Capítulo V
Pero lo que primero vio por la mañana siguiente la señorita Montfort al ir a entregar la llave en la conserjería, fue el periódico La Nación, extendido por la primera página sobre el mostrador. Y al leer los grandes titulares, comprendió que nada se había podido hacer para ocultar lo sucedido la noche anterior en la villa que ocupaba Ben Martins:
«INTENTO DE ASESINATO DEL HOMBRE DE LA COMPUTADORA
»Don Benemérito Martínez, nuestro técnico electrónico formado en Estados Unidos, fue atacado anoche por dos incondicionales del candidato don Gervasio Soto…».
—Todo va de mal en peor —oyó el refunfuño.
Brigitte dejó de leer, alzó la cabeza y miró al conserje, que parecía de pésimo humor.
—¿Perdón? —murmuró.
—Esto terminará muy mal —aseguró el hombre—. Si empiezan a matarse unos a otros, no quedará títere con cabeza. Y le diré otra cosa: no me sorprendería nada que el accidente del general Chávez no fuese tal accidente.
—No sé si debería usted decir esas cosas —sonrió suavemente la espía.
—¿Por qué no? Todos estamos hartos de estas luchas por el poder político, que a fin de cuentas no es más que la ambición de riquezas personales. No hay más que eso. Y hablo así precisamente delante de usted para ver si consigo que lo publique en su periódico de Estados Unidos, y que el mundo se entere de todo.
—Creo que el mundo se está enterando de todo, ¿no?
—¡Bah! ¡No saben nada de nada! Aparece un hombre que dice que cuando sea presidente, nos dará esto, lo otro y lo de más allá… ¡Nos lo dará todo, se ocupará de nosotros! Luego, de lo único que se ocupa es de llenarse él los bolsillos, sea como sea, y de apoyar a las grandes empresas que le pagan por autorizarlas a fabricar armas, o a vender tal cosa a tal precio, o por tener la exclusiva de tal explotación… ¡Es todo una porquería! Y si alguien quiere escucharme a mí decir las cosas, no crea que voy a rajarme.
—Lo tendré presente —murmuró Brigitte—. ¿Puedo quedarme este periódico?
—Ya lo han leído todos. Quédeselo.
—Gracias. ¿Quiere encargar que me pidan un taxi, por favor?
Durante el trayecto en taxi hasta el Palacio de la Justicia, Baby acabó de leer la información, en la que no podía estar más claro que Benemérito Martínez había sufrido un intento de asesinato por parte del grupo de Gervasio Soto, y a continuación se hacían toda una serie de cábalas respecto a los móviles de dicho intento de asesinato, empezando por la teoría de que se proponían impedir que la computadora fuese utilizada, a fin de ir retrasando indefinidamente el juicio con enfrentamiento de Gervasio Soto y Renato Madrigal. Este había hecho algunas declaraciones a la prensa, pero Soto se había negado, por el momento…
«Es curioso —pensó Brigitte—. No me mencionan aquí ni una sola vez… Y yo estuve allí, si no fue todo un sueño. Ciertamente, me alegro muchísimo de no ser mencionada, pero… ¿por qué no lo han hecho? Qué extraño…».
Sin embargo, aún se alegró más de no haber sido mencionada cuando llegó al Palacio de la Justicia, ante el cual había docenas de periodistas, cuyo intento de entrevistar a Benemérito Martínez no fructificaba, debido al cordón militar. Por algunas frases y palabras sueltas, Brigitte comprendió que Ben Martins había llegado allí fuertemente escoltado, y que lo mismo sucedería cuando tuviese que regresar a su villa.
El casi asustado, nerviosísimo, sudoroso oficial que mandaba la guardia miró irritado a la bellísima mujer cuando ésta, tras conseguir abrirse paso entre los periodistas, llegó ante el cordón de soldados y le hizo señas, se acercó rápidamente, y comenzó, con gesto agrio:
—Señorita, nadie puede…
Se calló al ver el pase azul que le mostró ella. Frunció el ceño, asintió y autorizó su entrada… bajo la protesta de la nube de periodistas.
Dentro del Palacio, todo era quietud, y el rumor de la calle apenas se oía. Un hombre de paisano se acercó a Brigitte, pero ella se apresuró a mostrarle el pase.
—¡Ah, de don Lope! —casi sonrió el hombre.
—Así es. Quisiera ir a la sala de la computadora. Soy amiga del señor Martínez, además.
—Por aquí, por favor.
