CAPÍTULO IV

Apenas salir del Camelia Saloon vio al muchacho. Seguramente se fijó en él porque fue la única persona que no se movió al aparecer él en la acera. Los demás transeúntes se apartaron hacia los lados, y el muchacho quedó solo, delante del saloon, apoyado de espaldas en el poste de un porche de la otra acera.

Más allá, como a treinta yardas del muchacho, estaba Murray Grayson y sus cuatro pistoleros, junto a las batientes de un saloon, mirando hacia ellos con irónica sonrisa, especialmente a Uriah Nash.

Este frunció el ceño, y regresó la mirada hacia el muchacho, que estaba caminando lentamente hacia donde estaba él. Era un chico de la edad aproximada de Alan Robson, pero más alto y desgalichado, pecoso y rubio hasta la exageración. Tenía los ojos muy claros. Calzaba unas botas muy viejas; pantalones oscuros y camisa a cuadros completaban su indumentaria, así como un sombrero que parecía venirle pequeño, dejando escapar la rubia y larga cabellera por todos lados. Cuando estuvo más cerca, Uriah vio que los pantalones estaban remendados y la camisa muy recosida. Las mangas estaban subidas, dejando ver unos antebrazos largos, nervudos, morenos. La mano derecha colgaba junto a un anticuado pistolón que el muchacho llevaba a la cintura.

Uriah conocía bien aquella actitud en una persona. La había visto cientos de veces, y se había enfrentado no menos de una docena a tipos que se presentaban de aquel talante.

El muchacho le cayó tremendamente simpático al primer golpe de vista. Y aún se lo pareció más cuando, deteniéndose a menos de seis yardas de la acera donde estaba él, tronó belicosamente.

—Yo soy Ed Marten. ¿Usted es Uriah Nash?

—Soy Uriah Nash.

—Muy bien. Haga una de estas dos cosas: tome su caballo y márchese de Jericho, o saque el revólver.

Uriah contuvo una sonrisa.

—¿Cuánto tiempo me concede para decidirme?

—Ningún tiempo. Ni un segundo; nada. Márchese o quédese. Pero si se queda saque su revólver.

—Pienso quedarme. Pero no pienso sacar mi revólver…, por el momento.

El muchacho adoptó una expresión truculenta.

—¡Saque su revólver! —gritó.

—Muchacho; se está jugando la vida del modo más estúpido que pueda elegir un hombre. Hablemos sensatamente. Venga acá, tómese conmigo una cerveza y, entonces, ya más frescos usted mismo y sus ideas, estoy seguro que llegaremos a un acuerdo.

—;Le he dicho que saque el revólver!

—Si lo hago, voy a matarlo. Y le aseguro que no siento ningún interés por hacer eso.

—Yo siento interés por matarlo a usted. ¡Saque!

—¿De parte de quién está usted: de los Robson o de los Rudnick?

—¡Voy a matar a Alan! ¡Pero antes le mataré a usted si no se marcha… o se defiende!

Uriah estuvo mirando unos segundos al muchacho. Ciertamente le resultaba muy simpático. Era uno de esos chicos que tienen el corazón más grande que la cabeza. Y que, precisamente por eso, resultaba asquerosamente fácil acertarles el corazón de un balazo.

Pensando esto, Uriah sacó su bolsita de tabaco y el papel de fumar. A los diecinueve años, había empezado a pasar y repasar, lleno de esperanzas, por delante del cuartel de los Rurales en Houston. A partir de los veinte, había llevado la placa en el pecho. Y veinte años persiguiendo y matando hombres eran más que suficientes para saber distinguir cuándo era conveniente sacar el revólver y cuándo la bolsita de tabaco.

Y cuando él sacó la bolsita del tabaco, un murmullo recorrió la calle, a pesar de que sólo se veía en ésta a Grayson y sus cuatro matones.

Un murmullo que disgustó mucho a Ed Marten.

