Capítulo VI
—Buenas tardes, muchachos. ¿Cómo les va?
—Muy bien, señorita —sonrió Orozco, abriendo la puerta de atrás del coche—. Estamos a sus órdenes.
—Y muy complacidos —rió Yepes, al volante, cuando ella se hubo sentado atrás—. La verdad es que nos gusta más protegerla a usted que al señor Martínez.
—¿Y eso por qué?
—Pues siempre es mejor contemplar una flor que un cactus, ¿no le parece?
Brigitte se echó a reír, y los dos flamantes guardaespaldas hicieron lo mismo, encantados de la vida. Orozco se había sentado también delante, junto a Yepes, y se volvió.
—A la casa del señor Martínez, ¿verdad?
—¡Sí, sí!
—Vale. Arranca, Yepes.
—Allá vamos.
Atrás quedó el lujoso hotel Garabitos, y pocos minutos después, la ciudad. Viajaban dando la espalda al mar, hacia lo alto de la colina denominada Barrio Alto, zona residencial. Las casitas se veían diseminadas lo suficiente para que resultase un lugar discreto. La carretera no era muy ancha, y a ambos lados, de trecho en mecho, se había dejado una pequeña zona boscosa, que aún daba más realce a la zona residencial…
—Todo esto es precioso —había dicho Brigitte varias veces; y la última vez, añadió—: ¿no podríamos parar un momento en ese bosquecillo? Quisiera hacer una fotografía de la ciudad enmarcándola en árboles de Barrio Alto, para enviarla a mi periódico… Mire, Yepes, ahí mismo, a la izquierda… Pare, por favor.
—Muy bien.
Yepes detuvo el coche en el lugar indicado, y Brigitte se apeó, llevando el maletín, directa hacia el arbolado.
—Vengan conmigo —se volvió—. Seguramente, tendré que hacerles muchas preguntas.
Orozco y Yepes se miraron, sonrieron, y se fueron tras ella. Recorrieron quizá treinta metros del bosquecillo, hasta llegar al otro lado, que se cortaba en la ladera de la colina. En efecto, abajo y al fondo, la ciudad y el mar, de un azul bellísimo…
—Es precioso —repitió una vez más Brigitte—. Precioso.
—¿En qué podemos ayudar nosotros? —preguntó Yepes.
—Pues… Vamos a ver… Pónganse aquí. No, no: más juntos los dos, Orozco. Eso es… Ahora, no se muevan. ¿Listos?
—Sí, sí, listos. Cuando usted quiera.
—Pues allá va.
Y allá fue.
Orozco recibió el primer golpe de karate, en la boca del estómago. Fue como si la señorita Montfort estuviese jugando, gastando una broma…, pero, con los ojos en blanco, Orozco cayó hacia delante, como muerto, fulminado por el tremendo trallazo.
Yepes ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse, porque la señorita Montfort giró hacia él a una velocidad incontrolable, y le golpeó con el canto de la mano izquierda en un lado del cuello, como si estuviese utilizando un sable y quisiera decapitarlo… No lo decapitó, pero Yepes cayó hacia atrás y de lado tan aparentemente muerto como su compañero.
La encantadora señorita Montfort se quedó mirándolos incrédulamente.
—¡Pues sí que son flojos! —se pasmó.
—¡Hola! —les sonrió cuando ambos estuvieron despiertos y percatados de su situación—. Me he pasado el rato mirando el mar. ¿Les he dicho que el mar me encanta?
Orozco y Yepes cambiaron una mirada, y luego miraron sus pies, atados. También tenían las manos atadas a la espalda… Los pies, con sus cinturones, pero las manos no sabían con qué…
—Con esparadrapo —dijo la señorita Montfort, sobresaltándolos—. Parece frágil, pero antes de romperlo se dejarían el pellejo. Y a ustedes no les gustaría dejar el pellejo en un lugar tan bello, ¿verdad?
—¿Qué pretende usted? —farfulló Orozco—. ¿Por qué ha hecho esto?
—Ya les dije que tengo que hacerles muchas preguntas. Y ustedes las van a contestar.
—Eso ya lo veremos —gruñó Yepes.
—Muchachos, no se equivoquen conmigo, como ha hecho su jefe, a pesar de intuir quién soy yo realmente. Sí, creo que él sospecha que yo soy la agente Baby, de la CIA, y… Pero ¿qué les pasa? Se han puesto pálidos… ¿Es que el amigo Lope no les dijo que yo podría ser la agente Baby? ¿No se lo dijo? ¡Caramba, qué reservado…! Seguramente, está esperando a tener la certeza de que soy yo mismita, para entonces venderme a los nasos por cinco millones de dólares…, si es que no han aumentado mi precio. Pero mientras tanto, no sé si ha querido burlarse de mí, error que han cometido ya muchos antes que él, o bien ha querido utilizarme. Por supuesto, eso no lo consigue nadie con Baby, así que, como es de ley, las cosas están ahora como yo quiero que estén. Y si ustedes no colaboran, los voy a degollar, pero empezando el tajo por el ombligo. ¿Lo entienden?
