2.

La llamada de Pablo no la engañó ni por un momento. Con todo y no saber a ciencia cierta cuál podía ser el móvil, qué propósito yacía bajo una oferta de diálogo, Maica estuvo convencida desde el principio de que nada iba a sacar en limpio de aquella entrevista.

Le pareció sorprendente, para empezar, que inicialmente le hubiera propuesto cenar en casa, encargar a Manoli que preparase algo rico. ¿La tomaba por tonta? ¿Los dos a solas de nuevo? Procuró que no se le notara que la sugerencia le daba miedo, aunque no dejó de tranquilizarla el que no insistiera, el que aceptara tan de inmediato lo del restaurante gallego, un sitio donde les conocían. Tal vez se había pasado de suspicaz con un hombre fundamentalmente impredecible. Pensó que, en el fondo, poca era la confianza que tenía, no ya en la posibilidad de enmendar la relación al margen de los abogados, de que al menos pudieran hablarse, sino incluso en intentarlo, en poner la más mínima esperanza en las manifestaciones que él pudiera hacer en ese sentido, cuando la simple devolución de sus cuadernos le parecía tan problemática.

Volvió a arreglárselas para llegar a la cita después que él, cuando él ya se hallaba esperándola; por algún motivo difícil de precisar, le parecía preferible. Le aguardaba sentado, no frente a la mesa, sino algo de lado, junto a una botella de blanco. Iba trajeado y encorbatado, embutido en una chaqueta y una camisa que le iban algo justas. Las gafas y la calva parecían más redondas. Le sentaba mal el atuendo, mucho peor que los vaqueros y las camisas holgadas que llevaba habitualmente. Y resultaba estrafalario, por no decir grotesco, verle con semejante pinta levantándose en actitud galante.

Mientras tomaban asiento, Maica comprobó que Pablo no llevaba consigo los cuadernos: mal comienzo. Pero no le dio mayor importancia. Aunque sintomático, el dato no pasaba de ser un detalle. Y más fuerza que ese detalle tenía para ella el sentimiento de hostilidad —hostilidad más que simple extrañeza —que despertaba en su interior la imagen de aquel cuerpo reventón al que la ropa le iba justa. Le costaba creer que alguna vez hubieran yacido juntos. Recordó, casi con asombro, sus gestos, su físico, la expresión de avidez golosa de cuando se quitaba las gafas, la frente sudorosa, las mejillas flojas, los michelines flojos, y aquellos dedos de uñas amarillas y astilladas que apestaban a nicotina abriéndose paso entre sus muslos mientras él se deslizaba piernas abajo, como agazapado tras la calva, y seguía allí hasta perder el resuello. Un recurso que parecía considerar infalible.

Probablemente se había aseado con la mejor voluntad. Igual que ahora esmeraba al máximo sus modales. Pero el efecto era contraproducente y, de hecho, ella, por su parte, también reaccionó peor que la otra vez desde un comienzo. La sensación de malestar era ahora muy inmediata. Como si uno de esos asesinos que empiezan a disparar sobre los viandantes fuese, además, disfrazado de clown, añadiendo así una dimensión de terrible pesadilla a la brutalidad de los hechos.

Pidió una ración de pulpo a la gallega, que apenas probó. Sabía que Pablo, en cambio, iba a ponerse morado y que eso le induciría a beber aún más ansiosamente. Y mientras ella mantenía su vaso casi lleno, él no paraba de volver a llenar los dos no bien el suyo quedaba vacío. Mejor: así, fuera lo que fuese lo que se traía entre manos, saldría antes a la luz.

Y salió: con tal vehemencia, tan atropelladamente expuesto, que Maica llegó a sentirse confundida, a no estar segura de si realmente estaba oyendo lo que oía, a preguntarse si

Pablo no la estaría haciendo objeto de una gran broma, si no estaría diciendo lo que decía para tomarle el pelo. Su apasionada propuesta de que se acostara con él aunque sólo fuera una vez más: ¿podía estar hablando en serio?

O peor aún, su oferta alternativa para la que necesitó acabarse apresuradamente el vino y pedir otra botella antes de formularla, como si le tranquilizara estar seguro de que no iba a quedarse sin repuestos: que fueran Máximo y ella quienes se acostaran en su presencia, tras haberlo encadenado como a un perro, tratándole en todo momento como a un perro. ¿Qué le haría suponer que semejante trato era propio de los perros?

