CAPÍTULO 2

Menuda juerga resultó ser la fiesta en honor de Petrovitch. La muchachita que llevó a cabo los preparativos para la fiesta de la Petrovitch Enterprises International era una organizadora profesional. Yo no sabía que existieran oficios así, ni siquiera en Los Ángeles. Se le había ocurrido alquilar el Pozo de las Serpientes para toda la noche, y eso cuesta mucho dinero. Alternando con los Portable PC´s, el grupo musical que aquella semana tenía un disco en el número tres, había una orquesta que tocaba esa música hawaiana tan sensiblera. Las camareras iban vestidas con faldas de hierba, guirnaldas de flores y sujetadores de color carne, y una de las paredes estaba casi cubierta de orquídeas que habían traído en avión desde Hawai especialmente para la ocasión. Había docenas de palmeras en miniatura en enormes macetas decorativas de cerámica de Faenza. El techo estaba escondido por cientos de globos de colores; de cada uno colgaba una cuerda dorada o plateada cuyo extremo aguantaba una flor de orquídea, formando entre todas un reverberante techo de orquídeas justo por encima de la altura de nuestras cabezas.

El lugar estaba lleno hasta los topes. Tuve problemas para aparcar mi Caddie. No puedo meter ese viejo carro de combate en los espacios que pintan para esos terribles utilitarios importados tan pequeños. Así que lo dejé en un espacio que decía «RESERVADO PARA SEGURIDAD» y escribí «Señor Petrovitch» en un papel que dejé colocado detrás del parabrisas. No quería que mi nuevo jefe se pusiese a gritar pidiendo su dosis de tequila de marca especial y que me echaran a mí la culpa de semejante privación. Saqué la caja a pulso del coche, me la eché al hombro y comencé a andar tambaleante por el aparcamiento del garaje subterráneo hacia el lugar donde estaba situada la entrada. Allí había tal aglomeración de gente que algunos invitados estaban hablando, bebiendo y bailando justo allí fuera, encima del suelo de cemento. Danzaban sobre la alfombra roja y pisoteaban las flores con las que habían sembrado el suelo, de manera que tuve que abrirme paso entre ellos a empujones para poder entrar en d recinto. Le di la caja de tequila al barman, pedí un whisky con hielo y soda y me puse a circular por allí. Lo único que necesitaba aquella gente era más alcohol. La mayoría de ellos parecían estar como cubas. Me daba miedo encender una cerilla, no fuera a ser que el aire hiciera explosión.

—¡Mickey Murphy! Había visto que estabas en la lista de invitados.

Aquella voz profunda, perezosa y resonante procedía de un corpulento individuo llamado Goldie Amez, que estaba contemplando dos monitores de vídeo enfocados sobre el vestíbulo para observar a los invitados a medida que llegaban.

—¿Qué hemos sintonizado? ¿Los estilos de vida de los ricos y famosos?

—Casi —respondió al tiempo que apartaba los ojos de la pantalla para examinarme detenidamente.

Cuando conocí a Goldie éste era muy delgado; trabajaba de especialista de películas. Solíamos hacer ejercicio juntos en el Gold’s Gym, cuando sólo había un Gold’s Gym, el que estaba en la calle Segunda, en Santa Mónica. De ahí le venía el apodo a Goldie. El trabajo de especialista fue escaseando al mismo tiempo que él comenzaba a luchar con la báscula, y la última vez que lo había visto se dedicaba al negocio de pagar fianzas a los detenidos; pesaba 115 kilos y tenía fama de tratar con dureza a los fugitivos que detenía. Daba la impresión de que hubiera ido a menos; donde antes tenía músculos, ahora había grasa, y lucía unos círculos oscuros alrededor de los ojos. Posiblemente no lo habría reconocido de no haber sido por aquella cabeza llena de pelo castaño y ondulado. Conservaba el pelo. ¿O era un bisoñé? Con aquella kiz no habría podido decirlo.

—¿Qué haces ahora, Goldie?

—¿No lo sabes?

—No, no lo sé. ¿Crees que te lo preguntaría si ya lo supiera?

—Ése es mi Mickey —dijo él—. Le dices buenos días y sales lisiado en un disturbio.

