4

La cabalgada del día siguiente empezó temprano y fue larga, pero poco a poco las desoladas tierras de Baocia fueron quedando tras ellos. El paisaje se fue haciendo más ondulado, con más agua y más árboles, ascendiendo hacia las montañas que empezaban a verse en el horizonte occidental. Seguía siendo una tierra seca en el fondo.

La muralla de la ciudad de Casilchas abrazaba un promontorio rocoso que dominaba un arroyo, claro y gélido con el agua del deshielo de primavera en las distantes alturas. La piedra gris y ocre, vista o recubierta, era el material de las murallas y los edificios, aquí y allá animada con yeso pintado de rosa o verde claro, o con puertas y contraventanas de madera pintada de vivo color rojo, azul o verde a la luz del atardecer primaveral. Uno podría beberse esta luz como si fuera vino y emborracharse de color, pensó Ista mientras sus caballos recorrían las estrechas calles.

El templo de la ciudad dominaba una pequeña plaza pavimentada con losas irregulares de granito, ensambladas como un rompecabezas. Frente a él, en lo que tenía el aspecto de la antigua mansión de algún aristócrata local legada al Templo, el grupo de Ista encontró el seminario del Bastardo.

Al llamar de Cabon, en el portón doble reforzado con bandas de acero se abrió un postigo, y salió el portero. Recibió los primeros saludos del divino con unas desalentadoras sacudidas de cabeza. De Cabon desapareció en el interior durante varios minutos. Entonces, las puertas se abrieron de par en par, y criados y dedicados se apresuraron a ayudar al grupo con los caballos y el bagaje. El caballo de Ista fue conducido al interior. Tres pisos de ornamentados balcones de madera rodeaban un patio empedrado. Un acólito vestido de blanco se acercó a la carrera con un taburete para ayudarla a desmontar. Un divino de alto rango hizo una reverencia y ofreció una humilde bienvenida. Pronunció el nombre de la Sira de Ajelo, pero Ista no se hizo ilusiones; era Ista de Chalion ante la que se inclinaba. Puede que de Cabon hubiera sido menos discreto de lo que ella deseaba, pero no cabía duda de que eso les había conseguido mejores habitaciones, sirvientes más dispuestos y el mejor cuidado para sus cansadas monturas.

El agua para que se lavaran llegó a la habitación donde las habían conducido a ella y a Liss casi pisándoles los talones. Ista sospechaba que en el seminario no había habitaciones grandes, pero la suya tenía espacio para una cama, una carriola, una mesa y unas sillas, con un balcón desde el que se divisaban las murallas de la ciudad y el arroyo que había al otro lado de dicha construcción. Pronto trajeron comida para ambas mujeres en unas bandejas, junto con unos jarrones con flores azules y blancas de temporada, apresuradamente dispuestas.

Tras la cena, Ista se llevó a su dama de compañía, con Ferda y Foix como escoltas, y paseó por la ciudad bajo la luz que se desvanecía. Los dos oficiales dedicados hacían una hermosa pareja, con sus blusas azules, sus capas chaleco grises y las espadas llevadas con circunspección, no con bravuconería; no pocas de las doncellas (y matronas) de Casilchas volvieron la cabeza a su paso. El paso y la altura de Liss casi se equiparaban a los de los hermanos de Gura, una exhibición de juventud y fuerza que hacía que las sedas y joyas parecieran juguetes superfluos. Ista se sintió tan espléndidamente atendida como lo había estado en la corte del roya.

El templo tenía la disposición habitual, si bien era pequeño: cuatro alas rematadas por cúpulas, una por cada miembro de la Sagrada Familia, en torno a un patio abierto donde el fuego sagrado ardía en un hogar central, con la torre del Bastardo separada tras el ala de su Madre. Las paredes estaban construidas con la piedra gris nativa, aunque los arcos del techo eran de madera exquisitamente tallada. Con un pequeño tumulto de demonios, santos, animales sagrados y plantas adecuadas propias de cada dios y pintados con brillantes colores retozando entre las vigas. A falta de un sitio mejor, todos asistieron aquí a los oficios vespertinos. Ista estaba harta de los dioses, pero tenía que admitir que los cánticos eran un placer; el seminario disponía de un coro entusiasta y ataviado con túnicas blancas. El efecto piadoso solo quedaba algo empañado porque la directora del coro echaba periódicos vistazos a Ista para comprobar su reacción. Ista suspiraba para sus adentros y se aseguraba de sonreír y asentir, para calmar la ansiedad de la mujer.

