VII

LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD

Es seguro que se lo contará a sir John, ¿verdad? Entonces debo anticiparme a ella y apresurar los acontecimientos. Mejor será que lo afiance todo antes de que aceche algún peligro. Pobre Dean, no estás a mi altura pero, aun así, puedes resultar un incordio».

Estos pensamientos surcaban la mente de la señorita Muir mientras avanzaba por el pasillo. Se detuvo un instante ante la puerta de la biblioteca, pues al otro lado se escuchaba un murmullo de voces. No alcanzó a comprender ninguna palabra, y solo pudo demorarse un momento porque las fuertes pisadas de Dean la seguían de cerca. Dándose la vuelta, Jean acercó una silla a la puerta y, sin perder la sonrisa, hizo señas a la mujer y le dijo:

—Siéntese aquí y haga de perro guardián. Voy a hablar con la señorita Bella, así que puede dar una cabezada si así lo desea.

—Gracias, señorita. Esperaré a mi joven ama. Quizás me necesite cuando este duro trance haya llegado a su fin.

Y Dean tomó asiento con semblante decidido.

Jean se echó a reír y prosiguió su camino; pero sus ojos resplandecieron con una malicia repentina, y miró por encima de su hombro con una expresión que no presagiaba nada bueno para la anciana y fiel criada.

—He recibido una carta de Ned, y hay una nota muy breve para usted —exclamó Bella al tiempo que Jean se adentraba en la alcoba—. Mi carta es de lo más extraña y apresurada; no contiene ninguna noticia a excepción de su encuentro con Sydney. Espero que la suya sea mejor, o no resultará muy satisfactoria.

Mientras los labios de Bella pronunciaban el nombre de Sydney, todo vestigio de color se extinguió en el rostro de la señorita Muir, y la nota se agitó a causa del temblor de su mano. Sus propios labios estaban lívidos, pero habló con sosiego.

—Gracias. Puesto que está ocupada, saldré al jardín y allí leeré mi carta.

Y antes de que Bella pudiese hablar, ya se había marchado.

Apresurándose hacia un discreto rincón, Jean abrió la nota con ímpetu y leyó las escasas e imprecisas líneas que contenía.

He visto a Sydney; me lo ha contado todo y, por mucho que me costara creerlo, no cabe duda de que era cierto, pues ha descubierto pruebas imposibles de rebatir. No le hago ningún reproche, ni exigiré confesión o expiación algunas, pues soy incapaz de olvidar que una vez la amé. Le doy tres días; encuentre otro hogar antes de que regrese y le cuente a mi familia quién es usted. Váyase de inmediato, se lo suplico, y ahórreme el dolor de ser testigo de su desgracia.

Muy despacio, la leyó dos veces de manera ininterrumpida; entonces tomó asiento y permaneció inmóvil, frunciendo el ceño sumida en sus pensamientos. Poco después respiró hondo, rompió la nota en mil pedazos y, levantándose, se dirigió lentamente hacia la mansión Hall, diciéndose a sí misma: «¡Tres días, solo tres días! ¿Puede lograrse en un periodo tan breve de tiempo? Así será, si el buen juicio y la voluntad me acompañan, pues es mi última oportunidad. Si esto fracasa, no regresaré a mi antigua vida; pondré fin a todo de inmediato».

Apretando los dientes y tensando las manos, como si le aguijonease algún recuerdo, se aventuró a través del crepúsculo; al llegar descubrió que sir John la esperaba para darle una calurosa bienvenida.

—Parece agotada, querida. Olvídese de la lectura por esta noche; repose y deje el libro a un lado —dijo con amabilidad, observando su exhausto aspecto.

—Gracias, señor. Estoy cansada, pero preferiría leer, o de lo contrario no terminaré el libro antes de irme.

—¿Irse, criatura? ¿Adónde va? —exigió sir John, mirándola inquieto mientras ella tomaba asiento.

—Se lo diré más tarde, señor.

