CAPÍTULO 15
Estaban emitiendo el juicio del policía acusado de apalear a Rodney King por el canal de la Fox. La transmisión era en directo y estaba en pantalla todo el día. Hacía semanas que se estaba celebrando el juicio. Los informativos de la noche a menudo presentaban imágenes día a día del juicio, pero yo no miraba con regularidad los informativos. Quizá debería haberlo hecho, pero, como la mayoría de la gente de Los Ángeles, me figuraba que un juicio en el Simi Valley, en el condado de Ventura, no era algo por lo que mereciera la pena perderse los deportes. Y para los que son como yo ver la ley en acción se parecía demasiado a nuestro trabajo diario.
El veredicto se emitió a eso de las tres de la tarde. Yo había estado en el aeropuerto de Los Ángeles y me encontraba de camino desde el aeropuerto a mi oficina para acudir a la cita con el señor y la señora Petrovitch y con Crichton. Habíamos de leer y firmar el acuerdo y los demás documentos.
Hacía sol, y me tomé un buen almuerzo en el aeropuerto con un cliente satisfecho que estaba de paso. Cuando tengo reuniones allí me gusta utilizar el restaurante principal porque tienen servicio de aparcamiento y así puedo salir a la carretera con mayor rapidez. El tráfico del aeropuerto no era denso, y pasé por debajo de la 405 con una cinta de Mercer sonando en el equipo estéreo del coche y la sensación de que todo iba de primera. Y ése siempre resulta ser un estado mental peligroso.
La primera vez que me di cuenta de que ocurría algo raro fue cuando divisé un nutrido grupo de personas que miraban el escaparate de una tienda de electrodomésticos en el que docenas de televisores tenían sintonizada la transmisión en directo de la Fox. Tardé unos momentos en adivinar qué era lo que atraía a aquellas pequeñas multitudes.
Una vez que el veredicto se hubo emitido, la noticia corrió por la ciudad como una marea. La gente que no había mostrado interés por el juicio durante toda la semana, de pronto estaba inflamada, indignada o excitada.
La primera prueba que tuve de la histeria de la ciudad llegó una manzana o dos después, cuando media docena de muchachos negros —tipos grandotes de unos dieciocho o diecinueve años— se acercaron corriendo a mi coche al detenerme en un semáforo en rojo. Eran cuatro; empezaron a golpear el cristal con los puños e intentaron abrir las puertas a la fuerza. Quizá me hubiera mantenido firme, pero un quinto individuo llegó agitando un bate de béisbol y lo blandió contra el parabrisas. Les solté unas imprecaciones y apreté con fuerza el pedal del acelerador de manera que el coche salió disparado hacia adelante y el bate de béisbol dio contra el metal en lugar de hacerlo contra el vidrio. El tráfico que venía por el cruce tuvo que hacer bruscas maniobras mientras yo serpenteaba entre los coches. Se oyeron gritos de enojo y disonancia de bocinas, pero llegué al otro lado y continué adelante.
Empecé a comprender que no me había topado con un gesto de hostilidad aislado de algún chiflado. Tuve ocasión de ver otros signos de agitación. La gente discutía y daba voces, y a una figura que había emprendido la huida —un joven blanco— se le perseguía por la calle delante de mí, así que tuve que frenar para no atropellarlo a él y a los que le perseguían. Seguí conduciendo y supuse que mientras no me detuviese estaría a salvo. Vi un coche de policía que venía en dirección opuesta a mí con la luz lanzando destellos y la sirena conectada. Fui cambiando de emisora en emisora de la radio pero no encontré ningún boletín de noticias. En el cruce siguiente aminoré la velocidad y cogí el lateral derecho. Recé una oración de agradecimiento a aquel tipo desconocido que había puesto en el código de circulación la posibilidad de girar a la derecha en una señal en rojo. Eso me permitía seguir conduciendo, y ahora había multitudes congregadas en todos los cruces para molestar y atacar a cualquier automovilista que se detuviera en un semáforo.
Era un barrio peligroso para atravesarlo en coche. Si el tráfico de la ciudad hubiera sido denso, quizá me habría tentado coger la ruta desde el aeropuerto de Los Ángeles hasta mi oficina por la autopista, pero eso supone un largo rodeo. El boletín radiofónico de mediodía prometía que el tráfico en todas partes era poco denso, así que yo había tomado la ruta más directa. Nadie me había dicho en confianza que la ciudad estaba a punto de desaparecer entre el humo y las llamas.
Al doblar la esquina y acercarme a mi oficina vi a un grupo de hombres con camisetas y tejanos que hacían pedazos el escaparate de una tintorería cuyos servicios yo había utilizado de vez en cuando. El propietario coreano y sus dos musculosos hijos salieron por la puerta empuñando escopetas y los hombres que aplastaban el escaparate salieron corriendo, mientras gritaban y se reían. A lo largo de toda la calle había otros escaparates rotos. Las aceras estaban salpicadas de charcos blancos de vidrios rotos, y al final de la manzana había llamas que salían ondeando de la tiendecita de ultramarinos de la esquina.
Sonó el teléfono de mi coche. Pensé que sería la señorita Huth, que querría quejarse otra vez del deterioro social del vecindario, pero no era ella.
—¿Murphy?
—El mismo —dije.
Reconocí enseguida la voz de Goldie, así que adiviné lo que se avecinaba.
—El señor Petrovitch quiere hablar contigo —me comunicó Goldie.
Sin más preámbulos, Petrovitch comenzó a hablar:
—¿Dónde estás, Mickey?
—South Central, y está muy activo. ¿Y tú?
