CAPÍTULO II

Apenas había enfundado Uriah el revólver, todavía con el movimiento que le llevaba a arrodillarse junto a Camelia, y ya cinco revólveres le estaban apuntando. El ex-rural oyó perfectamente el cri-cri del mecanismo de los percutores, pero no hizo caso. Quitó las manos de Camelia, que parecían adheridas al lazo, y colocó de costado el cuerpo del hombre. Sus dedos maniobraron en el punto corredizo, y la presión se aflojó.

—Apártese de ahí —ordenó una voz bronca.

Uriah Nash quitó el lazo del cuello de Alan Robson. Con él en la mano, se volvió hacia el hombre que había hablado. Un hombre alto, recio, barbudo, pero de rostro honrado, a pesar de la cólera que lo crispaba.

Nash tiró el lazo a los pies de ese hombre.

—Esto es suyo —dijo.

Y de nuevo se dedicó al casi linchado muchacho, volviéndolo boca arriba y colocando una mano sobre el corazón. Camelia lo miraba como si todo dependiese de él.

—Está vivo —dijo Uriah; señaló el cuello—. Pero hay que llevarlo inmediatamente a que lo atienda un médico; la cuerda ha cortado la piel como si fuese un papel de fumar, señorita Robson… ¿Hay médico en Jericho?

—Sí, sí…

Uriah notó que le quitaban el revólver, pero no hizo caso nuevamente.

—Apártese, por favor.

Camelia se apartó, y Uriah alzó al muchacho en sus brazos. Cuando se incorporó, miró al hombre de más edad.

—Diga a sus hombres que guarden las armas, amigo.

Un muchacho como de veintitrés o veinticuatro años se adelantó furiosamente, con el revólver casi temblando en su mano, de pura ira.

—¡Padre, déjame que…!

—Calla, Joey —cortó el barbudo—: no hay que complicar las cosas. En cuanto a usted —miró a Uriah—, quienquiera que sea, es mejor que se vaya de aquí ahora y se lleve a Camelia… Y agradezca que no le linchemos junto a Alan. ¡Largo de aquí!

Camelia se acercó a aquel hombre, implorante.

—Señor Rudnick, se lo ruego… Alan no lo hizo, él no pudo hacer eso, piénselo…

—Vete, Camelia —susurró el hombre—. Vete ahora mismo. No quiero verte… ya nunca más.

—¡No puede linchar a Alan, no puede…!

—¡Puedo hacerlo! —aulló el hombre—. Y nadie va a detenerme, ¿te enteras? ¡Márchate ahora mismo, antes de que ordene a Leeper que se cobre ese balazo y, por error, en lugar de matar a tu pistolero, te mate a ti!

El vaquero herido se separó del tronco del álamo, mirando rabiosamente a Uriah.

—Déjeme hacerlo, patrón… No contra Camelia, no.

—Quieto, Leeper. Esta tarde iremos a Jericho… —señaló a Uriah con el cañón del revólver—, y si usted está todavía en el pueblo, va a lamentar ese disparo contra Leeper. Ahora, aproveche la oportunidad que le ofrece un hombre honrado, y lárguese.

—¿Un hombre honrado? —sonrió Uriah, mordaz.

—Si usted fuese de Jericho, sabría de qué le hablo. Deje a ese asesino en el suelo y márchese. No lo repetiré más.

Uriah miró fijamente al hombre. Luego, a Camelia.

Y dijo:

—Voy a llevar a este hombre al calesín: si quiere detenerme, tendrá que disparar, señor Rudnick. —Era seguro que habría echado a andar de no aparecer en aquel momento cuatro jinetes en el camino, para, en seguida, desviarse hacia allá por el mismo camino tomado por el calesín.

Uriah Nash suspiró al ver las placas en los pechos de los cuatro jinetes, que se detuvieron ante ellos, llenándolos de polvo. Iban armados con rifles y revólveres. Uno de ellos, alto y desgalichado, pecoso, con toda la energía de sus treinta años en los ojos color acero, señaló a Rudnick con un dedo, furiosamente. Su rostro estaba lívido de rabia.

