VIII. JULIO SE HACE PASAR POR UN «DURO» DE CUIDADO
Seguido del grupo juvenil, el furioso policía, tras presentar sus disculpas al dueño del yate, abandonaba éste y todos se perdían en las tinieblas, rotas a trechos por las luces de las farolas. Su severidad imponía a las chicas, pensando en el mal trago que les aguardaba a la siguiente mañana.
Cerca ya del cuartelillo, el policía dijo:
—Ya lo sabéis, a las nueve de la mañana y acompañados de una persona responsable.
—Tiene nuestra palabra, señor —repuso Héctor.
Honradamente, él se disponía a cumplirla; sólo que el hombre propone y…
Habían dado unos pasos en dirección a la calle de su hotel, cuando Sara dejó escapar uno de sus escalofriantes susurros:
—«Jaguares»… ¿no echáis en falta a Julio? Se ha quedado en el yate.
Los demás volvieron las cabezas como accionados por un resorte.
—¡Cielos!
—¿Está loco?
—¡Qué valiente es Jul! —exclamó admirativamente Oscar. Pero tendremos que ir a prestarle ayuda.
—¿Y si él no quiere? —alegó Sara—. No nos ha avisado, luego debe pretender pasar inadvertido.
El grupo se había detenido, asaltado por mil interrogantes.
• • • • •
En efecto, Julio se había quedado en el «Marie», mirando la marcha de sus compañeros en unión del policía, bajo el resguardo del único bote de salvamento del pequeño barco.
Estaba seguro de que, la oscuridad por un lado y los suyos caminando apretujados por otro, habían disimulado su ausencia en el momento de marcharse los visitantes.
El alto muchacho no estuvo mucho tiempo ovillado bajo el bote. Precipitadamente salió de allí para escurrirse hasta una de las ventanas que daban a cubierta, abierta en aquella cálida noche. De un salto pasó al interior, diciéndose que había llegado justo a tiempo, pues el dueño del yate andaba ocupado cerrando la escotilla y luego el par de ventanas que daban sobre cubierta.
Tuvo que disimularse donde pudo, que fue tras una puerta. Desde su escondite podía ver al dueño del yate, en cuya documentación figuraba el nombre de Debré. Estaba manejando la radio y Julio le oyó decir:
—Aquí D. ¿Alguna novedad?
Tras un breve silencio, Debré añadía:
—Situación de emergencia. Visita de chivatos. ¿Ha llegado G?
Otro breve silencio y Debré respondió:
—Parfait. Corto.
Apenas lo había hecho cuando Julio, dejando su escondite sin ruido, fue a colocarse a espaldas del hombre. Llevaba una mano en el bolsillo y el dueño del yate sintió el contacto de algo duro y redondo en su espalda.
—¡No se mueva! ¡Le estoy apuntando con un arma!
Su acción había pillado de sorpresa al dueño de la nave.
—Le aconsejo que sea prudente —añadió el muchacho—; soy joven, pero no tonto. Yo, precisamente yo, me he comunicado en este yate con el hijo del jeque, al que ustedes han debido trasladar, en vista del peligro, al «Rex» o «Alexandre», que el nombre da igual. En cuanto al policía al que ha creído engañar, no se fíe del todo. He observado que es astuto…
En aquel mismo instante, de un rodillazo, Debré abría el cajoncito del escritorio y echaba mano a un arma. Julio, dándole con la mano de canto en el juego del codo, hizo que soltara el arma, que fue a parar a sus manos. Entonces, riendo alegremente, sacó del bolsillo el trozo de tubería procedente de un codo de lavabo y la puso ante el aturullado marino.
—Para andar en estos tejemanejes de secuestros internacionales no es usted muy agudo. Un muchacho como yo no se pasea por el mundo con armas…
Los dientes de Debré rechinaron de rabia al descubrir la burla de que había sido víctima.
—Ahora —prosiguió Julio—. Va usted a poner en marcha el yate y va a llevarme junto a sus compinches, me entregará a Hassam y luego puede irse al diablo. Mi cometido se terminará ahí.
—¿Y si me niego? —preguntó el hombre con expresión temible.
—¡Oh, no se negará! No le conviene, señor mío…
En honor a la verdad, a Julio el arma le quemaba la mano, pero sabía disimularlo con una sangre fría impropia de sus años.
