CAPÍTULO IX

Camelia se mordió los labios cuando, al abrir la puerta, lo primero que vio fue el rostro de Ed Marten lleno de sangre seca.

—¿Podemos pasar, Camelia? —musitó Uriah.

—Te ayudaré…

—No es necesario… No está aquí Alan, ¿eh?

—Él… salió…

—Sí, ya sé… Dejaremos a Eddie en el sofá. El chico se ha desvanecido dos veces en el camino. He tenido que ir sosteniéndolo en la silla.

Uriah entró, llevando a Ed Marten sujeto por la cintura. Camelia vio entonces el pie llagado del muchacho, y ya no pudo evitar una exclamación.

—Ha sido Grayson, sus hombres… y Alan —explicó serenamente Uriah—. ¿Querrás cuidar de Eddie unos minutos, Camelia?

—Lo… lo haré, Uriah…

—Nash, Nash… —una mano de Marten se crispó en un brazo del ex-rural—. No me deje aquí… Puedo luchar…

—Cállate. Toda resistencia tiene su límite. Luego, iré a buscar al doctor Coffet. Cuídalo, Camelia.

—Sí, Uriah. Respecto a lo de antes…

Nash puso una mano en el descubierto hombro de Camelia.

—Luego… —susurró—. Luego, Camelia. Ahora tengo algo que hacer, todavía.

Fue a la puerta, pero cuando ya casi había salido, vio a Ed Marten de pie, intentando llegar hasta él. El muchacho se vino abajo en cuanto el pie llagado entró en contacto con el suelo, pero alzó la cabeza.

—Nash… Ayúdeme, Nash… No puedo caminar solo.

—Te quedarás aquí.

Cerró la puerta, bajó las escaleras y salió a la calle, después de preguntar a uno de los empleados del saloon acerca del domicilio de Samuel Plasman, el notario.

En menos de un par de minutos, la noche habría cerrado ya. Se dirigió rápidamente hacia la casa dé Samuel Plasman, que estaba en aquella misma acera, como doscientas yardas más abajo. Llamó a la puerta.

Abrió una mujer de mediana edad y aspecto agradable, bondadoso, muy grandes, pero algo cansados sus ojos azules.

—¿El señor Plasman vive aquí? —preguntó Uriah.

—Sí, señor. ¿A quién…?

—¿Está él solo, ahora?

—Oh, sí.

—Cierre la puerta, señora. Y usted y él, cualquier persona que esté en la casa, vayan a la parte de atrás. No pregunte nada: simplemente haga lo que he dicho.

La mujer parpadeó sobresaltada. Cerró la puerta, y Uriah quedó solo en el porche. Para entonces, ya era de noche, y la calle principal de Jericho mostraba sus luces de gas…

Apenas tres minutos más tarde, cuatro jinetes entraban en el pueblo por la punta sur de la calle. Se dirigían directamente, eso estaba bien claro, hacia la casa de Samuel Plasman. Cuando estaban como a cuarenta yardas de allí, Uriah se adelantó, hasta quedar en el borde del porche, claramente visible.

Al instante, los cuatro jinetes se detuvieron. Los distinguía perfectamente. Vio a Murray Grayson hablar con Alan Robson y con los dos pistoleros que completaban el grupo. Luego, todos cambiaron de dirección, dirigiéndose hacia uno de los saloons de la otra acera.

Los vio desmontar y entrar en aquel saloon. Salieron cinco minutos más tarde… Pero ya no eran cuatro hombres, sino seis. Alan Robson no estaba entre ellos, pero sí estaba Grayson. Los seis hombres bajaron a la calzada, y se extendieron por ella, formando un arco que avanzaba, al unísono, hacia allí.

Uriah Nash se pasó la lengua por los labios.