La guió por largos y amplios pasillos, en los que había más soldados y hombres de paisano. A medida que se adentraban en el enorme edificio de altísimos techos, el silencio era mayor. Y supo que habían llegado a la sala de la computadora, cuando vio ante una de las dobles puertas de gruesa madera media docena de soldados. No se opusieron al ver el pase, y el paisano que había acompañado a Brigitte empujó una de las hojas, se apartó y volvió a cerrar a espaldas de ella, que inmediatamente se había convertido en el centro de atención de dos docenas de hombres.
Pero sólo por un par de segundos. Luego, cada cual continuó con su trabajo. Dentro del recinto señalado por un grueso cordón rojo de seda, estaba Ben Martins, clasificando la documentación del caso, ayudado por varios hombres. Posiblemente, Martins fue el único que no se dio cuenta de la visita.
Luego, había varios hombres fuera del recinto del cordón, uno de los cuales se acercó a ella, con gesto amable, pero muy atento. Brigitte exhibió, una vez más, su pase, el hombre inclinó la cabeza y se retiró a su posición anterior, muy serio.
Otro hombre se acercó a la espía, con gesto amable. Era muy alto, rubio, de ojos azules, expresión inteligente y simpática.
—¿Me permite su pase? —preguntó en español.
La espía más audaz del mundo sonrió mientras se lo entregaba. Aquel hombre había hablado en un español perfecto, desde luego, pero para ella era lo mismo que si hubiese hablado en ruso: sabía identificar a un ruso por su acento en menos de cinco segundos. Era, pues, uno de los técnicos enviados a Unión Liberta con la máquina… O bien, muy posiblemente, un agente de la MVD.
—Muchas gracias —le devolvió el pase el hombre—. ¿Es usted amiga del señor Marías?
—No, exactamente; de quien soy amiga es del señor Martins, y supongo que él fue quien convenció al señor Marías para que me facilitase el pase.
El ruso la miraba atentamente, más que antes.
—¿Americana? —murmuró.
Brigitte tuvo que contener una sonrisa divertida. Al parecer, el ruso también sabía no poco en cuestión de identificaciones.
—Así es.
—¡Ah! Bueno, su nombre parece francés; por eso me he sorprendido un poco.
—Lo comprendo. ¿Puedo curiosear por aquí?
—Sí, sí. Pero —sonrió amablemente—, ya debe usted saber que no puede tocar nada, señorita Montfort.
—Estoy al corriente de esas condiciones, no se preocupe. Muchas gracias.
Obsequió al ruso con una sonrisita y fue acercándose a la máquina, lentamente, mientras miraba, como distraída, a los demás hombres, intentando identificar a los otros rusos que hubiera en la sala. Estuvo segura de haberlo conseguido con dos, pero quizá había más.
Por fin, se detuvo ante el cordón, y se quedó mirando la computadora. Era enorme, estaba llena de botones, luces, indicaciones, cintas grabadoras, paneles con teclados… La verdad era que resultaba impresionante. En aquel momento, Martins se hallaba ante uno de los paneles de teclados, trabajando en él. La máquina emitía un zumbido perfecto mientras aquella parte de información iba pasando a su cerebro. Durante casi un cuarto de hora, Martins estuvo informando a la máquina. Luego, aquel legajo de documentos fue microfotografiado, y pasó a una gran cesta metálica. Martins fue hacia la gran mesa donde estaban colocados los demás legajos de documentación y al ver la gran cantidad que había, Brigitte tuvo que admitir que el pobre Benemérito tenía allí trabajo para mucho tiempo.
De pronto, Martins la vio, al tiempo que tomaba otro legajo mientras hablaba con dos de los asesores informativos. Murmuró unas palabras, dejó el legajo y se acercó, sonriendo.
—¡Hola! —saludó, con gesto fatigado—. ¿Cómo estás?
—Bien —sonrió Brigitte—. ¿Has leído los periódicos?
—Sí. Y te aseguro que si fuese por mi gusto, ahora mismo regresaba a Estados Unidos —la miró con inquietud—. ¿Cuándo te vas tú?
—Aún no lo sé.
—¿Vas a quedarte? —la miró Martins, anhelante.
—Unos días más tan sólo —murmuró ella.
—Bien… Entiendo, claro. ¿Quieres ver la computadora de cerca o que te explique algo?
—Es tan grande que no hace falta acercarse para verla bien —casi rió ella—. En cuanto a tus explicaciones, sí las deseo, pero no quiero entretenerte ahora en tu trabajo.
