Capítulo II
Los pasajeros del vuelo 404 de la Panam procedieron a desabrocharse los cinturones, y algunos se apresuraron a encender cigarrillos, ya tranquilizados todos respecto al despegue, que se había efectuado sin novedad. El avión haría escala en Miami a las cinco de la tarde, y reanudaría el vuelo quince minutos más tarde para llegar al aeropuerto internacional de Ciudad Cabero, en Unión Liberta, a las nueve de la noche.
Para Brigitte Montfort, aquél era un viaje más. Había dado varias veces la vuelta al mundo, había estado en todas partes, había viajado en todos los medios de transporte… Incluso había cabalgado en llama. Lo cual, sin duda, le había resultado mucho más incómodo que su mullido sillón de la clase de lujo en el formidable reactor que volaba ya hacia el Sur.
A las cinco de la tarde, en efecto, se efectuaba la escala en Miami. Poco después, se reanudaba el vuelo, ya sin más escalas hasta Ciudad Cabero. Para entonces, con exquisita discreción, Brigitte Montfort se había asegurado de que la persona que le interesaba continuaba en el aparato, dispuesta a hacer el viaje de una sola vez.
Con una seña, la espía llamó a una de las azafatas, y le pidió papel y bolígrafo. Cuando se le sirvió lo pedido, escribió una nota, que dobló en cuatro y la tendió a la azafata:
«¿Sería usted tan amable de invitarme a un whisky?».
—El señor Ben Martins viaja en primera clase. ¿Quiere enviarle esta nota, por favor?
—Se la llevaré yo misma, señorita Montfort.
—Muchas gracias.
La azafata partió a cumplir el encargo, y Brigitte se dirigió hacia el bar, donde algunos pasajeros habían decidido ya antes que ella amenizar el viaje con unos tragos. Ocupó un extremo del pequeño diván corrido y apenas había encendido un cigarrillo cuando ya tenía ante ella al camarero.
—Dos whiskys con hielo, por favor.
—En seguida, señorita.
Casi llegaron al mismo tiempo los whiskys y Ben Martins, con ligera ventaja para los primeros. Brigitte estaba bebiendo el primer sorbito cuando lo vio aparecer en el bar, mirando a su alrededor. La vio, alzó las cejas y se acercó tímidamente. En persona resultaba un tanto más atractivo que en la fotografía del periódico, pero seguía siendo un hombre menudo, flaco, insignificante por completo…, excepto por la frente.
—Perdón —murmuró—. ¿Es usted…?
—Sí, señor Martins —sonrió Brigitte—. Por favor, siéntese. Me he permitido ya pedir para los dos.
—Gracias. —Ben Martins se sentó, fijos en ella sus ojos, apagados, como cansados—. Me parece que no nos conocemos, ¿verdad?
—Yo a usted, sí. Ha aparecido en los periódicos.
—Sí, ya… Me han convertido, de pronto, en una persona… importante. Hasta ahora, no había tenido ocasión de ser objeto de interés por parte de la prensa. Entiendo que ha visto usted mi fotografía en algún periódico, claro.
—Así es. Yo también soy periodista, señor Martins.
—¡Ah! ¿Va a hacerme preguntas?
—Si no le molesta…
Martins encogió los hombros.
—He dicho ya a la prensa todo lo que tenía que decir, pero usted está haciendo su trabajo, así que no seré yo quien la perjudique con, negativas. Además —sonrió—, me encanta invitar a whisky a una muchacha tan bonita, señorita…
—Montfort. Brigitte Montfort. Es usted muy amable.
Una luz más viva había aparecido en los ojos de Ben Martins al escuchar el nombre de la periodista. Abrió la boca, frunció el ceño y sonrió de nuevo.
—Iba a preguntar una tontería: naturalmente, sólo hay una Brigitte Montfort en Estados Unidos.
—Espero que si —rió Brigitte.
—He leído muchos artículos de usted. Y considerando su categoría, presiento que yo debería sentirme honrado de ser entrevistado por usted.