Con la vista un poco alzada, puesto que era capaz de liar un cigarrillo a ciegas, Uriah vio moverse la mano derecha del muchacho hacia el viejo pistolón que sólo la inmensurable sabiduría de Dios habría podido explicar cómo llegó hasta Ed Marten.

El revólver brilló al sol. Uriah oyó, con toda claridad, el chasquido del percutor al ser alzado, justo cuando estaba ensalivando el engomado papel.

¡Bangg…!

El estruendo fue formidable, escandaloso. La bala dio diagonalmente en las tablas de la acera, y penetró, maullando con gran sonido metálico, en el Camelia, después de astillar la madera junto a la bota derecha de Uriah Nash.

Este acabó de ensalivar y cerrar el cigarrillo, se lo colocó en los labios y dijo:

—Prueba otra vez, chico, el pulso de un hombre es sorprendente. Parece como si supiera cuándo debe portarse bien, cuándo debe portarse mal. Tu pulso sabe ahora que debe portarse bien y, por lo tanto, te obliga a disparar a otro punto que no sea mi corazón.

Ed Marten enrojeció de rabia. Alzó de nuevo el revólver y volvió a disparar, justo cuando Uriah estaba encendiendo el cigarrillo.

Esta vez el plomo pasó muy cerca de la oreja del ex-rural. Pero su pulso era mucho mejor que el del muchacho, y el cigarrillo quedó convenientemente encendido.

Echando humo por la boca y nariz, Uriah dijo:

—No soy un fanfarrón, chico. Pero opino que quizá tu tercer disparo sea mejor que estos dos. Anda, prueba.

Ed Marten estaba encendido de ira. De un manotazo enfundó su pistolón y se acercó furiosamente a Uriah, que, en realidad, acababa de ganar ya la pelea.

—¡Le voy a partir la cabeza! —rugió el muchacho.

—Hace unas horas, tu idea incluso me hubiese gustado a mí mismo, chico. Pero ocurre que ahora tengo algo que hacer. ¿Por qué no dejamos esta tonta discusión para más tarde?

Ed Marten subió a la acera, quedando con la nariz casi pegada a la frente de Uriah, ya que el muchacho le llevaba no menos de medio pie. La barbilla de Marten se adelantó provocadoramente.

—¡Tire ese cigarro o se lo hago tragar…!

Uriah suspiró. Sin quitarse el cigarrillo de los labios, le metió al muchacho su puño derecho en el estómago, le clavó el izquierdo en el hígado, y, cambiando de postura, lo tiró dentro del saloon de Camelia de un gancho en la barbilla. Entró detrás de él, aprovechando el vaivén de las puertas batientes con tiempo suficiente para ayudar al muchacho a levantarse, agarrándolo por el cuello de la camisa y quitándole el pistolón con la derecha.

Lo empujó hacia el mostrador, lo retuvo contra éste cuando rebotaba y dijo al camarero:

—Dos cervezas, amigo.

Ed Marten quiso revolverse, pero Uriah le clavó su propio pistolón en la espalda.

—A-ah —denegó amistosamente—: tomaremos cerveza ahora, Eddie.

Dicho esto, le devolvió a la funda el pistolón y se acodó en el mostrador, todavía con el cigarrillo en los labios. Sonrió burlonamente cuando vio a Marten llevar de nuevo la mano a la culata. Y sonrió más cuando la mano quedó como clavada allí, crispada, inmóvil.

El camarero sirvió las dos cervezas y Uriah tomó la suya. Bebió placenteramente más de la mitad de un largo trago. Luego se quitó la espuma del bigote de un lengüetazo.

Manteniendo en alto la jarra, dijo:

—Brindemos por la verdad, Eddie. Tú y yo vamos a descubrirla. Anda, bebe, chico. Yo pago.

Ed Marten cogió la jarra y miró a Uriah con clara expresión cavilante que éste interpretó al instante.

