CAPÍTULO 14

Petrovitch tenía una casa en lo alto de Hillcrest, donde la gente de Bel Air se va a vivir cuando se hacen ricos. Las puertas eléctricas de la verja se abrieron para dejar pasar el coche. Un muro exterior de cuatro metros, salpicado de juguetonas cámaras de vídeo, rodeaba la hectárea más o menos de césped bien regado, las vistosas fuentes renacentistas y los arbustos de esos que se reemplazan cuando no florecen.

Era un día soleado y el hombre del tiempo predecía temperaturas máximas de veinticuatro grados que se aproximarían a los veintiséis en los valles. Estas extensas mansiones tenían vistas a toda la ciudad, y solía haber una brisa procedente del océano que a veces daba en el agua de las fuentes y salpicaba la hierba. En la base de la fuente más cercana tres hombres fornidos andaban por allí como si fueran jardineros, pero no se inclinaban para quitar las malas hierbas, no fuera a ser que las metralletas se les cayeran de los monos de trabajo.

La casa era como Disneylandia pero en neoclásico: seis altas columnas aflautadas servían de apoyo a un ornamentado frontón, con escalones de mármol que llevaban hasta la puerta principal, situada a tres metros de altura. Un garaje con cabida para cuatro coches se levantaba al lado, un santuario pagano para dioses menores. El chófer oprimió un botón y una de las puertas elevadas del garaje se elevó y se tragó la limusina blanca, produciendo un sonido de maquinaria a presión mientras se oía el crujido de la carpintería sometida a tensión. Cuando se cerró estrepitosamente de nuevo, la oscuridad no duró más que un momento antes de que unas luces fluorescentes se encendieran con un parpadeo para dejar a la vista una gran zona de garaje de hormigón en la que se veían dos coches más, un banco de reparaciones, fajos de papel apilados y varias cajas que estaban marcadas con los letreros «VIDRIO y PLÁSTICO» para reciclar. Goldie estaba allí de pie y me sonreía.

—¡Hola, Mickey! ¿De modo que pudiste hacer un hueco en la agenda? —me comentó con sarcasmo.

Sonreí y me acerqué para ponerme de pie dentro de la estructura del detector de metales mientras él se cercioraba de que yo no iba armado. Le dejé disfrutar. Aquél era su territorio, y quería asegurarse de que yo lo sabía.

El tema romano continuaba en el interior, donde en un gran vestíbulo se exhibían los bustos a tamaño natural de pálidos emperadores colocados sobre columnas de mármol rojo dispuestas entre incómodos tronos. Unos cortinajes festoneados que se encontraban a ambos lados introducían cierta nota turbadora de la Francia napoleónica.

Más allá del vestíbulo una grandiosa escalinata curvada subía hasta una galería alargada. Goldie me condujo hasta una habitación del primer piso que Petrovitch había convertido en despacho. El tema romano se hallaba ligeramente modificado en aquel lugar, lo cual no estaba mal, porque no me apetecía celebrar mi conferencia con el viejo Petey arrellanado en la terracota, yo vestido con toga y vomitando después de cada bocado de pavo real asado. Una gran sala de estar contenía dos sofás de piel suave, un mueble bar y cuatro pinturas llenas de movimiento que representaban, según rezaban las placas de latón grabado, cuatro batallas decisivas de la Roma imperial. Las ventanas daban al jardín; como acostumbra a pasar en las casas construidas para multimillonarios del sur de California, ninguna ventana daba a la calle, donde es posible que acechen secuestradores y autobuses llenos de turistas.

La larga pared que no tenía ventanas contenía dos vitrinas de roble en las cuales se hallaban expuestas monedas romanas sobre cojines de terciopelo rojo bajo focos diminutos. Entre las vitrinas había un armario con el frente de vidrio donde se exhibían un cáliz policromado para beber, una estatuilla etrusca, un busto retrato de bronce, fragmentos de mármol y tesoros parecidos de incalculable valor con la estudiada despreocupación con que los decoradores exhiben las posesiones de los millonarios.

Petrovitch se hallaba de pie al fondo de la sala de estar. Detrás de él, a través de una puerta de doble hoja, pude ver un escritorio de ejecutivo, de metal y en forma de ele, con asientos para el amo y la secretaria. Al alcance de ambos se veía un teclado de ordenador con una pantalla sobre una bandeja giratoria, para que pudiera colocarse en una u otra dirección. Sobre el escritorio había más o menos una docena de fotografías de Ingrid y Petrovitch enmarcadas en plata, y otras de algunas personas cuya prominencia allí parecía deberse más al parentesco que a la belleza física.

