I

JEAN MUIR

Ha llegado?

—No, mamá, todavía no.

—Desearía que todo hubiera terminado ya. Pensar en ello me preocupa y me altera. Acércame un cojín para la espalda, Bella.

La pobre y malhumorada señora Coventry se acomodó en un sillón con un suspiro nervioso y aspecto de mártir, mientras su hermosa hija revoloteaba a su alrededor con afectuosa solicitud.

—¿De quién están hablando, Lucia? —preguntó el lánguido joven que pereceaba en un sofá cercano a su prima, mientras esta se inclinaba sobre su obra de tapicería con una sonrisa feliz en su rostro por lo general altivo.

—De la nueva institutriz, la señorita Muir. ¿Quieres que te hable de ella?

—No, gracias. Siento una enorme aversión por toda esa tribu de mujeres. A menudo doy gracias a Dios por tener solo una hermana, y que además sea una niña tan mimada, lo que me ha permitido librarme de la imposición de una institutriz durante mucho tiempo.

—¿Y cómo lo soportarás ahora? —inquirió Lucia.

—Ausentándome mientras ella esté en casa.

—No, no lo harás. Eres demasiado perezoso, Gerald —gritó un hombre más joven y enérgico desde el recoveco donde jugueteaba con sus perros.

—Le concederé tres días de prueba y, si resulta soportable, no me preocuparé; pero si es una pesada, como estoy seguro de que será, me apartaré lejos de su camino.

imagen de la señora Coventry

—Jovencitos, os ruego que no habléis de un modo tan deprimente. Temo tanto como vosotros la llegada de una desconocida, pero no se debe descuidar la educación de Bella; de modo que me he armado de valor para soportar a esa mujer, y Lucia ha sido tan amable de ofrecerse a atenderla a partir de mañana.

—No se preocupe, madre. Seguro que es una buena persona, y una vez que nos acostumbremos a ella, no tengo ninguna duda de que estaremos encantados con su presencia. Está todo tan aburrido por aquí en este momento… Lady Sydney comentó que era una joven tranquila, competente y amable que necesitaba un hogar, y que sería de gran ayuda para una pobre estúpida como yo, de modo que tratad de agradarla por mí.

—Lo haré, querida, pero ¿no se está haciendo tarde? Espero que no haya pasado nada. ¿Les dijiste que enviaran un carruaje a la estación para recogerla, Gerald?

—Lo olvidé. Pero no está lejos, no le hará daño caminar —respondió con languidez.

—Sé que fue indolencia, no olvido. Y lo lamento mucho; pensará que es muy descortés dejarla abandonada tan tarde buscando el camino a casa. Ve y encárgate, Ned —dijo Bella.

—Demasiado tarde, Bella, el tren llegó hace tiempo. La próxima vez dame instrucciones. Madre y yo nos encargaremos de que sean obedecidas —dijo Edward.

—Ned está en la edad de hacer el ridículo por cualquier jovencita que se cruce en su camino. Ocúpate de la institutriz, Lucia, o le embrujará.

Gerald habló en una especie de susurro satírico, pero su hermano le oyó y respondió con una animada sonrisa.

—Ojalá pudieras hacer tú el ridículo de esa manera, viejo amigo. Predica con el ejemplo, y prometo seguirlo. En cuanto a la institutriz, es una dama, y debe ser tratada con la cortesía de costumbre. Yo diría que un poco de bondad añadida tampoco estaría de más, porque es pobre y no conoce a nadie.

—¡Ese es mi querido y bondadoso Ned! Apoyaremos a la pobre Muir, ¿no es así?

Y corriendo hacia su hermano, Bella se puso de puntillas para ofrecerle un beso que él no pudo rechazar, pues fruncía sus rosados labios de forma coqueta y sus ojos brillaban colmados de afecto fraternal.

charla entre Ned, Bella y Gerald

—Espero que haya llegado ya, pues, cuando me esfuerzo por recibir a alguien, detesto hacerlo en vano. La puntualidad es una virtud, y se ve que esta mujer no la tiene, porque prometió estar aquí a las siete y ya será mucho más tarde —comenzó la señora Coventry en tono de lamento.

