Capítulo IX
El teléfono sonó, y Gervasio Soto se precipitó hacia él.
—Diga —exclamó.
—Sí. Soy yo. Adelante, Macario.
—Sí… Bien… ¡Excelente!
—¿…?
—No, no, no… Eso ha sido todo. Salid del país, id al lugar que convinimos, y no volváis hasta que yo os avise. Eso es todo.
Colgó el auricular, y se volvió, sonriente, satisfechísimo, hacia Benemérito Martínez, que, sentado en un sillón del saloncito de la villa que habían puesto a su disposición en Barrio Alto le contemplaba atentamente.
—¿Lo han hecho? —preguntó.
—Sí… ¡Lo han conseguido, con la trampa de las tarjetas del servicio secreto! El presidente Renato Madrigal, ha sido asesinado.
—Bien —sonrió Ben Martins—. Sólo quedas tú. ¿Estas seguro de que haces bien en marcharte del país precisamente ahora?
—Es lo mejor —Gervasio Soto apuró la copa de licor que había estado bebiendo—. En primer lugar, marchándome evito muchos riesgos, pues cualquiera sabe cuántos planes tendría en marcha Madrigal para que me matasen. Y, en segundo lugar, todo está previsto: los guerrilleros han aceptado mis condiciones.
—Quizá te hagan una mala jugada —reflexionó Martins.
—No. No podrían, aunque quisieran… Respetarán el trato. Muerto Madrigal, ellos tomarán el poder, esta misma noche, y seguirán con el proceso contra Madrigal y contra mí, a fin de desacreditarnos a los dos definitivamente. Esto es lo que parecerá, al menos, pero como ya te he dicho, los guerrilleros están de mi parte. A cambio de algunas concesiones digamos que me… reservarán el asiento presidencial hasta mi vuelta dentro de cinco o seis semanas.
—O sea, hasta que yo termine con el trabajo en la computadora, falseando todos los datos a tu favor y en contra de Renato Madrigal, de tal modo que el proceso te será absolutamente favorable. Una vez emitido este veredicto, los guerrilleros te llamarán, te aclamarán, y convencerán al pueblo. Entonces, sólo tienes que regresar, y ser elegido presidente… Feliz final.
—Ha sido todo muy duro —murmuró Gervasio Soto, pero ha valido la pena. ¿Estás seguro de que podrás manejar esa máquina de modo que nadie sospeche nada cuando todos los datos que vaya proporcionando acusen a Madrigal y no a mí?
—Algunas pequeñas cosas saldrán contra ti —sonrió Ben Martins—. Lo contrario sería sospechoso, Pero no te preocupes por esa cuestión: sé cómo manejar cualquier computadora.
—Bien… Parece que todo ha terminado.
—No te olvides de mí cuando estés en el reino de los cielos —rió Benemérito Martínez.
—Tranquilo —rió también Soto—. Aquí se ha jugado de pillo a pillo, y nosotros hemos ganado. Ten por seguro que no me olvidaré de ti; tendrás todo lo que me pidas. Has sabido ponerte de parte del ganador, y tendrás tu ración de riquezas… En pocos años, el país nos habrá convertido en multimillonarios… en dólares claro.
Benemérito Martínez quedó reflexivo.
—Quizá eso la haga cambiar de opinión…
—¿A qué te refieres?
—A la periodista americana: me voy a casar con ella. A menos que tus hombres…
—No le han hecho nada. Cuando me pasaron aquí la llamada que Macario me hizo a casa, tú mismo escuchaste mis instrucciones, después que te dije que con Marías estaba esa periodista. Me pediste que diese orden ce que la respetasen, y así lo han hecho… Ya lo verás. En realidad, su presencia ha sido un contratiempo, pero espero que tú lo soluciones, tal como me has prometido. Esa mujer debía haber muerto también, porque sabe todo lo que…
—Yo arreglaré eso, Gervasio.
