3
Ista pasó las primeras horas de la mañana revisando su guardarropa en compañía de Liss, buscando ropas apropiadas para el camino y no solo para una royina. En los armarios y baúles de Ista había muchas cosas viejas, pero pocas sencillas. Cualquier traje ornamentado o delicado que hacía que Liss arrugara la nariz en señal de duda iba inmediatamente a la pila de descartes. Ista logró reunir un traje de montar consistente en unas calzas, una falda abierta, una blusa y una capa chaleco que no mostraban ni una hebra del verde de la Madre. Finalmente, saquearon sin escrúpulos los guardarropas de las damas de compañía y las doncellas de Ista, para escándalo de estas últimas. Esto tuvo como resultado, al fin, una ordenada pila de vestimentas prácticas, sencillas, lavables y, sobre todo, pocas.
Liss se mostró claramente más feliz cuando la mandaron a los establos a escoger el caballo de monta y la mula de bagaje más apropiados. Una mula de bagaje. Para el mediodía, la febril obstinación de Ista hizo que las dos mujeres estuvieran listas para el viaje, con los caballos ensillados y la mula cargada. Los hermanos de Gura se las encontraron esperando en el patio adoquinado cuando entraron cabalgando por la puerta del castillo a la cabeza de diez jinetes ataviados con ropas de la Orden de la Hija, seguidos por de Cabon en su mula blanca.
Los mozos de cuadra retuvieron al caballo de la royina y le acercaron un taburete para ayudarla a montar. Liss saltó ágilmente a lomos de su alto bayo sin necesidad de tal ayuda. En la primavera de su vida, Ista había cabalgado mucho; había cazado durante todo el día y había bailado hasta que se había puesto la luna, en la resplandeciente corte del roya al principio de su estancia allí. También se había pasado demasiado tiempo postrada en este castillo viejo y de tristes recuerdos. Un poco de ejercicio suave para recuperar la forma era todo lo que quería.
El docto de Cabon bajó a duras penas de su mula el tiempo justo para subirse al taburete y entonar una oración piadosamente corta y bendecir la empresa. Ista inclinó la cabeza, pero no pronunció la respuesta. No quiero nada de los dioses. Ya he tenido antes sus regalos.
Catorce personas y dieciocho animales solo para llevarla a ella por los caminos. ¿Qué había de esos peregrinos que de algún modo lo conseguían con nada más que un cayado y un petate?
Lady de Hueltar y todas las damas y doncellas de Ista llegaron en tropel al patio, no para despedirse de ella, se notaba, sino para lloriquearle en un último (y decididamente contraproducente) intento de hacerla cambiar de idea. A pesar de todas las evidencias en sentido contrario, lady de Hueltar gimoteaba.
—Oh, no puede ir en serio. ¡Detenedla, por el amor de la Madre, de Ferrej!
Apretando los dientes, Ista dejó que sus gritos resbalaran por su espalda como flechas rebotando de una cota de malla. La mula blanca del docto de Cabon encabezó la comitiva a través de la puerta a un ritmo pausado, pero incluso así las voces quedaron atrás por fin. La suave brisa de primavera agitó el pelo de Ista. No volvió la vista atrás.
Llegaron a la posada de Palma a la puesta de sol, por poco. Mientras la ayudaban a bajar del caballo, Ista pensó que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había pasado un día entero en la silla, cazando o viajando. Liss, claramente aburrida con el lánguido ritmo de la peregrinación, bajó de un salto de su animal como si hubiera pasado la tarde tumbada en un sofá. Foix aparentemente ya había superado antes en el trayecto de los hermanos las molestias que le quedaban de sus heridas. Ni siquiera de Cabon andaba como un pato como si se hubiera hecho daño. Cuando el divino le ofreció su brazo, Ista lo tomó agradecida.