—No puedo abandonar el puerto; necesito el permiso de salida…
—Bien, si tan respetuoso se siente con las leyes, camine ante mí y explíquele eso al jefe de policía.
—Sabes que eso no me interesa y no porque tenga nada que ocultar. Nadie puede probarme que Hassam haya estado aquí y mucho menos ese papelucho ridículo traído por vosotros.
—Entonces, váyase al diablo el permiso y a toda máquina hacia el «Rex I». Guinea, por lo que he podido escuchar, está ya allí y no ha llegado solo. Supongo que ha utilizado un bote de remos para no hacerse notar y eso nos concede alguna ventaja, ya que el «Rex» no habrá podido elevar anclas con la rapidez deseada.
—¡Maldito entrometido!
—¡A callar! Vaya delante y actúe en los mandos. Le advierto que no soy de los que se descuidan.
La indecisión de Debré resultaba evidente. Julio, a su pesar, tuvo que darle un culetazo en la espalda, haciéndose el duro.
—Estás loco, mon Dieu, loco perdido —repetía el individuo, pero disponiéndose a obedecer.
El yate estuvo en condiciones de arrancar en cuestión de minutos. Su dueño soltó amarras con Julio pegado a su espalda y luego fue hasta los mandos. El motor se puso en marcha rompiendo el silencio del puerto.
—Vas a perderme. Nos van a seguir… garçon, podemos hacer un pacto. Un dinerito le viene bien a todo el mundo y…
—¡Cierre su sucia boca! —barbotó Julio.
Estaba seguro de que aquel individuo trataría de hacerle alguna jugarreta en cuanto tuviera ocasión, pero no había tiempo que perder si quería recuperar al secuestrado. El «Rex I» no tardaría en emprender la marcha con rumbo desconocido y entonces hallarle sería como dar con una aguja en un pajar.
El pequeño yate dejó atrás el malecón, enfilando en línea recta en dirección al que en aquel momento llevaba el nombre de «Alexandre». Julio confiaba en la sorpresa de los del pesquero, que no le aguardaban, para triunfar en la empresa. Pero no todo estaba resuelto y se iba diciendo: «¡En buena me he metido! y sin Héctor y Raúl…»
Ya estaba hecho y no podía volverse atrás. En una ocasión, sus reflejos le salvaron. Previo el codazo de su enemigo antes de recibirlo en pleno estómago. A partir de entonces procuró que hubiera cierta distancia entre los dos, seguro de que el otro le haría la jugarreta al menor descuido y hasta sin él.
—Navegue a la máxima velocidad —ordenó, tratando que su voz sonase autoritaria.
¡Cielos! ¡Cómo se acordaba de sus «Jaguares»! ¿No se les ocurriría avisar a la Policía, cuando le echaran en falta?
Suponiendo que se atrevieran a presentarse en el cuartelillo antes de la hora en que habían sido convocados. En aquel instante, Julio comprendía que la acción violenta no iba con él. Incluso el bonachón de Raúl se hubiera desenvuelto mejor en aquella emergencia. El arma le quemaba la mano, aunque no pensara utilizarla para nada, por mal que se viera, pero tenía que dárselas de «duro» e intentaba por todos los medios estar a la altura de la situación.
—¿Sabes? Serías un buen socio —le dijo Debré—. Eres inteligente, audaz y tienes seguridad en ti mismo; te aseguro que, si quisieras, serías en dos o tres años un gran personaje internacional.
—¿En el mundo del hampa? Gracias por el ofrecimiento, pero no me seduce. ¡Y basta ya de charla! No se desvíe ni una pulgada de su objetivo o va a acordarse de mí en lo sucesivo.
Aquel individuo parecía dispuesto a obedecer. A través del cristal de la cabina, Julio podía divisar las luces de posición del «Alexandre», cada vez más próximas. No tenía mucha idea de cómo encauzar sus actos una vez abordado el buque, aunque, eso sí, con el aspecto más terrible que pudiera representar, exigiría la entrega de Hassam y el regreso a Las Angustias.
La travesía fue corta y, vista la placidez con que Debré se plegaba a las exigencias de Julio, éste se dijo:
«Piensa hacerme una buena faena cuando estemos junto al “Alexandre”, seguro. Habrá que precaverse».
En el falso pesquero debían de haberse percatado de la llegada del yate, porque se encendió una luz y a su débil resplandor, Julio pudo observar dos figuras junto a la borda.