—Estoy en la autopista del Puerto y me dirijo al norte.
—Desde ahí tienes buena vista —dije.
—Hay incendios en todo el distrito South Central, a nuestra izquierda y a nuestra derecha. ¿Está bien tu oficina?
—Llegaré dentro de un par de minutos —le indiqué—. Pero me parece que no es un buen lugar para celebrar la reunión. Quédate en la autopista y sigue adelante; aquí las calles no están demasiado transitables.
—No consigo comunicarme con Ingrid, —me explicó—. La perdí en el restaurante. Se dirige en coche a tu oficina, pero no contesta al teléfono.
—Iré a la oficina y la esperaré. Es mejor que yo esté allí. Mi secretaria estará que se le saldrán los ojos, pues no se creerá lo que está viendo; nunca ha tenido oportunidad de ver nuestra bonita ciudad en fête.
—Quizá Ingrid haya oído la noticia por la radio y se haya marchado directamente a casa.
—Vete a casa tú también —le indiqué—. Le pediré a Ingrid que te llame si llega a la oficina.
—Hazlo —dijo Petrovitch; y colgó. No era un hombre que se distinguiese por las despedidas prolongadas.
Vi una pandilla de aproximadamente una docena de hombres en un aparcamiento; se dedicaban a aplastar coches sistemáticamente, abrían los maleteros con palancas y los desvalijaban. Luego vi el primero de muchos saqueadores. Esquivando el tráfico llegaban individuos, primero de uno en uno, después verdaderos ríos de hombres, mujeres y niños, y hasta el último de ellos iba doblado bajo el peso de algún artículo u otro, desde baterías de coche hasta máquinas de coser. El saqueo había dado comienzo; la ciencia política dejaba paso a la economía doméstica. Al ver tantas posesiones relucientes acunadas en los amorosos brazos de sus nuevos propietarios, los grupos que vagaban por las calles sintieron un irresistible deseo de desviarse de la violencia al robo.
A medida que me acercaba a mi oficina el cielo se iba oscureciendo a causa del humo, y también vi más violencia. Pasaban corriendo personas ensangrentadas. Había un hombre blanco sangrando en el suelo, y una mujer, que estaba de pie junto a él, sollozaba. De un coche volcado, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, se habían derramado sobre la calzada papeles, sombreros, zapatos, un periódico, un paraguas y cristales rotos. Muchos conductores de Los Ángeles suelen llevar pistolas en la guantera; aquel día todo el mundo buscaba armas de fuego. Por encima del ruido del motor oí el crepitar continuo, a intervalos regulares, de los disparos. En todas partes había señales de que se habían atacado las tiendas y las personas que se encontraban en el lugar inoportuno en el momento inoportuno. Algunos de los locales comerciales tenían la palabra «NEGRO» garabateada o escrita con aerosol en puertas y ventanas, pero eso no les había salvado en todos los casos de que les aplastasen los escaparates o les arrojasen bombas incendiarias. Cuando llegué a la oficina y torcí para entrar en el garaje, vi que habían destrozado e incendiado la furgoneta que solía estar aparcada en la acera de enfrente y que vendía tacos y refrescos. Ahora no era más que un cascarón ennegrecido con la pintura llena de ampollas y los neumáticos humeantes. En el aire flotaba el olor a quemado y el crepitar de los disparos se hacía cada vez más frecuente.
Di un suspiro de alivio cuando bajé con el coche por la rampa y me metí en el garaje que había en el sótano del edificio donde tenía la oficina. Estaba muy oscuro. Los tubos fluorescentes se habían apagado, de manera que sólo había la luz que entraba por las ventanas, que daban a la acera. No había ni señal del conserje; la pequeña oficina de vidrio a la que él llamaba su hogar estaba cerrada. Bajé del coche, le di la vuelta y me puse a examinar la abolladura que el muchacho me había hecho con el bate de béisbol; era del tamaño de un puño, pero la pintura estaba intacta y con suerte no se desconcharía antes de que pudiera arreglarla.
No todos los inquilinos del edificio habían huido a sus casas. Todavía quedaba allí media docena de coches. Vi el viejo Buick de la señorita Huth, y al fondo del garaje reconocí un BMW blanco y supe que Budd había ido a visitarme.
En las escaleras alcancé a dos de mis vecinos. Karen, una corpulenta enfermera nicaragüense que trabajaba en el centro de asistencia a madres solteras, llevaba una escopeta bajo el brazo. Clive, el arquitecto, acariciaba una metralleta grande con la recámara curvada y la culata de madera.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué diablos haces con una AK-47?
—¿No tienes un arma? —me preguntó Karen sorprendida.
—Como ésa, no —le contesté.
—Será mejor que te quedes con nosotros —me aconsejó Clive. Lo miré. La pajarita de llamativo estampado y la barba pulcramente recortada no iban de acuerdo con aquella vieja metralleta de combate usada—. Vamos a la azotea para proteger el edificio.
—Espero visitas.
—No vendrán —me aseguró Clive. Miró por la ventana. La calle se había quedado en calma.
—No me pasará nada. Vosotros seguid —les dije—. Y tened cuidado. Vais a matar a alguien.
—Taca-taca-taca-taca-taca —traqueteó Clive.
Oh, Dios mío, todo el mundo lleva un Rambo dentro.
—¿Está cargado eso, Karen?
No podía creer que mis vecinos estuvieran armados hasta los dientes.
—Pues claro —repuso ella al tiempo que se echaba hacia atrás el largo cabello negro que le quedaba libre—. La guardo debajo de mi escritorio. Siempre tengo gente que me amenaza e intenta robarme la caja.
