Capítulo III
—¿Quién es?
—Su pasaporte, señorita Montfort.
Brigitte alzó las cejas, un poco sorprendida, pero tras ponerse rápidamente el salto de cama, abrió la puerta. Su mirada quedó fija en el hombre que había en el pasillo, observándola, a su vez, con amable atención. Era un sujeto alto, delgado, de ojos oscuros y boca sonriente, hasta el punto de que parecía un poco divertido; si bien, al verla con atención, un destello admirativo pasó por sus ojos.
—Señorita Brigitte Montfort, naturalmente.
—¡Naturalmente! —asintió la divina—. Si me trae usted mi pasaporte, no dudo que habrá visto mi fotografía en él.
—En efecto. Y no podía creer que hubiese una mujer tan bella. Sin embargo, de vez en cuando las fotografías hacen una exacta justicia.
—Muy amable, gracias. ¿Es usted el director del hotel?
—¡No! —casi rió el hombre—. Soy Lope Marías, jefe del Servicio Secreto de Unión Liberta… A sus pies.
—¡Oh! Bueno, no sé… ¿Quizá quiere usted pasar, señor Marías?
—Se lo agradezco.
Lope Marías entró en la lujosa suite que Brigitte había ocupado a su llegada a Ciudad Cabero la noche anterior, en el hotel Garabitos. Una suite de tres piezas, muy espaciosa, con dos terrazas sobre, la avenida Moretones, y desde las cuales se veía el mar.
—Usted dirá —miró Brigitte atentamente al espía.
Este sacó de un bolsillo el pasaporte de la ciudadana norteamericana, y se lo tendió, diciendo:
—Me he permitido traérselo personalmente.
—Muchas gracias. Pero no había prisa… Lo dejé anoche en conserjería, y como todavía no he salido del hotel, no lo necesitaba. ¿Ocurre algo con mi pasaporte?
—En absoluto.
—¡Ah! Bueno, supongo que habrá sido una revisión de rutina.
—No, no. Anoche mismo sentí un gran interés por usted, así que lo primero que he hecho esta mañana ha sido venir a verla. ¿No me recuerda usted?
—No —mintió la espía más peligrosa del mundo—. No…
—Yo formaba parte anoche del… pequeño comité de recepción de Benemérito Martínez. Y la vi despedirse de él muy amistosamente.
—¡Oh, ya…! Bueno, en ese caso usted ya sabía que la fotografía de mi pasaporte me hacía justicia, ¿verdad? Por lo tanto, ya tenía que estar convencido de que existía una mujer tan bella.
—Espero —rió Lope Marías— que se halle usted confortablemente instalada.
—Muy confortablemente.
—Lo celebro… Entiendo que su estancia aquí es por motivos de trabajo.
—En efecto. Si usted me vio anoche con Ben Martins, y luego habló con él, le habrá explicado todo eso, señor Marías.
—Es usted una persona de conversación muy directa.
—Sólo en ocasiones. Pero si eso le molesta, podemos empezar a hablar del tiempo, de las hermosas playas de Unión Liberta, del precio actual del dólar en su país, de la economía nacional, de…
—No, no, no, por favor… Iremos directos al asunto y así la molestaré muy poco tiempo.
—No, me está molestando. Al contrario, me resulta muy interesante conocer a un jefe de servicio secreto. ¿No quiere usted sentarse?
—¿Piensa hacerme una entrevista?
—¿Por qué no? —rió la divina—. Aunque me temo que no sería usted demasiado explícito conmigo. De todos modos, mi jefe recibiría con agrado una entrevista con el jefe del Servicio Secreto de Unión Liberta, estoy segura.
—¿Su jefe?
Brigitte se sentó, y Lope Marías hizo lo propio en otro sillón, delante del más bello espectáculo que jamás habían contemplado sus ojos: Brigitte Baby Montfort.
La cual asintió:
—Sí, mi jefe. Se llama Miky Grogan y es el director del Morning News, de Nueva York.
