CAPÍTULO 9

El día siguiente era domingo. Del fondo del armario ropero seleccioné un traje deportivo de lino verde pálido. Me lo había comprado con los sustanciosos honorarios que cobrara en cierta ocasión por sacar a un maduro ejecutivo de unos estudios cinematográficos del apuro que suponía que lo hubiesen detenido por un desagradable asunto de drogas; habría podido hacer que le declarasen culpable del cargo de tráfico de drogas. Seis meses después fue detenido en Atlantic City con una maleta llena de aquella sustancia, motivo por el que lo metieron cinco años a la sombra.

Me lo había puesto unas cuantas veces con ocasión de las comidas del día de San Patricio que solíamos celebrar un grupo de abogados irlandeses en Jimmy’s. Luego empezaron a venir también las esposas, por lo que la cosa se puso formal, diferente y sobria, todos teníamos cuidado con lo que decíamos, y después de un par de reuniones aburridas ya no se celebraron más aquellos jolgorios. La crisis empezó a enseñar los dientes, el traje verde pálido fue a parar al fondo del ropero y desde entonces yo celebro el día de San Pat sentado ante mi escritorio con un sándwich de carne enlatada acompañada de pan de centeno.

Mientras desempolvaba el traje verde me sentía bastante bajo de ánimo; me encontré mirando por la ventana delantera y me fijé en una bolsa de plástico de aspecto extraño que estaba apoyada contra el buzón de mi casa. Era negra y brillante, con forma de rosquilla, y estaba atada con alambre. En cuanto empecé a maldecir a la empresa de basuras por no llevarse los desperdicios caí en la cuenta de que Rex no estaba por allí.

¡Rex! ¡Rex!

Ninguno de mis vecinos tenía bolsas de plástico, cubos de basura, cajas ni ninguna otra cosa que obstruyese la acera delante de sus casas. Entonces me di cuenta de que la bolsa de plástico negro tenía una forma que me era conocida.

¡Rex! ¡Rex! ¡Ven aquí, muchacho!

Agarré un cuchillo del cajón de la cocina y salí corriendo por la puerta principal.

—¡Rex, Rex, Rex!

Intenté levantar el peso muerto y luego me rompí una uña al intentar desatar el alambre que sujetaba la parte superior de la bolsa.

—¡Rex!

Corté el plástico negro a fin de hacer un agujero lo bastante grande como para meter por él los dedos y rasgar el plástico. A mis pies se derramaron la hierba, las ramitas, las hojas y otros desechos que los jardineros deberían haberse llevado al marcharse.

—¡Rex! —Oí un ladrido de contento y Rex salió dando botes de la casa, riéndose y meneando el rabo—. ¡Maldito chucho inútil! —Quise darle un puntapié, pero no atiné. Se alejó dando un salto y, rodeándome, volvió, metió el morro entre los recortes de césped y lo esparció todo por la acera—. ¿Dónde has estado? —Vi que tenía hilas en el pelo—. ¡Sabes que el armario de la ropa de casa está prohibido, perro de mala raza! —Rex se agachó acobardado y apretó una oreja contra el suelo, como si yo lo hubiera destrozado. Aquélla era su astuta manera de intentar inspirar compasión. Sabía perfectamente que no podía ni acercarse a aquel armario de la ropa de la casa y, sin embargo, en cuanto veía que yo me iba a la cama se dirigía allí y se acomodaba en el mejor rincón de la casa—. A la primera ocasión que se me presente te voy a cambiar por uno de esos cerdos de cuero rellenos —le dije.

Era un día despejado típico del sur de California. Un almuerzo en el Beverly Hilton era una ocasión que merecía ir bien vestido: el traje todavía me quedaba bien y me sentía a gusto con él puesto. Ingrid apareció puntualmente; ella siempre llegaba puntuad y me alegré de estar ataviado con mis mejores galas. Ingrid tenía un aspecto fantástico; llevaba puesto un conjunto de dos piezas de seda de color gris ahumado y perlas auténticas. Nos dieron una de las mesas junto a las ventanas que se alineaban a uno de los lados del restaurante; teníamos vista a la piscina y a las palmeras. La luz del sol que entraba en el salón se reflejaba en el pelo de Ingrid y en los vasos de agua, y formaba intrincados dibujos sobre el mantel.

La vida era estupenda.

—Me llamo Vicky y soy su camarera.

Desde luego no era verdad, pues la muchacha que revoloteaba cerca de nosotros no era más camarera que cualquiera de las jóvenes actrices y modelos que uno se encontraba sirviendo mesas en los restaurantes de Los Ángeles, pero tenía una sonrisa dulce y nos sirvió champán a Ingrid y a mí, y zumo de naranja en los vasos que se encontraban en los lugares que ocuparían Danny y Robyna cuando volvieran del bufet libre.

—Estás maravillosa, Ingrid.

Esperó a que se alejase la camarera para que no pudiera oír lo que decíamos.

—Cuando me llamaste no podía hablar.

—Claro, ya lo entendí.

—Suelo oír chasquidos en la línea cuando Zach descuelga el otro teléfono, pero en la segunda llamada creo que no sucedió nada. Aunque nunca consigo estar segura de ello. —Me miró—. ¿Qué te dijo el señor Pindero?

