1.

—Pilar —dijo Maica—, si telefonea alguien, le dice que estoy reunida conmigo misma.

Necesitaba reflexionar, ser capaz de asimilar la situación en todos sus extremos si no quería que aquella sensación de estar siendo arrollada escapara a su control hasta convertirse, pura y simplemente, en pánico. La realidad, escuetamente enunciada, era que unos detectives se habían colado allí, en su estudio, y se habían puesto morados fotografiándoles a ella y a Máximo mientras hacían el amor en el hitón, probablemente el pasado sábado. Eso quería decir que tenían copia de las llaves y que presumiblemente conocían ya el sitio, que habían estado más veces curioseando todo, escuchando y tal vez grabando las conversaciones. También quería decir que, tal y como ella había intuido incluso antes del viaje a Barcelona, estaban siendo estrechamente vigilados desde hacía ya tiempo.

Las medidas que había que tomar eran obvias: fundamentalmente, cambiar las cerraduras tanto del estudio como de la casa, aunque, si habían entrado precisamente en el estudio, era porque Pablo les había proporcionado una copia de la llave. Y estar al tanto de si eran seguidos, aunque, a estas alturas, carecía ya de importancia y lo más probable era que ni siquiera les vigilaran. ¿Para qué? Asegurarse, eso sí, de que no tenían intervenido ni el teléfono ni la correspondencia. Y de que no quedaba algún micrófono que permitiera escuchar sus conversaciones. Medidas, todas ellas, de un carácter defensivo de lo más elemental.

Maica, en cambio, tras irse con sus cosas más personales, se había limitado a poner el caso en manos de sus abogados confiando en que ellos resolvieran cuantos problemas fueran surgiendo. Y estaba claro que semejante planteamiento no era realista, que había multitud de aspectos, por lo general mucho más apremiantes, que escapaban a la rutina de una demanda de divorcio. Los pocos pasos que había dado en este sentido, las escasas iniciativas tomadas al margen de los abogados, habían sido un fracaso. No había conseguido ni que Manoli le trajera sus cuadernos de cuando era estudiante. Y hasta sus intentos de aproximación a Lola, cuyo éxito había dado por descontado, encontraron una respuesta de lo más cautelosa, como si Lola fuese algo reacia a darle su apoyo.

En cuanto a Máximo, la reacia a buscar un mayor apoyo era ella. No quería agobiarle. Ni que creyera que Maica padecía manía persecutoria. O que, sencillamente, pudiera pensar que se había metido en un buen lío. Si se encontraban en un lío, la culpa era de ella, no de Máximo, y era ella quien tenía que resolverlo.

Los recursos utilizados por Pablo, además, a ella no le servían de nada. Someterle a vigilancia, hacerle seguir, grabarle conversaciones, ¿de qué le servía a ella? Le tenía sin cuidado lo que él hiciera o dejara de hacer. Lo único de él que a ella le interesaba era saber lo que pensaba, lo que planeaba, y eso no había agencia de detectives capaz de averiguarlo.

Recordó, de pronto, lo furioso que Pablo se puso una vez en que ella utilizó su ordenador, convencido de que había estado hurgando en el archivo, leyendo sus cosas, y tuvo la intuición de que estaba a punto de dar en el blanco. Exactamente: el ordenador. Ella no tenía el menor interés en curiosear en sus novelas, contrariamente a lo que Pablo podía pensar. Pero Pablo no utilizaba el ordenador tan sólo para escribir novelas: Pablo utilizaba el ordenador para todo. Podía decirse que pensaba a través del ordenador, que clarificaba sus pensamientos al formularlos en la pantalla, al releerlos, al archivarlos. Entrar en su ordenador era como entrar en su cerebro. Sintió una súbita necesidad de levantarse, de moverse. Pero se tendió en el fotón y meditó unos minutos mirando el techo. Luego volvió a la mesa y tomó el teléfono.

—Pilar, ponme con Ramos Puerto, el informático.

Mientras aguardaba, pensó lo que le iba a preguntar y en las explicaciones que podía darle. Convenía que fueran lo más próximas posible a la situación real, si no quería levantar sospechas.

—¿Pepe? Mire, unas cuantas preguntas. Como usted sabe, tengo un ordenador aquí, en el estudio, que es el que le compré a usted, y otro en casa, un pelín más antiguo pero casi idéntico. Lo que me interesa saber es si, desde aquí, puedo moverme por el de casa igual que si estuviera allí.

—Claro que puede. Siempre que el de su casa esté conectado y que usted utilice la clave de entrada.

—¿No puedo crear interferencia?

—¿Qué quiere decir?

—Hombre, si alguien va a utilizar el otro y de repente se da cuenta de que hay movimiento.

—¿No quiere que se enteren?

—El problema es que puede estar siendo utilizado por otras personas. La pregunta es: ¿se crean entonces interferencias?

—Vamos a ver, tú entras por el teléfono, como un fax. Y si entretanto llaman otros, se encontrarán con la línea ocupada, eso sí. De modo que lo mejor es que, antes de entrar, avises.

—No hablo de otros que quieran entrar, sino de la gente que pueda estar utilizando el de allí.

—Es que es lo mismo: se dará cuenta de que la línea está ocupada. Como con un fax.

