CAPÍTULO 16
Como la mayoría de los habitantes de la ciudad, pasé muchas de aquellas primeras horas de los disturbios comparando la cobertura televisiva con cautelosas miradas por la ventana, hasta que al final apenas podía distinguir entre aquellas dos láminas de vidrio distorsionantes. Los moradores de las salas de redacción acogieron una riada de profesionales igualmente interminable. Reporteros y equipos de cámaras llegaban con los ojos muy abiertos y gozosamente sobrecargados de noticias que estaban allí, a su alcance, en cada esquina. Y por la noche mis recuerdos se fundían con los de ellos, e indiscriminadamente me apropiaba de sus historias y me las llevaba para contarlas como mías.
—Sepárate de la televisión, Danny. Robyna me ha ayudado y he preparado fiambre de carne de buey picada como a ti te gusta.
El cielo azul oscurecido por el humo cambió y se convirtió en noche. Cuando el cielo hubo desaparecido, la ciudad quedó entrecruzada por las líneas de puntos color naranja de las farolas de sodio, que se convertían en borrones cuando las cámaras se ladeaban y traqueteaban para captar un nuevo ángulo. Una cámara sigue al gentío: ¡bang!, uno casi siente el puño que la golpea. Carrera calle abajo, cámara que corre, gente que chilla. ¿Es televisión, es la realidad o no es ninguna de las dos cosas?
—¡Dios mío, hay alguien en el tejado!
—No pasa nada, papá. No es más que mi vecino.
—¡Tiene una pistola, Danny!
—Todos mis vecinos tienen pistola. Estamos haciendo rondas de dos horas por tumo. Dije que yo lo relevaría a medianoche.
—No te metas en eso, Danny.
—Puede que intenten incendiar los garajes —me explicó Danny, suponiendo que mi preocupación por el Caddie me ayudaría a verlo del mismo modo que él—. Eso es lo que hicieron ahí enfrente. La gente los utiliza como almacenes.
—Subiré contigo —le dije.
Aquellas horas nocturnas en la azotea con Danny nunca se me borrarán de la memoria. La panorámica de la ciudad en llamas daba pavor. A veces, durante una hora o así, parecía que la ciudad de Los Ángeles fuera a quedarse dormida, pero luego el súbito fulgor de llamas amarillas y rojas perforaba agujeros en la noche mostrando el punto donde habían incendiado y hecho volar por los aires otro edificio. Qué panorama; la ciudad estaba centelleante como el país de las hadas, y grandes sectores de South Central se encontraban totalmente a oscuras ya que los cortes de fluido eléctrico cercenaban las conexiones de energía.
Hacía frío en la azotea, pero era una oportunidad para hablar con Danny como no habíamos hablado en mucho tiempo. Era un buen chico. Estuvimos hablando de fútbol y de automóviles. Hablamos de política y de la asignación que yo le pasaba cada mes. Hablamos de todo menos de los disturbios y de las notas de Danny; él se encargó de ello.
—¿Has visto dónde ha encontrado la policía un Packard Darrin? Parece el que tú estabas buscando.
—¿Cómo lo sabes?
—Venía en el periódico. El dueño fue asesinado en una casa en Topanga. Iba a enviarte el recorte, pero me imaginé que lo habrías visto. ¿No lo has leído?
—No tengo tiempo de leer los periódicos.
—¿Qué hacen con esas cosas? ¿Venderán el coche en subasta?
—No lo sé.
—Creí que a lo mejor querrías comprarlo.
—Antes sí quería hacerlo. Pero he perdido interés. Me gusta el Caddie que tengo.
Cuando llevábamos una hora y media en la azotea estaba muerto de frío. Dos vecinos de Danny vinieron a relevarnos y nos trajeron un poco de sopa caliente.