—Tienes un aspecto estupendo, Mickey —me saludó Petrovitch con voz ronca. Estaba fresco, de buen talante y hacía gala de cierto estilo británico, pues llevaba unos tirantes rojos, una camisa a anchas rayas azules y un cuello duro con corbata—. ¿Te apetece algo de beber?

—Café.

—Tráele a Mickey una taza de café, ¿quieres, Goldie?

Cuando Goldie desapareció en el despacho propiamente dicho, Petrovitch se sentó y estiró las largas y delgadas piernas para admirar sus zapatos, tipo mocasín, de piel de Gucci auténticos. Por encima de su cabeza Marco Aurelio expulsaba a los germanos de las provincias del Danubio; el río era muy azul, tal como a Johann Strauss le había gustado siempre el Danubio.

—¿Eres aficionado al juego, Mickey?

—No.

—Yo tampoco. Me parece que ya corro bastantes riesgos todo el día sin necesidad de ir a un intermediario para buscar más. —Goldie me trajo una taza de café. Supongo que Petey no quería que yo anduviera metiendo la nariz en su despacho—. Pero he apostado con Goldie cien pavos sobre el modo como responderás a una pregunta.

Lo miré y bebí un poco de café.

—Dice Goldie que no responderás con sinceridad; y yo digo que sí. El problema es que no sé cómo vamos a dejar en claro la apuesta. Nunca podremos estar seguros de si respondes con la verdad o no. ¿No te parece?

—Es lo mismo que estar en un juicio —le comenté.

—Lo que quiero saber es si tú me odias, Mickey.

Sonrió.

—¿Odiarte?

—No ganes tiempo. Contéstame.

—¿Por qué iba a odiarte?

—¿Acaso sólo me desprecias?

—No me pongas entre la espada y la pared, señor Petrovitch —le dije.

—¿Has oído, Goldie? Ahora me llama señor Petrovitch. ¿Eso es señal de algo?

—Eres mi cliente —le dije—. Trabajo para ti de abogado; no dirijo una agencia de citas.

—¿Quieres decir que no te importo una mierda, ni en un sentido ni en el otro? Haces tu trabajo, archivas tus papeletas con el tiempo que has dedicado, he observado que en segmentos de seis minutos, supongo que eso facilita calcular la base por hora de tiempo, y esperas que ocurra lo mejor.

—Si quieres trabajar con otro abogado…

—Nada de eso. Tú tienes todos los atributos que yo estoy buscando.

—¿Por ejemplo?

—Quiero que me aconsejes alguien a quien yo le importe una mierda. Tengo a mi alrededor tantas personas con opiniones diferentes que se me hace cada vez más difícil distinguir a los amigos de los enemigos.

—No te odio —le dije sinceramente.

—Nunca has hecho mucho por disimular el desagrado que sientes hacia mí, Mickey. Antes no hacía mucho caso de ello, pero luego empecé a pensar que quizá tu desenfadada hostilidad formaba parte de tu disposición agresiva, y puede que fuese una indicación fiable de que no estabas tramando nada contra mí.

—No estoy tramando nada contra ti —le aseguré mirándole a la cara y tratando de decidir con qué tipo de personalidad paranoica me las estaba viendo.

—No, si estuvieras tramando algo contra mí serías lo bastante listo como para no poner de manifiesto tu hostilidad.

—¿Cómo has eliminado a Goldie de esa maquinación?

Petrovitch miró a Goldie y luego me miró a mí de nuevo.

—Tenía que empezar por alguna parte. Y Goldie y yo llevamos mucho tiempo juntos.

—¿Y bajo qué clase de maquinación te hayas? —le pregunté.

—No hace falta que te diga que alguien intenta matarme; tú mismo encontraste la bomba en el teléfono. Y creo que mi esposa está implicada en ello.

Lo dijo tranquilamente, sin levantar la voz.

—¿Qué pruebas tienes de ello?

—Cuéntaselo, Goldie.

Éste tosió y se aclaró la garganta.

—La señora Petrovitch contrató a un asesino a sueldo —comenzó a decir con incomodidad.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.

—No empieces a hacer la puñeta —respondió—. Tú ya sabes todo esto. La señora Petrovitch conoció a Pindero cuando ella era joven. Cuando volvió a encontrárselo en ese comité de beneficencia al que está tan dedicada, le cuenta alguna historia, y él le dice que tiempo atrás ha sido asesino a sueldo. Ella le paga cinco de los grandes como primer plazo. Pindero puso la bomba en el teléfono, pero como no dio resultado se largó. Y entonces fuiste tú y se lo encontraste. No vengas con puñetas.