—Bueno, allá tú si prefieres bañarme en cerveza. Pero si haces eso, ya no voy a concederte más oportunidades para continuar viviendo. En verdad te digo, Eddie, que incluso con los ojos cerrados puedo meterte una bala entre los ojos una eternidad antes de que tú vuelvas a tocar ese trasto, que en otro tiempo pudo ser un revólver.

Marten dejó la jarra sobre el mostrador.

—No voy a beber con usted, matón —dijo.

Uriah bebió más cerveza.

—¿Matón? —sonrió, fruncido el ceño—. Oh, vamos, si yo fuese un matón, ahora estaría encargándote un bonito entierro, de veras —dejó la jarra, ya vacía, sobre el mostrador, y pidió otra por señas, sin mirar al camarero—, ¿Quieres que hagamos un trato, chico?

—No.

—Estupendo. Tú te bebes esa cerveza y yo otra. Luego, los dos salimos de aquí, tan amigos, y nos dedicamos a buscar al puerco tipo que le hizo eso a Annabella Rudnick.

—No hay que buscar mucho.

—¿Tú crees?

—¡Claro que lo creo!

El camarero puso otra jarra de cerveza delante de Uriah y éste la estuvo mirando, en silencio, durante unos segundos. Por fin, sin tocarla, ladeó vivamente la cabeza hacia Ed Marten.

—Eddie: supón que ahora yo te emborracho, te dejo en cualquier rincón, cojo tu revólver, y voy y mato con él al alguacil de Jericho. Luego dejo el revólver junto al cadáver, me voy, y cuando encuentran el cadáver de Chris Malloy, ven tu cacharro junto a él, y comprueban que las balas que han matado al buen Malloy han salido de tu revólver, porque es un arma especial, antigua, como no hay otra en esos lugares. ¿Crees que me acusarían a mí de la muerte de Malloy?

—Eee… No.

—¿A quién acusarían?

—A… a mí… ¿No?

—Claro, Eddie. Yo no creo que tú pierdas fácilmente tu revólver, pero supongamos que fuese una navaja… ¿No te parece muy posible que tú pudieses perder una navaja y no te dieses cuenta de ello?

—Pues… Oiga, ¿qué está tratando de decir?

—Me has entendido perfectamente, chico. ¿Por qué demonios has de ser tan aficionado a las palabras vanas?

—¡No lo soy!

—Lo eres, Eddie. Eres un charlatán. Si no lo fueses, me habrías metido un par de balas en las tripas en lugar de estropear el «Camelia». Ahora, hagamos el trato que te dije: tú y yo vamos a descubrir quién apuñaló a Annabella Rudnick con la navaja de Alan Robson. ¿De acuerdo?

—¿No fue Alan?

—Recuerda lo del alguacil muerto con tu revólver —sonrió Nash.

Ed Marten se rascó la nuca, mirando fijamente a Uriah. Luego, de pronto, tomó la jarra de cerveza, y comenzó a beber. Cuando la dejó sobre el mostrador, gruñó:

—Esto me ha sentado bien. Pero quiero decirle algo: si usted me está engañando…

—No amenaces. Digamos que, si al final resulta que Alan Robson es el culpable de lo sucedido a Annabella Rudnick, yo no voy a impedirte que le des una lección a Alan, sea cual sea esta lección… ¿Trato hecho?

—Hecho.

—¡Bien! Ahora acábate la cerveza y dime por qué te has metido en lo que no te importa.

—¡Me importa!

—¿Sí? Dime: ¿trabajas para los Rudnick?

—No. Yo…

—Te escucho, Eddie.

—No trabajo para nadie. Tengo mi propio rancho.

Uriah captó la irónica expresión del camarero, y creyó comprender.

—Ya veo… Eres vecino de los Rudnick, ¿eh?

—Sí…

—Debes tener un hermoso rancho, Eddie.

Ed Marten enrojeció.

—Pues… No sé. Bueno, no creo que sea demasiado hermoso.

—¿Mil? ¿Dos mil? ¿Tres mil cabezas, Eddie?