De Cabon había hecho adelantarse a uno de los jinetes para apalabrar camas y comida para el grupo, por suerte como se vio entonces, ya que la posada era pequeña. Cuando ellos llegaron, estaban despidiendo a otro grupo, unos hojalateros. El lugar había sido una vez una estrecha granja fortificada, y lo habían ampliado añadiéndole un ala. A los hermanos de Gura y al divino les dieron una habitación compartida, otra para Ista y Liss y al resto de los guardias les dieron jergones en el piso superior del establo, aunque al ser la noche templada esto no supuso incomodidad alguna.
El posadero y su esposa habían dispuesto mesas cerca del manantial sagrado, en una pequeña arboleda detrás del edificio, y habían colgado faroles decorativos de los árboles. Ista pensó que el denso musgo, los helechos, las campanillas y las sanguinarias con sus flores blancas con forma de estrella, las ramas entrelazadas y el dulce murmullo del agua al correr sobre los guijarros convertían esto en un comedor más adorable que cualquiera de los que ella había visitado en muchos años. Todos se lavaron las manos en agua del manantial traída en un aguamanil de cobre y bendecida por el divino, que no necesitaba ningún perfume más. La mujer del posadero era famosa por el cuidado de su despensa. Un par de sirvientes se afanaban trayendo bandejas cargadas y jarras: buen pan y queso, patos asados, venado, salchichas, frutas secas, verduras y vegetales de temporada, huevos, aceitunas negras y aceite de oliva del norte, tartas de nueces y manzana, cerveza y sidra nueva; platos sencillos pero muy saludables. De Cabon hizo unos halagadores avances en dichas ofrendas, e incluso el apetito de Ista, abotargado durante meses, se despertó. Cuando finalmente se desvistió y se tumbó junto a Liss en la pequeña y limpia cama de la habitación bajo las sábanas, cayó dormida tan deprisa que apenas lo recordaba por la mañana.
Volver a levantarse, mientras las primeras luces atravesaban las contraventanas entreabiertas, resultó ser brevemente incómodo. Por pura fuerza de la costumbre, Ista se quedó de pie unos instantes esperando que la vistieran, como una muñeca, hasta que se dio cuenta de que su nueva dama de compañía requeriría instrucción. En ese punto se hizo más fácil escoger y ponerse la ropa por ella misma, aunque pidió ayuda con algunos de los cierres. Durante algunos momentos, discutieron el problema del pelo de Ista.
—No sé cómo arreglar el pelo de una dama —confesó Liss cuando Ista le entregó un cepillo y se sentó en una banqueta baja. Miraba la densa melena parda de Ista, que le llegaba hasta la cintura. Ista había deshecho, quizá metiendo la pata, el elaborado trenzado de su anterior dama de compañía antes de meterse en la cama. El rizado natural de su cabello se había afirmado durante la noche, y ahora estaba empezando a enredarse, y quizá a gruñir y romperse.
—Supongo que te arreglarás el tuyo. ¿Qué haces con él?
—Bueno, me hago una trenza.
—¿Y qué más?
—Dos trenzas.
Ista pensó unos instantes.
—¿Arreglas las crines de los caballos?
—Oh, sí, mi señora. Trencitas, adornadas con lazos y flecos con cuentas para el Día de la Madre, y para el Día del Hijo trenzas más largas con plumas entrelazadas y…
—Por hoy, ponlo en una trenza.
Liss suspiró aliviada.
—Sí, mi señora.
Sus manos eran rápidas y diestras, mucho más rápidas que las de las antiguas damas de Ista. El resultado, bueno, era lo bastante apropiado para la modesta Sira de Ajelo.
El grupo al completo se reunió en la arboleda para las oraciones del alba, por ser éste el primer día completo de la peregrinación de Ista. Alba por cortesía, ya que el sol se había levantado varias horas antes que los huéspedes de la posada. El posadero, su esposa y todos sus hijos y sirvientes también acudieron a la ceremonia, ya que la visita de un divino de notable sabiduría era evidentemente un acontecimiento poco común. Además, pensó Ista más cínicamente, siempre estaba la posibilidad de que si lo recibían de forma lo bastante aduladora, el divino podría recomendar a otros peregrinos que acudieran a esta atracción religiosa decididamente menor.