Antes de que pudiera recuperar el aliento para emitir otra queja, el reloj dio las siete y sonó el timbre de la puerta.

—¡Ahí está! —gritó Bella, y se volvió hacia la puerta para recibir a la recién llegada.

Pero Lucia la detuvo, y le indicó con autoridad:

—Quédate ahí, niña. Es ella quien debe dirigirse a ti, y no tú a ella.

—La señorita Muir —anunció una criada, mientras una pequeña figura vestida de negro permanecía parada en el umbral de la puerta. Por un instante nadie se movió, y la institutriz tuvo tiempo de ver y ser vista antes de que fuera pronunciada una palabra. Todos la miraron, y ella, a su vez, lanzó una penetrante mirada al grupo familiar que les dejó asombrosamente impresionados; entonces bajó los ojos y, haciendo una ligera reverencia, entró. Edward se adelantó unos pasos y la recibió con una sincera cordialidad que nadie podía desalentar ni contener.

—Madre, esta es la dama que esperaba. Señorita Muir, permítame pedirle disculpas por nuestra aparente desatención al no enviar a buscarla. Hubo un error en lo referido al carruaje o, mejor dicho, el holgazán a quien se le dio la orden se olvidó de transmitirla. Bella, ven aquí.

—Gracias, no son necesarias las disculpas. No esperaba que enviaran a buscarme.

Y la institutriz se acomodó dócilmente sin levantar la mirada.

—Me alegro de verla. Déjeme tomar sus cosas —dijo Bella con cierta timidez, pues Gerald, que seguía recostado, observaba al grupo reunido junto a la chimenea con indolente interés, y Lucia ni siquiera se movió.

La señora Coventry hizo una segunda inspección de la muchacha y, seguidamente, indicó:

—Ha sido usted puntual, señorita Muir, lo cual me complace mucho. Espero que lady Sydney le haya informado de que soy una triste inválida, de modo que las lecciones de la señorita Coventry serán supervisadas por mi sobrina, y será a ella a quien deba pedirle instrucciones, pues conoce mis deseos al respecto. Discúlpeme si le hago algunas preguntas, pues la nota de lady Sydney fue muy breve, y dejé todo a su criterio.

—Pregúnteme lo que quiera, señora —respondió la joven con voz suave y afligida.

—Creo que es usted escocesa.

—Sí, señora.

—¿Viven sus padres?

—No me queda ningún pariente en el mundo.

—¡Dios mío, qué desdicha! ¿Le importaría decirme su edad?

—Tengo diecinueve años.

Se dibujó una sonrisa en los labios de la señorita Muir mientras cruzaba sus manos con cierto aire de resignación, pues el interrogatorio se presumía largo.

—¡Es usted muy joven! Creo que lady Sydney comentó que tenía veinticinco años, ¿no es así, Bella?

—No, madre, solo mencionó que le parecía que tenía esa edad. No haga tales preguntas, no resulta agradable delante de todos nosotros —susurró Bella.

La señorita Muir, levantando repentinamente sus ojos, le dirigió una fugaz y brillante mirada agradecida, mientras decía en voz muy baja:

—Desearía tener treinta años, pero, como no es así, hago todo lo posible por aparentar tener más edad.

Todas las miradas se posaron sobre ella, como es natural, y todos sintieron un toque de lástima al ver a la joven de pálido rostro con su sencillo vestido negro, sin adorno alguno, excepto por la pequeña cruz de plata que lucía al cuello. Era una muchacha menuda, delgada y demacrada, de cabellos rubios y rasgos marcados e irregulares, aunque muy expresivos. La pobreza parecía haber dejado huella en ella, y la vida le había deparado más días de escarcha que soleados; no obstante, las comisuras de su boca revelaban fortaleza, y su voz clara y susurrante presentaba una curiosa combinación de mando y súplica en sus diversas tonalidades. No era una mujer atractiva, aunque tampoco ordinaria y, viéndola allí acomodada con sus delicadas manos tendidas sobre su regazo, la cabeza inclinada y una amarga mirada luciendo en su delgado rostro, resultaba más interesante que muchas jóvenes alegres y florecientes. El corazón de Bella se conmovió al instante y acercó su silla a la de ella, al tiempo que Edward regresaba con sus perros para evitar que su presencia la avergonzara.