—¡Ah! Bueno, esto nos lleva precisamente al objeto de mi visita, señorita Montfort. Entiendo que es usted una periodista de gran prestigio internacional, y de ello deduzco que su periódico, el Morning News, debe ser no menos importante.
—Exacto. Tanto yo como el periódico para el cual trabajo tenemos una sólida reputación en todo el mundo, prácticamente.
—Me parece magnífico —dijo Marías.
Sacó de un bolsillo interior una tarjeta gruesa, de color azul, y la tendió a Brigitte, que la tomó con dos deditos, preguntando:
—¿Qué es esto?
—Un pase especial a hombre de usted.
—Un pase… ¿para qué?
—Para visitar la computadora. A menos, claro está, que no sienta usted interés por ella.
—Siento muchísimo interés por ese montón de chatarra.
Lope Marías no pudo contener una carcajada.
—¡Asombrosa definición de un aparato que vale más de tres millones de dólares, señorita Montfort! —exclamó.
—¿Tanto? Bueno, parece que los rusos han hecho una buena venta.
—No, no… Perdone. Los rusos no nos han vendido la máquina: solamente nos la han prestado.
—Pues es un gesto muy amistoso y generoso.
—Así lo considero… Mmm… Debo advertirle, claro, que, en estas condiciones, siempre habrá algún ruso junto a la computadora.
—¡Qué miedo!
Marías volvió a reír, mirando cada vez con más interés, y ya no solamente físico a la norteamericana.
—Ya me advirtió Benemérito que tiene usted una charla y un humor admirables. Pero, claro, yo no he dicho eso de los rusos para darle miedo a usted. Sólo he querido puntualizar algunos detalles.
—¿Por ejemplo?
—Bien… Hace ya días que la máquina está instalada en el Palacio de la Justicia, y le aseguro que sólo personal oficial muy escogido ha tenido, desde entonces, acceso a la sala que se va a utilizar, donde espera la computadora.
—¿Los rusos son personal oficial?
—Los rusos —frunció el ceño Marías— no tienen nada que ver con esto, señorita Montfort. Pero a mí me parece razonable que, si han prestado un aparato de más de tres millones de dólares, quieran asegurarse de que va a ser tratado adecuadamente; así que algunos técnicos se turnan en supervisar cualquier manejo de la computadora. Ahí termina la labor de los rusos… se diga lo que se diga. De todo lo demás, nos encargaremos nosotros, los nacionales.
—Es una aclaración muy interesante. Gracias.
—De nada. Le decía que sólo personal oficial tiene acceso a la sala de la computadora, y ciertamente, los más prestigiosos periodistas del país, en horas de visita fijas. Nadie más.
—Estoy entendiendo que acaba usted de concederme un gran privilegio con esta tarjeta.
—Exactamente. Benemérito Martínez ha insistido mucho en ello, asegurando que usted no va a causar molestias ni sinsabores con su presencia, habida cuenta de que no entiende nada de computadoras, por lo que todo lo que podrá hacer será mirar.
—¿Qué otra cosa iba a hacer? —se sorprendió realmente Brigitte.
—Tocar.
—¡Oh, vamos, señor Marías…!
—Está terminantemente prohibido cruzar el cordón que rodea la computadora.
—Lo tendré muy presente. Y, aun así, sigo considerando que se me concede un trato de privilegio. ¿Por qué? Y no me diga otra vez que es por deseo de Ben Martins.
—Ejem… Bueno, nosotros esperamos que una periodista de su prestigio sabrá enviar a Estados Unidos informaciones de primera mano que expliquen muy bien la honestidad y escrupulosidad con que Unión Liberta está llevando este desagradable caso nacional.
—Ya… Es usted muy amable al confiar en mi… ecuánime colaboración, señor Marías.