Y, abriendo el libro, Jean leyó durante un rato. Pero el hechizo habitual se había desvanecido; la voz de la lectora carecía de entusiasmo y el rostro del oyente de interés. Pronto este último exclamó de manera abrupta:

—¡Querida, le ruego que pare! Soy incapaz de escuchar con la mente dividida. ¿Qué es lo que le preocupa? Cuénteselo a su amigo, y permita que la consuele.

Aparentando que estas afectuosas palabras le habían abrumado, Jean hizo el libro a un lado, se cubrió el rostro con las manos y lloró con tanta amargura que sir John se alarmó sobremanera, pues una demostración como esa resultaba doblemente conmovedora en alguien que, por regla general, era todo júbilo y sonrisas. Mientras intentaba apaciguarla, sus palabras se tornaron más cariñosas, su diligencia se colmó de una preocupación que excedía lo paternal, y su corazón gentil se anegó de pena y afecto por la llorosa muchacha. A medida que ella se calmaba, él la urgió a ser sincera, prometiendo ayudarla y aconsejarla, cualesquiera que fuesen su infortunio o su falta.

—¡Ah, es usted demasiado amable, demasiado generoso! ¿Cómo puedo marcharme y abandonar a mi único amigo? —suspiró Jean, limpiándose las lágrimas y alzando la mirada hacia él con ojos agradecidos.

—¿Entonces se preocupa usted un poco por este anciano? —dijo sir John con una mirada ansiosa y un involuntario apretón sobre la mano que sostenía.

Jean apartó su rostro, y respondió muy despacio.

—Nadie ha sido jamás tan amable conmigo como usted. ¿Acaso puedo evitar preocuparme por usted más de lo que soy capaz de expresar?

Sir John acusaba de vez en cuando una leve sordera, pero alcanzó a escuchar estas palabras y se sintió muy complacido.

Jean hablando con sir John

En los últimos tiempos se había comportado de un modo bastante cortés y vestido con un inusitado esmero; también se había mostrado especialmente galante y alegre cuando las jóvenes damas le visitaban y, en más de una ocasión, cuando Jean hacía una pausa en su lectura para formular una pregunta, se había visto obligado a confesar que no estaba escuchando; sin embargo, tal y como Jean sabía muy bien, no había apartado la mirada de ella. Desde el descubrimiento de su origen, su actitud había sido singularmente benévola, y muchos detalles insignificantes acreditaban su interés y buena voluntad. Ahora bien, cuando Jean habló de marcharse, el pánico se apoderó de él, y la desolación pareció estar a punto de caer sobre la vieja mansión Hall. Algo en el extraordinario nerviosismo de la joven se le antojaba extraño y excitaba su curiosidad. Jamás le había parecido tan interesante como en ese momento, cuando se hallaba sentada junto a él con ojos llorosos y una tierna congoja en su corazón que no se atrevía a confesar.

—Cuéntemelo todo, criatura, y deje que su amigo le ayude si está en su mano.

Antaño decía «padre» o «el anciano», pero últimamente siempre hablaba de sí mismo como de su «amigo».

—Se lo contaré, pues no tengo a nadie más a quien recurrir. Debo marcharme porque el señor Coventry ha sido tan pusilánime como para enamorarse de mí.

—¿Quién? ¿Gerald? —preguntó sir John sorprendido.

—Sí, hoy me lo confesó y, cuando se apartó de mi lado, lo hizo con la intención de romper con Lucia; así que acudí a usted para que me ayudase a impedir que eche por tierra las esperanzas y los planes de su madre.

Sir John había comenzado a caminar de un lado a otro de la estancia, pero tan pronto Jean guardó silencio se volvió hacia ella, diciendo con el rostro alterado:

—¿Entonces usted no le ama? ¿Es eso posible?

—No, no le amo —respondió ella de inmediato.

—Y, aun así, él representa todo aquello que las mujeres encuentran atractivo. ¿Cómo es que usted se ha salvado, Jean?

—Amo a otro hombre —fue la respuesta apenas audible.

Sir John ocupó su asiento con el aire de un hombre que, de ser posible, tiene el firme propósito de resolver un misterio.

