X. UN GRAN PIROTÉCNICO LLAMADO HASSAM

Ante el cuartelillo de Policía, Oscar dijo, recordando algo importante:

—¡Caracoles! Se nos ha olvidado lo más imprescindible, que es la vigilancia del muelle. No tengo más remedio que volver allí a la carrera. Suerte, chicas.

Sara le retuvo por la blusa.

—¿Quieres desertar, eh? ¡Pues no! Entramos los tres y si hay que afrontar el calabozo, se afronta.

—Pues Jul dice que hay que saber utilizar la cabeza y no es desertar ir a prestar mi ayuda donde puede ser imprescindible. ¡Adiós!

—¡Qué tunante! —se quejó Sara—. Ya no hay quien lo alcance.

—El mal trago se nos ha reservado a nosotras —dijo Verónica—. Oye, ¿no se te ocurrirá hacerte la mandona, verdad? Si queremos que nos hagan caso, tenemos que ser muy sumisas. Lloraremos todo lo que podamos y se ablandarán.

—¡Pero me es imposible llorar cuando estoy preocupada y a punto de llorar!

—¡Qué rebelde eres y qué tonta! Nos han encargado un cometido y tenemos que hacerlo bien.

El agente de turno se quedó de una pieza al abrir la puerta y hallar a dos visitantes ya conocidas allí y que de momento lloraban a moco tendido.

—¿Otra vez aquí?

—¡Ay, señor policía! Ha ocurrido una desgracia gordísima y tiene que avisar a su jefe.

—Imposible. Sería capaz de meterme en el calabozo.

—Irá al calabozo si no le avisa. Dígale que se ponga inmediatamente en acción porque han raptado a uno de nuestros compañeros.

Segundos después de retirarse el agente, las chicas escucharon los gritos airados del jefe.

—¿Otra vez esos demonios aquí? ¡Que se vayan o no respondo de mí!

—Dicen que han raptado a uno de los muchachos.

—¡Cuentos! Esa pandilla está endemoniada… Le aseguro que, poco he de poder o terminan en un correccional. ¡Póngalos inmediatamente en la calle!

El agente regresó junto a las visitantes:

—Ya habéis oído. El jefe no quiere recibiros.

Sara no pudo contenerse y sacó el genio. Verónica, por el contrario, lloraba lo suyo:

—Señor agente, no consienta que su jefe desatienda este caso —suplicaba—, nuestro pobre amigo debe estar pasándolo muy mal, dentro de un barco y en alta mar.

—Si no se marea, una travesía por mar le resultará agradable —repuso irónico el policía, mientras empujaba a ambas hasta dejarlas en la calle—. ¡Hala, a casita, que es dónde deben estar las niñas a estas horas de la noche! —añadió ya tras la puerta cerrada.

Pataleando la puerta, Sara se libró de parte de su rencor.

Verónica había dejado de llorar y, completamente en seco, preguntó:

—¿Qué hacemos ahora? Los chicos corren un gran peligro.

Cuando se dieron cuenta de que no se les ocurría nada y que ni siquiera sabían el modo de prestar ayuda a los demás, cayeron en un estado de postración.

—¿Y si avisáramos a tía Susy?

—¿Crees que a ella sí le haría caso la Policía?

—Pero es perder mucho tiempo… Vamos a llamar a Oscar; puede que a él se le ocurra algo.

Oscar debía estar a todas, pues las vio llegar de lejos.

—¿Y los «polis»? ¿Es que no vienen?

—Estamos tan vistos que no nos han hecho caso. ¿A ti se te ocurre algo?

Oscar dudaba. Desde allí no se veía ni rastro del yate y tampoco del «Alexandre». Por fin se decidió a exponer sus pensamientos.

—Para ayudar a los chicos tendríamos que salir al mar; pero ni siquiera tenemos la lancha garantizada.

—Aunque la tuviéramos sería igual —objetó Sara.

—Conozco a un lobo de mar que podría llevarnos —dijo el menor de los Medina.

—¿Ya qué esperas? Llámalo.

Oscar corrió hacia una lancha atracada no lejos de allí y empezó a llamar al hombre que dormía en el fondo, sobre unos sacos.

—¡Eh, buen hombre, lobo de mar, despierte!

El viejo, frotándose los ojos, se incorporó sobre los

—¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué hacéis a estas horas en el muelle?

