III

PASIÓN Y RESENTIMIENTO

Durante varias semanas, la tranquilidad más monótona pareció reinar en Coventry House y, sin embargo, de un modo insospechado e imperceptible, se avecinaba una tormenta. La llegada de la señorita Muir pareció producir un cambio en todos, aunque nadie podría explicar la razón ni de qué modo. Sus modales no podían ser más modestos o retraídos. Se dedicaba por completo a Bella, que no tardó en adorarla y solo era feliz cuando estaba en su compañía. Procuraba en todo momento la comodidad de la señora Coventry, y la dama aseveró que jamás había conocido a una enfermera más atenta. También entretenía, interesaba y se había ganado a Edward con su ingenio y simpatía femenina. Consiguió que Lucia la respetara y envidiara por sus logros, y despertó al indolente Gerald a fuerza de evitarle constantemente, mientras sir John quedó encantado con su respetuosa deferencia y las pequeñas y elegantes atenciones que le prestaba de una manera franca e ingeniosa, muy apreciada por el solitario anciano. Los propios criados la adoraban y, en lugar de tratarla como es habitual en la mayoría de los casos, pues las institutrices se convierten en criaturas desamparadas entre clases altas y bajas, Jean Muir se convirtió en la alegría de la casa, y en la amiga de todos sus inquilinos a excepción de dos de ellos.

A Lucia no le agradaba, y Coventry desconfiaba de ella; ninguno de los dos podía decir exactamente por qué, y ninguno de los dos reconocía ese sentimiento, ni siquiera ante sí mismos. Ambos la observaban a hurtadillas, pero no encontraban falta alguna en ella. Dócil, modesta, leal e invariablemente de temperamento dulce, no podían afearle nada y se sorprendían de sus propias dudas, aunque no podían desterrarlas.

Pronto se hizo evidente que la familia estaba dividida, o más bien que dos de sus miembros se quedaban muy solos. Alegando timidez, Jean Muir pasaba mucho tiempo en el estudio de Bella, y pronto lo convirtió en un rincón tan agradable que Ned y su madre, y a menudo sir John, acudían a disfrutar de la música, la lectura o la alegre charla que hacía tan animadas las noches. Al principio Lucia se alegró de tener a su primo para ella sola, y él a su vez era demasiado perezoso para preocuparse por lo que pasaba a su alrededor. Pero pronto se cansó de su compañía, pues no era una muchacha brillante y poseía pocas de esas encantadoras artes que cautivan a un hombre y le roban su corazón. Los rumores sobre las alegres celebraciones que se sucedían comenzaron a llegarle, y empezó a sentir curiosidad por compartirlas; sonaban por toda la casa los ecos de buena música mientras él se acurrucaba en el salón vacío; y se oían las carcajadas mientras él escuchaba las sobrias disertaciones de Lucia.

La joven descubrió pronto que su compañía había perdido todo encanto, y cuanto más ansiosamente intentaba complacerlo, más inútiles resultaban sus esfuerzos. No pasó mucho tiempo antes de que Coventry adoptara el hábito de salir a deambular por la terraza al anochecer y entretenerse pasando y volviendo a pasar junto a la ventana de la habitación de Bella, vislumbrando lo que estaba sucediendo en su interior y reportando el resultado de sus observaciones a Lucia, quien era demasiado orgullosa para pedir que la admitieran en ese círculo feliz o incluso para aparentar que lo deseaba.

—Mañana iré a Londres, Lucia —dijo Gerald una tarde, cuando regresó de lo que llamó «una entrevista» con aspecto muy molesto.

—¿A Londres? —preguntó sorprendida su prima.

—Sí, tengo que ir a conseguirle a Ned su nombramiento, o todo acabará para él.

—¿Qué quieres decir?

—Se está enamorando tan rápido como solo un muchacho puede hacerlo. Esa joven lo ha embrujado y se pondrá en ridículo muy pronto, a menos que yo lo detenga.

—Temía que ella intentara un coqueteo. Estas personas siempre lo hacen, son una casta que termina haciendo diabluras.

—Ah, estás muy equivocada en lo que concierne a la pequeña Muir. Ella no flirtea, y Ned tiene demasiado espíritu y sentido común como para ser atrapado por una tonta coqueta. La joven lo trata como una hermana mayor, y combina la más agradable amabilidad con una discreta dignidad que cautiva al muchacho. Les he estado observando, y ahí está él, devorándola con los ojos, mientras ella lee una novela fascinante con el tono de voz más delicioso. Bella y mamá se quedan absortas en la historia y no ven más allá, pero Ned se convierte en el héroe, la señorita Muir en la heroína, y vive la escena de amor con todo el ardor de un hombre cuyo corazón acaba de despertarse. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!

Lucia vestida de gala

Lucia miró a su primo, asombrada por la energía con la que hablaba y la ansiedad que reflejaba su rostro normalmente apático. El cambio se hacía más patente en él pues mostraba cómo podía llegar a comportarse, haciendo que uno lamentara aún más su actitud habitual. Antes de que la joven pudiese hablar, él se había ido de nuevo; regresó de inmediato, riendo, aunque parecía algo enfadado.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

—El proverbio «los que espían nunca escuchan nada bueno de sí mismos» es muy cierto. Me detuve un momento para observar a Ned, y escuché los siguientes comentarios halagüeños. Mamá ya se ha ido, y Ned le estaba pidiendo a la pequeña Muir que cantara esa deliciosa barcarola[6] con la que nos obsequió la otra noche:

»«No ahora, aquí no», dijo ella.