Bien. Había llegado el momento. El momento de convencerse a sí mismo de que no era un cobarde, de que había estado equivocado. Murray Grayson había pagado a tres hombres más para matarlo, para quitarlo de allí delante, como fuese. Y él, Uriah Nash, a pesar de saber que jamás podría vencer solo a seis hombres, no se movió del porche

—Uriah —se dijo—: no eres un cobarde. Pero fuiste un estúpido, por llegar a creer que podías hacer otra cosa que defender la Ley y a los que la respetan…

Los seis hombres se detuvieron.

Murray Grayson adelantó un par de pasos.

—Nash —dijo—: tiene tres minutos para apartarse de esa puerta. Sólo tres minutos.

Uriah fue a contestar, pero en aquel momento oyó pasos a su derecha. ¿Quién podía ser el loco que transitase por allí?

—¿Necesitas ayuda, Uriah? —susurró una voz fría.

El hombre, muy alto y de rostro hosco, apareció a la luz.

—¡Boyd! ¡Boyd Braden! —exclamó contenidamente Uriah—. ¿De modo que estás aquí, como pensé?

—Voy de paso —sonrió Braden—. Pero siempre tengo tiempo para echar una mano a un amigo. ¿Necesitas esa mano?

—Es una mano que no puede despreciarse, teniente.

—Oh, vamos… Siempre me has llamado Boyd, a secas. ¿Y vas a llamarme teniente cuando has dejado los Rurales? Por cierto, me enteré de que estabas aquí cuando fui a ponerle el telegrama al capitán Ringdon —mintió con aplomo Braden—. En la oficina del telégrafo había un telegrama para ti, Uriah, y convencí al empleado de que yo podía entregártelo.

—¿Lo… lo tienes aquí?

—Claro —se lo tendió—. Y lee tranquilo: aún te queda minuto y medio, por lo menos.

Uriah Nash abrió rápidamente el telegrama. Procedía del cuartel de los Rurales de Texas en Springville, ciertamente, y decía:

ACEPTADO REENGANCHE PUNTO QUEDA ADMITIDO EN EL CUERPO CON EFECTOS INMEDIATOS TENIENTE NASH.

Capitán Nelson Ringdon.

—Readmitido… —suspiró Uriah—. ¡Readmitido con efectos inmediatos!

—Se te aprecia, Uriah, lo sabes.

—Es la alegría más grande que… ¡Un momento! El capitán Ringdon me llama teniente Nash… Se ha equivocado…

—Oh, se me olvidaba… No, no se ha equivocado: cuatro horas después de marcharte, llegó tu nombramiento de teniente, Uriah.

—Pero… yo envié mi dimisión…

—A lo mejor, nuestro capitán la retuvo en su oficina —sonrió ladinamente Braden.

—Yo… yo…

—¿Vas a tartamudear ahora? —se burló Braden—. Ya pasaste esa edad, Uriah. Vaya, vaya…: teniente Nash. Suena bien, ¿eh? Ahora no tendrás más remedio que tutearme, incluso en servicio.

—Boyd: jamás una alegría podrá…

La voz de Murray Grayson restalló, impaciente, en la solitaria calle:

—¡Han pasado los tres minutos, Nash! ¿Se aparta o lo apartamos nosotros?

—Otra cosa —sonrió de nuevo Braden, metiendo la mano izquierda en un bolsillo—: por casualidad, tengo aquí una de nuestras placas, Uriah. Y puesto que de nuevo estás con nosotros…

Tendió la mano, con la placa en la palma, brillando a la luz de los faroles de queroseno. Uriah alzó la suya derecha, pero quedó notablemente temblona, sobre la de Braden, a un par de pulgadas de la placa.

—¿Qué pasa, Uriah? —musitó Braden—. ¿No la quieres?

La mano dejó de temblar. Los fuertes dedos asieron la placa, que quedó prendida en la cazadora en unos segundos.

—Bien regresado seas, Uriah —sonrió Boyd Braden—. Y ahora es ya momento de que des una respuesta a ese tipo.