—Señor, ha ocurrido una desgracia y necesitamos su barca y también a usted para salir en busca de unos amigos nuestros que están con su lancha en el mar —empezó Sara—. Hemos avisado a la Policía, pero no quieren creernos…

Oscar interrumpió a Sara, utilizando la fórmula mágica que a veces le había visto usar a su hermano.

—Señor, si nos ayuda a buscar por estas aguas le daremos cinco mil pesetas.

El hombre se incorporó con ojos chispeantes:

—¿Dónde están las cinco mil pesetas? Mostrádmelas y contad conmigo y mi barca.

—No las tenemos aquí; se las daremos a la vuelta…

—¡Mangantes! ¡Embusteros! ¡Gandules! ¡Fuera!

El hombre, armado con un remo, empezó a perseguirles y los tres tuvieron que salir por pies. Desde luego, no estaban de suerte.

• • • • •

Allá en el «Alexandre», el hombre rubio dormía y Guinea, que permanecía junto al timón, dijo a Debré:

—Anda, ve a vigilar a los prisioneros. Según nos has contado, el largirucho que te atrapó es de cuidado.

—Bueno, me sorprendió. De lo contrario…

Con aire seguro, Debré se dirigió a las escaleras que conducían a la bodega. Su seguridad radicaba en el hecho de que quedaban a su espalda dos hombres fuertes que no le dejarían en un apuro. Y, por otra parte, el muchacho había resultado bastante pusilánime, pues aunque estuvo armado no se había decidido a utilizar el arma. Por si fuera poco, se hallaba inconsciente cuando le arrojaron en la bodega. Al otro no había que temerle.

Julio, con el oído pegado a la puerta, alertó a Hassam:

—Alguien viene…

Apenas pasados unos segundos, Debré abrió la puerta, luego de dar una vuelta a la llave, y penetró en el recinto guiándose por la débil luz que llegaba desde la escalera.

—Muchachos, venid aquí que quiero veros…

En el mismo instante, Hassam tiró de la cuerda, tal como su nuevo amigo le había dicho, y el gordo fue de narices contra el suelo. Antes de que pudiera levantarse tenía encima a Julio y en la boca un montón de trapos malolientes. Pero le quedaban los puños y los pies y trató de defenderse. Con el mismo golpecito mágico de kárate que horas antes a bordo del «Marie», Julio le envió a dormir por un rato.

—Vamos, Hassam, ¡arriba! ¡Tenemos que apoderarnos del barco!

Los dos llevaban un palo en la mano cuando ascendían sin ruido por las escaleras. A pesar de la gravedad del momento, ambos se contemplaron con curiosidad, ya que hasta entonces no se habían visto las caras.

A Julio le produjo una impresión inmejorable el rostro del hijo del jeque. Era corto de estatura, pero la viveza de su expresión y la inteligencia que reflejaban sus ojos muy grandes y negros, suplían su falta de talla.

—Eres tal como imaginaba, mon ami.

—Bien, pero no me sueltes discursos. A lo mejor nos reciben con fuegos artificiales.

Caminando agachados, Julio descubrió la cabeza de Guinea en la cabina del puente de mando.

—Si pudiéramos encerrar a ése ahí… —dijo.

Como un chispazo, las botellas de licor alineadas en la cámara donde los del barco les habían dado de comer, rasgaron su mente.

—Quédate aquí. Voy a poner una barrera de fuego delante de la cabina. Por cierto, ¿sabes nadar?

—¡Oh, he tenido el mejor profesor! Nada menos que un campeón olímpico.

—Bueno es saberlo.

A medias reptando y a medias a gatas, Julio cruzaba el espacio libre para ir a introducirse en la cámara. Con tres botellas de ron en los brazos, salían instantes después. Hassam, por el mismo sistema (para él era mucho más fácil pasar inadvertido), se le unió.

—Voy a intentar sorprender al tercer individuo. ¿Serás capaz de llegarte hasta la entrada del puente de mando, regarla con licor y prenderle fuego?

—Sí, mon ami.

Sin preocuparse más por el hijo del jeque y como ya se había hecho una idea de la cámara que el medio calvo podría ocupar, tratando de no hacer ruido, Julio se dirigió hacia allí. La puerta aparecía entreabierta y, a través de la rendija, pudo observar y escuchar los ronquidos del individuo.

