III. UNA NOCHE A BORDO DEL «REX I»
Los del buque, luego de hablar entre ellos, acudieron por fin junto a Héctor y el más moreno, de cabello ensortijado, dijo:
—Desde luego, tenemos una escala, muchacho, y queremos ayudaros, pero la verdad es que no nos es posible.
—¿Cómo dice?
—Llevamos prisa. Nos dirigimos a un puerto africano y no podemos hacer escalas en el camino.
—¡Pero, oiga! Procedemos del sur de la isla de La Palma y apenas sufrirán un retraso sensible si nos conducen al puerto de las Angustias o al de Tazacorta.
El segundo de los tripulantes, un hombre rubio, con grandes entradas en las sienes, murmuraba algo ininteligible.
—¿Qué sucede? ¿Nos suben o no? —gritaban los de abajo.
Héctor se asomó un instante por la borda y calmó a sus compañeros.
—Un momento; estamos resolviendo lo de la escala. No soltéis el cable.
El hombre de las entradas en las sienes, en un castellano con acento inglés, preguntó:
—¿Qué le ocurre al motor de vuestra lancha?
Le explicaron lo de la avería y añadió:
—Podemos daros unos remos para que lleguéis a tierra.
—Señor, eso es imposible. La luz es ya muy escasa y nos hemos alejado mucho. Si estuviéramos más cerca… Por favor, ¿quiere arrojar la escala para que mis compañeros puedan ponerse a salvo?
Los dos hombres se consultaron con la mirada. Estaba visto que no les interesaba en absoluto la recogida de náufragos, pero acabaron por acceder y ambos se dispusieron a echar la escala.
—Será mejor que aminore la velocidad —dijo el del cabello ensortijado, dejando a Héctor y al rubio de las entradas en las sienes el cuidado de la maniobra, para dirigirse al puente de mando.
Héctor estaba demasiado preocupado en vigilar la operación para que ninguno de los suyos cayese al agua. Acababa de comprobar que nadar junto a un buque en marcha, con el remolino que produce, no era fácil.
Así que no se cansaba de hacer advertencias y, con medio cuerpo fuera de la borda, tendía las manos para ayudar a Oscar y las chicas, que tenían dificultades. Naturalmente, el mono y la ardilla no hallaron ninguna y fueron los primeros en encontrarse junto a Héctor, sobre las tablas de cubierta.
El último en izarse fue Julio, pero teniendo buen cuidado de no abandonar su lancha garantizada, que amarró con el cable tendido por Héctor.
Poco después regresaba el moreno de cabello ensortijado y su expresión contrariada no pasó inadvertida a los aventureros de nuevo cuño,
—Gracias —empezó Oscar—. Es estupendo hallarnos a salvo. Empezábamos a pasarlo muy mal.
—¿Se puede saber qué hacíais adentrándoos en el mar? ¿Cómo se puede ser tan irresponsable? —preguntó el rubio, ciertamente severo con los tres muchachos mayores.
—Nos ha fallado el motor, señor —explicó Julio—. Esta mañana hemos estrenado la lancha y al principio se portó muy bien. Pero de pronto el motor se averió y el oleaje nos ha arrastrado mar adentro.
—Eso debe preverse antes —objetó el moreno.
—Es que la lancha estaba garantizada —aclaró Oscar.
—Pero además —puntualizó el rubio— tenéis el talante aventurero de vuestra generación; salta a la vista.
Y vais por el mundo como la «troupe» de un circo, con sus animales para la representación.
—¡Pero ellos forman parte de la pandilla! —se defendió el menor de los Medina.
El rubio, con un taconeo impaciente, zanjó:
—Lo cierto es que hemos tenido que prestaros ayuda y esto trastorna todos nuestros planes…
—Claro, los de la pesca… —dejó caer Sara.
—Sí, claro, la pesca —admitió el moreno.
«Los Jaguares», de momento, estaban demasiado apurados ante tan frío recibimiento para notar la escasa tripulación del pesquero. ¿Quizá el resto de la misma dormía?
—¿Podrán llevarnos al puerto de Las Angustias, en la isla de La Palma? —preguntó Raúl.
Los dos hombres parecía como si no quisieran comprometerse con la respuesta.