—Sería injusto hacerle sufrir por la estupidez de estos muchachos, criatura. Ned se ha marchado, y estaba seguro de que Gerald era inofensivo; pero, ahora que ha provocado este sobresalto, me hallo perplejo, pues a él no podemos mandarle lejos.

—No, yo soy quien debe irse; pero me resulta muy difícil abandonar este hogar seguro y dichoso, y adentrarme una vez más en el frío y ancho mundo. Todos ustedes han sido muy amables conmigo, y la separación me rompe el corazón.

Un sollozo puso fin a su discurso, y la cabeza de Jean se hundió nuevamente entre sus manos. Sir John la observó un instante, y su apuesto y anciano rostro exhibía una sincera emoción cuando dijo muy despacio:

—Jean, ¿quiere quedarse y ser la hija de este viejo solitario?

—No, señor —fue la inesperada respuesta.

—¿Y por qué no? —preguntó sir John, en apariencia sorprendido, pero más satisfecho que irritado.

—Porque no podría ser una hija para usted; y, aunque pudiese, no sería sensato, pues las habladurías dirían que usted no tiene la edad suficiente para ser el padre adoptivo de una muchacha como yo. Sir John, aunque soy joven, sé muy bien cómo funciona el mundo, y estoy segura de que este encantador plan es irrealizable; aun así, se lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

—¿A dónde irá, Jean? —inquirió sir John, tras una pausa.

—A Londres, e intentaré hallar otro empleo en el que no pueda hacer daño.

—¿Le resultará difícil encontrar otra casa?

—Sí. No puedo pedirle a la señora Coventry que me recomiende cuando, sin pretenderlo, he causado tantos problemas a su familia; y lady Sydney se ha marchado, así que no me queda ningún amigo.

—A excepción de John Coventry. Me ocuparé de eso. ¿Cuándo se va, Jean?

—Mañana.

—¿Tan pronto?

Y la voz del anciano traicionó la turbación que estaba intentando ocultar.

Jean se había serenado, pero era la calma que acompaña a la desesperación. Tenía la esperanza de que las primeras lágrimas provocasen la declaración que ella esperaba. No había sido así, y empezaba a temer que se le estuviese escapando su última oportunidad. ¿Estaba el anciano enamorado de ella? En tal caso, ¿por qué no lo decía? Deseosa de sacar provecho de cada instante, estaba alerta ante cualquier indicio esperanzador, cualquier acción, mirada o palabra favorables, y tenía los nervios a flor de piel.

—Jean, ¿puedo hacerle una pregunta? —quiso saber sir John.

—Puede preguntarme lo que quiera, señor.

—Ese hombre al que usted ama… ¿no puede ayudarle?

—Podría si lo supiera, pero no debe enterarse.

—¿Si supiera el qué? ¿La dificultad en la que se encuentra?

—No. Mi amor por él.

—¿Acaso no está al corriente?

—¡No, gracias a Dios! Y jamás lo estará.

—¿Por qué no?

—Porque soy demasiado orgullosa como para admitirlo.

—¿Él está enamorado de usted, criatura?

—No lo sé… no me atrevo a albergar esperanzas —murmuró Jean.

—¿No podría serle yo de ayuda? Créame, deseo verla feliz y a salvo. ¿No hay nada que pueda hacer?

—Nada, nada.

—¿Me permite saber el nombre?

—¡No! ¡No! Deje que me vaya; ¡este interrogatorio me resulta insoportable!

Y el rostro angustiado de Jean advirtió al hombre de que no debía hacer más preguntas.

—Le ruego que me disculpe, y permítame hacer todo cuanto esté en mi mano. Descanse aquí tranquila. Escribiré una carta a un buen amigo mío que le encontrará una casa si es que finalmente nos abandona.

Mientras sir John se adentraba en su estudio privado, Jean le observó con ojos desesperados y, retorciendo sus manos, se dijo a sí misma: «¿Me ha abandonado todo mi talento cuando más lo necesito? ¿Cómo puedo hacerle comprender sin exceder los límites que corresponden a la modestia de una doncella? Es un hombre tan ciego, tan tímido o tan obtuso, que no se dará cuenta por sí solo, y el tiempo apremia. ¿Qué puedo hacer para abrirle los ojos?».