—Corta el rollo, Goldie.

—Hago de músculo para el señor Petrovitch.

—¿Qué haces de qué?

—No seas así. Podrías necesitar un compinche que te eche un capote con el hombre que está en la cima.

—¿De músculo?

Me di cuenta de que no todo era grasa; el bulto que le sobresalía debajo de la axila tenía los bordes cuadrados.

—Dirijo un equipo de veinte hombres.

—¿Necesita Petrovitch veinte guardaespaldas?

—Yo no soy guardaespaldas. Tengo a otros tipos que hacen el trabajo de rutina. Soy el jefe de seguridad de Petrovitch Enterprises International. Y soy responsable de los vicepresidentes y de todo lo que se encuentra en la zona continental de los Estados Unidos. Es un buen empleo.

Me dio una tarjeta profesional. La miré y me la metí en el bolsillo.

—¿Es por eso por lo que estás bebiendo Pepsi?

—El señor Petrovitch toma enérgicas medidas contra el personal que bebe estando de servicio. Ya te lo dirá él.

—Quizá me resulte un poco difícil adaptarme a esas condiciones —comenté.

—No, después de haber hablado con el señor Petrovitch no lo encontrarás difícil. —Goldie dio un sorbo de su bebida de cola y me miró de arriba abajo—. Es el precio que hay que pagar. Cuando se hace cargo de una compañía la despoja de toda la grasa que le sobra y la convierte en una máquina para conseguir ganancias magras y pulcras.

Goldie me miró y se relamió de gusto mientras decía aquello. Sonaba como algo que hubiera leído en un prospecto, y a mí no me gustó. ¿Y qué clase de máquina de ganancias magras y pulcras era Goldie?

—¿Puedes prestarme tu teléfono, Goldie? —le pregunté al tiempo que miraba el teléfono portátil que llevaba prendido en el cinturón—. Tengo que localizar a mi socio de Phoenix. Llamaré a cobro revertido.

—¿No tienes teléfono en el coche? —quiso saber Goldie.

—¿Estás loco? Conduzco un precioso Caddie del cincuenta y nueve con el interior y la pintura originales. No quiero que un tipo vaya haciendo agujeros en él y sujetando con pernos teléfonos y baterías en la carrocería.

—Arriba hay un teléfono —dijo Goldie—. Ven conmigo, de lo contrario mis guardas de seguridad no te dejarán pasar.

Goldie me condujo hasta una pequeña oficina desordenada en la que había un fax, procesadores de textos y un tablón de anuncios donde se exhibían media docena de cheques sin cobrar, un cupón de Pizza Hut de «Compre una y le regalamos otra» y una fotografía firmada de Arnold Schwarzenegger. Se quedó remoloneando en el pasillo unos instantes. Creí que se estaba comportando con discreción y que me dejaba un poco de intimidad, pero debí comprender que no era así. Entró con todas las de la ley.

—Haz la llamada y salgamos de aquí.

Parecía desaprobar que tuviera ocasión de echarle un vistazo a aquel lugar, pero si yo lo hacía era sólo debido a mi curiosidad natural.

Me senté detrás del escritorio, descolgué el teléfono y cuando estaba a punto de empezar a apretar las teclas me fijé en que había un cable de más que salía del teléfono y entraba por un agujero recién hecho en el sobre del escritorio, un agujero marcado por un rastro de serrín.

—Goldie —le dije—, ¿tenéis un aparato para detectar interferencias en este teléfono o algo así? ¿Qué es este tráfico de cables? ¿Estás pinchando las llamadas de alguien?

—¡No toques ese botón! —ladró él poniendo en evidencia una alarma que contrastaba bruscamente con su anterior talante lúgubre—. Quédate donde estás. Pon el teléfono sobre la mesa y déjame que yo dé la vuelta y me acerque.

Me agarró por el hombro al tiempo que me ponía en pie. Luego cogió las tijeras del escritorio y cortó todos los cables que iban a parar al teléfono.

—¿Qué ocurre?

—¡Dios mío! —exclamó Goldie hablando consigo mismo, como si no me hubiera oído—. ¡Los muy hijos de puta!

—¿Es una bomba?