Aquello era lo que me temía. No tenía intención alguna de contarle la verdad acerca de mi segunda visita a aquel lugar.

—No mucho. Se ve que había estado bebiendo. No estaba en muy buena forma. No pasé mucho tiempo con él.

—¿Estaba solo?

—Un gato, dos perros dobermans y una fila de coro de peces tropicales.

Dejó sobre la mesa la copa de champán con la que había estado jugueteando y me miró; sonreía soñadoramente, como si se estuviera despertando.

—Es un hombre agradable —afirmó.

La imagen de la preciosa cara de Ingrid y el soleado paisaje que había detrás de ella se desvanecieron de pronto, y yo sólo podía ver una imagen sin color del cuerpo de Pindero tendido sobre las baldosas del suelo. Me la quité de la cabeza. No quería pensar en ello ni en lo que había sucedido allí arriba.

Quizá Ingrid viera algún aspecto de aquel miedo reflejado en mi rostro, porque se puso seria y dijo:

—Yo no quería involucrarte, Mickey. De veras que no. Pero no tenía a nadie más a quien recurrir.

Me miró, esbozó una sonrisita triste y giró la cabeza para mirar a Robyna y a Danny, que se encontraban ante el mostrador del bufet apilando comida en los respectivos platos. Supongo que no fue una buena idea invitarla a almorzar con Danny y Robyna. Ingrid necesitaba tener la oportunidad de hablar conmigo en privado.

—Ayudaré en todo lo que pueda —le aseguré.

—Creo que estoy en peligro —me confió. Alargó la mano y me tocó la mía, y aquel ligero contacto físico bastó para que yo sintiera un estremecimiento. Puede que Ingrid lo notase, porque, como si lamentase el gesto, retiró la mano y miró hacia otra parte.

—¿Cómo, en peligro?

—No puedo explicártelo…, ahora no.

—¿Es a causa de ese tal Pindero? —le pregunté.

Dijo que no con un movimiento de cabeza y miró por la ventana. El agua de la piscina se rizaba a la luz del sol. Ya saben lo que pasa cuando se construye una piscina en Hollywood; antes de que esté llena de agua ya hay tipos sentados alrededor hablando de contratos. Aquel día había mucha actividad de autopromoción allí afuera: artistas de los ejercicios gimnásticos que se daban aceite en los bíceps bronceados por el sol, algunos tipos que hablaban por teléfono y, más cerca de nosotros, un magnate envuelto en una toalla que observaba a un tipo gordo y bajo vestido con ropa de hacer jogging, el tipo gordo llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y estaba arrodillado mientras hacía caminar un lápiz sobre los planos de la planta de una mansión.

Ingrid los estudiaba a todos y se volvía constantemente para observar con movimientos furtivos que captaban todo lo que nos rodeaba. Supongo que temía que la siguieran. Jugueteaba con el cuchillo y el tenedor. Ni ella ni yo nos habíamos levantado todavía para ir a buscar comida.

—Es a causa de Zach —me susurró—. El peligro proviene de mi marido.

—¿Peligro? ¿Por qué?

—No debería haber dicho peligro. No puedo explicártelo.

—Inténtalo.

—Soy un estorbo para él. Le gustaría quitarme de en medio.

—¿Zach? ¿Tu marido?

—Sí.

Intenté conservar la calma.

—¿Tienes alguna prueba en la que basar esa idea?

—No. Ninguna capaz de convencer a un abogado.

—Ingrid —comencé a decir haciendo caso omiso de la pulla y esforzándome por sonreír—, puede que sólo estés pasando por unos momentos difíciles. En los matrimonios ocurre eso a menudo. Si lo sabré yo.

—No, Mickey, no soy una esposa histérica ni desairada, si es eso lo que estás pensando.

—Me dices que él te quiere y yo te creo. He visto cómo te mira. Estoy seguro de que sí. —Me dolía decirlo, pero, tal como yo lo veía, era la verdad—. ¿Crees que hay otra mujer?

—Tiene que haberla. Él es muy misterioso y yo soy muy confiada. Durante todas aquellas semanas que mantuvo una aventura con Felicity yo ni siquiera lo sospeché.

—¿Felicity Weingartner?

—Si no me lo hubiera confesado ella misma yo no lo habría descubierto. Nunca he podido volver a confiar de verdad en ella después de aquello. —Miró a lo lejos—. Zach nunca me cuenta nada de nada. Después de hablar yo contigo por teléfono, de pronto me dijo que teníamos que venir a Los Ángeles. Luego, ayer, cuando yo había reservado una mesa para comer en un sitio precioso, de repente se acordó de que tenía que ver a alguien. Volvió por la tarde tan nervioso, aturrullado y culpable que estoy segura de que tiene a otra mujer aquí.

—¿Ayer a qué hora?

—¿A qué hora? Oh, pues no lo sé exactamente. Fue mientras yo estaba en la peluquería. Volví dispuesta para salir a comer y me encontré con un mensaje que decía que había tenido que marcharse por cuestiones de negocios.

—Puede que fuera así.