El apartamento que estaba al lado del de Danny resultó ser sorprendentemente cómodo. Supongo que las personas que residían allí —una pareja iraní más un cuñado que regentaba un salón de manicura y belleza en Beverly Hills— se ganaban bien la vida, pero eran lo bastante listos como para ocultar cualquier signo que lo pusiera de manifiesto hasta que uno se encontraba en el interior. Y entonces… ¡pow! Había bebidas, cigarrillos, paredes forradas de seda y alfombras mullidas en todos los rincones, y no importa en qué parte del apartamento te encontrases, porque siempre había un cenicero al alcance de la mano. ¡Menudos fumadores eran! Se olía por todas partes. Y había ceniceros de todas las clases que uno pueda imaginar: de latón y de cerámica, de Mickey Mouse, unos que eran casas de campo con el techo de paja y otros que emitían una melodía. Debían de ser unos excéntricos del tabaco. Se habían ido todos de vacaciones a Las Vegas y le habían dejado a Danny la llave para que les cuidase el apartamento. Los iraníes habían llamado a Danny a medianoche. Habían visto por televisión las imágenes de los disturbios en Los Ángeles en la habitación que ocupaban en un hotel de Las Vegas y estaban preocupados.
Cuando bajé del tejado tiritando, asustado, eructando y con el sabor de la sopa de tomate, Betty ya se encontraba en la cama; estaba dormida en el gran dormitorio principal, que tenía una mullida alfombra y un enorme y grueso edredón. Debí de hacer algún ruido, porque se despertó cuando entré en la habitación.
—Hola, Mickey —me saludó—. ¿Está bien Danny? Pobre pequeño.
—Ya es un adulto —le recordé—. No podemos estar llamándole pequeño siempre. Tienes que dejarle volar, cariño.
Se sentó en la cama. Llevaba puesta una de las camisas a rayas de Danny a modo de camisón. Le quedaba muy bien.
—Ya no hablamos nunca —me dijo.
—Últimamente estás guapísima, Betty.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti, Mickey. Tienes un aspecto horroroso.
—Hace mucho frío ahí afuera.
—Ya te dije que no fueras. ¿Quieres que te prepare algo caliente de beber? Tienen de todo aquí.
—Los vecinos nos prepararon un poco de sopa de tomate. —La sopa de tomate no te sienta bien, Mickey. Te produce indigestión.
—Y que lo digas. A lo mejor puedo cerrar los ojos durante unos minutos.
—Es bonito todo esto…, este apartamento, quiero decir. ¿Te lo he dicho? He tenido que irme de mi casa. Ahora el dueño la quiere para él.
—Puedes usar la casa de Woodland Hills si quieres.
—¿De verdad, Mickey? Te pagaré alquiler. Ahora gano bastante dinero.
—No tienes que pagarme nada. Esa casa es demasiado grande para una persona.
—¿Tú también te quedarás? ¿Es eso lo que quieres decir?
—No tengo otro sitio adónde ir —reconocí.
—Necesitaremos una cama nueva —dijo Betty—. Una como ésta sería estupenda, ¿no crees?
—Ya te lo diré por la mañana —le indiqué.
—Oh, Mickey. Cuánto te quiero.
No llegué a levantarme para apagar el televisor. Estuvo funcionando toda la noche. Quitaron toda la programación normal, y los principales canales locales pasaron a dar un servicio informativo minuto a minuto. Cada vez llegaban más imágenes procedentes de los helicópteros, que ahora tenían el cielo para ellos solos.
Cuando rompió el alba sobre la ciudad las cámaras mostraron calles vacías sembradas de inimaginables cantidades de escombros, envoltorios, basura y frutos desechados de los saqueos. Cientos de incendios ardían en la ciudad y producían un velo de gasa de cuento de hadas por encima de todo el valle hasta las colinas de Hollywood. El humo que se alzaba de los incendios era denso y negro, y los informativos de televisión informaron de que había disparos intermitentes y francotiradores tan activos que el personal del Departamento de Bomberos ya no estaba dispuesto a entrar en South Central sin escolta policial.