Tres días a caballo habían agotado tanto a las personas como a los animales; mañana descansarían aquí. Un poco de esquiva tranquilidad parecía haberse colado en el espíritu de Ista; si su fuente era la luz del sol, el ejercicio, la alegre compañía juvenil o la distancia hasta Valenda; eso no lo sabía, pero daba gracias por ello. Deslizó su cuerpo bajo el edredón de plumas, encontrando la estrecha cama más lujosa que muchas de ellas, más ornamentadas y menos cómodas, que estaban en castillos reales, y se quedó dormida antes de que Liss terminara de darse la vuelta en su carriola.

Ista soñó, y supo que estaba soñando.

Cruzaba el patio pavimentado de un castillo, a finales de la primavera o principios del verano. Una galería porticada recorría los márgenes del patio, y sus exquisitos pilares de alabastro estaban labrados con una tracería de flores y ramas al estilo roknari. El sol brillaba alto y caluroso; las sombras eran marcas negras a sus pies. Subió, no, flotó, por las escaleras de piedra que había en un extremo, que conducían a una galería de madera sobre el pórtico. Al fondo, una habitación. Entró suavemente en ella sin abrir la puerta tallada, que pareció abrirse y cerrarse sobre su piel como si fuera agua.

La habitación estaba oscura y fresca, pero algunos rayos de luz penetraban por las contraventanas hasta las alfombras, resaltando brevemente los colores apagados. En la habitación, una cama; en la cama, una silueta. Ista se acercó, como un fantasma.

La silueta era un hombre, dormido o muerto, pero muy pálido e inmóvil. Su cuerpo, alto y delgado, estaba vestido con una bata de lino sin teñir, cruzada sobre el pecho y atada a la cintura con un cinturón de lino. En la parte izquierda de su pecho, una mancha de sangre roja se extendía por la tela.

A pesar de la fibrosa altura de su cuerpo los huesos de su cara eran casi delicados: amplia frente, fina mandíbula, barbilla algo puntiaguda. Su piel no estaba estropeada por cicatriz o mancha alguna, pero unas leves arrugas cruzaban su frente, enmarcaban los labios y salían de sus ojos. Sus cabellos, oscuros y lisos, estaban peinados hacia atrás, con la línea del flequillo en retroceso; fluían por la almohada hasta sus hombros como un río de noche, destellando con diminutos reflejos de luz de luna por los mechones canosos. Sus cejas eran arqueadas, curvas; la nariz era recta, tenía los labios abiertos.

Las fantasmales manos de Ista desataron el cinturón y abrieron el camisón de lino. El pelo que recorría su pecho era escaso, hasta que se hacía más denso en su entrepierna. El pájaro que allí anidaba era de buen porte, e Ista sonrió. Pero la herida que había bajo su pezón izquierdo parecía una boca abierta, pequeña y oscura. Mientras ella la observaba, la sangre empezó a manar.

Ella apretó la herida con sus manos para detener el flujo de sangre, pero el líquido rojo pasó entre sus blancos dedos, una brusca erupción que atravesó el pecho de él, extendiéndose como una marea escarlata por las sábanas. Los ojos del hombre se abrieron, la vio y jadeó.

Ista se despertó, se incorporó bruscamente y se llevó los nudillos a la boca para ahogar el grito. Esperaba sentir el sabor de la sangre, caliente y pegajosa, y casi se sorprendió al no sentirlo. Tenía el cuerpo empapado de sudor. El corazón le latía desbocado, y jadeaba como si hubiera estado corriendo.

La habitación estaba oscura y fría, pero la luz de la luna se filtraba por las contraventanas. En su catre, Liss murmuró y se dio la vuelta.

Había sido uno de esos sueños. Los reales. No había forma de confundirlos.

Ista se agarró el pelo, abrió la boca en un rictus y gritó en silencio.

Maldito seas —exhaló—. Seas quien seas de los cinco. Maldito seas, uno y cinco. Sal de mi cabeza. ¡Sal de mi cabeza!

Liss ronroneó un poco.

—¿Señora? ¿Estáis bien? —murmuró somnolienta. Se incorporó apoyándose en el codo, parpadeando.