—Muchísimas gracias —volvió a reír Brigitte—. Pero no hay que exagerar, señor Martins. Yo soy solamente la periodista: el personaje es usted.
—De acuerdo. Contestaré a sus preguntas en todo lo que pueda y sepa. Prepare su libreta de…
—No necesito tomar notas. ¿Sabe usted, señor Martins? Yo también tengo una computadora —se tocó la frente con un dedito— aquí dentro. Y esa computadora me está diciendo ahora que usted no es norteamericano. Se le nota un cierto acento que…
—Es usted la primera en notarlo. Y en efecto, no soy norteamericano. Soy de Unión Liberta.
—¡Oh! Pero su nombre…
—Mi verdadero nombre es Benemérito Martínez. Lo disfracé con el de Ben Martins hace años, cuando llegué a Estados Unidos. Es un dato que hasta ahora no había conseguido la prensa.
—Entiendo. Y comprendo ahora que le hayan llamado. Me extrañaba que su Gobierno hubiese recurrido a un norteamericano para manejar esa computadora. Ahora se explica la elección, claro. ¿Puedo ser sincera con usted?
—Naturalmente —se asombró Martins.
—Ese nombre…, Benemérito…, ¡es horrible!
—Estamos de acuerdo. ¿De verdad no piensa tomar notas?
—De verdad.
—¿Quizá está grabando la conversación?
—Tampoco. Ya le he dicho que tengo una pequeña computadora aquí dentro —volvió a tocarse la frente.
—Ningún cerebro humano puede compararse a una computadora, aunque ese cerebro sea tan brillante como el suyo, señorita Montfort.
—Querrá usted decir —contradijo ella, suavemente— que ninguna computadora puede compararse a un cerebro humano…, por muy brillante que sea la computadora.
Benemérito Martínez frunció el ceño, y durante unos segundos estuvo contemplando muy atentamente a la periodista.
—¿Está usted diciéndome, quizá, que no cree en las computadoras o que…?
—No, no, por favor… ¡Soy una admiradora de cualquier clase de adelanto técnico, científico, humano…! Para mí, una computadora es algo admirable…, pero no más admirable que los hombres que las han inventado.
—¡Un punto a su favor! —rió Martins—. Sin embargo, tendrá usted que admitir que las máquinas han superado a los hombres.
—¿Sí? —abrió mucho los ojos Brigitte—. ¿En qué?
—¡Oh, pues…! Bueno, llevando las cosas a un terreno muy simple, podemos poner el ejemplo de las operaciones matemáticas: una computadora le resuelve en pocos segundos un trabajo que tendría ocupados a una docena de hombres durante varios días.
—Eso es cierto —admitió Brigitte—. Y hasta aquí, el empleo de las máquinas me parece digno de la inteligencia humana: hay que conseguir siempre el máximo resultado con el mínimo esfuerzo. O como dicen los japoneses: sei ryoku zen yo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ya se lo he dicho: el mejor empleo de la energía humana. Es una de las posturas más importantes para el judo. Postura mental, no física, se entiende.
—Muy interesante. ¿Practica usted el judo?
—Un poco… Cuando dispongo de tiempo. Y últimamente no dispongo del que quisiera. Volviendo a la máquina, señor Martins: ¿cree usted que puede solucionarles los problemas a los implicados en el asunto de su país?
Benemérito Martínez quedó pensativo durante unos segundos, fruncido el ceño, fija la mirada en el whisky.
—¿Puedo yo hacerle otra pregunta antes de darle una respuesta a la suya?
—Por supuesto.
—Bien, ¿cómo ve usted esos… problemas de mi país? ¿Qué conclusiones ha obtenido sobre ese desagradable asunto… y qué sabe usted de él exactamente?
—Eso es una triple pregunta —sonrió Brigitte—, pero creo que podré ir desarrollando adecuadamente mis respuestas. Siempre y cuando usted me asegure que no va a molestarse conmigo.
Martins se asombró mucho.
—¿Por qué habría de molestarme con usted? —rechazó.