—¿En la oficina del centro de asistencia a madres solteras?
—Tú eres abogado —dijo. Estaba muy susceptible, como se pone la gente cuando está nerviosa o asustada—. Así que no finjas que no sabes lo que ocurre en este barrio.
—Vale. Bueno, tened cuidado los dos —les recomendé.
—Deberías tener un arma en la oficina —me aconsejó Clive—. No es justo que tus empleados no estén protegidos.
—Me ocuparé de ello.
—Taca-taca-taca-taca-taca.
Su voz resonó en el estrecho hueco de la escalera mientras Clive subía a la azotea blandiendo la metralleta. Le puso un brazo alrededor a Karen en actitud protectora, pero me figuré que la piel oscura de Karen la protegería a ella más en las calles que Clive y su AK-47.
Cuando abría la puerta de mi despacho me encontré frente a Budd, que me miraba con una expresión agresiva en el rostro. Llevaba en la mano la Browning de Danny y me apuntaba a la barriga. Cuando vio que era yo, dijo:
—Oh, perdona, Mickey. He visto llegar tu coche.
—¿Quieres que me vaya y vuelva a conducir?
Odio que me apunten con pistolas.
Budd había estado sentado en la habitación que antes era el despacho de Korea Charlie, unas veces mirando el televisor y otras mirando por la ventana, alternativamente, e intercambiando ideas con la señorita Huth. Ahora la ví a ella, de pie de puntillas para mirar por encima de la separación de vidrio esmerilado. Moví los dedos para hacerle un saludo.
—¿Qué haces aquí, Budd? —le pregunté mientras apartaba suavemente la pistola para que no me apuntase con ella.
No hizo caso de mi pregunta.
—¡Mierda! ¿Has visto lo que está pasando ahí fuera?
—¿Que si lo he visto? Acabo de pasar por el medio con el coche, amigo mío.
Me acerqué al teléfono y marqué el número de Danny. Al cabo de unos minutos de oír la señal de que comunicaba volví a colgar el auricular.
Budd me estaba mirando.
—Nunca he visto nada parecido —me dijo—. ¿Estabas tú aquí cuando los disturbios de Watts?
—Sólo tenía catorce años —le recordé en tono cáustico—. Y tú debías de tener doce.
No estaba de humor para otro de los vuelos de la fantasía de Budd.
Ahora que ya estaba completamente segura de que mi llegada no era la visita de una turba agitada de un amistoso vecindario, la señorita Huth emergió de su guarida para saludarme.
—Estábamos preocupados por usted, señor Murphy —me dijo.
—La señorita Huth me dijo que llegarías de un momento a otro —me explicó Budd—. Me dijo que tenías una cita a las…
Consultó el reloj.
—Siéntate —le pedí—. Me estás poniendo nervioso dando por ahí esas zancadas con la pistola en la mano. Guarda ese maldito cacharro. —Y, refiriéndome a la señorita Huth, añadí—: ¿Funciona la cafetera? ¿Ha tenido usted noticias del señor Kim, de Vic Crichton o de algún otro?
—Le prepararé café recién hecho, señor Murphy. Estoy muy contenta de que se encuentre a salvo. El señor Kim se encuentra en la pensión Rainbow.
—¿Cómo lo sabe?
—Acaba de telefonear desde allí —repuso la señorita Huth—, y yo tuve que volver a llamarle allí para decirle la fecha de nacimiento del señor Crichton.
—¿Sabe si ha cogido dinero de la caja fuerte?
—Sí —dijo la señorita Huth—. Veinte mil dólares en efectivo. Tuve que ir a buscarlo al banco. Estoy preocupada por él, con tanto alboroto como hay por la calle.
El televisor que había en un rincón no paraba de parlotear. Agradecía haber conservado aquel antiguo aparato, aunque yo rara vez lo miraba, excepto cuando emitían un partido de fútbol verdaderamente importante.
Ahora la mayoría de los canales de televisión habían suspendido la programación normal. Las salas de redacción de noticias estaban permanentemente en el aire dando informes minuto a minuto procedentes de los equipos de cámaras móviles que utilizaban furgonetas con antenas portátiles. Resultaba terrible contemplar aquellas escenas sabiendo que aquello estaba ocurriendo en la calle, a la puerta de la casa de uno. La mayoría de aquellas transmisiones desde el frente de batalla eran temblorosas y tambaleantes. A veces la imagen se iba por completo y los presentadores en el estudio tenían que poner publicidad durante la avería o buscar imágenes anteriores para transmitir. En las emisoras de televisión todos los teléfonos estaban ocupados mientras los reporteros escuchaban —y grababan— informes de incendios y violencia por toda la ciudad. Otros miembros de la plantilla utilizaban los teléfonos para localizar a políticos, sociólogos, escritores y académicos: bustos parlantes llenos de sabiduría instantánea, siempre a punto para darle a una cámara de televisión sus opiniones sobre el mundo.
Los helicópteros normalmente encargados de vigilar la situación del tráfico en las autopistas proporcionaban imágenes en vivo del centro de Los Ángeles, imágenes en las que se veían columnas de humo que ascendían verticalmente en el aire. Yo estaba mirando por la ventana cuando entró la señorita Huth con una taza de café. Justo entonces un helicóptero se acercó rugiendo a la altura de los tejados, con las palas del rotor golpeando pesadamente contra el aire en calma. Describió un par de círculos y luego hubo un estallido de humo y una bola rodante de fuego apareció a sólo una manzana de distancia. El helicóptero se acercó para filmar las imágenes.
