1.

Gris, amarillo, azul: una combinación elogiada por Leonardo. Trazos de calidad arenosa, marcas de espátula, toques de escobilla chorreante: un dibujo de por lo menos trece metros cuadrados, alegre, luminoso.

—No mola, ¿verdad? —preguntó Bea.

—No —dijo Maica.

—A mí, de entrada, me pareció que sí, fíjate tú. Supongo que necesitaba creerlo. Y es que si te pones a pensar, vamos, a recordar, a buscar uno sólo que si, pues eso, no sabría qué decirte. Lo de Marsans, quizá.

—Ya, no hay gran cosa. Así es el negocio. En ningún otro el dinero y el gusto van cada uno tan por su cuenta.

—Para ti no es tan grave. Lo que tú montes siempre tiene más garantía. Tú sólo te ocupas de los consagrados.

—No creas que hay tanta diferencia.

—Anda que no. Tú eres una privilegiada, tía. Haces tus cosas con medios, tomándote tu tiempo, viajes, gente interesante.

—Que sean conocidos no quiere decir que vayan a ser interesantes.

¿Lo dices por tu marido?

—Lo digo en general.

—¿Ves cómo eres una privilegiada? Cuando estaba con mi marido no trataba más que con locos, empezando por él mismo. Los psiquiatras son lo peor. Perdona.

Mientras Bea atendía al teléfono, Maica revisó su agenda: podía tomar un vuelo de mediodía y estar en Madrid con tiempo suficiente como para asistir al acto del Reina Sofía. Se sirvió más agua, oyendo hablar a Bea como si lo hiciera en un idioma desconocido. Desde la oficina se dominaba la galería, desnuda, resplandeciente, como una playa en invierno. Todo aquello le resultaba tedioso.

Bea volvió a su lado.

—Me dicen que te vas a Buenos Aires.

—Sí, una pequeña escapada.

—¿Pequeña? Me gustaría verte en mi lugar, siempre atornillada a Barcelona.

—Pues vente. Mi viaje coincide con una de esas expediciones que organiza Bellas Artes. Como pretexto es bueno.

—Lo que necesito es un motivo real, no un pretexto. Y a mí no me han invitado.

—A mí tampoco. Yo voy por mi cuenta. La coincidencia es casual.

—Pues el arquitecto del Pabellón es Gómez Hugarte. Para mí, un motivo concreto más que suficiente. Sólo que un poco difícil de justificar.

—¿Le conoces?

—De imagen. Y de que se dice que es un amante maravilloso.

—¿Y eso qué es?

—¡Eso es lo que yo quisiera saber! ¿Por qué te crees que me gustaría conocerle? De modo que recuérdalo bien: yo tengo prioridad.

—Descuida, se lo diré.

—Joder, es que no me gustaría morirme sin saber qué es eso.

—Ni a mí. Pero si no le conoces, ¿qué te hace suponer que es un amante maravilloso?

—Por una amiga que le conoció bien.

—Esas cosas se dicen de todos los playboys.

—Pero es que él no lo es. En cierto modo es todo lo contrario. Por eso me resulta tan atractivo.

—Muy definitivo tiene que ser lo que te han contado de él.

—Lo es. Oye, ¿tan mal te va con tu famoso?

—Digamos que bien no va.

—Eres poco precisa. Si tuvieras un marido psiquiatra, habrías aprendido a diagnosticar mejor. Mi ex pretendía que era un psicótico controlado, pero resultó ser un psicópata descontrolado. ¿Entiendes el matiz?

—No exactamente.

—Eso significa que sólo eres una vulgar neurótica. En todo caso, cuando te divorcies, no repitas.

—Por ahora no entra en mis planes hacer ni una cosa ni otra.

—Entrarán. Y repetirás, como yo terminaré repitiendo. Y mira que se está bien viviendo sola. Eso de oír desde el pasillo una cisterna que se está llenando y saber que quien ha tirado de la cadena has sido tú porque no hay nadie más en casa. ¿O no?

—La verdad es que nunca me lo he planteado en esos términos.

—Bueno, que te vaya bien por Buenos Aires. Y si a pesar de todo te tiras a Gómez Hugarte, te lo perdonaré con tal de que le hables de mí. Y me mandes una postal conmemorativa,

—Prometido.

—Y a la vuelta me lo pasas. Organiza una cena o algo así. Bueno, basta de tonterías. Lo dicho: que te vaya bien.

Maica llegó a Madrid hacia media tarde. Antes de ir a casa trabajó un rato en el estudio, revisó y clasificó papeles y contestó unas cuantas llamadas.

En casa, pasó de largo ante el cuarto de trabajo de Pablo; estaba anocheciendo y la superficie de la puerta entreabierta recogía la pálida claridad del ordenador.

Al salir del baño, el pasillo se había oscurecido y la sala de estar aparecía intensamente iluminada. Pablo la estaba aguardando con un whisky con hielo en la mano, el cigarrillo humeando en el cenicero.

—Te ha llamado Juana Gordillo —dijo en tono de reproche—. Lo menos un par de veces.

—Ya he hablado con ella —dijo Maica.

—¿Entonces por qué llama aquí?

—Porque no me localizaba en el estudio y Pilar ya se había ido. Es que he estado en Barcelona. Pero a la vuelta me he encontrado su mensaje y la he llamado.

—¿En Barcelona? No sabía que estabas de viaje.

—Ir unas horas a Barcelona no es estar de viaje.

—El caso es que ya ni me lo dices. Últimamente sólo hablabas para decirme que te ibas. Ahora, ya ni eso.

—No veo la diferencia entre pasear unas horas en Barcelona y pasarlas moviéndote por Madrid. Me voy a preparar una infusión. He comido aprisa y corriendo y será mejor que no cene.

Reconocía el tono de queja que Pablo iba imprimiendo a sus palabras y no le apetecía escuchar lo que venía después. Mientras preparaba la infusión se comió una manzana y un plátano.

Leyó en la cama hasta que oyó aproximarse a Pablo; entonces apagó y fingió estar dormida.

Pablo se metió cautelosamente por el lado opuesto. Hubo un momento de espera, que hizo pensar a Maica que Pablo iba a empezar a leer; pero, al poco, oyó el ruido de sus gafas plegadas contra la mesita de noche. Maica se removió levemente, como en sueños, para acentuar después el ritmo profundo de la respiración. Temía notar el roce de aquellas uñas amarillas y astilladas entre sus muslos. Pero, en vez de eso, notó su cuerpo entero deslizándose piernas abajo, rozándoselas con la barriga: había cometido el error de no dejarse las bragas puestas y de llevar camisón en vez de pijama. Percibió su aliento contra el pubis, su lengua intentando abrirse paso. Maica siguió inerte, corno dormida. Pablo se incorporó resoplando, se tendió a su lado y apagó la luz.