—Tengo entendido que ha estado usted enferma —prosiguió la señora Coventry, quien consideraba este hecho el más interesante de todos los que había escuchado sobre la institutriz.

—Así es, señora, salí del hospital hace solo una semana.

—¿Y está segura de que puede empezar a enseñar tan pronto?

—No tengo tiempo que perder, y pronto repondré fuerzas aquí en la campiña, si finalmente desean que me quede.

—¿Está capacitada para enseñar música, francés y dibujo?

—Pondré todo mi empeño en demostrarle que lo estoy.

—Si tiene la amabilidad de tocar una o dos piezas, podré juzgar su talento. Solía tocar muy bien cuando era niña.

La señorita Muir se levantó, miró a su alrededor en busca del instrumento y, al verlo al otro lado de la habitación, se dirigió hacia él, pasando junto a Gerald y Lucia como si no advirtiera su presencia. Bella la siguió, y en un momento sintió tanta admiración hacia la joven que se olvidó de todo lo demás. La señorita Muir tocaba como una auténtica apasionada de la música, y dominaba su arte tan a la perfección que conquistó a todos los presentes con la magia de su hechizo; incluso el indolente Gerald se sentó a escucharla, y Lucia dejó a un lado la costura, mientras Ned observaba teclear los delicados y pálidos dedos, y se asombraba ante la fuerza y habilidad que poseían.

—Por favor, cante —suplicó Bella cuando la joven terminó de tocar una brillante obertura.

Con la misma dócil sumisión, la señorita Muir obedeció, y comenzó una breve melodía escocesa, tan dulce y triste, que los ojos de la niña se llenaron de lágrimas, y la señora Coventry tuvo que hacer uso de uno de sus muchos pañuelos de bolsillo. Pero la música cesó de pronto, pues, en un vano intento por mantenerse sentada la cantante se resbaló de su asiento y, tan blanca y rígida como golpeada por la muerte, cayó tendida ante los sorprendidos oyentes. Edward acudió a levantarla y, ordenando a su hermano que dejara libre el diván, la acomodó sobre él, mientras Bella le frotaba las manos y su madre llamaba a la criada. Lucia aplicó compresas frías sobre las sienes de la pobre muchacha, y Gerald, con inusitada energía, le acercó una copa de vino. Pronto los labios de la señorita Muir comenzaron a temblar, suspiró, y luego murmuró tiernamente con un bonito acento escocés, como si vagara por el pasado:

—Quédese conmigo, madre, porque estoy muy enferma y triste, aquí sola.

—Tome un sorbo de esto; le hará bien, querida —dijo la señora Coventry, muy conmovida por sus afligidas palabras.

La voz desconocida pareció revivirla. La joven se incorporó, miró a su alrededor por unos instantes un poco extrañada y, seguidamente, se tranquilizó y dijo, con una mirada y un tono patéticos:

—Perdónenme. Me he pasado todo el día de pie y, en mi afán por llegar puntual a la cita, me olvidé de comer desde esta mañana. Ya estoy mejor; ¿desean que termine de cantar la melodía?

—Un primer acto muy bien interpretado —susurró Gerald a su prima.

La señorita Muir se encontraba justo frente a ellos, prestando atención en apariencia a los comentarios de la señora Coventry sobre los desvanecimientos; pero escuchó las palabras del joven, y le miró por encima del hombro con un gesto similar al de Rachel[4]. Tenía los ojos azul grisáceos, pero en ese instante parecieron ennegrecerse poseídos por un intenso sentimiento de ira, orgullo o desafío. En su rostro se dibujó una extraña sonrisa mientras hacía una leve reverencia y decía, con penetrante voz:

—Gracias. La última escena será todavía mejor.