—Es una tienda de pintura —dijo Budd, que de tanto mirar la televisión se había convertido en un experto—. Hasta ahora la mayoría de los alborotadores han estado aporreando las tiendas de licores y haciéndose puré unos a otros. Pero si empiezan a incendiar las tiendas de pinturas y los almacenes de madera, van a convertir la ciudad en una bola de fuego.
—Si se meten con las gasolineras las explosiones echarán abajo manzanas enteras de edificios —comentó la siempre optimista señorita Huth—. Ya hay muchos muertos.
—Calma —recomendé.
Estaba mirando por la ventana. Avanzando por la acera de enfrente se veía a unos muchachos que merodeaban en la esquina. Cuatro de ellos se tambaleaban bajo el peso de un frigorífico industrial con el frente de vidrio lleno de cerveza.
-Estos negros están incendiando sus propios barrios —comentó Budd—. ¿Están locos?
—No son negros —dije—. Por lo menos, no todos ellos. Mira la calle. Mira la televisión. Date una vuelta en coche alrededor de la manzana. Por lo menos la mitad de los agitadores tienen la piel clara: son latinos, y blancos también. No son disturbios raciales, sólo son disturbios.
—¿Podría extenderse esto por todo el Estado? —preguntó la señorita Huth.
—No, si tenemos en cuenta la forma en que estos tipos se emborrachan y saquean —le respondí—. Mañana por la mañana los que no estén herniados tendrán demasiada resaca para dedicarse a organizar disturbios.
—Eso espero —dijo ella.
Budd volvía a estar pegado al televisor, con una mezcla de miedo y orgullo.
—¡Hollywood! ¿En qué otro lugar del mundo podríamos encontrar media docena de cámaras aéreas filmando matanzas e incendios provocados a sólo unos cuantos metros del lugar donde están ocurriendo los hechos? Esto es terrible.
—Miren lo que está pasando ahí enfrente, en la calle —nos llamó la atención la señorita Huth.
En la acera opuesta y en el aparcamiento se había congregado una multitud. La mayoría de aquella gente llevaba una botella en la mano y bebían con aire alegre. La multitud miraba a unos hombres ataviados con gorras de béisbol, pantalón corto y camisetas que aporreaban la puerta de unos almacenes. Aquellos activos saqueadores no eran muchachos, parecían hombres de treinta y tantos años, y no daban la impresión de ser particularmente pobres. Ya habían hecho añicos las puertas de vidrio y ahora estaban usando gatos de automóvil para abrir la reja. Se oyó un fuerte golpe y uno de aquellos hombres perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse de bruces cuando la entrada se abrió. La multitud comenzó a lanzar vítores, empezaron a reírse desenfadadamente y se estuvieron dando unos a otros golpes en la espalda. Luego, educadamente, sin empujones, uno a uno entraron por el hueco hecho en la reja y en las puertas. Llegaron más saqueadores, que se abrían camino entre los pedazos de vidrio y desaparecían en el interior de la tienda, muy oscura.
Debía de haber dentro una docena o más cuando un coche de policía se subió a la acera rebotando por encima del bordillo y se detuvo ante las puertas rotas. Del vehículo salió un policía. Durante un instante los saqueadores quedaron paralizados, como una película que se detiene en mitad de la acción. Una mujer hispana de mediana edad que llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza salía en aquel momento con un televisor pequeño en los brazos. Lo dejó en el suelo y se quedó de pie al lado, en actitud posesiva. El segundo policía bajó del coche, y policías y multitud se miraron.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Budd.
—¿Qué pueden hacer?
—Nada —reconoció Budd.
Evidentemente los policías llegaron a la misma conclusión, porque volvieron a meterse en el coche y éste comenzó a avanzar poco a poco y luego corrió por la acera y bajó de nuevo a la calzada. Cuando el coche dobló la esquina los saqueadores volvieron a cobrar vida de pronto; una película que se había vuelto a poner en marcha.
—¿Para eso pagamos a la policía? —comentó la señorita Huth. La miré. Siempre la había tenido por una inmigrante ilegal, pero quizá estuviera equivocado.
—A los policías siempre se les está diciendo que no provoquen a las multitudes étnicas —le expliqué—. Probablemente tendrán órdenes directas de no dejarse emocionar.
—¿No dejarse emocionar? —repitió—. ¿Qué es eso de no dejarse emocionar?
—Que no se metan —le explicó Budd por encima del hombro.
La señorita Huth se encogió de hombro. No entendía nada.
—¿Quiere que intente llamar al 911? —preguntó.
—No —dijo Budd—. Tienen radio en el coche de policía. No están en dificultades. No queremos policías aquí. —Miró el reloj—. ¿Dónde están las visitas que esperabas?
Antes de que yo pudiera responder, la señorita Huth dijo:
—Algo ocurre en el almacén.
Nos acercamos a la ventana, pero sólo pudimos ver el plano tejado gris del almacén Graham’s, el lugar donde habíamos comprado todos los apliques y los muebles después de que nuestra oficina fue asaltada por unos vándalos en Navidad.
Distinguí una neblina ligeramente azulada y fuera de lo normal que se elevaba desde el edificio.
—Están dentro de Graham’s —dijo la señorita Huth.
—¿Qué buscan allí? —preguntó Budd.
—Quizá busquen dinero en efectivo en la oficina —repuse.
—Sale calor de la azotea —dijo la señorita Huth—. Pueden verlo ustedes mismos.
La neblina, cada vez más densa, hacía que el edificio se tambalease suavemente.
—¡Mierda!