—Bien. Mis palabras no van a ser agradables, me temo. Sin embargo, insisto en que no obedecen a una actitud personal, sino a la información estrictamente periodística que he ido obteniendo hasta ahora.
—Comprendido eso. Pero… ¿qué quiere decir con eso de información periodística? ¿Acaso podría obtenerse alguna otra clase de información?
—La de los servicios secretos, supongo.
—¡Caramba! ¿Tiene usted acceso a esa clase de informaciones?
—Podría tenerlo —volvió a sonreír la espía más audaz del mundo.
—En ese caso —sonrió Martins—, está usted perdiendo el tiempo conmigo, ¿no le parece?
—Yo nunca pierdo el tiempo —aseguró Brigitte—. Bien, le diré lo que yo sé hasta el momento de todo ese asunto que ha sido calificado como el más sucio en política de todos los tiempos.
—Son palabras muy duras.
—Ya le he dicho que no reflejan mi opinión personal, sino las conclusiones de otras fuentes de información. Veamos: próximas a celebrarse en su país las elecciones para nuevo presidente, sobre el actual, el señor Renato Madrigal, han caído toda una serie de acusaciones por corrupción que abarcan desde el espionaje electoral por medios en verdad… censurables, hasta la apropiación de fondos de la campaña, concesiones a empresas a cambio de su influencia en las urnas, privilegios arancelarios a países extranjeros para que presionen, con todos sus medios, a su favor…, y cosas por el estilo. El cúmulo de todas estas acusaciones ha convertido al señor Madrigal poco menos que en una víctima de la campaña. Si yo fuese aficionada a hacer apuestas, no apostaría ni un centavo a favor de la reelección del señor Madrigal para el próximo mandato.
—Todavía no han sido probadas todas esas acusaciones sobre el presidente Madrigal.
—Ya lo sé. Y además, al mismo tiempo, el partido político del señor Madrigal se ha revuelto furiosamente contra el otro candidato, el señor Gervasio Soto, acusándolo de traición a la patria en sus deseos de ser elegido presidente. Esas acusaciones implican, entre otras cosas, la compra adelantada de unos cuantos miles de votos a su favor, calumnias contra el actual presidente, contactos con Rusia que podrían significar una sumisión de Unión Liberta al comunismo, promesas desorbitadas a importantes personajes de gran influencia electoral. Como ha dicho un amigo mío esta misma mañana, ambos candidatos y las personas que los rodean y apoyan se han cubierto de porquería hasta el cuello… Al menos, eso es lo que se dice. No yo, insisto, sino la prensa de todo el mundo, que, naturalmente, está pendiente de los acontecimientos en Unión Liberta.
—Con cierto regocijo perverso.
—Eso es muy posible. Bueno, ya le he dicho lo que yo sé del asunto. ¿Estoy bien informada?
—No cabe duda, al menos, de que está usted al corriente de las informaciones periodísticas mundiales.
—¿Acaso podría ser de otro modo, dada mi profesión?
—Supongo que no. Pero, por favor, siga usted. Hace mucho tiempo que no hablo a solas con una mujer, y estoy descubriendo que me encanta hacerlo. Sí, es un placer.
—Placer que no podría usted obtener de una computadora, me parece —rió Brigitte.
—Otro punto a su favor —rió también Martins—. Dígame ahora cómo ve usted ese… pequeño problema de mi país.
—Pues lo veo muy mal. Y no es pequeño, creo yo, sino enorme. Y esto contesta a su pregunta sobre qué conclusiones he obtenido yo sobre el caso: un problema enorme que veo muy mal. Como usted sabe, hay un refrán español que dice: «Cuando el río suena, agua lleva»… y que significa que cuando se habla de una cosa, algo hay de verdad en ella. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Conoce usted mi idioma?
—Lo hablo un poco —dijo Brigitte en español; y continuó la conversación en este idioma—: Y como le digo, yo veo las cosas muy mal para Unión Liberta.
—¿Por qué?
—Porque ese juicio que está en marcha y en el que se va a utilizar una computadora, hará trizas a los dos candidatos a la presidencia. Pase lo que pase, los dos saldrán tan malparados, que no será posible que el pueblo elija a ninguno de ellos. Al menos, eso habrá que agradecerle a la computadora.