Uriah apretó un brazo al otro teniente de los Rurales.

—Boyd: jamás olvidaré esto que habéis hecho.

—Bah, bah, bah…

—Gracias.

Entonces, Uriah Nash bajó a la calzada, y adelantó unos pasos hacia Murray Grayson, con la seguridad del que no cree que pueda morir jamás.

—Murray Grayson —dijo secamente—: dese preso en nombre de la Ley. Le está hablando Uriah Nash, teniente de los Rurales de Texas, y la acusación es…

—¡Matadlo! —chilló Grayson.

Se dejó caer de rodillas, llevando la mano a su revólver. Pero ni siquiera habían llegado sus rodillas al polvo de la calzada cuando ya el revólver de Uriah Nash lanzó su primer plomo. Alcanzó a Grayson en el parietal derecho, le hizo girar en el momento en que sus rodillas llegaban al suelo, y lo tiró de bruces en éste, con la cara hundida en el polvo, crispada su mano en la culata de su revólver.

Por detrás de Nash tronó el revólver de Boyd Braden, y Uriah supo, antes de ver caer a dos de los pistoleros de Grayson, que la pelea sólo tenía allí un signo mientras contase con aquel revólver a su lado.

Pero Braden podía enseñarle muy poco a él. Y así, al mismo tiempo que disparaba de nuevo, se dejaba caer hacia la izquierda, esquivando las balas que ya disparaban los demás pistoleros. Uno de éstos recibió un plomazo en el centro del pecho, giró dos veces sobre las puntas de los pies y cayo de cara al cielo.

Los otros dos consiguieron disparar, uno contra Uriah y otro contra Braden. La bala disparada contra Nash rebotó a una yarda de éste, hacia la derecha, mientras el que la había disparado corría hacia un abrevadero cercano.

Uriah disparó al mismo tiempo que Braden. El hombre de Braden alzó los brazos, y sus piernas se doblaron súbitamente, como plegándose.

Justo cuando aquel hombre parecía hacerse un ovillo sobre el polvo, la bala disparada por Uriah alcanzó al que buscaba la protección del abrevadero. Le alcanzó en la sien izquierda, pareció alzarlo, le hizo girar y lo colocó en el borde del abrevadero, con la cabeza metida en el agua, basculando los pies en un perfecto equilibrio de balanza.

Nash no se movió hasta que oyó la voz de Braden, indiferente:

—Acabó la pelea, Uriah.

Su voz sonó extrañamente en la calle. Muy despacio, Nash se puso en pie y, sin enfundar el revólver, caminó hacia Murray Grayson. Lo volvió boca arriba, y buscó en sus bolsillos hasta encontrar el papel que buscaba. Lo guardó en un bolsillo y regresó junto a Braden, mientras la calle se poblaba más que nunca y las ventanas comenzaban a abrirse.

—Gracias, Boyd.

—Ha sido una pelea tonta.

—Todas las peleas en las que intervienes tú son tontas —dijo Uriah—, porque carecen de la emoción de la incógnita: siempre ganas, Boyd.

—Bueno… Tú no eres manco, ¿eh?

Rieron los dos. Uriah palmeó un hombro a su compañero.

—Ven conmigo, Boyd. Vas a conocer a la mujer que… ¿Qué te pasa?

—Si vuelves a darme golpecitos en el hombro te mato, Uriah.

Nash vio entonces la sangre en el hombro de Braden.

—Te dieron…

—Una balita de nada.

—Sé de un médico aceptable. Y de un lugar donde estarás bien atendido hasta que llegue ese médico.

—Diantres, pues vamos allá… Silencio, teniente Nash: una sola palabra más de agradecimiento, o algo así, y pierdes mi amistad para siempre.

Uriah Nash sonrió.

No iba a agradecer nada: sólo has hecho lo que tenías que hacer.

Y los dos se echaron a reír.