Capítulo IV
Benemérito Martínez tomó con sus dos manos la que le tendía Brigitte, y se la llevó a los labios.
—Bien venida —dijo, alegremente—. Y gracias por aceptar la invitación, Brigitte.
—Me encanta ser invitada a lugares como éste. Te han instalado muy bien, Benemérito.
Martins soltó un bufido.
—Creo que es lo que menos me gusta de mi país —'masculló—. El nombrecito que me pusieron. ¿Tendrías inconveniente en llamarme Ben?
—Ninguno —rió ella—. La verdad es que eso de Benemérito me hace un nudo en la lengua.
—Vamos a la terraza —rió Martins—. Tengo listos, para ser servidos, unos cócteles de champaña. ¿O prefieres whisky?
—Prefiero el champaña solo. ¿Está frío?
—Espero que sí.
—Entonces, has quedado como un perfecto anfitrión.
—No tanto: al parecer, no te gustan los cócteles.
—La verdad es que no. Los tomo, por supuesto, cuando no tengo más remedio, pero no me gustan las mezclas. ¡Es un lugar precioso, Ben!
Estaban cruzando el jardín, lleno de flores y de frondosos árboles. Se veía el mar desde allí, como una mancha azul sin fin más allá de Ciudad Cabero; a un lado del jardín, una piscina de forma caprichosa, de aguas que parecían pintadas de azul… La terraza se alzaba tres peldaños sobre este bello panorama.
—No está mal —sonrió Martins, señalando el sofá-columpio colocado, por supuesto, de cara al mar—. La verdad es que no esperaba recibir tantas atenciones, pero tengo de todo: coche, chófer, cocinera, un criado… En estas condiciones, no me disgustaría quedarme en mi país…, a pesar de todo.
—¿A pesar de todo? —se sentó Brigitte—. ¿A qué te refieres?
—¡Oh, pues a todo!: este asunto, la pobreza nacional, los guerrilleros, los politiqueos en todo tiempo… —Martins sirvió champaña en dos copas, olvidado el resto del combinado preparado a espera del champaña—. Bien, tengo entendido que ya has empezado a trabajar.
Brigitte tomó la copa que él le tendía, lo probó y su gesto fue muy cortés.
—¡Excelente! —elogió con la hipocresía propia de la mejor espía del mundo.
—Gracias. Pero sé que, aunque es lo mejor que tenemos, no es tan excelente… Creo que Lope Marías te está tratando muy bien, ¿no es así?
—¡Oh, sí! Es un hombre muy amable.
—No conmigo —refunfuñó Martins—. Tengo la certeza de que sus hombres me están espiando en todo momento.
—Es una descortesía muy propia de un jefe de espionaje —rió Brigitte, divertida—. De todos modos, debemos suponer que lo hace por tu propia seguridad: eres un hombre muy importante, estos días, para Unión Liberta, ¿no te parece? Has visto ya la máquina, supongo.
—No es una máquina —frunció el ceño Martins—. Una máquina puede ser cualquier cosa, y la computadora no es cualquier cosa.
—Mañana le presentaré mis excusas —rió Brigitte.
—¿A quién?
—¡A tu computadora! ¿Sabías que he obtenido, sin pedirla, una autorización especialísima para poder… hacerle una visita?
—No —se sorprendió él—. ¿De veras? ¿Quién te la ha…? ¿Ha sido Marías?
—Sí.
—Vaya… Por lo visto, también a él lo has impresionado mucho con tu encanto personal.
—¿Qué teclas tendría que tocar en la computadora para impresionarla también a mi favor?
—Te estás pitorreando, claro.
—Un poco. Sigue pareciéndome gracioso el modo en que estáis desarrollando el caso. Y ya que hablamos de la máq… de la computadora: ¿querrías hacerle una pregunta por mí?
Los ojos de Ben Martins brillaron alegremente.
—¿Qué pregunta? Claro que necesitaré antes proporcionarle los datos convenientes para…
—Lo sé. Yo te daré esos datos. Son muy simples: el general Abel Chávez ha muerto en un accidente… ¿Lo sabías?
—¡Sí, claro! Y tú debes haber escrito ya un…
—Bien. Esta es la pregunta para tu computadora: ¿por qué ha muerto Abel Chávez y cómo ha sucedido, realmente?