Los saqueadores mostraban una considerada voluntad de saquear exclusivamente en horario comercial normal, y las furgonetas de televisión sólo ponían a funcionar sus cámaras en algunos de los más populares escenarios de pillaje en pleno día. Hombres, mujeres y niños salían, saltando por encima de los obstáculos, de tiendas destrozadas, riéndose y bromeando mientras se alejaban tambaleantes bajo el peso de las bolsas de basura de plástico negro llenas a reventar de mercancías robadas. El botín que quedaba iba disminuyendo, pero los arriesgados todavía podían conseguir televisores. Otros tenían que conformarse con sartenes de teflón, tostadores y mantas; de una tienda salió una docena de muchachos jubilosos que hacían rodar neumáticos de coche sin estrenar. Las amas de casa hacían la compra sin lágrimas, y salían de los grandes supermercados con las bolsas llenas a rebosar de pizzas congeladas, filetes, Daz, Palmolive y helado. La violencia y el odio del día anterior parecían haber sido reemplazadas en gran medida por el alivio y el buen humor. Los policías, evidentemente, habían recibido órdenes de mantenerse apartados, y así lo hacían. Los saqueadores convocaban esa gozosa histeria que marca el final de un espectáculo de éxito.
De repente me desperté por completo. La cama estaba vacía.
La puerta se abrió de pronto.
—¡Mamá! Está aquí Felicity —anunció Danny. En la otra dirección, la cabeza de Betty emergió del cuarto de baño—. Quiere verte —le dijo Danny—, y hay café recién hecho en el apartamento de al lado. ¿Cómo habéis dormido?
—Y a ti qué puñetas te importa —le respondió Betty; y volvió a desaparecer en el interior del cuarto de baño. Oí cómo el agua corría con furia.
Felicity apartó a Danny de un empujón y entró en el dormitorio para mirar los muebles.
—¡Vaya, no está nada mal! —sentenció. Me subí la ropa de la cama hasta la barbilla. Ella se echó a reír.
—Felicity quería ver el apartamento —me explicó Danny cuando vio que me había cabreado por haberla dejado entrar de aquel modo.
—¿Está Betty levantada? —preguntó Felicity.
—Hace horas —repuso Danny antes de que yo pudiera responder.
—No he dormido mucho esta noche —observé.
—¿Qué te parece? ¿Qué te parece?
Felicity le dio un puntapié al colchón que yo tenía debajo para llamarme la atención. Ella era así.
—¿Qué me parece qué?
—¿Qué te parezco yo, Rambo?
Se había puesto a hacer piruetas con los brazos en alto.
Yo reconocía cuando me daban pie para algo.
—Estás sensacional, Felicity. ¡Sensacional!
—¡Cabrón! —me insultó. Supongo que con algunas personas uno no acierta nunca.
—Estás más delgada, más guapa y eres rica. ¿Qué quieres que te diga?
—Me lo he hecho.
—¿El qué?
—¿Quieres café, papá? —me preguntó Danny, señal segura de que no esperaba que yo escapase apresuradamente de allí.
—Con crema y sin azúcar.
—Los michelines de la tripa; e implantes en las mejillas y cejas nuevas. Mi signo estaba en ascendente; el numerólogo me aseguró que los números cuadraban, así que me dije: «¡Háztelo todo, nena, háztelo todo!».
—Estupendo, estupendo —la felicité—. Pero deja de dar vueltas, ¿quieres, Felicity, encanto? Acabo de despertarme y me estás mareando.
—¿Notas todo ese olor a quemado y demás? Toda la ciudad apesta a humo y a cenizas esta mañana.
—¿Quién lo iba a notar en este apartamento? —dije.
Supongo que debí haberme fijado en toda aquélla cirugía plástica cuando estuve en su coche, pero me pasé todo el tiempo con los ojos fijos en la carretera.
Danny trajo dos tazas de café. Cogí las dos, empujé a Felicity suavemente fuera de la habitación y llamé a la puerta del cuarto de baño.
—Tu café está aquí, cariño —dije.
