CAPÍTULO V
Había un vaquero, con un rifle en las manos, apoyado en la cerca, junto al galpón de los Rudnick cuando Uriah y Ed Marten llegaron allá.
Quizá poseía la descripción de Uriah, porque se quedó mirándolo fijamente a pesar de saludar al muchacho.
—Hola, Ed… ¿Qué te trae por aquí?
—Quisiéramos ver al señor Rudnick, Algie… ¿Podemos pasar?
El vaquero señaló a Uriah con un movimiento de rifle.
—¿Quién es él?
—Me llamo Uriah Nash —dijo éste—. Ya debe haber oído hablar de mí, muchacho.
—Así es. Pasen los dos.
Ed Marten se sorprendió más que Uriah. Este se limitó a sonreír. Esperaron a que el vaquero abriese el galpón, y entonces cabalgaron hacia el rancho. Cuando llegaron al porche, vieron a Leeper, el vaquero al cual había herido Uriah cuando el frustrado linchamiento. Leeper llevaba el brazo herido colgando del cuello por medio de un pañuelo. Abandonó rápidamente la mecedora, apenas reconocerlos, y entró en la casa.
El primero en aparecer segundos después en el porche fue Elizah Rudnick. Luego, su hijo Joey; después, un hombre alto y corpulento, al cual ya conocía Uriah, pues había formado parte del grupo linchador; finalmente, Leeper de nuevo.
Y desde el barracón de los vaqueros, ocho o diez de éstos caminaban ya hacia la casa, armados con rifles y revólveres. Uriah los miró, miró al silencioso Elizah Rudnick y sonrió.
—Buenas tardes, señor Rudnick.
—¿Qué quiere ahora, Nash?
Uriah acercó más su caballo al porche, quitándolo sólo con las rodillas, mientras se desabrochaba el cinto, que dejó colgando de un clavo enorme del que ya pendía un rollo de cáñamo.
Luego, miró de nuevo a Rudnick
—Vengo en son de paz —aclaró, innecesariamente.
—Así se entiende —Rudnick dirigió una rápida mirada a sus vaqueros, que ya estaban rodeando a Uriah y Ed, manteniéndose a distancia—. Pero ¿no le parece muy peligroso quedar desarmado?
—Chris Malloy me dijo que usted era un hombre honrado y comprensivo. ¿Puedo desmontar ahora?
—Desmonte —la mirada del ranchero se desvió hacia Ed—. ¿De nuevo por aquí, Ed?
Marten enrojeció un poco.
—Si… si molesto, puedo… marcharme…
—No es necesario. Pero te advierto que no voy a permitir que hables con Annabella. Ella no está en condiciones, ni mucho menos.
—¿Pero se… se salvará?
—No tienes por qué preocuparte tanto por ella.
Ed Marten se mordió los labios, sin replicar. Uriah miraba a Rudnick con cierta expresión reprobativa, ya a Cié delante del porche. Subió a éste cuando Ed empezaba a desmontar.
—¿Podría yo ver a su hija, Rudnick?
—No.
—Es importante. Quisiera hacerle comprender que la navaja de Alan Robson pudo ser manejada por cualquiera.
—Lo hizo Alan. De todos modos, Nash, quiero decirle que estoy agradecido a usted por haber evitado el linchamiento.
—Eso también lo dijo Chris Malloy, que parece conocer bien a la gente. Las cosas se ven de otra manera cuando uno se ha serenado, ¿no es cierto, Rudnick?
—Se ven de otra manera, cierto. Pero Alan Robson no va a escapar a la Justicia.
—Nadie escapa a la Ley y la Justicia.
—¿Qué demonios sabe usted de eso? —gruñó Joey Rudnick.
Uriah contuvo una sonrisa.
—He querido decir que la Ley y la Justicia deben encargarse de su cometido propio, no los hombres por su cuenta y riesgo.
—Mire, Nash —masculló Elizah—: he admitido que agradezco su intervención, pues ha evitado que yo mismo me considerase un poco asesino si hubiese linchado a Robson. Le he recibido a usted pacíficamente. Ahora, diga lo que sea y márchese.
—Ya lo he dicho: antes de hacer nada definitivo, convendría que su hija pudiese hablar y decirnos si fue el propietario de la navaja quien la utilizó contra ella.
Rudnick miró a Marten.
—Usted puede convencer con sus palabras a algún papanatas, Nash, pero no a mí.
Uriah puso una mano en un brazo del muchacho.
—Eddie es un chico inteligente, eso es todo.
—¿Quiere decir que yo no lo soy?
—Exactamente, Rudnick.
—Padre, déjame que le rompa la cara.
—Quieto, Joey: este hombre está desarmado en nuestro porche.