Ben Martins quedó atónito.
—¿Qué estás tratando de decir? —musitó.
—Tu computadora te dará la respuesta, no yo.
—Escucha, Brigitte, si estás…
—Tema terminado. Hablemos de los guerrilleros: creía que ya no quedaban en Unión Liberta.
—¡Oh! Siempre quedan algunos cuantos desgraciados… No vale la pena ni mencionarlos, aunque ellos están estas últimas semanas un tanto excitados. Incluso aseguran —se echó a reír— que el jefe de ellos ocupará la presidencia del país, en las próximas elecciones.
—¿Y quién es el jefe de ellos?
Ben Martins volvió a reír de buena gana.
—¡Un pastor!
—¿Un pastor?
—Uno de esos hombres que conduce rebaños por las montañas. Están chiflados… ¿Más champaña?
—Pues sí, gracias. Ben: ¿qué va a pasar ahora que Abel Chávez, el hombre que tenía más probabilidades de conseguir la presidencia ha fallecido?
—No sé. Lo único que sé es que sólo quedan tres: Renato Madrigal, actual presidente; Rosendo Lamata, actual vicepresidente; y Gervasio Soto, que se presenta candidato por primera vez. Ya está.
—Te olvidas del pastor. ¿Cómo se llama?
—No sé… Aurelio no sé cuántos, o algo parecido. Vamos, vamos, Brigitte, olvídalo: ese Aurelio ni siquiera sabe leer. Como comprenderás…
—Cualquiera puede aprender a leer, aunque no lo haga tan rápidamente como tu computadora. ¿Trabajarás en ella mañana?
—Sí. Empezaré a facilitarle toda la información. Respecto a tus preguntas durante el viaje, puedo contestarlas ahora, con cierta aproximación: necesitaré no menos de un mes para dejarla lista para responder a todo.
—Un mes… ¡No puedo estar aquí tanto tiempo!
—¿Por qué no?
—Un mes sin hacer nada… No podría soportarlo.
—¿Tan mala te parece mi compañía?
—No… ¡Oh, no, Ben! No es eso… Pero tú vas a estar muy ocupado y yo… siempre tengo cosas que hacer por ahí.
—¿Por ahí? ¿Por dónde? ¿Y qué cosas?
—Pues… cosas. Tendré que pensarlo, pero seguramente me marcharé pronto… y volveré dentro de un mes. Pero no me iré sin haberte visto trabajar en ese chisme. ¿Te molestaría que fuese a verte mañana?
—No —susurró Martins—. No. Pero yo había tenido la esperanza de que te quedases todo el tiempo.
—Me quedaré unos cuantos días. ¿Tú sabes si tenía enemigos el general Chávez?
—Aquí, todo el mundo tiene enemigos —gruñó Martins—. Quiero decir todo el mundo que es importante. ¿Y yo qué sé? Bueno, he oído algo respecto a cierto antagonismo muy considerable entre el general Chávez y Renato Madrigal, eso sí, pero…
—¿El actual presidente tenía un antagonismo considerable con Chávez?
—Eso dicen. ¿Y qué? Hay un solo pastel, y todos lo quieren. Es natural que no se tengan simpatía.
—La pregunta es: ¿vale la pena el pastel?
Ben Martins se quedó boquiabierto, mirando a Brigitte.
—¿Estás bromeando? ¡Se trata de la presidencia de todo un país!
—¿Y qué? No creo que conseguir esa presidencia justifique todo lo que se haga para llegar a ella.
—Un momento, un momento —alzó las manos Martins—. Nada de discusiones. Yo te he invitado a tomar unas copas, charlar,' cenar y escuchar un poco de música. Con ello consigo dos cosas. Una, ser hospitalario con una extranjera en mi país. Dos, pasarlo estupendamente contigo… ¡Caracoles, Brigitte, no puedes echarme a perder una velada tan estupendamente planeada!
—¡Tienes razón! —rió la divina espía—. ¿Qué tenemos para cenar, Benemérito?
Cuando la música terminó, Ben Martins volvió la cabeza hacia Brigitte, sentada a su lado en el sofá-columpio, silenciosa.
—No es música clásica —dijo—, pero quizá algún día lo sea.