—Yo no sabía todo eso —dije.

—Has hablado con la policía, ¿no?

—¿Con Laird? Eso sólo fue un asunto de rutina porque algún gusano les había dado mi nombre por teléfono. ¿Fuiste tú, Goldie?

—No empecemos a jugar a verdad o mentira —me aconsejó Goldie—. Hay demasiado en juego.

—Ingrid fue a Topanga Canyon con alguien, y cuando volvieron a bajar Pindero estaba muerto y metido en la nevera —intervino Petrovitch—. Creíamos que habías sido tú quien la ayudó.

—¡Dios mío!

La pintura que había encima de mi asiento era una turbulenta versión de la toma de Roma por los godos, y había oscuras llamas que se elevaban hasta el cielo. La traición de los esclavos había marcado la perdición de la ciudad.

—¿No te ha pedido Ingrid que me liquides? —me preguntó Petrovitch.

—No. Por lo menos, no con esas palabras —le aseguré.

—Lo que te dijo es que yo intentaba asesinarla, ¿verdad? —No le contesté—. Ése es probablemente el modo en que está utilizando a su nuevo asesino —dijo—. Supongo que eso hace la cosa más fácil para ellos. Y ella planea fugarse con ellos…, lo planea todo, hasta el último detalle.

—¿Y ahora estoy libre de sospechas? —quise saber.

—Oímos cómo Ingrid le daba tu nombre a la policía. Fue ella quien les dijo que estuviste en Topanga.

—¿Y les dio mi dirección de Mulholland? Ya me extrañaba a mí eso. —Miré a uno y a otro y traté de meterles prisa para que siguieran adelante—. ¿Y quién más estuvo allí con ella?

—¡Eso no lo sabemos! —reconoció Goldie; y se puso a morderse las uñas.

—Tiene más de un cómplice —me aseguró Petrovitch—. Eso es lo que nos desconcertó al principio. No podíamos colocarle a una persona sola todas las cosas que se estaban haciendo.

—¿Dónde se encuentra Ingrid ahora?

—Vuelve aquí esta noche.

—Bueno, supongo que no tienes que temer nada de ella directamente —le dije—. Si se tomó tantas molestias para conseguir a alguien que te matase, no es probable que lo haga ella misma.

—No, ella necesita estar muy lejos cuando ocurra. La compañía de seguros la investigará con microscopio.

—¿Cómo han llegado a ponerse así las cosas entre vosotros? —le pregunté.

Me levanté y atravesé la habitación. Necesitaba desesperadamente estirar las piernas.

—Está enferma —repuso Petrovitch—. Supongo que es por culpa mía. La descuidé cuando necesitaba cariño y atención.

—¿Es por el dinero? —pregunté.

Miré las monedas de la vitrina. Los emperadores romanos tenían todos el entrecejo fruncido. Quizá la luz de los focos les dañase la vista.

—Ingrid se siente rechazada y eso le corroe el alma. Es taimada y manipuladora. Al principio incluso me gustaba eso, me parecía muy femenino, muy infantil. Pero cuando empezó a hacer cosas malas ya no fui capaz de controlarlo.

—¿La ha visitado un siquiatra? —pregunté mientras abandonaba el mundo antiguo por problemas más urgentes.

—Se niega a que la vean. Pero su médico habitual es un viejo muy inteligente. Me ha ayudado mucho.

—¿No toma ninguna medicina?

Me senté a su lado con los pies estirados. Comparamos nuestros zapatos.

—Ella no, sólo yo. —Esbozó una triste sonrisa—. Yo estoy bajo sicoanálisis. Ella también ha concertado ayuda siquiátrica. Es bastante traumático.

—Me lo imagino.

—Lo que me atormenta es el asesinato del viejo en Topanga. ¿Lo mataría ella o sólo estaría por allí cuando ocurrió?

—Puede que nunca lo averigüemos —dije.

—Goldie, ¿quieres ir a llamar al chófer?

Era una bonita manera de decirme a mí que la audiencia había llegado a su fin y de decirle a Goldie que el amo quería hablar conmigo en privado.

Me levanté. Petrovitch también se levantó. Sí le quitásemos la barba rizada y el cabello de aspecto noble se haría evidente un claro parecido con Marco Aurelio. De todos los emperadores romanos, a aquél era a quien había de parecerse: humano, estudioso, modesto y dispuesto a compartir el poder. El bueno de Zach Petrovitch, desde luego, elegía con acierto a los decoradores.

