VIII

SUSPENSE

Durante todo el día siguiente, Jean estuvo sumida en un estado de viva ansiedad; cada hora que pasaba la crisis se hacía más inminente, y cada hora podría suponer su derrota, pues el más ingenioso de los talentos humanos se ve frustrado a menudo por algún incidente imprevisto. Ardía en deseos de asegurarse de que sir John se había marchado, pero ningún criado entró o salió aquel día, y no pudo trazar pretexto alguno para enviarles a recabar información. No se atrevía a ir ella misma por temor a que tan extraordinario gesto levantase sospechas, pues jamás se personaba allí hasta la tarde. Aun cuando se hubiese decidido a aventurarse, no tenía tiempo, pues la señora Coventry sufría uno de sus ataques de nervios, y nadie salvo la señorita Muir podía distraerla; Lucia estaba enferma, y la señorita Muir debía dar instrucciones al respecto; a Bella le había dado por estudiar, y Jean debía ayudarla. Coventry merodeó por la casa a lo largo de varias horas, pero Jean no se atrevió a enviarlo por temor a que llegase a sus oídos algún indicio de la verdad. Él se entregó a sus nuevas ocupaciones al comprobar que Jean no aparecía, y el día transcurrió de manera tediosa. Al fin llegó la noche y, cuando Jean se vistió para la tardía cena, apenas se reconoció ante el espejo, tales eran el color y la luminosidad que la agitación confería a su semblante. Recordando la boda que iba a tener lugar aquella noche, se atavió con un sencillo vestido blanco y añadió un ramillete de rosas blancas tanto en el escote como en su cabello. Solía llevar flores pero, a pesar de su deseo de lucir y aparentar como siempre, las primeras palabras de Bella, mientras se adentraba en el salón, fueron:

—Vaya, Jean, parece una novia; ¡un velo y unos guantes completarían su atuendo!

—Te has olvidado de un detalle insignificante, Bell —dijo Gerald, con una mirada que resplandecía mientras se posaba sobre la señorita Muir.

—¿Y qué es? —preguntó su hermana.

—Un novio.

Bella observó la reacción de Jean ante estas palabras, pero la joven se mostró bastante tranquila mientras esbozaba una de sus espontáneas sonrisas, y simplemente decía:

—No me cabe ninguna duda de que, cuando llegue el momento, habré encontrado ese pequeño detalle. ¿Está la señorita Beaufort demasiado enferma para bajar a cenar?

—Ruega que le excusemos, y ha añadido que creía que usted estaría dispuesta a ocupar su lugar.

Mientras la inocente Bella transmitía este mensaje, Jean miró a Coventry, quien eludió su mirada y pareció incomodarse.

La joven juzgó que un poco de remordimiento le vendría bien y le prepararía para arrepentirse después del duro golpe así que se mostró particularmente alegre durante la cena, aunque Coventry miraba a menudo hacia el asiento vacío de Lucia, como si la echase de menos. Tan pronto abandonaron la mesa, la señorita Muir envió a Bella junto a su madre e, intuyendo que Coventry no se demoraría mucho con su copa de vino, se apresuró hacia la mansión Hall. Un criado holgazaneaba ante la puerta y, con un tono que denotaba su ansiedad a pesar de todos sus esfuerzos por mostrarse sosegada, le preguntó:

—¿Está sir John en casa?

—No, señorita, acaba de marcharse a la ciudad.

—¿Que acaba de marcharse? ¿A qué se refiere? —profirió Jean, olvidando el alivio que había sentido al enterarse de su ausencia ante la sorpresa de su tardía partida.

—Se fue hace media hora en el último tren, señorita.

—Pensaba que se había marchado esta mañana temprano; me dijo que estaría de regreso esta tarde.

—Creo que esa era su intención, pero la compañía de algunas personas le ha retrasado. El administrador se ha acercado hasta aquí por asuntos de negocios, y un buen número de caballeros se ha pasado a saludarle, así que sir John no ha quedado libre de obligaciones hasta el anochecer, cuando ya no consideró oportuno marcharse; estaba exhausto y no se encontraba nada bien.

—¿Cree que estará enfermo? ¿Lo parecía?

