3.
El regreso de Maica había incidido muy desfavorablemente en el trabajo de Pablo. Desde que ella respondió con el «muy bien» de rutina a la pregunta de cómo le había ido por Buenos Aires, Pablo se sintió incapaz de trabajar, tanto en Calendario Perpetuo corno en sus anotaciones relativas a futuras novelas: era como si de pronto, cuanto material se hallaba almacenado en el ordenador le resultase irrelevante, ajeno.
Al término del almuerzo, tras hacer balance de los escasos comentarios que había logrado sacarle, Pablo llegó a dos conclusiones. Por un lado, la impresión de que algo había pasado, de que Maica se comportaba de un modo aún más distante que antes del viaje. Por otro, que ese algo guardaba relación con un nombre que Maica había mencionado por dos veces: Máximo Gómez Hugarte. Más que en esa doble mención, hecha corno de pasada, de forma casual en ambos casos, entre las de otros nombres de gente que había conocido, las sospechas de Pablo se basaban pura y simplemente en un golpe de intuición, en la señal de alerta que le recorrió a flor de piel al oír a Maica pronunciarlo, cada una de las dos veces.
En su juventud, durante el franquismo, Gómez Hugarte y él habían coincidido en algún que otro acontecimiento cultural que era, en realidad, un acto de oposición al Régimen. Por aquel entonces Gómez Hugarte ya era una figura conocida en los medios intelectuales, y Pablo le admiraba tanto por su arquitectura y sus escritos teóricos, en la linde del pensamiento filosófico, como por la independencia de su actitud moral y política, expuesta con ironía, casi con descaro. Pero, años más tarde, cuando Pablo era un escritor más que conocido, al ser presentados en un cóctel, Gómez Hugarte se comportó, no ya como si no se hubieran visto en la vida, sino como si no supiera a ciencia cierta quién era Pablo Pérez Montalbo. Una reacción desconcertante que, bajo una apariencia de puro despiste, escondía matices difíciles de interpretar: no ya el habitual desdén que algunos manifiestan hacia los escritores de éxito, como si el éxito los convirtiera en escritores de segunda. No: en este caso su comportamiento fue más bien el de quien incluso finge ignorar que está hablando con un escritor de éxito. Poco menos que negarle el derecho a existir.
Lo raro era que Maica no le hubiera conocido antes. Si es que no se conocían. ¿Y si resultaba que ya se conocían? ¿Y si habían planeado el viaje juntos? Aunque, de haber sido así, Maica jamás hubiera cometido el error de pronunciar su nombre nada más llegar.
—¿Te molestó que te dieran recuerdos para mí?
—¿Quién?
—Una periodista, ¿no?
—¿Por qué habría de molestarme?
—Por principio, supongo. Como vas por el mundo de soltera.
—¿Y cómo se va por el mundo de casado?
—Joder, ya me entiendes. De mujer libre. Con luz verde.
—Eso sí que me sorprende. No tengo vocación de taxi.
—Pues no das esa impresión. La impresión que transmites es precisamente la de andar buscando pasaje.
Maica no contestó. Terminó su café, desapareció durante unos minutos y la puerta del piso sonó al cerrarse sin que se hubiera asomado ni a decir adiós.
Pablo registró el armarito de los cosméticos: el tubito de Vaseline Care seguía sin aparecer. Lo encontró al revisar el ropero, en un bolsillo interno de la maleta que Maica se había llevado a Buenos Aires: los costados del tubo presentaban señales inequívocas de haber sido levemente presionados a fin de utilizar una pizca de vaselina. Lo dejó donde estaba.
Al día siguiente no necesitó comprobar si seguía allí, ya que se encontró con que lo tenía ante sus narices no bien abrió el armario de los cosméticos. Había vuelto a ser usado, ya que el pequeño tapón se hallaba mal enroscado y algo pringoso; era evidente que Maica lo había utilizado antes de salir de casa.
Pero el impacto producido por el descubrimiento quedó pronto sobrepasado por el de un nuevo enigma: una anotación muy reciente que, pese al desorden, destacaba de inmediato entre los demás papeles dispersos sobre el escritorio de Maica. Un enunciado escueto: El Vals Brillante. Sólo eso. Escrito con bolígrafo en un papel en blanco, la pequeña hoja cuadrada de un taco para notas. Algo capaz de desencadenar de inmediato toda una cadena de asociaciones de ideas. Un vals. Un impetuoso seductor. La receptividad de una mujer romántica. Radiantes arañas de cristal. La lustrosa superficie de un piano. Chopin y George Sand. La Cartuja de Valldemosa. El romance de dos amantes huidos a un lugar bello y remoto. Brillantina. Vaselina.
La exaltación que le poseía cambió de signo, dando un giro euforizante, cuando una llamada de la editorial vino a interrumpir el hilo de sus pensamientos. Ana, la responsable de derechos de autor, le informó de la contratación de diversas traducciones de sus obras, una de ellas por vez primera al japonés. ¡Bien! ¡Excelente augurio! Mientras oía hablar a Ana tuvo, además, una idea, que puso en práctica nada más colgar el teléfono: llamar a Investigaciones Vázquez y anunciar que iba para allá. ¡Bingo!
En el taxi perfeccionó el proyecto. Se sentía dinámico, las ideas rebosándole a borbotones, en posesión de una luz graduable y orientable que le permitía tanto la visión global, de conjunto, como, simultáneamente, la captación del detalle en apariencia más insignificante. Al dejar el taxi y encaminarse hacia los ascensores, tenía ya la impresión de haber logrado darle la vuelta a la situación, de haber pasado de ser espectador a director de escena.
La idea inicial había sido la de plantearle a Vázquez la historia como si se tratara de una exigencia más de alguna de sus novelas. Pero Vázquez se hubiera dado cuenta enseguida de lo que sucedía, tanto más cuanto mayor fuera el número de datos y puntualizaciones que precisara, de manera que le contó la verdad: quería vigilar a su mujer. Eso sí, lo hizo como si se tratara de un juego, de un encargo que le hacía como por curiosidad, y así pareció tomárselo Vázquez, casi como una divertida broma, o al menos, ésa fue la apariencia que consiguió dar al asunto. De momento, explicó, concentrarían la vigilancia en torno al estudio donde Maica desarrollaba su actividad profesional y, a partir de ahí, radial-mente, extenderían el seguimiento a quienes mantuvieran con ella una relación más o menos asidua.
Pablo volvió a casa caminando, muy animado. «Radialmente», pensó: tenía todos los hilos en sus manos.
Preguntó a Manoli si Maica le había dejado algún recado.
—No, que yo me haya enterado.
—¿Que a veces no se entera o qué?
Tenía cada salida aquella Manoli... Y tanto meterse con su marido... A veces daba la impresión de que, a su modo, intentaba imitar a Maica, hablar como ella. Habría que ver si no la estaba encubriendo. En caso de conflicto, la veía muy capaz de ponerse de su lado, ya que parecía haberla tomado por modelo. Aunque quien la pagaba era él. O precisamente por eso.
Se sirvió un whisky. El Vals Brillante. ¿Sería él, fuera quien fuese, un hombre de ingenio rápido, algo que él siempre había envidiado: que otros —a lo mejor menos inteligentes-fuesen no obstante más rápidos y tuvieran un sentido del humor del que él carecía? ¿Un hombre lleno de vigor? ¿Que a lo mejor hasta sabía bailar? ¿Se llamaría Máximo Gómez Hugarte?