Recorrió la estancia con la mirada en busca de algún objeto inanimado que pudiera serle de ayuda, y pronto lo encontró. Detrás del diván en el que se hallaba sentada colgaba una elegante miniatura de sir John. Por un instante sus ojos se posaron sobre ella, comparando su plácido atractivo con la palidez y desazón extraordinarias del rostro vivo que veía a través de la puerta abierta, mientras el anciano, sentado ante su escritorio, intentaba escribir y lanzaba miradas de soslayo a la figura femenina que acababa de dejar atrás. Fingiéndose ignorante de ello, Jean mantuvo la mirada fija como si nada en esta vida le importase más que ese retrato; de repente, como si obedeciese a un impulso irresistible, lo descolgó, lo observó larga y afectuosamente, y, entonces, agitando sus rizos y cubriendo con ellos su rostro, como si quisiera esconder su gesto, lo presionó contra sus labios y fingió que lloraba sobre él en un paroxismo incontrolable de tierna aflicción. Un sonido la sobresaltó y, aparentando culpabilidad, se giró para volver a colocar el retrato en su sitio; mas este se resbaló de su mano mientras profería una sorda exclamación y escondía su rostro, pues sir John se hallaba ante ella con una expresión que en modo alguno podía malinterpretar.

—Jean, ¿por qué ha hecho eso? —preguntó con voz inquieta y ansiosa.

No hubo respuesta; mientras, la joven se encogía cada vez más, como alguien que se siente abrumado por la vergüenza. Posando su mano sobre la cabeza inclinada, e inclinando él también la suya, el anciano susurró:

—Dígame, ¿es John Coventry su nombre?

Tampoco recibió respuesta, pero un sonido ahogado traicionó que sus palabras habían dado en el clavo.

—Jean, ¿debo volver y escribir la carta, o puedo quedarme y manifestarle que este anciano la ama más que a una hija?

Ella no habló, pero una mano pequeña surgió desde debajo de la cascada de cabello, como si quisiera retenerle. Con una exclamación rota él la prendió, la atrajo hacia sus brazos y, demasiado dichoso para pronunciar palabra alguna, posó su canosa cabeza sobre la rubia testa de la joven. Jean Muir disfrutó de su éxito durante un instante; entonces, por temor a que algún contratiempo repentino lo destruyese, se apresuró a asegurarlo todo. Alzando la mirada con una timidez bien simulada y un afecto confesado a medias, dijo con ternura:

—Perdóneme por no saber ocultarlo mejor. Tenía la intención de marcharme y no confesárselo jamás, pero se mostró tan amable que mi partida resultaba doblemente penosa. ¿Por qué me hizo unas preguntas tan comprometidas? ¿Por qué me miraba cuando tendría que estar redactando mi destitución?

—¿Cómo podía soñar con que usted me amase, Jean, si declinó el único ofrecimiento que me atreví a hacer? ¿Acaso podía ser tan presuntuoso como para imaginar que usted rechazase pretendientes jóvenes por un anciano como yo? —preguntó sir John, acariciándola.

—¡Usted no es un anciano para mí, sino todo aquello que amo y venero! —interrumpió Jean con un toque de genuino remordimiento, pues este caballero honorable y generoso, ajeno al engaño, le ofrecía tanto su corazón como su hogar—. Yo soy la presuntuosa al atreverme a amar a alguien que se halla tan por encima de mí. Pero no sabía lo mucho que le apreciaba hasta que fui consciente de que tenía que marcharme. No debería aceptar esta felicidad. No la merezco; y usted se arrepentirá de su bondad cuando el mundo le culpe por proporcionarle un hogar a alguien tan pobre, vulgar y humilde como yo.