Como el manantial era sagrado para la Hija, de Cabon se puso a la orilla del pequeño arroyuelo, a la sombra moteada de sol y comenzó por una corta oración primaveral de un pequeño devocionario que llevaba en sus alforjas. No estaba muy claro exactamente por qué este manantial era sagrado para la Dama de la Primavera. Ista consideró más bien poco convincente la versión del posadero de que éste era el lugar verdadero y secreto del milagro de la virgen y el agua, ya que ella conocía al menos otros tres sitios solo en Chalion que reclamaban para sí esa leyenda. Pero la belleza del lugar ya era excusa suficiente para su reputación de santidad.
De Cabon, cuyos ropajes manchados parecían casi blancos bajo esta pura luz, se metió el libro en el bolsillo y se aclaró la garganta para el sermón matinal. Como tras ellos estaban puestas y dispuestas las mesas para que se sirviera el desayuno, Ista confiaba en que el sermón sería sucinto.
—Como éste es el inicio de un viaje espiritual, volveré a los relatos del comienzo que todos aprendimos durante nuestra infancia. —El divino cerró los ojos como si hiciera memoria—. He aquí la historia como la escribe Ordol en sus Cartas al joven Róseo de Brajar. —Sus ojos volvieron a abrirse, y su voz adquirió el ritmo de un narrador—. Primero fue el mundo, y el mundo era llama, fluida y terrible. A medida que se fue enfriando la llama, se fue formando la materia y adquiriendo una enorme fuerza y resistencia, un gran globo con fuego en su corazón. De fuego en el corazón del mundo, fue creciendo lentamente el Alma del Mundo. Pero el ojo no puede verse a sí mismo, ni siquiera el ojo del Alma del Mundo, así que el Alma del Mundo se dividió en dos, para poder percibirse, y así nacieron a la existencia el Padre y la Madre. Y con esa dulce percepción, por vez primera, se hizo posible el amor en el corazón del Alma del Mundo. El amor fue el primero de los frutos que el reino de los espíritus regaló al mundo de la materia que era su fuente y sus cimientos. Pero no fue el último, ya que luego vino la canción, y luego el habla. —De Cabon sonrió brevemente y volvió a tomar aliento—. Y el Padre y la Madre empezaron a ordenar el mundo entre ellos para que la existencia no volviera a quedar consumida instantáneamente por el fuego, el caos y la destrucción desatada. En su primer amor mutuo engendraron a la Hija y al Hijo, y dividieron entre ellos las estaciones del mundo, cada una de ellas con su propia belleza especial, cada una con su propio señor y su propio senescal. Y con la armonía y la seguridad de esta nueva composición, la materia del mundo creció en osadía y complejidad. Y de sus esfuerzos por crear belleza, brotaron las plantas, los animales y el hombre, porque el amor había llegado hasta el ígneo corazón del mundo, y la materia quería devolver los regalos del espíritu al mundo de los espíritus, igual que los amantes intercambian prendas de su afecto.
La satisfacción recorrió los sebosos rasgos de de Cabon, y éste vaciló un poco en su cadencia a medida que iba quedando absorbido por el relato. Ista sospechaba que estaban llegando a su parte favorita.
