CAPÍTULO 10
La fiesta de Budd no fue de la clase de celebraciones típicas de Hollywood sobre las cuales Betty se había mostrado tan cáustica. No había superestrellas que desfilaran acompañadas de un séquito de agentes de prensa y recaderos, ni ejecutivos de los estudios con cola de caballo y barba de diseño, ni comida servida por un catering de moda, ni habitaciones en el piso de arriba con lindos muchachos, chicas exuberantes y pequeños recipientes con polvo blanco dispuestos para que los invitados se sirvieran a su gusto.
Hacía casi veinte años que Budd tenía aquella vieja y desvencijada casa encaramada en las colinas de Hollywood, cerca del cruce de Laurel Canyon. Estaba sólo a un tiro de piedra de toda la basura, el tráfico y el horror mendigante de Sunset, pero era un mundo aparte.
Manderley. ¿Qué romántico iluminado por los astros le habría puesto aquel nombre? Era una casa antigua que seguía las pautas de Hollywood. Se puede adivinar la edad de esas casas de las colinas por los árboles maduros que forman parte de su entorno paisajístico. Manderley se cobijaba bajo las copas de tres castaños de Indias. Por dentro estaba atiborrada de alfombras orientales y pesados muebles que Budd había comprado baratos allá por los años setenta, cuando los estudios hambrientos de dinero en metálico entregaron sus solares traseros a los especuladores y abrieron sus almacenes de propiedades a los subastadores. Pues sí, se trataba de un decorado de película: un incongruente apiñamiento de muebles huérfanos que nunca estarían en consonancia unos con otros. Pero todos los amigos y visitantes escapaban de sus castos decorados de interiores diseñados conscientemente para deleitarse en la novedad que constituía aquella casa abarrotada de muebles.
Y de todos modos, ¿a quién le apetece entrar en la casa cuando uno se encuentra de pie al sol templado con una bebida bien fría en la mano, intercambiando pullas con una muchedumbre de viejos amigos y maravillándose ante una vista que alcanza todo el panorama de la ciudad? Budd había instalado un elaborado bar portátil que tenía la forma de uno de aquellos antiguos carros de helados de Nueva York. Había toda clase de bebidas que a uno se le puedan pasar por la cabeza; patatas fritas, frutos secos, palomitas templadas, palitos de queso y esos diminutos aperitivos japoneses que parecen de plástico y saben a algas.
Llegué tarde. Era bastante después de la hora de comer y la barbacoa hacía mucho tiempo que se había enfriado y la habían cerrado. Al lado había bollos tostados, mostaza y una enorme fuente con estampado floral llena de hamburguesas y perritos calientes que se habían quedado fríos. Estaban sirviendo champán mientras que, para aquéllos a quienes no les gustaban las burbujas, se habían puesto a enfriar media docena de botellas de Mondavi Chardonnay en una cubitera de plástico con hielo, y otras botellas de Beaulieu Cabemet Sauvignon estaban en fila listas para que las descorchasen. Todo estaba dispuesto para continuar hasta tarde. Pero pasé allí de pie la tarde, transfigurado por aquella vista. Las tormentas se habían alejado; las nubes deshilachadas se sumergían en un rojo sangre y el sol goteaba de ellas como un dólar de plata que saliera de una caja de colección puesta boca abajo.
—Nunca se acostumbra uno —comentó Budd.
Después de saludarme y traerme una copa respondió a aquella pregunta que yo no había llegado a formularle. Budd se había liberado de un grupo de actores boquiabiertos, en su mayoría jóvenes, que estaban escuchando a Pop Pedersen, un tipo de cincuenta años de rostro colorado que contaba chistes con mucha gracia y que había sido agente de Budd siempre, desde que empezó a trabajar.
—Es un sitio estupendo, Budd —le dije—. Tienes la casa más espectacular de la ciudad.
Ante aquel cumplido corriente él dio la respuesta que daba siempre:
—Es mi vista de un millón de dólares.
Budd tenía un aspecto magnífico; aquel grandote siempre estaba estupendo. Llevaba puesto un esmoquin hecho a medida —chaqueta blanca y pantalones negros—, una camisa, muy moderna, de cuello alto y una corbata color vino burdeos. Budd se negaba a someterse a esa norma según la cual el anfitrión nunca debe ir mejor vestido que los invitados.
—Me alegro de verte, Budd. —No teníamos mucho que decimos; éramos amigos—. Danny tenía que estudiar. Siente no estar aquí. Te he traído una papeleta de empeño.
—¿Cuánto te debo?
—Feliz cumpleaños —le contesté.
Detrás de Budd, Pop Pedersen respondía a su agradecido auditorio. Estaba representando con gestos un asunto sobre una puerta, una chica y una cama. Los agentes del mundo del espectáculo son todos actores en el fondo. ¿Cómo, si no, van a poder permanecer en ese negocio tan estresante?