—En cuanto a la firma —dijo Petrovitch como si acabase de acordarse—, ¿has preparado los testigos y todo lo que haga falta? ¿Está dispuesta la otra parte?

—Puede estar preparado mañana —ofrecí—. Vic Crichton está en la ciudad y me gustaría quitarme de encima todo ese asunto. Tiene que hacerse mediante un poder. Supongo que recibirías mi mensaje.

—Está bien. Mañana me va muy bien. A cualquier hora por la tarde. Tenlo listo. ¿En tu despacho?

Estaba a punto de decirle lo cutre que era y de sugerir otro lugar, pero en vista de que Petrovitch estaba a punto de pagar una buena cantidad de dinero por aquellos locales, me pareció inapropiado.

—Estupendo —dije.

Cuando nos dimos la mano y nos despedimos Petrovitch terminó diciéndome:

—Sigo queriéndola, Mickey. Tú puedes comprenderlo, lo sé. Por eso estoy aguantando el golpe.

—Ya lo sé —le dije.

Goldie apareció y me acompañó hasta el garaje; le dijo al chófer que me llevase adónde yo quisiera.

—A ciudad de México —le dije—. ¿Conoce alguna casa de putas que esté bien?

Cuando me instalé en el asiento de atrás de la limusina, Goldie entró detrás de mí; dejó la puerta del coche abierta para hacer ver que iba a volver a salir.

—Es de verdad —me aseguró Goldie—. No importa lo que tú pienses, es cierto.

—¿De verdad, Goldie?

—No voy a quedarme sentado esperando a que ocurra. No es sólo cuestión de que me tenga en nómina; es el tipo al que cuido. Me cae simpático: se ganó una estrella de plata pilotando un helicóptero en Vietnam. Y también lo hago porque está en juego mi reputación. ¿Me comprendes?

—¿Sigues pensando que yo tomo parte en ello? —le pregunté esforzándome por no dar ninguna muestra de pánico—• ¿Crees que intento derribar a mi propio cliente?

Forcé una sonrisa. Alargó el brazo muy lentamente y me cogió el brazo con aquella mano de gorila.

Goldie tenía unos fríos ojos grises, y mirarlos no resultaba cómodo.

—No estoy seguro —respondió—. Pero voy a decirte una cosa, Mickey. Estoy en camino de averiguarlo, y cuando encuentre a esas personas me las cargaré.

—¿Cómo te cargaste a Pindero?

—Me parece que los dos conocemos al hijo de perra del que estoy hablando.

—¿Fuiste tú quién le dio mi nombre a la policía acerca de Pindero?

—Ya te lo he dicho antes, fue la señora Petrovitch quien lo hizo.

—Sí, se me había olvidado. Ya me lo habías dicho.

—Voy a cargarme a ese cabrón. Lo digo en serio, Mickey. Tú eres un amigo, pero eso me da igual.

Me soltó el brazo y salió del coche retrocediendo sin dejar de mirarme.

—Dime una cosa, Goldie. ¿Cuál es la institución benéfica a la que la señora Petrovitch parece estar tan dedicada? Me refiero a ésa en la que conoció al hermano Pindero, el cual resultó muerto tan trágicamente.

Hacerle a Goldie cualquier pregunta, incluso aquélla tan sencilla, hacía que frunciera el entrecejo con recelo, como si yo ya conociera la respuesta y estuviera intentando pincharle.

—La de Rainbow Stojil —me contestó—. El Refugio del Final del Arco Iris para Hombres sin Hogar. No me digas que no has oído hablar de ello.

—¿Que si he oído hablar? Hace poco le di un gran donativo.

Cerró la puerta del coche con más fuerza de la necesaria. ¿Stojil? ¿Ingrid? ¿Más de un cómplice? ¿Qué parte de la vida de Petrovitch formaba parte de la vida real? Ninguna, quizá. Ninguna de aquellas personas ricas era real, no eran más que pobre gente que actuaba.

—¿Adónde ha dicho, amigo?

—A mi oficina —le indiqué.

—Ése es un barrio de lo más cutre —me dijo el chófer.

—¿Y usted qué es, corredor de fincas?

Me hundí en el cuero del asiento y me puse a pensar en Zachary Petrovitch de pie en aquella sala llena de imágenes romanas. De semejante paranoico me habría esperado un mural de Julio César apuñalado de muerte en las gradas del edificio del Capitolio, pero me parece que ésa no fue una de las batallas decisivas de la Roma imperial. Fue sólo un crimen.