—Puedes apostar a que sí —dijo Goldie. Fue siguiendo con la mano los cables que atravesaban el escritorio y se arrodilló debajo del mismo, en el suelo. Yo también me agaché para verlo mejor. Dio varios golpecitos suaves en un paquete de papel marrón que alguien había fijado en la parte interior del escritorio—. ¿Ves eso? Ahí hay suficiente plástico para convertimos a los dos en hamburguesas —dijo. Con mucho cuidado comenzó a despegar la cinta adhesiva de la madera y dejó al descubierto los detonadores. Parecía que ya hubiera hecho ese tipo de cosas antes—. A lo mejor lo han montado para que se cierre el circuito al apretar las teclas, o puede que sea una de esas bombas traicioneras que hacen detonación en el momento de recibir una llamada.

—¿Qué es todo esto, Goldie?

—Reza unas oraciones extra cuando vayas a misa mañana por la mañana —me dijo Goldie. Seguía debajo del escritorio, hurgando en la bomba—. Vuelve abajo y ponte a circular. Puedo encargarme de esto yo solo.

—¿Seguro que no necesitas a la brigada antiexplosivos?

El rostro malhumorado de Goldie apareció por encima del escritorio.

—No digas ni una palabra de esto a nadie, Mickey. Si una historia así sale en los periódicos las acciones bajarán de lo lindo, y yo lo pagaré con mi empleo.

—Lo que tú digas.

Decidí dejar la llamada que quería hacer a Phoenix para otro rato y volví a la fiesta a buscar otra copa. Comprendía por qué a Goldie lo ponía tan nervioso lo de la publicidad. La multitud de periodistas presentes era bastante evidente. A algunos de ellos los reconocí, incluidos dos presentadores de la televisión local: el tipo del bigote pulido que lleva el programa matinal y la muchachita de peinado complicado que sustituye al hombre del tiempo en la franja local del noticiario de la red de emisoras. Estaban de pie cerca de las cámaras, con servilletas de papel metidas en el cuello a modo de golas y la cara empastada de maquillaje.

A quien yo estaba buscando con la mirada era a la señora Petrovitch. Cuando la conocí estábamos los dos en el instituto de secundaria Alhambra, peleándonos con las matemáticas del último curso y preparándonos para la universidad. Los amigos del instituto son especiales, ¿verdad? Más especiales que ninguna otra clase de amigos. En aquella época ella se llamaba Ingrid Ibsen. Yo estaba enamorado de ella, en realidad la mitad de los chicos lo estaban, pero yo salía con Ingrid aprovechando que vivía cerca de mí y siempre podía acompañarla a casa, y que su padre conocía a mi padre y le llevaba las cuentas.

Vivía a sólo una manzana de mí en Grenada. Bajábamos juntos por la calle Mayor, nos comprábamos bebidas de cola y patatas fritas y me inventaba algo que comprar en la tienda de «Todo a cinco» sólo para hacerlo durar más.

En el último curso Ingrid era la protagonista de la obra de teatro y yo hacía un solo de claqué en la producción del instituto The Music Man. Recuerdo perfectamente aquella última noche: bailé realmente bien. Era mi último día de instituto. La noche estaba clara y llena de estrellas, y había una luna llena que permitía ver las montañas de San Gabriel. Papá me prestó el Buick nuevo. Habíamos aparcado a la puerta de la casa de Ingrid. Yo había obtenido mi beca y una plaza en la Universidad del Sur de California. Le dije que en cuanto me graduara volvería y me casaría con ella. Ingrid se echó a reír y me dijo:

—No hagas promesas.

Y me puso un dedo en los labios. Siempre recordaré la manera en que dijo aquello: «No hagas promesas».