—¡Esto le va a costar caro, Elizah! —gritó—. ¡Está loco! ¡Nadie puede ahorcar a nadie…!

—No está muerto —informó Uriah—, pero necesitará urgentemente un médico.

—¡Llévelo al calesín, y regresen a Jericho! Siento lo ocurrido, Camelia, pero Elizah me engañó: dijo que iba a ayudarme a encontrar a Alan, para entregármelo… ¡Se arrepentirá de esto, Elizah, se lo juro! Y ahora, márchense. ¡Márchense todos, si no quieren que las cosas empeoren para todos! ¿Qué estás pensado hacer, Joey?

Joey Rudnick, su rostro como un peñasco modelado a martillazos hasta conseguir unas facciones toscas, pero no menos honradas que las de su padre, soltó un gruñido :

—Chris: yo te mataré si ese asesino no paga su deuda. ¿Me has entendido bien, Chris Malloy?

Los ojos color acero quedaron fijos en el gigantesco Rudnick.

—Joey, voy a pasar por alto tu amenaza al representante de la ley en Jericho. Voy a olvidar esa amenaza, porque no quiero complicaros más la vida a los Rudnick. Pero cuando todo se haya aclarado legalmente, te romperé la cabeza, y te obligaré a pedirme perdón… ¡Y lo haré sin esta estrella, Joey! Marchaos. Subid a vuestros caballos, y desapareced. ¿Me ha oído, Elizah?

Elizah Rudnick estuvo mirando fijamente al alguacil de Jericho durante un tiempo que pareció una eternidad. Luego miró a Camelia, y por fin a Uriah. Finalmente, sin decir palabra, se dirigió al grupo de caballos, montó en el suyo, y se alejó:

Joey Rudnick alzó un puño en dirección a Chris Malloy.

—Ésta me la pagarás, Chris… Vámonos, muchachos.

Dos de los vaqueros ayudaron al herido a montar en su caballo, y en seguida partieron todos en pos de Elizah Rudnick. Malloy, encajadas las mandíbulas por la furia que se esforzaba en contener, esperó a que se alejasen.

—Muy bien —gruñó entonces—: regresemos todos a Jericho, inmediatamente… —detuvo su mirada en Uriah—. ¿Qué pinta usted en esto, forastero?

Uriah señaló con la barbilla.

—La señorita Robson me contrató por cincuenta dólares. Ella puede decírselo, alguacil. Mi nombre es Uriah Nash.

Malloy mostró un gesto de desagrado, y ya iba a decir algo que posiblemente habría estado acorde con el gesto, cuando su expresión se tomó súbitamente pensativa.

—¿Nash? ¿Nash? ¿Uriah Nash…?

Sus esfuerzos por recordar eran evidentes, pero Uriah distrajo su concentración mental.

—No se esfuerce, alguacil: no nos conocemos.

Chris Malloy frunció el ceño.

—No, desde luego, no recuerdo haber visto su cara jamás. Pero algo me suena de usted…

—¿Le parece mal que lleve al muchacho al calesín? Ya no soy demasiado joven, y mis brazos se cansan fácilmente.

—Desde luego. Bien, sea como sea, parece que algo hay que agradecerle a usted. Le aseguro que los más agradecidos serán los Rudnick.

No había ironía en las palabras del alguacil, y Uriah lo comprendió en seguida así. Miró hacia donde Elizah y Joey Rudnick habían dirigido sus caballos y encogió a medias un hombro.

—No busco el agradecimiento de nadie.

Llevó a Alan Robson al calesín, y lo acomodó en él lo mejor posible, ayudado por Camelia. El muchacho, que debía rondar los veinte años, abrió los ojos, y quiso decir algo, pero su garganta no respondió adecuadamente, y sólo pudo emitir un extraño gañido ronco, de animal herido.