Los reflejos de las luces en los cristales de las gafas de Pablo resultaban tranquiliza-dores comparados con el brillo de sus ojos saltones cuando se inclinaba hacia ella por encima de la mesa. Maica recordó el fajo de fotos sacadas en Barcelona que quiso forzarla a mirar antes de intentar estrangularla. Las fotos que había hecho sacar de Máximo y de ella en el futón, sin que se dieran cuenta; imaginó los comentarios de quienes habían instalado la cámara al revelar la película, las observaciones triunfales de Pablo al pretender, la última vez, que las miraran juntos. Le faltaban palabras, ahora, para afrontar la situación. Se levantó apartando la silla y, girando sobre sus talones, se alejó a buen paso.

A su espalda, el ruido de otra silla y la voz de Pablo, sus insultos persiguiéndola. Un restaurante al que ella no volvería, pero él probablemente tampoco.

¿Hubiera podido conciliar el sueño esa noche de no estar Máximo en casa? Maica, todavía exaltada, le contó lo sucedido, y Máximo la dejó hablar hasta que ella perdió toda concentración y toda noción del tiempo, tendida boca arriba, con una almohada bajo las nalgas, penetrada frontalmente, de forma alternativa, ora por la vagina, ora por el culo, sin que ella llegara siquiera a preguntarse en cuál de los dos puntos se hallaba cuando cayó finalmente abatido entre sus brazos. Ambos quedaron dormidos pero, a las dos o tres horas, Maica despertó y ya no pudo conciliar el sueño.

Al día siguiente, el recuerdo de la expresión de Pablo al decir lo que dijo la mantuvo inquieta. Ardía en deseos de saber si lo ocurrido había quedado reflejado en algún escrito. El lugar donde debía buscar era sin duda la papelera: y si se daba prisa, podía hacerlo con calma. Eran apenas las nueve y cuarto.

Al llegar al estudio dijo a Pilar que no estaba para nadie y se sentó ante el ordenador sin siquiera revisar ni la lista de llamadas ni la correspondencia.

Decepción total. En el archivo no había ningún epígrafe o título nuevo respecto al día anterior, sólo argumentos de novela que ya estaban la víspera; tampoco en la papelera. Únicamente al echar un vistazo en el maletín, que Pablo usaba más o menos de agenda, una nota de interés, aunque tan enigmática como breve: «Comida con Ramón y Manoli». Sólo eso.

¿Qué significaba aquello? ¿Se refería a una comida ya celebrada o a una comida por celebrar? ¿Qué razón había para invitarles? ¿Qué demonios estarían tramando? Reflexionó un rato sin encontrar explicación alguna. En realidad daba igual. ¿Qué importancia podía tener para ella?

Lo único, la aversión que le inspiraba Ramón. No ya por las quejas de Manoli, sino por su mera presencia física: un barrigón en paro que, a la que podía, se paseaba por la vida en calzón corto y camisa entreabierta, lamentándose de lo mucho que le maltrataba la vida. Seguramente adivinaba que Maica no le veía con simpatía y la aversión era mutua.

A Pablo, en cambio, le adoraba. Cuando pidió la baja en la empresa, alegando una enfermedad más o menos imaginaria, Pablo le había dado toda la razón. «Demasiados años lleva ya dejándose explotar», le había dicho. Y le ayudó a realizar unas gestiones que le permitieron cobrar una especie de indemnización. A partir de ese momento, la única explotada iba a ser Manoli.

La actitud difícil de entender, no obstante, era la de Manoli. Desde que la conocía, desde que Maica se casó con Pablo, Manoli no hacía sino quejarse de su marido. Que si Ramón era un bruto, que si Ramón era un vago, que si no estaba enfermo ni nada, que si de vez en cuando se animaba a hacer chapuzas a domicilio no era más que para sacarse el dinero que necesitaba para gastárselo en el bar. Pero aquel hombre que cuando Manoli llegaba de trabajar, si no estaba mirando la tele en camiseta, estaba bebiendo en el bar, y que, si bebía demasiado, al volver la arreaba si a ella se le ocurría chistar, se convertía, de repente, se diría, en una especie de niño enorme al que había que cuidar. Y las pocas veces que Maica se atrevió a dar su opinión, Manoli salió en su defensa, dispuesta a cerrar filas frente a cualquier descalificación externa.

Tal vez por ese motivo se había puesto ahora de parte de Pablo. Seguramente pensaba que quien se había portado mal era Maica, que su deber era cuidar de Pablo igual que ella cuidaba de Ramón. Incluso es posible que, invirtiendo el proceso mental que había llevado a Maica a ver en Ramón una caricatura de Pablo,

Manoli viese en Pablo un Ramón sublimado. Un Ramón que la trataba con respeto, que no le pegaba, que aplaudía su sentido del humor, un hombre trabajador y callado, serio, triste, sabio, un hombre, en fin, maravilloso.

Maica comprendió hasta qué punto había estado equivocada. Manoli nunca se identificaría con ella. Manoli siempre respaldaría a ese Ramón perfeccionado que era Pablo.