—Lo que no se puede negar —suspiró ella— es que es música sudamericana. Oyendo El cóndor pasa parece, realmente, que estemos en los Andes, y que sea posible oír el paso de un cóndor… Es una música agradable. ¡Y se está tan bien aquí…!
—Pero no quieres quedarte.
—No puedo quedarme un mes, Ben.
Este quedó silencioso. Se levantó a retirar el disco del aparato y volvió a sentarse, encendiendo un cigarrillo. Ahora, en el silencio, se oía el chirriar de algunos insectos nocturnos, como un interminable murmullo de paz. Ante ellos, la ciudad, iluminada, y al fondo el mar, con algunas luces rojas…
—Brigitte…
—¿Qué?
—¿Quieres casarte conmigo?
La espía se enderezó vivamente, muy abiertos los ojos, fijos en Martins. De pronto, se echó a reír.
—¡Pregúntaselo a tu computadora! —exclamó.
—Estoy hablando en serio.
—¡Oh, Ben, no…!
—¿No quieres?
—No quiero que me lo pidas. No, Ben, no me lo pidas.
—Ya te lo he pedido —él sonrió y le tomó una mano—. Y no creo que la computadora pueda solucionar mi problema, esta vez. Tú has de decir sí o no. No soy un hombre rico, desde luego, pero quizá pronto cambien las cosas. Y de todos modos, no, creo que la riqueza tenga gran cosa que ver con el amor, ¿verdad?
—Verdad. Pero, Ben, yo…
¡Chack!, oyó Brigitte en el respaldo del sofá-columpio, entre ella y Ben. Y en seguida, otro sonido igual un poco más arriba. Tan seguidos fueron ambos chasquidos contra el acolchado respaldo, que parecieron uno solo: casi no hubo margen de tiempo entre uno y otro.
Y sin embargo, cuando estaba oyendo el segundo, Baby se hallaba ya en movimiento, desasiendo su mano de las de Martins, y saltando hacia delante. Su acción fue tan velocísima, que Martins se quedó con ambas manos tendidas, petrificado, desconcertado…
—¡Al suelo, Ben, al suelo! —gritaba Brigitte.
—¿Qué?
—¡Tírate al suelo!
Ben Martins reaccionó, como un autómata, lanzándose hacia donde estaba Brigitte, arrastrándose hacia la protección de la barandilla de ladrillos. Abrió la boca para preguntar…, pero no tuvo necesidad de hacerlo.
Comprendió en seguida lo que ocurría.
¡Boooííííinnnggg!, rebotó la siguiente bala junto a su rostro, contra los ladrillos del piso.
Entonces, Ben Martins respingó, y de un salto a manos y rodillas llegó junto a Brigitte, que se encogía tras el enrejado de ladrillos que formaban el contorno de la terraza.
—¡Nos están disparando! —exclamó.
—Calla —susurró ella.
—¡Pero están…!
—¡Calla!
Dos balas más rebotaron cerca de ellos y otra más se hundió también en el respaldo del, sofá-columpio. Otra bala dio en la valla, lanzando esquirlas hacia ambos desde el afortunadamente lejano lugar del impacto.
—No saben dónde estamos ahora —susurró Brigitte—. No te muevas, no hagas nada, no hables… Hay que…
¡Boooíííiinnngg!, rebotó otra bala en el centro de la terraza, y Martins miró con ojos desorbitados a Brigitte, acurrucada junto a él. Tenía que sobreponerse y tranquilizarla, pero se quedó sin saber qué decir o hacer al verla absolutamente serena, hosco el gesto. Por un instante, Benemérito Martínez tuvo la impresión de que Brigitte Montfort, en lugar de ser una persona acosada a balazos, era una gatita esperando que pasase el ratón para saltar sobre él. Estaba tan desconcertado, que tardó un segundo de más en asimilar el grito de dolor que había oído en el jardín.
En seguida, al mirar hacia allí, le pareció ver un par de pinceladas rojizas y oyó otro grito de dolor, y luego la voz de un hombre:
—¡No se muevan de ahí, señor Martínez! ¡Puede haber más! ¡Yepes, ve a dar la vuelta!
Todavía con los ojos muy abiertos, Martins volvió a mirar a Brigitte.
