XI. HORAS DE ANGUSTIA
La situación de los náufragos era terrible. Durante la primera media hora, el fuego del buque con doble nombre iluminaba el espacio, pero se fue consumiendo hasta acabar engullido por el mar y la más tremenda oscuridad los envolvió. Si desesperada era la situación para todos, más todavía para Julio y Hassam, que no disponían de salvavidas. Pero, además, como el primero no tardaba en comprobar, el hijo del poderoso jeque apenas sabía nadar. Los petrodólares del papá no parecía que hubieran servido de mucho en aquel aspecto.
—¡Eh, oiga! —dijo Julio a uno de los hombres—. Permita que el muchacho se sujete a su salvavidas: apenas sabe nadar.
—¡Vete a paseo!
Julio tuvo que dirigirse a su protegido, recomendándole que se aferrase a su cinturón, modo de resistir hasta el amanecer.
—Merci, mon ami.
—¡Cuernos! ¿Quieres callar?
Era imposible ver nada, ni un barco, ni la línea de la costa y arriesgarse a nadar en una determinada dirección podía ser contraproducente, si esa dirección les alejaba de tierra.
—Hassam, vamos a tumbarnos de espaldas y a ahorrar energías. En cuanto haya un poco de luz, nadaremos hacia tierra.
—¿Hacia tierra, eh? Eres un perfecto tonto —dijo la voz de Debré, que debía haberle oído—. Nos encontramos a casi diez millas de la isla de La Palma. Como salga de ésta te he de romper las costillas, por entrometido. Tú tienes la culpa de esto y sólo tú.
—No insulte a mi amigo, por favor —suplicó Hassam por lo fino.
—¡Cállate, imbécil! Todavía no me he muerto y poco he de poder o tu padre suelta la pasta.
—Pues en lo que pueda yo —replicó el hijo del jeque, con pequeñas treguas para escupir agua—, usted no percibirá ni un petrodólar, señor.
—¿Estáis locos? —rugió Guinea—. Esta va a ser la tumba de todos nosotros.
—Dice un proverbio que…
De un papirotazo, en los que Julio era especialista, hizo callar al filosófico Hassam.
Pasaba el tiempo y a pesar de la latitud privilegiada a que se encontraban, el frío les iba calando hasta los huesos. No contaban con otra luz que la muy débil de las estrellas y el pesimismo se iba apoderando de todos. Aquellos hombres, tan duros a la hora de atropellar los derechos de los demás, chillaban como ratas. Los más serenos, los más resignados, quizá los más valientes, resultaron ser los dos muchachos, aunque el menor escasamente sabía nadar.
—Tranquilo, Hassam —decía Julio de tiempo en tiempo.
—Tus deseos son órdenes para mí, mon ami.
Pasada una hora, los tres feroces individuos chillaban como ratas.
—Aprendan a sufrir, amigos —se burló Julio.
¡Y qué mal lo estaba pasando! Si se quedaba aterido, ¿cómo podría recobrar la elasticidad de sus músculos para nadar hasta la costa con la primera luz?
—¿Es que no pasará ni un mal barco por aquí? —gritaba Debré.
Apenas lo hubo dicho, Guinea empezó a gritar:
—¡Ahí está! Vienen a buscarnos…
—No nos buscan; pasan. Tenemos que atraer su atención —dijo el rubio.
Todos se lanzaron a llamar desesperadamente a los del barco y Julio, que había levantado la cabeza sobre una ola, exclamó:
—¡Es el «Marie»!
Sin pérdida de tiempo, arrastrando a Hassam, empezó a nadar hacia el yatecito blanco. A su espalda, alguien lanzaba la misma exclamación:
—¡Es el «Marie»!
—¡Diablos! ¡No puede ser! —dijo la voz de Debré—. Es decir, debe ir a la deriva, pues lo hemos abandonado sin nadie dentro…
Las luces del barco iluminaban un poco la superficie. Los gritos de los cinco enmascaraban el ruido del mar.
—¡Tenemos que conseguir llegar al «Marie»! —decía Guinea a voz en grito.
Pero era Julio, a pesar del impedimento de Hassam, quien había tomado la delantera. De pronto, con alegría loca, observó que el «Marie» iba ocupado, pues una cabeza se recortaba tras el cristal de la escotilla, a la luz de la lámpara.
