
La siesta de un santo, naturalmente, es sagrada. Igual que el
buzo se equipa para la inmersión, mi santo reúne sus complementos,
ópera Rigoletto y macrobiografía de Lenin,
y se va a la cama, dejándome tirada (en el sofá). En su reiterado
intento de cambiarme, el otro día me dijo que yo también debería
retirarme al cuarto para leer y para dar ejemplo. «¿Y por qué yo,
no tienen bastante ejemplo contigo?», dije. Me puso cara de perro y
cedí. Según acabamos de comer, santo y pájara nos fuimos a la cama
a dar ejemplo, mientras los niños se quedaban como Dios con la tele
y los sofás para su total solaz. Mi santo se puso los cascos para
escuchar Juanita Banana y alzó el libro
mostrenco de Lenin. Últimamente me había fijado en que estaba
echando unos bíceps extraordinarios y al fin comprendí el secreto:
el libro de Lenin pesa lo menos siete kilos, y, dado que mi santo
tiene que alejárselo porque está perdiendo vista, hay momentos en
que sujeta con los brazos extendidos todo el peso de la historia.
Yo me abracé a esos impresionantes bíceps y casi de inmediato me
quedé sopinstant. Pero el despertar fue
brutal. Se ve que a mi santo, por más que diga, la cultura no le
dura mucho rato, y al quedarse dormido se le cayó el libro justo
encima de una de mis sienes. Para haberme matado. Me levanté
maldiciendo, mas no me oyó, porque con los cascos no se entera.
Volví mareada a mi viejo sofá de donde no debía haber salido nunca.
Pensé que los niños se habrían puesto una película, pero no, veían
fascinados un reportaje en profundidad sobre el desnudo integral de
Paco Porras en las rocas: estaba enseñando cómo quitarse la
arenilla que queda entre el miembro y los testículos. Pedagogía
pura. Y mientras España viendo La 2.