Tras examinar durante un par de segundos la papeleta para asegurarse de que estaba firmada, Budd se la metió en el bolsillo.
—Es un regalo de cumpleaños maravilloso. Ya sabía yo que tú me lo solucionarías, Mickey. Cuando me dijiste que Danny tenía una pistola, adiviné enseguida cuánto deseabas que alguien se la quitase de las manos.
—Ya.
—¿Lo entendí mal?
—¿Te dije yo que Danny tenía una pistola, Budd? No recuerdo habértelo dicho.
—Puede que me lo dijera Danny. Me llamó por teléfono para darme las gracias por invitarlo.
—A lo mejor fue eso —dije yo.
Situado detrás de él, Pop estaba acabando la historia agarrando por las solapas a un imaginario director de hotel y gritando:
—Regla número uno para los hoteles de la playa, hijo de perra: ¡Imprimir los carteles de «No molesten» en algún idioma que las camareras de las habitaciones entiendan!
Todos se echaron a reír mientras Pop bebía un poco de vino y se regodeaba ante aquella reacción.
—Me alegro de que tú pudieras escaparte y venir —me indicó Budd—. Tú más que nadie.
Yo sabía que lo decía de corazón. Tenía una enorme vena sentimental.
—Todo el mundo viene siempre, Budd. Es todo un acontecimiento —le dije—. ¿Ha aparecido por aquí Ingrid?
—Sólo viejos amigos —contestó Budd al tiempo que asentía con la cabeza y miraba alrededor—. Se reúnen los sospechosos habituales. Eso es, ¿verdad? —Y luego, reaccionando con retraso a mi pregunta, añadió—: ¿Ingrid? Pues sí; sí que ha venido.
Lo miré extrañado. Yo habría dicho que una visita de Ingrid debería haber provocado una reacción más fuerte. Aparte de ser una celebridad menor, Ingrid era una persona a la que Budd adoraba casi tanto como yo.
Paseé la mirada por los amigos comunes que había allí reunidos: amigos de la facultad y amigos de Budd que eran actores. Ninguno parecía estar buscando asilo para refugiarse de los cazadores de autógrafos, pero reconocí unos cuantos rostros que regularmente pronunciaban frases en los culebrones. Y, esparcidas por el patio, había mujeres jóvenes y hermosas en abundancia. Algunas llevaban camisetas y tejanos descoloridos de firma, otras lucían escotados vestidos de audición de lo más elegantes. Las chicas de largas piernas con buena dentadura y joyas macizas siempre perdían la cabeza por Budd. Con aquellos hombros anchos y el rubio cabello ondulado él era el accesorio de moda definitivo.
—Felicidades, Budd —le saludó desde lejos otro que también había llegado tarde. Era un inspector de Homicidios llamado Félix Chiaputti que se había especializado en historia con nosotros en la universidad. Nunca había tenido pinta de policía; supongo que por eso llegó a inspector. Llevaba un polo azul oscuro y un traje de pana de algodón azul claro, con la chaqueta echada al hombro de tal manera que se le podía ver la Smith & Wesson de cañón corto en la pistolera que llevaba en el cinturón.
—¡Hombre, Félix! Precisamente el hombre al que quería ver yo —dije. La noticia de que la policía había estado cavando en el jardín de la casa de Betty, en Mulholland, me había alarmado, pero era mejor que me fuera haciendo a la idea poco a poco—. ¿Qué tal va el negocio de los homicidios?
—Bastante movido —respondió Félix después de tragarse buena parte de la copa de bourbon—. ¿Qué tal te van las cosas a ti?
—No me puedo quejar.
—Me hacía falta —comentó tras acabarse la copa de un segundo trago y hacerse a un lado para servirse otra de una botella que había cogido del bar.
—¿Ha sido un día duro? No sabía que los policías trabajasen los domingos. —Se volvió contra mí y me apuntó con el dedo, la boca abierta y los ojos entornados. Yo sabía cómo hacerle rabiar—. Sólo bromeaba, Félix —me apresuré a añadir.
—Me he pasado la tarde hablando de veleros y catamaranes y adónde es mejor llevarlos en el Caribe.
—¿Ahora tienes un barco?
—Un tipo bajo y rollizo con los dientes muy blancos y las muelas de oro… con acento del sur, de muy al sur. ¿Un barco? ¿Estás de broma o qué? Tengo problemas hasta para hacer frente al pago de los recibos de la comunidad de vecinos.
—¿Entonces?
—Ese tipo dice que lo que más le gusta es Haití; que hay montones de playitas tranquilas de aguas transparentes donde puedes bucear con tubo. Por eso se ha comprado allí una casa para las vacaciones, pero claro, le gustan los sitios en su estado natural. No va buscando caviar y nouvelle cuisine; es un hombre corriente. Como tú y como yo, sólo que tiene un trimarán de diez metros llamado Pegasus y se conoce todas las islitas del Caribe mejor que yo los bares para solteros de Santa Mónica.