—Bueno —sonrió él, por fin—. Quizá querrías que esta noche te facilitase una explicación completa. Ayer aún no andaba muy seguro en estos mandos, pero hoy la computadora no tiene secretos para mí. Si vinieses esta noche a cenar, te daría la más amplia información que puedas conseguir sobre este cerebro fabuloso.
—Es una buena oferta. Iré.
—Cenaremos dentro de la casa, desdé luego.
—¿Tienes miedo?
—¿Yo? ¡Lo digo por ti, Brigitte!
—Te lo agradezco. Por favor, Ben, sigue con tu trabajo. Hazte cuenta de que no estoy aquí.
—De acuerdo. Pero te recordaré a la hora de la cena, ¿comprendes? No me falles.
Descuida —rió ella—. Tengo ganas de volver a escuchar El cóndor pasa.
Ben Martins asintió con un gesto, saludó y volvió a su trabajo, pareciendo que, en efecto, se olvidase de que Brigitte Montfort estaba allí. Lo cual fue aprovechado por la espía para dar la vuelta completa a la computadora, mirando con suma atención todos los dispositivos… y sin entender nada de nada prácticamente.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Volvió la cabeza y vio junto a ella al ruso de los cabellos rubios y los ojos azules, sonriendo en verdad simpáticamente.
—No, gracias.
—Le aseguro que puedo aclararle a usted cualquier duda respecto a la máquina —insistió el ruso.
—¡Oh! Lo hará mi amigo, el señor Martínez. Pero me temo que ni siquiera él conseguirá hacerme comprender cómo funciona este artefacto.
—No es tan difícil como parece… Bueno, eso hablando en líneas generales, claro. Lo primero que hay que entender es que una computadora…
—¡Por favor! —se sobresaltó Brigitte—. ¡No irá usted a darme una conferencia sobre eso!, ¿verdad?
—Ya veo que no lo desea. Pero podríamos hablar de otra cosa… No aquí, claro.
—¿De qué otra cosa?
—Pues no sé… Del tiempo, de las flores, del amor… Me llamo Andrei. Andrei Kuznezov. ¡Oh, sí, ruso, claro…! ¿Habla usted mi idioma, quizá?
—Sé decir gracias, no, y adiós —sonrió ella—. Creo que más o menos es así: espasivo, niet, dosvidaña…
—Perfecto —exclamó Kuznezov—. Si le parece, hoy mismo podría enseñarle unas cuantas palabras más, señorita Montfort.
—Niet, espasivo, dosvidaña.
Y se dirigió hacia la puerta de la gran sala, dejando al ruso clavado al suelo, frunció el ceño…, pero sonriendo al mismo tiempo.
Si para llegar hasta allí había tenido pocos inconvenientes, aún tuvo menos para salir. Y además, la esperaba una gran sorpresa: no había ni un solo periodista delante del palacio. Y eso no podía comprenderlo Brigitte, que sabía perfectamente que un periodista es el ser más tenaz del mundo…
—¿Qué ha pasado? —miró al oficial, que la contemplaba ahora con más sosiego, y por lo tanto turulato ante su belleza—. ¿Han recurrido sus soldados a la violencia para…?
—¡No, no, no! —rechazó ofendido el oficial—. Simplemente, llegó la noticia y todos se fueron allá.
—¿Allá? ¿Adónde?
—A la residencia del señor Rosendo Lamata.
—¿Todos los periodistas han ido a la residencia del vicepresidente? ¿Por qué? ¿Qué noticia llegó?
—Al parecer, se dice que esta noche han asesinado al señor Lamata —el oficial sonrió—. Pero debe ser un rumor, un truco del servicio secreto nuestro para despejar el ambiente aquí.
Brigitte contemplaba atónita al oficial.
—Claro —musitó—. Claro, un truco.
No era un truco.
Cuando, finalmente, casi a la una del mediodía, Lope Marías se metió en su coche dispuesto a marcharse de la residencia del vicepresidente de Unión Liberta, Brigitte lo comprendió así al ver la expresión tensa del jefe de espías… Eso aparte de que en ningún momento había creído que una noticia así pudiera ser dada como una broma…: Aquel oficial era un cretino.
—¡Ah, señorita Montfort…!
—Me he permitido esperarlo en su coche, señor Marías. Espero que no le moleste.
—No, no… Usted ya conoce mi coche, y si le gusta, puede considerarlo como suyo.
—Pero sin cadáveres en el maletero —sonrió ella.
—¡Sí, sí, claro…! Ya no están ahí, por supuesto.
—Lo supongo. Ahora, el cadáver que tenemos disponible está en la residencia —señaló hacia la lujosa mansión.
