemos que Pechma pudo verlo y seguirlo. A la mañana siguiente no podíamos encontrar a Illvin, hasta que las damas de ella entraron en su habitación y descubrieron la escena más espantosa. Vinieron y nos despertaron a mi señor y a mí. Arhys no me dejó entrar en las habitaciones, pero se dice —bajó la voz aún más— que encontraron a lord Illvin desnudo, enredado en las sábanas, sangrando. La princesa había caído muerta junto a la ventana, como si hubiera forcejeado para escapar o pedir ayuda, con una daga roknari envenenada clavada en el pecho. Y lord Pechma, su caballo, su equipaje y el dinero de la comitiva roknari, habían desaparecido de Porifors.
—Oh —dijo Ista.
Cattilara tragó saliva y se llevó la mano a los ojos.
—Los hombres de mi señor y los criados de la princesa salieron juntos a buscar al asesino, pero hacía tiempo que había huido. El séquito se convirtió en una comitiva fúnebre, y se llevó el cuerpo de Umerue de vuelta a Jokona. Illvin… no se ha despertado desde entonces. No estamos seguros de si es debido a algún vil veneno roknari en la daga que se le clavó, o si al caer se golpeó la cabeza, o si recibió algún otro terrible golpe. Pero tememos muchísimo que haya perdido la cabeza. Creo que ese horror le causa a Arhys más pena que la posible muerte de Illvin, puesto que siempre tuvo en gran estima la astucia de su hermano.
—Y… ¿Cómo se recibió esto en Jokona?
—No muy bien, a pesar de que ellos habían traído el mal consigo. Desde entonces la frontera ha estado en tensión. Lo que, después de todo os ha venido bien, ya que todos los hombres de mi señor estaban dispuestos para cabalgar cuando llegó el correo del provincar de Tolnoxo.
—No es de extrañar que lord Arhys esté tan nervioso. Sí que son sucesos trágicos. —Sí que son goteras. Ista solo podía estarle agradecida al mal carácter de Arhys por no alojarse esa noche en la habitación donde había muerto la princesa Umerue. Reflexionó sobre el terrible relato de Cattilara. Escabroso y atroz, sí. Pero no había nada extraño en él. Ningún dios, ninguna visión, ningún deslumbrante fuego blanco que sin embargo no quemaba. Ninguna roja herida mortal que se abría y se cerraba como si el hombre se abrochara la blusa.
Me gustaría ver a este lord Illvin, quería decir. ¿Podéis llevarme a verlo? ¿Y qué excusa pondría para su morbosa curiosidad, este cuestionable deseo de entrar en la habitación de un hombre enfermo? En cualquier caso, no quería quedarse mirando al de alta cuna en una baja cama. Lo que realmente quería era montarse en un caballo, no, en un carro, y que se la llevaran de aquí.
Ya había oscurecido lo suficiente para que su vista perdiera el color; el rostro de Cattilara era un fino borrón pálido.
—Ha sido un día muy largo y estoy cansada.
Ista se puso en pie. Cattilara se levantó de un salto para ayudarla a subir las escaleras. Ista apretó los dientes, dejó que su mano izquierda descansara suavemente en el brazo de la joven, y se empujó a subir apoyando la mano derecha en el pasamanos. Las damas de Cattilara las siguieron a cierta distancia, aún conversando entre ellas.
Cuando llegaban a la cima de las escaleras, la puerta del fondo se abrió de repente. Ista volvió la cabeza. Por ella salió un individuo retaco y patizambo con una barba corta entrecana, llevando un montón de trapos de lino sucios y un cubo con tapadera. Al ver a las mujeres, soltó su carga junto a la puerta y se apresuró a adelantarse.
—Lady Catti —dijo con voz áspera a la vez que agachaba la cabeza—. Necesita más leche de cabra, con más miel.
—Ahora no, Goram. —Arrugando la nariz en señal de irritación, Cattilara le hizo un gesto para que se fuera—. Vendré enseguida.
Él volvió a agachar la cabeza, pero sus ojos brillaron bajo sus cejas cuando miró a Ista. Con curiosidad o sin ella, eso Ista apenas podía decirlo en aquella oscuridad, pero sintió su mirada como una mano en la espalda cuando se volvió hacia la derecha para seguir a Cattilara hacia las habitaciones que la esperaban en el otro extremo del pasillo.
Los pasos de él se alejaron. Ella volvió la mirada justo a tiempo de ver la puerta del otro lado abrirse y cerrarse una vez más, una línea anaranjada de luz de velas brillando, estrechándose y desapareciendo.