—Silencio, querida. No me preocupan los absurdos chismes de la opinión pública. Si usted es feliz aquí, dejemos que digan lo que quieran. Yo estaré demasiado ocupado disfrutando del encanto de su presencia como para prestar atención a cualquier otra cosa que suceda a mi alrededor. Pero, Jean, ¿está segura de que me ama? Parece increíble que sea yo quien conquiste el corazón que tan distante se ha mostrado con hombres más jóvenes y de mayor valía.

—Querido sir John, puede estar seguro de una cosa: le amo sinceramente. Haré todo lo posible por ser una buena esposa para usted, y demostrarle que, a pesar de mis muchos defectos, poseo el don de la gratitud.

Si él hubiera sabido el aprieto en el que la joven se hallaba, habría entendido la causa del repentino fervor de sus palabras, el intenso agradecimiento que iluminaba su rostro, la genuina humildad que le hizo inclinarse para besar la mano generosa que tanto ofrecía. Durante unos instantes, impertérrita, Jean disfrutó del feliz presente junto al anciano. Pero la ansiedad que la devoraba y el peligro que la amenazaba pronto volvieron a ella, obligándola a exprimir aún más el confiado corazón que había conquistado.

—Ya no son necesarias las cartas —dijo sir John mientras tomaban asiento el uno junto al otro, con la luz de la luna estival glorificando toda la estancia—. Ha encontrado un hogar de por vida; ojalá sea uno feliz.

—Todavía no es mío, y tengo el extraño presentimiento de que jamás lo será —respondió ella con tristeza.

—¿Por qué, criatura?

—Porque tengo un enemigo que intentará destruir mi paz, corromper su opinión en contra mía y expulsarme de mi paraíso, para que vuelva a sufrir todo lo que he sufrido este pasado año.

—¿Se refiere a ese loco de Sydney del que me habló?

—Sí. Tan pronto se entere de la buena fortuna de la pobre e insignificante Jean, se apresurará a arruinarla. Es mi destino: no puedo escapar de él, y dondequiera que Sydney va, mis amistades me abandonan, pues tiene poder y lo usa para destruirme. Deje que me vaya y me esconda antes de que aparezca, pues, habiendo confiado en usted, se me romperá el corazón al descubrir que recela y se aleja de mí, en lugar de amarme y protegerme.

—Mi pobre criatura, es usted supersticiosa. Quédese tranquila. Nadie puede hacerle ya daño, nadie se atrevería siquiera a intentarlo. Y en cuanto al acto de abandonarla, es algo que pronto quedará fuera de mis posibilidades, si de mí depende.

—¿A qué se refiere, querido sir John? —preguntó Jean, sintiendo palpitar en su corazón un intenso alivio, pues el camino parecía allanarse ante ella.

—La convertiré en mi esposa de inmediato, si así me lo permite. Eso le liberará del amor de Gerald, la protegerá de la persecución de Sydney, le proporcionará un hogar seguro y a mí el derecho de amarla y defenderla con el corazón y las manos. ¿Le parece bien, criatura?

—Sí; pero, ¡oh, recuerde que usted es mi único amigo! Prométame que será fiel hasta el final… que me creerá, confiará en mí, me protegerá y me amará, a pesar de todos mis infortunios, defectos y disparates. Seré totalmente honrada con usted, y haré que su vida sea tan dichosa como se merece. Hagamos estas promesas ahora, y mantengámoslas intactas hasta el final.

Su solemne actitud conmovió a sir John. Demasiado honorable y honesto como para sospechar la falsedad en los demás, en las palabras de Jean solo alcanzó a atisbar el impulso natural de una muchacha adorable y, tomando la mano de la joven entre las suyas, prometió todo cuanto ella le pidió, y mantuvo esa promesa hasta el final. Jean se detuvo un instante con una expresión pálida y ausente, como si se buscase a sí misma; entonces alzó abiertamente la mirada hacia el confiado rostro del anciano, y prometió lo que fielmente llevaría a cabo en años venideros.

—¿Cuándo será, amor mío? Lo dejo todo en sus manos con tal de que sea pronto, no vaya a ser que aparezca algún enamorado risueño y joven que le aleje de mí —dijo sir John alegremente, ansioso por alejar la oscura expresión que había vislumbrado en el rostro de Jean.

