IX
LADY COVENTRY
Una vez se hubo sosegado la emoción por el regreso de Edward, y antes de tener la oportunidad de preguntarle por el motivo de su inesperada visita, él les dijo que después de la cena su curiosidad sería gratificada y, mientras tanto, les rogó que dejasen tranquila a la señorita Muir, pues había recibido malas noticias y no debía ser molestada. No sin dificultad, los miembros de la familia refrenaron sus lenguas y esperaron con impaciencia. Gerald confesó su amor por Jean y pidió perdón a su hermano por traicionar su confianza. Había esperado un arrebato de ira, pero Edward se limitó a observarle con ojos compasivos y a decir con tristeza:
—¡Tú también! No te reprocho nada, pues sé que sufrirás cuando la verdad salga a la luz.
—¿Qué quieres decir? —exigió Coventry.
—Pronto lo sabrás, mi pobre Gerald, y nos consolaremos el uno al otro.
Nada más pudieron sonsacar a Edward hasta que la cena llegó a su fin, los criados se hubieron marchado y toda la familia se halló reunida a solas. Entonces, pálido y serio, aunque muy dueño de sí mismo gracias a la madurez que las preocupaciones le habían conferido, mostró un manojo de cartas atadas y dijo, dirigiéndose a su hermano:
—Jean Muir nos ha engañado a todos. Conozco su historia; permitidme contarla antes de que os lea sus cartas.
—¡Detente! No pienso escuchar ninguna patraña contra ella. ¡La pobre muchacha tiene enemigos que manchan su buen nombre! —exclamó Gerald, alzándose abruptamente de su silla.
—Por el honor de esta familia, debes escuchar y enterarte de cómo se ha reído de todos nosotros. Puedo probar lo que digo, y convenceros de que posee el arte de un demonio. Siéntate en silencio durante diez minutos y, después, márchate si así lo deseas.
Edward habló con autoridad, y su hermano le obedeció con el corazón encogido.
—Me encontré con Sydney, y me rogó que tuviese cuidado con ella. ¡No, escucha, Gerald! Sé que ha contado su versión de la historia, y que tú la crees; pero sus propias cartas la condenan. Intentó cautivar a Sydney tal y como hizo con nosotros, y a punto estuvo de triunfar en inducirle a casarse con ella. Pero, por muy alocado e irreflexivo que sea, sigue siendo un caballero, y cuando una palabra imprudente de esa mujer levantó sus sospechas, se negó a convertirla en su esposa. Como resultado tuvo lugar una acalorada escena y, con la esperanza de intimidarle, ella simuló apuñalarse presa de la desesperación. Se hirió, pero fracasó en su objetivo e insistió en acudir a un hospital para morir. Lady Sydney, una mujer buena y simple, creyó la versión que contaba la joven, pensó que su hijo era culpable y, cuando se hubo marchado, intentó reparar su falta localizando un nuevo hogar para Jean Muir. Pensó que Gerald se casaría pronto con Lucia y que yo me hallaba lejos, así que la envió aquí a modo de retiro seguro y acomodado.
—Pero, Ned, ¿estás seguro de todo esto? ¿Podemos confiar en la palabra de Sydney? —comenzó Coventry, todavía incrédulo.
—Para convencerte, leeré las cartas de Jean antes de continuar. Fueron remitidas a una cómplice y adquiridas por Sydney. Existía un pacto entre las dos mujeres, según el cual debían mantenerse informadas de todas sus aventuras, complots y planes, y compartir la buena fortuna que recayese sobre cada una de ellas. Por tanto, Jean las escribió sin reserva alguna, tal y como podrás juzgar por ti mismo. Las cartas solo nos conciernen a nosotros. La primera fue escrita pocos después de su llegada.