—¿Es eso cierto? —¿Por qué conocería Félix los bares para solteros? ¿Estaría engañando a Maureen, su esposa? Me fijé en que ahora Félix iba peinado hacia adelante desde la nuca para disimular la calvicie que tenía en la coronilla, así que puede que la respuesta fuera sí—. ¿Qué tiene ese tipo que no tenga yo?
—Recursos, Mickey, eso es lo que tiene. Se casó con la heredera de una fortuna que se amasó vendiendo panties.
—¿Qué relación tienes tú con ese tipo?
—En su última travesía cortó en pedacitos a su esposa con un cuchillo de carnicero que compró en un mercado chino de Broadway y se la echó a los tiburones. Hay muchos tiburones alrededor de Haití y los pedacitos del tamaño que le convienen a un tiburón son muy grandes. Los animalitos se acostumbran a la idea de que los barcos echen desperdicios por la borda y les van detrás. Así se lo dije a él. Y el tipo asintió. Tenía libros sobre tiburones y sus hábitats en la mesilla de noche. Me dijo que eran una especie en peligro de extinción. Por lo visto ha perdido el cuchillo de carnicero. Debió de irse por la borda junto con los desperdicios, según él.
—Dios mío. ¿Qué le ocurrirá?
—Heredará diez millones setecientos mil dólares de su esposa. Principalmente en bonos del Tesoro, pero un tipo con una caradura semejante los cambiará por acciones a menos que yo lo haya interpretado todo mal.
—Quiero decir, ¿cuánto tiempo de cárcel le caerá?
—¿Caerle? Ni siquiera irá a juicio. Si yo le pidiera a la oficina del fiscal que intentara acusarle, mi jefe me mandaría al sicólogo y luego me despediría. La única prueba que tengo es un Rolex de señora con la pulsera de oro que, según los forenses, alguien cortó limpiamente con una pesada hoja de acero. Sobre el oro hay restos diminutos de un característico acero de baja calidad exactamente igual al del cuchillo de carnicero chino que yo compré en la misma tienda. Con esa prueba yo ni siquiera podría atrapar a ese cabrón por contaminar el océano. Nunca seremos capaces de colgarle ese asunto. Lo ha hecho todo bien. Incluso me ha pedido que le devuelva el reloj de su esposa. Dice que tiene un valor sentimental para él y me dio a entender que si no se lo devolvía a lo mejor se lo quedaba algún policía. No sé cómo pude aguantarme sin ponerle las manos encima al muy cabrón. Antes era médico, ¿puedes creerlo? —Félix sacudió la botella para hacer caer hasta la última gota—. Ya estaba casi vacía cuando la cogí —añadió al ver que yo lo miraba.
—A juzgar por las facturas que me pasa a mí el médico, no sé cómo ese tipo no tiene ya diez millones propios —comenté.
—Puede que los tenga.
Félix se acercó al bar y cogió otra botella de bourbon, se sirvió un poco y se lo bebió también rápidamente.
—Si tienes que conducir para volver a casa, yo que tú me lo tomaría con más calma —observé.
—Pegasus es como se llama el barco. Lo he buscado en la enciclopedia. Era un caballo alado e inmortal que brotó de la sangre de la Medusa muerta. Luego busqué Medusa y descubrí que no era ningún dios, era una mujer mortal.
Lo miré.
—Eso es muy bonito incluso para un licenciado en historia —le dije—. ¿Estás diciéndome que ese tipo le puso el nombre al barco con la idea del asesinato en la cabeza?
—Es una posibilidad, ¿no? —Miró a su alrededor—. Supongo que todos nos hacemos viejos.
—Habla por ti —le indiqué—. Dime, ¿sucede a menudo que los hombres maten a sus esposas para librarse de ellas?
—Tú no te has vuelto a casar, ¿verdad? ¿Sigues divorciado de Betty?
—Tranquilo, Félix. Sólo te lo pregunto porque tengo una cliente que se siente amenazada. Cree que su marido va a matarla.
—Puede que esté chillada —apuntó.
—Eres un hombre duro, Félix. Pero ¿qué clase de coñac puedo darle en el caso de que no esté chiflada?
—¿Por qué no se larga, sencillamente?
—Porque hay de por medio la custodia de un hijo. Si se larga, supone que su marido dirá que ella es una irresponsable mentalmente inestable y convencerá al tribunal para que le concedan a él la custodia del hijo.
Me miró y se frotó la cara durante unos instantes antes de responder.
—El cincuenta y ocho por ciento de los asesínalos en Estados Unidos los cometen amigos íntimos o parientes de la víctima. En la familia y en el lugar de trabajo: ahí es donde empieza todo. No hay muchos chiflados que salgan por ahí a matar sin razón alguna a alguien a quien no conocen. Estadísticamente tiene más probabilidades de que la liquide su marido que ninguna otra persona. Y si hay dinero de por medio las posibilidades aumentan considerablemente. Di me, ¿es alguien que yo conozca?