»«¿Por qué no? La cantaba en el salón con suma facilidad», replicó Ned implorante.

»«Eso es algo muy distinto», y ella le miró negando con la cabeza, porque él cruzaba sus manos de un modo patéticamente apasionado.

»«Vaya a cantarla allí, entonces», dijo la inocente Bella. «A Gerald le gusta mucho su voz, y se queja de que nunca le canta».

»«Nunca me lo pide», respondió Muir, con una extraña sonrisa.

»«Es demasiado indolente, pero le agrada oírla».

»«Cuando me lo pida, cantaré si me apetece». Y se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

»«Pero le divierte, y se aburre tanto ahí abajo», comenzó la tontita Bella. «No sea tímida ni orgullosa, Jean, vaya a entretener al pobre chico».

»«No, gracias. Me comprometí a enseñar a la señorita Coventry, no a entretener al señor Coventry», fue toda la respuesta que obtuvo la niña.

»«Usted suele divertir a Ned, ¿por qué no a Gerald? ¿Le tiene miedo?», preguntó Bella.

»Luego la señorita Muir se echó a reír, con una risa muy despreciativa, y dijo con ese peculiar tono suyo: «No puedo imaginar que nadie tenga miedo de su hermano mayor, Bella».

»«Yo sí, y muy a menudo. Y usted también lo tendría si alguna vez le viera enojado», y Bella parecía como si la hubiera vencido.

»«¿Alguna vez se despierta lo suficiente como para estar enojado?», preguntó esa joven con aire de sorpresa. Aquí Ned estalló en un ataque de risa, y creo, por el sonido que nos llega, que aún duran las carcajadas.

—Sus estúpidos chismes no merecen la pena, pero ciertamente apartaría a Ned. Es inútil tratar de deshacerse de «esa joven», como dices, porque mi tía está tan engañada con ella como Ned y Bella, y realmente se lleva muy bien con la niña. Despacha a Ned, y entonces ella no causará daño alguno —sugirió Lucia mientras observaba el alterado rostro de Coventry, quien permanecía de pie a la luz de la luna, justo en el exterior de la ventana donde ella se hallaba sentada.

—¿No te da miedo por mí? —inquirió sonriendo, como avergonzado de su momentánea petulancia.

—No, ¿lo tienes tú?

Y una sombra de ansiedad cruzó su semblante.

—Desafío a la bruja escocesa a que me cautive… salvo con su música —añadió, paseando de nuevo por la terraza, pues Jean cantaba como un ruiseñor.

Cuando ella hubo concluido la canción, Coventry descorrió la cortina y dijo de forma abrupta:

—¿Alguien tiene algún encargo para Londres? Me voy mañana.

—Que tengas buen viaje —dijo Ned despreocupadamente, aunque por lo general los movimientos de su hermano le interesaban mucho.

—Quiero muchas cosas, pero primero debo consultarle a mamá —y Bella comenzó a hacer un listado.

—¿Puedo molestarle con una carta, señor Coventry?

Jean Muir se dio media vuelta en su banqueta de música y le observó con la fría e incisiva mirada que siempre le desconcertaba.

Él asintió, diciendo, como refiriéndose a todos ellos:

—Me iré en el primer tren, así que debéis hacerme vuestros encargos esta misma noche.

—Entonces ven, Ned, y deja que Jean escriba su carta.

Y Bella se llevó a su reacio hermano de la estancia.

—Le entregaré la carta por la mañana —señaló la señorita Muir, con un extraño temblor en su voz y la mirada de alguien que apenas consigue reprimir una intensa emoción.

—Como guste.

Y Coventry regresó con Lucia, preguntándose a quién escribiría la señorita Muir. No reveló nada a su hermano sobre el propósito que le llevaba a la ciudad, para que una palabra no produjera la catástrofe que esperaba evitar; y Ned, que ahora vivía en una especie de ensueño, pareció olvidar por completo la existencia de Gerald.

Con una energía inusitada, Coventry se levantó a las siete de la mañana siguiente. Lucia le sirvió el desayuno y, mientras salía de la sala para pedir el carruaje, la señorita Muir bajó arrastrándose, muy pálida y ojerosa —fruto de una noche en vela y llorando, pensó Coventry— y, poniendo una delicada cartita en su mano, le dijo apresuradamente:

—Por favor, deje esta carta en casa de lady Sydney y, si la ve, dígale que me he acordado.

Su peculiar comportamiento y su mensaje le impactaron. Su mirada se fijó de manera involuntaria en la dirección de la carta y leyó el nombre del joven Sydney. Seguidamente, consciente de su error, metió la carta en el bolsillo con un apresurado «Buenos días», y dejó a la señorita Muir de pie con una mano presionada sobre su corazón y la otra medio extendida, como si quisiera recuperar la carta.

Durante todo el viaje a Londres, Coventry no pudo olvidar la expresión casi trágica del rostro de la joven, que le atormentó durante el bullicio de dos días muy ajetreados.