Uriah estaba oyendo las palabras tranquilizadoras de Camelia para con su hermano, cuando se quedó mirando, perplejo, su mano derecha, que sangraba por la palma. A menos que hubiese perdido por completo la memoria en cuestión de minutos, nadie le había herido a él, ni mucho menos había tocado el segado cuello del muchacho, allá donde la cuerda había dejado al descubierto la carne viva, coloreada por la sangre que no acababa de brotar.

Entonces, Uriah Nash movió un poco al muchacho en el calesín, y su mano pasó la parte del pantalón de Alan Robson en la parte correspondiente al bolsillo trasero, tanteando, recordando algo a lo que no había concedido importancia en su momento. Notó en la mano el pinchazo, y entonces vio los trozos de cristal que habían atravesado en el bolsillo del pantalón, que estaba húmedo. Se llevó la mano a la nariz y olfateó.

Whisky.

Aquello olía a whisky como nada en el mundo. Entonces, Uriah lo comprendió todo: Alan Robson llevaba una botella en el bolsillo trasero del pantalón cuando lo habían encontrado los Rudnick, y la botella, todavía con líquido, se había roto…

Camelia lo estaba mirando como asustada, pero, sobre todo avergonzada, confusa

—Él… él suele beber… un poco, señor Nash.

—¿Un poco?

—A… a veces… A veces bebe demasiado… Pocas veces…

Chris Malloy y sus tres ayudantes nombrados a toda prisa para la búsqueda de Alan Robson asistían ceñudos y silenciosos, a la escena. Uriah comprendió, por sus expresiones, que Camelia no estaba ciñéndose de un modo aceptable a la verdad.

—Todos hemos bebido demasiado alguna vez —musitó Uriah.

Era mentira, por lo que a él se refería, pero no se le ocurrió otra cosa. Ayudó a Camelia a subir al calesín, y luego él tomó las riendas.

Camelia dijo entonces:

—Chris, ¿qué… qué piensa hacer?

—¿Respecto a Alan?

—Claro…

—Temo que tendré que meterlo en la cárcel, por el momento. Lo siento, Camelia.

—P-pero no, no ahora. Está herido…

Malloy vaciló.

—Lo tendré en cuenta. Bueno…, no creo que él vaya a escapar si lo dejo bajo su custodia hasta que esté mejor, Camelia.

—¡Oh! Gracias, Chris, gracias…

El alguacil soltó un gruñido.

—No vale la pena. Y será mejor que regresemos ya.

Uriah gobernó la calesa durante el corto trayecto de regreso a Jericho. Las primeras personas que vieron al llegar al pueblo, fueron Murray y sus cuatro acompañantes con todas las trazas de pistoleros. Uriah se desentendió por completo de las torvas miradas que le dirigían, y casi sonrió cuando comprobó el disgusto de Grayson al verlo tan bien acompañado.

Por indicación de Camelia, detuvo el calesín delante del Camelia Saloon. Este tenía una fachada bonita, y un lindo rótulo sobre el porche, con letras azules y unas cuantas camelias blancas pintadas entre las letras. Uriah se preguntó cómo no se había fijado mejor antes, al llegar a Jericho.

Entre Uriah y Malloy subieron a Alan Robson al piso alto del saloon, y lo acomodaron en las habitaciones particulares de Camelia. En la calle había quedado una multitud vibrante de curiosidad y de comentarios.

—Iré… a buscar al doctor Coffelt —musitó Camelia.

—No se moleste —replicó Malloy, en tono sorprendentemente bajo, como cohibido—: el doctor está ocupado ahora. Yo le haré venir en cuanto sea posible.

—Oh, pero… él tendría que venir pronto…

—Tan pronto como sea posible, Camelia: él está ahora atendiendo a Annabella Rudnick.