Ingrid pasó sólo un trimestre en la facultad. Era más lista que yo en la mayoría de las asignaturas, y hubiera podido sacarse una licenciatura en Letras con gran facilidad, pero entonces su familia hizo las maletas y se mudó a Chicago, y ella también se fue. Nunca me enteré bien de toda aquella historia, pero la noche que me dijo que se marchaba estuvimos paseando por el barrio y no volví a casa a acostarme hasta que ya se estaba haciendo de día. Luego tuve una pelea con mi familia, por lo que al día siguiente me fui como una tromba y me alisté en el Cuerpo de Infantería de Marina. De forma infantil, me imaginaba que tendría que acabar yendo al Vietnam y que era mejor acabar con aquel asunto cuanto antes. Ahora he aprendido a poner las cosas malas debajo del montón y a confiar en que nunca salgan a flote. Aquello fue una locura, porque yo estaba deseando ir a la universidad y casi nunca tenía peleas con mi familia. Y ademáis, ¿de qué sirve alistarse en el ejército para resolver algún problema? Sólo te causa un millón de problemas nuevos y terribles que hay que sumar a los que ya tenías.

La siguiente vez que tuve noticias de Ingrid fue cuando su fotografía apareció en el periódico. Budd Byron, que nos conocía a los dos del Alhambra, me envió el artículo recortado de un periódico de una pequeña ciudad. En él había una fotografía de la boda de Ingrid. Aquél era su primer marido, cualquier imbécil de quién sabe dónde, y sucedía mucho antes de que ella se casase con Zachary Petrovitch. Decía que se habían conocido en clase de baile country. ¡Lo que faltaba! Guardé el recorte en el billetero durante meses. Iban a ir a Cape Cod de luna de miel, decía. ¿Se imaginan ustedes algo más cursi? Cada vez que miraba aquella fotografía hacía que tuviera lástima de mí mismo.

Poco después de conocer a Betty quemé ceremoniosamente aquel recorte. Mientras las cenizas se enroscaban y brillaban entre las llamas me sentí liberado. Al día siguiente me acerqué a Satum and Sun, la farmacia de medicina alter nativa donde trabajaba Betty, y le pedí que se casara conmigo. Como inútil ejercicio de autocastigo, aquello, con toda seguridad, superó al alistamiento en el Cuerpo de Infantería de Marina.

Más tarde, en los años ochenta, volví a saber de Ingrid cuando ella, sin más, se casó con Petrovitch. Yo conocía a la familia Petrovitch de oídas; incluso había coincidido con Zach Petrovitch en algunas ocasiones. Su padre había hecho dinero con concesiones de Honda en el noroeste, se había metido en ello cuando regalaban las concesiones, una época en que todo el mundo decía que los japoneses quizá supieran hacer transistores baratos, incluso motos. Pero ¿coches?

La primera vez que vi a Petrovitch hijo estaba con su padre, que era invitado de honor en una cena de caridad para huérfanos irlandeses de Nueva York. Supongo que eso fue antes de que él conociera a Ingrid. Al final de la velada unos cuantos, incluido Zach, nos fuimos a un bar del Village. La música era estupenda, y todos dimos cuenta de una buena cantidad de whisky irlandés. Petrovitch se desmayó en el retrete y tuvimos grandes dificultades para llevarlo al hotel Stanhope, donde se alojaba. A los taxistas no les gusta detenerse para un grupo de hombres que acarrean un «cadáver»; y los que se deciden a hacerlo discuten. Me metí en una pelea a puñetazos con un taxista de County Cork; no fue nada grave, sólo un altercado amistoso con un conductor con exceso de peso que quería estirar las piernas. Cuando le dije que veníamos de la fiesta de caridad del orfanato irlandés, nos llevó al hotel y no quiso cobramos. Lo más disparatado fue que cuando Petrovitch volvió en sí alguien le dijo que yo había obligado con mano dura al taxista a llevarlo al hotel aquella noche. Supongo que a Petrovitch le pareció que me debía algo. Nunca le di ninguna explicación.

Me acerqué a la barra para echarle a Ingrid un furtivo vistazo. Estaba de pie junto a su marido, al final de la alfombra roja, dando la bienvenida a los invitados a medida que éstos iban llegando. La estuve observando entre las hojas de una palmera, asegurándome de que ella no me viera. Estaba tan guapa como siempre. Seguía teniendo el cabello muy rubio, casi blanco, pero ahora lo llevaba más corto. Lucía un vestido largo de muaré negro con bordados negros en el cuerpo y alrededor del dobladillo de la falda. Lo acompañaba con un collar de oro y un pequeño, aunque muy caro, reloj de pulsera. La estuve mirando atentamente mientras se reía con un ávido grupo de yuppies de traje planchado que le estaban estrechando la zarpa al marido. El hecho de verla reír revivió todos los terribles pesares de haberla perdido. Me trajo de nuevo el recuerdo de aquella noche en que estuvimos sentados en el Buick, cuando la idea de que nos casaríamos era algo que yo no tenía que prometer. Habría vendido mi alma por oír aquella risa cada día. Así que pueden ustedes comprender por qué no me acerqué a saludarlos. No quería estar hombro con hombro con aquellos memos cuando hablase con ella. Era mejor verla de lejos y repasar mis recuerdos.