—Esa es la palabra: ecuanimidad. Estamos un poco hartos de esa clase de periodistas que, al no tener acceso a información de calidad, se dedican a escribir fantasías.
—Yo nunca escribo fantasías. O escribo realidades o no escribo nada.
—Celebro mucho haber pensado precisamente eso de usted. Bien, señorita Montfort, no la molesto más.
—De verdad que no me está molestando. Y muchas gracias por todo.
—También yo le doy las gracias por su comprensión. ¡Oh, me olvidaba! Benemérito va a estar muy ocupado durante toda la mañana, pero me ha encargado que le diga que la llamará en cuanto le sea posible. Me parece que tiene intenciones de invitarla a cenar en la casita que hemos puesto a su disposición en Barrio Alto. —El jefe del servicio secreto liberto sonrió—. Con lo que Benemérito demuestra que no sólo entiende de computadoras, sino de otra clase de belleza mucho más admirable.
—¡Me parece que a usted tampoco le gustan mucho las máquinas! —rió Brigitte.
—Dudo mucho que una máquina pueda tener unos ojos como los de usted. Y la verdad, para mí no hay nada más bello que unos bellos ojos de mujer.
—¡Es usted un romántico! —volvió a reír la espía—. Y me pregunto si eso es compatible con el espionaje.
—¿Por qué no?
—Pues no sé… No he sido nunca espía.
—Pero tiene amigos espías. ¿O no?
—Oiga, lo que le dije a Ben Martins respecto a mis posibilidades de información en servicios de espionaje fue una broma, se lo aseguro.
—Lástima. Tampoco nos disgustaría que la CIA, por ejemplo, se enterase muy bien de nuestra correcta actitud en todo esto. ¡A saber lo que están pensando sobre la presencia de los rusos en el Palacio de la Justicia!
—Lo ignoro. Vamos, señor Marías: ¿usted también es de los que creen que todo periodista norteamericano es un agente de la CIA?
—No, no… Pero en este caso…
En la puerta de la suite sonaron, de pronto, unos golpes tan fuertes que ambos se sobresaltaron. Y antes de que hubiesen reaccionado, una voz de hombre llegó hasta ellos, a través de la madera, llamando a Lope Marías.
—Ese es Obdulio, uno de mis hombres —dijo Marías—. ¿Me permite?
—Desde luego.
Marías fue rápidamente hacia la puerta, la abrió y un hombre se precipitó en la suite, muy alterado, casi gritando:
—¡Don Lope, el general Chá…!
Se calló bruscamente ante el perentorio gesto de Marías, miró a Brigitte, que le contemplaba apaciblemente, y de nuevo a Lope Marías, que lo había tomado de un brazo y lo llevaba hacia la parte más alejada de Brigitte. Allí, el llamado Obdulio prosiguió la información que tan excitadamente había comenzado; pero ahora en voz baja. Tan baja, que ni siquiera el finísimo oído de Baby alcanzó a captar una sola palabra… Pero la espía sí vio cómo Lope Marías palidecía intensamente y se mordía los labios. La noticia, sin duda, le había afectado, impresionado mucho, hasta el punto de que parecía aturdido, desorientado.
Por fin, murmuró algo, y Obdulio salió de la suite. Lope Marías estaba como clavado al suelo, anonadado. Por fin, pareció recordar que no estaba solo. Miró a Brigitte, parpadeó y se acercó, titubeando antes de murmurar:
—Si puede usted vestirse en cinco minutos, la espero.
—Puedo vestirme en dos minutos —se puso en pie Brigitte—. ¿Qué ha ocurrido?
—El general Chávez acaba de fallecer en un accidente.
Las llamas habían sido ya dominadas, y abajo, en el fondo del barranco de no menos de veinte metros de altura, se veían los restos calcinados del coche. Alrededor de éste, los servicios de extinción y personal médico esperando la autorización de los primeros para rescatar las víctimas del interior del vehículo. Se veían muy pequeños, como absorbidos entre la maleza y el polvo.