—Pero el fuego del corazón del mundo también contenía fuerzas de destrucción que no podían ser negadas. Y de ese caos se alzaron los demonios, que se escaparon e invadieron el mundo, tomando como presa las frágiles y nuevas almas que crecían en él como un lobo de montaña caza los corderos de los valles. Fue la Estación de los Grandes Hechiceros. Se perturbó el orden del mundo y el invierno y la primavera, el verano y el otoño, se agolparon uno sobre el otro. Sequías e inundaciones, hielo y fuegos, amenazaban las vidas del hombre y de todas las maravillosas plantas y bellas criaturas que la materia, infectada por el amor, había ofrendado en el altar del Alma del Mundo. Pero un día un poderoso señor de los demonios, sabio y malvado por haber consumido las almas de muchos hombres, se cruzó con un hombre que vivía solo en una pequeña ermita en los bosques. Como un gato deseoso de jugar con su presa, aceptó la hospitalidad del ermitaño y esperó su oportunidad para saltar del exhausto cuerpo que ocupaba ahora al nuevo, más fresco. Ya que el hombre, aunque vestido con andrajos, era hermoso: su mirada era como un tajo de espada, y su aliento como el perfume. Pero el señor de los demonios quedó confundido cuando aceptó un pequeño cuenco de barro con vino, se lo bebió de un trago y se preparó para saltar sobre su presa; porque el santo había dividido su propia alma y la había vertido en el vino, dándosela al demonio por propia voluntad. Y así, por vez primera, un demonio tuvo alma, y todos los dones, los bellos y los amargos, de un alma. El señor de los demonios cayó al suelo de la humilde celda entre los bosques y aulló con el asombrado lamento de un niño al nacer, porque en ese momento nació a un mundo de materia y espíritu. Y tomando el cuerpo del ermitaño que era un regalo otorgado libremente y sin rencores, y no robado, huyó aterrorizado por los bosques hasta su terrible palacio de hechicero, donde se escondió. Durante muchos meses se encogió de miedo allí, atrapado en el horror de su ser, pero poco a poco el santo de gran alma empezó a enseñarle las bellezas de la virtud. El santo era un devoto de la Madre, e invocó la gracia de Ella para sanar al demonio de sus pecados, puesto que con el libre albedrío había llegado la posibilidad del pecado y la ardiente vergüenza por él, que atormentaba al demonio como nada lo había hecho antes. Y entre el azote de sus pecados y las lecciones del santo, el alma del demonio empezó a crecer en probidad y poder. Como gran paladín hechicero, con el favor de la Madre ondeando en su brazo cubierto por la cota de malla, empezó a moverse por el mundo de la materia, y a combatir a los perniciosos demonios sin alma en nombre de los dioses en sitios donde Ellos no podían llegar. El demonio de gran alma se convirtió en el campeón de la Madre, y Ella lo amó sin límites por el incandescente esplendor de su alma. Y así comenzó la gran batalla para librar al mundo de los demonios desatados y restaurar el orden de las estaciones. Los demás demonios lo temían, e intentaron unirse contra él, pero no pudieron, porque tal cooperación estaba más allá de su naturaleza; aun así, su ataque fue terrible, y el demonio de la gran alma, amado de la Madre, pereció en el campo de batalla final. Y así nació el último dios, el Bastardo, hijo del amor de la diosa y el demonio de la gran alma. Algunos dicen que fue concebido en la víspera de la gran batalla, fruto de una unión en el gran lecho de la diosa; otros dicen que la apenada Madre reunió los fragmentos de su querido demonio de la gran alma del asolado campo de batalla y los mezcló con su sangre, y así hizo al Bastardo con Su poderoso arte. Y por todo, este hijo, entre todos los dioses, recibió dominio tanto sobre el espíritu como sobre la materia, ya que heredó como sirvientes a los demonios que su padre, en su sacrificio había vencido, esclavizado y barrido del mundo. Lo que ciertamente es mentira —de Cabon siguió en un tono de voz repentinamente más prosaico, por no decir colérico— es la herejía quadrena de que el demonio de gran alma tomó a la Madre por la fuerza y así engendró al Bastardo en contra de Su voluntad. Una mentira sin sentido, calumniosa y blasfema… —Ista no estaba segura de si seguía parafraseando a Ordol, o si eso era de su propia cosecha. Carraspeó y acabó de manera más formal—. Aquí finaliza la historia y el recuento del advenimiento de los cinco dioses.