—Hola, Mickey. Pensé que te encontraría por aquí —chirrió la clase de acento británico que suena igual que cuando se araña un encerado.

Me di la vuelta y me encontré con un pequeño abogado británico llamado Victor Crichton. Tiene unos cuarenta años y ese aspecto culto que es inherente a tener una empresa que te paga todos los gastos. El traje era perfecto, y Victor tenía el rostro bronceado y el cabello ondulado y lo suficientemente largo como para ocultarle la parte superior de las orejas.

—Oh, eres tú —le dije en mi acostumbrado estilo suave y sofisticado.

El jefe de Vic Crichton era sir Jeremy Westbridge, el diente que me estaba produciendo úlceras. Sus asuntos estaban en tan desesperado desorden que yo apenas podía soportar abrir la correspondencia por la mañana.

—¿Te has llevado un sobresalto, viejo? Lo siento muchísimo. —Me había cogido con la guardia baja; supongo que parecía sobresaltado. Vic me dirigió una sonrisa y luego cogió del brazo a la mujer que se encontraba a su lado—. Ésta es Dorothy, la luz de mi vida, la mujer que tiene la llave de mis expedientes confidenciales. —Dejó escapar un suave hipido—. Hablando en sentido figurado.

—Está bien, Victor —dije—. ¿Qué hay, Dorothy? Sólo estaba paseando un poco.

—¡Caray! ¡No me permitas interrumpir algo así! —Le hizo un guiño a la mujer con la que estaba y añadió—: Mickey es el abogado de sir Jeremy en la Costa Oeste.

—Encantada —dijo ella. Por lo visto la esposa de Vic también era británica.

—Suena muy bien tal como tú lo dices, Vic. Pero tenemos que hablar.

Yo tenía la esperanza de hacer que Vic cayera en la cuenta del peligro en el que se encontraba. No era sólo cuestión de perspicacia profesional, iban a verse afrontando acusaciones de fraude y sabe Dios qué más.

—Es verdaderamente un cómico caricato irlandés —le explicó Vic a la mujer—, pero hay que ser realmente un buen cómico para lograr sorprender a otro cómico en esta parte del mundo. ¿No es cierto, Mickey?

—Tengo que hablar contigo, Vic —le dije tranquilamente—. ¿Está aquí sir Jeremy? Tenemos que hacer algo urgentemente.

No reaccionó ante aquella advertencia.

—Siempre juntos. Dean Martin y Jerry Lewis, Lennon y McCartney, Vic Crichton y sir Jeremy. Parejas.

—Todos se separaron —observé.

—Me preguntaba si lo habrías captado —dijo Vic—. Separados o muertos. Pero nosotros no; por lo menos todavía no. Compruébalo por ti mismo. —Hizo un gesto con la mano en dirección al bar, donde divisé al enjuto y malhumorado sir Jeremy. Era una figura que nunca pasaba inadvertida: muy alto, bastante más de un metro ochenta, tenía el pelo blanco y la cara muy picada de viruela. Estaba enfrascado en una seria conversación con un famoso personaje local, alguien llamado reverendo doctor Rainbow Stojil, un bienhechor de vagos, entrometido y amante de hacerse publicidad, a quien le gustaba dejarse ver por televisión y en fiestas como aquélla. Supuse que Stojil estaba intentando sacarle un donativo a sir Jeremy. Stojil era famoso por sus actividades para recoger dinero—. No se te ocurra interrumpirles —me aconsejó Vic.