En aquella hermosa cabeza de líneas perfectas, Julio reconoció la del jefe de «Los Jaguares».
—Estamos salvados, amigo —le dijo a Hassam—. ¡Son los míos! ¡Adelante!
A continuación gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Jaguares! ¡Jaguares!
Quizá porque en el yate permanecían de vigilantes, los gritos llegaron a oídos de quienes lo ocupaban. Y una silueta maciza apareció junto a la borda:
—¡Raúl! ¡Raúl!
—¿Qué es eso? ¿Me está llamando alguien?
—¡Raúl…! ¡Soy Julio!
—¿Quéee…? ¡No sé si oigo bien!
Raúl se retiró de la borda, para regresar al instante con una linterna en la mano, cuya luz enfocó hacia la superficie del mar. Julio, que había acortado la distancia hasta el barco, le llamaba con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Corre, Héctor, corre! ¡Es Julio!
Otras cabezas surgían entre las olas, produciendo confusión en el fuertote de la pandilla. Héctor, que por fin había acertado a manejar el buque con alguna habilidad, a fuerza de errores iniciales, aparecía también junto a la borda, estupefacto ante el número de los que nadaban en dirección al yate como a su tabla de salvación.
Julio, a pesar del impedimento de Hassam, había sido el primero en acercarse y, esforzándose cuanto le era posible, alertaba a sus amigos:
—¡Traigo al secuestrado! ¡Andad con ojo porque los tres restantes son los secuestradores! ¡Querrán apoderarse del «Marie» y no debéis consentirlo o estaríamos perdidos!
Héctor, haciéndose cargo de la situación, respondía con toda su fuerza de voz:
—¡Te arrojamos un cable! ¡Date prisa!
Raúl se hallaba de nuevo junto a la borda, con un rollo de cuerda entre las manos, cuyo extremo, al que iba atado un salvavidas, arrojó en dirección a Julio.
Inmediatamente, atraídos por el inesperado regalo, Debré, el rubio y Guinea se concentraron tratando de asirlo.
Y lo lograron, como lo logró Julio. Entonces empezaron a forcejear los unos con los otros, sin ningún espíritu de confraternidad, en un afán egoísta de salvarse.
Sobre el yate, Raúl había pasado el mazo de cuerda a Héctor y por un instante le vieron desaparecer.
Al regresar llevaba entre las manos un mástil y, certero, decidido y sin dejarse arredrar, iba golpeando cabezas, en un intento de permitir que Julio y su protegido fueran los primeros en izarse.
Hay que hacer constar que el jaguar del agua le prestó una insólita colaboración. Soltando por un momento a Hassam fue a zambullirse con maestría y, con unos cuantos tirones violentos, apartó las piernas de los que se aferraban al salvavidas, sembrando la confusión en todos ellos. Luego, saltando como un delfín, aferraba al mismo tiempo un brazo de Hassam y la cuerda por encima del aro de corcho.
Nunca hubiera esperado tan magnífica reacción por parte de Héctor: un tirón contundente, que dio con él sobre las tablas del otro lado de la cubierta, ponía a Julio con su carga al alcance de la barca de la borda. Y en el mismo instante, arrojando al suelo pértiga y linterna, Raúl, el de la fuerza poderosa, asía un hombro de Hassam y una mano de su amigo, ayudándoles en su movimiento de caer dentro de la nave.
—¡Hurra! —gritó Julio, loco de alegría.
Aunque le faltaba casi todo el aliento, Hassam se deshizo en cortesías:
—Muy reconocido… muy reconocido… merci, caballeros…
Los tres del agua arreciaban en sus gritos:
—¡Vamos, sacadnos a nosotros! ¡Rápido!
Conociendo la generosidad de Raúl, es lógico deducir que se dispuso a arrojar nuevamente el salvavidas sujeto al extremo del cable. Julio llegó a tiempo de detenerle, mascullando:
—¡Quita! No conoces a estos tipos…
Inmediatamente, sacando medio cuerpo fuera de la borda, se dirigía con burla a los náufragos:
—¡Eh, hampones! Vais a seguir en el agua durante toda la noche, a ver si os dejáis en el mar las malas intenciones. Os arrojaremos un cable a cada uno para que no os perdáis entre las olas, pero de subir a bordo, ¡ni hablar!
—¡Estamos helados! ¡Tengo unos espantosos calambres! —gemía el rubio de las entradas.