—¿Y si entro a otra hora? Quiero decir, a una hora en que ya sé seguro que está libre.

—Entonces no hay problema.

—¿Se dejan señales?

—¿Temes que tu marido te la esté pegando vía internet?

—Creo que no me importaría, pero no es eso. Lo que pasa es que no quiero que piense que me entrometo en sus asuntos.

—Repartíos el uso. Tú a tal hora y él a tal otra.

Maica colgó distraída. ¿Le había dado siquiera las gracias al informático? Se había sentado ante el ordenador casi sin darse cuenta. Lo de las horas era esencial. Pablo dejaba siempre conectado el ordenador, pero la mejor hora para entrar era por la mañana, mientras él dormía, y a la hora de comer, cuando llegaban los primeros faxes de América. Ahora, por ejemplo, diez y diecinueve de la mañana. La clave era Bárbara, el nombre de una santa correspondiente al día en que él había nacido.

Experimentó un súbito sobresalto: tenía ante sí el archivo de Pablo y, por un momento, había tenido la impresión de que era ante la pantalla de su ordenador donde se hallaba sentada, que era en su cuarto de trabajo donde se encontraba, y que Pablo podía aparecer a su espalda en cualquier momento.

La ilusión podía haber sido forzada por la aparición ante sus narices de Calendario Perpetuo, una obra de carácter más o menos autobiográfico desarrollada conforme al patrón del año litúrgico. Es decir: agrupando los hechos de acuerdo con una estructura circular cíclica en la que el santoral diario se superponía a los tiempos litúrgicos y a las estaciones, con independencia de los años que pudieran separar a un acontecimiento reseñado de otro, infancia, madurez y adolescencia entremezcladas, experiencias agrupadas y yuxtapuestas. Una obra en la que trabajaba desde hacía años, de la que apenas hablaba, pero en la que, obviamente, pareció haber puesto todas sus esperanzas. «El tiempo es ilusorio —recordó que le había dicho al principio de conocerse, cuando aún hablaban de estas cosas—. Es como la aguja del reloj que gira una y otra vez sobre las doce horas. Y las doce horas son como los doce meses, pautas ilusorias. La realidad es lo que yace bajo esas pautas, inmutable».

Maica revisó los títulos que figuraban en el archivo, la mayor parte de ellos en clave numérica: correspondían a ideas sobre futuras novelas, a notas, apuntes, fragmentos. Una vez escritas, el número desaparecía en favor del título de la obra, pero no volvía a ser utilizado. De ahí que la mayor parte de los números —excepción hecha de alguno anterior, que por cualquier razón aún no había retomado— empezaban por 3. Siempre había dicho que quería escribir por lo menos tantas novelas como sinfonías había compuesto Mozart.

Echó un vistazo muy somero a la papelera y el maletín: no andaba sobrada de tiempo. Empezaba a ser arriesgado continuar, ya que Pablo podía despertar algo antes, pese a los somníferos. Buscó con prisas, casi al azar. Le llamó la atención una breve referencia a Manoli: «La opinión de la calle». ¿Qué quería decir eso? Alguna frase suya que le había hecho gracia, probablemente.

También bajo el epígrafe de El Vals Brillante, una corta disquisición sobre George Sand y Chopin. Pero no dejaba de ser una coincidencia que El Vals Brillante fuese el título de una escultura de Corberó.

Todo aquello tenía un valor muy relativo, pero tenía que volver otro día, con más tiempo por delante. El procedimiento funcionaba y estaba claro que, sobre todo en la papelera, había anotaciones que, si no otra cosa, le ayudarían a entender mejor a Pablo. Antes de interrumpir la exploración, volvió a Calendario Perpetuo y leyó las últimas anotaciones tomadas:

«Vuelve Sagitario. Y con la proximidad del signo, tu cumpleaños. Y con el aniversario, las preguntas de siempre: ¿son de naturaleza distinta la envidia y los celos?

»El agravio de la vida. La estafa de la que uno es víctima. ¿Qué ha de ser de un niño que se sabe predestinado a conseguirlo todo si se lo roban todo, a hacerse con cuanto de bueno hay en el mundo si se lo dan a otro? Una cosa tras otra. Todo.

»Un niño que pasó todas las pruebas, que pudo con todo. Con la madre que lo adoraba y a la que hizo sufrir cuanto pudo para que no dejara de hacerlo. Con un padre que le detestaba y al que él admiraba, logrando al fin acallarlo y hasta humillarlo por el procedimiento de llegar más lejos, más arriba; de lograr más fama y más fortuna de la que él nunca soñó en lograr.

»Y los demás. Otros más fuertes. O más brillantes. O con más éxito con las chicas. Pero él sabía que a la larga iba a poder con todos; que, uno por uno, quedarían todos a su espalda. ¿En qué campo no tuvo éxito?

»Ese niño había olvidado una sola cosa: la traición. Las mujeres se le revelaron versátiles y los hombres, esquinados. Y todo se le escatimaba. Una confabulación, se diría, para impedir que su dicha fuera completa. Cuando él hace su entrada, todos aplauden a otro. Y ese otro le suplanta.

»¿Por qué se le niega? ¿Por qué se le abandona? ¿Por qué se le olvida y relega? ¿A tanto llega la envidia ajena? ¿O los celos? ¿Qué estrella adversa regirá su destino?»