—Pero unos cuantos puñetazos…
—Que lo dejes, te digo. Y usted, Nash, lárguese de una maldita vez. En cuanto a ti, Ed, debo decirte que llegando con este hombre has empeorado aún las cosas.
—¿Ah, sí? —Marten adelantó la barbilla belicosamente—. Sepa que yo sé elegir mejor que usted una amistad, señor Rudnick. Se puede ir usted al diablo, y si tiene más dinero que yo, que le sirva de purga, maldita sea su estampa…
Joey Rudnick lanzó un gruñido… y también lanzó el puño derecho, que alcanzó a Marten en la barbilla y lo empujó contra uno de los postes. El golpetazo sonó como de roca contra roca, y sólo sirvió para colmar la ira y el despecho de Marten, que rebotó con ímpetu hacia Joey, y le metió un puño en el estómago, otro en el hígado, y lo derribó pies por alto de un sonorísimo gancho en la barbilla.
Uriah soltó una carcajada:
—¡A eso le llamo yo aprender rápidamente, Eddie!
Joey se había levantado de un salto, pero su padre se interpuso entre él y Ed Marten, privando a los demás del espectáculo que habría significado aquellos dos zurrándose en serio y quitándose el polvo a puñetazos.
—¡Basta! —gruñó Elizah Rudnick—. ¿Qué demonios estáis haciendo, estúpidos?
Ed se sacudió las manos.
—Otro día, Joey, te arrancaré la nariz a golpes… En cuanto a usted, señor Rudnick, tengo algo que decirle: aquí todos saben que yo quiero a Annabella de verdad, no como el puerco de Robson. Más valdría que a él le hubiese puesto tantos obstáculos como a mí, en lugar de hacer la vista gorda, maldita sea su estampa… Y aunque usted tenga más de todo que yo, cualquier día voy a quitarle a su hija honradamente, y cuando sea mi esposa le voy a prohibir que ponga los pies en esta cochina casa, y usted no la va a ver más que de lejos. Y aunque yo no tenga en el Banco de Jericho más de ciento catorce dólares… con treinta centavos, por ahora, ella va a ser más feliz conmigo que aquí, y sólo aceptaba la compañía del canalla de Robson, porque él tiene dinero… ¡Su hermana tiene dinero, no él! Y porque ella creía que usted prefería a Robson. Pero se acabó, viejo avaro: cuando Annabella esté bien, pregúntele a quién quiere ella de verdad. ¿Me oyó bien, maldita sea su estampa?
Dio la vuelta, bajó del porche, montó en su caballo, y se alejó.
Elizah Rudnick sólo pudo cerrar la boca abierta por el pasmo, cuando Uriah comentó, socarrón:
—A eso le llamo yo marcar una res por sorpresa, Rudnick.
—¡Maldito sea! —exclamó Joey, adelantándose—. Cuando me lo vuelva a encontrar por ahí le voy a…
—Cállate, Joey —gruñó Elizah—: él tiene razón.
—¿Quién tiene razón? —aulló Joey.
—Él, Ed. Comprendo lo que ha querido decir. Nosotros le prohibimos a Annabella que se viese con Robson, pero no de un modo tan firme como cuando le prohibíamos que viese a Ed. Tanto Annabella como Ed pudieron pensar que nuestra prohibición era sólo para cubrir las apariencias, pero que Alan era de nuestro agrado, en realidad.
—¿Y por qué había de pensar Annabella eso?
—Porque Alan Robson tiene mucho dinero y Ed Marten, según he entendido, sólo puede disponer de ciento catorce dólares… con treinta centavos —sonrió fríamente Uriah Nash.
—¡Usted se calla! ¡Y lárguese ya de aquí!
—Muy bien… Sólo unas palabras más, señores: si en cualquier momento le atacan unos cuantos pistoleros, no crean que están trabajando para Camelia, aunque ellos mismos se lo digan.
—¿Cómo dice? —quedó estupefacto Joey.
Elizah pareció comprender mejor aquello.
—Dígalo más claro, Nash —pidió.
—No se puede decir más claro. No sé si Murray Grayson tiene algo que ver con lo sucedido a su hija, pero sí sé que él pensaba comprarle el rancho a Camelia. Al no conseguirlo, quizá se le ocurra la buena idea de lanzar a los Rudnick contra los Robson por cualquier otro medio… y adquirirlo todo en el juzgado. Antes de marcharme, ¿puedo ver al doctor?
Elizah Rudnick ladeó la cabeza.
—¿Está dando a entender que Grayson puede fastidiarnos y hacernos creer que todo es una venganza de Camelia por lo que quisimos hacerle a su hermano?