Y, mientras Jean hablaba, un estremecimiento de miedo se adueñó de ella ante el temor de que la muerte le robase su trofeo.

—Bueno, como bien sabe, señorita, las prisas en cualquiera de sus formas son perjudiciales para un caballero anciano con tendencia a la apoplejía. Sir John se ha mostrado preocupado durante todo el día, y parecía alterado. Yo quería que le acompañase su ayuda de cámara, pero se ha negado, y se ha marchado en su coche con un aspecto enrojecido y nervioso. Estoy preocupado por él, pues sé que algo malo debe ocurrir para que se haya ido de esa manera.

—¿Cuándo volverá, Ralph?

—Mañana a mediodía, de ser posible; por la noche seguro, pues eso me pidió que le dijera a todo aquel que preguntase.

—¿Dejó alguna nota o mensaje para la señorita Coventry, o cualquier otro miembro de la familia?

—No, señorita, nada.

—Gracias.

Jean volvió sobre sus pasos, no durmió nada durante la noche y se levantó para hacer frente a un renovado suspense.

La mañana se le antojó eterna, pero al fin llegó el mediodía y, bajo el pretexto de ir en busca del frescor que brindaba la gruta. Jean se escabulló hacia una ladera donde la portezuela que daba al parque de la mansión Hall resultaba visible. Durante dos largas horas se mantuvo vigilante, pero no apareció nadie. Emprendía el camino de vuelta cuando un hombre a caballo cruzó a toda prisa la cancela y galopó en dirección a la mansión. Haciendo caso omiso a todo salvo a su incontrolable deseo de obtener información, corrió a su encuentro, convencida de que traía malas noticias. Se trataba de un hombre joven que provenía de la estación y, tan pronto la vio, tiró de las riendas, ofreciendo un aspecto agitado e indeciso.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Jean sin aliento.

—Un terrible accidente en las vías del tren, justo al otro lado de Croydon. Las noticias llegaron por telégrafo hace media hora —respondió el hombre, secándose el sudor de su rostro acalorado.

—¿El tren de mediodía? ¿Iba sir John en él? ¡Rápido, cuéntemelo todo!

—Era ese tren, señorita, pero no sabemos si sir John iba en él o no, pues el jefe de tren ha muerto y todo se halla en tal estado de confusión que no se sabe nada con certeza. Están trabajando para sacar a los muertos y heridos. Nos enteramos de que se esperaba la llegada de sir John e, imaginando que el señor Coventry querría bajar hasta allí, vine para avisarle. Sale un tren dentro de quince minutos. ¿Dónde puedo encontrarle? Me dijeron que estaba en la mansión Hall.

—¡Vamos, apresúrese! Y. si está allí, encuéntrelo. Yo correré hasta la casa y le buscaré. No pierda tiempo. ¡Cabalgue! ¡Cabalgue!

Y, volviéndose, echó a correr tan rápido como una gacela, mientras el hombre se apresuraba por la avenida hacia la mansión.

Coventry estaba allí, y partió de inmediato, dejando consternados tanto a los habitantes de la casa como a los de la mansión. Jean se encerró en su habitación por temor a traicionar la terrible ansiedad que la dominaba, y sufrió inefables agonías conforme avanzaba el día y no llegaban más noticias. Al caer la noche, un grito repentino resonó a lo largo y ancho de la casa, y Jean se apresuró escaleras abajo para conocer la causa. Bella se hallaba de pie en el vestíbulo sujetando una carta, mientras un grupo de angustiados criados revoloteaba a su alrededor.

—¿Qué ocurre? —exigió la señorita Muir, pálida y firme, aunque sintió agonizar su corazón al reconocer la letra de Gerald. Bella le entregó la nota, y contuvo sus sollozos para escuchar una vez más las graves noticias que habían llegado.

Querida Bella,

 

El tío está a salvo: no viajaba en el tren de mediodía. Pero varias personas están seguras de que Ned sí lo hacía. Todavía no hemos encontrado rastro de él, pero muchos cadáveres están en el río, bajo los escombros del puente, y estoy haciendo todo lo que puedo para encontrar al pobre muchacho, si es que está ahí. He escrito a todos los lugares que suele frecuentar en la ciudad y, puesto que nadie le ha visto, confío en que se trate de una información errónea y que se halle a salvo con su regimiento. No le cuentes a madre nada sobre esto hasta que estemos seguros. Te escribo a ti porque Lucia está enferma. La señorita Muir te confortará y cuidará. Esperemos lo mejor, querida.