—Cuando un marido es infiel la esposa lo nota, Mickey. Zach estaba muy excitado. Cuando regresó me dio un pellizco en la mejilla y se fue derecho al despacho. Lo oí pasear arriba y abajo. Luego, por la noche, me explicó que si alguien empezaba a hacer preguntas yo debería decir que él no había salido en todo el día. —Bebió un poco de champán—. Le pregunté que quién habría de querer saber dónde había estado, si el marido airado de alguna mujer, pero él se limitó a dirigirme una sonrisita y dijo que no se trataba de nada de eso. Me aseguró que era cosa de negocios.

—¿Significa esto que vas a divorciarte de él?

—No puedo, Mickey. Tengo un hijo de mi primer marido. Zach es su padrino y su principal fideicomisario. Si yo pidiera el divorcio podría perder a mi hijo. Ya sabes cómo son los tribunales, y Zach le hace a John tantos regalos caros que estoy segura de que mi hijo prefiere quedarse con él.

—No sabía que tuvieras un hijo.

—Es un chico precioso. Está en Connecticut, en un colegio. Zach tiene hacia él una mezcla de sentimientos. Odia que yo tenga por la casa fotos de John júnior. Tengo que esconderlas.

—Eso es terrible.

Ni siquiera Felicity sabía que Ingrid tuviera un hijo. ¿O es que estaba guardándole el secreto a Ingrid?

—No, es muy humano. Zach deseaba muchísimo tener un hijo propio; quiere mucho a John júnior, pero también ve en mi hijo una especie de reproche a su hombría. Si él y yo hubiéramos tenido hijos quizá hubiera sido diferente.

Aún estáis a tiempo.

—No. Hemos visitado a toda clase de especialistas. Zach no puede tener hijos.

—Eso es muy duro.

—Y le afecta, no se puede negar. Ya sabes cómo es él; es un macho. Lucha por todo aquello que quiere, y tiene que ganar. —Bebió un poco de champán—. ¡No puedo abandonar a mi hijo!… al hijo de Jack. Jack fue un buen marido y adoraba al chico. Sólo tengo que mantenerme firme, pero a veces me deprimo mucho.

—¿Cómo murió tu primer marido? —quise saber.

—Un camión le atropelló cuando cruzaba la calle. Era un hombre encantador.

—Eso sí que fue mala suerte —observé.

—Estuve tentada de confiarle algunos de mis problemas a ese encantador señor Pindero, pero supongo que el pobre viejo no quería verse involucrado en mis líos. Ese hombre no es como tú, Mickey. Tú te preocupas de verdad, sé que es así.

—¿Dónde está Zach ahora?

—Hablando con unos abogados en Sacramento. Ojalá yo supiera con quién estuvo ayer. Si esa mujer supiera lo que le está haciendo a mi matrimonio, no me torturaría de este modo.

La miré. Ahora sabía quién me estaba espiando allí arriba en la casa de Pindero el día anterior: Zach Petrovitch. Debía de haber estado escuchando también la segunda llamada, me habría oído hacer la descripción del lugar donde vivía Pindero, y habría actuado en consecuencia.

—No pongas nada por escrito que proporcione una coartada para tu marido con respecto al día de ayer, Ingrid —le recomendé.

—Siempre hablas como un abogado.

—Lo digo en serio. Si estaba cometiendo algún delito a aquellas horas, te podrían acusar de complicidad.

—No se trata de ningún delito. Es otra mujer. ¿No te das cuenta? —Luchó consigo misma antes de añadir—: Zach está convencido de que es culpa mía que no hayamos tenido hijos.

—Viene Danny —le advertí al ver que éste se aproximaba.

—Las gambas son realmente buenas —observó Danny al tiempo que dejaba caer el plato sobre la mesa y se sentaba.

—Y tienen unas costillas de primera calidad con un aspecto estupendo y la mejor tarta de queso del mundo.

El plato de Robyna contenía una modesta ración de ensaladas, frutos secos y cereales. Se sentó y miró a Ingrid con un interés descarado.

Ingrid le sonrió. Cuando se le daba la oportunidad de comer cuanto quisiera de sus platos favoritos, Danny se volvía como un niño. Y, mirando por todo el restaurante, pensé que quizá le ocurriera lo mismo a todo el mundo.

—Ahora nos toca a nosotros, Ingrid —le dije con una alegría forzada.

—Estoy impaciente por probar los fiambres —aseguró Ingrid con cortesía, aunque no sonó muy convincente.

Capté una expresión en el rostro de Danny que decía que había hallado en Ingrid un objeto de curiosidad y admiración. La ropa cara y el esmerado maquillaje la señalaban como a una forastera. Allí no eran muy frecuentes. Estábamos en el fin del mundo, un lugar donde la gente guapa iba a la playa con gorras de diseño para el sol, no a la ópera con trajes de Chanel y perlas.

Le había dicho a Danny que Ingrid era la mujer de un cliente, pero me daba cuenta de que ambos pensaban que se trataba de una amiga de lujo de la que yo estaba presumiendo ante ellos. A Danny eso no parecía hacerle mucha gracia. No estaba preparado para pensar que cualquiera podría sustituir a su madre. Cuando me levanté para seguir a Ingrid hasta el mostrador de la comida, le dirigí una mirada intensa. Desde luego, confiaba en que él no le dijera ninguna estupidez a Ingrid. Podía ponerse grosero si veía amenazado el lugar de su madre.