—Un momento, un momento. La computadora no tiene nada que ver en esto, señorita Montfort.
—¿Cómo que no?
—Bueno, quiero decir que esa máquina no va a juzgar a los dos candidatos, sino a almacenar los datos que se le faciliten a fin de ir proporcionándolos con toda rapidez al servicio del jurado. La computadora es una auxiliar del juicio, no el juez. Su cometido estricto consiste en ser alimentada con todos los datos y testimonios, y facilitarlos en pocos segundos durante la causa. Sin la computadora, el manejo de todos los datos, legajos y testimonios sería agotador, tedioso y enervante.
—¡Ah, ya! Y usted va a ser el encargado de manejar ese… artefacto.
—En efecto. No hay nadie más capacitado que yo en mi país para realizar ese trabajo, según entiendo.
—Bueno, pues ya llegamos al motivo básico de esta entrevista, señor Martins: ¿cómo va a funcionar esa computadora y qué influencia puede tener en el fallo definitivo del juicio?
—En primer lugar, la computadora no puede tener ninguna influencia sobre el fallo final, y ello es debido precisamente a cómo funciona. Le pondré un ejemplo… Supongamos que toda esta conversación nuestra ha sido grabada y luego introducida adecuadamente en la memoria de la máquina, con una denominación clave impresa en una tarjeta. Pues bien, si en un momento dado yo precisase recordar todo lo que habíamos hablado exactamente usted y yo, sólo tendría que tomar esa tarjeta impresa con la denominación clave, introducirla en la computadora, y esperar dos segundos…, que sería el tiempo que la máquina facilitaría, a velocidad insospechada, toda esa información. Es más o menos como una máquina para sumar: usted marca en la máquina los distintos sumandos, que pueden ser incluso un millón, de varios números cada uno… Pues bien, una vez hecho esto, para obtener la suma sólo tiene que apretar la tecla correspondiente, y ya está. La respuesta es inmediata. En cambio, si una vez anotados todos esos mismos sumandos, tuviese que sumarlos usted…, ¿cuánto cree que tardaría?
—Meses. O años, quizá.
—Exactamente. Pues lo mismo sucede con todos los documentos sobre el asunto de mi país. Si tuviesen que ser manejados uno a uno, físicamente, papel por papel, el juicio no terminaría nunca. En cambio, una vez todos los datos hayan sido introducidos en la máquina, la colocación de la tarjeta identificatoria de cada uno hará que la máquina proporcione, en un par de segundos, la información que se requiere en aquel mismo instante. Eso es todo. Pero lo repito de nuevo, la máquina no es juez, sólo… un archivo auxiliar… de velocidad fantástica. Acelera los trámites del juicio, pero no emite en modo alguno el fallo sobre éste, que corresponderá al tribunal adecuado.
—Muy bien. Entendida la función de la computadora. Pero seguimos con lo de antes: pase lo que pase, veo las cosas muy mal para Unión Liberta, que, en definitiva, se va a quedar sin presidencia. No tendrán ni el actual ni por supuesto elegirán a Gervasio Soto.
—Tengo la esperanza de que haya en mi país alguna otra persona capacitada para la presidencia —sonrió suavemente Martins.
—¡Ojalá su esperanza se cumpla! Pero… ¿qué persona puede ser ésa?
—No lo sé. Jamás me he interesado por la política.
—Pero ahora está interviniendo en ella.
—De ninguna manera. Yo he sido requerido por mis conocimientos en el campo de cerebros electrónicos para realizar una labor puramente administrativa, es decir, que sigo trabajando con computadoras, que es lo único que me gusta. El hecho de que el trabajo consista esta vez en manejar datos políticos me tiene por completo sin cuidado, se lo aseguro. La máquina y yo haremos nuestro trabajo: el tribunal tomará las decisiones. Eso es todo… en lo que a mí respecta, claro.
—Está bien. Dígame ahora: ¿qué persona de su país considera capacitada para ser el nuevo presidente?