—¿Puede guardar un secreto? —preguntó la muchacha, sonriéndole y luciendo nuevamente cautivadora.

—Póngame a prueba.

—Lo haré. Edward vuelve a casa dentro de tres días. Tendré que marcharme antes de que él aparezca. No se lo cuente a nadie; quiere darles una sorpresa. Y si usted me ama, no le hable a nadie sobre su inminente matrimonio. No delate su afecto por mí hasta que sea realmente suya. Habrá tal revuelo, tales protestas, explicaciones y reproches, que acabaré exhausta y huiré de usted con el único fin de escapar a semejante juicio. Si dependiese de mí, mañana me iría a cualquier lugar tranquilo y esperaría hasta que fuese a buscarme. Sé tan poco sobre esas cosas que desconozco la celeridad con que podríamos casarnos; no hasta dentro de algunas semanas, creo.

—Mañana mismo si queremos. Una licencia especial permite a las parejas casarse cuándo y dónde deseen. Mi plan es mejor que el suyo. Escuche, y dígame si puede llevarse a cabo. Yo iré mañana a la ciudad y conseguiré la licencia; invitaré a mi amigo, el reverendo Paul Fairfax, para que regrese conmigo; mañana por la tarde usted vendrá a su hora habitual y, en presencia de mis discretos y viejos criados, me hará el hombre más feliz de Inglaterra. ¿Le parece bien, mi pequeña lady Coventry?

El plan que parecía urdido para satisfacer sus propios fines, el nombre que era la cúspide de su ambición, y la bendita sensación de seguridad que al fin se apoderaba de ella, colmaron a Jean Muir de un regocijo tan intenso que sus ojos se inundaron de lágrimas de genuina emoción. El alegre consentimiento que otorgó fue la palabra más sincera que habían pronunciado sus labios desde hacía meses.

—Para nuestra luna de miel viajaremos al extranjero o a Escocia, hasta que la tormenta haya amainado —dijo sir John, sabiendo bien que este matrimonio apresurado sorprendería u ofendería a todos sus conocidos, y sintiéndose igual de complacido que Jean por escapar a la conmoción inicial.

—A Escocia, por favor. Deseo ver el hogar de mi padre —dijo Jean, que temía encontrarse con Sydney en el continente.

Hablaron un rato más mientras planificaban todo. Sir John estaba tan resuelto a apresurar el evento que Jean poco podía hacer salvo ofrecer un presto consentimiento a todas sus sugerencias. Un único temor la inquietaba. Si sir John iba a la ciudad, podría encontrarse con Edward, escuchar sus afirmaciones y creer en ellas. Entonces todo estaría perdido. Aun así, era un riesgo que había que correr si querían consumar el matrimonio de una manera rápida y segura, y prevenir este encuentro dependía única y exclusivamente de la precaución de Jean. Mientras atravesaban el parque —pues sir John insistió en acompañarla a casa—, la joven dijo, aferrándose a su brazo:

—Querido amigo, tenga presente una cosa, o de otro modo soportaremos muchas molestias y todos nuestros planes se verán alterados. Evite a sus sobrinos; es usted tan honesto que su rostro le traicionará. Los dos me aman y hacen gala de un temperamento irascible, y ante la conmoción inicial del descubrimiento podrían tornarse violentos. Por mi propio bien no debe ponerse en peligro ni incurrir en ninguna falta de respeto; así pues, rehúyalos hasta que ambos estemos a salvo… especialmente a Edward. Pensará que su hermano le ha perjudicado y que usted ha tenido éxito donde él fracasó. Eso le irritará, y temo una escena turbulenta. Prométame que los evitará durante uno o dos días; no les escuche, no les vea, no les escriba ni reciba cartas suyas. Es una tontería, lo sé, pero usted es todo lo que tengo, y me acosa el extraño presentimiento de que voy a perderle.

