SIETE

Micah se recostó en la cama mientras yo todavía estaba luchando por quitarme la ropa. Al verle desnudo contra las almohadas y el dorado y blanco de la colcha me hizo detenerme y mirarle. Y, no, no sólo miré a su ingle. ¿Cómo podría mirar a una única cosa, cuando todo él estaba acostado allí?

No parecía tan musculoso con ropa. Había que verlo al menos en su mayoría desnudo para apreciar la fina obra de músculos en sus brazos, pecho, estómago y piernas. Vestido, parecía delicado, sobre todo para un hombre. Desnudo, se mostraba muy fuerte y de alguna manera más… algo más que la ropa le robaba. Su bronceado contra la colcha era como la flor de la noche y nata, por lo que su cuerpo destacaba como si se hubiera establecido allí. Sus hombros eran anchos, su cintura y caderas estrechas. Todo formado como un nadador, pero era su forma natural, no que cualquier deporte en particular hubiera hecho.

Me perdí en el derrame de su pelo alrededor de su cara, lo había dejado suelto, y no le dije que lo atara. A veces, no era bueno tener todo ese pelo volando suelto. Podría ponerse en el medio.

Dejé que mi mirada se quedara por último lugar en su hinchazón, tan duro, tan largo. El tiempo suficiente para que pudiera tocar su ombligo sin utilizar las manos. Lo suficientemente grueso que no conseguía abarcar con el dedo y el pulgar por completo su contorno cuando estaba en su mayor apogeo. Volví la cara y me encontré con sus ojos, la delicada curva de su rostro.

—Eres tan hermoso —dije.

Sonrió.

—¿No debería ser mía ésa línea?

Tiré del cinturón de la liga.

—¿Quieres que deje esto y las medias puestos, o que los quite?

—¿Puedes quitarte la ropa interior sin quitar la liga? —preguntó.

Puse mi pulgar bajo el borde de las bragas de encaje y la deslicé hacia abajo. Jean-Claude me había roto las bragas desde dentro cuando las llevaba. Decía que sólo eran para mirarlas. En serio, me ponía las bragas de último, por lo que podía sacarlas primero. No dije eso en voz alta, porque no estaba segura de que Micah en realidad quisiera que le recordaran en este momento que estaba teniendo relaciones sexuales con otros hombres. Compartía bien y no parecía importarle, pero hablar de otro amante, en medio del sexo me parecía de mal gusto.

Me quedé allí de pie un momento sin otra cosa que el cinturón de la liga, las medias y los tacones. Me quedé allí hasta que sus ojos se llenaron de esa oscuridad de la que se llenan los ojos de los hombres en el momento en que se dan cuenta de que no vas a decir no. Había algo de posesión en esa mirada, algo que decía eres mía. No puedo explicarlo, pero he visto suficiente para saber que todos los hombres lo hacen, al menos la mayor parte del tiempo. ¿Tienen las mujeres una mirada que sea similar? Tal vez. ¿Yo? Sin un espejo nunca lo sabré.

Se arrastró sobre la cama y me dijo:

—Ven aquí. —Su mano se estableció alrededor de mi muñeca, me empujó contra la cama, pero tenía que subir a ella, así que tuve que dejarle que me ayudara a subir.

Me guio hasta que nos arrastramos a la cabecera de la cama. Me acomodó encima de todas las almohadas. Muchas almohadas, y me apoyé contra ellas. Estaba casi sentada. Casi. Esperaba que Micah se acostase conmigo, pero no lo hizo.

Se arrodilló y dijo:

—Dobla las rodillas.

No estaba muy segura de lo que tenía en mente, pero doblé mis rodillas firmemente, recogiendo mis piernas, tacones y todo, contra la parte frontal de mi cuerpo. Me sentía muy incómoda, pero dejó una sonrisa en su rostro, que valía la pena. La sonrisa decía que había hecho exactamente lo que él quería que hiciera. Puso sus manos sobre la parte superior de las medias y las deslizó por ese largo y sedoso trayecto hasta que se enroscaron en los tobillos. Abrió mis piernas con las manos sobre los tobillos, completamente. Puso mis pies con los zapatos de tacón a cada lado, las rodillas dobladas. Al parecer, mis piernas no estaban lo suficientemente abiertas, porque las extendió un poco más.

Se inclinó hacia atrás en sus rodillas y solo me miró.

—Guau —dijo, y su voz salió en un ronco gruñido. Una palabra inocente, pronunciada en un tono que la hizo cualquier cosa menos inocente—. Dios mío, menuda vista. —Y su voz seguía siendo demasiado baja, un gruñido bajo, como si se hubiera hecho daño al hablar. Recorrió con las manos mis muslos hasta las medias y luego las trazó con la punta de los dedos hasta mis muslos desnudos. Deslizó sus manos hacia las nalgas, acunando mi culo. Se acostó con las manos ahuecadas todavía debajo mi cuerpo. Se incorporó sobre sus codos y miró a través la longitud de mi cuerpo hacia mí.

