
–Vaya juerga que te vas a correr, cariño
-dije.
–Ah… ¿pero es que tú no vienes?
Me puso cara de no poder vivir sin mí, pero a mí eso no me
afecta, hace mucho tiempo que sé que la cara no es un espejo del
alma. Entonces mi santo (encantado en el fondo de que le dejara
vivir solo unos días), que es como una madre, sacó una tuperware con cocido del congelador y me leyó la
cartilla: «El que te quedes aquí no significa que te tires a los
restaurantes o te pases el día comiendo guarrerías. Aquí tienes tu
plato de cuchara. Y ya en la escalera se volvió para decirme:
«Beatus Ille, qui procul negotiis…»
(«bienaventurado el que se aleja del mundanal ruido»). Le mandé un
beso volador que él cogió al vuelo. Ideal.
Sí, me tiré a la calle como una cualquiera viendo esos
escaparates donde los comerciantes salen y aplauden cuando yo paso.
Me admiran como artista pero, sobre todo, como clienta. En los días
que estuve en Madrid, si de algo no me acordé para nada, fue de ese
cocido que se descomponía lentamente. Es más, las noches que pasé
en soledad, espanzurrada en el sofá, llamé a un Pizza Hut y pedí
una pizza familiar. Cómo se me quedaría el estómago que no pude
transportarme hasta la cama. Al día siguiente mi santo varón me
llamó para decirme que el periodo de libertad había terminado, en
una hora venía a por mí. Destruí los envoltorios de las pizzas.
Mas, de pronto, me acordé. Fui a la cocina: el cocido estaba vivo,
echaba unas extrañas burbujas. Como Alien.
Sin dilación, vertí el cocidazo por el inodoro. Me dio tiempo a
pintarme los labios y a abrir la puerta. Nos abrazamos por la
felicidad del reencuentro. Y ya al rato, como él es muy obsesivo
con sus cosas, me preguntó, «¿Y el cocido?»; le respondí: «Como el
primer día». De pronto, llamó el portero. Que cortáramos el agua,
que se había roto la tubería central.
Cuando salíamos por el portal para volver a nuestro retiro el
portero me enseñó la causa de la avería: el hueso que mi santo le
había echado al cocido. El portero y yo estuvimos de acuerdo en que
la gente cómo es, tira de todo por el váter. Le pedí el hueso. Le
dije que soy coleccionista. Es un hueso como para exponerlo en el
Museo de Ciencias Naturales. Un recuerdo de amor. Lo he puesto en
mi estantería y le da un aire a mi cuarto muy especial, como si
fuera el estudio de una zoóloga. Con lo que a mí me ha gustado
desde niña la zoofilia.