Sacó del maletín el cepillo para el cabello, apretó el mango del modo especial que sólo ella sabía, y apareció el agudo, rutilante estilete de acero ante los ojos de Yepes y Orozco, que palidecieron un poco más… si era posible.
—Yo creo que sí me entienden —dijo Brigitte, ahora con voz tan dura y fría que los dos hombres se estremecieron—. Y espero que no me obliguen a manchar de sangre estos bellos parajes. Tampoco me gustaría colgar sus tripas de una rama, para que se sacasen al sol. Ni cortarles las orejas y dejarlas para que se las comiesen las hormigas… No, no me gustaría hacer nada de eso. Prefiero conversar. Primera pregunta: ¿para quién está trabajando realmente el amigo Lope Marías?
—No… no sabemos qué quiere decir…
—¿No? Bueno, pues por el momento hablaré yo, Orozco. Pero no abusen de mi paciencia Anoche, ustedes dos asesinaron a dos hombres que…
—¡No asesinamos a nadie! ¡Ellos…!
—Calma —pareció congelarse la voz de la señorita Montfort—. He dicho que hablo yo ahora. Y digo que aquellos dos desdichados fueron asesinados. No es cierto que llegasen allí subrepticiamente para asesinar a Ben Martins. Ustedes estaban vigilando, así que…
—¡No los vimos llegar!
—¡No, no, Orozco, no…! Ustedes los vieron llegar, los llevaron a un lugar del jardín desde el cual podían vernos perfectamente a Ben Martins y a mí, y les dijeron que disparasen. Ellos lo hicieron, por supuesto que sin ánimo de matarnos, cosa que podrían haber conseguido muy fácilmente al primer intento; pero lo que hicieron fue tirotear las cercanías, con exquisito cuidado de no herirnos siquiera. Tenían buena puntería, afortunadamente. Luego, ya terminada la comedia, ustedes, que estaban detrás de ellos, los mataron.
—¡Usted no sabe lo que dice!
—Sí lo sé, Yepes. Aquellos dos desdichados fueron contratados por Lope Marías para hacer esa comedia, aun sabiendo que los planes de Lope Marías no podían ser en modo alguno favorables a Gervasio Soto. Pero no les importaba: traicionaban a Gervasio Soto, cobraban su dinero ofrecido por Marías, y ya está. Claro, no podían saber que Marías los había sobornado precisamente a ellos para que, cuando él explicase lo sucedido, todo indicase claramente que Soto había enviado a dos hombres a matar a Benemérito Martínez. Y como ellos estarían muertos…, ¿quién contradecía a Lope Marías? Así que tenemos que Lope Marías está tramando algo contra Soto; que los amigos de Soto llamados Gordillo y Fornos no eran tan amigos puesto que lo traicionaron; y que ustedes son unos asesinos. ¿A que sí?
—No… No, no, no… ¡No!
—Que sí, hombre, que sí —dijo con fría socarronería la divina espía—. ¿Por qué creen que quise ver los cadáveres? Sabía que Ben Martins y yo ofrecíamos un blanco perfecto, y más a aquella distancia…, y ellos habían fallado absurdamente. Entonces, miré sus espaldas, y vi en cada una de ellas, tres balazos. Tres balazos, metódicos, certeros, en cada espalda. Vamos, Yepes…, ¡eso no se consigue en una pelea en la oscuridad de un jardín! Ellos hicieron su trabajo y en vez de dinero, recibieron tres balazos cada uno. Y ya estaba allí la prueba de que Gervasio Soto había enviado a dos de sus amigos a matar a Ben Martins. ¿Sí o no?
Yepes dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Sí —musitó.
—¿Con qué objeto? ¿Predisponer a Benemérito Martínez contra Gervasio Soto?
—Sí.
—¿Y qué esperaban conseguir con ello?
—Que el señor Martínez falsease la información a la máquina, para que los datos fuesen acumulando todas sus respuestas en contra de Gervasio Soto.
—Pasmoso… ¿El señor Martínez puede hacer eso?
—Don Lope dice que si.
—Vaya…, Pero para eso habría que contar con que el señor Martínez quisiera hacerlo, ¿no?
—Claro.
—¿Y… quiere hacerlo?
—No lo sé. Es don Lope quien tenía que seguir trabajando al señor Martínez. No sabemos si ha empezado a hacerlo ya. Y de todos modos, el señor Martínez no parece de los que se dejan convencer para hacer esas cosas.