El barranco caía poco menos que verticalmente desde el borde de la carretera; en la curva se veían las huellas de los neumáticos, fuertemente marcadas en el piso de asfalto, y la barandilla había saltado con el coche hacia el fondo.
Visto desde allí arriba, la cosa no parecía demasiado espectacular, pero Brigitte pensó en cómo habría quedado cualquier persona que cayese con el coche hasta el fondo, y que, por si alguna esperanza de salvación le quedase, se había visto envuelto en llamas.
La carretera había sido cortada por policías motorizados, pero naturalmente nadie hizo el menor gesto para impedir el paso hasta la curva a Lope Marías, ni a quienes iban con él. Es decir, Obdulio, que había recibido la noticia por la radio del coche en el cual esperaba a su jefe ante el hotel Garabitos, y Brigitte Montfort, que ahora, de pie en el borde del barranco, contemplaba inexpresivamente los negros restos del coche.
Pero el sol caía ya con terrible fuerza, y la espía, sin vacilar, eligió un lugar más adecuado para esperar: debajo de unos árboles que flanqueaban la carretera por la parte interior de la curva. Se sentó sobre una raíz, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar.
Media hora más tarde, su espera terminó. Con no pocas dificultades, los restos humanos fueron subidos a la carretera, y llevados a la capital, escoltados por los policías motorizados. La circulación se restableció, y Lope Marías, después de dar instrucciones a un par de sus hombres que habían llegado más tarde, miró a su alrededor, vio a Brigitte, y se acercó a ella.
—Tres víctimas —murmuró—: el general Chávez, el coronel Darío y el chófer de éste, el sargento Flores.
—Naturalmente, han muerto los tres.
—Sí, naturalmente. No podía ser de otro modo en un accidente semejante. Ha tenido usted buen criterio al no querer ver los cadáveres.
—Entiendo. ¿Qué hacían por aquí esos tres militares?
—Venían de la casa del general Chávez, evidentemente. Nos enteraremos bien de eso muy pronto, pero creo que la cosa está clara: el coronel Darío fue a recoger con su coche al general Chávez, para trasladarse ambos a la capital, y tuvieron mala suerte.
—Muy mala suerte, sin duda.
Marías la miró un tanto expectante.
—¿Piensa usted enviar algún artículo sobre el accidente a su periódico? —susurró.
—Estoy aquí para informar de todo, señor Marías. La muerte del general Chávez tendrá, supongo, alguna repercusión política, ya que, dadas las circunstancias, podía haber sido el hombre que ostentase la presidencia del país muy pronto. ¿O no?
—Es posible… Sí, era posible.
—No obstante, si usted prefiere que no envíe ese artículo a Nueva York, no lo haré.
—¿No? —se sorprendió Marías—. ¿Cómo es eso?
—Mi trabajo consiste en informar, es cierto. Pero a veces, algunas informaciones pueden esperar…, a cambio de no provocar situaciones que podrían resultar molestas. En modo alguno haré nada que pueda empeorar la situación para Unión Liberta.
Lope Marías parpadeó, admirado.
—Se lo agradezco mucho, señorita Montfort. Pero me temo que no va a ser posible ocultar lo sucedido a los demás periodistas, tanto nacionales como extranjeros, que se han concentrado en Ciudad Cabero, así que no me parecería justo por mi parte pedirle a usted que fuese la única en no cumplir con su trabajo.
—Entonces, enviaré ese artículo. ¿Tiene alguna sugerencia que hacerme sobre él?
—¿Qué quiere decir?
—Pienso que quizá a usted le gustaría que dijese algo especial.
—No —entornó los ojos Marías, cada vez más atento su escrutinio del rostro de Brigitte—. No, no. Diga usted la verdad, y eso es todo. Está usted siendo asombrosamente comprensiva, y yo diría que hasta… perspicaz aguda. Me gustaría poder correspondería en algo.
—Puede hacerlo.