—No… no comprendo…
—Los han cazado —dijo ella.
—Pe… pero…
—¡Señor Martínez! —se oyó la misma voz de antes—. ¿Están ustedes bien?
—Contesta —dijo Brigitte.
Ben Martins tragó saliva y asintió con la cabeza, como si el hombre del jardín pudiese oírlo.
—¡Sí, estamos bien! —alzó la voz.
—¡Sigan ahí, no se muevan!
Martins volvió a asentir con un gesto, vio que Brigitte, se había sentado cómodamente en el suelo, con las piernas cruzadas e hizo lo mismo.
—Pe… pero ¿qué… qué pasa…?
—Me parece que han querido matarnos. Es decir, han querido matarte a ti, supongo. Por suerte para los dos, Lope Marías ha puesto algunos hombres para que Le… espíen. Aunque yo diría que nos han salvado la vida.
—Han querido matarme. ¿Por qué? —jadeó Martins.
—Yo creo que la culpa la tiene la computadora.
Martins quedó boquiabierto. Luego parpadeó, se mordió los labios… Su gesto se ensombreció y quedó silencioso. Ninguno de los dos volvió a hablar, hasta que apareció un hombre en la terraza, proveniente del jardín, pistola en mano.
—Señor Martínez…
—Aquí —murmuró Martins.
El hombre se acercó a ellos, guardó la pistola y sonrió amistosamente.
—No hay más —dijo—. Eran dos, pero los hemos matado. ¿Están heridos o…?
—Estamos bien —dijo Brigitte; poniéndose en pie—. ¿Quién es usted?
—Orozco. Trabajo con don Lope.
—Ya. ¿Cuántos más hay con usted?
—Otro solamente: Yepes. Está dando la vuelta a la casa, por si hubiera alguien detrás, pero me parece que sólo han venido dos. ¡Yepes! —alzó la voz.
—¡Ahí voy! —otro hombre apareció muy pronto en la terraza, por otro lado, señalando hacia su espalda—. Todo está bien por allá detrás, Orozco. Pero será mejor que no nos descuidemos. Y también sería mejor —se acercó a Brigitte y a Ben— que ustedes entrasen en la casa.
—Tú quédate por aquí —dijo Orozco—, yo avisaré a don Lope.
—Está bien.
Brigitte, Ben y Orozco entraron en el salón. Orozco cerró la doble puerta que daba a la terraza y se dirigió hacia el teléfono.
Lope Marías se sentó delante de Brigitte y Martins, y se quedó mirando a éste, preocupado.
—Son Teodoro Gordillo y Gil Fornos —dijo.
Ben Martins parpadeó.
—Me parece que no los conozco —musitó—. ¿O sí? Quiero decir que si han estado conmigo hoy…
—No. Claro que no. Usted lleva mucho tiempo fuera del país, don Benemérito, y no sabe nada de ellos. Pero yo sí lo sé… y no me gusta.
—Me parece —dijo Brigitte— que Ben no le entiende, señor Marías —sonrió—. Ni yo tampoco.
Lope Marías vaciló. Se vio claramente que dudaba entre seguir hablando o callarse. Su mirada fue hacia Brigitte, que volvió a sonreír, inexpresivamente.
—Si molesto, puedo marcharme —ofreció.
—Bueno, no… Es que…
—Don Lope —entró diciendo Orozco—, ¿qué hacemos? Si son del grupo político de Gervas…
—¿Quién te ha dicho que abras la boca? —saltó del asiento Lope Marías, furioso.
—Pu… pues… Bueno, don Lope, yo…
—¡Tú eres un imbécil, eso es todo! ¿Cuántas veces te he dicho que no tienes que decir nada delante de otras personas?
—Yo… Don Lope, es que… Bueno, ¿qué… qué hacemos?
—¡Vete al demonio!
Orozco tragó saliva, vaciló un instante y salió de allí a toda prisa. Lope Marías se dispuso a ir tras él, pero Martins se puso en pie y lo asió de un brazo.
—Un momento —musitó—. ¿Ese hombre iba a mencionar a Gervasio Soto?
—No… No, no…
—Pues ha dicho Gervas… —recordó amablemente Brigitte—. Y a lo mejor quería decir Gervasio Soto.