Betty volvió a salir; esta vez llevaba una ajustada bata de seda de color azul pálido. Sonrió, se tomó el café y se marchó a buscar a Felicity. Aquello parecía la Union Station, de tan concurrido como estaba.
—Felicity se levanta un poco temprano —comenté cuando Betty regresó. A Betty le sienta muy bien el azul pálido.
—Me ha traído el neceser. Me he estado alojando en su casa la última semana. Hemos estado preparando la preproducción de esta película. —Dio un sorbo de café—. ¿Qué le has hecho a Budd?
—¿Que qué le he hecho a Budd?
—Lo has entendido perfectamente; así que contesta.
—No le he hecho nada. ¿Qué le pasa?
—Llamó a Maureen anoche. Ahora somos sus agentes, ya sabes. Ha despedido a Pop Pedersen.
—Eso he oído.
—Dice que busca papeles maduros.
—Igual que todos nosotros —dije.
Danny asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.
—Acaban de enseñar por televisión a un tipo que llega a la puerta de una tienda en South Central en taxi. Se busca un homo microondas, lo mete en el coche y se va. Lo han sacado por televisión mientras ocurría. ¿No es el colmo?
—Quédate en casa hoy, Danny —le sugerí—. Ahí afuera va a haber mucho alboroto.
—La policía no hace nada —dijo Danny.
—Los policías están enfadados con todo el mundo, desde el alcalde hasta el presidente de los Estados Unidos de América —comentó Betty—. La policía está muy cerca del público.
—Espera un momento, Betty —le dije—. Tú eres liberal. ¿No eras tú quién recogió cerca de mil firmas para protestar por la brutalidad policial?
Betty estaba mirándose las uñas de los pies.
—Un hombre ha estado diciendo en televisión que el presidente debería estar hablando con los incendiarios, no quejándose del veredicto emitido por el jurado. Y, de todos modos, ¿para qué está la Constitución?
—No lo sé —dije—. Necesito por lo menos cuatro tazas de café y un afeitado antes de poder hablar de la Constitución. Pero dime, ¿qué es todo eso que decías acerca de Budd?
—Está escribiendo el guión de una película. Dice que tú le diste la idea. Una historia estrafalaria acerca de un ama de casa rica y chiflada que planea quitar de en medio a su marido mientras le va diciendo a todo el mundo que es él quien está intentando matarla a ella. Por teléfono me pareció todo un poco incoherente, pero la idea me entusiasma. Puede que sea un papel para Greta Scacchi. Lo único que recuerdo bien es que Budd dice que él quiere hacer el papel de matón.
—¿Budd quiere hacer el papel de matón?
—Por el modo como me lo dijo parecía que tú estabas enterado de todo —me comentó.
—No, yo no —protesté—. No sé nada de ninguna ama de casa chiflada, y mucho menos rica.
—Quiere que yo sea la productora ejecutiva. Me dijo que ha llegado la hora de que Hollywood haga una película en la que el malo sea adorable. ¿Crees que se propone algo?
—¿Tú estarías dispuesta a producirla?
Betty se alisó la bata sobre las caderas.
—A decir verdad, Mickey, estaba pensando en obtener un carnet del sindicato de actores.
—¿Un carnet del sindicato de actores?
—¿Cómo era ese paso que tú me enseñabas, Mickey? Saltito, arrastrar los pies, paso. Talón, talón. Punta, talón; punta, talón. ¿Es así como lo haces?
—Oye, Betty. Eso no está nada mal —observé—. Saltito, arrastrar, paso.
Me di cuenta de que Betty había estado tomando clases.
Me quedé en casa de Danny todo el día. A última hora de la tarde Zachary Petrovitch me localizó. Llegó zumbando a los mandos de su propio helicóptero de color rojo brillante y aterrizó en la calle. Goldie iba con él, naturalmente, sentado muy erguido en el asiento delantero y cargado con una metralleta Skorpion. Habían estado levantados toda la noche; estuvieron saltando en el helicóptero de un lugar a otro tratando de localizar a Ingrid, y ahora tenían los rostros agotados y grises.