Camelia palideció. No dijo nada más, y Uriah comprendió que él se estaba enterando poco a poco de lo sucedido. Annabella Rudnick precisaba al doctor de Jericho, y los Rudnick, Elizah y Joey, habían estado a punto de consumar el linchamiento de Alan Robson.

Malloy tomó su sombrero.

—Hasta luego.

—Yo… saldré con usted —dijo Uriah.

El alguacil lo miró con curiosidad.

—Iba a rogárselo, señor Nash.

Este se volvió hacia Camelia.

—Adiós, señorita Robson; celebro haber podido ayudarla… aunque no lo hiciese demasiado bien.

—No lincharon a Alan, y eso quiere decir que usted lo hizo muy bien, señor Nash. Gracias. Temo… temo que si pretendiese pagarle…

—No me debe nada. Adiós.

Malloy y él salieron de las habitaciones de Camelia. En el pasillo, Uriah detuvo al alguacil por una manga.

—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó.

—Parece ser que Alan Robson, el hermano de Camelia, dejó malherida anoche a Annabella Rudnick.

—¿Pariente de los Rudnick que…?

—Annabella es hija de Elizah Rudnick, hermana de Joey.

—¿Cómo fue la cosa?

—Emmm… Bueno, Alan visitaba mucho últimamente a Annabella. Se decía que eran novios, o poco menos. Pero Elizah Rudnick le tenía prohibido a Annabella que pasease con Alan.

—¿Por qué motivo?

—Alan es un borracho.

—¿De veras? Me ha parecido que no tiene más de veinte años…

—Veintidós, exactamente. Pero si cree que la edad tiene algo que ver en esto, está equivocado. Alan es el muchacho más indeseable de Jericho. A partir de la puesta del sol, jamás lo verá usted sereno. Es… un canalla más o menos simpático. Vamos, un canallita… Se pasa la vida borracho o durmiendo la borrachera… Créame que compadezco a Camelia. El chico vino aquí hace como un año, algo menos, si no recuerdo mal. Llegó lleno de humos y de gestos de grandeza. Sin embargo, es su hermana la que está pagando todos sus gastos y sus vicios. El Camelia Saloon es uno de los mejores de Jericho. Ella gana mucho dinero, pero Alan se da buena prisa en gastarlo, y jamás, desde que llegó, ha trabajado absolutamente en nada. Es una completa y desgraciada vergüenza.

—Y, sin embargo, entiendo que Annabella Rudnick le hacía caso, ¿no es así?

Chris Malloy sonrió, y su rostro resultó entonces pasmosamente simpático y juvenil.

—Usted tendría que conocer a Alan. Incluso borracho como un cerdo es el tipo más simpático y atractivo de Jericho a cien millas a la redonda. Por eso, nadie se extrañó demasiado de que Annabella le hiciese caso.

—Pero Elizah Rudnick no permitía esas relaciones

—No.

—Un hombre intransigente, ¿no?

—¡No! —casi rió Malloy—, Elizah Rudnick es el hombre más comprensivo y honrado que pueda usted buscar en todo Texas, Nash. Pregunte a quien quiera.

—Pero él estaba linchando a Alan Robson…

—¿Qué haría usted si alguien quisiera maltratar a su hija, y, al no conseguirlo, le clavase tres navajazos en el pecho y la dejase tendida en una alameda, junto al arroyo, y fuese por ahí a acabar de emborracharse, mientras la muchacha se desangraba?

Uriah quedó sobrecogido.

—¿Eso lo hizo Alan Robson?