—Algo bueno tenía que haber en todo esto —murmuró Brigitte—. Pero sigamos: de todo lo dicho se desprende que Lope Marías está decididamente de parte de Renato Madrigal, ¿no es así?
—Sí.
—En cuyo caso, se podría pensar que Lope Marías está limpiándole el camino a Madrigal para que sea reelegido… Y una de las maneras de limpiarle el camino, además de intentar sobornar a Benemérito Martínez, podría ser eliminar a los demás candidatos. Por lo tanto, quizá fue Lope Marías quien provocó el accidente del general Chávez… ¿No?
—No. Al general Chávez lo asesinaron hombres del vicepresidente Lamata.
—Bueno, es lo mismo… Si Lope Marías está de parte de Renato Madrigal, y Lamata es el vicepresidente de éste, quiere decir que los tres forman un frente común, lógicamente.
—No… El vicepresidente Lamata se había vendido a Gervasio Soto para apoyarle en las elecciones contra Renato Madrigal. Y como Lamata sabía que el general Chávez y Renato Madrigal estaban de acuerdo…
—Un momento —se sorprendió Baby—. Eso no es exacto. Lo que yo tengo entendido es que el general Chávez era antagonista de Renato Madrigal.
—No, no… Lo simulaban, pero en realidad, Chávez habría apoyado en todo momento a Madrigal. Por eso, Lamata lo hizo matar… Un camión esperaba en la carretera, y cuando apareció el coche del general Chávez, embistió contra él en el lugar escogido, tirándolo al barranco.
—Entonces, el asesinato del vicepresidente Lamata ha sido una represalia por la muerte del general Chávez, el cual estaba de parte de Madrigal aunque dijese públicamente lo contrario; mientras que Lamata, que es el vicepresidente, está en realidad de parte del nuevo candidato, Gervasio Soto, y en contra de Madrigal.
—Sí.
—¡Santo Dios! —Brigitte se sentó sobre la hierba, demudado el rostro—. ¡Pero todo esto forma el cubo de basura más grande que he conocido en mi vida! Todos están mintiendo, todos están traicionando a todos… ¡Es una auténtica porquería! ¿Quién se encargó del asesinato del vicepresidente Lamata? ¿Ustedes dos?
—No, no… Nosotros no hemos intervenido en eso.
—Pero ha sido cosa del bando de ustedes, ¿no?, del bando que forman Lope Marías y Renato Madrigal.
—Don Lope se encargó de eso.
—¿Personalmente? —respingó Brigitte.
—No sabemos tanto. Era el encargado de ocasionar la muerte de Lamata, pero no sabemos si lo hizo él en persona o envió a alguno de nuestros compañeros.
—Entiendo que, cuando menos, ha dirigido el asesinato.
—Sí… Sí.
Baby movió la cabeza, y se quedó mirando hacia el mar. Hacia algo limpio, inmutable. Se sentía deprimida, profundamente asqueada. Por un instante, tuvo el impulso de marcharse, de regresar a casa y dejar que toda aquella gente se las arreglase como quisiera o pudiera en todo el sucísimo asunto. Pero, de pronto, recordó la breve conversación con el airado conserje del hotel: todos querían lo mismo, esto es, llenarse los bolsillos a costa de quien fuese. Ya sólo quedaban dos hombres del grupo que había comenzado a luchar por la presidencia de Unión Liberta: Madrigal y Soto. Y ambos estaban acusados de tantas cosas feas que cabía pensar que por lo menos la mitad debían ser ciertas. Es decir, que fuese cual fuere el que ganase, el país seguiría siendo explotado brutalmente para beneficio del triunfador y de sus secuaces.
¿Y si ella, la agente Baby, se encargase de asesinar personalmente a los dos candidatos? Podía hacerlo: sabía que si se proponía asesinarlos, nadie la detendría. Pero…, ¿quién quedaría entonces con ciertas posibilidades de conseguir el mando del país?: Pues quedaría un pastor llamado Aurelio… ¡Qué barbaridad!
«Podría plantearle el problema a la computadora de Ben —pensó con cierto sarcasmo—: me gustaría saber qué podría responder ese artefacto a un problema como éste».
Se puso en pie, y guardó el cepillo para el cabello en el maletín, mientras preguntaba:
—¿Dónde vive Lope Marías? Su domicilio particular.
—En un pequeño chalet, cerca de la playa… En el barrio llamado Hondonada, Avenida de Porfirio Esteban, número 612.
—Está bien.
—Podemos llevarla allá si nos suelta. Nosotros…
—Ustedes no me van a llevar a ninguna parte. Se van a quedar aquí, hasta que alguien encuentre sus cadáveres.
Los dos asesinos volvieron a palidecer.
¿Nuestros… cadáveres? Pe… pero, no… no estamos muertos…
—¡Oh, sí! —dijo suavemente Baby, apuntándoles con su pistolita—. Sí lo están.