El asunto de Ned fue puesto rápidamente en vías de solución, los encargos de Bella fueron ejecutados, aprovisionó las exquisiteces para la mascota de su madre y compró un regalo para Lucia, a quien la familia consideraba su futura esposa, pues él era demasiado perezoso para elegir por sí mismo.

No pudo, no obstante, entregar la carta de Jean Muir, pues lady Sydney se hallaba en la campiña y su residencia en la ciudad permanecía cerrada. Sintiendo una gran curiosidad por ver cómo recibiría sus noticias, entró discretamente en la mansión a su llegada a la casa. Todos habían ido a cambiarse para la cena excepto la señorita Muir, que se encontraba en el jardín, según le dijo una criada.

—Muy bien, tengo un mensaje para ella.

Y, volviéndose, el «joven amo», como le llamaban, fue a buscarla. La encontró sentada a solas en un rincón apartado, sumida en sus pensamientos. Cuando la alertaron sus pasos, la joven le dirigió una mirada de sorpresa, seguida de otra de satisfacción e, incorporándose, le hizo una seña con un gesto que denotaba ansiedad. Sorprendido, se acercó a ella y le ofreció la carta, diciendo amablemente:

—Lamento mucho no haber podido entregarla. Lady Sydney se encuentra en el campo, y no me pareció bien enviarla sin su permiso. ¿Hice lo correcto?

—Muy bien, muchas gracias; es mejor así.

Y con una expresión de alivio, rompió la carta en pedazos y los esparció al viento.

Más sorprendido que nunca, el joven estaba a punto de retirarse cuando ella le dijo, con una mezcla de súplica y orden:

—Por favor, quédese un momento. Quiero hablar con usted.

Se detuvo mirándola con visible sorpresa, pues un repentino color tiñó sus mejillas, y sus labios temblaron. La escena duró solo un instante, y luego recuperó el dominio de sí misma. Instándole a ocupar el asiento que ella había dejado, permaneció de pie mientras decía, en un susurro rápido, lleno de dolor y determinación:

—Señor Coventry, como dueño de la casa, quiero hablarle a usted, y no a su madre, de un lamentable asunto que ha tenido lugar durante su ausencia. Mi mes de prueba termina hoy; su madre desea que me quede; yo también lo deseo sinceramente, pues soy muy feliz aquí, pero no debería. Lea esto, y lo entenderá.

Ella puso en su mano una nota escrita apresuradamente y le observó con atención mientras la leía. Le vio sonrojarse de ira, morderse los labios y fruncir el ceño, y luego adoptar una mirada arrogante, mientras levantaba los ojos y decía en su tono más sarcástico:

—Muy buena para ser un principiante. El chico tiene elocuencia. Lástima que se desperdicie. ¿Puedo preguntarle si ha respondido a esta rapsodia?

—Lo he hecho.

—¿Y qué sigue? Le ruega que «huya con él, que comparta su fortuna y que sea el bondadoso ángel de su vida». Y, por supuesto, usted ha consentido.

No hubo respuesta, dado que, erguida ante él, la señorita Muir le miraba con una expresión de orgullosa paciencia, como alguien que espera reproches pero es demasiado generoso para resentirse por ello. Su actitud surtió efecto. Abandonando su tono amargo, Coventry preguntó brevemente:

—¿Por qué me muestra esto? ¿Qué puedo hacer yo?

—Se lo muestro para que vea cuán en serio parecer ir «el chico» y cuán franca quiero ser yo. Puede contener, aconsejar y consolar a su hermano, y ayudarme a mí a saber cuál es mi deber.

—¿Le ama? —preguntó Coventry con brusquedad.

—¡No! —fue su rápida y decidida respuesta.

—Entonces, ¿por qué ha provocado que él la amara?

—Nunca fue mi intención hacerlo. Su hermana atestiguará que me he esforzado por evitarle tanto como…

Y él terminó la frase con un inconsciente tono de resentimiento.

—… como me ha evitado a mí.

Ella asintió en silencio, y él continuó:

—Le haré justicia señalando que nada puede ser más intachable que su conducta hacia mí; pero, ¿por qué ha permitido que Ned la persiga noche tras noche? ¿Qué esperaba de un muchacho romántico que no tenía más ocupación que perder la cabeza por la primera mujer atractiva que conoce?

Un resplandor momentáneo brilló en los ojos azul acero de Jean Muir cuando esas últimas palabras salieron de los labios del joven; pero el brillo desapareció en un instante, y su voz se llenó de reproches al replicar de un modo firme e impulsivo:

—Si al «muchacho romántico» se le hubiera permitido llevar la vida de un hombre, tal y como él anhelaba, no habría tenido tiempo de perder la cabeza por la primera joven triste a la que compadece. Señor Coventry, la falta es suya. No culpe a su hermano; debe asumir su error generosamente y enmendarlo de la manera más rápida y amable posible.