—Hágase la luz, y la luz se hizo —recitó Uriah—. ¿Puedo o no puedo ver al doctor… Coffet, creo que se llama? Un médico no puede dedicarse exclusivamente a un enfermo o herido, señor Rudnick.
—¿Lo necesita para Alan Robson, no es eso?
—Realmente, el muchacho vivirá aún sin la ayuda del doctor. Pero opino que quien mejor puede atenderlo es él… aunque haya tenido que esperarlo durante tres horas. Mmm… Por supuesto, si su hija precisa de verdad al doctor Coffet, no pienso insistir.
Elizah Rudnick tenía fruncido el ceño, y miraba a Uriah con curiosidad creciente.
—¿Qué clase de tipo es usted, Nash? —susurró tras un corto silencio.
—Un poco raro…, pero honrado.
—Venga conmigo.
—¿A ver a su hija?
—Sí. Venga. Vosotros todos aquí afuera. Joey, avisa a los muchachos que no dejen las armas y que estén alerta por si fuese cierto eso de Grayson y viniesen algunos pistoleros a buscar pelea queriendo hacemos creer que reciben órdenes de Camelia.
—Sí, padre.
Rudnick caminó hacia la puerta, y allí cedió paso a Uriah. Luego, lo guió hasta el dormitorio de la planta baja donde habían acomodado a Annabella Rudnick.
Lee Coffet estaba inclinado sobre la muchacha, limpiándole el sudor de la frente. Los postigos de la ventana estaban entornados, casi cerrados completamente, y en la penumbra destacaba sobre la almohada, el rostro de la muchacha, más blanco que la ropa de cama.
Uriah se detuvo junto al lecho, mirando a Annabella Rudnick. Era una muchacha muy joven, de frente despejada, limpia, y boquita menuda y carnosa. Pensar que en su actual estado pudiese decir una sola palabra resultaba por completo absurdo.
—¿Usted es Uriah Nash? —preguntó Coffet.
—Sí.
—Chóquela. Le saqué su bala del hombro de Leeper. Creo que es lo mejor que pudo ocurrir. Elizah no tenía por qué ensuciarse las manos y la conciencia con ese… ese hombre.
—¿Cree usted que lo hizo Alan Robson?
—Soy médico, no juez.
—Pero tendrá una opinión personal sobre esto, ¿no?
—No.
—Comprendo… ¿Se salvará la chica?
—Tendrá tres cicatrices, una en un seno y dos por debajo y hacia atrás. Pero se salvará.
—¿Seguro?
—Absolutamente seguro.
—Lo celebro. Bien, ¿cree que puede alejarse de ella siquiera por un par de horas, doctor Coffet?
—Por un par de horas, sí. Ni un minuto más. Supongo que tengo que atender a alguien, ¿no es así?
—A Alan Robson.
Lee Coffet apretó las mandíbulas. Era un hombre menudo, muy calvo, delgado, de ojillos pequeños y vivos, inteligentes. Estaba bien claro que la idea de atender a Alan Robson no le gustó tanto como podría gustarle la carne de gusano.
Pero dijo:
—Está bien, vamos.
Se puso la chaqueta, y se disponían a salir los dos de allí, cuando Elizah Rudnick, que había estado inclinado sobre su hija, retuvo a Uriah por una manga. Estaba casi tan pálido como la muchacha, y Uriah hubiese jurado que los ojos le brillaban demasiado. Su voz no podía ser demasiado tensa, debido al temblor:
—Nash, poco me importan las demás cosas que ocurran o vayan a ocurrir, eso de Grayson y de Ed Marten… Usted puede meterse en lo que le dé la gana, y complicarse la vida todo cuanto quiera. A mí no me importa. Pero si por simpatía a Camelia o los dos Robson en general, intenta ocultar la verdad respecto a quién le hizo esto a mi pequeña, sobre todo si ha sido Robson, quiero que sepa que mis vaqueros y yo lo despedazaríamos. ¿Entiende?
—¿Por eso ha querido que viese a su hija?
—Póngase en mi lugar y dígame ¿cómo estaría usted ahora?
—Está bien… ¿Cuántos años tiene ella?
—Diecisiete… ¡Diecisiete, Nash! No intentaré linchar a nadie más, pero al que intente apartar del peso de la Ley y la Justicia al asesino canalla que…
—No me amenace más, Rudnick. Y sepa que por nada ni por nadie, jamás!” por ningún motivo, voy a luchar yo contra la Verdad y la Justicia. El que la hace, la paga. Llevo veinte años rigiéndome por esta frase, Rudnick.
—Mejor así.
—¿Tiene algo más que decirme?
—No.
—Entonces, adiós… Le devolveré al doctor antes de dos horas, si es posible. ¿Vamos, doctor?
—Estoy listo —rezongó el médico.