Querida Hortense,
Otro fracaso. Sydney demostró ser más astuto de lo que yo creía. Todo marchaba bien, hasta que un buen día me vi asaltada por viejos vicios, bebí demasiado vino y, de manera imprudente, admití que había sido actriz. Se mostró estupefacto, y se retractó. Monté una escena, y me hice una herida pequeña e inofensiva para asustarle. El bruto no solo no se asustó, sino que me abandonó a mi suerte sin remordimiento alguno. Habría muerto para fastidiarle de haberme atrevido pero, como no fue así, viví para atormentarle. Por ahora no ha surgido la oportunidad, pero no me olvidaré de él. Su madre es una criatura humilde e inútil a quien pude manipular a mi antojo, y fue gracias a ella que encontré una colocación excelente. Una madre enferma, una hija idiota y dos hijos disponibles. Uno de ellos está comprometido con un hermoso témpano, pero eso le hace más atractivo a mis ojos: la rivalidad supone un enorme añadido al encanto de las conquistas personales. Bueno, querida, me presenté en la casa vestida de manera humilde con la intención de dar lástima; pero, antes de conocer a la familia, ya estaba tan enfadada que apenas podía controlarme. Por culpa de la indolencia de Monsieur, el joven amo, no enviaron ningún carruaje a recogerme, y me encargaré de que pague por esa grosería tarde o temprano. El hijo menor, la madre y la muchacha me recibieron con aires de superioridad, y yo reconozco a las personas simples nada más verlas. Monsieur (así voy a llamarlo, pues escribir nombres es arriesgado) se mostró inaccesible, y no se molestó en ocultar su desagrado hacia las institutrices. La prima era adorable, aunque también detestable a causa de su orgullo, su frialdad y su muy evidente adoración por Monsieur, quien permite que le venere como al ídolo inanimado que es. Sentí odio hacia los dos, naturalmente, y, a modo de agradecimiento por su insolencia, a ella la atormentaré a base de celos y a él le enseñaré a cortejar a una mujer mientras le rompo el corazón. Es una familia profundamente orgullosa, pero creo que soy capaz de humillarlos a todos embelesando a los hijos y, una vez estén a mis pies, me desharé de ellos y me casaré con su anciano tío, cuyo título me resulta de lo más tentador.
—¡Ella jamás escribió eso! Es imposible. Una mujer no sería capaz de hacerlo —exclamó Lucia con indignación, mientras Bella permanecía sentada y perpleja, y la señora Coventry resistía gracias a las sales y a su abanico. Coventry acudió junto a su hermano, examinó la caligrafía y regresó a su asiento, diciendo en un tono de ira contenida:
—Sí que lo escribió. Yo mismo eché al correo algunas de esas cartas. Prosigue, Ned.
Me mostré útil y agradable con aquellos que parecían más amigables, y escuché la conversación entre los tortolitos. No me interesaba, así que me desmayé para ponerle fin y provocar el interés de la incitadora pareja. Pensaba que había tenido éxito, pero Monsieur sospechó de mí y no dudó en hacérmelo saber. Olvidé mi rol humilde y le lancé una teatral mirada. Causó un buen efecto, y volveré a usarla. Ese hombre merece mucho la pena, pero prefiero el título; su tío es un caballero apuesto y sano, así que no puedo esperar hasta que se muera, aun cuando Monsieur es muy atractivo, con su elegante languidez y su corazón tan profundamente dormido que ninguna mujer ha tenido todavía la destreza de despertarlo. Conté mi historia y la creyeron, aunque tuve la audacia de decir que solo tenía diecinueve años, de hablar con acento escocés y de confesar con timidez que Sydney deseaba casarse conmigo. Monsieur conoce a S. y evidentemente sospecha algo. Debo estar en guardia con él y mantenerle alejado de la verdad, si es posible.
Aquella noche, cuando me quedé sola, me sentí muy abatida. Algo en el ambiente de este hogar que anhelase ser una persona completamente distinta a la que soy. Mientras permanecía allí sentada intentando armarme de valor, pensé en aquellos días en que era joven y bonita, virtuosa y alegre. En mi espejo vi reflejada a una mujer vieja de treinta años, pues me había quitado mis bucles postizos y el maquillaje, y mi rostro ya no se ocultaba tras su máscara. ¡Bah! ¡Cómo odio la sensiblería! Bebí a tu salud de tu propia petaca, me fui a la cama y soñé que interpretaba a lady Tartufo[15]… pues eso es lo que hago. Adiós, pronto más.