El sonrojo de Marten aumentó.

—Cuarenta y siete —musitó.

—¿Cuarenta y siete mil?

—¡No se haga el gracioso! ¡Digo cuarenta y siete a secas!

—Oh. Bueno, por algo se empieza. Imagino que un ganadero de cuarenta y siete cabezas no debe ser tenido muy en cuenta como candidato a la mano de Annabella Rudnick.

Ed Marten enrojeció tanto esta vez que Uriah se arrepintió en seguida de sus palabras, pero, al mismo tiempo, comprendió cuáles eran los motivos que habían movido a Ed Marten.

—Bueno, será mejor que vayamos a lo nuestro, Eddie. Sólo hay una condición que quiero imponerte: yo seré quien dirá cuándo hay que sacar el revólver.

Dejó unas monedas sobre el mostrador y caminó hacia la puerta. Ed Marten le siguió en seguida, sin darse cuenta de que aquel hombre acababa de metérselo completamente en el bolsillo, con unas cuantas palabras y unos pocos puñetazos y una cerveza.

Pero lo que sí comprendió, apenas salir a la calle, fue que aquello era lo mejor de lo que podía haberle ocurrido.

A quien primero vio fue a Chris Malloy, caminando por aquella misma acera hacia ellos con su paso elástico, largo. Luego vio a Moore y Totlin, dos de los hombres de Murray Grayson, delante de ellos, en la calzada.

Los vio cuando ellos dos estaban ya llevando las manos a sus revólveres, y parecía que nada ni nadie podría impedir que los sacasen.

Solamente Uriah Nash

Moore estaba comenzando a tirar de la culata cuando la primera bala disparada por Nash le alcanzó en un lado de la frente, le hizo girar, ya muerto, y lo tiró de bruces sobre el polvo.

Totlin llegó a desenfundar el revólver en un tiempo tan breve, que Ed Marten ni siquiera tuvo suficiente para tocar su culata. Pero el segundo disparo de Uriah Nash alcanzó a Totlin en el lado derecho del pecho y lo tiró de espaldas al suelo. No obstante, Totlin no había soltado el revólver y quiso disparar contra los dos.

Uriah disparó otra vez, ya sin conceder oportunidades que no venían al caso.

Y esta vez, la bala empujó definitivamente a Totlin contra el polvo, en el mismo momento en que Ed Marten amartillaba su revólver, para quedarse inmóvil, petrificado no ya por la sorpresa, sino por la comprensión de lo que podía haberle ocurrido si Uriah Nash hubiese decidido disparar contra él unos minutos antes.

—Los… los ha matado… a los dos

—No he tenido más remedio, chico.

—Usted es… mucho más rápido que ellos.

—¡Ahora sí! —rió Uriah.

—Pero es que los ha matado… a los dos… Eran pistoleros profesionales…

—Arboles más grandes han caído. Eddie… ¿Qué tal, alguacil?

Chris Malloy se detuvo junto a Uriah, pero mirando los cadáveres de Totlin y Moore.

—Han sido unos buenos disparos, Nash.

—Desperdicié una bala. Creo que nunca acabaré de convencerme de que hay tipos que no merecen una oportunidad… ¿Qué le trae por aquí tan a tiempo?

—Oí antes un par de disparos.

—Oh, ésos debieron ser los de Eddie… No se ha dado mucha prisa, en tal caso, Malloy.

—Estaba pasándole la comida a Carmichael.

—¿A quién?

—A Carmichael.

—¿Y quién es ése?

—El tipo más borracho de Jericho.

—¡Imposible! —casi rió Uriah—. ¿No quedamos en que el tipo más borracho de Jericho era Alan Robson?

—Bueno… Realmente, es el segundo. Carmichael es el primero, pero también es mucho más pacífico que Alan. Los dos hacen buenas migas y alguna vez incluso han apostado a ver quién bebía más. Siempre ganó Carmichael : cuando Alan caía redondo, Carmichael lo celebraba bebiéndose otra botella.