—No sé… Insisto en que debería estar muerta, pero no he querido indisponerme contigo. En compensación, espero que, en efecto, lo arregles todo con ella.
—Si la hubieses matado —murmuró Martins—, te aseguro que ya no te habría ayudado con la computadora.
—Entonces…, ¿realmente estás enamorado de ella?
—Sí. Le pedí que se casase conmigo, pero… no obtuve una respuesta concreta. Pero, como te digo, cuando le diga que voy a tener millones de dólares, seguramente aceptará. Y eso significará que jamás dirá nada de todo esto.
—Está bien. Ya sabes adonde avisarme cuando termine el proceso, si es que siguen adelante con él. ¡Adiós, Benemérito! —le tendió la mano, sonriente—. ¡Hemos triunfado!
Benemérito Martínez también sonrió y abrió la boca, pero no llegó a decir nada, porque otra persona se le adelantó. La voz sonó en la doble puerta abierta de la terraza.
—Eso será con el permiso de mi computadora, señores.
Con un respingo, los dos hombres se volvieron hacia la terraza. Gervasio Soto quedó desconcertado un instante, mientras Ben Martins exclamaba:
—¡Brigitte!
—¡Hola, Ben! ¿Qué tal, señor Soto? ¡Ah!; no mire a mi espalda: los dos hombres que le esperaban a usted en el helicóptero están durmiendo. Y seguirán así todavía durante cuarenta y ocho horas. O sea, que no podrá usted marcharse de Unión Liberta.
Soto se volvió hacia Martínez, lívido.
—¡Te dije…!
—Espera, espera —jadeó Benemérito—. Yo arreglaré esto con Brigitte, Gervasio.
—¡Pues hazlo pronto, porque si no, nadie va a salvarla esta vez! —gritó Soto, sacando una pistola.
—¡Guarda eso! —palideció aún más Benemérito—. ¡Yo lo arreglaré por las buenas con Brigitte, y no…!
—Temo que te equivocas, Ben —negó Brigitte, fríamente—. Lo he escuchado todo, pues hace rato que estoy aquí, y creo que no voy a dejarme convencer. Y te diré por qué. En primer lugar, Unión Liberta, como cualquier país, merece un gobernante mejor que Soto, y que todos los que ha tenido hasta ahora. En segundo lugar, jamás me casaría contigo, porque amo a un hombre que tú jamás podrías igualar en nada; eres una basura asquerosa a su lado. Y, en tercer lugar, si se trata de dinero, tengo la satisfacción de comunicarte que, en distintas cuentas y países, tengo más de cien millones de dólares. Así pues, no puede haber ningún trato entre tú y yo.
—No…, no estás hablando en serio…
—¿No? Vaya, eres divertido, Ben Martins. ¿Por qué no se lo preguntas a tu computadora? Verías cómo su respuesta sería en el sentido de que estoy hablando perfectamente en serio. Pero eso no hace falta preguntárselo a la computadora, ya se ve bien claro. Para ser sincera contigo, me resultabas simpático, me parecías un buen muchacho… Pero puse mi propia computadora a trabajar con unas preguntas: ¿por qué no me han matado a mí, que sé lo que traman, que los he visto y los conozco, que los he visto asesinar a Lope Marías…? Eso era extraordinario, ¿verdad? Por fin, mi computadora dio la respuesta, la única posible: alguien les había ordenado cuando llamaron por teléfono que no mataran a la periodista americana. Y ahí va la última pregunta para mi computadora; ¿quién puede ser esa persona que corre tantos riesgos permitiéndome seguir viva después de haber visto y oído tantas cosas? ¿Quién puede ser esa persona en toda Unión Liberta? Única respuesta: Benemérito Martínez. Y resulta que cuando vengo aquí a aclarar las cosas contigo, dejando que los hombres de Gervasio Soto asesinen a Renato Madrigal, que dicho sea de paso se lo ha merecido sobradamente, te encuentro con el último candidato; el señor Soto, y no necesito hacer preguntas para enterarme de todo. Benemérito, voy a decirte una cosa: ¿por qué no introduces en tu computadora todos los datos que tenemos respecto a mentiras, traiciones, sobornos, asesinatos, fraudes…? ¡Hazlo, y verás cómo la pobrecita máquina hace pum!, y salta convertida en un montón de tornillos. No podría soportar tanta porquería, estoy segura. En cambio, aquí me tienes a mí, hablando con vosotros a pesar del asco que me dais… ¿No soy yo mejor computadora que tu computadora, Benemérito? ¿Verdad que usted está de acuerdo conmigo, señor Soto?