No hubo aviso previo. Las tuberías y conductos de Graham’s y la planta del aire acondicionado, que afean tanto los planos tejados de Los Ángeles, se ondularon de pronto, se rompieron y luego todo el tejado voló por los aires con una poderosa explosión que resonó en nuestros oídos e hizo que las puertas y las ventanas de nuestro edificio se tambaleasen.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señorita Huth—. ¿Qué se Ha prendido fuego?
—¿Había gente dentro?
—Creo que sí —reconocí.
Toda la escena estaba ahora envuelta en humo.
—¿Llamamos a los bomberos? —preguntó la señorita Huth.
—No creo que podamos decirles nada que no sepan ya. Deben de estar recibiendo llamadas de todas partes de la ciudad.
La señorita Huth se retorció las manos.
—Esa mujer, Karen, vino aquí. Tenía una escopeta. Y también el arquitecto.
—Ya lo sé.
—¡El arquitecto! Tenía una metralleta. —La ira se iba generando en el interior de la señorita Huth, cuya voz se hizo más estridente—. No está bien, un arquitecto.
Sin dejar de mirar al televisor, Budd de pronto sacó un retazo de la nueva sabiduría que había adquirido.
—Esos incendios, allí, donde el aceitoso humo negro se está volviendo gris; eso es señal de que tienen mangueras dirigidas al fuego.
—No falta mucho para que oscurezca —comentó la señorita Huth—. ¿Esperamos a que se haga de noche para marchamos? ¿O sería más prudente conducir de día?
Me quedé pensando en ello. A lo lejos podía ver que el tráfico se movía en la autopista. Se movía veloz mientras cientos de conductores buscaban las salidas de la ciudad.
—Cuando esté oscuro tendremos más oportunidades —dijo la señorita Huth, que ya se había decidido. Nunca antes la había visto nerviosa; nunca la había visto otra cosa más que feroz.
—No estoy seguro de ello, señorita Huth —le dije—. Quizá sea mejor si ve usted por dónde va. Por la noche las calles estarán sembradas de toda clase de chatarra que podría llegar a detener a un coche del todo.
Budd no dejaba de asomarse a mirar el televisor, y cada vez que lo hacía volvía más nervioso.
—¿Habéis visto qué retazo de película han tomado desde el helicóptero? Estaban sacando a tipos de sus coches y matándolos a palos.
—Seguro que se está extendiendo por todo el Estado —dijo la señorita Huth—. Dicen por televisión que están recibiendo llamadas acerca de disturbios en algunos lugares de Ventura y de incendios en Huntington Beach.
—Pues apague ese maldito televisor. —Me acerqué a la ventana y volví a mirar a la calle—. Permaneced tranquilos.
Yo no había calculado que la cosa fuera a ponerse peor. Creía que sólo eran disturbios locales que la policía sofocaría en una o dos horas. Pero ahora toda la ciudad parecía inmersa en ellos. Cada vez había más columnas de humo que se elevaban en el cielo azul. Y algunas, no muchas, se estaban volviendo de color gris.
—¡Qué permanezcamos tranquilos! ¿Está usted loco? —dijo la señorita Huth—. ¿Quiere saber lo que el señor Byron y yo acabamos de ver en la televisión?
—No, no quiero saberlo. De nada servirá excitarse demasiado —le contesté.
—Tampoco servirá de nada quedarse sentado y negarse a afrontar los hechos —intervino Budd.
Me quedé de pie junto a la ventana, pero me di la vuelta para mirarlo.
—Yo conozco los hechos —le dije—. Por lo menos, puedo imaginármelos.
—Pues cuéntamelos —me pidió.
Esperé a que la señorita Huth volviera a su despacho.
—Estás esperando a Zach Petrovitch, ¿verdad?
—Voy a llevarme a Ingrid conmigo —me comunicó Budd—. Nos iremos a un lugar donde nadie pueda encontramos.
Lo había pensado mucho, supongo. Lo sentí por él. Nadie sabía mejor que yo lo que era estar enamorado de Ingrid.
—Conspirar para cometer asesinato es un delito capital. En este Estado lleva consigo la pena de muerte.
Sonó el teléfono. Era Vic Crichton.
—He alquilado un helicóptero. ¿Cómo están las cosas por ahí? —me preguntó.
—Poco saludables —le dije—, pero de momento están tranquilas. ¿Quieres que lo dejemos para la semana que viene?
—No —repuso Vic—. Voy hacia tu oficina. Es mejor que se firme todo hoy. ¿Está ya ahí la señora Petrovitch?
—Todavía no ha llegado.
—Aterrizaré en ese solar vacío que hay enfrente de tu edificio. ¿Está despejado?
—Está vacío.
—Trae los documentos cuando aterrice. Mi piloto se está poniendo muy nervioso por la letra pequeña de su póliza de seguros.
—Lo que tú digas —contesté; y colgué.
—¿Era su hijo? —preguntó la señorita Huth.
—No. ¿Adónde ha ido Budd Byron?
—No lo sé. Todo el mundo actúa de una manera muy rara hoy.
—Y que lo diga.
Metí las cuatro copias del acuerdo, los poderes y otros documentos en las impresionantes carpetas de piel que solemos utilizar para hacer que los clientes se sientan importantes. Afuera, en la calle, todo estaba tranquilo. Al parecer la actividad se había trasladado a la manzana de al lado, donde se estaba produciendo el saqueo más grave.
La señora Petrovitch llegó puntual. La vi al volante de un Honda cuando giró para meterse en la rampa y desapareció en el interior del garaje.