Ista tragó saliva para recuperar el control y se aclaró la garganta para deshacer el nudo.

—Solo es un mal sueño. Vuelve a dormir, Liss.

Liss accedió con un gruñido y se dio la vuelta.

Ista se tumbó, aferrando el edredón de plumas a pesar de que tenía el cuerpo empapado de sudor.

¿Estaba empezando de nuevo?

No. No voy a tolerarlo. Jadeó y tragó saliva, y apenas pudo evitar romper en sollozos. En unos pocos minutos su respiración se fue normalizando.

¿Quién era ese hombre? Estaba segura de que no era nadie que hubiera visto en su vida. Sin embargo lo reconocería al instante si volviera a verlo; la fina forma de su rostro parecía grabada a fuego en su mente. Y… el resto de él. ¿Era un enemigo? ¿Un amigo? ¿Un aviso? ¿Chalionés, ibrano, roknari? ¿De alta o baja cuna? ¿Qué significaba la siniestra marea roja de sangre? Nada bueno, de eso estaba segura.

Sea lo que sea que queréis de mí, no puedo hacerlo. Ya lo he demostrado antes. Idos. Idos.

Estuvo bastante tiempo tumbada temblando; la luz de la luna se había convertido en la gris bruma que anunciaba el amanecer antes de que ella volviera a dormirse.

Ista se despertó, no porque Liss saliera, sino porque Liss entraba. Se avergonzó al descubrir que su doncella la había dejado dormir mientras se celebraban las oraciones matinales, lo que había sido una descortesía tanto como peregrina (por muy falsa que fuera), como huésped.

—Parecíais tan cansada —se excusó Liss cuando Ista la regañó—. No parecíais haber dormido bien por la noche.

Efectivamente. Ista tuvo que admitir que se alegraba del descanso extra. Un acólito que se deshacía en reverencias le trajo una bandeja con el desayuno, algo que tampoco era habitual para un peregrino tan holgazán como para haberse saltado las oraciones matinales.

Tras vestirse y que le arreglaran el pelo en una trenza algo más elaborada de lo habitual (esperaba no tener un aspecto demasiado parecido a un caballo), paseó con Liss por la antigua mansión. Pararon en el patio, ahora soleado. Sentadas en un banco junto a la pared, observaron a los habitantes de la escuela yendo y viniendo a sus quehaceres, estudiantes, maestros y criados. Otra cosa que a Ista le gustaba de Liss, decidió, era que la chica no parloteaba. Era buena conversadora cuando se dirigían a ella; el resto del tiempo se mantenía en un tranquilo silencio sin resentimiento alguno.

Ista sintió un hálito frío en el cuello proveniente de la pared sobre la que estaba recostada: uno de los fantasmas del lugar. Se rozó con ella como un gato buscando un regazo, y ella casi levantó la mano para espantarlo, pero entonces la impresión se desvaneció. Algún espíritu triste que los dioses no habían acogido, o que los había rechazado, o que de algún modo se había perdido. Los fantasmas nuevos mantenían la forma que habían tenido en vida, por un tiempo; a menudo eran violentos, bruscos, ofendidos, pero con el tiempo todos llegaban a este difuso, informe y lento olvido. Para ser un edificio tan viejo, los fantasmas de aquí parecían pocos y tranquilos. Las fortalezas, como el Zangre, solían ser los peores sitios. Ista estaba resignada a su sensibilidad latente, mientras esas almas perdidas no tomaran forma ante su ojo interior. Ver uno de dichos espíritus significaría que algún dios andaba cerca, que su segunda visión (y todo lo que esta implicaba) empezaba a filtrarse de vuelta.

Ista reflexionó sobre el patio de su sueño. No era ningún lugar en el que hubiera estado antes, de eso estaba segura. E igualmente estaba convencida de que era un lugar real. Para evitarlo… para evitarlo con total seguridad, todo lo que tenía que hacer era arrastrase de vuelta al castillo de Valenda y quedarse allí hasta que su cuerpo se pudriera.

No. No voy a volver.

El pensamiento la inquietó, se levantó y empezó a merodear por la escuela, con Liss pisándole los talones. Muchos acólitos y divinos que se cruzaban con ella en pórticos y pasillos, hacían reverencias y sonreían, por lo que dedujo que la indiscreción de de Cabon ya se había difundido por completo. Fingir ser la Sira de Ajelo ya era suficiente; que medio centenar de completos extraños fingieran asiduamente con ella era extrañamente irritante.

