II. LAS GARANTÍAS NO SIEMPRE GARANTIZAN LO GARANTIZADO
Aquella misma tarde, «Los Jaguares» se consideraban ya unos verdaderos lobos de mar. Cierto que habían desembarcado un par de veces y realizado pequeñas excursiones por tierra, una de ellas para comer y otra para telefonear a la tía de los Medina que no regresarían hasta última hora de la tarde. Por turno, todos habían pilotado la «nave».
León demostró un espíritu tan marinero que Verónica comentó:
—Entre sus antepasados debió de haber navegantes.
La pobre Petra, por el contrario, demostraba su condición de terrícola con gesto enfurruñado y llevando las patitas delanteras al estómago, de vez en cuando, del modo más lastimoso.
—Esto marcha, y puesto que marcha —alegó Sara—, podríamos adentrarnos algo más en el mar.
—Desde luego, la lancha es segura —la apoyó Raúl.
Oscar afirmó, repitiendo aquello de que estaba garantizada. Así que se alejaron de la costa, sintiendo la emoción de las grandes empresas.
—¡A todo trapo a barlovento! —gritó Verónica, que tenía empacho de libros de piratas.
Julio la puso en un apuro:
¿Qué es barlovento?
—¡Hum!… bueno… lo que está ahí —su ademán vago dejaba la respuesta totalmente a oscuras y todos se echaron a reír.
La isla, vista de lejos, les parecía más bonita y hasta la luz rojiza del Teneguía más decorativa. Y la temperatura era todo un regalo, aunque estaba soplando una brisa que rizaba ligeramente la superficie del mar.
—Deberíamos regresar —objetó el prudente Raúl.
Julio protestó, pues era realmente en aquellos momentos cuando la navegación cobraba encanto para él. Además, puesto que podían regresar sin más que empujar una palanca…
—Eso es verdad —le apoyó su hermano, sintiendo la magnífica locura del mar—. Y, no lo olvidéis, la lancha está garantizada.
En aquel momento, la lancha garantizada dejó escapar un extraño ronquido. El motor jadeó con tono asmático un par de veces, antes de pararse definitivamente.
—¿Qué pasa? —preguntaron varios a un tiempo.
—¡Oh, nada! Esto lo pongo en marcha rápidamente —exclamó Julio, accionando la palanca de arranque, contemplado por varios pares de ojos.
Nada. Y vuelta a darle a la palanca. Siempre nada.
—Me recuerda la lavadora de mamá —dijo Sara, premiada de inmediato por la furibunda mirada de Julio.
—¡Dios mío! ¿No tendremos que regresar a nado, verdad? —preguntó Verónica.
—¡Ni hablar!
Pero todos miraban la línea lejana de la costa con angustia creciente. El viento soplaba de tierra y sería imposible la travesía a nado.
—Jul lo arreglará —dijo Oscar.
—Es una avería sin importancia —explicó Julio, cachazudo, aunque doctoral—. Héctor, pásame el destornillador.
Parecía tan seguro. Lo que no fue obstáculo para que las chicas cambiasen una mirada aprensiva. Luego se tranquilizaron, porque Julio, con la herramienta en la mano, silbaba alegremente una canción vaquera. Sí, debía de saber lo que hacía.
Héctor, desplazando jaguares, pasó a popa y empezó a vigilar la operación. Vieron al mayor de los Medina soltar la abrazadera que sujetaba el motor a la lancha y pasar éste al interior. Con él entre sus largas piernas procedía a la operación del desmontaje, a vueltas con su tonadilla vaquera.
—Oye, esos tornillos están oxidados —señaló Héctor.
Pero Oscar lo negó, más que nada por no quedar mal.
A pesar de todo, limpiaron los tornillos y los engrasaron. Hasta Petra y León seguían atentamente la complicada operación.
De pronto, Sara lanzó un grito:
—¡Qué horror! Nos estamos alejando de tierra.
Oscar, desdeñoso, se permitió desaprobar la observación.
—Tienes un día de lo más tontorrón, Sara. ¿Cómo vamos a alejarnos, si no anda el motor?
—Eso es verdad, no anda el motor —reconoció el bueno de Raúl, pero sólo por no asustar a las chicas, pues hasta un ciego apreciaría cómo la línea costera se difuminaba a lo lejos.
—¡Ajá! Vamos a volver inmediatamente. En un periquete, motor montado —declaró Julio.