El joven Coventry era un hombre frío e indolente que rara vez sentía algún tipo de emoción o pasión, ya fuera esta placentera o de cualquier otro tipo; sin embargo, ante la mirada y el tono de la institutriz, experimentó una nueva sensación indefinida, aunque muy intensa. Se ruborizó y, por primera vez en su vida, se mostró avergonzado. Lucia se percató de ello, y comenzó a aborrecer a la señorita Muir con un odio repentino, pues, en todos los años de convivencia con su primo, ninguna mirada o palabra suya había gozado de un poder semejante. Coventry recuperó la compostura en apenas un instante, sin rastro alguno de aquel cambio pasajero salvo por una mirada de interés en sus ojos generalmente soñadores, y cierto toque de ira en su sarcástica voz.

—¡Qué joven tan melodramática! Me iré mañana.

Lucia se echó a reír, y se sintió muy complacida cuando él se alejó para traerle una taza de té de la mesa donde estaba teniendo lugar una pequeña escena. La señora Coventry había vuelto a acomodarse en su butaca, exhausta por la vorágine del desmayo; Bella se ocupaba de ella, y Edward, ansioso por alimentar a la pálida institutriz, trataba de hacer el té torpemente, tras dirigirle una suplicante mirada a su prima que ella optó por ignorar. Cuando volcó la cajita del té y lanzó una exclamación desesperada, la señorita Muir ocupó discretamente su lugar tras la tetera, al tiempo que con una sonrisa y una tímida mirada le decía al joven:

—Permítame que asuma mi deber de inmediato y les sirva a todos ustedes. Conozco el arte de hacer que las personas se sientan cómodas de esta manera. La cuchara, por favor. Puedo ocuparme muy bien de todo yo sola si me dice cómo le gusta el té a su madre.

Edward acercó una silla a la mesa y bromeó sobre sus contratiempos, mientras la señorita Muir realizaba su pequeña tarea con tal habilidad y gracia que resultaba muy agradable contemplarla. Le ofreció una humeante taza a Coventry, quien se quedó un rato para observar a la joven más detenidamente, al tiempo que le formulaba una o dos preguntas a su hermano.

La señorita Muir no le prestó más atención que si se hubiera tratado de una estatua y, en mitad de la única observación que el joven le dirigió, ella se levantó para acercarle el azucarero a la señora Coventry, quien para entonces ya se había rendido a la humildes virtudes domésticas de la nueva institutriz.

—En verdad, querida, es usted un tesoro; no había probado un té tan delicioso como este desde que murió mi pobre doncella Ellis. Bella nunca lo hace bien, y la señorita Lucia siempre olvida la crema. Haga lo que haga, parece hacerlo todo bien, y ese es un gran consuelo.

—En ese caso, permítame prepararle siempre el té. Será un placer para mí, señora.

Y la señorita Muir regresó a su asiento con un ligero rubor en las mejillas que mejoraba notablemente su aspecto.

—Mi hermano ha preguntado si el joven Sydney se encontraba en casa cuando usted se marchó —dijo Edward, pues Gerald no iba a tomarse la molestia de repetir la pregunta.

La señorita Muir miró fijamente a Coventry y respondió con un ligero temblor en los labios:

—No, se marchó de casa hace unas semanas.

El joven regresó junto a su prima y se sentó a su lado.

—No me iré mañana; esperaré a que pasen los tres días —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Lucia.

—Porque tengo la impresión de que ella es la responsable del misterio de Sydney. Últimamente se ha comportado de un modo muy extraño, y ahora se ha ido sin decir una palabra. Me gustan los romances en la vida real, si no son demasiado largos o difíciles de entender —respondió bajando la voz, con una significativa inclinación de cabeza hacia la institutriz.

—¿Crees que es bonita?

—Lejos de eso; es una criatura de lo más extraña.

—Entonces, ¿por qué crees que Sydney la ama?

—Es un imprudente, y le gustan las emociones y todas esas cosas.

—¿Qué quieres decir, Gerald?

—Haz que la señorita Muir te mire como me ha mirado a mí, y lo entenderás. ¿Quieres tomar otra taza, diosa Juno[5]?

—Sí, por favor.

A Lucia le gustaba que Gerald le sirviera, pues no lo hacía con ninguna otra mujer excepto su madre.