—No, se trata de una clienta.
Me miró con recelo.
—No serás otro de esos que van por ahí con un guión de película secreto, ¿verdad? Esta ciudad está llena de personas así. ¿Algo entre Budd y tú, quizá? Budd me estuvo haciendo esa clase de preguntas hace sólo dos semanas.
—¿Budd?
—Vale, ya veo que es un secreto. Os lo guardaré.
—Escucha, Félix. No estoy escribiendo el guión de una película. Tengo problemas y necesito tu consejo.
—¡Adelante!
—Betty está viviendo ahora en la casa que antes teníamos los dos alquilada en Mulholland. Un equipo de Homicidios subió allí el otro día. Estuvieron registrando la casa y se pusieron a cavar en el jardín. ¿Sabes tú algo de eso?
—Ni una palabra. ¿Qué buscaban?
—Tú sabrás. Dice Betty que preguntaron por mí. Eso es lo único que sé.
—¿Ningún mensaje? ¿Nada por correo? ¿Nada por fax? ¿No se pusieron en contacto con tu despacho?
—Hace un par de días que no voy por el despacho.
—Estas cosas siempre tienen una explicación sencilla —dijo Félix, como si la policía estuviera constantemente ocupada haciendo ataques de excavación por sorpresa en los tantanes de toda la ciudad—. Ya sabes cómo está el correo en estos tiempos.
Antes de que yo pudiera decir nada más llegó Maureen, su mujer, con tres miniperritos calientes. Yo la conocía. Era una decidida ejecutiva de una agencia que buscaba talentos; tenía treinta años, los ojos azules, pequeños y brillantes, y el cabello con una permanente a la moda. Mona en un estilo feroz.
—Le estoy contando a Mickey lo del asesino de la esposa.
—Félix tenía la esperanza de hacer un viaje con los gastos pagados al Caribe —dijo Maureen—. Cuando ese tipo regresó por su propia voluntad, Félix tomó la determinación de mandarlo a la cámara de gas como venganza.
—Maureen nunca ha perdido el sentido del humor —dijo Félix—. Eso es lo que sostiene nuestro matrimonio. ¿Verdad, Maureen?
—Nunca he hablado más en serio en mi vida —aseguró ella al tiempo que me ofrecía un perrito caliente puesto encima de un panecillo. Yo no tenía hambre, pero era un gesto tan amistoso por su parte incluirme a mí en la logística que lo acepté.
—¿Le has puesto mostaza, cariño? —le preguntó Félix.
—¿Iba a defraudarte yo después de tantos años de vivir como una esclava por ti?
Félix dio un mordisco al perrito caliente; luego cerró los ojos y frunció los labios mientras lo saboreaba.
—Es de Gelson —fue el veredicto que pronunció sobre el perrito caliente—. Mis favoritos: y los de Safeway como subcampeones. Maureen tiene ahora su propio equipo. ¿Lo sabías?
—¿Cómo agente?
Pues, desde luego, a mí no me confiaba ninguno de sus asuntos legales.
Maureen asintió.
—Sí. Nos ocupamos sobre todo de escritores y directores. Tengo proyectos para incluir también productores, lo haré en cuanto consiga un trato de promoción que esté bien. De momento dejo fuera a los actores: son demasiado temperamentales.
Tenía una voz baja, clara y atractiva. Durante una temporada había trabajado en la radio en un programa de cuentos infantiles, pero cuando se negaron a darle un programa propio se marchó.
—Vaya, enhorabuena, Maureen —le dije—. ¿No estás engordando un poco?
—Sí, así es, cabrón. —Dejó de comerse el perrito caliente y le dirigió a éste una mirada acusadora. Puede que me leyera el pensamiento en lo de que no me confiaba nunca ninguna migaja legal de las que barría de su mesa de agente—. Soy víctima de los almuerzos de negocios de Hollywood. Pero me va estupendamente y es bueno trabajar por cuenta propia.
¡Fastídiate!
—Deberías ver su despacho, Mickey —comentó el orgulloso marido—. En el bulevar Santa Mónica, cerca de Rodeo. Paneles de roble, alfombras hasta los tobillos, cuadros pintados a mano en las paredes; ¡deberíamos vivir así de bien en casa!
—No seas mezquino, cariño —apuntó Maureen—. Debo tener un lugar decente donde llevar a los ejecutivos y a los talentos. Los clientes necesitan la impresión de seguridad que proporciona tener un representante con aspecto próspero. La clase de clientes que a mí me interesa no quiere un agente que trabaje en un salón de cócteles con un teléfono móvil.
—Cuando tengas un empleo vacante házmelo saber —le dije para tomarle el pelo.
—Pues mira, en este momento necesito a alguien inmediatamente —respondió Maureen.
Sacó el perrito caliente del panecillo, se lo comió y dejó caer el pan en una papelera cercana.
—¿Qué clase de persona? —le pregunté.