—Vaya un tipo… Bueno, ¿piensa detenerme?

—¿Por qué motivo?

Uriah parpadeó.

—Acabo de matar dos hombres, ¿no?

—Esto… Bien, supongo que ellos buscaron la pelea.

—Desde luego que sí —exclamó Ed Marten—. Cuando el señor Nash y yo salíamos del Camelia…

—Oh, vamos, Ed —farfulló Malloy—: lo he visto todo, muchacho. Dime una cosa: ¿por qué disparaste contra Nash?

—Yo…

Uriah puso una mano sobre un hombro de Marten.

—Ya no importa ahora, Malloy. Eddie y yo tenemos algo que hacer, en buena armonía. Si no cree conveniente retenerme, creo que iremos a hacer esa cosa ahora.

—No voy a retener a nadie, Nash… Oiga, usted es alguien con el revólver, ¿eh? Primero corta una cuerda a balazos, y ahora mata a dos hombres como si la cosa fuese un simple juego…

—Matar o morir, Malloy, siempre es un juego. Muy peligroso, desde luego, pero simplemente un juego. Hasta la vista, Malloy.

—Hasta la vista… Y no me busque complicaciones, Nash.

—Nunca he complicado las cosas, Malloy. Al contrario: siempre las he resuelto… Vamos, Eddie.

Bajaron los dos a la calzada, que ya estaba llena de gente que rodeaba los dos cadáveres caídos sobre el polvo.

—Date cuenta de un detalle, Eddie: Murray Grayson y sus dos amigos son los únicos que no sienten curiosidad por saber lo que ha pasado.

—Bueno, no sé… ¿Qué quiere decir?

—Tú ven conmigo y verás qué bien lo pasamos.

—Bueno.

Uriah miró de reojo a Ed y sonrió. Mientras caminaban hacia la otra acera, el ex-rural recargó los tres plomos gastados en la fulminante pelea, que había resultado insulsa por obra y gracia de la mortal rapidez de uno de los tres revólveres contendientes.

Ed vaciló un poco cuando Uriah subió a la acera justamente delante del saloon en el cual se suponía que estaba Murray Grayson y los otros dos pistoleros. Pero Uriah no parecía hacerle demasiado caso, y cuando entró, indiferente, Ed lo siguió con la mano sobre la culata de su pistolón.

Cuando entraron en el local, el silencio súbito fue realmente notable.

Uriah dijo:

—Pide dos jarras de cerveza, Eddie, y tráelas a «mi» mesa.

Dicho esto se dirigió directamente a la mesa que ocupaba Grayson y el resto de sus matones tomando una silla de otra mesa, al pasar.

Cuando llegó a la que ocupaba Grayson, colocó la silla con el respaldo por delante y se sentó.

—Grayson —dijo amablemente—: acabo de matar a dos de sus amigos. Anda usted con gente muy torpe.

Murray Grayson estaba un poco pálido, pero adoptó una actitud fría.

—¿Viene buscando pelea, Nash?

—No voy a asombrarme de lo rápidamente que mi nombre se ha hecho popular en un lugar como Jericho. Siempre ocurre eso cuando alguien maneja bien el revólver… No, no vengo buscando pelea, Grayson, por ahora. Tampoco pienso rehuirla: por eso me he sentado con el respaldo por delante. Sé de más de un tipo que por sentarse como está previsto, ha muerto, pues al querer sacar su revólver, su codo chocó contra el respaldo de la silla… Con esto, Murray, quiero convencerle de que soy un hueso demasiado duro para sus carcomidos dientes…

—Cuidado con la lengua, Nash.

—No se preocupe por mi lengua. Más bien preste atención a mi mano derecha. Para ser sincero, le diré que yo mismo vivo en perpetuo asombro por mi rapidez para el disparo. Y no sólo soy rápido con el revólver, Grayson, sino con el cerebro…

—Me está fastidiando, Nash.