Nadie habló cuando Edward se detuvo y, cogiendo otra carta, siguió leyendo:
Mi querida criatura,
Todo va bien. Al día siguiente comencé mi tarea y, habiendo vislumbrado un destello de la personalidad de cada uno, probé mis habilidades sobre ellos. Por la mañana temprano corrí a visitar la mansión Hall. Le otorgué mi más sincera aprobación, y di mi primer paso para convertirme en su señora despertando la curiosidad de su dueño y adulando su orgullo. Su finca es su deidad; la elogié haciéndole a él unos cuantos cumplidos toscos, y se mostró encantado. El pequeño de la familia adora a los caballos; me jugué el cuello para acariciar a su bestia, y él se mostró encantado. La niña es una enamorada de las flores; hice un ramillete y me puse sentimental, y ella se mostró encantada. El témpano rubio adora a su difunta mamá; yo me embelesé ante un viejo retrato suyo, y ella se derritió. Monsieur está acostumbrado a ser venerado; no le presté atención y, gracias a la perversidad natural de la naturaleza humana, él comenzó a fijarse en mí Le gusta la música; yo canté, y me detuve cuando había escuchado lo suficiente como para desear más. Disfruta con indolencia cuando otros le entretienen; le mostré mi talento, pero me negué a ejercerlo para él. En pocas palabras, le torturé hasta que comenzó a despertar. Para deshacerme del más joven decidí cautivarle, y le han mandado lejos. Pobre muchacho, me caía bastante bien, y si hubiese estado más cerca del título me habría casado con él.
—Muchas gracias por semejante honor.
Y los labios de Edward se curvaron con un intenso desprecio. Pero Gerald permanecía sentado como una estatua, con los dientes apretados, la mirada encendida y las cejas arqueadas, esperando el final.
El apasionado muchacho casi mata a su hermano, pero saqué buen provecho del asunto, y embrujé a Monsieur interpretando el rol de enfermera hasta que Vasti[16] (el témpano) interfirió. Entonces representé el papel de la virtud ultrajada, y me mantuve fuera de su vista sabiendo que me echaría de menos; le confundí con respecto a S. mandando una carta donde S. no podría recibirla, y propicié todo tipo de escenas tiernas para vencer a esta orgullosa criatura. Mientras tanto, me llevaba muy bien con sir J., y le embelesaba en privado comportándome como una hija afectuosa. Es un anciano respetable, simple como un niño, honesto como el día y generoso como un príncipe. Seré una mujer dichosa si lo consigo, y tú compartirás mi buena fortuna, así que deséame que triunfe.
—Esta es la tercera, y contiene algo que os sorprenderá —dijo Edward, mientras mostraba en alto otro papel.
Hortense:
He hecho lo que hace tiempo planeé llevar a cabo en una ocasión distinta. Sabes que mi apuesto y disoluto padre convirtió a una dama de alcurnia en su segunda esposa. Solo vi una vez a lady H… porque me apartaron de ellos. Tras descubrir que este buen sir J. la había conocido cuando solo era una muchacha, y asegurarme de que no estaba al tanto de la muerte de su hijita, le dije con audacia que yo era esa niña, y le conté una patética historia sobre mi infancia. Funcionó de maravilla; se lo contó a Monsieur, y ambos sintieron una compasión de lo más galante por la hija de lady Howard, aun cuando antes me habían menospreciado tanto a mí como a mi pobreza y mi humildad. Ese muchacho se compadeció de mí con un afecto honesto y se mostró ansioso por conocer más datos sobre mis orígenes. No lo olvidaré y le recompensaré si está en mi mano. Con la intención de que el asunto con Monsieur se precipitase hacia un exitoso trance, organicé una noche teatral y me sentí como pez en el agua. Debo contarte un pequeño suceso, porque cometí un delito necesario y a punto estuve de ser descubierta. No bajé a cenar, sabiendo que la polilla volvería a revolotear alrededor de la vela, y prefiriendo que ese revoloteo se llevase a cabo