Por un instante Gerald se quedó mudo. Desde la muerte de su padre, nadie le había reprendido de ese modo; rara vez en su vida se le había culpado de algo. Fue una experiencia nueva, y la misma novedad aumentó su electo. Reconoció su falta, se arrepintió y admiró la valiente sinceridad de la muchacha al hablarle. Pero no sabía cómo lidiar con el caso, y se vio obligado a confesar no solo su negligencia pasada, sino su incapacidad presente. Era tan honorable como orgulloso y, haciendo un esfuerzo, dijo con franqueza:

—Tiene usted razón, señorita Muir. Yo tengo la culpa, pero en cuanto vi el peligro, traté de evitarlo. Mi visita a la ciudad fue para ocuparme de Ned; tendrá su nombramiento muy pronto, y entonces será destinado fuera de peligro. ¿Puedo hacer algo más?

—No, es demasiado tarde para verle partir con un corazón libre y feliz. Deberá afrontar su dolor como pueda, y tal vez eso le ayude a hacer de él un hombre —respondió ella con tristeza.

—Pronto lo olvidará —comenzó Coventry, que se sintió incómodo al imaginar el sufrimiento del alegre Ned.

—Sí, gracias a Dios, para los hombres eso es posible.

La señorita Muir juntó las manos, con una expresión sombría en su rostro medio huidizo. Algo en su tono, en sus modales, conmovió a Coventry; imaginó que alguna vieja herida sangraba, que algún recuerdo amargo despertaba ante la cercanía de un nuevo amante. Él era un joven íntegro y romántico bajo toda su fría indiferencia. Esa joven, que a su entender amaba a su amigo y era amada por su hermano, se convirtió en un objeto de su interés. Se compadeció de ella, deseó ayudarla y lamentó su desconfianza en el pasado, pues un hombre caballeroso siempre lamenta la injusticia cometida sobre una mujer. Ella, un alma pobre y sin hogar, era feliz allí, y debía quedarse. Bella la adoraba, a su madre la reconfortaba, y cuando Ned se marchara, la paz del hogar no se vería amenazada por sus atractivos modales ni sus fructíferos logros. Estos pensamientos pasaron por su mente durante un instante y, cuando habló, fue para decir muy amablemente:

—Señorita Muir, le agradezco la franqueza en estas circunstancias que sin duda han sido dolorosas para usted, y haré todo lo posible para merecer la confianza que deposita en mí. Fue muy discreto y amable de su parte el hablar únicamente conmigo sobre este asunto. Esto habría preocupado mucho a mi madre, y no habría servido de nada. Hablaré con Ned, y trataré de reparar mi larga negligencia tan pronto como me sea posible. Sé que usted me ayudará, y a cambio permítame rogarle que se quede, pues él pronto se irá.

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas, y cuando le habló suavemente no había rastro de frialdad en su voz.

—Es usted muy amable, pero es mejor que me vaya; no es prudente quedarse.

—¿Por qué no?

La joven se ruborizó de un modo hermoso, vaciló y luego habló con ese tono de voz claro y firme que era su mayor encanto:

—De haber sabido que había hijos varones en esta familia, no habría venido. Lady Sydney solo habló de su hermana, y cuando encontré a dos caballeros me preocupé, porque… soy tan desdichada… o, mejor dicho, algunas personas son tan amables de quererme más de lo que merezco. Pensé que podría quedarme un mes, al menos, dado que su hermano hablaba de irse y usted ya estaba prometido, pero…

—No estoy prometido.

Coventry no supo explicarse por qué había dicho tal cosa, pero las palabras brotaron de sus labios apresuradamente y no pudieron ser retiradas. Jean Muir se tomó el anuncio de un modo bastante extraño. Se encogió de hombros con un aire de extrema incomodidad, y dijo, casi con descortesía:

—Entonces debería estarlo; pronto lo estará. Pero eso no es asunto mío. La señorita Beaufort desea que me vaya, y soy demasiado orgullosa para quedarme y convertirme en la causa de desunión de una familia feliz. No; me iré, y lo haré de inmediato.

Se volvió impetuosamente, pero el brazo de Edward la detuvo, al tiempo que le decía con ternura:

—¿Adónde irá, Jean?

Aquel tierno gesto, y el modo en que había pronunciado su nombre, parecieron robarle la serenidad y el coraje, pues, apoyándose en su enamorado, ocultó su rostro y sollozó sonoramente.

—No hagas una escena ahora, Ned, por el amor de Dios —comenzó Coventry, impaciente, mientras su hermano lo miraba con fiereza, adivinando de inmediato lo que había pasado, pues su carta aún estaba en la mano de Gerald y las últimas palabras de Jean habían llegado al oído de su pretendiente.

—¿Quién te ha dado derecho a leer eso e interferir en mis asuntos? —exigió Edward con vehemencia.

—La señorita Muir —fue la respuesta, mientras Coventry arrojaba el papel al suelo.

—Y agravas el insulto ordenándole que se marche de la casa —gritó Ned con creciente ira.

—Al contrario, le ruego que se quede.

—¿Qué demonios? ¿Y por qué?

—Porque ella es útil y feliz aquí, y no estoy dispuesto a que tu locura le prive de un hogar que le gusta.

—Te has vuelto muy considerado y devoto, pero te ruego que no te molestes. La felicidad y el hogar de Jean serán de mi incumbencia a partir de ahora.