—¿Cómo?
—Llevándome de nuevo al hotel y explicándome por el camino muchas cosas sobre los tres accidentados. Me gusta siempre que mis escritos no tengan lagunas de información.
Lope Marías, que se había sentado a su lado, se puso en pie, tendiéndole la mano para ayudarla.
—Puede estar segura de que su artículo será el mejor documentado de todos. Volvamos… Permítame que le lleve el maletín.
—No, no, gracias. Estoy acostumbrada —sonrió—. Además, el contenido es muy delicado, cosas que sólo una mujer sabe cómo tratar.
Lope Marías contemplaba divertido el maletín rojo con florecillas azules que Brigitte sostenía siempre en su mano izquierda.
—Es usted una mujer extraordinaria en todo —aseguró—. Las demás mujeres llevan un bolsito.
—¿Aunque sean periodistas?
—Me parece que no la entiendo.
—Tengo la impresión —rió Baby— de que está usted intrigadísimo por culpa de mi maletín de trabajo, señor Marías. ¿Le gustaría ver su contenido, quizá?
—Pues…; a decir verdad, siento una gran curiosidad. Para llevar un espejito, algo de dinero y maquillaje, no hace falta un recipiente tan grande.
—¡Oh! Pero es que llevo muchas más cosas Entre ellas, una pistola.
—Simpática broma —rió Marías.
Brigitte se limitó a sonreír esta vez. Abrió el maletín, y lo primero que vio Marías fue, ciertamente, una pistola. Una pequeña pistolita de cachas de madreperla, encima de las demás pertenencias de la periodista.
—Parece un juguete —dijo—. ¿Por qué la lleva?
—Hace unos años, mi jefe me envió a realizar un pequeño trabajo en Hong Kong… ¿Ha estado en Hong Kong, señor Marías?
—No.
—Bueno… Sólo le diré que tuve que llegarme a cierto barrio del puerto al cual no volvería ahora ni bajo amenaza de muerte. Cuando llegué a aquel lugar, no me gustó, pero hice mi entrevista y salí a la calle… Había cuatro chinos por allí que parecían estar esperando algo, pero no se me ocurrió que fuese a mí. Esa ingenuidad por mi parte me costó perder unos trescientos dólares en efectivo, una cámara fotográfica, el bolso donde llevaba algunas cosas, entre las cuales estaba el bloc donde había anotado la entrevista… y unos cuantos golpes, arañazos y casi la pérdida total de mi vestido, que se quedó en jirones en las manos de aquellos chinos.
—Quiere usted decir que la atacaron.
—Claro.
—Bien, y… ¿cómo terminó el asunto?
—Conseguí escapar antes de que, además de robarme, hiciesen conmigo cosas más desagradables.
—Ya. Bueno, entiendo muy bien que a partir de entonces se procurase usted un arma, desde luego. ¿Cómo consiguió escapar? Eran cuatro hombres, ¿no?
—Sí, eran cuatro. ¿Cómo conseguí escapar? No lo sé con exactitud: quizá tuve suerte al utilizar mis conocimientos de judo.
—¿De veras? ¿Una mujer pudo librarse de cuatro hombres gracias a esa clase de lucha?
—Bueno, no es que me librase de ellos —rió Brigitte—. Simplemente, pude escapar. Pero desde entonces, en efecto, llevo una pistola con mis otras cosas. Véalas a su gusto, señor Marías.
Lope bajó la mirada de nuevo hacia el abierto maletín. Por supuesto, había en éste cosas que sólo utiliza una mujer: perfumes, maquillaje, carmín, esmalte para las uñas… Cosas así. También había una pequeña cámara fotográfica; unos gemelos, el trípode de la cámara fotográfica, de aluminio; un pequeño aparato de radio a transistores; cepillo para el cabello; espejito…
—¿Y esto otro? —señaló lo que parecía una pistola de ciencia ficción.