en privado, ya que Vasti apenas es capaz de controlar sus celos. Mientras atravesaba el vestidor de caballeros, atisbé al vuelo una carta que se hallaba entre los trajes. No tenía nada que ver con la representación, y una extraña sensación de miedo me recorrió de arriba abajo cuando reconocí la letra de S. Había temido algo así, pero creo en el destino y, habiendo encontrado la carta, la examiné. Sabes que puedo imitar casi cualquier caligrafía. Cuando leí en aquel papel, narrada con toda sinceridad, la historia íntegra sobre mi asunto con S., y también que había realizado averiguaciones sobre antigua vida y descubierto la verdad, me puse hecha una furia. Fracasar cuando estaba tan cerca del éxito me resultaba insoportable, y decidí arriesgarlo todo. Abrí la carta deslizando la hoja caliente de un cuchillo bajo el sello de lacre, y de este modo el sobre quedó intacto; imitando la letra de S., escribí unas pocas líneas con su estilo apresurado diciendo que estaba en Baden, y así, si Monsieur respondía, S. no recibiría la contestación porque en realidad se halla en Londres, según parece. Metí esta carta en el bolsillo donde la otra debía haber caído, y estaba felicitándome por haberme salvado de milagro cuando Dean, la doncella de Vasti, apareció como si me hubiese estado vigilando. Resultaba evidente que había visto la carta en mi mano y que sospechaba algo. La ignoré, pero debo tener cuidado, porque se mantiene alerta. Después de esto, la velada llegó a su fin con una representación estrictamente privada en la que Monsieur y yo éramos los únicos actores. Para asegurarme de que aceptaba primero mi versión de la historia, le conté una fábula romántica en torno a la persecución de S., y se la creyó. A continuación tuvo lugar cierto episodio tras un rosal a la luz de la luna, y envié al joven caballero a casa en un estado medio aturdido. ¡Qué tontos son los hombres!
—¡Cuánta razón tiene! —murmuró Coventry, quien se había sonrojado intensamente de vergüenza e indignación mientras se hacía pública su estupidez. Lucia escuchaba guardando un silencio estupefacto.
—Solo una más, y mi desagradable tarea casi habrá llegado a su fin —dijo Edward desdoblando el último de los papeles—. Esto no es una carta, sino la copia de una que fue escrita hace tres noches. Dean registró con astucia el escritorio de Jean Muir mientras ella se encontraba en la mansión Hall y, temiendo traicionar su acción si se quedaba con la carta, hizo una copia apresurada que hoy me ha entregado, rogándome que salve a esta familia de la desgracia. Esto completa la cadena. Vete ahora si es lo que deseas, Gerald. Te ahorraría con mucho gusto el dolor de escucharlo.
—No pienso escabullirme; me lo merezco. Continúa leyendo —repuso Coventry, adivinando lo que venía a continuación y armándose de valor para oírlo. De mala gana, su hermano leyó estas líneas:
¡El enemigo se ha sometido! Felicítame, Hortense; puedo convertirme en la esposa de este orgulloso Monsieur, si así lo deseo. Piensa en el honor que supone para una mujer divorciada de un actor de mala reputación. Me burlo de esta comedia y la disfruto, pues solo espero a que el trofeo que realmente deseo sea mío con todas las de la ley para rechazar a este pretendiente, que ha demostrado ser deshonesto con su hermano, con su prometida y con su propia conciencia. Decidí vengarme de los dos, y he mantenido mi palabra. Por mí se deshizo de la hermosa mujer que realmente le amaba, olvidó la promesa que le hizo a su hermano y apartó su orgullo para rogarme que le entregase mi derrotado corazón, indigno del amor de un buen hombre. Ah, vaya, estoy satisfecha, porque Vasti ha sufrido el dolor más acerado que una mujer orgullosa puede soportar; recibirá un nuevo zarpazo cuando le cuente que desprecio a su cobarde enamorado, y que se lo devuelvo para que haga con él lo que quiera.