Contemplé a Ingrid mientras se servía un poco de salmón hervido en el plato y cogía ensalada de roble, zanahoria rallada, aceitunas rellenas de jalapeño y otras cosas, y lo colocaba todo hasta conseguir que tuviera buena presencia. Yo cogí arenques con salsa de crema agria con anguila ainmunt y ensalada de patata.

Ingrid fingía que estaba estudiando el bufet con gran atención; cuando estuvo segura de que nadie la podía oír me cogió aparte y me dijo:

—Hace unos seis meses bajé a coger algo de beber del frigorífico. Estábamos en la casa de Aspen. Ya sabes dónde está situada la cocina. Pude oír a Zach hablando con unas personas sentadas alrededor del bar. Le oí decir algo así como «vosotros aseguraos de que esté muerto de verdad». Goldie también estaba allí. En cierto modo ese tal Goldie me asusta.

—Produce ese efecto en mucha gente.

—Sí. Bueno, Goldie dijo entonces: «No queremos otra metedura de pata como la otra vez». El otro hombre, no reconocí la voz, no era ninguno de los amigos habituales de Zach ni nada de eso, comentó: «Así es como yo me gano la vida, señor Petrovitch». Y Zach le dijo: «La próxima vez lo haré yo mismo». Puede que no fueran ésas las palabras exactas, pero en esencia eso era lo que decían.

Dejó de hablar mientras pasaban dos personas junto a nosotros; ambas estaban amontonando salmón y queso cremoso en los platos.

—Es fácil malinterpretar las conversaciones que se oven casualmente —observé—. En los juicios tenemos ocasión de ver ejemplos de ello a diario.

—No me crees.

—Intento tranquilizarte —le aseguré. Se había enojado conmigo porque le parecía que no la estaba tratando con suficiente seriedad—. Sólo intento aclarar bien los hechos.

En un susurro turbado e impaciente Ingrid me dijo:

—Sé que mi marido está planeando matarme. El único «hecho» que probará tal cosa será mi cadáver.

A pesar de lo agitado de su semblante, Ingrid aún tenía controladas las emociones.

—Eso no ocurrirá.

—¿Por qué no? ¿Qué estás haciendo tú para impedirlo? Estoy asustada, Mickey. Nunca he tenido miedo de nada en toda mi vida, pero ahora estoy asustada.

—Quizá deberías coger a tu hijo y marcharte de casa Separarte de Zach.

—Eso es una tontería. —La profunda desesperación que sentía podía apreciarse en el modo llano como pronunció aquellas palabras—. Ya te lo he explicado. John júnior no tiene pasaporte, y Zach, como tutor, tendrá que presentar la solicitud. Si yo huyera, Zach solicitaría la custodia legal basándose en que yo no estoy en mis cabales, o en que no soy la persona idónea para ser tutora, o en algún otro truco legal que le permitiera quedarse con el niño. Estoy atrapada.

—Quizá exista alguna posibilidad de llegar a un acuerdo. ¿Quieres que hable yo con tu marido y le diga que eres desesperadamente desgraciada? ¿Quieres que le pida que te deje marchar?

Ingrid me miró con desprecio.

—Si Zach supiera que te estoy contando estas cosas, también se libraría de ti. He hecho ver que venía a hacerte más preguntas acerca de la normativa de la institución benéfica.

—Y o no le tengo miedo, Ingrid.

—Pues yo sí. —Miró el reloj—. El coche me estará esperando. Tengo que marcharme. —No puedes hacerlo— le dije.

—No sucederá nada durante una o dos semanas. Estoy a salvo. No me ocurrirá nada hasta que haya firmado el traspaso de esas empresas que tanto le preocupan. Está organizando alguna clase de holding con personas interpuestas; me lo ha contado todo. Quiere que vaya con él a Sudamérica y firme un montón de documentos en los que establece las jurisdicciones adecuadas. —Miró hacia la puerta—. Mira, ahí está Goldie —observó. Dejó el plato a medio llenar encima de la mesa—. Tengo que irme. Hoy se celebra el aniversario de bodas de unas personas a las que hace siglos que conozco.

Y prometí que me asomaría un momento a la fiesta de Budd Byron. No hay amigos como los viejos amigos, Mickey. Hasta ahora no lo había descubierto.

—Espera un minuto —le dije.

Se me hacía insoportable que se marchase en aquel momento de tanta tensión. Para convencerla de que se quedase tuve ganas de contarle lo que me había encontrado en la nevera de la cima de aquella colina de Topanga, pero había resuelto no decírselo a nadie; todavía no disponía de pruebas de que Petrovitch hubiese asesinado a Pindero y lo hubiera empotrado en el frigorífico. Por otra parte, estaba realmente preocupado por ella.

—Sé lo que hago —me aseguró Ingrid. Hizo un repentino esfuerzo por cambiar de humor—. Quizá esté exagerando. Zach es encantador casi siempre.