Miraron en una sucesión de pequeñas habitaciones atiborradas de libros, llenando estanterías y apilados en mesas: la deseada biblioteca de de Cabon. Para sorpresa de Ista, Foix de Gura estaba sentado junto a una ventana, enfrascado en un libro. Levantó la vista, parpadeó, se puso de pie e hizo una pequeña reverencia.

—Señora. Liss.

—No sabía que leías teología, Foix.

—Oh. Leo cualquier cosa. Pero todo esto no es teología. Hay cientos de otras cosas, algunas muy raras. Aquí nunca tiran nada. Hay una habitación entera cerrada con llave donde guardan los libros sobre hechicería y demonios y, um, los libros eróticos. Encadenados.

Ista levantó las cejas.

—¿Para que no los abran?

La amplia sonrisa de Foix relució.

—Creo que para que no se los lleven. —Mostró el libro que tenía en la mano—. Hay más romances en verso como éste. Podría encontraros uno.

Liss, que miraba a su alrededor maravillada ante lo que podrían ser más libros de los que había visto en toda su vida, pareció esperanzada. Ista negó con la cabeza.

—Quizá más tarde.

De Cabon asomó la cabeza por la puerta.

—Ah, señora, bien —dijo—. Os he estado buscando. —Hizo entrar su mole. Ista se dio cuenta de que no lo había visto desde que habían llegado, ni siquiera durante las oraciones vespertinas. Parecía fatigado, gris y ojeroso. ¿Se había quedado despierto hasta tarde en algún estudio forzoso?— Solicito, suplico, una audiencia privada con vos, si se me permite.

Liss, que había estado mirando por encima del hombro de Foix, levantó la vista.

—¿Os dejo, royina?

—No. Lo correcto para una dama de compañía, si su señora quisiera conversar en privado con un caballero que no fuera familiar inmediato, es situarse fuera del alcance del oído, pero a la vista o donde pueda ser llamada.

—Ah. —Liss asintió para indicar que lo había entendido. Ista nunca tendría que repetir las instrucciones. Puede que Liss no hubiera recibido educación, pero por los cinco dioses, qué alegría tener por fin una doncella de mente despierta.

—Yo podría leer para ella, en esta habitación o en la de al lado. —Foix se ofreció inmediatamente.

—Um… —de Cabon hizo un gesto hacia una mesa y unas sillas que se veían por la puerta en la habitación de al lado. Ista asintió y pasó antes que él. Foix y Liss se sentaron en el cómodo sillón junto a la ventana.

Sospechaba que se avecinaba una discusión sobre su itinerario santo, y más cartas tediosas que escribir después para avisar a de Ferrej de la ruta planeada. De Cabon sostuvo la silla para ella, y luego rodeó la mesa para sentarse. Pudo oír la voz de Foix empezando a murmurar en la habitación de al lado, demasiado bajo para poder distinguir las palabras desde aquí, pero con la cadencia de unas potentes estrofas narrativas.

El divino puso las manos en la mesa ante sí, las miró fijamente por un momento y luego la miró a ella a la cara. Le preguntó en un tono sereno.

—Señora, ¿por qué habéis emprendido realmente esta peregrinación?

Ista enarcó las cejas ante este inicio tan franco. Decidió responder a la claridad con claridad; era una cualidad rara en lo que oía una royina, y había que potenciarla.

—Para escapar de mis guardianes. Y de mí misma.

—Entonces, ¿ni tenéis ni habéis tenido intención alguna de rezar pidiendo un nieto?

Ista hizo una mueca.

—Ni por todos los dioses de Chalion insultaría a Iselle ni a mi reciente nieta Isara de ese modo. Aún me acuerdo cómo me riñeron y avergonzaron por engendrar una hija de Ias, hace diecinueve años. ¡La misma chica inteligente que ahora es la más brillante esperanza que la royeza de Chalion ha tenido en cuatro generaciones! —Controló su tono enfadado, que claramente había sobresaltado a de Cabon—. Si llegara un nieto, a su debido tiempo, por supuesto que me alegraré mucho. Pero no suplicaré ningún favor a los dioses.