Me subí al helicóptero y Petrovitch despegó inmediatamente. Las aspas golpearon el aire con furia; debajo de nosotros algunas pandillas de saqueadores nos saludaban con la mano y sonreían, pensando que éramos un equipo de cámaras de televisión. Petrovitch y Goldie habían descubierto todo el timo: Vic Crichton e Ingrid habían sido íntimos durante mucho tiempo, y ahora habían adoptado nuevas identidades con la ayuda de Rainbow y habían partido para recoger el botín.
—Nunca pensé que ocurriera esto —dijo Petrovitch—. Ha sido más lista que yo.
—Es una mujer poco corriente, señor Petrovitch —comenté—. Te imaginaste que el hombre que ella convenciera para matarte sería la persona con la que huiría. Ha sido un error natural.
—¿Qué más sabes tú?
—Supongo que se ha fugado con Vic Crichton. Budd Byron, el tipo del que ella se estaba riendo, fue el que intentó matarte.
—Yo lo tenía todo previsto excepto la posibilidad de que ella cambiase de identidad. Conseguirán salirse con la suya. No puedo impedírselo. Esa compañía de Lima rendirá hasta cien millones en valores negociables. Ni siquiera puedo demandarlos, ni demandar al banco. Elegí Perú porque no tiene tratados efectivos con los Estados Unidos.
—Fue Vic Crichton quien estuvo con ella en la casa de Topanga. Él mató al viejo —intervino Goldie.
—¿Está Crichton enamorado de ella, o es por el dinero? —quiso saber Petrovitch.
—No lo sé —dije—. Crichton es británico. Los británicos nunca se enamoran; va contra la ley.
—Cuando lleguen a Lima seguro que usarán la autoridad que tienen para transferir los valores a otro banco o a otra empresa. ¿Ha montado Crichton algo así en Perú?
—No, que yo sepa —respondí—. Supuse que podría estar tramando algo de ese estilo, pero no acerté a comprender cómo funcionaría exactamente.
—Si te lo imaginabas, ¿por qué no hiciste algo al respecto? —me preguntó Petrovitch con una mala uva que no era propia de él—. Tú eres abogado, ¿no? Se supone que te dedicas a proteger al público de los timadores.
—Y sí que hice algo, en efecto —dije—. Hice que accedieran a llevarse un poder en lugar de acciones al portador.
—¿Qué quieres decir?
—Los valores pasaron de tu empresa y la empresa de Westbridge a Ingrid y a Crichton. Luego ellos firmaron los poderes. Vuelan a Perú y vuelven a comprarlo todo en esa nueva jurisdicción.
—No me lo recuerdes —dijo Petrovitch.
—Sabían que cambiarían de identidad. Accedieron en lo de los poderes porque eso les permitiría recibir el dinero por ellos mismos bajo sus nuevas identidades.
—Ya sé todo eso.
—Pero no pueden obtenerlo —le comuniqué.
—¿Por qué no?
—Porque la autoridad otorgada en un poder termina con la muerte del signatario. El forense del condado de Los Ángeles ha emitido el certificado de defunción de Ingrid Petrovitch y Victor Crichton, y en ese caso no se puede estar más muerto. Por eso Rainbow gana tanto dinero: esos certificados son cien por cien legales, exactamente igual que los pasaportes y los números de la seguridad social que proporciona.
—Espera un minuto —me interrumpió Petrovitch.
—Tú asegúrate de que la gente de Lima se entere de que Ingrid Petrovitch y Victor Crichton están muertos. Mándales por fax copias de los certificados de defunción, y no habrá manera de que puedan utilizar los poderes para hacer nada.
—Creo que tienes razón. Pero no sé de qué manera voy a impedir la transferencia de los fondos.
—Con los dos beneficiarios muertos, todas las acciones, excepto el dos por ciento nominal que tiene en su poder la sociedad para resolver los empates en las votaciones, revierten a ti, en efecto. Las retendrá el banco según tus instrucciones.