Al otro lado de la sala, en la entrada, estaba de pie Goldie con el sombrero en la mano, una expresión de criado fiel en el rostro y el abrigo de pieles de Ingrid colgado de un brazo.

—Llámame a cualquier hora —le ofrecí.

Me dio un pellizco en la mejilla.

—No te pongas tan solemne. No pasará nada.

La estuve observando mientras se marchaba. Las mujeres como Ingrid deberían exhibir una advertencia de parte del médico de cabecera: «Relacionarse con esta mujer disminuirá su capacidad de raciocinio y le inducirá a cometer locuras que ponen en peligro su salud».

Volví a la mesa y me senté con Danny y Robyna.

—¿Vas a ir a la fiesta de Budd Byron? —me preguntó Danny.

—¿Cómo te has enterado tú de eso?

—Me mandó una invitación, pero nosotros no podemos ir. Tengo un examen mañana por la mañana y he de mejorar la nota como sea. ¿Harás el favor de darle esto? —me pidió Danny.

Sacó una hoja de papel amarillo y la alisó encima del mantel. Era una papeleta de empeño que tenía impresa la frase «Esto es un empeño, no una venta»; también había un número de cinco cifras a lo largo del borde. Tardé unos instantes en descifrar la letra de una impresora de ordenador. TRESCIENTOS VEINTICINCO DÓLARES. PISTOLA DE 9 MM. BROWNING MODELO 35. DANIEL M. MURPHY. SEXO: VARÓN; RAZA: BLANCA; PELO: CASTAÑO, OJOS: NEGROS; PESO: 80 KILOS; FECHA DE NACIMIENTO: 23/01/70.

—¡Has empeñado la pistola!

—No te alteres, papá. La casa de empeños tiene toda la trastienda llena de ellas.

—No bromees con las armas de fuego, Danny. ¿No te lo he dicho mil veces?

—El tipo de la casa de empeños prefirió la pistola al estéreo. Dice que los clientes siempre vuelven a buscar las pistolas, pero que los estéreos se pasan de moda.

—Déjame verla otra vez. —Cogí la papeleta de empeño y la examiné con atención—. Ésa no es tu fecha de nacimiento. ¿Le enseñaste un carnet de identidad falso?

—Todos los chicos de la facultad tienen uno.

—Entras allí con una pipa, dejas que archiven en su ordenador tu nombre y tu dirección, y utilizas un carnet de identidad falso. ¿Has perdido el juicio?

—Necesitaba el dinero, papá. Tenía que llevar el coche a que le revisaran los frenos.

—¿No te ha dicho ninguno de esos amigos tuyos que saben tanto de todo que la policía tiene una relación de casas de empeños dónde llevan el registro de todos los informes rutinarios sobre mercancía sospechosa? El policía que se encargue de eso cogerá la matriz de la papeleta, meterá tu nombre en el ordenador, encontrará tu permiso de conducir y verá que has dado una edad falsa.

Danny se humedeció los labios con nerviosismo, igual que hacía cuando era niño.

—Lo siento, papá.

—Esto no te lo puedo arreglar yo. No es lo mismo que una multa por exceso de velocidad.

—Necesitaban una revisión a fondo.

Siempre le había dicho que el mantenimiento de los frenos, de la dirección y de las demás partes vitales del coche eran la máxima prioridad, así que Danny, invariablemente, utilizaba eso como defensa. Cogí la papeleta de empeño, la doblé por la mitad y me la metí en la cartera.

—La desempeñaré.

Sentí deseos de irme inmediatamente a la casa de empeños.

—No hace falta que la desempeñes. Budd quiere la pistola. Va a comprarme la papeleta a mí y la recogerá él mismo.

—Pero no puede hacer eso, ¿no? Es ilegal.

—A veces hablas como un paleto, papá. ¿Por qué no habría de ser eso legal? Lo único que tengo que hacer es firmar el impreso, nada más.

—Vale, le diré a Budd que la desempeñe mañana sin falta, antes de que la policía se interese por ella.

Budd necesita desesperadamente una pistola. Dice que le da mucho miedo el vecindario.

—No le llames Budd cuando hables con él. Es mejor que te dirijas a él como señor Byron."

—Me ha dicho que lo llame Budd.

—¿Dice que le da miedo? Lo que le pasa es que está muy nervioso. —Danny miraba con anhelo mi billetero. Añadí—. ¿Quieres que te adelante el dinero? ¿Es eso?

—Budd te pagará cuando le des la papeleta.

—¿Cuánto?

—Cuatrocientos.

—¡Cuatrocientos! ¿Qué clase de usurero he criado?

—Budd insistió.

—Vale. —Eché cuatro billetes de cien sobre la mesa—. Tú aléjate de esa casa de empeños. Que sea Budd quien desempeñe la pistola. Por lo menos él puede probar que tiene más de veintiún años.

—Gracias, papá.

—Déjame que te diga una cosa, Danny. Hasta el año pasado la policía iba a recoger las matrices de las papeletas cada día. Ahora las casas de empeño se las mandan por correo. Agradéceles a tus astros afortunados que es probable que logremos salir de ésta antes de que la mierda empiece a caer sobre tu cabeza.