—Quédese aquí y cuide de todo —le dije a la señorita Huth.
Cogí las plumas Parker chapadas en plata que siempre utilizamos para las firmas, me puse las carpetas de piel debajo del brazo y bajé a recibir a Ingrid. Ésta llevaba puesta una trinchera con cinturón y estaba muy guapa, aunque algo deprimida.
—Los demás vienen en helicóptero —le comuniqué—. Lo haremos todo lo más rápidamente posible.
—Bien —repuso.
—Tu marido quiere que lo llames —le indiqué—. Está preocupado por ti.
Me miró y asintió con la cabeza.
En cuanto asomé la nariz a la calle oí el helicóptero que había alquilado Crichton volando en círculo alrededor del edificio mientras el piloto echaba un vistazo al solar vacío. La explosión había destruido Graham’s por completo. Lo único que quedaba del edificio era el esqueleto humeante. Y ello parecía haber alejado también a los mirones, porque todo el aparcamiento se encontraba vacío. Cualquier otro día el aterrizaje habría causado sensación, pero hoy el cielo estaba lleno de helicópteros, mirases donde mirases.
Cuando consiguieron aterrizar en medio de una nube de polvo, cogí del brazo a Ingrid y me apresuré a cruzar la calle.
Vic Crichton estaba preparado y nos esperaba. Salió, y después de intercambiar unos saludos apresurados, colocó en el asiento, dentro del helicóptero, la carpeta de piel que yo le había entregado y se inclinó para firmar los documentos.
—Firma donde he puesto marcas a lápiz —le indiqué mientras le entregaba a Ingrid la otra carpeta—. Ya ha sido atestiguado.
—Sólo tardaremos un par de minutos en firmar y tener en regla los cuatro documentos, las cartas y las enmiendas.
—¿Por qué no se viene conmigo en el helicóptero, señora Petrovitch? —le ofreció Crichton con aquella caprichosa voz británica suya. Él volvió a entrar, pero mantuvo la puerta abierta.
—¿Puedo dejar aquí el coche, Mickey? Vendré a buscarlo mañana.
Me volví a mirar hacia mi edificio. Pude ver a Clive y a Karen en la azotea; blandían las armas en el aire y observaban todas nuestras actividades.
—Necesito mis dos copias del acuerdo —les dije—. Vosotros os quedáis con los poderes. Ahora os habéis deshecho de vuestras propiedades y ninguno de los dos posee participación alguna en ninguna de las compañías que se nombran en el proyecto. ¿El helicóptero? Claro, Ingrid. Tal como están hoy las cosas eso me parece lo más sensato.
Budd vino corriendo por el aparcamiento, sin duda con la esperanza de encontrar a Petrovitch ante los controles del helicóptero. Cuando vio a Vic Crichton sentado junto al piloto se detuvo bruscamente.
—¿Qué sucede?
—Déjalo para otra ocasión, Budd —le recomendé.
Se volvió hacia Ingrid, que se ató el cinturón de la trinchera con un gesto agitado que un siquiatra habría calificado como de renuncia.
—Todo ha terminado, Budd —le dijo apresuradamente—. Tú y yo hemos terminado. Amo a mi marido. Zach y yo nos hemos reconciliado. Nunca habría salido bien.
El rostro de Budd expresó asombro. Me miró, miró a Vic y luego otra vez a Ingrid.
—¿Te están obligando a decir eso? ¿Te están amenazando?
Ingrid me dirigió la más breve de las miradas; se humedeció los labios y añadió:
—No, Budd. Esta decisión la he tomado yo sola. He estado enferma, pero ahora voy a ponerme bien.
—No me lo puedo creer —dijo Budd—. ¿Quieres decir que no vamos a marcharnos juntos? Me lo prometiste.
Ingrid volvió a mirarme y se mordió el labio antes de decirle a Budd:
—Será mejor que sepas que he firmado una querella jurada ante un magistrado.
—¿Qué has hecho qué? —preguntó Budd, que movió la cabeza violentamente—. Pero ¿qué se supone que he hecho?
Sus movimientos eran torpes y horribles de ver. No había en ellos nada de esa objetiva habilidad que utilizan los actores para dar pena. Budd chapoteaba, lisiado, sin coordinación e incontrolado.
—No te acusarán a menos que intentes acercarte de nuevo —le dijo Ingrid con calma.
—¿Q-qué? —nunca antes había oído tartamudear a Budd—. Pero ¿por qué?
—Por intentar convencerme a mí para que te ayudase —le informó Ingrid.
—¿Ayudarte a qué?
—A matar a mi marido.
Miré a Vic Crichtort. Estaba agazapado en el asiento delantero y se apretaba los auriculares contra las orejas como si estuviera completamente ajeno a lo que ocurría detrás de él.
Budd tenía aún la pistola en el bolsillo y pensé que la cogería, pero con la ansiedad parecía que se había olvidado de ella. Avanzó hacia Ingrid y, sin tocarla, le dijo en voz baja:
—¿Cómo puedes hacerme esto, Ingrid?
—Es mi matrimonio —repuso ella—. He tenido que hacer todo lo que estaba en mis manos para salvarlo.
Se dio la vuelta y trepó hasta el asiento trasero del helicóptero. Luego se abrochó el cinturón de seguridad como si lo hubiera hecho muchas veces con anterioridad. Supongo que los paseos en helicóptero no son ninguna novedad para las damas ricas como Ingrid.
—No puedo soportar la peste que hace aquí —dijo Budd mirando hacia ella y con el rostro desfigurado por la rabia—. ¡Es el olor de la traición! —le gritó por encima del ruido del motor—. ¡Eres una puta podrida!