—¿Por qué no? —le pregunté—. Hemos de celebrar una reunión. —Vic no respondió. Estaba borracho. En realidad yo no esperaba una respuesta sensata. Vic y su amo hacían buena pareja. Eran tan delincuentes como se podía ser sin llevar pasamontañas y escopetas recortadas. Se llamaban a sí mismos promotores inmobiliarios. Sus cementerios se convertían en campos de golf; los campos de golf se convertían en centros de ocio, y los centros de ocio pasaban a ser centros comerciales y despachos. Al principio se habían movido despacio y dentro de la legalidad, pero el éxito pareció afectarles el cerebro, porque en los últimos tiempos sencillamente no les importaba qué leyes infringían con tal de que el dinero en metálico siguiera entrando a raudales—. Mira —le dije—, se acabó el juego con toda esta mierda. Sé de buena tinta que la investigación ya ha empezado. Es sólo cuestión de tiempo que arresten a sir Jeremy. No puedo detenerlos eternamente.

—¿Cuánto tiempo puedes detenerlos, muchacho?

No me estaba tomando en serio.

—No lo sé. No mucho. Una, dos, tres semanas…, es difícil de decir.

Me empujó poniéndome un dedo en el pecho.

—Pongamos tres semanas, amiguito.

Y se echó a reír.

—Mira, Víctor. O nos sentamos a hablar y trazamos algún plan que yo pueda ofrecerles…

—¿O qué? —preguntó en tono amenazador.

Respiré hondo.

—O ya podéis buscaros otro abogado.

Parpadeó.

—Venga, Mickey, venga. Cálmate.

—Hablo en serio. Buscad a algún tipo nuevo al que le guste pelearse con los federales y con todo ese montón de gente a la que habéis contrariado. Un abogado que sea especialista en procesos.

—Si eso es lo que piensas, muchacho…

Y me tocó en el hombro con esa clase de confianza con que los domadores le dan palmaditas a las fieras.

Quizá Victor pensase que iba a retractarme, pero se equivocaba de medio a medio. Una vez que hube tomado aquella decisión me sentí muchísimo mejor.

—Reuniré todos los papeles y documentos. Ya me dirás a quién se los paso. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad?

—No mucho. —Levantó el champán y lo inspeccionó como si trabajase para la Dirección General de Fármacos y Alimentos—. Hemos venido a cerrar un trato con Petrovitch sobre una compañía conjunta que estamos formando en Perú. Luego salgo para solucionar una problemática discusioncilla con unos banqueros de Nassau, y el viernes vuelvo a Londres. La vuelta al mundo en ocho camas de hotel; es una actividad frenética, ¿verdad, Dot?

—¿Y sir Jeremy?

—Buena pregunta, viejo. Digamos simplemente que tiene una cita con el Destino. Está construyendo unas mortajas de tamaño extragrande para el viejo Nick.

Apoyó una mano en la pared para conservar el equilibrio. En cualquier momento se caería de bruces.

—¿A qué te refieres? —le pregunté mientras contemplaba su intento de recuperar el equilibrio.

—No te pases, viejo. —Me puso una mano encima del hombro y acercó la cabeza para hablarme al oído—. Conmigo no tienes que hacerte el inocente. Yo soy el que va a continuación.

—¿Qué vas adónde?

—Tú eres el que está organizándolo todo, ¿no? —Su humor amistoso iba cambiándose por irritación, tal como ocurre con los borrachos cuando se ponen incoherentes—. A vosotros, so maricones, os pagan para que lo arregléis.

Cerró los ojos como si se estuviera concentrando. Movió los labios, pero no llegó a pronunciar palabra alguna.

—Me parece que estamos aburriendo a tu esposa, Victor —dije al ver el modo tan llamativo como ella se daba golpecitos con la manita blanca en la boca abierta.

—Victor siempre se emborracha —dijo ella con aire filosófico. Tampoco parecía muy sobria. Había apurado el champán y a modo de experimento empujó la copa vacía dentro de una palmera y la dejó allí, entre las frondas, en milagroso equilibrio.

Victor no negó su estado de embriaguez.

—Borracho, jodido y apaleado —dijo sin que se le trabase la lengua—. Maravillosa ciudad, derroche de hospitalidad y champán de crianza. Muy raro, hoy día…

Continuó hablando, aunque cada vez más lentamente, arrastrando las palabras como un juguete mecánico al que hay que volver a darle cuerda.