—Alguien dispuesto a destrozar zapatos. Alguien capaz de calcular un porcentaje sin una calculadora japonesa y que sepa moverse por los estudios y los restaurantes. Algunos días como dos o tres veces, y eso me está matando. ¿Tienes alguna idea?
—Mi ex, Betty, está disponible; y está buscando un empleo.
Aquello no era exactamente cierto. Betty no había dado ninguna muestra de estar buscando trabajo, ni siquiera de que estuviera dispuesta a aceptar uno si se le presentaba. Pero a mí me resultaba atrayente la idea de que Betty tuviera un empleo remunerado. Si tenía ingresos de algún tipo quizá dejara de darme la lata.
—¿Betty? ¿La que fue Betty Murphy?
Me miró intrigada. Creo que se daba cuenta de lo que a mí me rondaba por la cabeza.
—La que es Betty Murphy —la corregí—. Le gusta mi apellido más que el suyo, Vanderbilt. Los empleados de los de parlamentos de créditos siempre hacían bromas con los planes de amortización.
—¿Tiene experiencia?
—¿En comer tres comidas al día? Claro que sí. Y algunos días cuatro. Y también en asaltar frigoríficos de madrugada. Ya te enseñaré los resguardos de mis cheques.
—¡Eres un canalla! ¿Hablas en serio?
—Betty podría hacerlo —insistí. Me estaba empezando a interesar la cosa.
—Necesito un negociador. Un catalizador; un mediador. El trabajo de agente no es cosa de coser y cantar, como parece que la gente se cree. Es muy duro, y tienes que ser rápido de piernas en lo referente a los contratos de las películas.
—¡Negociador! Las negociaciones que hizo conmigo me dejaron en la miseria.
—Y en una época fue tu secretaria, así que supongo que sabrá escribir cartas en tono legal.
—Sabe redactar un contrato. Trabajó para Pop Pedersen antes de que naciera Danny.
—Si me estás tomando el pelo, Murphy…
—Te estoy diciendo la verdad.
—¿Está aquí Betty?
—No, pero acabo de comer con ella. Llámala. Te irá de maravilla con ella. Es muy tenaz, ya sabes a qué me refiero.
—Conozco a Betty —dijo Maureen con ese tono resentido de solidaridad entre mujeres—. Tú eres un cabrón, Mickey. Comprendo por qué te dejó.
—Llámala. Éste es el número donde puedes encontrarla.
Garabateé el número de Betty en el dorso de una tarjeta de visita mía y se la di a Maureen, quien se la guardó en el elegante bolso de piel de caimán.
—A lo mejor le doy a Betty un empleo y ella te hará tragar tus palabras.
—Me da lo mismo, siempre que sea ella quien pague la cuenta de lo que yo me coma.
Mientras yo estaba hablando, Budd gritó desde el otro extremo del patio:
—¡Félix! ¡Ven aquí y detén a este tipo!
Félix me sonrió, cogió del brazo a su mujer y se alejó.
—Tengo que preguntarte una cosa, Félix —le dije—. Habla conmigo antes de marcharte, ¿quieres?
Asintió y se alejó. Pero me dio la impresión de que no quería reanudar la conversación.
—No hay mucha gente aquí —me comentó un hombre al que Budd me había presentado como un famoso productor de cine. Yo no lo había visto nunca antes. Era un hombrecillo de aspecto curtido de espaldas muy anchas. De cerca se le notaba que le habían hecho un lifting en la cara en algún momento. Y ya le hacía falta otro. Tenía el cabello perfecto, ondulado y con canas en las sienes, y un rostro de facciones marcadas y distinguidas—. Harold Torvik.
—Me alegro de conocerte, Harry —le saludé—. Me llamo Mickey Murphy.
—No conozco a ninguna de esas personas.
Resultaba difícil decir si se estaba quejando o alardeaba de ello. Miré hacia el otro lado del patio al mismo tiempo que él y observé a los demás invitados.
—Sólo es para amigos íntimos.
—Así parece —asintió. Diestramente cogió una copa de champán recién servido de la bandeja que llevaba un camarero—. ¿Eres actor?
—Abogado. Fui a la universidad con Budd.
—Me ha dicho que fue a la universidad —dijo como si le resultase difícil de creer.
—Una beca de fútbol —le indiqué—. Budd y yo fuimos los dos con una beca de fútbol.
—¿Fútbol? ¿Consiguió una carta de recomendación?
—Pues sí, así fue.
No era exactamente cierto. Yo siempre había sospechado que Budd había conseguido la beca más porque tenía pinta de estrella de fútbol que porque tuviera probabilidades de convertirse en un jugador profesional. Ver a Budd tan esmeradamente acicalado, ataviado con su uniforme, con el casco debajo del brazo y una mirada distante y decidida era algo que nos inspiraba a todos. Él personificaba el amor que todos sentíamos hacia aquel deporte.
—¿Y se graduó?
—Tuvo tantas ofertas para hacer películas que lo dejó.