Ingrid lo miró a los ojos sin parpadear.
—El que es actor una vez lo es siempre —dijo; cerró la puerta y puso el seguro.
Nunca la perdonaré por aquella puñalada definitiva. Como una niña rica incapaz de aprender el valor del dinero, Ingrid se había convertido en una manirrota con el amor. Su provisión era infinita. Nunca había tenido que anhelarlo y cuidarlo como hacíamos los demás. Toda su vida le había llovido amor por todas partes. Siempre había estado rodeada de hombres capaces de morir por ella. Budd no era más que el siguiente en la fila.
—Vámonos —le dijo Vic al piloto—. ¡Adiós, viejo! —saludó educadamente a Budd por una ventana abierta—. Hasta la semana que viene, Mickey.
El piloto aceleró las aspas hasta que se pusieron a chillar, y la reluciente máquina comenzó a elevarse en el aire.
—No hagas promesas —le dije. La chispa de una sonrisa cruzó por el rostro de Ingrid, pero no me estaba mirando a mí.
—Volvamos a la oficina, Budd —le indiqué. Tendí la mano para tocarlo—. Te lo contaré todo.
—¡No, no, no!
Lo dijo a gritos, con los ojos muy abiertos y el cabello flotando alocadamente al viento que levantaban las aspas.
Cuando el helicóptero se encontraba justo en esa inclinación hacia adelante que adoptan cuando cabalgan en un cojín de aire, Budd echó a correr tras él por el aparcamiento vacío y lleno de baches. Sacó la pistola del bolsillo y disparó con tanta rapidez cómo podía apretar el gatillo. Por aquel suelo desigual no podía seguir la velocidad del helicóptero, y éste le sacó ventaja. A aquella distancia, y a la carrera, habría tenido que ser Annie Oakley para acertarle a algo. El helicóptero se elevó majestuosamente en el aire. No había muestras de que el piloto ni los pasajeros fueran conscientes de que les estaban disparando. Vi que Vic volvía tranquilamente la cabeza, como si le estuviera preguntando a Ingrid si iba cómoda en el asiento de atrás.
Miré a Budd mientras se alejaba calle abajo, todavía agitando la pistola. Le llamé, pero no pareció que me oyera. Cuando comprendí que no volvería al lugar donde yo me encontraba, regresé a la oficina y volví a marcar el número de Danny. Seguía comunicando. Empecé a preguntarme qué clase de señal emitiría el teléfono si el edificio de Danny estuviera en llamas.
La señorita Huth me oyó intentando utilizar el teléfono y entró a preguntarme a quién quería llamar.
—Llame continuamente a mi hijo, ¿quiere, señorita Huth? Me gustaría saber si se encuentra a salvo.
Miré por la ventana. De pronto se había formado una oleada de tráfico. Algunos coches, obviamente robados, pasaban llenos hasta los topes de borrachos que iban voceando y cantando. Una vez pasó un coche de la policía a gran velocidad. Recibió unas cuantas pedradas mal dirigidas, y una botella chocó contra el techo del coche y rebotó para ir a aplastarse en la calle. Pero la mayor parte de la atención de aquellos tipos que quebrantaban la ley estaba puesta en el saqueo, y las calles estaban llenas de gente que acarreaban el botín hasta sus casas y volvía a buscar más. Lo que estaban desvalijando eran fundamentalmente tiendas más que hogares. La gente no quiere artículos usados cuando puede conseguirlos en sus embalajes de origen con su garantía y todo. Lo que estaba más solicitado eran los televisores, junto con vídeos y los equipos estéreos. Cámaras de vídeo, ordenadores y fax también resultaban tentadores por su tamaño, peso y forma. Cualquier cosa equipada con ruedas resultaba vulnerable a las codiciosas ambiciones de uno u otro. Un largo sofá de piel, un enorme congelador y una gran máquina fotocopiadora habían pasado por allí manejadas gracias a las pequeñas ruedas que llevaban acopladas.
Resultaba tentador pegarse al televisor. Mirar el tubo lo convertía todo en un espectáculo y hacía que el entorno inmediato pareciera un poco menos peligroso, a pesar de que nuevos incendios estaban brotando en muchos puntos de la ciudad, pues desde coches en marcha se lanzaban bombas incendiarias al interior de tiendas y hoteles.
La señorita Huth me dijo:
—El teléfono de su hijo no deja de comunicar. Y ahora ya me voy a mi casa.
—¿Cree usted que estará bien allí?
—Claro que estaré bien.
Puso la funda a la máquina de escribir, le colocó la tapa a la lata de galletas, cerró la caja del dinero para gastos menores y se marchó como si no pasara nada anormal. Pero por el modo como efectuó su salida me dio la impresión de que me hacía responsable de los disturbios.
Había incendios y muchísimos coches destrozados, algunos de ellos robados y destrozados adrede por conductores borrachos. Los hospitales habían comenzado a proporcionar ya las cifras de los heridos y muertos a causa de los agitadores, pero yo fui en el coche a casa de Danny sin observar nada que pusiera en peligro mi vida. Desde luego, estaba muy preocupado al pensar que podía haberle ocurrido algo a Danny, pero cuando llegué a su apartamento encontré ya allí a Betty. Estaba sentada en el sofá hablando con él.
—¡Mickey, cariño! ¡Qué maravilloso! —Tenía un aspecto magnífico; el efecto combinado de haber perdido unos siete quilos y de haber llevado a cabo un irrefrenado saqueo por las boutique de diseño de Rodeo Drive—. Estaba preocupada por él —me explicó mientras le acariciaba la cabeza a Danny. Éste solía vociferar y protestar cuando Betty hacía esas cosas, pero aquel día sonreía—. Supongo que tú también estabas intranquilo.