Antes de que pudiera levantarse paulatinamente, la señorita Muir se deslizó hacia ellos con otra taza en la bandeja y, mientras Lucia la tomaba con un frío asentimiento, la muchacha dijo en voz baja:

—Creo que es honesto por mi parte decirles que tengo buen oído, y que no puedo evitar escuchar lo que se dice en cualquier parte de la sala. Lo que digan de mí no tiene importancia, pero tal vez podrían hablar de cosas que prefieran que no escuche; por lo tanto, permítanme advertirles.

Y se fue de nuevo tan silenciosamente como había llegado.

—¿Qué te parece eso? —susurró Coventry, mientras su prima se sentaba mirando a la muchacha con expresión perturbada.

—¡Qué criatura tan incómoda de tener en casa! Siento mucho haberla instado a que viniera, porque a tu madre le ha encantado y ahora será difícil deshacerse de ella —dijo Lucia, tan enojada como divertida.

—Silencio, escucha cada palabra que dices. Lo sé por la expresión de su cara, pues Ned está hablando de caballos y ella luce más arrogante de lo que tú hayas lucido jamás, y eso es decir mucho. Hay que tener fe, esto se está poniendo interesante.

—Presta atención, que está hablando; quiero escuchar lo que dice —y Lucia puso su mano en los labios de su primo. Él se la besó, y luego se entretuvo distraídamente girando los anillos de un lado a otro de los finos dedos.

—He estado en Francia varios años, señora, pero mi amiga murió y volví para estar con lady Sydney, hasta que… —Muir hizo una pausa por un instante, y luego añadió, lentamente—… hasta que enfermé. Era una fiebre contagiosa, así que acudí por mi propia voluntad al hospital para evitar ponerla en peligro.

—Muy acertado, pero, ¿está segura de que no hay peligro de infección ahora? —preguntó la señora Coventry con ansiedad.

—Ninguno, se lo aseguro. Estoy bien desde hace tiempo, pero no me marché porque preferí quedarme allí a regresar con lady Sydney.

—Espero que no haya habido ninguna discusión. ¿Algún problema de cualquier tipo?

—No hubo discusiones, pero… en fin, tiene derecho a saberlo, y no haré un tonto misterio de una cosa tan simple. Como su familia es la única que está presente, puedo decir la verdad. No volví a causa del joven caballero. Por favor, no me pregunte nada más.

—Ah, ya veo. Muy prudente y apropiado por su parte, señorita Muir. Nunca aludiré a este tema de nuevo; gracias por su franqueza. Bella, tendrás cuidado de no mencionárselo a tus amigas; por desgracia las jovencitas cotillean, y a lady Sydney le molestaría mucho que se hablara de ello.

—Muy amable por parte de lady S. enviarnos a la peligrosa señorita aquí, donde hay dos jóvenes caballeros para ser cautivados. Me pregunto por qué no se quedó con Sydney después de haberlo atrapado —murmuró Coventry a su prima.

—Porque sentía el mayor de los desprecios por un tonto con título nobiliario.

La señorita Muir dejó caer las palabras casi en su oído, mientras se inclinaba a recoger su chal de la esquina del diván.

—¿Cómo demonios llegó aquí? —exclamó Coventry, como si hubiera experimentado una nueva sensación—. No obstante, tiene coraje, y por mi honor que compadezco a Sydney si trató de deslumbrarla, pues debe haber obtenido un esplendido rechazo.

—Ven a jugar al billar. Lo prometiste, y te tomo la palabra —dijo Lucia levantándose con decisión, pues Gerald mostraba demasiado interés en otra mujer como para satisfacer a la señorita Beaufort.

—Soy, como siempre, tu más devoto servidor. Mi madre es una mujer encantadora, pero encuentro nuestras reuniones vespertinas un poco aburridas cuando solo está presente mi familia. Buenas noches, mamá.

Estrechó la mano de su madre —quien idolatraba a su hijo y se sentía muy orgullosa de él— y, saludando a los demás, se marchó tras su prima.

—Ahora que se han ido, podemos acomodarnos a gusto y hablar tranquilamente, pues Ned no me preocupa más de lo que me preocupan sus perros —dijo Bella, tomando asiento sobre el reposapiés de su madre.