—Mi querido muchacho, sé razonable. La cosa es imposible. La propia señorita Muir lo ve así; vino a decírmelo, a preguntarme cuál era la mejor manera de arreglar las cosas sin preocupar a madre. He estado en la ciudad para ocuparme de tus asuntos, y es posible que te vayas muy pronto.

—No tengo pretensión alguna de irme. Ese era mi mayor deseo el mes pasado, pero ahora no aceptaré nada de ti.

Edward se dio media vuelta visiblemente enojado.

—¡Esto es una locura! Ned, debes irte. Está todo arreglado y no puedes rehusar ahora. Lo que necesitas es un cambio, y hará de ti un hombre. Todos te extrañaremos, eso está claro, pero te servirá para ver algo de mundo, y eso es mejor para ti que quedarte aquí metiéndote en problemas.

—¿Se va, Jean? —preguntó Edward, ignorando a su hermano por completo e inclinándose sobre la muchacha, que todavía escondía su rostro y lloraba. Ella no habló, y Gerald respondió por ella.

—No, ¿por qué iba a hacerlo si tú te marchas? —replicó Coventry.

—Deseo quedarme, pero…

Jean se detuvo y levantó la vista. Sus ojos pasaron de un semblante a otro y, seguidamente, añadió con firmeza:

—Sí, debo irme, no es prudente que me quede aunque usted se haya ido.

Ninguno de los jóvenes podría explicar por qué aquella precipitada mirada les afectó como lo hizo, pero cada uno fue consciente de un deliberado deseo de oponerse al otro. De pronto, Edward sintió que su hermano amaba a la señorita Muir y se empeñó en apartarla de su camino. Gerald, por su parte, tenía una vaga idea de que la señorita Muir temía permanecer en su compañía, y anhelaba mostrarle que estaba a salvo. Ambos se sintieron enojados, y cada uno lo exteriorizó a su modo, mostrándose uno satírico y el otro violento.

—Tiene razón, Jean, este no es lugar para usted; debe permitir que la vea en un hogar más seguro antes de irme —dijo Ned con elocuencia.

—Me temo que este será un hogar particularmente seguro cuando quede libre de tu peligrosa presencia —señaló Coventry, con una irritante sonrisa de serena superioridad.

—Y yo creo que dejaré aquí a una persona más peligrosa que yo, como la pobre Lucia puede atestiguar.

—Ten cuidado con lo que dices, Ned, o me veré forzado a recordarte que soy el amo de esta casa. Deja a Lucia fuera de este desagradable asunto, por favor.

—Tú eres el amo de esta casa, pero no de mí ni de mis acciones, y no tienes derecho alguno a esperar obediencia o respeto, pues tampoco los inspiras. Jean, le pedí que se fugara conmigo en secreto; ahora le pido abiertamente que comparta mi fortuna. Se lo pido en presencia de mi hermano, y espero una respuesta.

La cogió de la mano impetuosamente lanzando una mirada desafiante hacia Coventry, que aún sonreía como si fuera un juego de niños, aunque sus ojos se encendieron y su rostro mudó en una suave y calmada ira más terrible que cualquier arrebato repentino. La señorita Muir parecía asustada; se apartó de su apasionado y joven enamorado y lanzó una mirada solícita hacia Gerald, que parecía querer reclamar su protección, aunque no se atrevió a pedirla.

—¡Hable! —gritó Edward, desesperado—. No le mire a él y responda con franqueza, con sus propios labios, ¿me ama, Jean? ¿Puede amarme?

—Ya se lo dije en una ocasión. ¿Por qué me obliga a darle de nuevo una respuesta tan dura? —dijo ella lastimosamente, rehuyendo todavía sus manos y pareciendo apelar a su hermano.

—Me escribió unas pocas líneas, pero no estoy satisfecho con eso. Debe responder; he visto amor en sus ojos, lo he oído en su voz, y sé que está escondido en su corazón. Teme reconocerlo, pero no lo dude, nadie podrá separarnos… hable, Jean, y conténteme.

Ella retiró decididamente su mano, se acercó un poco más a Coventry y contestó, lenta y nítidamente, aunque sus labios temblaban y resultaba evidente que temía el efecto de sus palabras.

—Hablaré, y lo haré con sinceridad. Ha visto el amor en mi rostro; está en mi corazón, y no dudo en reconocerlo pero, como me fuerza a ser cruel, le diré que este amor no va dirigido a usted. ¿Está satisfecho?

Él la miró con ojos desesperados y extendió su mano hacia ella suplicante. La joven pareció temer un golpe, pues de pronto se aferró a Gerald con un débil llanto. El acto en sí, la expresión de miedo y el involuntario gesto protector de Coventry, fueron demasiado para Edward, ya exaltado de por sí por tan contradictorias pasiones. En un frenesí de cólera ciega, cogió un gran cuchillo de podar que había dejado allí el jardinero, y le habría asestado a su hermano un golpe fatal si este no lo hubiera interceptado con su brazo. El ataque fracasó, y otro podría haberle seguido si la señorita Muir, con un coraje y una fuerza inesperados, no hubiera arrebatado el cuchillo a Edward y lo hubiera arrojado a un pequeño estanque cercano.

Coventry se dejó caer en su asiento, pues la sangre brotaba de una profunda herida en su brazo, mostrando por su rápido flujo que había alcanzado una arteria. Edward se quedó horrorizado, pues su furia cesó al asestar el golpe, dejándole abrumado por el remordimiento y la vergüenza.