Él digirió esto, y asintió lentamente.

—Sí. Ya sospechaba algo parecido.

—Admito que es algo impío usar una peregrinación de este modo, y abusar de los guardias que la Orden de la Hija me proporciona. Aunque estoy segura que no soy la primera que se toma unas vacaciones a expensas de los dioses. Mi bolsa compensará más que de sobra al templo.

—Eso no me preocupa —de Cabon desestimó con un gesto de la mano las consideraciones pecuniarias—. Señora, he leído. He hablado con mis superiores. He pensado. He… Bueno, eso ahora no importa. —Respiró hondo—. Sabéis, royina, os dais cuenta, he encontrado razones para suponer, veréis, que podéis estar extraordinariamente dotada espiritualmente. —La mirada de él sobre el rostro de ella era profundamente inquisitiva.

¿Dónde había encontrado las razones? ¿Qué relatos secretos y distorsionados había oído el hombre? Ista se recostó, no retrocedió, no demasiado.

—Me temo que no es así.

—Creo que os subestimáis. Que os subestimáis seriamente. Esta clase de cosas son raras, tengo que admitirlo, en una mujer de vuestro rango, aunque he llegado a descubrir que sois una mujer muy poco usual. Pero creo que con oración, guía, meditación e instrucción, podríais alcanzar un grado de sensitividad espiritual, de plenitud, que, bien, la mayoría de nosotros los que vestimos los colores de un dios solo podemos soñar y ansiar. No son dones que puedan desecharse con ligereza.

Efectivamente, no con ligereza. Con gran violencia. ¿Cómo, en nombre de los cinco dioses había llegado a estas ilusiones? El entusiasmado rostro de de Cabon, se dio cuenta, estaba iluminado con el gesto de un hombre poseído por una gran idea. ¿Se estaba imaginando como su orgulloso mentor espiritual? No habría forma de apartarlo de la convicción de que había sido llamado a ayudarla en una vida de santo servicio con vagas excusas por su parte. Nada lo detendría salvo toda la verdad. A ella se le hizo un nudo en el estómago. No.

. Después de todo no es que ella no hubiera hecho antes una confesión completa ante otro hombre exaltado por los dioses. Quizá esas cosas resultaban más fáciles con la práctica.

—Se equivoca usted. Comprenda, docto, ya he recorrido antes ese camino hasta su amargo final. Una vez, fui una santa.

Fue el turno de él para retroceder asombrado. Tragó saliva.

—¿Vos fuisteis un receptáculo de los dioses? —Su rostro se arrugó de preocupación—. Eso explica… algo. No, no lo explica. —Se cogió el pelo brevemente, pero lo soltó sin despeinarse—. Royina, no lo entiendo. ¿Cómo es que fuisteis tocada por los dioses? ¿Cuándo fue este milagro?

—Hace mucho, mucho tiempo —suspiró ella—. Antes, esta historia era secreto de estado. Un crimen de estado. Supongo que ya no lo será. Si con el tiempo se convertirá en rumor, leyenda o quedará muerta y enterrada, no lo sé. En cualquier caso, no debéis contarla, ni siquiera a vuestros superiores. O, si os parece que debéis hacerlo, pedidle primero instrucciones al canciller de Cazaril. Él sabe toda la verdad.

—Dicen que es muy sabio —dijo de Cabon, con los ojos ahora abiertos como platos.

—Por una vez, están en lo cierto. —Hizo una pausa para organizar sus pensamientos, sus recuerdos, sus palabras—. ¿Cuántos años teníais cuando el gran cortesano del roya Ias, lord Arvol de Lutez, fue ejecutado por traición?

De Lutez. Compañero de la infancia de Ias, hermano de armas, el mayor de sus sirvientes a través de su oscuro y problemático reinado de treinta y cinco años. Poderoso, inteligente, bravo, rico, guapo, cortés… los dones con los que los dioses (y el roya) habían colmado al glorioso señor de Lutez no parecían tener límite. Ista tenía dieciocho años cuando se casó con Ias. Ias y su brazo derecho de Lutez habían llegado a la cincuentena. De Lutez había arreglado el matrimonio, el segundo del envejecido rey, porque ya sentía preocupación acerca del único hijo vivo y heredero de Ias, Orico.