—Lo sé muy bien —sonrió el ex-rural—. ¿Qué piensa hacer para evitarlo?

Murray Grayson se pasó la lengua por los labios y miró rápidamente de reojo a Lepke y Sandlars, la pareja de pistoleros que le quedaba.

—Puedo hacer muchas cosas —musitó.

—De acuerdo. Haga lo que quiera. De todos modos, no voy a molestarle demasiado. He venido solamente a hacerle una advertencia pacífica: olvídese de Camelia y de su rancho. Pero hágalo de un modo definitivo, Grayson. No se ande con medias tintas. O eso, o contrate una docena de tipos mejores que esos dos que han quedado en la calle, con las patas tiesas. A pesar de todo, quiero ponerlo sobre aviso: cuando salga de aquí, voy a pasarme por la Western Union Telegraph. En dos horas, mi telegrama va a llegar a su punto de destino. Como consecuencia de él, si dentro de seis horas no he puesto otro telegrama, media docena de hombres van a llegar a Jericho, y lo van a destrozar, Grayson. Créame, no es una broma, ni una fanfarronada. Dejé muchos amigos en… cierto lugar. Cualquiera de ellos acudiría particularmente a ayudar al viejo Nash. Y lo harán si dentro de seis horas no han recibido otro telegrama. No se llame a engaño, Grayson: esos chicos que vendrían aquí son más que huesos duros de roer. Son tipos con un corazón más grande que sus botas, y con unos revólveres acostumbrados a disparar contra alimañas. Para vencerlos, necesitaría usted disponer de un batallón de porquerías como esas que han quedado en la calle. Y no se extrañe si ve sobre sus camisas unas lindas placas. ¿Correcto?

—Se está pasando de la raya.

—Vaya esto por lo que hice hace cuatro días. Recuérdelo: no moleste a Camelia, porque no va a tener su rancho de ninguna manera. Y si vuelve a intentar algo contra mí, yo voy a matarle como a un cerdo, Grayson. Puedo disparar tan bien y con tal rapidez que la cosa parece de risa. De veras se lo digo. Deshágase de esta purria que tiene al lado y dedíquese a sus asuntos.

—Es mejor que me deje en paz, Nash.

—Está claro que… Oh, la cerveza. Gracias, Eddie —Uriah bebió un sorbo y señaló luego a Marten con el pulgar de la mano izquierda—. Este es Eddie Marten. El chico está deseando matar a quien hizo la canallada con Annabella Rudnick.

—¿Y qué?

—Yo pienso que no fue Alan Robson. Por lo tanto, lo hicieron otros… u otro. Por ejemplo, alguien que tuviese interés en quitar de en medio a Alan, y en lanzar a los Rudnick contra Camelia. La cosa podría complicarse de tal manera que podría ser difícil de arreglar.

—¿Qué quiere decir?

—Supongamos que los Rudnick hubiesen linchado a Alan Robson. Supongamos que Camelia se irrita lo suficiente para contratar una bandada de cuervos con revólver y que éstos aniquilan a los Rudnick. Supongamos que la Ley interviene contra Camelia… Podemos llegar a la conclusión de que tanto el rancho de los Rudnick como el de Camelia, quedarían vacantes. Entonces, se presenta un cuarto llamado Murray Grayson y adquiere los dos ranchos. Todo, gracias a que a Alan Robson se le ha culpado de cierta canallada difícil de creer en un muchacho que, aunque borrachín hasta el colmo, no parece muy capaz de clavarle tres navajazos a una chica bonita. Entonces, una persona con un cerebro como el mío puede llegar a una conclusión: alguien le hace la canallada a Annabella Rudnick, le carga las culpas a Alan Robson por el simple hecho de haber utilizado su navaja y lanza a los Rudnick contra Camelia, y ésta lanza unos pistoleros contra los Rudnick. Aniquilación total… ¿Quién es el cuervo que siente interés por los ranchos de los demás, Grayson? ¿Quién quiso aprovecharse de la situación y comprar por cinco mil dólares un rancho que vale cincuenta mil? ¿Quién, Grayson?