—Lo que sabemos es que, anoche, como otras muchas, Annabella salió de su rancho, «a dar un paseo». Es de todos conocido que se encontraba con Alan, en esas ocasiones. Bueno, ella no regresó y Elizah y Joey salieron a buscarla, con algunos de sus vaqueros. Elizah quería darle una paliza a Alan… Tal paliza, que el muchacho lo habría pensando muy detenidamente antes de volver a acercarse a Annabella. A la chica la encontraron al amanecer, casi muerta, acuchillada. A Alan no sé cuándo le encontraron, ya que Elizah me engañó respecto a sus intenciones cuando, enterado yo de lo sucedido, fui a verlo. Me dijo que lo buscaríamos todos, y que me lo entregaría para juzgarlo. Apostaría a que lo encontraron borracho, tendido por ahí, en cualquier lugar. Alguien se lo dijo a Camelia…

—Imagino el resto, porque lo he vivido. Mm… Entiendo que acusan pues, a Alan Robson, de haber querido maltratar a la muchacha, y, al no conseguirlo, quizá porque estaba muy borracho, y ella tuvo más fuerzas que él, la acuchilló.

—Eso parece.

—¿Y por qué se le acusa a él?

—Elizah encontró una navaja de muelles junto a su hija, llena de sangre ya seca. La tengo yo, ahora. Si quiere, se la presto, y usted puede ir por todo Jericho preguntando de quién es esa navaja con mango de nácar y las iníciales A. R. Todos la conocen.

—Ya. Es de Alan, claro.

—Claro. Todos la conocen.

—Y él la dejó allí para que le acusasen —ironizo Uriah.

—Posiblemente estaba tan borracho que ni siquiera sabía lo que hacía… Pero lo hizo.

—¿Está usted predispuesto contra él por esa prueba?—se asombró Uriah.

—Soy el alguacil de Jericho, y no puedo predisponerme contra nadie ni contra nada. Si es necesario me jugaré el pellejo para evitar un más que posible futuro linchamiento de ese muchacho, y que se le forme juicio legal. Pero, personalmente, estoy seguro de que él ese cerdo que hizo eso.

Uriah quedó pensativo unos segundos. Luego, preguntó:

—¿Le importa que no vaya ahora con usted Malloy?

—Sólo quería preguntarle qué ocurrió exactamente allá, con los Rudnick. Creo que hirió usted a Leeper…

—Él intentó disparar contra mí después de que yo disparé contra la cuerda.

—¿Usted cortó la cuerda a balazos?

—Sí.

—Vaya… Eso no es tan fácil de hacer como muchos creen.

—No, no es tan fácil.

—¿Qué más pasó?

Uriah lo contó, con rapidez, detalladamente empero. Cuando terminó, Chris Malloy intentaba por todos los medios ocultar el interés que sentía por aquel hombre

—Es una explicación clara y rápida, señor Nash. Gracias. ¿Seguro que no nos hemos visto antes?

—Seguro.

—Esto… Usted no es un pistolero, claro.

Uriah se encogió de hombros, sin contestar. Malloy sentía aumentar a cada instante su interés, pero decidió que cada cosa tiene su momento oportuno para ser estudiada.

—¿Se va a quedar con Camelia? —preguntó.

—Charlaré con ella un rato…, si ella quiere.

—En mi opinión se va a complicar usted la vida. Pero, claro, su vida es suya… —Malloy sonrió, como disculpándose por la perogrullada; se puso el sombrero, por fin—. Bueno, hasta la vista. ¿Se quedará en Jericho mucho tiempo?

Uriah caviló unos segundos.

—El suficiente —musitó.

—¿El suficiente para qué?

—Para lo que sea.

—Oh, bien… Y otra cosa, Nash: si se encuentra en dificultades con los Rudnick, le ruego que me avise.

—Sé cuidarme solo.

—Lo sé. Por eso lo digo —Malloy sonrió—: ocurre que estoy pensando en la supervivencia de ellos…, no en la de usted.

Se alejó por fin, hacia las escaleras, seguido por la mirada llena de simpatía de Uriah Nash, que, tras unos instantes de indecisión, regresó a la puerta de las habitaciones de Camelia Robson y llamó con los nudillos.

Tardó un poco en oír la voz de la mujer, casi temblorosa :

—¿Quién… quién es…?

—Uriah Nash, señorita Robson… ¿Puedo pasar?