3.
Entrar en el ordenador de Pablo corría el riesgo de convertirse en una rutina. ¿Había encontrado algo que verdaderamente justificase el hacerlo? Anotaciones curiosas, pero que no afectaban a Maica más que muy indirectamente, que apenas si guardaban relación con ella. Cosas que, si le decían algo, era debido a la familiaridad creada por los años de convivencia.
Así, la aparición en el archivo de un nuevo núcleo argumental de novela designado con el número 38, sin que figurase previamente el número 37. Una aparente anomalía a la que no había que buscar otra explicación que el personal valor simbólico que para Pablo pudiera tener cada número.
En la papelera, el último escrito introducido parecía corresponder al borrador de alguna encuesta que le hubieran hecho. En su respuesta, Pablo establecía un paralelo entre los bajos índices de lectura y los elevadísimos índices de audiencia televisiva, hecho que hacía que ni la novela de mayor éxito pudiera competir con la telenovela más imbécil. Maica supuso que aquel escrito era la respuesta a alguna pregunta concreta porque nunca le había oído expresar sus preocupaciones en este sentido. O, si las tenía, nunca las había comentado.
La cuestión despertó su interés, y es probable que, por debajo de los niveles de la conciencia, siguiera dándole vueltas el resto de la mañana y durante la comida. Bea estaba en Madrid y Maica la había invitado a almorzar con Máximo y con ella en el restaurante de la hermana de Beti.
Maica se sentía llena de vitalidad, y tal vez el buen humor contribuyó a que la comida le resultara tan agradable. Bea parecía un poco cohibida al principio, ahora que por fin conocía a Máximo. Sin duda tenía muy presentes los comentarios que había hecho a Maica acerca de Máximo en vísperas del viaje a Buenos Aires, y seguramente imaginaba que Maica se los había repetido y que Máximo estaba al tanto de todo aunque no se diera por enterado. Pero, aunque silenciosa al principio, no tardó en expresarse con absoluta normalidad.
A los postres se les unieron Beti y Botella, que estaban comiendo en otra mesa. Hubo un acuerdo previo general en ni mencionar nada relacionado con las artes plásticas. Fue entonces cuando, hablando de la influencia de
la tele, Maica puso como ejemplo el auge de las telenovelas. Era consciente de que estaba sacando a colación un tema que preocupaba a Pablo, y se creyó obligada a decirlo.
—Que escriba directamente telenovelas —dijo Bea.
—Tampoco veo que lo que escribe sea tan diferente —dijo Beti.
—Parece que empezó escribiendo otro tipo de novelas y que no encontraba editor —dijo Maica.
—Es que hay editores inteligentes.
—Y muchos otros novelistas no tienen ese problema.
—No se trata sólo de que la gente lea menos —dijo Máximo—. También pasa que la novela empieza a ser un instrumento inadecuado para expresar el mundo actual. Hoy, los chicos se relacionan más con la tele que con otra gente, como padres y profesores. Y con los amigos, hablan de las cosas que dan en la tele. Un tipo de relación que la novela no acierta a reflejar.
—Y si no se ven reflejados, pierden todo interés.
—Hay también un problema de concentración: cuanto menos se lee peor se lee.
—Les cuesta menos creerse lo que les entra por los ojos.
—No estés tan segura. La arquitectura les entra por los ojos y no se la creen. O les da igual, que es lo mismo.
—Hemos dicho que no hablaríamos de arte.
—No hablamos de arte, hablamos de comportamientos.
—La lástima es que, bien utilizada, la tele podría ser un inmejorable instrumento educativo.
—Eso es imposible.
¿Por qué?
—Lo popular es lo otro.
—El ordenador lo arreglará todo, ya veréis. Obliga a utilizar las palabras, que es como decir que obliga a pensar.
—También se pueden pensar tonterías.
—Pablo dice que no sabría escribir sin ordenador.
—Oye, ¿pero a qué viene tanto Pablo? Que si Pablo esto, que si Pablo aquello. ¿Qué te ha dado?
Bea tenía razón, pensó Maica de regreso al estudio. Posiblemente había mencionado a Pablo porque estaba deseando volver a entrar en su ordenador, y la hora propicia se estaba terminando. Cuando llegara, serían casi las cinco, y Pablo podía haber acabado la siesta. Le hubiera gustado entrar aunque sólo fuera un momento, y releer el texto con el que se había tropezado aquella mañana. Creía recordar que, hacia el final, decía que lo que tradicionalmente se entendía por caracteres habían pasado de las grandes novelas a las telenovelas, sólo que convertidos en parodias de sí mismos. Y que a él, personalmente, le gustaría rescatarlos para el arte mayor. Maica no estaba segura del alcance de la frase; había algo en ella, por debajo del enunciado, que la inquietaba.
Pero Bea no sabía nada de todo eso, se dijo al encontrarse de nuevo en el estudio, y seguramente no había comprendido sus referencias a Pablo durante el almuerzo. ¿Pensaría tal vez que andaba dividida entre él y Máximo? Si mencionaba tanto a Pablo era porque constantemente pensaba en Máximo, y eso no resultaba fácil de explicar.
A veces le costaba creer que pudiera estar viviendo tan tranquilamente con Máximo, sin ninguna clase de traba, sin que nadie pudiera impedirlo. Y, por otro lado, tenía la impresión de que ella y Máximo llevaban viviendo juntos desde siempre. ¿Cómo era posible que hubieran tardado tanto tiempo en encontrarse? Aunque, de haberse encontrado antes, él no se hubiera fijado en ella, metido como andaba en alguna historia de amor. ¿Y ella? ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado antes en Máximo, cuando lo que sobraban eran ocasiones para haberse conocido? La verdad era que se habían encontrado en un punto único, irrepetible, de sus vidas, fuera casualidad o predestinación. Le aterraba la simple idea de que esa difícil coincidencia no hubiera llegado a producirse. ¿Seguiría aún, llevada por una inexplicable inercia, viviendo con Pablo de no haber conocido a Máximo? Lo que a estas alturas le parecía inverosímil era haber podido aguantar tantos años junto a Pablo.
Y sin embargo, Pablo y Máximo tenían algo en común: la afinidad propia de lo diametralmente opuesto. La coincidencia de los contrarios. La similitud de las inversiones simétricas. El mundo, el arte, las libertades, el conocimiento, el sexo: les preocupaban las mismas cosas, pero ante cada una de ellas, la actitud de uno era casi siempre la negación de la del otro. Como el día y la noche.
En una sola cosa parecían coincidir ambos respecto a ella, sin que ni Máximo ni, por supuesto, Pablo lo supieran: la relativa incapacidad que veían en Maica de discernir lo principal de lo accesorio, la dificultad que le atribuían a la hora de establecer un orden de prioridades o prelaciones. Comprendía lo que querían decir, y a lo mejor tenían razón. Pero también cabía en lo posible que se equivocaran los dos. En lo esencial, estaba segura del principio que regía su sistema de prelaciones: Máximo. A partir de ahí, pero en función de él, venía todo lo demás.
Se enderezó en el asiento. Tenía ganas de besarle. Ahora mismo. Y de abrazarle y de que él la abrazara. También ahora mismo. Y de chuparle y comerle, y de que la comiera. Y de que la follara. Por los dos lados a la vez, ella de cuatro patas, con el culo para fuera, y él detrás, de pie junto a la cama. Quisiera hacer todo eso y lo que se les fuera ocurriendo. Lo antes posible.
Y, de momento, decírselo, mandarle un fax. Lo necesitaba. Tomó una hoja y empezó a escribir: a estas horas seguro que él estaba en el estudio.