Aquellos que observaron a la señorita Muir mientras leía estas palabras se asombraron ante las extrañas expresiones que surcaron su rostro, pues la alegría que apareció en él cuando la seguridad de sir John se vio confirmada no se tornó en pena u horror ante el posible destino del pobre Edward. La sonrisa se desvaneció de sus labios, pero su voz no se alteró, y en sus ojos abatidos brillaba una inexplicable mirada de algo que se asemejaba al triunfo. No era de extrañar, pues, si las noticias eran ciertas, el peligro que la amenazaba desaparecía durante un tiempo, y el matrimonio podía consumarse sin tan desesperados apuros. Se le antojó que este suceso triste y repentino era la misteriosa culminación de un deseo secreto y, aunque sorprendida, se sintió más animada que atemorizada, pues el destino parecía favorecer sus planes. Consoló a Bella, asumió el control de la angustiada casa y mantuvo a la señora Coventry alejada de los rumores durante toda aquella terrible noche.

Gerald llegó exhausto a casa al amanecer, y sin noticias del paradero del joven desaparecido. Había telegrafiado al cuartel general del regimiento y recibido una respuesta, manifestando que Edward había partido hacia Londres el día anterior, y que tenía la intención de visitar su casa antes de regresar. La información según la cual había sido visto en la estación de Londres también estaba verificada, pero no se sabía a ciencia cierta si había subido al tren. La búsqueda entre los escombros seguía su curso, y el cuerpo aún podría aparecer.

—¿Llegará sir John a mediodía? —preguntó Jean, mientras los tres tomaban asiento juntos bajo la rosácea quietud del amanecer, intentando conservar la esperanza.

—No; según me ha contado el joven Gower, que acaba de regresar de la ciudad, sir John ha estado enfermo y, en consecuencia, no ha ultimado sus asuntos. Le envié un mensaje avisándole de que esperase hasta la noche, ya que el puente no será transitable hasta entonces. Ahora debo intentar descansar una hora; he trabajado toda la noche y no me quedan fuerzas. Avisadme de inmediato si aparece algún mensajero.

Después de pronunciar estas palabras, Coventry se dirigió a su habitación. Bella fue tras él para atenderle, y Jean vagó por toda la casa y sus terrenos, incapaz de descansar. Ya había transcurrido buena parte de la mañana cuando llegó el mensajero. Con una perversa esperanza todavía acechante en su corazón, Jean acudió para informarse de las noticias que traía.

—¿Ha sido hallado? —preguntó con calma, mientras el hombre dudaba si debía hablar.

—Sí, señora.

—¿Está seguro?

—Lo estoy, señora, aunque algunos no estarán convencidos hasta que el señor Coventry venga a confirmarlo.

—¿Está vivo? —y los pálidos labios de Jean temblaron mientras hacía la pregunta.

—Oh, no, señora, eso resultaba imposible bajo todas esas piedras y el agua. El infortunado caballero está tan empapado, aplastado y fracturado, que nadie sería capaz de reconocerlo de no ser por el uniforme y la mano blanca con el anillo.

Jean tomó asiento muy pálida, y el hombre describió el hallazgo del pobre cadáver destrozado. Coventry apareció cuando ya terminaba y, con una mirada en la que se agitaban el remordimiento, la vergüenza y la pena, el hermano mayor partió en busca del menor para traerlo a casa. Sintiéndose culpable, Jean se escabulló hacia el jardín en su afán por esconder cómo la satisfacción que sentía forcejeaba con la compasión natural de una mujer ante un final tan aciago para una vida joven y valiente.

—¿Por qué malgasto lágrimas o pena fingida cuando debo alegrarme? —murmuró, mientras caminaba de un lado a otro a lo largo de la terraza—. El pobre muchacho ya no sufre, y yo estoy fuera de peligro.