—¿Está usted loco?

—No.

—Escuche, Nash…

—Escuche usted. Yo he venido aquí a hablar, no a escuchar. Por esta vez, paso por alto eso de que haya enviado a dos tipos a matarme, pensando que luego podría decir que ellos obraron por su cuenta. Por esta vez, Grayson. Pero sepa algo: Annabella Rudnick está viva todavía. Voy a ir a verla. Si ella puede hablar, sabré quién la clavó la navaja tres veces. Y entonces, Grayson, las cosas van a rodar muy a la tremenda… para quien sea.

Murray Grayson se puso en pie violentamente.

—¡Esto le va a costar…!

—Siéntese, Grayson —dijo fríamente Nash, mirando al ranchero como una araña miraría a la mosca que se está acercando estúpidamente a su fina red segregada pacientemente—. Si yo también me levanto, todo se va a estropear. Siéntese…, por favor.

Grayson se sentó, pálido de rabia. Ante él tenía al hombre más templado y seguro de sí mismo que había conocido en toda su vida. Un hombre con media docena de canas en cada sien, pero con las manos más duras y firmes que podían buscarse, y los ojos más expresivos de Texas para apoyar sus amenazadoras palabras.

—Muy bien —Uriah acabó la cerveza, con el gesto de quien ya considera saciada su sed—. Ahora, Grayson, obre con inteligencia. Si usted tiene algo que ver en lo de esa chica, que es lo que yo creo, busque protección o desaparezca. Si todo está limpio por su parte, limítese a olvidar a Camelia… Al menos, podrá continuar viviendo, que no es poca cosa.

Se levantó tranquilamente, y salió del saloon, seguido por el admirado Ed Marten.

—Oiga —dijo el muchacho, ya en la acera—, ¿usted cree que Murray Grayson puede tener algo que ver en eso de Annabella?

—Quizá. Pero no te precipites, Eddie. Aprende una cosa: cuando saques tu revólver, tienes que estar seguro de que el hombre que tienes delante merece la muerte. Puedes estar seguro de que no todo el mundo se pondrá a liar un cigarrillo delante de ti. Y ahora, llévame a la oficina de telégrafos.

—Sí, señor.

Una vez allá, Uriah Nash redactó un largo telegrama, dirigido al capitán Nelson Ringdon, en Springville:

METIDO EN APRIETO SOLICITO PRESENCIA COMPAÑEROS SI DENTRO DE SEIS HORAS NO ENVIÓ OTRO TELEGRAMA ANUNCIANDO ESTOY VIVO TODAVÍA PUNTO PÍDASE CUENTA DE MI MUERTE A HOMBRE LLAMADO MURRAY GRAYSON E INVESTIGUEN INTENTO DE ABUSO Y ASESINATO MUCHACHA LLAMADA ANNABELLA RUDNICK PUNTO ALGUACIL CHRISTOPHER MALLOY EXPLICARA DETALLE SOBRE ASUNTO MENCIONADO PUNTO HUMILDEMENTE SOLICITO REINGRESO EN EL CUERPO CON EFECTOS INMEDIATOS SI ES POSIBLE.

Sargento Nash.

—Cúrselo.

El telegrafista comenzó a leer el telegrama, contando las palabras al mismo tiempo. Cuando terminó, se quedó mirando a Uriah con la boca abierta.

—¿Alguna dificultad? —gruñó Nash.

—No, no…

—Dígame, entonces, cuánto vale ese papel amarillo.

—Nu-nueve cuarenta…

Uriah dejó diez dólares sobre la ventanilla.

—Llévame al rancho de los Rudnick, Eddie.

—Oiga, ellos dijeron que en cuanto le echasen la vista encima le iban a…

—Tú llévame allá, chico.

—Pero querrán…

—Atiende: o yo soy un imbécil o tú quieres a Annabella Rudnick… ¿Sí o no?