Gerald lo miró, sonrió débilmente y dijo, sin señal alguna de reproche ni enojo:

—No importa, Ned. Perdonado y olvidado. Ayúdame a llegar a la casa, y no molestes a nadie. No es grave, me atrevería a decir.

Pero sus labios se quedaron lívidos mientras hablaba, y sus fuerzas le fallaron. Edward se abalanzó para sujetarlo, y la señorita Muir, olvidando sus terrores, demostró ser una joven de habilidad y coraje poco comunes.

—¡Rápido! Recuéstelo. Deme su pañuelo y traiga un poco de agua —dijo en un tono imperioso y tranquilizador.

El pobre Ned obedeció y la observó con impaciente suspense mientras ella ataba el pañuelo firmemente alrededor del brazo, empujaba el mango de su látigo de montar por debajo y lo presionaba firmemente sobre la arteria cortada para detener el peligroso flujo de sangre.

—Creo que el doctor Scott está con su madre. Vaya a buscarlo —fue la siguiente orden; y Edward se alejó corriendo, agradecido de poder hacer algo que le ayudara a aliviar el terror que se había apoderado de él. Se ausentó unos minutos y, mientras esperaban, Coventry observó a la joven arrodillada junto a él, enjugándole la cara con una mano mientras con la otra sostenía firmemente el vendaje en su lugar. Había palidecido, pero se mostraba firme y serena, y sus ojos brillaban con un extraño fulgor mientras le miraba. En una ocasión, al advertir en él una mirada de agradecido asombro, sonrió con un gesto tranquilizador que la volvió encantadora, y dijo, en un tono suave y dulce que nunca antes le había dirigido a él:

—Tranquilo, no hay peligro. Me quedaré a su lado hasta que llegue la ayuda.

La ayuda llegó rápidamente, y las primeras palabras del médico fueron:

—¿Quién ha improvisado este torniquete?

—Ella —murmuró Coventry.

—Entonces puede darle las gracias por salvarle la vida. ¡Por Júpiter! Lo ha hecho magistralmente.

Y el viejo doctor observó a la joven con tanta admiración como curiosidad en su rostro.

—Eso no importa. Ocúpese de la herida, por favor, mientras corro a buscar vendas, sales y vino.

Aún no había terminado de hablar y la joven ya se había ido, tan rápidamente que fue en vano llamarla o retenerla. Durante su breve ausencia, Ned, arrepentido, contó lo sucedido y examinó la herida.

—Afortunadamente llevo conmigo mi maletín de instrumental —dijo el médico, extendiendo sobre el banco una larga serie de pequeños y brillantes instrumentos de tortura—. Ahora, señor Ned, venga aquí, y sostenga el brazo de esta manera mientras uno la arteria. ¡Hey! Eso no va a funcionar. No tiemble así, hombre, mire hacia otro lado y manténgalo firme.

—¡No puedo!

Y el pobre Ned se tornó lívido y timorato, no por la visión de la escena, sino por el amargo pensamiento de que había anhelado matar a su hermano.

—Yo lo sostendré.

Y una delgada mano blanca levantó el brazo desnudo y ensangrentado con tanta firmeza y determinación que Coventry suspiró aliviado, y el doctor Scott se puso a trabajar con un enfático asentimiento de aprobación.

Pronto concluyó la intervención y, mientras Edward corría a pedir a los criados que se cuidaran de alarmar a su señora, el doctor Scott guardó sus instrumentos y la señorita Muir usó las sales, el agua y el vino tan hábilmente que Gerald pudo caminar a su cuarto, apoyándose en el anciano, mientras la joven sujetaba el brazo herido, pues no podían hacer un cabestrillo en ese momento. Al entrar en la estancia, Coventry se volvió, extendió su mano izquierda y, con mucho sentimiento en sus hermosos ojos, dijo con sencillez:

—Se lo agradezco, señorita Muir.

Las pálidas mejillas de la joven se sonrojaron deliciosamente mientras estrechaba su mano y, sin mediar palabra, abandonó la habitación. Lucia y el ama de llaves acudieron con premura, y al enfermo no le faltó asistencia. Pronto se cansó de ella, y los despidió a todos excepto a Ned, que rondaba la estancia con remordimiento, luciendo como un joven y atractivo Caín y sintiéndose como un paria.

—Ven aquí, muchacho, y cuéntamelo todo. Cometí un error al ser tan autoritario. Perdóname, y créeme que me preocupo por tu felicidad más sinceramente que por la mía.

Estas palabras francas y amistosas cicatrizaron la brecha entre los dos hermanos y conquistaron a Ned por completo. Con sumo gusto relató sus pasajes de amor, pues ningún joven enamorado se cansa jamás de esa diversión si tiene un oyente que simpatiza con él, y Gerald se mostraba comprensivo ahora. Durante una hora permaneció acostado escuchando pacientemente el relato de la creciente pasión de su hermano. La emoción otorgó elocuencia al narrador, y el personaje de Jean Muir fue pintado en colores brillantes. Toda su indescriptible bondad hacia quienes la rodeaban, sus fieles cuidados, su interés fraternal por Bella, sus gentiles atenciones hacia su madre, su dulce paciencia con Lucia, que claramente le mostraba animadversión y, sobre todo, su amable consejo, simpatía y respeto hacia el mismo Ned.