—Sí… Sí, eso es… ¿Quizá quería usted pedirme permiso para entrar?
—¡Oh, no!
—Como parece que le gustan los cadáveres…
—Me atraen en ocasiones. Y por supuesto, tendré que tomar alguna fotografía del actual, si es posible.
—Por el momento, lo dudo. La policía está encargada de la investigación… oficial del caso, y no creo que la dejen curiosear, por ahora. Tendrá que esperar, como los demás periodistas.
—Entiendo. ¿Qué clase de investigación… no oficial va a emprender usted, señor Marías?
—Aún no lo sé. ¿Por dónde empezaría usted?
Brigitte se quedó mirándolo boquiabierta.
—¿Yo? —exclamó por fin.
—¿No sabría usted emprender una investigación?
—Pues… Bueno, no sé… Quizá sí, teniendo todos los elementos de juicio, claro. A fin de cuentas, soy una periodista, y todos los periodistas somos un poco investigadores.
Brigitte estaba segura de que había una expresión de astucia en el fondo de los ojos de Lope Marías cuando dijo:
—Le voy a hacer un trato, señorita Montfort: yo consigo que la policía la deje entrar ahora mismo, y que la pongan 'al corriente de todo, que la dejen mirar en todas partes, preguntar, ir y venir a su antojo…, en fin, todo lo que usted quiera, y, a cambio usted se compromete sinceramente a comunicarme sus conclusiones sobre el asesinato. ¿Vale?
—Eso es tanto como pedirme ayuda señor Marías —sonrió la espía.
—¡Oh, vamos…! Yo soy un jefe de servicio secreto, señorita Montfort. Le pediría ayuda si usted fuese una espía excepcional, famosa… Pero a una periodista, lo único que puedo pedirle es un cambio de impresiones.
—Ya —murmuró Brigitte—. Un cambio de impresiones.
—Exacto. Al fin y al cabo, somos un poco colegas, ¿no?
—¿Colegas? ¿Usted y yo?
—Quiero decir —amplió su astuta sonrisa Marías— que a los dos nos gusta enterarnos de las cosas. La diferencia está en que usted las publica… y yo las guardo en secreto. Pero también en eso podríamos llegar a un acuerdo: o los dos hablamos, o no hablamos ninguno de los dos. Le estoy haciendo una buena oferta.
—Es cierto. En general, usted se está portando muy bien conmigo. Por ejemplo, parece que ha conseguido que no se me mencione como… una de las protagonistas del atentado de anoche contra Ben Martins. Y le estoy muy agradecida por ello, de veras.
—No tiene importancia. ¿Qué responde a mi oferta?
—No.
—¿No? ¿De veras?
—De veras. Pero tengo que pedirle un favor, querido amigo… Para serle sincera, tengo miedo de que en el jardín hubiese anoche más de dos hombres, en cuyo caso, saben que estuve allí, y es posible que intenten atacarme, así que…, ¿no podría usted proporcionarme un poco de ayuda?
Lope Marías estaba absolutamente estupefacto.
—¿Está usted hablando en serio?
—Por completo.
—Vamos, vamos… Yo sé que usted no puede tener miedo a nada ni a nadie…
—Me halaga que piense eso de mí, pero creo que me está supervalorando, Lope. ¿Quiere o no quiere proporcionarme esa escolta de seguridad?
—Esto es fantástico… De acuerdo: le pondré dos hombres.
—A ser posible, Orozco y Yepes.
—¿Por qué precisamente ellos?
—Anoche demostraron ser muy efectivos vigilando. Y si ya sé que puedo tener dos buenos protectores, ¿por qué confiar en otros que quizá sean menos seguros?
—Está bien —Lope Marías estaba desconcertado como nunca en su vida—. Le enviaré a Orozco y a Yepes.
—Gracias. Y otro favor: ¿me lleva a mi hotel?
El desconcierto de Marías llegó al tope.
—¿No piensa interesarse sobre el asesinato del vicepresidente Lamata? —casi gritó.
—No. Le diré lo que voy a hacer: iré a mi hotel, me ducharé, porque hace mucho calor, y luego almorzaré cualquier cosa ligera; después, dormiré una larga siesta, volveré a ducharme, y escribiré para mi periódico un artículo sobre la computadora, su emplazamiento, personal que la atiende a las órdenes de Ben Martins, y cosas así. Y hacia las… seis o seis y media, iré a la villa de Ben para cenar con él.
Lope Marías se pasó la mano por la frente, aturdido.
—Está bien… Está bien: a las seis enviaré a Yepes y a Orozco a recogerla con un coche.