Sara empujó a Héctor para que tomara la iniciativa del montaje, porque no se fiaba del largo de la pandilla.
Así que los dos mayores, al alimón, empezaron a juntar piezas y poner tornillos.
—Creo que eso no iba ahí —objetó Raúl, que no perdía ripio de la operación.
—¿Qué sabes tú? Ya te llamaremos cuando haya que levantar una pesa —replicó Julio.
Por fin, después de un tiempo que a los mirones se les hizo eterno, la operación estaba lista.
—¿Lo veis? Era de lo más sencillo. Raúl, sujeta el motor por fuera de la borda mientras le colocamos la abrazadera —ordenó Julio.
Héctor no parecía muy satisfecho del montaje, pero se plegó a colocar el motor en su lugar. En cuanto quedó listo, el comprador de la nave reanudó su cancioncilla vaquera y, con una miradita circular, accionó el dispositivo de arranque.
Como si no.
Una sensación de desencanto y temor hacía presa en todos, incluido el marinero León. Petra, inquieta, se empeñaba en hacerse notar, aunque nadie estaba por prestarle atención. Sólo al rato, Raúl, con ojos desorbitados, descubría los dos tornillos mostrados por la ardilla. Cuando Sara los vio, fue incapaz de contener una exclamación desabrida:
—¡Mecánicos de pega! Tan de pega como la lancha garantizada…
Más humildes que durante el montaje, sin mirar a ninguna parte que no fuera el motor, Héctor y Julio procedieron a retirar la abrazadera y a levantar el motor hasta dejarlo en el suelo de la embarcación.
—Nosotras llevaremos la cuenta de todo lo que quiteis —decidió Verónica, con poca o ninguna fe en los circunstanciales mecánicos.
—¡Malditos tornillos! ¿Dónde encajarán? —preguntó Héctor.
Sara susurró en el oído de su amiga:
—Este rompecabezas les viene grande a nuestros superlistos…
Sin embargo, ellos colocaron los tornillos, quizá un poco al azar. Mientras tanto, el viento había aumentado y la línea de la costa se hacía cada vez más borrosa.
Por segunda vez, no sin esfuerzo, sujetaban el motor y la lancha, atornillando la abrazadera. El «suspense» imperaba a bordo cuando Julio tiró del arranque.
El motor seguía mudo, tan mudo como Oscar en los últimos minutos, sin acordarse para nada de su cantinela «de la garantía.
—¿Qué hacemos? Tendremos que pedir auxilio —dijo Verónica con voz insegura.
—Sí, hay que lanzar el S.O.S y pronto —apoyó Sara.
—¿Es que te has creído que estás en una nave espacial o en un barco equipado con radar, radio y todas esas tosas? Esto es una simple lancha —barbotó Julio.
En aquel momento, por vez primera, todos se daban cuenta de su difícil situación. Cada uno por su lado, todos recorrían con la vista la superficie del mar, a la espera de detectar cualquier embarcación que pudiera sacarles del apuro.
—¡Por allí! —gritó Raúl, señalando hacia un yate blanco que cruzaba ante ellos.
Empezaron a agitar los brazos y un hombre, acodado en la borda del yate, les saludó alegremente… Pero el barquito no se detuvo, y lo que era peor, se alejaba velozmente.
—¡Han debido de suponer que somos una pandilla alegre, pero no se han dado cuenta de la avería y la situación en que nos encontramos! —barbotó Héctor.
—Bueno, bueno, sin dramatizar —alegó Julio—. Si los de ese yate son unos despistados, otros se darán cuenta de lo que nos sucede y atenderán nuestras llamadas.
—¡Seguro! Los de la garantía de la lancha —atacó Sara—. ¿Es que nadie aquí conoce el código de señales del mar?
No, nadie conocía el tal código de señales. Petra debía de haber comprendido lo peligroso de la situación porque se le olvidaba marearse.
—¿Se puede saber hacia dónde derivamos? —preguntó Verónica, con la esperanza de que fuese hacia alguna de las Islas Afortunadas.
Julio y Héctor cambiaron una mirada. Captada por los demás, Verónica se mostró exigente:
—No estamos para misterios y debemos conocer la realidad todos los que vamos en este inmundo bote.
Se hizo un silencio. Héctor, por fin, se dispuso a afrontar la verdad.