—No, pasaba por aquí casualmente —dije.
—Robyna volverá dentro de un minuto —comentó Danny.
Se puso en pie y miró por la ventana para ver si la muchacha venía.
Betty me miró. Me encogí de hombros.
—No he venido a ver a Robyna —dije.
—Está empeorando la cosa —apuntó Danny mientras miraba por unos binoculares que había obtenido a cambio de los caros zapatos deportivos que su tío Sean le había enviado. ¿Era a la universidad o a una venta en un garaje adónde iba cada día?
Llegó Robyna toda despeinada, resoplando, resollando y con una bolsa de comestibles en los brazos.
—¿Todavía estás aquí? Qué bien —dijo.
Sin siquiera dar muestras de percatarse de mi presencia fue a darle un beso a Betty en la mejilla. Me daba cuenta de que Robyna se llevaba de primera con Betty. Robyna entró en la cocina, preparó ungís tazas y platitos y se puso a hacer té.
—Para mí nada —le grité desde la otra habitación—. Yo sólo estoy de paso.
—Ahí fuera están empeorando las cosas —repitió Danny—. El apartamento de al lado está desocupado. Tenemos la llave. Podríais quedaros ahí. Por dentro es muy agradable.
—¿Quedamos ahí al lado? —pregunté—. Gracias, pero yo tengo una casa como es debido adónde ir.
—A mí me encantaría quedarme, Danny —le dijo Betty—. Estoy muy nerviosa con todos esos incendios y tiroteos.
—Yo te cuidaré, mamá —dijo Danny; se acercó a ella y le puso un brazo alrededor.
—De acuerdo —dije yo—, me quedaré a tomar un poco de té siempre que no tenga que beberlo con leche.
—Creía que a los irlandeses os encantaba el té —gritó Robyna desde la cocina.
—No —le contesté—. Lo estás confundiendo con la col hervida. Es a los británicos a quienes les gusta el té.
Robyna entró con una enorme bandeja de madera. Encima había una tetera marrón y un pastel decorado con pacanas y alcorza. Danny estaba esperando con un cuchillo para cortar el pastel. Robyna levantó una de las tazas y dijo:
—Son un regalo para la casa de Betty. ¿Verdad que son monas?
Las tazas y platitos eran muy lujosos: unos chinos gordos de color azul sobre un puente desvencijado. ¡Un regalo para la casa! Espero que aquello no fuera una señal de que Robyna estuviera empezando a construir un nido.
—Es como una celebración —comentó Betty mientras Danny cortaba porciones de pastel y las repartía en platos con el mismo estampadito de chinos azules; los tenedores estaban bañados en plata.
—El pastel es sólo una tarta congelada —dijo Robyna—. Ya no quedaban de los buenos.
Yo estaba a punto de morder mi ración de pastel cuando me di cuenta de lo que quería decir.
—Espera un minuto, Robyna —dije al tiempo que tragaba con dificultad—. ¿Acabas de salir a robar este pastel que nos estamos comiendo?
—No hay otra manera de ir a la compra, señor Murphy —repuso ella con calma—. Las tiendas están cerradas a causa de los disturbios.
—Las tiendas están cerradas a causa de los disturbios —repetí—. ¿Y por eso sales a saquear los condenados comercios?
—No te metas con ella, querido —me recriminó Betty en ese tono soñador que adopta cuando no escucha lo que digo—. La tarta está buenísima, Robyna. Ha sido muy considerado por tu parte preparamos algo.
—Es como un té inglés —dijo Robyna—. Iba a hacer sándwiches de pepino también. Una de las chicas que va a clase de química conmigo es inglesa. Se especializa en nutrición.
—¡Especialista en nutrición!
—Cómete el pastel —dijo Betty—, y agradece que tu hijo viva con una chica tan sensata.
Oh, estaban compinchadas. Pobre Danny.
—¿Qué te parece la nueva profesión de mamá? —me preguntó Danny al tiempo que cogía otro pedazo de pastel—. Muy elegante, ¿verdad? Dicen que empaqueta producciones: estrellas, guionistas, directores, todo el tinglado.
—¿Debo entender que hay una carrera en el campo de La filosofía que cruje por los cimientos?
—Bueno, siempre me ha interesado la dirección de cine —reconoció Danny.
—Claro que sí —dije yo—. Sentir interés por dirigir películas es lo más parecido a estar sin empleo sin tener el estigma de estar parado.
—Ya le encontraré un trabajo —dijo Betty dándole una cariñosa palmadita en el brazo—. Con la condición de que primero acabe la carrera; si es así le encontraré alguna cosa.
Danny sonrió con presunción. Decirle esas cosas no iba a motivarle.
—Podría encargarse del almuerzo de los técnicos.
—¿Por qué no te quedas tú también a pasar la noche, papá? —me pidió Danny; quería ver si podía camelarme—. Podrías guardar el coche en mi garaje.
De modo que se había fijado en el modo en que yo iba a la ventana regularmente para asegurarme de que aquellos cabrones no habían arremetido contra mi coche.
—Es posible —contesté.
Había novedades en el eje de Robyna y Danny que no me gustaban. No quería que Betty estuviera allí lavándole a él el cerebro o confabulándose con Robyna sin que yo fuera capaz de dar mi opinión. La nueva profesión de Betty en el cine parecía haberle revuelto la cabeza al muchacho.