—Os habéis alejado bastante —dijo por fin el rubio—, pero como no vamos a llevaros de pasajeros durante toda la travesía no tenemos otro remedio que dejaros cerca de allí. Desde luego, no pensábamos atracar en ningún puerto de las islas…
El moreno, inclinado sobre la borda, observaba la lancha en la penumbra de la tarde, remolcada por el cable a popa del buque.
—A lo mejor la avería del motor no es importante —razonó—. Entiendo de motores y podría tratar de arreglarlo. Esto nos evitaría detenernos en La Palma. Podríamos dejaros frente a las costas, contando con que el motor funcione.
—Es razonable —concedió Julio.
En aquel momento, Verónica le dirigió una mirada furibunda.
—¿Van a dejarnos de noche en el mar? Eso sería muy cruel.
Los dos hombres la miraron. Parecía tan afligida y asustada y era tan encantadora, que su contemplación pudo más que todos los argumentos de los chicos.
—No, no os dejaremos de noche en el mar —decidió el rubio.
Sara se lo había figurado. ¿Qué tendría su compañera? Con un suspiro, ¡zas!, obtenía lo que a otros les costaba horas de esfuerzo.
—Bueno —añadió el rubio —puesto que mi compañero se compromete a reparar el motor, podéis venir a comer algo.
—Pero antes tendrán que ayudarme —exigió el moreno—. Voy a descender a la lancha a soltar el motor y lo subiré.
Como siempre, Raúl se comprometió a cargar con él a través de la ligera escala y Héctor también se brindó. Julio, desde aquel mismo instante, se erigía en director de la operación, limitándose a dar órdenes, pero sin alargar ni un dedo.
Petra y León, que habían estado todo lo modositos que podía esperarse de dos seres no invitados y admitidos por la fuerza, empezaron a tomar confianza y corretear por cubierta.
Siguiendo al rubio, Sara, Verónica y Oscar fueron hasta una cámara situada junto a la cocina. La primera decidió que debía ganarse la simpatía del amo del buque, con vistas a que les fuera mejor.
—Siempre había oído que la gente de mar era encantadora y muy hospitalaria y ahora tenemos la ocasión de comprobar que es así.
El rubio no abrió los labios. Se había limitado a entrar en la cocina y volvía con varios platos entre las manos.
—¡Oh, no puedo consentir que usted trabaje! —dijo Verónica, quitándole los platos—. Siéntese, por favor, y nosotras le serviremos.
Por vez primera, el hombre de las entradas en las sienes, sonreía.
—Eres una chica encantadora. Bien, acepto tu colaboración. En aquel armario tienes pan, jamón y fruta.
A partir de aquel momento, Sara se convirtió en la camarera del buque, pues el hombre se había lanzado a interrogar a su amiga y ella le contaba dónde vivían todos, lo que estudiaban, lo que habían hecho aquel verano, sus planes…
Media hora después era completamente de noche y el resto de los ocupantes del buque, o sea, el moreno y los tres muchachos, incluidos ardilla y mono, se les unían.
Todos demostraron apetito de lobos y, como ya se lo había estado temiendo, a Sara le tocó fregar los platos. Y aquello no fue lo peor, sino que Julio, en plan amo, también le diera órdenes y hasta la enviara a lavar un vaso cuya limpieza le pareció sospechosa.
—Podéis descansar un poco mientras Guinea intenta arreglar el motor —dijo el rubio.
Llamaba Guinea a su compañero y como el apellido se les antojaba raro, supusieron que era el apodo dado en razón de su lugar de origen.
Guinea y el motor fueron a parar al puente de mando. Héctor quiso participar en el arreglo, pero el moreno, con gesto adusto, dijo:
—No te necesito; ve con tus amigos.
—Podría serle útil, señor.
—No me gustan los aficionados. Haz lo que te he dicho.
El muchacho obedeció y, mientras cruzaba la cubierta, realmente interesado por la nave, observó detalles del buque, cuyo nombre había visto en el casco: «Rex I», matrícula de Dakar. Debía ser un buque muy maniobrero, puesto que lo manejaban un par de hombres, salvo que llevase otros en la cala que estuvieran descansando. En aquel momento navegaba con el piloto automático.
Indudablemente, al menos en aquella travesía, no debían de dedicarse a la pesca, puesto que con dos hombres nada más era imposible y nada por su aspecto hacía sospechar que los recogidos aparejos y redes fueran a entrar en funcionamiento.