Ista había oído varias versiones del relato de los dioses lo que parecían varios centenares de veces desde su infancia, pero tenía que admitir que la narración que de Cabon había hecho de la vieja historia tenía una elocuencia y una sinceridad que casi la hacía parecer nueva. Eso sí, la mayoría de las versiones no dedicaban a la compleja historia del Bastardo más espacio que al resto de la Sagrada Familia junta, pero a la gente se le permitía tener favoritos. Muy a su pesar, se encontró conmovida.
De Cabon volvió al ritual e invocó la bendición quíntupla, pidiéndole a cada dios los dones correspondientes y conduciendo a los peticionarios en la respuesta tras ello. A la Hija, crecimiento, aprendizaje y amor; a la Madre hijos, salud y curación; al Hijo buena camaradería, caza y cosecha; al Padre hijos, justicia y una buena muerte llegada la hora.
—Y que el Bastardo nos otorgue —la voz de de Cabon, que había caído en el tranquilizador soniquete de la ceremonia, titubeó por primera vez, haciéndose más lenta— en nuestros momentos de mayor necesidad, los más pequeños dones: el clavo de la herradura, la espiga del eje, la clavija de la rueda, el guijarro en la cima de la montaña, el beso en los momentos de desesperación, la palabra exacta. En la oscuridad, la comprensión. —Parpadeó, con gesto sobresaltado.
Ista levantó la barbilla bruscamente; por un instante, pareció que se congelara la columna vertebral. No. Aquí no hay nada, nada, nada. Nada ¿me oyes? Se obligó a exhalar lentamente.
No era el rezo habitual. La mayoría de las oraciones pedían librarse de la atención del quinto dios, siendo como era el amo de todos los desastres impropios de la estación. El divino se persignó apresuradamente, tocándose frente, labios, vientre, entrepierna y corazón, con la mano abierta sobre el pecho encima de su amplia panza, y repitió el signo en el aire para invocar la bendición sobre todos los reunidos. La compañía, liberada, se agitó y se desperezó; algunos empezaron a hablar en voz baja, y otros fueron a sus quehaceres cotidianos. De Cabon vino hacia Ista, frotándose las manos y sonriendo nerviosamente.
—Gracias, docto —dijo Ista—, por el buen comienzo.
Él hizo una reverencia, aliviado por su aprobación.
—Ha sido un grandísimo placer. —Se animó incluso más cuando los sirvientes de la posada empezaron a traer lo que prometía ser un opíparo desayuno. Ista, un poco avergonzada por el éxito de sus esfuerzos para ganarse al divino con el pretexto de una falsa peregrinación, se sintió aliviada al darse cuenta de que de Cabon estaba claramente disfrutando de su trabajo.
Las tierras al oeste de Palma eran llanas y desoladas, con solo unos pocos árboles agrupados en torno a los cursos de agua que cruzaban el extenso y aburrido paisaje. El trabajo principal de las escasas, dispersas y viejas granjas fortificadas que había a lo largo de la apenas transitada carretera era el pastoreo, no el cultivo. Chicos y perros cuidaban de ovejas y vacas, todos sesteando juntos bajo los distantes parches de sombra. El cálido atardecer parecía contener un largo silencio que invitaba al sueño, no a viajar, pero debido a la tardía partida, el grupo de Ista avanzaba por el aire suave y somnoliento.
Cuando la carretera se ensanchó en un tramo, Ista se encontró cabalgando con la robusta mula de de Cabon a un lado y el delgado bayo de Liss al otro. Como antídoto contra los contagiosos bostezos de de Cabon, Ista le preguntó:
—Decidme, docto, ¿qué pasó con ese pequeño demonio que llevabais cuando nos encontramos por primera vez?
Liss, que iba cabalgando con los pies fuera de los estribos y las riendas sueltas, giró la cabeza para escuchar.
—Oh, todo fue bien. Se lo entregué al archidivino de Taryoon, y supervisamos su eliminación. Ahora está fuera del mundo. De hecho estaba volviendo a casa desde allí cuando pasé la noche en Valenda y, bien… —Señaló con una inclinación de cabeza la hilera de jinetes para indicar su inesperado nuevo deber con la royina.