—¿Adónde se ha ido tu amiga Ingrid? —me preguntó Danny.

—Tenía que ir a una reunión.

Le dejé cambiar de tema. No quería hacerle pasar un mal rato.

—¿Esnifa? —quiso saber Robyna.

—¿Cómo dices?

Era el modo que tenía Robyna de hacer que me subiera por las paredes.

—Me ha parecido que estaba colocada —me confió Robyna—. Es algo rara, ¿no?

Es cierto que Ingrid tiene un porte tranquilo e inescrutable. Ya era así de joven. Yo siempre había creído que era el legado de sus misteriosos ancestros escandinavos: el resultado de interminables extensiones de nieve y hielo y de la implacable melancolía. Me había hecho una idea extraña de cómo era Suecia cuando iba a la escuela secundaria, pero nunca me había alejado de casa más allá del lago Havasu.

—No, no está colocada, Robyna, lo único que le pasa es que tiene muchas preocupaciones. Dime, ¿puedo hacer algo más por ti?

—¡Cabrón! —se oyó que decía una voz a mi espalda. Levanté la vista y me encontré con mi esposa, Betty. Exesposa, quiero decir—. Ya sabía yo que tenías una querida, Mickey. ¿Por qué me tienes que mentir siempre?

—¿De qué hablas? —le pregunté, aunque ya sabía que ella debía de haber estado espiándome y habría presenciado mi téte-a-téte con Ingrid—. Era una cliente… —Al darme cuenta de que Ingrid no querría que nadie supiera que me estaba consultando, enmendé lo que decía—. Mejor dicho, la mujer de un cliente.

En el rostro de Betty se reflejaban la ira y la satisfacción a partes iguales.

—Ahora está saliendo a la luz la verdad —sentenció Betty—. Te ves con la mujer de un cliente. Espero que estés orgulloso de ti mismo.

Miré a mi alrededor. ¿Dónde estarían los chicos? Se habían largado. Las personas de la mesa de al lado nos estaban mirando, pero cuando yo a mi vez me quedé mirándolos fijamente se ocuparon de nuevo de comerse el almuerzo.

—Felicity la conoce —dije—. Pregúntale a ella.

—Eres un cabrón con dos caras. Deberían expulsarte del colegio de abogados.

—Contrólate, Betty.

—Pensar cómo le mientes al pobrecito Danny… —se quejó.

Y se marchitó como si el mero hecho de pensarlo fuera demasiado para ella. Así que era eso. Danny había invitado a Betty a comer con nosotros. Era otro de sus interminables intentos de volver a unir a sus padres. No es de extrañar que se pusiera tan pálido cuando me vio llegar en compañía de Ingrid. Y tampoco era de extrañar que ahora se hubiera quitado de en medio.

—¡Mujeriego! —me gritó Betty.

Dio media vuelta y se dirigió con paso enérgico a la piscina, como si estuviera a punto de arrojarse a ella por el lado más profundo. En cierto modo yo no podía evitar sentir lástima por ella. Por lo menos eso era lo que sentiría al día siguiente. Estuve observando a Betty mientras ella elegía una silla junto a la piscina y se sentaba.

Danny también la estaba mirando mientras volvía con el plato.

—¿Has invitado tú a tú madre a venir aquí? —le pregunté.

—Me dijo que tenía que verte. Estaba preocupada porque la policía ha estado cavando en el jardín.

—¿Qué?

—Ha alquilado esa casa de Mulholland donde vivisteis hace tiempo. La policía ha ido allí y ha levantado todo el jardín cavando en busca de un cadáver. Ella quiere saber si puede obligarles a que vuelvan a dejar los parterres y todo lo demás como estaba.

—Espera un minuto, espera un minuto. ¿La policía ha estado buscando un cadáver? ¿Qué es todo esto?

—Le dije a ella que lo más probable era que tú estuvieras al corriente de todo. —No parecía preocupado—. La camarera me ha preguntado si somos cuatro o cinco para el almuerzo.

—Dile a la camarera que no sé cuántos somos. Di le que dentro de un minuto vuelvo para arreglar la cuenta.

Me levanté y salí a toda prisa hacia el lugar donde Betty estaba repanchigada en una tumbona. Ya se había tranquilizado.

—Lo siento —se excusó—. Lo siento de veras, Mickey. Y te pido perdón.

—¿Has estado bebiendo? —le pregunté. Nunca la había oído pedir perdón antes.

—Claro que no.

Levantó un vaso de zumo de naranja que había cogido de la jarra del desayuno.

—¿Qué es eso de que la policía ha estado cavando en el jardín?

—Sí, eso es lo que quería preguntarte. ¿Puedo cobrarle al Ayuntamiento los parterres de flores? ¿Te acuerdas de aquellas dos preciosas camelias? Nunca se volverán a recuperar.

—¿Qué fue lo que dijo la policía?

—Es una investigación de Homicidios. Fueron allí con un equipo y máquinas. Preguntaron por ti, y cuando les dije que no estabas me indicaron que querían cavar. ¿Qué podía hacer yo más que decir que sí? Ahora el dueño quiere volver a plantar y que sea yo quien pague la cuenta.