—La voy a matar —gruñó Gervasio Soto—. ¡Maldita sea su estampa, la…!
—¡No! —gritó Ben Martins.
¡Bang!, sonó el disparo, seco, cuando ya la espía internacional, agilísima, había desaparecido de un salto hacia el jardín. Pero la bala no fue desperdiciada: Benemérito Martínez, que se había colocado rápidamente entre Soto y Brigitte, la recibió en el vientre, y lanzó un aullido, mientras sus ojos, desorbitados, quedaban fijos en Gervasio Soto que lo empujó y volvió a apuntar hacia donde había estado Brigitte…
Lanzó un chillido cuando vio a tres hombres allá, en lugar de la periodista americana. Y eso fue todo lo pudo hacer: gritar…, mientras los tres hombres disparaban contra él, fríamente y sin alterarse, pero lívidos los rostros. La pistola de Soto cayó al suelo antes que este, que parecía un muñeco recibiendo pequeños golpes de viento…, que al final lo derribaron.
—Brigitte —gemía Martins, en el suelo—. Bri… gitte.
La divina espía reapareció en el saloncito, y se acercó a Benemérito. Le miró los ojos, y comprendió que estaba ante un hombre cuya vida duraría menos que la llamita de una cerilla.
—Brigitte, te… te… amo…
—No es cierto —dijo ella, implacable—. Las personas como tú no aman a nadie, no pueden amar a los demás. Di mejor que quieres tenerme para tu propia satisfacción, no por amor a mí. Tú, y todos vosotros, los que habéis organizado este proceso, no podéis amar, no tenéis sentimientos más que para vosotros mismos. Los demás no son nada: sólo están en el mundo para serviros de goce, de felicidad, de descanso… No por amor a ellos, sino por amor a vosotros mismos. Nadie es bueno… Ni siquiera tú. Hasta tú has caído, Ben Martins. Has caído en el cubo de la basura, en…
—Está muerto —dijo Cirilo Úbeda, junto a Brigitte—. No se moleste en darle ahora lecciones de moral y de humanidad, señorita Montfort. Ya no las necesita.
—¿Y ustedes, señor Úbeda? ¿Necesitan ustedes lecciones de humanidad y de moral? ¿O serán iguales que ellos?
—No —palideció Úbeda—. Cuando vino a buscarnos a mi casa ya le dije…
—¡Oh, sí…! Me dijo que Unión Liberta iba a entrar en una nueva era. Lo veremos. Vayan a ver a los guerrilleros, convénzanlos de que dejen las armas, formen un gobierno adecuado… De acuerdo. Les deseo la mayor suerte, prosperidad y felicidad del mundo, señor Úbeda. Pero… si vuelven a suceder estas cosas, no cuenten conmigo, arréglenselas como puedan, mueran o vivan como animales…, ¡hagan lo que quieran, pero no cuenten conmigo!
—Le…, le juro que…, que, gracias a usted, mi…, mi país va a…
—No me jure nada. No me digan nada más ninguno de ustedes. Les he ayudado, parece que he puesto Unión Liberta en buenas manos, y me alegro… Adelante, triunfen. A cambio de todo ello sólo voy a pedir una cosa: olvídenme.