Mi voz era entrecortada.

—¿Es por eso que no te quitaste la trenza?

—Sí, —susurró, y empezó a mover la cara hacia abajo, hacia mí, de la manera en que te moverías lentamente para un beso. Dudó—. El ángulo no es del todo correcto. —Me levantó, como si pudiera sostenerme para siempre en sus manos como una ofrenda a sí mismo. Mis pies se salieron de la cama con su elevación. Me quedé con la opción de sujetar mis propias piernas con mis manos o poner mis pies alrededor de Micah. Si no estuviera usando tacones altos no me hubiera preocupado por eso, pero los tacones no estaban hechos para apuñalar la espalda de alguien. Nathaniel podría haberlo disfrutado, pero Micah no.

Lamió entre las piernas y la sensación robó mis pensamientos, mis palabras y mis buenas intenciones. Puse mis piernas alrededor de su cuerpo. Los zapatos terminaron descansando sobre su espalda baja, las punteras sobre el oleaje de sus nalgas, la punta de los tacones haciendo presión en su espalda.

Esperé a que protestara, pero no lo hizo. Deslizó su cara entre mis muslos, sumergiendo su boca dentro de mí, contra mí, sobre mí. Me besó entre las piernas como si fuera mi boca. Explorando con los labios, lengua y, ligeramente, con los dientes. Me besó como si pudiera corresponderle al beso y la sensación me hizo mover las caderas contra él, para que se convirtiera en un beso. Un beso de su boca entre mis piernas, mis caderas acudiendo hacia su boca, mis muslos presionando contra su cara, mis tacones hundiéndose en su espalda.

Sentí un espasmo pasar por su cuerpo, los temblores subieron desde su espalda, hombros, a sus manos, haciendo que los dedos se apretaran alrededor de mis nalgas.

Se levantó para hablar con la boca brillante. Su voz era entrecortada, tensa.

—No puedo decidir si los tacones se sienten increíbles, o duelen. ¿Puedes quitártelos?

Deslicé un zapato sobre la colcha y usé el pie para quitar el otro zapato. Puse los pies en su espalda, sintiendo la calidez aumentando a través de las medias.

—Todo lo que tenías que hacer era preguntar. —Mi voz estaba sin aliento y más baja de lo normal. Se llamaba voz de habitación por una razón.

Me sonrió y descendió la cara lentamente hacia abajo. Mantuvo su mirada en mi cara mientras se deslizó entre mis muslos. Esos ojos verdes-amarillentos me miraron fijamente cuando lamió entre mis piernas, por lo que me dio la ilusión que su rostro terminaba con el verde y dorado de sus ojos.

—Dios, Micah, me encantan tus ojos así.

Él gruñó, y el sonido vibró a través de mi piel. Me hizo gritar, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados. El rugido se volvió un ronroneo cuando tiró de la parte más íntima de mí más profunda en su boca. Ese gruñido ronroneante cantó a través de mi piel, vibrando, aumentando. Tiró tanto de mí dentro de su boca y succionó tan fuerte y rápido como pudo.

Ese intenso y delicioso calor, comenzó a crecer entre mis piernas. Micah tiraba de esa calidez, el peso del placer con su boca, tirando hacia dentro y hacia fuera, cada vez más, aumentando con cada movimiento de sus labios, cada caricia de su lengua, hasta que con un último tirón de su lengua él me trajo. Ese peso ardió sobre mí en una cálida oleada de placer que latía a través de mí, sobre mí, una y otra vez tanto como Micah había succionado, el placer nunca pararía. Me quedé sin aliento, los ojos se agitaban cerrados, sin huesos, impotentes. Estaba destrozada, arruinada, ahogándome en el placer. Sentí la cama moverse, sentí a Micah sobre mí. Traté de abrir los ojos, pero lo mejor que podía hacer era agitarlos lo suficiente como para ver luz y sombras.

—Anita —dijo, con una voz suave—, ¿estás bien? —Traté de decir que sí, pero no salió ningún sonido. Podía pensar, pero eso era lo único que hacía.

—Anita, di algo. Parpadea si puedes oírme.

Me las arreglé para parpadear, pero incluso cuando mis ojos se agitaron abiertos, todavía no podía enfocarlos. El mundo era de colores borrosos. Podía levantar un pulgar para hacerle saber que estaba bien, porque hablar era todavía demasiado difícil.

Se inclinó tan cerca que pude ver su rostro claramente.

—Ahora te voy a follar —dijo.

Me las arreglé para susurrar:

—Sí, por favor, sí.