CAPÍTULO X
—Y nadie puede discutirlo, Camelia: el rancho es de Ed Marten.
—Siento… siento lo ocurrido…
—¿Por qué? Estas cosas siempre pasarán. Lo del rancho está solucionado por completo —Uriah se dio cuenta de que Camelia miraba fijamente al herido Boyd Braden, y se apresuró a decir—: No le digas que estás agradecida, Camelia. Seguro que iba a disgustarse.
Braden miraba atentamente a aquella hermosa mujer rubia de brillantes ojos azules, y a Uriah, y de nuevo a la mujer…
—Sin embargo —musitó Camelia—, yo siempre estaré agradecida a tu amigo, Uriah.
Boyd Braden frunció el ceño.
—Bueno, es posible que no me esté tan agradecida el día que a Uriah le metan una bala en el cuerpo por querer ayudarme a mí, Camelia. Tengo la seguridad de que eso ocurrirá, tarde o temprano.
Nash pasó un brazo por los hombros de Camelia.
—Dejaros de palabras vanas ahora. Boyd, tenemos trabajo. Anoche acuchillaron a una muchacha, y acusan de eso al hermano de Camelia. No ha sido él, claro, y nosotros tenemos que encontrar…
—¿Quién dice que no fui yo?
La voz de Alan Robson sonó mientras se abría la puerta que comunicaba las habitaciones de Camelia con el despacho. Alan apareció en el umbral, con un revolver en la mano. Estaba desgreñado, y apestaba fuertemente a whisky.
—¡Alan…!
Camelia intentó correr hacia su hermano, pero Uriah la retuvo por los hombros.
—Quieta, Camelia —musitó—: está borracho como nunca en su vida…
—Al que se mueva… lo mato —masculló Alan Robson—. Lo mataré como a un perro…
—Nadie va a moverse, muchacho —dijo serenamente Uriah—. Y añadió—: Somos amigos tuyos. Guarda ese revólver.
Alan Robson los fue mirando a los tres, con los ojos turbios, maligna la expresión.
—¿Amigos míos? —rió—. ¡Oh, sí, muy amigos míos…! Sobre todo, tú, Camelia, ¿no es verdad? Me quieres tanto, que me he quedado sin rancho, sin saloon, sin dinero…
—Es por tu bien, Alan.
—¡Por mi bien! ¿Estás loca? Escucha lo que he pensado: vas a darme a mí esos papeles, no a Ed Marten…
—Estás perdiendo el tiempo, Alan —dijo Nash—: nada de lo de Camelia va a ser tuyo jamás si ella no quiere.
—¡Pero lo quiero yo! Se las da de listo, ¿eh? ¿Cree que no soy capaz de matarlos a los tres…, a los cuatro contando a ese pingajo en que ha quedado convertido Marten? ¿Lo cree?
—¿Nos matarías a los cuatro?
—¿No lo cree?
—Claro que no.
—¡Pues lo voy a hacer! Sí, los voy a matar… Oh, ya lo creo que los voy a matar…
—¿Igual que quisiste hacer con Annabella Rudnick?
—¿También me cree tonto? ¿Cree que voy a confesarlo? ¡Pues lo confesaré, porque ninguno de ustedes podrá acusarme! ¡Ella era… una estúpida! Anoche… me dijo que no me quería a mí, sino a Ed Marten… ¡Qué divertido! Creía que yo estaba muerto de amor por ella; sólo quería… distraerme. Ella no quiso aceptarlo así, luchó contra mí… Dijo que sólo aceptaba mi compañía por no disgustar a los suyos… Pero nada más. Entonces, saqué la navaja…
—Dios… Dios mío… —gimió Camelia—. Di que no es cierto. Alan. ¡Di que no es cierto!
—¡Pero si lo es, Camelia, lo es…! —rió su hermano—. Cuando saqué la navaja, se asustó mucho… Y le di, ¡zas, zas, zas…! Cuando cayó al suelo, me sentí muy aburrido… y me fui.
—¿Qué más, Robson? —inquirió Braden.
—Nada más… Oh, creo que había bebido bastante… Me dormí por ahí…, y cuando me desperté quisieron lincharme. Pero llegó mi salvador…
Uriah Nash soltó a Camelia y adelantó un paso.
—Suelta ese revólver, Alan —ordenó—. Y date preso en nombre de la Ley.
Robson lo miró con incredulidad. De pronto, comenzó a reír.
—Ji… Ji, ji… ¡Ji, ji, ji, ji…!
—Dámelo, Alan. Estabas borracho. Se te juzgará con atenuantes y, además, Annabella Rudnick no murió, así que tu condena no será excesiva…
—No se acerque… No se acerque, Nash.
Uriah dio otro paso.
—Dame el revólver —exigió con voz firme.
En una fracción de segundo, Uriah Nash y Boyd Braden advirtieron el cambio de expresión que apareció de pronto en el rostro del muchacho. La conocían tan bien, que Boyd Braden comenzó a mover su mano hacia el revólver.
Pero Uriah Nash habría muerto si la escena no hubiese quedado solucionada por otro personaje: por detrás de Uriah y de Camelia, tronó el viejo pistolón de Ed Marten.
Alan Robson brincó con fuerza hacia atrás. Su espalda chocó contra el marco de la puerta del despacho, mientras en su pecho comenzaba a aparecer la sangre y sus ojos se nublaban rápidamente. Y quizá habría conseguido apretar el gatillo si Marten no hubiese disparado otra vez. La segunda bala se clavó en el corazón del borracho asesino, y pareció clavarlo contra la pared. Luego, fue resbalando lentamente hacia el suelo, con las pupilas ya veladas completamente. El revólver cavó…
—¡Alan…!
Camelia corrió junto a su hermano, y Uriah le acompañó. No era difícil comprender que estaba muerto. Camelia comenzó a sollozar y, mientras le acariciaba suavemente, Uriah dirigió su mirada hacia Ed Marten.
—Juré… que mataría al que… al que le hizo eso a Annabella. Lo… siento por… por Camelia… y le devolveré…
Uriah Nash movió negativamente la cabeza.
—No hay nada que devolver, Eddie. Todo está bien. Muere quien ha de morir, y queda vivo quien lo merece. Tú mereces vivir. Dentro de unas semanas, todo habrá pasado, y tú y Annabella podréis vivir felices. Y dentro de algunos años, comprenderás mucho mejor que ahora lo que acaba de ocurrir.
—Pero usted y Camelia…
—Ella y yo ya hemos vivido esos años que a ti te faltan. Pero todavía nos quedan algunos por vivir. Los dos te recordaremos sin rencor.
Ed Marten dejó caer la mano que sostenía el revólver, y su cara se hundió de nuevo en el sofá.
Braden se acercó a él y lo examinó.
—Se ha desvanecido otra vez, Uriah.
—Déjalo. Puede perder unas horas de vida, porque tiene muchos años por delante.
Camelia miró a Uriah sollozante.
—Uriah, ¿qué… qué haremos ahora…?
—Viviremos, Camelia. Un hombre y una mujer no necesitan demasiado para ser felices bajo el cielo de Texas.