—¿Preguntaron por mí por mi nombre?

La idea de que la policía creyera que yo estaba muerto y enterrado en un jardín trasero de Mulholland Drive era completamente espeluznante, pero no quería que Betty se diera cuenta de que yo me sentía preocupado. Con frecuencia se iba de la lengua.

—Creían que era tu casa. Me preguntaron si yo era la señora Murphy.

—¿Y tú qué les dijiste?

—¿Qué querías que les dijera? Que sí.

—¿No les dijiste que estábamos divorciados?

—No me lo preguntaron.

—¿Les dejaste que creyeran que aquélla era mi casa?

—Yo no les dejé que creyeran nada. Entraron como Pedro por su casa, se pusieron a registrar los armarios y estuvieron buscando por todas partes. Volvieron a ponerlo todo en su sitio, pero cuando una no se espera una cosa así…

—¿Se llevaron algo?

—¿Qué enterraste en el jardín, Mickey?

—No enterré nada en el jardín. Hace por lo menos diez años que no he estado en Mulholland.

—Se llevaron algunas muestras de tierra y otras cosas en bolsas de esas que utilizan para guardar pruebas. Estaban buscando un cadáver.

—¿Qué está pasando? —inquirí dirigiéndome al mundo en general.

Betty me sonrió como si yo estuviera bromeando. Nunca se tomaba las cosas en serio.

—Fue idea de Danny que yo viniera a almorzar con vosotros —me aseguró—. Creí que estaríamos solos. Sólo tú, Danny y yo. Tengo que pedirte un favor.

—No puedo seguir aflojando pasta. Son tiempos difíciles. Hay crisis, recuérdalo. No importa lo que diga el portavoz de la Casa Blanca, yo tengo una crisis en la vida real, aquí, en la cuenta de ahorro, que es donde duele.

—No se trata de dinero —me indicó.

—¿No se trata de dinero?

—No tienes que ponerte sarcástico —dijo.

—Dame un respiro, ¿quieres? Te mando el dinero con regularidad. No tienes que decirle a cualquier vieja gloria profesional del boxeo que intente sacarme más con una palanca.

—¿Profesional del boxeo? —Betty arrugó el entrecejo y luego se echó a reír—. ¡Profesional del boxeo!

—¿Qué tiene de gracioso?

—Esa «vieja gloria profesional del boxeo» no es otro que Juan, mi astrólogo.

—Debí imaginármelo. Juan, el único astrólogo de la ciudad que lleva los bíceps untados de aceite. Oh, vaya por Dios. Ahí es donde va a parar mi dinero. Siempre es algún místico, algún gurú, algún adivino o alguna otra clase de farsante. ¿Por qué no creces de una vez, Betty?

—Sólo quería ayudarme. No es un avaro ni nada de eso. Es un hombre encantador.

Ahora se había puesto a la defensiva.

—Oh, ya lo creo. Supe que se trataba de un altruista de alguna clase cuando lo vi alejarse en aquel Sel quinientos de color plateado. ¿Sabes lo que cuesta un coche importado como ése?

—No empieces a enrollarte con los coches de importación. Hablas exactamente igual que tu padre.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Nada. A mí me caía bien, ya lo sabes, en sus últimos meses de vida fui a verlo al hospital más veces que tú. Tú siempre tenías algún trabajo urgente los domingos por la mañana.

—Creo que es verdad. —Aquélla fue una puñalada verdaderamente profunda. Betty sabía cómo penetrar entre las costillas. Papá era un gran tipo, pero yo no fuí precisamente un hijo perfecto; no me esforcé lo suficiente. Le pregunté—: ¿Te acuerdas de la cara del cirujano cuando le pusieron el marcapasos y preguntó si tenía garantía para toda la vida?

—A veces me pregunto si yo estaré tan alegre como él sé acabo en una residencia para ancianos —comentó Betty—; espero que Danny no encuentre trabajo urgente que hacer los domingos por la mañana.

Era una idea que daba escalofríos. Diez minutos con Betty y yo necesitaba ir a tumbarme en una habitación a oscuras. Realmente sabía cómo castigarme.

—Sí, es nuestro castigo, supongo. Lo echo de menos.

—¿A Danny o a tu padre?

—A los dos —confesé de corazón.

—Danny tiene su propia vida, Mickey. Cuando no era más que un niño estábamos todos juntos, como si estuviéramos en el muelle o algo así. Pero de pronto él da un pasito y se sube a una barca. Al principio no parece que haya mucha diferencia, pero luego la barca y el muelle empiezan a alejarse entre sí. Hay agua de por medio. Y de repente nos encontramos con que la barca casi se ha perdido de vista y él se ha marchado a vivir su propia vida. Pronto estará casado, quizá, con hijos propios. Y ya no formará parte de nuestra vida. ¿Suena como una locura lo que digo?

—No.

—He intentado escribir un poema sobre ello, pero no logré encontrar la rima.

—No suena como una locura, Betty. Supongo que a todos los padres se les hace duro.

—Eso dijo Felicity. —Bebió un poco de zumo de naranja—. Ha vuelto con Paul otra vez.