No fue más allá pues, dándose la vuelta mientras hablaba, ¡se halló frente a frente con Edward! Sin marca alguna de peligro sobre su atuendo o persona, más saludable y fuerte que nunca, permanecía allí en pie mirándola; el desprecio y la compasión bregaban en su rostro. Ella se mantuvo inmóvil como convertida en piedra, con los ojos dilatados, el aliento contenido y las mejillas blanquecinas. Él la observó en silencio sin pronunciar palabra hasta que la joven extendió una temblorosa mano, como si quisiera asegurarse por medio del contacto de que era realmente él. Entonces Edward retrocedió y, como si este gesto fuese tan convincente como las palabras, Jean dijo despacio:

—Me dijeron que estaba muerto.

—Y usted se alegró al creerlo. No, ha sido mi camarada, el joven Courtney, quien de manera inconsciente os ha confundido a todos; perdió la vida, como yo la habría perdido de no haber partido hacia Ascot después de despedirme ayer de él.

—¿A Ascot? —repitió Jean dando unos pasos hacia atrás, pues la mirada de Edward estaba posada sobre ella, y su voz sonaba adusta y fría.

—Sí; pero ya conoce ese sitio. Fui allí para realizar algunas averiguaciones relativas a usted, y quedé muy satisfecho. ¿Qué hace todavía aquí?

—Aún no han transcurrido los tres días. Debe atenerse a su promesa. Antes de que caiga la noche me habré marchado; hasta entonces usted guardará silencio, si es que tiene el honor suficiente para mantener su palabra.

—Lo tengo —Edward sacó su reloj y, mientras lo guardaba de nuevo, dijo con gélida precisión—. Ahora dan las dos, el tren parte hacia Londres a las seis y media; un carruaje la esperará en la entrada lateral. Si me permite el consejo, márchese entonces, pues en el preciso instante en que la cena llegue a su fin, hablaré.

Y, tras inclinar la cabeza ante ella, se adentró en la casa, dejando a Jean casi sin aliento y con un buen puñado de emociones encontradas. Durante unos minutos permaneció inmóvil; pero la inherente energía que poseía le impedía abocarse a la desesperación absoluta hasta no agotar la última esperanza que le quedaba. A pesar de lo frágil que era ahora, se aferró a ella con obstinación, resuelta a ganar el juego desafiando a todo. Soliviantada, se dirigió a su habitación, empacó sus escasos enseres de valor, se vistió con cuidado y, entonces, se sentó a esperar. Escuchó un revuelo de alegría en la planta inferior, vio a Coventry regresar apresuradamente y, por boca de una criada charlatana, averiguó que el cuerpo era en verdad el del joven Courtney. Siendo su uniforme igual al de Edward, y el anillo que lucía un regalo del propio muchacho, los hombres habían conjeturado que el cadáver desfigurado pertenecía al más joven de los Coventry. Nadie, a excepción de la criada, fue a verla; la voz de Bella la llamó en una ocasión, pero alguien la refrenó y la llamada no volvió a repetirse. A las cinco le entregaron un sobre con su nombre escrito a mano por Edward, conteniendo un cheque por el valor de más de un año de salario. Ni una sola palabra acompañaba el obsequio, aunque su generosidad la conmovió, pues en Jean Muir todavía perduraban las reliquias de una naturaleza que en alguna ocasión fue honesta y, a pesar de su falsedad, todavía era capaz de admirar la nobleza y de respetar la virtud. Una lágrima de genuina vergüenza cayó sobre el papel, y sintió su corazón anegarse de verdadera gratitud mientras pensaba que, aun cuando todo lo demás fracasase, no sería arrojada sin un penique hacia un mundo que no sentía compasión por la miseria.

Cuando daban las seis en el reloj, Jean escuchó el sonido de un carruaje que se aproximaba y bajó a su encuentro. Un criado colocó su baúl, dio la orden «A la estación. James», y la joven se alejó sin cruzarse con nadie, hablar con nadie ni, en apariencia, ser vista por nadie. Le sobrevino una sensación de completo agotamiento, y deseó poder recostarse y olvidar. Pero aún quedaba una última oportunidad y, hasta que fallase, no se daría por vencida. Despidiendo el carruaje, tomó asiento para vigilar el tren de las seis y cuarto procedente de Londres, pues sir John viajaría en su interior siempre y cuando regresase aquella noche. Le obsesionaba el temor de que Edward se hubiese reunido con él y se lo hubiese contado todo. El primer vistazo al rostro franco de sir John delataría la verdad. Si lo sabía todo, ya no habría lugar para la esperanza, y proseguiría sola su camino. Si no sabía nada, aún habría tiempo para la boda y, una vez convertida en su esposa, estaría a salvo, porque en honor a su buen nombre él la encubriría y protegería.