Coventry dio un respingo en su silla con una virulenta exclamación, pero Lucia escondió el rostro entre sus manos, llorando, como si el zarpazo hubiese sido más hiriente de lo que incluso Jean había anticipado.
—¡Que alguien vaya a buscar a sir John! Esa criatura me aterroriza. Lleváosla; haced algo con ella. ¡Mi pobre Bella, en menuda compañía estabas! ¡Que alguien traiga a sir John de inmediato! —exclamó la señora Coventry sin coherencia alguna, estrechando a su hija entre sus brazos, como si Jean Muir fuese a irrumpir y aniquilar a toda la familia. Tan solo Edward mantenía la calma.
—Ya he enviado a buscarle y, mientras esperamos, dejadme poner un punto y final a esta historia. Es verdad que Jean es la hija del esposo de lady Howard, el supuesto clérigo que en realidad ha resultado ser un hombre mezquino que se casó con ella por su dinero. Su única hija murió, pero esta joven, gozando de belleza, inteligencia y un espíritu audaz, se hizo con las riendas de su propio destino y se convirtió en actriz. Se casó con un actor, y se condujo por la vida de un modo temerario durante algunos años; tras discutir con su esposo, se divorció y se marchó a París; se bajó de los escenarios e intentó mantenerse trabajando como institutriz y como dama de compañía. Ya sabéis cómo le fue con los Sydney, cómo nos ha engañado a nosotros y, de no ser por este descubrimiento, habría embaucado a sir John. Llegué a tiempo para prevenirlo, gracias a Dios. Se ha ido; nadie sabe la verdad salvo Sydney y nosotros mismos. Él guardará silencio por su propio bien; nosotros lo haremos por el nuestro, y abandonaremos a esta mujer a la suerte que con toda seguridad le sobrevendrá.
—Gracias. Sí que le ha sobrevenido, y le parece de lo más dichosa.
Una voz suave murmuró estas palabras y, junto a la puerta, apareció un fantasma que hizo que todos se sobresaltasen y retrocediesen asombrados: Jean Muir apoyándose en el brazo de sir John.
—¿Cómo se atreve a volver? —comenzó Edward, perdiendo el control que tanto le había costado mantener—. ¿Cómo se atreve a insultarnos regresando para disfrutar del daño que nos ha causado? ¡Tío, no conoce a esa mujer!
—Cálmate, muchacho, no escucharé ni una sola palabra a menos que mantengas la compostura —dijo sir John con un ademán imponente.
—Recuerda tu promesa: amarme, perdonarme, protegerme y no escuchar sus acusaciones —susurró Jean, cuyos sagaces ojos habían descubierto las cartas.
—Lo haré; no temas, criatura —respondió el anciano, atrayéndola un poco más hacia él mientras ocupaba su lugar habitual ante la chimenea, siempre encendida cuando la señora Coventry se hallaba en el piso inferior.
Gerald, que había estado caminando inquieto de un lado al otro de la estancia, se detuvo tras la silla de Lucia, como si quisiera protegerla de alguna afrenta; Bella se aferró a su madre; y Edward, calmándose con gran esfuerzo, entregó las cartas a su tío, diciendo brevemente:
—Léalas, señor, y permita que hablen por sí mismas.
—No voy a leer nada, ni escuchar nada o creer nada que pueda, de un modo u otro, menguar mi respeto y afecto por esta joven dama. Me ha preparado para esto. Conozco la identidad del enemigo que es tan poco hombre como para poner en entredicho su palabra y amenazarla. Sé que ambos la habéis amado sin éxito, y eso explica el trato injusto y descortés que le ofrecéis ahora. Todos hemos cometido errores y estupideces. Perdono a Jean los suyos sin reserva alguna, y no deseo saber nada sobre ellos de vuestros labios. Si ha ofendido en su inocencia, perdonadla por respeto a mí y olvidad el pasado.
—Pero, tío, tenemos pruebas de que esta mujer no es lo que parece. Sus propias cartas la condenan. Léalas, y no se deje engañar de manera tan imprudente —exclamó Edward, indignado ante las palabras de su tío.