—Mi secador portátil de cabello Funciona a pilas.
—¡Ah! Y éste, si no me equivoco, es un teleobjetivo. ¡Pero es muy pequeño!
—Si observa mi equipo, verá que todo es reducido. Sin embargo, presta su servicio. Y a propósito, ¿tendría usted inconveniente en que tomase unas cuantas fotografías del coche accidentado?
Lope Marías vaciló visiblemente, pero dijo:
—No, ninguno.
—Gracias. Estaré lista en dos minutos.
Colocó el pequeño teleobjetivo, cruzó la carretera, se asomó al barranco y tomó varias fotografías del coche quemado, desde distintos ángulos en lo posible.
—Bueno —regresó junto a Marías—, podemos regresar cuando guste. Me estaba preguntando si le parece mal que conserve mi pistolita.
—No, no. Aquí no tendrá necesidad de usarla, pero si así fuese, no quisiera ser el culpable de que tuviese un serio contratiempo. Si le parece, podemos iniciar ya la conversación sobre el general Chávez. El general Chávez nació hace cincuenta y cuatro años en…
Hacia las seis de la tarde, el artículo sobre el accidente y las semblanzas biográficas de los tres militares fallecidos, estaba terminado, así que Brigitte cubrió con la funda su pequeña máquina eléctrica portátil, metió los folios escritos en un sobre, puso en éste la dirección del Morning News, miró su relojito y frunció el ceño.
—Me arreglaré mientras espero.
Lo de arreglarse consistía en vestirse, sencillamente, lo que hizo después de una breve ducha fría. Y a las seis y cuarto, cuando estaba lista para salir, sonó el teléfono… y un segundo después, el timbre de la puerta de la suite. Se dirigió sin vacilar al teléfono.
—¿Sí?
—¡Ah, bien! Muchas gracias.
—¿…?
—No, no. Precisamente iba a bajar yo ahora mismo. Dígale que me espere en el vestíbulo, por favor.
—Gracias.
Colgó el auricular y fue a abrir la puerta, cuyo timbre había sonado un par de veces más. Cuando la abrió, el joven botones se disponía a pulsarlo, una vez más. Sonrió al verla.
—Ya pensaba que se había marchado, señorita Montfort.
—Pues, no —sonrió también ella—, porque estaba esperando su llegada, jovencito. ¿Me trae las fotografías?
—Sí, señorita. Me he retrasado porque…
—No importa. —Brigitte tomó el sobre que le tendía el botones y le dio una espléndida propina—. Muchas gracias.
—¡A usted, señorita!
De nuevo a solas, Brigitte se dedicó a examinar las fotografías que había enviado a revelar apenas volver al hotel. Del maletín sacó los gemelos, desmontó una de las lentes, y utilizándola como lupa, las estuvo mirando aún con más detenimiento. Había tomado cinco en total, y cada una de ellas la había hecho revelar con dos copias. Un juego de copias lo metió en el sobre y lo cerró. El otro juego lo colocó sobre la mesita, en fila, una junto a otra, y durante tres o cuatro minutos estuvo examinándolas como si no tuviese nada más que hacer en la vida. En realidad, eran casi idénticas, y todo lo que se veía en ellas era el coche carbonizado en el fondo del barranco.
—¿Qué esperabas ver, querida? —se preguntó.
Un minuto más tarde, aparecía en el vestíbulo, con su gracioso maletín rojo que tenía florecillas azules estampadas. Dejó la llave, pidió sellos para adherirlos al sobre que enviaba al Morning, lo introdujo en el buzón y se volvió hacia el hombre que se había acercado a ella y esperaba respetuosamente, gorra en mano.
—¿Es usted el enviado de Ben Martins? —preguntó.
—¿Qué? —se pasmó el hombre.
—El chófer del señor Benemérito Martínez.
—¡Ah, sí! Sí, señorita. Me ha enviado a recogerla, con el coche… Don Benemérito la está esperando.