—Su agente me envió un vídeo de actuaciones suyas. ¿Ha hecho alguna vez un papel de protagonista?
—Claro, muchos —repuse. Aquel tipo me estaba sonsacando, pero si estaban pensando en Budd para ofrecerle algo importante me parecía que lo mejor sería quedarme allí y cantar sus alabanzas.
—Quiero decir en alguna producción importante.
—Oh, ya lo creo —dije con lealtad—. Ha hecho de todo.
Para los vídeos de muestra —dije improvisando desesperadamente—, a los actores les gusta enseñar una variedad de papeles de poca importancia a fin de dar énfasis a la versatilidad.
—Dime algunos títulos.
—Tengo una memoria terrible —le confié—. Y a decir verdad, no voy al cine más que para ver musicales.
—Yo tampoco; las películas no son más que un montón de mierda. Nunca voy al cine; ni veo películas en la televisión, ni tampoco en vídeo.
—Creía que eras productor de películas —le dije.
—No, eso es la ilusión de Budd. Me dedico a las boleras. Muchas personas han intentado convencerme para que invierta en el cine. Pero yo eso no quiero tocarlo.
Hizo una pausa y aguardó.
—¿Por qué?
—Porque los contables de las películas son capaces de enseñarle a uno pérdidas dolorosas sobre una mina de oro. Yo tengo ocho boleras: Chicago, San Diego, Dallas… de un lado a otro del país. Si quieres ganar un poco de pasta extra déjame que yo te invierta en el negocio de las boleras. Es una inversión maravillosa, y te garantizo que no te estafarán. Mis libros están abiertos a todos los inversores. Dirijo un negocio limpio, y eso siempre compensa. —Sacó una cartera de piel que parecía muy cara y tendió una tarjeta—. Budd será mi invitado cuando inauguremos la bolera más nueva y la mayor de mi grupo: la de Albany.
—Felicidades.
Esbozó el fantasma de una sonrisa.
—Yo creía que tu amigo era una gran estrella de cine, pero estoy empezando a pensar que es un don nadie.
—Te equivocas, Harry. Budd Byron es un rostro famoso —le aseguré—. Según me has dicho, tú no ves muchas películas, pero los cinéfilos sí que conocen ese rostro, aunque al principio no les suene el nombre. Y es un actor buenísimo.
Me miró.
—¿Es cierto?
—Sí, lo es. Budd es una de las personalidades más famosas de Hollywood.
Me miró. Aquello estaba llegando demasiado lejos y los dos lo sabíamos. Sorbió por la nariz, dio un trago de champán y luego se limpió la boca con un pañuelo de seda de pequeños lunares.
—Puede que tengas razón. De todos modos lo único que puedo permitirme es el precio que pide Budd. No estoy dispuesto a dilapidar una fortuna en la inauguración. Y, mierda, ¿qué saben de estrellas de cine los aficionados a los bolos de Albany?
Permanecimos un rato allí de pie mientras él sometía a un detenido examen a los demás invitados. Luego, de pronto, se separó de mí y se puso a hablar con una joven que llevaba una blusa transparente y que estaba intentando abrir una lata de 7-Up ella sola. La muchacha advirtió que alguien se acercaba para ayudarla y le dedicó una radiante sonrisa. Supongo que vio el abrelatas que llevaba aquel tipo dentro de los pantalones.
Budd se acercaba a unos y a otros; era un anfitrión concienzudo. Para redondear la fiesta, Pop Pedersen iba a llevar a Budd y a un grupo de invitados a Morton’s. Budd me pidió que fuera con ellos, pero le dije que no. Yo veía que iba a ser una de esas veladas que acaban en algún bar pequeño de Santa Mónica con un montón de tipos hechos puré, todos con llorera y sentados por allí con los teléfonos móviles encima de la barra prometiendo llevar una docena de bellísimas y sexies muchachas que no contestaban al teléfono.
—En otra ocasión, quizá. Tengo cosas que hacer en casa.
—¡Vamos, Mickey! ¿Qué cosas?
—¿Que qué cosas? Escucha, o me detengo por el camino cuando vuelva a casa a comprar más platos o encuentro el manual de instrucciones del lavavajillas. Tengo la secadora estropeada, y estoy hasta aquí de ropa sucia. Mi asistenta está en su casa cuidando a una de sus hijas que está enferma, y como yo no empiece a limpiar pronto me denunciarán los de sanidad por intentar provocar una epidemia de cólera.
—Venga, Mickey. Olvídate de esas labores rutinarias. A Pop le encantará que vengas.
Budd no me creía, me di cuenta de ello. Pensó que estaba rechazándole a él y a nuestros amigos.
—Mira, Budd —le expliqué—. La verdad es que he quedado con una rubia de enormes tetas en Marina del Rey. Su marido está en una convención de fabricantes de pintura en Dallas, y ésta podría ser mi gran oportunidad.
—Comprendido —dijo Budd.