—Será mejor que no conduzcas tú —le aconsejé. Por lo menos no la había llamado ciudad de oropel, como hacían algunos.

—Conducirá Dot —dijo Vic—. Está maravillosa sentada detrás del volante, ¿verdad, Dotty? A menos que podamos encontrar un motel. —Le dio un suave azote en el trasero, y ella enseñó los dientes en una sonrisa enojada. Vic se terminó el champán—. Me parece que necesito otra copa, pero esta vez una copa de verdad.

—Ya has bebido suficiente, Vic. Tenemos que marcharnos —dijo ella.

Lo cogió del brazo y Vic permitió que lo guiase entre la gente para marcharse.

—Cuando hay que marcharse, hay que marcharse. ¿Verdad, Mickey, encanto?

—Desde luego —dije—. Hasta otra, Victor. Adiós, Dot.

Se dio la vuelta y, con una mano puesta en las nalgas de la mujer, la condujo hacia la barra. Me pregunté si Vic sabría que Petrovitch había introducido un socio en mi bufete. Si no era así, aquél no parecía el momento apropiado para hablar de ello. Víctor, a modo de despedida, agitó en el aire una mano con los dedos extendidos. No miró hacia atrás. Al parecer sabía que yo estaría mirándolo mientras se marchaba, calculando cuánto iba a perder en honorarios el año siguiente. Oh, bueno, odio a los maleantes. Nunca debí hacerme abogado.

La fila de recepción continuaba, pero ya no entraba gente por la puerta. Aquélla era una celebración para empleados y asociados, y estos invitados procuraban no llegar tarde a una fiesta de Petrovitch si sabían lo que les convenía. Decidí echar una mirada más de cerca a Pedro el Grande, a quien alguien parecía tan ansioso por asesinar, y avancé poco a poco por la sala hacia el lugar donde se habían dispuesto los brillantes focos y las cámaras de televisión por si acaso Petrovitch se dignaba acercarse y contarle al silencioso público americano el secreto para ganar incalculables millones de dólares mientras uno es todavía lo bastante joven y guapo como para presentarse candidato a presidente. Vestía un esmoquin de seda azul marino y una camisa azul con volantes, una pajarita suelta y zapatos de charol con hebillas doradas. Tenía una pulsera de oro floja, muchos anillos de oro y un reloj de oro estrecho con una pulsera de oro también estrecha: más joyas que su esposa, en realidad. Era alto y bien formado, y no parecía que le hiciera falta Goldie ni ninguno de sus forzudos guardaespaldas para cuidar de sí mismo. Tenía el rostro bronceado y despejado, casi como la piel de una mujer joven, y sus ojos eran azules y activos y se movían como si él estuviese esperando un ataque físico. Quizá Goldie le hubiese hablado de la bomba que había en el teléfono.

Cuando me acerqué al enjambre de personas que rodeaban a Petrovitch, el hombre que estaba a su lado, delgado y entrado en años, dijo:

—Y éste es el señor Murphy, del bufete de abogados del centro de la ciudad.

—¡Mickey! —exclamó Petrovitch—. ¡Cuánto tiempo! —Extendió la mano y estrechó la mía con firmeza, sacudiéndola a la vez que me sujetaba el codo con la otra mano. Era otro de esos apretones de manos propios de Hollywood, y con él me dedicó una sonrisa propia de Hollywood, y también esa muy, muy sincera mirada propia de Hollywood. Me pregunté si lo haría del mismo modo en Nueva York—. ¿Qué te cuentas, muchacho?

—Qué memoria tienes —le dije.

—¿Tú peleándote con el taxista para obligarle a llevarme al hotel? ¿Cómo podría olvidarte? —Esbozó otra gran sonrisa—. Me emborrachasteis hasta que me caí debajo de la mesa. Y eso no ocurre a menudo.

El delgado anciano también sonrió, accionados ambos hombres por la misma maquinaria.

—¡Quietos así!

Era un fotógrafo, que se había agachado para poder hacer desde abajo uno de esos disparos que hacen que los magnates parezcan esculturales.