—Únicamente quiero añadir, señorita Muir, que mi hija nunca ha tenido institutriz y va tristemente retrasada para lo que resulta habitual en una jovencita de dieciséis años. Quiero que pase las mañanas con ella, y que comience a progresar lo más rápido posible. Por la tarde saldrán a pasear juntas a pie o en carruaje, y por la noche podrá acompañarnos aquí, si lo desea, o entretenerse como guste. En el campo llevamos una vida muy tranquila, pues no soporto mucha compañía y, cuando mis hijos quieren diversión, salen a buscarla. La señorita Beaufort supervisa a los criados y ocupa mi lugar en la medida de lo posible. Mi estado de salud es delicado, y suelo permanecer en mi habitación hasta la tarde, excepto por un rato para tomar el aire al mediodía. Lo pondremos a prueba durante un mes, y confío en que podamos entendernos bien.

—Lo haré lo mejor que pueda, señora.

Nadie habría podido creer que la débil y sumisa voz que pronunció estas palabras fuera la misma que había estremecido a Coventry unos minutos antes, ni que aquel pálido y paciente rostro hubiera podido encenderse con un fulgor tan repentino como el que había mirado por encima de su hombro cuando contestó al discurso de su joven anfitrión.

Edward pensó para sus adentros: «¡Pobre mujercita! Ha tenido una vida muy dura. Trataremos de facilitársela mientras se encuentre aquí». Y seguidamente comenzó su obra de caridad sugiriendo que tal vez se sintiera cansada. La joven reconoció que así era, y Bella la condujo a una luminosa y confortable habitación donde, tras un bonito discurso y un beso de buenas noches, dejó que se acomodara.

Una vez a solas, la conducta de la señorita Muir fue decididamente peculiar. Su primera acción consistió en estrechar sus manos y murmurar entre dientes, con una fuerza apasionada: «¡No fracasaré de nuevo si cuento con el poder del ingenio y la voluntad de una mujer!». Se quedó inmóvil durante un instante, con una expresión de casi fiero desprecio en su rostro, y a continuación agitó su puño como si amenazara a algún enemigo invisible. Luego se echó a reír y se encogió de hombros con un auténtico estilo francés, mientras murmuraba: «Sí, la última escena será mejor que la primera. ¡Mon dieu, qué cansada y hambrienta estoy!».

Arrodillándose ante el pequeño baúl que contenía sus posesiones mundanas, lo abrió y sacó de él un frasco; seguidamente lo mezcló con un vaso de algún ardiente licor que pareció degustar con deleite mientras se sentaba en la alfombra, meditando, al tiempo que sus rápidos ojos examinaban cada rincón de la estancia.

—¡No está mal! Será un buen terreno en el que trabajar, y cuanto más difícil sea la tarea, más me complacerá. Merci, vieja amiga. Me infundiste ánimo y coraje cuando nadie más lo hacía. Vamos, el telón ha caído, de modo que puedo ser yo misma por unas horas, si es que las actrices son ellas mismas alguna vez.

Jean Muir sola en su habitación

Todavía sentada en el suelo, soltó y deshizo las largas y abundantes trenzas postizas de la cabeza, limpió el colorete de su rostro, se extrajo varios dientes nacarados y se quitó el vestido, revelando así a una mujer demacrada, cansada y malhumorada de unos treinta años al menos. La metamorfosis fue extraordinaria, pero el disfraz estaba más en la expresión que en cualquier tipo de vestimenta o falso adorno. Ahora que se encontraba sola, sus cambiantes rasgos se acomodaron en su expresión natural, cansada, dura y amarga. Había sido encantadora en el pasado, una criatura feliz, inocente y tierna; pero nada de todo aquello perduraba ya en la sombría mujer que se inclinaba sobre sí misma meditando sobre alguna desgracia, pérdida o desengaño que había oscurecido toda su vida.

Permaneció sentada durante una hora, en ocasiones jugando distraídamente con los escasos mechones que colgaban de su rostro, en otras levantando el vaso hasta los labios como si el ardiente fuego pudiera calentar su sangre helada; y, en una ocasión, descubrió a medias su pecho para contemplar con una terrible mirada la cicatriz de una herida recién curada. Por fin se levantó y se arrastró hasta la cama, exhausta por la fatiga y el sufrimiento mental.