—Ella me convertiría en un hombre. Me infunde fuerza y coraje como nadie más puede hacerlo. Es diferente a cualquier muchacha que haya conocido; no hay sentimentalismo en ella; es sabia, amable y dulce. Dice lo que piensa, te mira directamente a los ojos, y es tan auténtica como el acero. La he tratado, la conozco, y… ¡Ah, Gerald, la amo tanto!

En ese momento el pobre muchacho apoyó el rostro entre sus manos, y suspiró tan profundamente que conmovió el corazón de su hermano.

—Por mi alma, Ned, lo siento tanto por ti; y si no hubiera obstáculo alguno de su parte, haría lo que estuviera en mi mano. Pero ella ama a Sydney, de modo que no hay nada más que puedas hacer que soportar tu destino como un hombre.

—¿Estás seguro respecto a Sydney? ¿No puede ser otra persona? —preguntó Ned, observando a su hermano con una mirada sospechosa.

Coventry le dijo todo lo que sabía y suponía sobre su amigo, sin olvidar la carta. Edward reflexionó un instante, luego pareció aliviado, y dijo con total franqueza:

—Me alegro de que sea Sydney y no tú. Puedo soportarlo mejor.

—¿Yo? —exclamó Gerald con una carcajada.

—Sí, tú. Últimamente me atormentaba el temor de que te interesaras por ella o, mejor dicho, que ella se interesara por ti.

—¡Joven tonto celoso! Nunca nos vemos y apenas hablamos, de modo que, ¿cómo podríamos avivar un tierno interés?

—¿Qué haces en esa terraza todas las noches? ¿Y por qué ella se altera cuando tu sombra empieza a ir y venir? —inquirió Edward.

—Me gusta la música y no me importa la compañía de la cantante, por eso deambulo por allí. Y esa alteración de la que hablas es fruto de tu imaginación; la señorita Muir no es una mujer que pueda sentirse alterada por la sombra de un hombre.

Y Coventry echó un vistazo a su brazo inútil.

—Gracias por decirlo, y por no referirte a ella como la «pequeña Muir», que es como sueles hacerlo últimamente. Tal vez fue mi imaginación, pero ya nunca se burla de ti, de modo que me pareció que podría haber entregado su corazón al «joven amo». Las mujeres lo hacen a menudo, ya sabes.

—Solía ridiculizarme, ¿verdad? —preguntó Coventry, sin prestar atención a la última parte del discurso de su hermano que, por otra parte, no dejaba de ser cierta.

—No exactamente, era demasiado educada para eso. Pero a veces, cuando Bella y yo bromeábamos sobre ti, añadía algo muy original o ingenioso que resultaba irresistible. Estás acostumbrado a que se burlen de ti, y no te importa, lo sé, si la broma queda entre nosotros.

—No me importa. Reíd cuanto queráis —dijo Gerald.

Aunque en realidad sí le importaba, y quería saber lo que la señorita Muir había dicho, pero era demasiado orgulloso para preguntar. Se volvió inquieto y suspiró de dolor.

—Estoy hablando demasiado, y eso no es bueno para ti. El doctor Scott dijo que debes guardar reposo. Duérmete, si puedes.

Edward abandonó la cabecera de la cama pero no la habitación, pues no dejaba que nadie ocupara su lugar. Coventry trató de dormir, fue incapaz de conseguirlo y, después de una hora dando vueltas, llamó a su hermano.

—Si se aflojara un poco el vendaje, aliviaría mi brazo y entonces podría dormir. ¿Puedes hacerlo, Ned?

—No me atrevo a tocarlo. El médico ordenó dejarlo así hasta que llegara por la mañana, y puedo estropearlo si lo intento.

—Pero te digo que está muy apretado. Mi brazo se está hinchando y el dolor es muy intenso. No puede ser bueno dejarlo así. El doctor Scott puso el vendaje muy apresuradamente y lo dejó muy apretado. Es una cuestión de sentido común —dijo Coventry impaciente.

—Llamaré a la señora Morris; ella sabrá mejor lo que podemos hacer.

Y Edward se dirigió hacia la puerta, aparentemente ansioso.

—No la avises a ella, solo armará un escándalo y me atormentará con su charla. Lo soportaré todo lo que pueda, y quizá el doctor Scott nos visite esta noche después de todo. Dijo que vendría si le era posible. Ve a cenar, Ned. Puedo llamar a Neal si necesito algo. O tal vez podré dormir si estoy solo.

Edward obedeció a regañadientes, y su hermano se quedó a solas. Poco descansó, sin embargo, pues el dolor del brazo herido se le hizo insoportable y, tomando una repentina resolución, llamó a su criado.

—Neal, ve al estudio de la señorita Coventry, y si la señorita Muir se encuentra allí, pídele que tenga la amabilidad de venir a verme. Tengo mucho dolor, y ella entiende las heridas mejor que nadie de la casa.