Conmovido y halagado por la tierna petición de la joven, sir John le prometió todo, aun cuando se reía de sus lágrimas. El amor cegaba al gentil caballero ante la peculiaridad de su petición; la novedad, el romance y el secretismo del asunto le hacían sentirse más cautivado que desconcertado; y el conocimiento de que había vencido sobre tres jóvenes y ardientes enamorados satisfacía su vanidad más de lo que estaría dispuesto a confesar. Separándose de Jean ante la portezuela del jardín, inició su camino de regreso a la mansión sintiéndose nuevamente como un muchacho. Deambuló tarareando un canto de amor, haciendo caso omiso al relente del ocaso, la gota y los cincuenta y cinco años que reposaban con tanta ligereza sobre sus hombros desde que los brazos de Jean se habían posado sobre ellos.

La joven, por su parte, se apresuró hacia la casa ansiosa por escapar de Coventry, pero él la estaba esperando y se vio obligada a encontrarse con él.

—¿Qué la ha retenido durante tanto tiempo, manteniéndome en suspense? —dijo en tono de reproche mientras tomaba su mano e intentaba captar un destello de su rostro bajo la sombra del ala de su sombrero—. Venga y descanse en la gruta. Tengo tanto que decir, escuchar y disfrutar.

—Ahora no; estoy demasiado cansada. Deje que entre y me vaya a dormir. Hablaremos mañana. Hay humedad y hace frío, y me duele la cabeza con todo este ajetreo —Jean habló agotada pero con un toque de petulancia, y Coventry, imaginando que estaba resentida porque él no había acudido a su encuentro, se apresuró a explicarse con vehemente ternura.

—Pobre Jean, necesita descansar. La agotamos entre todos, y jamás se queja. Tendría que haber llegado a tiempo para acompañarla a casa, pero Lucia me retuvo, y cuando conseguí escabullirme advertí que mi tío se me había anticipado. Debería estar celoso del anciano, si es que está tan rendido a usted. Jean, dígame una cosa antes de que nos separemos; ahora soy plenamente libre y tengo derecho a hablar. ¿Me ama? ¿Acaso soy el dichoso hombre que ha conquistado su corazón? Me atrevería a pensar que sí, a creer que ese revelador rostro suyo la ha traicionado, y a esperar que he ganado lo que el pobre Ned y el salvaje Sydney han perdido.

—Antes de que le responda, cuénteme cómo ha ido su entrevista con Lucia. Tengo derecho a saberlo —dijo Jean.

Coventry dudó, pues la compasión y el remordimiento asaltaban su corazón cuando recordaba el dolor de la pobre Lucia. Jean estaba deseosa de escuchar la humillación de su rival. Como el hombre guardaba silencio, la joven frunció el ceño, alzó el rostro envuelto en delicadas sonrisas y, posando la mano sobre su brazo, dijo —con un énfasis de lo más efectivo a medio camino entre la timidez y el afecto— apelando a su nombre:

—¡Por favor, Gerald, cuéntemelo!

Él no pudo resistirse a la mirada, al contacto, al tono… y, tomando su manita entre las suyas, dijo con presteza, como si la tarea le resultase desagradable:

—Le dije que no la amaba ni era capaz de hacerlo; que me había sometido al deseo de mi madre y, durante un tiempo, me había sentido tácitamente unido a ella, a pesar de que no habíamos cruzado palabra alguna sobre ese asunto. Pero ahora exigía mi libertad, lamentando que la separación no fuese un deseo mutuo.

—¿Y ella… qué dijo? ¿Cómo se lo tomó? —preguntó Jean, sintiendo en su propio corazón de mujer la profundidad de la herida que esa declaración debía haber infringido sobre Lucia.

—¡Pobre muchacha! Fue difícil de soportar, pero su orgullo la sostuvo hasta el final. Reconoció que ninguna promesa me ataba a ella, renunciando por completo a cualquier derecho que mi comportamiento en el pasado pareciese haberle otorgado, y rezó para que fuese capaz de encontrar a otra mujer que me amase tan sincera y tiernamente como ella lo había hecho. Jean, me sentí como un villano; y, aun así, jamás comprometí mi palabra con ella, jamás la amé de verdad, y estaba en todo mi derecho de romper mis lazos con ella si ese era mi deseo.