—No lo sé. Ni idea.
—Puedo citarle algunos nombres, para ayudarle.
—Estupendo. ¿Qué nombres son ésos?
—Por ejemplo, el del general Abel Chávez. O el del vicepresidente actual, señor Rosendo Lamata. Del señor Lamata, me permito dudar que tenga éxito, ya que forma parte de la actual administración del presidente Madrigal, así que se le considerará cómplice de… lo que pueda ser demostrado. En cambio, el general Chávez, según parece, es independiente, no tiene conexión alguna con ninguno de esos políticos… y goza de cierto prestigio en el país. Y que yo sepa, no hay más personajes con la talla política suficiente para ocupar la presidencia de Unión Liberta.
—Bueno, en tal caso saldrá vencedor uno de ellos.
—¿Cuál? El actual presidente ha visto su nombre tan… zarandeado, que no creo que nadie vote por él; en cuanto al vicepresidente, tiene aún menos probabilidades, al parecer. Respecto a Gervasio Soto, el candidato más fuerte, también ha visto su nombre muy pisoteado, y dudo que obtenga un solo voto. Así que sólo queda el general Abel Chávez.
—Está bien —encogió los hombros Martins—, pues que hagan presidente al general Chávez.
—¿A usted no le importa eso?
—En absoluto.
—Pues le diré que, según opinión internacional, el general Chávez no da, ni mucho menos, la medida conveniente para la presidencia.
—Pero si es lo menos malo de que disponemos, habrá que recurrir a él, ¿no?
—Quizá. ¿Cuánto calcula usted que tardará la computadora en estar lista para trabajar auxiliando el proceso?
—No sé… Puede ser un día, dos, diez, mil… Depende de la cantidad de información que yo deba introducir en su memoria.
—Entendido. Pero yo no puedo estar tres años esperando ese proceso, así que… voy a atreverme a pedirle un favor: ¿podría usted decirme, en cuanto lo sepa, el tiempo que tardará? ¡Oh! Y también me gustaría, si es posible, observar su trabajo con la computadora, señor Martins.
—No puedo prometerle ninguna de esas cosas, lo siento. Y no porque personalmente no quiera hacerlo: es que no depende de mí.
—¿De quién depende?
—No lo sé. Supongo que hoy mismo, o mañana, seré informado de muchas cosas, pero hasta el momento, sólo sé que voy a trabajar.
—¿Conoce usted Ciudad Cabero?
Martins miró asombrado a Brigitte.
—Desde luego. Es la capital de mi patria y, además, nací allí.
—Estupendo. En ese caso, no dudo que sabrá recomendarme un hotel. Y en ese hotel, si le parece, yo podría estar esperando su llamada cuando ya sepa lo que puede contestar a mis preguntas finales.
Ben Martins asintió con gesto amable.
—Instálese en el Garabitos. La llamaré.
—Muchísimas gracias. ¿Sabe, señor Martins, que es usted uno de los personajes más simpáticos y asequibles que jamás haya entrevistado?
—Sólo intento ser siempre una persona amable y educada.
—Pues lo consigue —rió la divina—. Y por favor, no se enfade por mi última pregunta. Dígame: ¿cómo se llaman los habitantes de Unión Liberta? ¿Libertinos?
—No —rió también Martins—. No, no… Nos llamamos libertos.
—Oh… ¡Como los esclavos antiguos que eran liberados!
—Sí… Pero ya no quedan esclavos en ninguna parte, señorita Montfort.
—Yo creo que sí.
—¿De veras? ¿Dónde?
—Bueno, entiendo que en África y Asia todavía hay cierto tráfico en ese sentido. Pero no me refería a esa clase de esclavos.
—No comprendo.
—Me refería a los esclavos de sí mismos. A los que se esclavizan a sus ambiciones, y para cumplirlas no vacilan ante nada. De esos esclavos, quedan muchos, señor Martins.
—Peor para ellos.
—Es verdad: peor para ellos. Espero que cada cual reciba lo que merece, por muy personaje importante que sea.