—¿De verdad? Parecía muy despegada cuando la vi en Aspen.

—¿Podríamos volver a intentarlo nosotros? —me preguntó—. ¿Cómo una especie de segunda luna de miel? Ya sabes, irnos a algún sitio e intentarlo de nuevo. Tú y yo, como en los viejos tiempos. Pasábamos buenos ratos, ¿no?

—¿Irnos adónde? —No estaba dispuesto a volver a Las Vegas. Una luna de miel en Las Vegas es más que suficiente. ¿A cuántos juegos de azar se puede perder en un fin de semana?—. Estoy muy ocupado; no podría ir aunque quisiera.

Al menor parpadeo de interés por mi parte, ella haría que compartiéramos una cabaña con el techo de paja en Kauai o alquilaría una góndola sin gondolero en Venecia.

—No tiene que ser a ningún sitio especial. Podríamos ir al Hilton de Anaheim.

—¿Al Hilton de Anaheim?

No conseguí mantener la voz serena.

Pero ella no pareció notar mi sorpresa.

—Haré la reserva y pagaré. Tienen una tarifa especial de fin de semana en el Anaheim Hilton y obsequian con champán en el desayuno. Sábado y domingo.

—Como si obsequian con orejas de ratón en Disneylandia y tarta gratis en la Knott’s Berry Farm, la respuesta es no. No, Betty, ni hablar. —Lo dije con convicción. Puede que les suene cruel, pero hay que ir con mucho cuidado con Betty. Cualquier reacción dudosa y ella empezaría a pensar que yo estaba deseando que me atara de nuevo al arnés y me pusiera otra vez las anteojeras y las riendas—. Como te he dicho, en este momento tengo muchísimo trabajo.

—Felicity y Paul hicieron las paces en el Anaheim Hilton. Vuelven a ser felices de verdad.

Un tipo gordo con tatuajes en los brazos pasó corriendo a nuestro lado, chapoteando con los pies en el suelo; saltó a la piscina aleteando con los brazos. ¡Splash! Sobresaltó a Betty y nos roció de agua.

—Eso es estupendo —le dije mientras me enjugaba el agua de los brazos.

Ahora todo estaba explicado. Felicity Weingartner se había reconciliado a lo grande con su novio en el Anaheim Hilton, de manera que nosotros teníamos que ir al Anaheim Hilton. Para Betty las cosáis siempre tenían que ser metafísicas. Tenía que ser a base de buenos auspicios o vibraciones, de algo en las líneas de las manos o en las estrellas. O numerología. ¿Cuál era el número de la habitación en que habían estado ellos?

—Ven a cenar conmigo esta noche. Róbalo de mar al horno con salsa de judías negras. Uso la receta que nos dio aquel camarero en el Mandarín.

—Hoy es la fiesta de cumpleaños de Budd.

—Sí, a mí también me ha invitado —confesó Betty—. A comer.

—Le dije que irla tarde.

—Está raro.

—Lo vi la semana pasada en la televisión. Era un policía al que mataban a tiros en Corrupción en Miami.

—Lo vi. Apareció con los títulos, leyó los derechos, luego hizo gluglú y desapareció.

—Tenía un aspecto realmente estupendo —observé.

—Porque son reposiciones; por eso estaba tan estupendo. Eso fue hace años, cuando era más joven. ¿Qué ha hecho últimamente?

—Se deja el culo trabajando. Lo sé con toda certeza.

Betty me miró para ver si era sincero.

—Siempre le eres fiel —dijo con una voz que indicaba que le extrañaba que no le fuera igualmente fiel a ella.

—Pues tú antes siempre estabas machacando con lo atractivo que era.

—¿Ah, sí? —Alzó las cejas y esbozó una sonrisita reflexiva mientras recordaba—. Puede que sí.

Estaba bonita…, casi guapa, cuando sonreía. Me resultaba fácil recordar el día que la conocí y pensé que ella era la única para mí. Se levantó.

—¿Vas a ir a la fiesta de Budd? —quise saber.

—Tengo invitados a cenar. Tengo que cocinar.

Asentí. No pensaba presionarla para que viniera a ver a Budd conmigo. Una velada con una habitación llena de actores de cine era una perspectiva bastante pesada de por sí sin tener al lado a Betty haciendo comentarios de todo lo que sucedía.

—Te llamaré —le aseguré.

Levantó una mano y se pasó suavemente los dedos por d cabello para ahuecarlo.

—Olvídate de Budd Byron. Estarán con él todos esos actores amigos suyos. En vez de eso cenemos tú y yo juntos. Dile que estás enfermo o algo así.

Tenía un aspecto estupendo; debía de haber vuelto a hacer gimnasia.

—Creía que tenías gente a cenar. Me has dicho que tenías que cocinar.

—Puedo cambiar los planes.

—No —dije yo.

—Cariño…, estar juntos de nuevo te ahorraría mucho dinero —me indicó.

—No. No me agobies, Betty, ¿quieres? Estoy muy bajo en cuanto a motivación conyugal últimamente.

—¿Qué significa eso?

—Significa que hemos terminado. Que no hay nada que hacer.