—Tranquilo —me dijo Petrovitch señalando al fotógrafo—. Es de los nuestros.

Y con esa consoladora tranquilidad volvió a estrecharme la mano y la mantuvo quieta a fin de que no saliera borrosa en la fotografía, al tiempo que giraba la cara para dedicarle otra gran sonrisa a la cámara. Un fogonazo de la cámara captó aquel artificiad momento para la historia.

—Murphy —oí que le decía el anciano al fotógrafo—, éste es Mickey, socio de negocios y viejo amigo del Cuerpo de Infantería de Marina.

El fotógrafo lo apuntó.

El enjuto anciano sonrió y una suave presión en la espalda me impulsó fuera del alcance del disparo fotográfico cuando otro asociado de negocios y viejo amigo del señor Petrovitch recibía el tratamiento del apretón de manos y la sonrisa.

Con la bendición aún tintineándome en los oídos, me alejé arrastrando los pies entre los apretones que provocaba la gente. Vi a Goldie montando guardia a sólo unos pasos de distancia. Nuestras miradas se encontraron y sonrió. Aquel tipo se ganaba verdaderamente el sueldo, a juzgar por la naturalidad con que desactivaba bombas. Preguntándome con qué frecuencia les ocurrirían aquellas cosas, me acerqué a la barra y pedí otro whisky. «Viejo amigo del Cuerpo de Infantería de Marina». ¿De qué hablaba aquel tipo? Miré a mi alrededor. Aquello en realidad no era una fiesta, era una rueda de prensa con música y copas. Petrovitch daba la imagen de una estrella de cine bien parecida y con esa historia a sus espaldas de haber pasado de los harapos a la riqueza, historia que América adora. Aquella noche estaba demostrando de nuevo que sabía exactamente cómo convertir una diversión deducible de impuestos por valor de unos miles de dólares en un mensaje a sus accionistas que hacía que el precio de las acciones se pusiese por las nubes cuando el resto del mercado luchaba por mantenerse a flote.

—¿Le han dado su kit de prensa?

Una linda muchacha con leotardos a rayas intentó entregarme un abultado paquete mientras su compañera me ofrecía una copa de champán de color rosa.

Rechacé ambas cosas.

—Ya estoy bebiendo —dije al tiempo que levantaba la copa de whisky.

—Todo el mundo ha de tener champán —dijo la chica poniéndome casi a la fuerza la copa en la mano que me quedaba libre—. Es para brindar a la salud y prosperidad del señor Petrovitch.

—Oh, en ese caso… —dije.

La cogí, la levanté y la vertí en una maceta en la que crecían palmeras en miniatura.

Las chicas tragaron saliva, sonrieron y continuaron su camino. Vérselas con gente que no quisiera beber a la salud y prosperidad del señor Petrovitch era algo que no había formado parte de su programa de entrenamiento.

—Te he visto hacer eso, Mickey.

Levanté la vista; era Ingrid Petrovitch, Ibsen de soltera, que se encontraba de pie en la tribuna que había detrás de mí. Estaba arrebatadoramente bella, tal como yo la había visto en mis febriles sueños del instituto. Me miró con ceño disuasorio y agitó un dedo, igual que hiciera en aquellos días de antaño cuando yo detuve el coche de mi padre por la noche y le sugerí a Ingrid que nos fuésemos al asiento de atrás.

—Hola, Ingrid —la saludé.

Me sonó tonto y me sentí estúpido, tal como hacen algunas personas cuando se ven frente a alguien a quien aman demasiado. Yo siempre había sido el mismo gilipollas cuando estaba con ella: nunca pude saber por qué.

—Hola, Mickey —dijo ella muy suavemente—. Es bonito pensar que algunas cosas nunca cambian.

Se dio la vuelta y siguió avanzando hacia el lugar donde se había formado una cola para conseguir una sonrisa de su marido.

—Ingrid…

Se detuvo.

—¿Sí, Mickey?

—Me alegro mucho de volver a verte.

Sonrió dulcemente y siguió avanzando. Supongo que estaba dándome a entender que yo había tenido mi oportunidad con ella y la había desaprovechado. Y eso había sido mucho tiempo atrás. Era de agradecer que no lo dijera con palabras.