—¿Un demonio? ¿Tenía usted un demonio? —dijo Liss en tono maravillado.
—Yo no —la corrigió el divino con fastidio—. Estaba atrapado en un hurón. Por suerte no es un animal difícil de controlar. Comparado con un lobo o un toro. —Hizo una mueca—. O un hombre que intentara aprovecharse de los poderes del demonio.
El rostro de Liss se arrugó.
—¿Cómo se envía un demonio fuera de este mundo?
De Cabon susurró.
—Se le entrega a alguien que se vaya.
Durante unos instantes, ella miró las orejas de su caballo con el ceño fruncido, entonces desistió de la adivinanza.
—¿Qué?
—Si el demonio no se ha hecho demasiado fuerte, la forma más sencilla de devolvérselo a los dioses es entregarlo a la custodia de un alma que vaya con los dioses. Alguien que esté muriendo. —Añadió frente a la expresión asombrada de ella.
—Oh —dijo ella. Otra pausa—. Así que… ¿mataron al hurón?
—¡Ay! No es tan sencillo como eso. Un demonio libre cuyo anfitrión esté muriendo simplemente salta a otro. Verás, un elemental huido al mundo de la materia no puede existir sin un ser material que le preste su inteligencia y su fuerza, puesto que por su propia naturaleza no puede crear esos elementos para sí mismo. Solo puede robar. Al principio es un ser sin mente ni forma, tan inocentemente destructivo como un animal salvaje, al menos hasta que aprende de los hombres pecados más complicados. A su vez, se ve limitado por el poder de la criatura o la persona en la que habita. Un demonio desalojado siempre intentará saltar al alma más fuerte que tenga cerca, de animal a animal más grande, de animal a hombre, de hombre a hombre más grande, porque, en cierto sentido, lo que come… es lo que cría. —De Cabon tomó aliento y pareció mirar en algún pozo de su memoria—. Pero cuando un divino de larga experiencia está por fin muriendo en la casa de su orden, se puede obligar al demonio a saltar a él. Si el demonio es lo bastante débil, y el divino es de mente y corazón fuertes incluso en ese último extremo, bueno, entonces asunto resuelto. —Carraspeó—. Personas de gran alma y desprendidas del mundo, que ansían reunirse con su dios. Porque un demonio puede tentar a una persona más débil a la hechicería con promesas de alargarle la vida.
—Rara fuerza —dijo Ista tras un momento. ¿Es que acababa de venir de una escena tan extraordinaria en un lecho de muerte? Eso parecía. Ista no dudó de su aire de profunda humildad.
De Cabon se encogió de hombros irónicamente.
—Sí. No sé si yo alguna vez… Por suerte, los demonios sueltos son raros. Solo que…
—¿Qué? —insistió Liss, cuando vio que no iba a seguir con el discurso teológico.
De Cabon apretó los labios.
—El archidivino se preocupó bastante. El mío era el tercero de tales fugitivos que se capturaba este año, solo en Baocia.
—¿Cuántos suelen capturarse normalmente? —preguntó Liss.
—Ni uno al año en todo Chalion, o así ha sido durante muchos años. La última gran plaga fue durante los días del gran roya Fonsa.
El padre de Ias; abuelo de Iselle, muerto hacía treinta años.
Ista reflexionó sobre las palabras de de Cabon.
—¿Y qué pasa si el demonio no es lo bastante débil?
—Ah, entonces —dijo de Cabon. Estuvo callado, mirando fijamente las caídas orejas de su mula, que colgaban como remos a ambos lados de su cabeza—. Por eso mi orden pone tanto interés y esfuerzos en quitarlos de en medio cuando son pequeños.
En ese momento el camino se estrechó, haciendo una curva hacia un pequeño puente de piedra que atravesaba un arroyo verdoso, y de Cabon dedicó a Ista un cortés saludo y adelantó su mula.