Corrió hacia el tren, sir John se apeó, y el corazón de Jean agonizó en su interior. Ofrecía un aspecto serio, pálido y deteriorado, y se apoyaba pesadamente sobre el brazo de un corpulento caballero vestido de negro. «El reverendo Fairfax… ¿por qué ha venido, si ya se ha desvelado el secreto?», pensó Jean, avanzando lentamente al encuentro de ambos y temiendo leer su destino en el rostro de sir John. Él la vio, dejó caer el brazo de su amigo, y aceleró sus pasos con el ardor de un hombre joven y el rostro rebosante de alegría, exclamando con voz, dichosa mientras aferraba la mano de la muchacha:

—¡Pequeña mía! ¿Creía que no llegaría nunca?

Jean fue incapaz de responder, la emoción era demasiado intensa, pero se aferró a él a pesar de la hora o el lugar, y sintió que su última esperanza no había fracasado. El señor Fairfax se mostró a la altura de las circunstancias. Sin hacer pregunta alguna, apresuró a sir John y a Jean hacia el interior del carruaje y subió tras ellos con una disculpa anodina. Jean pronto volvió a ser ella misma, y, tras confesar al anciano sus miedos con motivo de su retraso, le escuchó con impaciencia mientras él relataba los diversos contratiempos que le habían retenido.

—¿Ha visto a Edward? —fue su primera pregunta.

—Todavía no, pero sé que ha llegado, y me he enterado de cómo se ha salvado de milagro. Yo tendría que haber viajado en ese tren de no haberme visto retrasado por la indisposición que en aquel momento maldije, y que ahora bendigo. ¿Está preparada, Jean? ¿Se arrepiente de su decisión, querida?

—¡No, no! Estoy preparada, y me siento de lo más dichosa por convertirme en su esposa, querido y generoso sir John —exclamó Jean con un alegre entusiasmo que conmovió el corazón del anciano y cautivó al reverendo señor Fairfax, quien ocultaba el espíritu romántico de un muchacho bajo sus vestiduras clericales.

Llegaron a la mansión Hall. Sir John dio orden de no recibir a nadie y, tras una cena rápida, mandó llamar a su anciana ama de llaves y a su mayordomo, a quienes confesó su propósito y que su deseo era que actuasen como testigos de su boda. La obediencia había sido la ley que había regido sus vidas y, a sus ojos, el señor era incapaz de cometer un error, así que representaron sus papeles de buena gana, pues en la mansión Hall se tenía a Jean en mucha estima. Tan pálida como su vestido, pero sosegada y segura, se mantuvo al lado de sir John, murmurando sus votos en un tono claro y asumiendo las promesas de una esposa con algo que excedía la habitual docilidad de una novia. Cuando el anillo descansaba en su dedo con todas las de la ley, una sonrisa resplandeció en su rostro. Cuando sir John la besó y la llamó «su pequeña esposa», derramó una o dos lágrimas de felicidad sincera: y cuando el señor Fairfax se dirigió a ella como «señora», se echó a reír con esa risa melodiosa tan suya, y alzó la mirada hacia un retrato de Gerald con los ojos rebosantes de júbilo. Al tiempo que los criados abandonaban la estancia, llegó un mensaje de la señora Coventry rogando a sir John que acudiese a visitarla de inmediato.

—¡No irás a marcharte y dejarme abandonada tan pronto! —rogó Jean, conociendo de sobra el motivo por el que reclamaban su presencia.

—Querida, debo hacerlo.

Y, a pesar de su ternura, la disposición de sir John eran demasiado categórica como para oponerse a ella.

—Entonces te acompañaré —afirmó Jean, resuelta a que ningún poder terrenal les separase.