Una risa sorda los sobresaltó a todos, y al instante descubrieron su procedencia. Mientras sir John hablaba, Jean había arrebatado las cartas de la mano que él había colocado a su espalda —uno de sus gestos favoritos— y, sin ser vista, las había arrojado al fuego. La risa burlona y la repentina llamarada evidenciaron lo que había sucedido. Los dos jóvenes dieron un salto hacia delante, pero era demasiado tarde; las pruebas ya eran cenizas, y la mirada osada y radiante de Jean Muir les desafió con un leve gesto desdeñoso mientras decía:
—¡Aparten esas manos, caballeros! Puede que ustedes se degraden a la labor de detectives, pero yo aún no soy su prisionera. Quizás podían hacerle daño a la pobre Jean Muir, pero lady Coventry está fuera de su alcance.
—¡Lady Coventry! —repitió la consternada familia en diversos tonos de incredulidad, indignación y sorpresa.
—Sí, mi querida y estimada esposa —dijo sir John, rodeando con un brazo protector la esbelta figura que tenía a su lado; y, en ese gesto, en sus palabras, se vislumbraba una tierna dignidad que conmovió a sus oyentes con compasión y respeto hacia ese hombre engañado—. Acogedla como tal y, por mi bien, absteneos de cualquier otra acusación —prosiguió sin tregua—. Sé lo que he hecho. No temo arrepentirme de ello. Si estoy ciego, dejadme en este estado hasta que el tiempo me abra los ojos. Nos vamos de viaje por una temporada y, cuando regresemos, dejad que nuestra vida transcurra como siempre, sin más cambios que la presencia de Jean, que me llenará de luz igual que hará con vosotros.
Nadie habló, pues nadie sabía qué decir. Jean rompió el silencio, diciendo con frialdad:
—¿Puedo preguntar cómo han llegado a ser esas cartas de su propiedad?
—Siguiendo el rastro de su antigua vida, Sydney encontró a su amiga Hortense. Vivía en la pobreza, la sobornó con dinero y ella le entregaba sus cartas tan pronto las recibía. A la larga, los traidores siempre son traicionados.
Jean se encogió de hombros y miró a Gerald de soslayo, diciendo con su característica sonrisa:
—Pues nunca lo olvide, monsieur, y permítame albergar la esperanza de que sea usted más feliz en el matrimonio que en el cortejo. Reciba mi enhorabuena, señorita Beaufort; le ruego que siga mi ejemplo si no desea perder a sus pretendientes.
En ese momento cualquier atisbo de sarcasmo y desafío abandonó su voz y su mirada, y el único atributo virtuoso que aún sobrevivía en la taimada naturaleza de esta mujer resplandeció en su rostro mientras se giraba hacia Edward y Bella, que se hallaban junto a su madre.
—Ustedes han sido amables conmigo —dijo con afecto agradecido—. Les doy las gracias por ello, y les recompensaré si está en mi mano. Ante ustedes reconozco que no merezco ser la esposa de este hombre bueno, y les prometo de manera solemne que consagraré mi vida a su felicidad. Por su bien, perdónenme, y que haya paz entre nosotros.
No hubo respuesta, pero los ojos indignados de Edward se posaron sobre los suyos. Bella titubeó a la hora de extender su mano, y la señora Coventry sollozó como si algún remordimiento se entremezclase con su animadversión. Jean no parecía esperar ninguna manifestación amigable y, comprendiendo que se contenían por el bien de sir John, no por el de ella, aceptó su menosprecio como justo castigo.
—Volvamos a casa, amor mío, y olvidemos todo esto —dijo su esposo tocando la campanilla, deseoso de marcharse—. El carruaje de lady Coventry.
Mientras daba la orden, una sonrisa surcó el rostro de Jean, pues sus palabras le confirmaron que había ganado el juego. Antes de desaparecer de su vista se detuvo por un instante en el umbral de la puerta, miró hacia atrás y, fijando sobre Gerald esa extraña mirada que él recordaba a la perfección, dijo con penetrante voz:
—¿Verdad que la última escena ha sido mejor que la primera?