Había tenido la precaución de echarse al brazo uno de los mazos de cuerda encontrados en la bodega y, con hábiles dedos, enrolló los tobillos del hombre por encima de la manta, sin que el durmiente llegara a enterarse.

Antes de proceder a atarle las muñecas, lo pensó un poco. Seguro que despertaría al menor roce. Tuvo que aumentar las precauciones y, por debajo de la sábana, le pasó el aro de cuerda cerrado por un nudo corredizo. El hombre se revolvió un poco y entonces Julio, con rapidez increíble, tiró del lazo. ¡El rubio estaba atrapado y bien atrapado!

Aunque movía todo su cuerpo como un cíclope, el muchacho pudo, con el mismo cable, amarrarle bien a la litera, antes de salir a cubierta.

Un espectáculo impresionante le aguardaba. El fuego hacía presa en la cubierta, corriéndose en todas direcciones a partir del puente de mando. Cierto que se había levantado un viento fuerte e imprevisto que avivaba y esparcía las llamas. Dentro del puente, Guinea gritaba como un loco, pidiendo que le sacaran de allí.

—¿Qué has hecho? —le preguntó a Hassam.

—Seguir tus órdenes, mon ami.

—¡Cielos! Te has sobrepasado. Esto es una hoguera y vamos a achicharrarnos todos. ¡A ver, la manguera! Hay que sacar de aquel horno a Guinea.

Mientras la buscaba, ordenó a Hassam:

—Ve a la bodega y saca al tipo que hemos dejado allí. Como no logre dominar el fuego, tendremos que abandonar el barco.

—Tus deseos son órdenes para mí.

Hassam desapareció por la escalera que conducía al fondo del buque y Julio, armado de manguera, se dirigió hacia el puente de mando, llamando la atención de Guinea sobre lo que debía de hacer: se trataba de romper uno de los cristales por la parte de estribor y saltar por aquel lado, donde las llamas no habían alcanzado tanto incremento.

Envuelto en la espuma de la manguera que Julio le enviaba, Guinea pudo saltar sobre el fuego. Su primera intención fue correr hacia el lugar donde se hallaba el bote de salvamento. ¡Estaba envuelto en llamas!

—¡Aquí la manguera! ¡Tenemos que apagar el fuego o nos encontraremos atrapados! —rugía Guinea.

En aquel momento, al volver la cabeza, Julio divisó a Debré. Llegaba solo y un pensamiento inquietante le asaltó:

—¿Dónde ha dejado a Hassam?

—Prisionero. Que se achicharre vivo, ya que tú nos has chafado el negocio.

Eludiendo a aquel bruto, Julio se lanzó hacia las escaleras, salvándolas de cinco en cinco. Por suerte, la llave estaba puesta en la puerta y Hassam se le unía en el mismo umbral.

—Creo que no he sabido ejecutar tus órdenes. Ese hombre me ha resultado tan descortés…

—Déjalo: el barco se está convirtiendo en una tea. Eres el as de los fogoneros.

Guinea y Debré trataban de salvar el bote, pero con escaso éxito. El viento soplaba cada vez más fuerte y todos comprendieron que la suerte del buque estaba echada.

—¿Cuáles son tus nuevas órdenes? —preguntó Hassam.

Las dudas de Julio no duraron mucho.

—Ven, no te separes de mi lado. Debemos darnos prisa para libertar al tercer individuo o perecerá.

Por el escaso trecho que las llamas dejaban todavía sin lamer, los dos se dirigieron a la cámara donde se hallaba el rubio de las grandes entradas. Hassam, que asistía con interés a la operación del desatado llevada a cabo por Julio, comentó:

—Me congratula que mi nuevo amigo sea todo un caballero.

El de la litera lo era menos, ya que sin agradecer la gentileza, se desató en denuestos contra el joven que le dejara poco antes como un salchichón.

—¡Corra! —le aconsejó Julio—. El barco está siendo pasto de las llamas.

En cuestión de segundos, los tres se presentaban en cubierta, a tiempo de ver cómo Guinea y Debré se arrojaban al agua, aferrados cada uno a un salvavidas.

El dé las entradas, quizá porque conocía el barco, supo apoderarse del salvavidas colgado en la borda y todavía no afectado por el fuego. Con una carrera acompañada de gritos de terror, se arrojó al agua.

—Veamos cómo has asimilado las lecciones del campeón —dijo Julio a Hassam.

Con una carrerilla desesperada, los dos muchachos se precipitaron en el mar.