—¿Habló sobre mí?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—¿Debo contárselo?

—Sí, cuéntemelo todo. Sé que me detesta, y la perdono a sabiendas de que odiaría a cualquier mujer a la que usted amase:

—¿Está celosa, querida?

—¿De usted, Gerald?

Y sus bonitos ojos se alzaron hacia él, rebosantes de una luminosidad que se asemejaba al fulgor del amor.

—Ya me ha convertido en su esclavo. ¿Cómo lo hace? Jamás antes obedecí a una mujer. Jean, creo que es usted una bruja. Escocia es hogar de criaturas extrañas y asombrosas que adoptan formas adorables para tormento de las almas pobres y débiles. ¿Es una de esas hermosas impostoras?

—Qué halagador es —rio la joven—. Soy una bruja, y algún día me despojaré de mi disfraz y me verá tal y como soy; vieja, fea, malvada y extraviada. Tenga cuidado conmigo cuando llegue el momento. Se lo advierto. Ahora ámeme asumiendo los riesgos.

Coventry guardó silencio, y la observó con una mirada intranquila, consciente de cierta fascinación que le superaba pero que no le proporcionaba felicidad. Una excitación febril, aunque placentera, se apoderó de él; un ánimo temerario que le impulsaba a desterrar el pasado por medio de cualquier acto impulsivo, de cualquier nueva experiencia hacia la que su pasión le condujese. Jean le observó durante un breve instante con rostro melancólico, casi desdichado; entonces una extraña sonrisa se dibujó en su cara mientras hablaba con un tono de maliciosa burla, bajo el que acechaba la amargura de una triste certeza. Coventry se mostró un tanto desconcertado, y su mirada vagó desde el misterioso rostro de la joven hacia una ventana tenuemente iluminada, detrás de cuyas cortinas la pobre Lucia escondía su afligido corazón, rezando por él esas tiernas oraciones que las mujeres enamoradas ofrecen por aquellos a quienes perdonan sus pecados en nombre del amor. El corazón le martilleaba, y el hombre sintió cómo le invadía un sentimiento de repulsión mientras contemplaba a Jean. Ella se dio cuenta y se enfadó, aunque también experimentó cierta sensación de alivio; ahora que su propia inmunidad estaba casi asegurada, no solo no quería causar problemas, sino que sentía el deseo de deshacer lo que ya estaba hecho y estar en paz con todo el mundo. Suspiró con el fin de recordarle su lealtad, avanzó un paso y habló con una dulzura teñida de frialdad:

—¿Va a responderme a lo que le pregunté antes de que yo conteste a su pregunta, señor Coventry?

—¿Lo que Lucia dijo sobre usted? Bueno, estas fueron sus palabras: «Ten cuidado con la señorita Muir. Recuerda que desconfiamos de ella de manera instintiva cuando no teníamos motivo. Yo creo en los instintos, y el mío jamás se ha visto alterado porque ella no ha intentado engañarme. Su maestría es portentosa; siento que no soy capaz de explicarla o detectarla, salvo en los entresijos de los acontecimientos que su mano parece guiar. Ha traído tristeza y discordia a esta familia, que antes era dichosa. Todos hemos cambiado, y esta joven es la responsable. A mí ya no puede hacerme daño; a ti te destrozará la vida si tiene ocasión. Protégete de ella a tiempo, ¡o te arrepentirás con amargura de tu ciego encaprichamiento!».

—¿Y qué respondió? —inquirió Jean mientras estas últimas palabras abandonaban los labios de Coventry.

—Le dije que la amaba a usted a mi pesar, y que la convertiría en mi esposa afrontando toda oposición. Ahora, Jean, su respuesta.

—Deme tres días para pensarlo. Buenas noches.

Y, alejándose de Coventry, desapareció en el interior de la casa, dejando que él errase durante la mitad de la noche, atormentado por el remordimiento, la incertidumbre y la antigua desconfianza, que reaparecía cuando Jean no estaba presente para disiparla con sus artes.