Prólogo


En pocas palabras


Este libro está lleno de verdades y mentiras. Las verdades las utilizo para que el lector se crea las mentiras. No es una recopilación de artículos porque no creo que lo que escribo en El País sean artículos sino pequeños relatos contados en primera persona por un personaje que se parece a mí, pero que no soy yo. Una vez me dijo un amigo que si de verdad quería que los lectores no se lo tomaran todo al pie de la letra debería utilizar un pseudónimo. Puede que mi amigo tuviera razón porque no puedo pasarme la vida explicando a aquellos que se han sentido aludidos o «dolidos» al leer algún capítulo de este diario peculiar, que sólo se trataba de una broma, de una diversión. Escribir tiene un riesgo, escribir valiéndose de la ironía permanentemente es aún más arriesgado porque a todo el mundo le encantan los escritores irónicos hasta que la ironía les salpica. Cuando publiqué el primer volumen de Tinto de Verano yo era mucho más inocente. Lo digo en serio. Pensaba que los lectores, si es que los tenía, estarían pasando un buen rato mientras leían estas pequeñas piezas literarias -y digo pequeñas en todos los sentidos de la palabra y sin complejos- y no andarían buscando mensajes ocultos, pero ahora ya he conocido las reacciones que provocan. Están los que se los toman demasiado en serio, los que los desprecian por no entender su premeditada frivolidad, los que buscan una segunda lectura donde no la hay, los que piensan que soy más inteligente de lo que quiero mostrar, y los que están convencidos de que soy completamente idiota. Pienso sinceramente que estoy a un paso de las dos cosas, de ser inteligente y de ser idiota, y me gustaría que el lector pudiera disfrutar de ambas «cualidades» a la vez. Pero, aunque ya digo que conozco algunas de las reacciones que han provocado estos textos y que soy por tanto menos inocente, no he querido que eso me afectara, porque corres el peligro de escribir con los lectores cargados a tus espaldas y no creo que para un escritor eso sea saludable. Es un esfuerzo ser libre a la hora de escribir, se lo aseguro, pero también es un riesgo gustoso. El escritor ha de contar con que su trabajo no le puede gustar a todo el mundo, pero yo diría que el escritor que se arriesga consigue lectores que le adoran y lectores que le detestan. Uno no puede fiarse de la gente que le cae bien a todo el mundo, ¿no habrá una gran falsedad en esa simpatía universal?; y de la misma forma, ¿puede uno fiarse del escritor que le gusta a cualquier lector?


Para mí, escribir este diario público es como lanzarse al ruedo. Con el aliciente de que no te pilla el toro, es decir, que el riesgo de un escritor es limitado, no hay que exagerarlo. Según van pasando los años y voy sumándole oficio a mi antigua vocación intento expresarme prescindiendo del pudor; por tanto, ese toque impúdico que irrita a algunos lectores para mí es un mérito. En mi primer libro de Tinto de Verano incluí un gran prólogo, quince páginas en las que explicaba cuáles habían sido mis intenciones, en las que me excusaba, y a veces hasta parecía que pedía perdón por haberlo escrito. El escritor Rafael Azcona me presentó el libro y muy sabiamente me dijo que no eran necesarias tantas explicaciones, los libros están para quien los entienda, y hay que acostumbrarse a que no todo lo que uno escribe es bien entendido. Incluso a veces tus admiradores no te entienden como a ti te gustaría.

Así que decidí presentarles esta nueva recopilación con pocas palabras (ya son demasiadas). La primera parte está escrita en mi casa de campo durante el mes de agosto; la segunda, en Nueva York, coincidiendo con el terrible atentado a las Torres Gemelas. Decidí incluir los textos americanos porque me parecían un contrapunto chocante, en todos los sentidos, al tranquilo, y a veces tedioso, veraneo en la sierra madrileña.

Lo pasé muy bien escribiendo, incluso puedo asegurar que las historias de Nueva York me sirvieron para calmar la ansiedad que me provocaba lo que había ocurrido y el miedo a lo que podía ocurrir. Espero haber sabido transmitir la alegría con la que escribí estas páginas, y que esa alegría sea contagiosa.