Petrovitch me miró. Lo entendía, desde luego, pero aparte de una breve y no alegre sonrisita no dio muestras del torbellino en que debía de habérsele convertido la cabeza.
—¿Y Crichton no puso objeciones a nada de eso?
Petrovitch concentraba toda su atención en pilotar el helicóptero. Había mucho humo, y tres helicópteros de televisión volaban cerca en círculos apretados, arriesgándolo iodo para obtener primeros planos.
—Vic Crichton lo leyó muy deprisa, y la señora Petrovitch no llegó a leer nada. A Crichton lo que le preocupaba principalmente era poder transferir el poder a su identidad falsa; no cayó en la cuenta de que la vigencia del poder acabaría en la fecha del certificado de defunción proporcionado por Rainbow. De todas formas, las personas nunca se asustan de ver sus propios nombres. No les fue fácil ver que, de todos los nombres del mundo, los suyos eran los únicos capaces de estropearles el plan.
—Haz el favor de mirar allí —dijo Goldie—. Parece que tu oficina está ardiendo, Mickey.
Miré; tenía razón.
—No me sorprende —comenté.
—No —se mostró de acuerdo Goldie en un intento de mostrarse muy sutil—. Supongo que con todo este alboroto no tendrás dificultades con tu compañía de seguros.
—Ni con la policía, ni con el condado, ni con la Comisión de valores y cambio —dije yo.
Goldie me miró y luego miró a Petrovitch, que estaba muy concentrado en pilotar.
—Entonces, ¿qué les ha pasado? —quiso saber Goldie, que no había seguido la conversación porque estaba demasiado ansioso por mirar las calles destrozadas por los disturbios. Ahora, una vez que había visto todo lo que quería ver, se relajó—. Dímelo en inglés corriente, para que lo entienda.
—Vic Crichton e Ingrid Petrovitch están oficialmente muertos —le expliqué—. Los certificados de defunción ya habían sido proporcionados por el registro civil del condado. El médico que los atendió durante los días que prescribe la ley previos a la muerte había firmado garantizando que las muertes se debieron a causas naturales. Dos cadáveres, de aproximadamente la talla y el peso adecuados, se habrán embalsamado, estarán herméticamente sellados dentro de ataúdes y se les habrá embarcado en un avión con destino a Londres. —Consulté el reloj—. Y a estas horas ya los habrán recogido en el punto de destino, si mis cálculos son exactos y el aeropuerto de Los Ángeles vuelve a estar abierto.
—Deja de bromear —dijo Goldie.
—No pueden conseguir el dinero y tampoco pueden ejercer ninguna autoridad —le confirmó Petrovitch—. Murphy los ha puesto en un verdadero aprieto. Están muertos. —Hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Te arriesgaste mucho para acertar —comentó con aire pensativo.
—No había tanto riesgo —dije yo—. Si esos dos no hubiesen tenido planeado engañarte y fingir que morían, tal como sospeché, los poderes seguirían siendo efectivos y estarían en vigencia.
—Entonces, ¿no hemos perdido el dinero? —preguntó Goldie.
—Habéis ganado tres millones —le dije— Ingrid y Crichton estaban asegurados por un millón y medio cada uno mientras actuasen como socios principales.
—Podemos calcular todos los detalles mientras volamos hacia Lima —dijo Petrovitch.
Ya había enfocado el helicóptero en dirección al aeropuerto de Camarillo.
—Será mejor que Mickey venga con nosotros. Es el único de por aquí que no ha cometido ninguna estupidez.
Noté que Goldie se ofendía al oír aquel veredicto. Para cambiar de tema dije:
—Por cierto, Goldie, ése es el mejor bisoñé que he visto en mi vida. Lo he estado admirando desde la noche de la fiesta. Goldie se pasó los dedos por la cabeza.
—El pelo es mío, gusano —me aseguró con incomodidad. Goldie nunca había sabido aceptar una broma.