—Bueno, yo era un niño pequeño. —Dudó, se aclaró la garganta—. Aunque oí hablar de aquello, después en mi vida. El rumor era… —se detuvo bruscamente.

—El rumor que oiríais sería que de Lutez me había seducido y había muerto por ello a manos de mi real esposo, ¿no? —pronunció fríamente ella.

—Esto, sí, señora. ¿Era… no era…?

—No, no era cierto.

Él respiró ocultando su alivio. Los labios de ella se torcieron.

—No era a mí a quien amaba de esa manera, sino a Ias. De Lutez debería haber sido un laico dedicado de vuestra orden, creo, en vez de santo general de la del Hijo.

Además de los bastardos, el ocasional artista, y demás despojos del mundo, la Orden del Bastardo era el refugio de aquéllos no dados a amoldarse a las fructíferas relaciones entre hombres y mujeres dominadas por los grandes cuatro, sino a buscar a su propio sexo. A esta distancia en el tiempo, el espacio y el pecado, fue casi divertido observar el rostro de de Cabon mientras desentrañaba la cortés descripción de ella.

—Eso debe haber sido… bastante difícil para vos, como joven esposa.

—Entonces, sí —admitió ella—. Pero ahora —extendió la mano y la abrió, como dejando pasar arena entre los dedos— no tiene importancia. Mucho peor fue mi descubrimiento de que, desde la muerte del padre de Ias, el roya Fonsa, una grande y extraña maldición había caído sobre la casa real de Chalion. Y que yo había metido en ella a mi hija, sin saberlo. No me lo dijeron, no me avisaron.

Los labios de de Cabon formaban una O.

—Tuve sueños proféticos. Pesadillas. Durante algún tiempo pensé que me estaba volviendo loca. —Durante algún tiempo, Ias y de Lutez la habían dejado sola con ese terror, sin consuelo. Entonces le había parecido, y le seguía pareciendo ahora, una traición más grande de lo que nunca podría ser cualquier refriega sudorosa bajo las sábanas—. Recé y recé a los dioses. Y mis plegarias fueron respondidas, de Cabon. Hablé cara a cara con la Madre, tan cerca como estoy de vos ahora. —Sintió un escalofrío ante el recuerdo de aquella abrumadora incandescencia.

—Una gran bendición —susurró él con reverencia.

Ella negó con la cabeza.

—Una gran maldición. Siguiendo las instrucciones que los dioses me habían dado, nosotros, Ias, de Lutez y yo, planeamos un peligroso ritual para romper la maldición y devolverla a los dioses de los que una vez había salido. Pero nosotros, yo, en mi miedo y ansiedad, cometí un error, un error grave y voluntario, y de Lutez murió en medio del ritual como consecuencia directa. Hechicería, milagro, llamadlo como queráis, el ritual fracasó, los dioses se retiraron de mí… Ias, en su pánico, hizo circular el rumor de la traición para justificar la muerte. La brillante estrella de su corte, su amado, asesinado, enterrado y luego difamado, que fue como si volvieran a asesinarlo, ya que de Lutez amaba su buen nombre más que su propia vida.

De Cabon arrugó el ceño.

—Pero… ¿No fue esta difamación póstuma de de Lutez también una difamación de vos, señora?

Ista se encogió ante esta desconsiderada visión.

—Ias sabía la verdad. ¿Qué otra opinión importaba? Que el mundo me considerara falsamente una adúltera parecía menos horrible que supiera que era una asesina. Pero Ias murió de pena poco después, dejándome sola, dejándome para llorar sobre las cenizas del desastre, con la mente nublada y aún maldita.

—¿Cuántos años teníais? —preguntó de Cabon.

—Diecinueve cuando empezó, veintidós cuando acabó. —Ella frunció el ceño. ¿Cuándo había empezado a parecerle tan…?

—Erais muy joven para una carga tan pesada —ofreció él, casi dando voz a los pensamientos de ella.

Ella frunció los labios en señal de negativa.

—Se envía a oficiales como Ferda y Foix a luchar y morir con no más edad. Yo era mayor de lo que ahora es Iselle, que lleva sobre sus delgados hombros toda la royeza de Chalion, no solo la parte femenina.

—Pero no sola. Tiene grandes cortesanos, y al róseo consorte Bergon.

—Ias tenía a de Lutez.

—¿Pero a quién teníais vos, señora?