—¿Quiere eso decir que esos dos hombres son del grupo político de Gervasio Soto? —abrió mucho los ojos Martins.
Lope Marías soltó un bufido, y se pasó una mano por la frente, irritado.
—Sí lo son —masculló—. Pero eso puede no significar nada, claro.
—¿De verdad piensa eso? —preguntó Brigitte.
—Escuche, señorita Montfort —se revolvió Marías hacia ella—, este asunto no es de la incumbencia de usted en ningún sentido, de modo que…
—¿Sabe usted, señor Marías, que han podido matarme? —le interrumpió ella, siempre suavemente.
—¿Qué?
—No me diga que no ha pensado en ello. Yo estaba con Ben, a muy poca distancia de que Las dos primeras balas pasaron entre su cuerpo y el mío. Creo que eso me da derecho al menos a protestar por lo ocurrido.
—¿Me va a culpar a mí de ello? —exclamó, incrédulamente, Marías.
—Claro que no. Me parece que a quien tendremos que culpar es al señor Gervasio Soto, el candidato a la presidencia de este inquieto país. Quizá tendríamos que reclamarle por daños y perjuicios, pues nos ha asustado mucho. O quizá…
—¿Qué está diciendo? —Marías se llevó las manos a la cabeza, aterrado—. ¡No puede usted hacer esto!
—¿Por qué no?
—Pues porque… ¡No puede hacerme esto a mí!
—¿A usted? —se sorprendió la espía.
—Escuche… Escuche, señorita Montfort, yo he sido amable con usted, ¿no es cierto?
—Mucho —admitió ella—. Le di las gracias, ¿verdad?
—¿Las…? Sí, claro. Mire, no suelo comportarme así, pero me veo obligado a pedirle que… corresponda a mi favor, a mi amabilidad con usted.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—No diga nada de esto a nadie, no escriba nada… hasta que yo la autorice. Por favor.
—De acuerdo, pero con una condición: quiero ver a esos dos hombres.
—¿A los dos muertos? ¿Para qué?
—Es que soy muy morbosa.
Los dos hombres se quedaron pasmados un instante. Lope fue el primero en reaccionar con un bufido.
—Está bien —dijo—, puede verlos. Dígale a Orozco que yo la envío… ¡Pero nada de fotografías!
—De noche, y sin equipo adecuado, no sería fácil… Vuelvo en seguida.
—¿De verdad vas a verlos? —exclamó Martins.
—Por supuesto.
—Pues yo también voy.
Marías abrió la boca, pero acabó encogiendo los hombros y saliendo en pos de ellos. Los dos cadáveres estaban frente a la puerta principal de la casa, y Orozco y Yepes habían asido ya a uno de ellos por los pies y los sobacos para meterlo en el coche en que había llegado Marías. A un gesto de éste, dejaron el cadáver y lo miraron cuando Brigitte se inclinó sobre él. Marías frunció el ceño y no dijo nada. Así que tuvieron que aceptar que la extranjera saciase su curiosidad respecto a los dos cadáveres. Cuando terminó, miró a Marías y éste hizo una seña a sus hombres, que reemprendieron la carga.
—¿Satisfecha? —murmuró Marías.
—La curiosidad, sí.
—¿Puedo confiar en usted?
—Completamente.
—Gracias. —Marías miró a Martins—. Bien… Comprendo que el asunto es desagradable, don Benemérito, pero le agradecería que fuese discreto, por el momento. A decir verdad, me temo que no podremos silenciar lo ocurrido. Mañana se sabrá en todo el país, seguramente, pero mientras tanto, creo que deberíamos… evitar más complicaciones de las que ya existen. Comprendo que han querido matarle, asesinarle y que…
—No se preocupe —susurró Martins—. No diré nada, Lope.
—Gracias… Gracias a los dos. Bien, hasta…
—¿Le importaría llevarme, señor Marías? —pidió Brigitte.
—Claro que no.
—¿Vas a ir con dos muertos? —exclamó Martins.
—No creo que puedan hacerme daño. Iré a buscar mi maletín, señor Marías.
—Pero Brigitte… —comenzó a protestar Martins.
—No me parece que sea momento de continuar nuestra conversación —murmuró ella—. Nos veremos mañana… delante de tu computadora.