Ed Marten enrojeció, mirando de reojo al telegrafista, que no perdía sílaba.

—No… no es usted un… un imbécil.

—Entonces, vamos allá. Tú verás a la chica, y yo al padre. Luego tan sólo con que ella pueda decirte una sola palabra, vamos a despellejar a alguien. ¿De acuerdo, Eddie?

—Sí, señor: de acuerdo. Le llevaré ahora mismo.

—Andando.

Salieron los dos de la oficina telegráfica. El telegrafista tardó casi un minuto en ajustar la marcha de sus ideas a la realidad de su trabajo. Pero cuando iba a empezar a cursar el telegrama, dos hombres entraron en la estafeta.

—Hola, Maloney —saludó Chris Malloy.

—Hola, Chris.

El alguacil se apoyó en la ventanilla.

—¿Mucho trabajo? —sonrió.

—Por ahora, sólo un telegrama. ; Pero qué telegrama…! Ese tipo llamado Nash…

—¿Ha puesto un telegrama?

—Oh, sí… Adivina para quién, Chris.

—Veamos… —pensó socarronamente Malloy—. ¿Para un tal Nelson Ringdon, capitán de los Rurales de Tejas en Springville?

—¡Hey…! Justamente eso es lo que…

—Dame ese telegrama, Maloney.

El empleado miró al hombre que acompañaba a Malloy. Un tipo alto y casi mal encarado, barbudo y lleno de polvo, de mirada hosca y aspecto peligroso.

—Bueno, Chris, tú sabes que no puedo…

—Vamos, vamos, trae eso acá.

Maloney entregó el impreso, de mala gana. Malloy lo leyó rápidamente, y luego lo tendió a su acompañante. Este lo leyó también, sonrió como quien acaba de decir que el cielo presenta una tonalidad azul, y devolvió el impreso a Malloy.

—¿Y bien? —preguntó éste.

—De acuerdo.

Malloy le metió el papel en las narices a Maloney.

—Cúrsalo con toda urgencia, viejo coyote.

Y antes de que Maloney pudiese decir algo, los dos visitantes habían salido de la oficina. Y, en la calle ya, Malloy decía:

—Estaba seguro de que había oído antes el nombre de Uriah Nash, pero no recordaba cómo ni dónde.

—Bueno, ya lo sabe ahora —sonrió el otro

—Claro… ¿Qué hacemos ahora, Braden?

—Nada.

—Pero…

—Bueno, yo voy a ver si me afeitan y me ponen loción de calabaza.

—No creo que sea momento para bromas, Braden.

—¿Por qué no? Uriah siempre ha hecho las cosas de la mejor manera posible. Déjelo tranquilo, Malloy.

—Él se va a meter en un lío.

—Seguramente. Pero saldrá con toda limpieza de él.

—De todos modos…

El llamado Braden apartó el lado izquierdo de su cazadora de dril, mostrando la placa de los Rurales de Texas prendida en la camisa.

—¿Puedo quitármela ya, Malloy? No quisiera que Uriah se enterase de que tiene un rural detrás de sus botas, y si usted ya está convencido de mi personalidad…

—Por el diablo, quítesela o haga lo que le dé la gana… ¿De veras piensa ir a afeitarse ahora?

—Es lo que más necesito, ¿no le parece?

—Que me maten si los entiendo a ustedes. Primero llega un sargento de su Cuerpo, y se lía a tiros con quien sea. Luego llega usted, diciendo que le está siguiendo, y va a afeitarse, dejando al otro que vaya por ahí arriesgando el pellejo.

Braden se pasó una mano por la renegra barba, que, ciertamente, necesitaba un buen pase de navaja.

—No se complique la vida, Malloy —y Braden sonrió al decir esto—: ya lo está haciendo bastante ese maldito veterano de todos los demonios.

—¿Estaba usted a sus órdenes, allá en Springville?

—Iré a afeitarme —rió Braden.