Ista quedó en silencio. No podía recordar. ¿Realmente había estado tan sola? Negó con la cabeza, respiró hondo.

—Otra generación trajo a otro hombre, más humilde y más grande que de Lutez, de mente más profunda, más adecuado a la tarea. La maldición fue rota, pero no por mí. Y no antes de que mi hijo Teidez también muriera por ella; por la maldición, por mi fallo al levantarla cuando él era niño, por la traición de aquéllos que deberían haberlo protegido y guiado. Hace tres años, gracias al trabajo y al sacrificio de otros, fui liberada de mi larga servidumbre. Al silencio de mi vida en Valenda. Un silencio insoportable. No soy vieja

De Cabon movió sus rollizas manos en señal de protesta.

—¡Claro que no, mi señora! ¡Seguís siendo muy bella!

Ella hizo un gesto seco, cortando sus palabras.

—Mi madre tenía cuarenta años cuando yo nací, su última hija. Ahora yo tengo cuarenta, en esta maldita primavera de su muerte. La mitad de mi vida está detrás de mí, y la mitad de eso me la robó la gran maldición de Fonsa. Me queda la otra mitad. ¿Es que no ha de ser más que un largo y lento declive?

—Por supuesto que no, señora.

Ella se encogió de hombros.

—Ya he hecho esta confesión dos veces. Quizá una tercera me libere.

—Los dioses… los dioses pueden perdonar mucho, a un corazón verdaderamente arrepentido.

La sonrisa de Ista se hizo amarga como la salmuera.

—Los dioses pueden perdonar a Ista todo lo que quieran. Pero si Ista no perdona a Ista, los dioses pueden irse a freír espárragos.

El «oh» de él fue pequeño. Pero, como era una criatura animosa y devota, tenía que intentarlo de nuevo.

—Pero ese rechazo… ¡me atrevería a decir que traicionáis vuestros dones, royina!

Ella se inclinó al frente y bajó la voz hasta un ronco gruñido.

—No, docto, no os atreváis.

El divino se recostó en su asiento y se mantuvo en silencio varios minutos tras eso. Por fin, recompuso el rostro.

—¿Y qué hay de vuestra peregrinación, royina?

Ella hizo una mueca y movió la mano.

—Escoged una ruta por las mesas mejor dispuestas, si lo deseáis. Vayamos a cualquier parte, mientras no sea de vuelta a Valenda. Mientras no sea de vuelta a Ista de Chalion.

—En algún momento tendréis que volver a casa.

—Antes me tiraría por un precipicio, excepto que caería en brazos de los dioses, a quienes no deseo volver a ver. Esa ruta de escape está bloqueada. He de seguir viviendo. Y viviendo. Y viviendo… —dejó de subir el tono de voz—. El mundo son cenizas y los dioses un horror. Decidme, docto ¿qué otro sitio me queda donde ir?

Él negó con la cabeza, con los ojos desorbitados. Ahora lo había aterrorizado, y lo sentía. Le dio unas palmaditas en la mano, arrepentida.

—Realmente, estos pocos días de viaje me han traído más alivio que los últimos tres años de no hacer nada. Puede que mi huida de Valenda haya comenzado como un espasmo, como un hombre que se está ahogando y forcejea para salir a la superficie, pero creo que estoy empezando a respirar, docto. Este peregrinaje puede ser una medicina muy a pesar mío.

—Yo… yo… Que los cinco dioses así lo quieran, señora. —Se santiguó. Ella supo, por la forma en la que su mano dudaba en cada punto sagrado, que esta vez no era un simple gesto de compromiso.

Casi estuvo tentada de contarle su sueño. Pero no, solo conseguiría volver a ponerlo nervioso. El pobre joven seguramente ya había tenido suficiente por un día. Sus mofletes estaban bastante pálidos.

—Yo, esto, me lo pensaré mejor —le aseguró él, y retiró su silla de la mesa. Su reverencia al levantarse no era la de un director espiritual a un pupilo, ni la de un cortesano a su señor. Le dedicó la profunda obediencia de la devoción a un santo viviente.

La mano de ella salió disparada y atrapó la de él a medio camino de persignarse con un respeto sin límites.

No. Ahora no. Entonces no. Nunca más.

Él tragó saliva, convirtió temblorosamente su despedida en una nerviosa inclinación, y salió huyendo.