El criado dejó la estancia con una expresión de sorpresa dibujada en el rostro y, unos instantes después, la puerta se abrió suavemente y entró la señorita Muir. Había sido un día muy caluroso, y por primera vez se había quitado su sencillo vestido negro. Vestía enteramente de blanco sin más adorno que su hermoso cabello y, con un ramillete fragante de violetas en su cintura, lucía muy diferente de la criatura dulce y monástica que deambulaba habitualmente por la casa. Su semblante se mostraba tan alterado como su vestido, pues ahora un color suave resplandecía en sus mejillas, sus ojos sonreían tímidamente, y sus labios ya no mostraban la rígida expresión de alguien que reprime sus emociones. Parecía una mujer dulce, amable y encantadora, y Coventry descubrió que la aburrida habitación se iluminaba de repente con su presencia. Dirigiéndose directamente a él, le dijo con sencillez y una mirada alegre y servicial muy reconfortante de contemplar:

—Me alegra que me haya mandado llamar. ¿Qué puedo hacer por usted?

Él le explicó la situación y, antes de que la queja concluyera, ella comenzó a aflojar las vendas con la determinación de alguien que entendía lo que había que hacer y tenía fe en sí mismo.

—¡Ah, qué alivio, esto es un consuelo! —exclamó Coventry, mientras ella aflojaba el último tramo apretado—. Ned temía que me desangrara si alteraba el vendaje. ¿Qué dirá el doctor?

—No lo sé ni me importa. Le diré que es un mal cirujano por apretarlo tanto y no dejar órdenes de aflojarlo si fuera necesario. Ahora arreglaré el vendaje para que sea más cómodo y así podrá dormir, pues lo necesita. ¿Me permite? ¿Puedo?

—Desearía que lo hiciera, si es posible.

Y mientras ella arreglaba hábilmente las vendas, el joven la miraba con curiosidad. Luego le preguntó:

—¿Cómo es que sabe tanto de estas cosas?

—En el hospital donde estuve ingresada cuando estaba enferma, aprendí muchas cosas que me interesaban y, cuando mejoré, solía cantar para los pacientes en ocasiones.

—¿Tiene pensado cantar para mí? —preguntó, en el tono sumiso que los hombres adoptan inconscientemente cuando están enfermos y bajo el cuidado de una mujer.

—Si prefiere que le cante en vez de leerle en voz alta en tono ensoñador… —respondió mientras hacía el último nudo.

—Sí, mucho mejor —dijo decididamente.

—Tiene fiebre. Enjugaré su frente y se sentirá más cómodo.

Se movía por la habitación con tanto sigilo que alegraba la vista y, habiendo diluido unas gotas de colonia en agua, enjugó su cara tan despreocupadamente como si fuera un niño. Su forma de proceder alivió y divirtió a Coventry en igual medida, pues mentalmente la comparó con la robusta matrona adicta a la cerveza que le había cuidado durante su última enfermedad.

«Es una mujer inteligente y amable», pensó, y se sintió muy a gusto, del mismo modo que ella se encontraba muy a gusto cuidándole.

La señorita Muir sentada al lado de la cama de Coventry

—Ya está, ahora ya vuelve a ser usted mismo —dijo ella con una inclinación de cabeza aprobatoria al terminar, peinando los oscuros mechones de su frente con una mano fría y suave. Luego, sentándose en una butaca junto a él, comenzó a cantar mientras enrollaba ordenadamente las vendas limpias que habían quedado para la mañana. Coventry yacía observándola a la tenue luz que resplandecía en la habitación. La joven entonaba, tan primorosamente como un pájaro, una canción de cuna ensoñadora y suave, que calmó al oyente como si de un hechizo se tratara. Al instante, levantando la mirada para ver el efecto de su canto, encontró al joven bien despierto, que la miraba con una curiosa mezcla de placer, interés y admiración.

—Cierre los ojos, señor Coventry —dijo ella, con un reprobador movimiento de cabeza y una extraña sonrisita.

Coventry se echó a reír y obedeció, pero no pudo resistir la tentación de dirigir alguna ocasional mirada furtiva, desde debajo de sus pestañas, a la delgada figura blanca acomodada en el butacón tapizado de terciopelo. Ella lo vio y frunció el ceño.

—Es muy desobediente; ¿por qué no quiere dormir?

—No puedo, prefiero escuchar. Me gustan los ruiseñores.

—Entonces no cantaré más, pero intentaré algo que nunca falla. Permítame su mano, por favor.

Sorprendido, Coventry tendió su mano y, tomándola ella entre las suyas, se sentó tras el dosel de la cama y permaneció tan muda e inmóvil como una estatua. Al principio, Coventry sonrió para sí mismo y se preguntó quién se cansaría primero. Pero pronto un sutil calor pareció brotar de las suaves palmas que encerraban las suyas, su corazón latió más rápido, su respiración se entrecortó y mil fantasías asaltaron su mente. Él, suspirando, se volvió hacia ella, y dijo adormecido:

—Esto me gusta.

Y, mientras hablaba, pareció hundirse en una suave nube que le envolvió en una atmósfera de perfecto reposo. No pudo recordar nada más, pues el sueño, profundo y sin pesadillas, se apoderó de él y, cuando despertó, la luz del día brillaba entre las cortinas, su mano reposaba solitaria sobre la colcha, y su hechicera de cabello rubio había desaparecido.