Sus amigos se hallaban solos en la cámara y Julio, colocado entre dos sillas, trataba de dormir sin resultado.
—Deberíamos pedirles que les dejen a las chicas ocupar alguna de las literas que llevará el barco —fue lo primero que dijo Raúl al verle aparecer.
—Cuando no lo han hecho es porque no se sienten capaces de tamaña amabilidad —objetó Sara.
—Eso es cierto. Creo que lo más adecuado es tratar de pasar desapercibidos y no causar molestias —dijo Oscar—. Son unos tipos antipáticos con facha de contrabandistas.
Julio, sin abrir los ojos, aclaró:
—Mico, tú nunca has visto contrabandistas…
Pero allí estaba Raúl, que siempre veía el aspecto más positivo de las cosas, para asegurar que habían estado de suerte y que sus anfitriones eran los típicos hombres de mar, cortos de palabras, pero largos de hechos. ¿No les habían alimentado y obsequiado?
—¡Oh, sí! Aunque lavando yo los platos —hizo notar Sara.
Julio abrió un ojo.
—Espero que olvides pronto tus cacareados servicios. Las cosas se hacen con generosidad o no se hacen.
—Es lo que estaba pensando a propósito de la segunda silla que ocupas. Si la ofrecieras generosamente, los demás podríamos arreglarnos mejor.
Con gesto resignado, Julio cedió la silla.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —susurró Raúl, para no despertar a Oscar, que se había dormido en un rincón con el mono acomodado sobre sus rodillas.
—Poco, supongo —repuso Héctor—. Por la mañana nos conducirán a la isla. Propongo imitar a Oscar y tratar de estar descansados para mañana.
A Sara le era imposible dormir en un banco de tres patas y con el balanceo del buque. Además, Petra estaba muy inquieta y no cesaba de corretear.
—Estate quieta —le dijo—. Anda, que ya falta poco. Mañana estaremos en tierra.
Al cabo de media hora, a pesar de las incómodas posturas que habían adoptado, todos, excepto Sara, dormían.
Y eso porque Petra no se lo permitía. Además, aprovechando la rendija de la puerta, se le escapó.
Tratando de no hacer ruido, para no interrumpir el sueño de los demás, salió a su vez, llamando a media voz:
—Petra… ven… ven aquí…
La ardilla tenía una noche loca y su dueña la siguió hasta el puente de mando, a tiempo de repescarla por entre los instrumentos de navegación. Forcejeando con ella, que se resistía, se le rompió la correa del reloj, que fue a parar al suelo.
Gracias a las débiles lucecitas de los aparatos del cuadro de mandos divisó no sólo el reloj en el suelo, sino también la pequeña varilla de metal a la que la correa iba sujeta.
Con todo en la mano, Sara pensó que la diminuta varilla se le perdería suelta. Así que recogió un papel del escritorio y, tras hacer un pequeño envoltorio con todo, se lo echó al bolsillo. Después, con Petra bien segura entre las manos, regresó a la cámara contigua a la cocina.
«Los Jaguares», que dormían como marmotas, ni se enteraron de su salida. Por suerte, la ardilla se enroscó a su lado para dormir y Sara la imitaba sin tardar mucho.
Ninguno despertó hasta que la voz del hombre moreno, áspera y fuerte, sonaba en la cámara:
—¡Muchachos, arriba! Ya tenéis arreglado el motor.
La luz del día inundaba la cámara, aunque era muy temprano, pero ya se sabe lo pronto que amanece en el mar.
Salieron a cubierta y mirando en torno, entre una bruma ligera, divisaron la línea de la costa.
—Esa es la parte sur de la isla de La Palma, muchachos. Nos acercaremos un poco, pero sólo lo suficiente para que podáis llegar sin dificultad con vuestra lancha.
—¿Funciona el motor? —preguntaron varias voces a un tiempo.
—Está arreglado. En realidad, la avería era mínima, pero las piezas estaban mal ensambladas.
—¡Ah, ya!
La voz de Sara sonaba con bastante retintín.
Los del barco tuvieron la amabilidad de ofrecerles una taza de «café exprés», como dijo Julio, pues no les permitieron sentarse para tomarlo. Daban la impresión de tener prisa por quitárselos de encima.
De nuevo Raúl cargaba con el motor a lo largo de la escala y lo depositaba en la lancha, haciendo prodigios de equilibrio.