Y me dedicó una sonrisa fija e insegura. No sabía qué creer. Ni siquiera era capaz de distinguir qué era lo que yo quería que creyera. Y eso era bueno. La interacción beneficiosa de la vida urbana americana sólo tiene éxito porque no sabemos qué creer. Si supiéramos qué creer, estaríamos echando abajo la puerta de nuestro vecino.
—Bueno, serás bien recibido si decides cambiar de idea y unirte a nosotros —me dijo Budd—. ¿Quieres una copa?
—Ya he bebido bastante.
Pop Pedersen me caía bastante bien, pero era uno de esos tipos que tiene que convencerte de su insaciable libido, y yo no podía afrontar una noche esforzándome por reír las historias graciosas que acabarían todas con Pop actuando enérgicamente en la cama, en la playa o en el asiento de atrás de un coche con alguna bella starlet.
El sol se ponía con rapidez y la luz era dorada. Me trasladé hasta la barandilla de la terraza y me senté en una de las tumbonas. Qué ciudad: la mayor colección de desconocidos del mundo, gente procedente de todas partes del globo sin nada más en común que el convencimiento de que ganar dinero al sol no resulta más estresante que hacerlo bajo la lluvia y la nieve. La ciudad se extendía ante mí. Desde allí arriba se podía ver que la mayor parte de ella estaba formada por edificios bajos prefabricados, parecidos a cabañas, que producían el efecto de un inmenso campamento del ejército. Alrededor de éstos, como adultos en una fiesta infantil, se alzaban unos cuantos elegantes rascacielos de cristal: un puñado de ellos relucían a lo lejos entre la neblina de Century City y algunos más alrededor del Ayuntamiento, en el centro de la ciudad. Y por todas partes, marcando los dibujos de parrilla que forman las largas avenidas, había puntiagudas hileras de palmeras que se alzaban hasta gran altura entre el aire contaminado. Y cuando el sol estaba muy bajo como entonces, el rosado resplandor que producía se filtraba entre la neblina y daba la impresión de que toda la ciudad estuviese en llamas, desde Pasadena hasta el aeropuerto de Los Ángeles.
Era la hora del crepúsculo cuando me fui de la fiesta de Budd y me dirigí en coche hacia mi despacho. Subí y me senté ante el escritorio de la señorita Huth para examinar el correo y los mensajes. Allí no había nada que explicase que la policía hubiera estado excavando agujeros en Mulholland.
Mientras estaba allí sentado oí voces en el despacho contiguo. Era Billy Kim, que hablaba con Vic Crichton. Yo no había visto a mi socio desde que lo dieran de alta en el hospital de Phoenix. Tenía muchas cosas que decirle, así que llamé a la puerta con breves y rápidos golpecitos y luego entré.
—Billy —le dije—. ¿Por qué no me dijiste que habías vuelto?
Billy le dirigió una mirada a Vic Crichton y éste bajó los ojos. La clase de silencio que se produjo a continuación y el semblante de los dos hombres me indicó que yo había interrumpido alguna clase de discusión, una de esas discusiones feroces que se llevan a cabo en voz baja.
—Hola, Mickey —me saludó Billy Kim con suavidad. Estaba de pie detrás del escritorio. A modo de saludo levantó la mano izquierda, envuelta en escayola—. Cuando me quiten esto me encontraré en buena forma. Tenía pensado ir a verte.
Vic Crichton estaba repantigado en una butaca; empuñaba una copa en la mano.
—Me alegro de que hayas venido, Mickey —dijo—. Habla con tu socio e intenta meterle en la cabeza un poco de sentido común.
—Mickey no tiene nada que ver en el asunto que estamos tratando, Vic. Déjalo al margen.
—No me vengas con esa mierda —le contestó Vic con el rostro enrojecido por la excitación y el esfuerzo, y quizá también por el alcohol—. Hablé con Mickey en Aspen, ¿no es cierto, Mickey? Él se encargó de llevar el fiambre a la funeraria. ¿Es que crees que no lo sé? Nosotros somos los dueños de esa funeraria; sabemos todo lo que ocurre.
Había una botella de coñac y un vaso sobre el escritorio, delante de Billy, pero él rara vez bebía alcohol y su evidente ira no había sido provocada por la bebida.
—No te necesito, Vic —le dijo Billy Kim lenta y deliberadamente—. Tú me necesitas a mí, pero yo no te necesito a ti. Te convendría recordarlo.
—No hay escasez de fiambres —dijo Vic escupiendo las palabras como si fueran pepitas de papaya. Se levantó de la butaca y se acercó a la ventana. Fuera era de noche, y las luces de la ciudad, con las vallas publicitarias, los letreros de los anuncios y los movimientos de los coches por las autopistas elevadas, chispeaban como los puntos en una máquina tragaperras—. Date un paseo por esta ciudad durante las primeras horas de una mañana fría y te tropezarás con una docena de muertos. Puedes escoger forma y tamaño antes de que el Ayuntamiento vaya a recogerlos.