—¡Largirucho del diablo! ¡Esta me la pagarás! —le gritó Debré.
Héctor acudió junto a sus compañeros y entre todos ataron a popa tres cables de los cuales se sujetaron los secuestradores. Cierto que intentaron izarse a fuerza de recoger cable pero Raúl, en cuyas manos había puesto Julio el largo palo, no lo consentía.
Listo el trabajo, Héctor se dispuso a atender a Hassam, al que llevó a la cocinita del yate, donde preparó té.
Guinea, con vozarrón de energúmeno, gritaba que iba a desvanecerse.
—¿Qué hacemos con ésos? —preguntó Héctor.
—No te fíes de ellos: si pudieran se apoderarían del yate y nos arrojarían al agua sin contemplaciones.
—Pero, efectivamente, tantas horas en el agua…
—Vamos a enviarles una botella de licor. Ya veo que el barco está bien provisto.
Atada por el cuello a un trozo de cuerda, una botella de whisky fue a parar al agua. Los tres brutos se la disputaron como lo que eran. Luego, Julio empezó a rebuscar por el barco, hasta hallar ropa seca.
Hassam ya no podía resultar más cómico, con un pantalón en el que cabían tres como él.
Armado de tijeras, Julio cortó los bajos del pantalón para que el hijo del magnate del petróleo pudiera moverse con facilidad. A su vez se vistió un pantalón que le estaba ancho y corto y una chaqueta blanca con botones dorados.
Héctor se burló de él:
No sé si pareces un payaso o un camarero.
—Hablemos de cosas prácticas. ¿Eres capaz de llegar a tierra con este trasto?
—Por lo menos, ya lo manejo. Con la luz del día, si diviso la línea de la costa, podré conduciros a ella con seguridad.
—Pues a ver si la divisas: de lo contrario tendremos que izar a Debré para que nos guíe.
En aquel momento, Raúl les llamaba a gritos:
—¡Chicos, venid! Uno de esos hombres se ha desmayado…
Todos corrieron a popa y Héctor, reflexivo, anunció:
—No podemos cargar con la responsabilidad de dejar a ese hombre sin auxilio. Vamos a izarlo.
—¿Serás cretino? —saltó Julio—. Es un truco; mira que no tienen escrúpulos…
—Mon ami, la vida humana es un don de Alá y nadie tiene derecho a truncarla.
Naturalmente, la frase correspondía a Hassam. Raúl, admirando al árabe y afirmando con cabezazos, se puso de su parte.
—Estás en minoría, Julio —zanjó Héctor—. Vamos a izar a ese hombre.
—Pues yo no moveré un dedo. El que sea generoso que trabaje.
Y se cruzó de brazos, observando la operación de rescatar al rubio del mar, con la cooperación de sus dos compinches. Por último, tanto era su disgusto, fue a encerrarse en la cabina donde estaban los aparatos de navegación.
Eso le libró de comprobar que, en efecto, sus predicciones eran acertadas. Mientras los tres muchachos izaban al rubio, Guinea y Debré, bajo su cuerpo, halaban sus respectivos cables. Eran gentes duchas en la brega y, para cuando los otros quisieron recordar, los tenían a su lado.
Hassam se había apartado ligeramente, incapaz de tomar parte en la contienda y tanto Héctor como Raúl, que dominaban el arte de la lucha más depurada, se defendían del ataque imprevisto del trío de malhechores.
De repente, Debré, librándose del abrazo de Héctor, se lanzó en tromba hacia el camarote situado bajo cubierta. Instantes después reaparecía con un arma en la mano y conminaba a los muchachos:
—¡Manos arriba! No intentéis nada porque estáis en nuestro poder. ¡Os hemos cazado!
Héctor y Raúl soltaron a sus enemigos. Hassam permanecía como si fuera de piedra.
Guinea reía como un loco, sujetándose la panza.
—¡Hemos triunfado! ¡Tenemos un barco y al chico! ¡Obtendremos el dinero del rescate!
—Ustedes no recibirán ni un petrodólar —dijo Hassam con gran serenidad.
Julio, que había aparecido en cubierta con un armatoste entre las manos, le apoyó:
—Exacto: estamos todos en la misma trampa… Arrojando al agua el pesado armatoste, anunció:
—Este barco es incapaz de navegar: acabo de arrojar al mar parte del motor.