El vozarrón de Guinea, amortiguado por el oleaje y la distancia, llegó hasta él:
—¡Debré!, ¿te has vuelto loco? ¿Qué ocurrencia es ésta? ¡Tenías que permanecer anclado! ¿Es que quieres atraer sobre nosotros a todos los guardianes del puerto?
Mediaban escasos metros entre las dos naves y Julio ordenó al francés:
—Conteste que han sido descubiertos y que se les ordena arriar un bote con Hassam y traerlo hasta aquí.
Debré hizo un ademán afirmativo con la cabeza, pero si Julio hubiera podido percibir la astucia de su mirada, la inquietud hubiera hecho presa en él.
—¡Guinea! Hemos sido descubiertos. Lo mejor es que pongáis al prisionero en un bote y lo traigáis hasta aquí.
—¿Estás solo?
—¡Diga que sí! —ordenó Julio, decidiéndose a ponerle la boca del arma en las costillas.
—¡No! —gritó Debré.
Sin duda, durante la corta travesía, se había confeccionado el retrato mental de su enemigo. Y acertó… en parte. Naturalmente, el muchacho no utilizó el arma, pero con uno de sus golpes de kárate, dado con el canto de la mano en el cuello robusto del francés, conseguía por el momento dejarle fuera de combate.
—¿Quién está contigo? —preguntó una voz que Julio identificó como la del hombre de las entradas en las sienes.
Sin pensarlo dos veces, el mayor de los Medina replicó con voz sonora y firme:
—¡La Policía! ¡Entréguense!
Se produjo un breve silencio. Los de arriba cuchicheaban entre sí. Luego, Guinea repuso:
—De acuerdo. ¿Hemos de arriar la lancha?
—Sí. Vengan en ella hasta aquí cuantos se encuentren a bordo.
Los del pesquero iniciaron inmediatamente la maniobra. Julio observó que Debré empezaba a recuperarse y, abandonando por un momento la vigilancia de los del buque, corrió en busca de una cuerda y, a la carrera, le ató a su enemigo las manos a la espalda.
—Puede que se arme la marimorena cuando lleguen ésos —se dijo, en el momento de salir a cubierta para vigilar la marcha de la operación.
Los acontecimientos se habían precipitado. El pesquero, a toda máquina y con una hábil maniobra, había girado sobre sí mismo y enfilaba de proa y a toda máquina al «Marie».
—¡Nos embisten! —gritó Julio, mientras dudaba en correr hacia Debré, para que evitase el choque en lo posible o tirarse al agua.
Y no hizo ni lo uno ni lo otro. Desatar al individuo no conducía a nada, ya que la mole del «Alexandre» se venía encima y tirarse al agua dejando al otro imposibililitado para procurar su salvación, no entraba en su ética. Así que aferró la barra del timón y como Dios le dio a entender, accionó en ella con fuerza, logrando desviar de pura chiripa el yatecito, pero no lo suficiente para evitar el choque lateral, yendo a salir a popa del «Alexandre».
Julio salió despedido y su cabeza fue a chocar con algo duro. En aquel mismo momento se le terminaron todas sus preocupaciones, por la sencilla razón de que había perdido el conocimiento.
Los del pesquero empezaron a gritar:
—¡Debré! ¡Debré! ¿Nos oyes?
—¡Diablos, auxiliadme! Tengo las manos atadas y no puedo manejar el yate. ¡Sinvergüenzas, más que sinvergüenzas! ¡Vaya un compañerismo el vuestro!
—¡Que te auxilie la Policía! Los ineptos no merecen mejor trato.
—¡Majaderos de cuerno! A bordo no hay ningún policía, sino uno de esos entrometidos que ya tuvisteis a bordo. Aprovechad ahora que está inconsciente y venid de una vez a desatarme…
Debré había salido a cubierta, patendo de impaciencia al comprobar que el yate, lanzado inconteniblemente, se alejaba del «Alexandre».
—¡Está bien! ¡Allá vamos! —gritó Guinea—. Y no esperes tu parte, después del tropezón que has dado. Los jefes se van a poner furiosos.
Entonces sí, los del pesquero arriaron un bote y pronto remaban en dirección al yatecito blanco. Aquel Guinea, que parecía un gato, no tuvo problemas para izarse al «Marie» y llegar hasta Debré, luego de apartar con el pie, como si fuera un fardo molesto y desagradable, al inconsciente «Jaguar».