—Navegamos rumbo a Occidente…
—¿Quieres decir a todo lo ancho del Atlántico? Así que no pararemos hasta llegar a América —dijo crudamente Sara.
—Eso no. Todo el Atlántico está salpicado de pesqueros, petroleros y buques de todas clases, especialmente cargueros. Nos encontrarán y creo que pronto, porque las Canarias son islas de aprovisionamiento en esta ruta —objetó Raúl.
—Ni siquiera tenemos comida. La llevábamos abundante, pero con el apetito de «Los Jaguares»… —se quejó Sara.
Raúl se puso rojo, recordando la de sandwichs que había despachado. Oscar murmuró:
—Yo…, como la lancha estaba garantizada…
—¡Ea! Basta ya de lamentos —zanjó Héctor—. Julio y yo vamos a revisar nuevamente el motor y…
—¿Otra vez? ¿Y si acabamos hundiéndonos? —protestó Sara, con la aquiescencia de Petra.
Héctor, con cierta impaciencia, añadió:
—Mientras nosotros tratamos de arreglar el motor, vosotros vigiláis, repartiéndoos la rosa de los vientos.
—¿Qué rosa? —preguntó Oscar.
Hubo que explicarle que en la tal rosa se hallaban marcadas todas las direcciones y que los no dedicados a la mecánica deberían dividir en cuatro cuartos el mundo visible y tener bajo su vigilancia el cuarto correspondiente. No dejarían de avistar algún buque.
Conscientes de la dura realidad, todos trataron de cumplir con su cometido. Empezaba a anochecer cuando Raúl lanzó un grito frenético:
—¡Lo tengo! ¡Socorro! ¡Socorro!
Un pequeño pesquero había aparecido en el horizonte y se acercaba a ellos. Pero no sólo el barquito llevaba la dirección de la lancha sino que ésta, empujada por el oleaje, iba hacia él.
Seis pares de brazos se convirtieron en aspas de molino, llevados del desesperado intento de atraer la atención y hacer comprender a los del barco el peligro en que se hallaban.
Pasados unos minutos comprendieron que, como el yatecito avistado anteriormente, seguía su ruta y no pensaba detenerse. Y menos mal que el viento y el oleaje empujaban la lancha hacia el pequeño pesquero y cada vez estaban más próximos.
—¿Y ésta es la solidaridad en el mar? —hipó Verónica.
—No te preocupes; verás qué pronto nos atienden.
Sin más explicaciones, Héctor se lanzó al agua, dispuesto a nadar con brío hasta colgarse del cable que había visto a estribor.
Como las chicas hicieran mención de seguirle, Raúl las retuvo.
—No es necesario, chicas. Héctor se entenderá con los del barco y nos echarán una escala.
—¿Ya no somos náufragos? —preguntó Oscar, con fe ciega en su hermano.
—Vamos a dejar de serlo inmediatamente.
Con unas cuantas poderosas brazadas, Héctor acortaba distancia hacia el buque. Desde la lancha podían divisar a dos hombres hablando sobre cubierta con bastante viveza. Les habían visto y, de lo que Julio deducía, estaban considerando la conveniencia de detenerse o no.
—Tranquilas, chicas, las leyes del mar exigen que cualquier buque de cualquier pabellón recoja a los náufragos y éste se detendrá —pudo decir Raúl.
Sin embargo, fue la enérgica postura de Héctor, llegándose hasta el buque, quien hizo que se cumpliera aquella ley del mar. Como un gato, ayudándose de la cuerda, trepó por las amuras, hasta quedar a caballo en la borda.
—Hola; espero que me comprendan —dijo—. Mis amigos y yo estamos en un apuro. Se nos ha estropeado el motor y vamos a la deriva. Por favor, actúen con rapidez.
Los dos hombres le contemplaban con sorpresa.
—¿Hablan español? ¿Francés? ¿Inglés?
Los otros, ganados por la sorpresa, parecían un par de postes. Héctor, viendo que la lancha se alejaría a popa del pesquero, miró sobre la cubierta y, al descubrir un gran rollo de cable corrió hacia él. Instantes después lanzaba el extremo del cabo al mar y Raúl lo recogía, con gran algazara de sus compañeros.
Después, sujeta al cable, la lancha estrenada aquel día acabó por situarse a estribor del buque.
—¿No tienen una escala? —preguntó Héctor.