—Quizá se te haya olvidado que necesitas un certificado de defunción en regla para la aduana de los Estados Unidos —le recordó Billy Kim con esa calma oriental que yo sabía que era el preludio de una demostración de violento mal genio—. Tengo que pagarle al médico por los certificados. Tengo que pagarlos todos.
—Escúchame, canalla —dijo Vic mientras se daba media vuelta desde la posición que ocupaba ante la ventana—. Las líneas aéreas no aceptarán transportar un cadáver si éste no procede de una funeraria. —Se acercó a Billy—. Y antes de que me digas lo fácil que sería sobornar a alguien de las líneas aéreas, permíteme que te recuerde que tiene que consignarse igualmente a una funeraria en el punto de destino, y la ley dice que la funeraria extranjera tiene que enviar a alguien a recogerlo. —Levantó una mano para apuntar con un dedo a la cara de Billy—. Tu contribución fue mínima. Puede que el accidente de coche te haya sacudido ese pequeño cerebro oriental más de lo que han revelado los exámenes médicos.
Billy parpadeó cuando el dedo casi le rozó la nariz. Apartó la mano de Vic de un golpe y temí que el inglés echara mano de la pistola que le gustaba llevar debajo del brazo. Pero Crichton no manifestó temor. Dio un paso atrás, levantó los brazos en un gesto de rendición y sonrió en actitud desafiante.
—Me parece que hay una especie de dicho chino que dice que una pelea significa que un tonto ha perdido una discusión.
—Te mataré, cabrón —le amenazó Billy.
—No, no me matarás —repuso alegremente Vic—. Voy a ver tu farol y tendrás que echarte atrás.
—Escuchad, imbéciles cabrones —intervine yo—. Conseguir una nueva identidad para sir Jeremy parece que se os ha subido a la cabeza. Pero hay demasiada gente enterada de lo que habéis hecho. Deberíais estar borrando vuestras huellas y no peleándoos por dinero. Stojil os complació eligiendo un vagabundo muerto de la forma y el tamaño apropiado, y consiguió el pasaporte y todo lo demás que sir Jeremy necesitaba. Pero eso no significa que Stojil vaya a quedarse sentado y a pagar el pato por vosotros si la policía va a olfatear por la pensión Rainbow. Y tampoco el complaciente director de pompas fúnebres amigo de Vic hará eso por mucho que esté en nómina. Si vosotros dos tenéis una discusión por dinero, será mejor que la zanjéis tranquila y rápidamente; os resultará más barato.
—No te andes con bromas, Mickey —me interrumpió Vic—. ¿Es ésta la escena que sigue en el chantaje? ¿Lo habéis estado tramando todo entre los dos?
—No seas necio, Vic —le recomendé—. Los timbres de alarma están sonando y tú tienes todas las de perder. ¿Por cuánto dinero estáis discutiendo?
—No me gusta que me timen —aseguró Vic con un gruñido. Pero había cambiado de actitud. Quizá fuera él el que había estado tirándose faroles.
—Escuchadme los dos con atención —les dije—. La policía ha estado excavando en el jardín trasero de una casa en la que yo vivía antes, en Mulholland. ¿Tenéis alguna idea de lo que andaban buscando?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Billy.
—Creo que a la policía británica le ha llegado el soplo de vuestro fraude. Si le hicieran una autopsia a ese cadáver que habéis mandado en avión a Londres y comparasen las radiografías dentales con las de sir Jeremy, empezarían a preguntarse quién diantres será ese cadáver y qué le habrá pasado al verdadero sir Jeremy. Por lo que parece, han abierto una investigación por homicidio que los conducirá a Stojil.
Se oyeron sirenas que sonaban desde algún lugar al otro lado del mundo.
—¿Asesinato? —inquirió Vic con la frente arrugada y la voz quebradiza—. ¿Detener a Stojil por asesinato?
—Si tu amigo, sir Jeremy, se esconde en alguna parte al otro lado del mundo, podría resultar un asunto muy espinoso para cualquiera probar que continúa vivo —le indiqué—. Y si Stojil los convence de que él no fue quien lo mató, la policía empezará a volver la cabeza hacia nosotros.
—¿Es eso cierto, Mickey? —me preguntó Billy Kim—. ¿La policía estaba buscando un cadáver?
—Lo averiguarás cuando vayan a excavar en tu jardín trasero. Mientras tanto, será mejor que te deshagas de cualquier prueba que no te gustaría que fuese sometida a inspección por parte del jurado. Daos un beso y haced las paces, muchachos. Cerrad filas, sentaos con firmeza y rezad.
—Creo que tienes razón, Mickey —dijo Billy Kim con aire arrepentido.
Vic asintió. Cuando me marché del despacho, creo que ya había conseguido hacer que ambos entrasen en razón. En realidad estaban esperando a que yo me marchase de allí para ponerse a planear su próxima escapada.