CAPÍTULO VII
Chris Malloy retrocedió rápidamente, apartándose de la ventana, y se volvió hacia Braden, que aparecía con un aspecto mejor, afeitado y cepillado, sentado en el sillón del alguacil y con los pies sobre la mesa.
—Es natural —aceptó tranquilamente el rural—: ahora, Uriah va a pedirle que lo lleve adonde encontraron a la muchacha malherida. Le conozco bien: es un lobo cauteloso, que jamás mueve una pata sin tener firmes las otras tres —Braden sonrió—. Con perdón por la comparación.
—¿Qué hago?
—Lo que Uriah le diga… si le parece bien, Malloy.
—¿Si me parece bien?
—Quiero decir que no se trata de nada oficial. Usted no tiene por qué ayudar a Uriah Nash ahora, pues no es rural. Ni tiene por qué seguir mis indicaciones, pues ya le digo que esto no es oficial.
Chris Malloy frunció el ceño.
—Hace tiempo que oigo hablar de Uriah Nash como uno de los mejores hombres con que cuentan los Rurales y la Ley en general, Braden. Fui bastante estúpido al no recordar quién era apenas saber su nombre, y por eso me gustaría ayudarle ahora.
—Entonces, hágalo, Malloy… Y Gracias.
—Será un placer trabajar con ese… viejo lobo.
—Esté seguro de eso. Bien, no quiero que me vea… ¿Dónde puedo esconderme?
—Métase en una celda —Malloy sonrió—: será una experiencia interesante, ¿no?
—Mucho —rió Braden.
Apenas habían transcurrido quince segundos de su desaparición de escena cuando Uriah Nash empujaba la puerta de la oficina de la Ley en Jericho.
Malloy, que había ocupado su sillón y simulaba estar muy atareado con unos papeles, alzó la cabeza.
—Oh… ¿Qué tal, Nash? Pase.
Uriah se adelantó hacia la mesa.
—Vengo a pedirle un favor, Malloy —musitó.
—Muy bien. Sepamos de qué se trata.
—Quisiera saber dónde encontraron a Annabella Rudnick.
—En el campo, junto al arroyo llamado Green Springs.
—Me refiero al lugar exacto.
—Pues… ¿Por qué le interesa eso, Nash?
—Me gustaría echar un vistazo a los alrededores.
—¿Quiere buscar huellas ahora?
—Me gustaría.
Malloy pareció pensarlo detenidamente. Se puso en pie.
—Yo no encontré nada que indique lo contrario de lo que sabemos, Nash: todo indicaba que Annabella Rudnick estuvo allá con un hombre, que habían luchado. Luego, hay algo de sangre… Y, claro, allá encontramos la navaja de Alan Robson. Pero voy a llevarle allá, con una condición.
—¿Cuál?
—Usted es un viejo lobo astuto…
Uriah Nash miró vivamente a su alrededor, y su mirada se clavó un instante de más en la puerta que llevaba al departamento de celdas.
—¿Quién le ha dicho eso? —gruñó.
Malloy consiguió no delatarse, y, también, ocultar su sorpresa y admiración ante la astuta mirada de Nash.
—Nadie… Quiero decir que usted me parece un hombre experimentado en algunas cosas… Mi condición es la siguiente: quiero que me diga a qué conclusiones llega cuando vea el lugar y las huellas.
—Conforme. ¿Podemos partir ya?
—Desde luego. Aún faltan dos horas antes de que anochezca. Tenemos tiempo de ir y volver.
Uriah fue hacia la puerta. Malloy recogió su sombrero, y salieron juntos de la oficina.
—Tengo mi caballo en el establo —dijo el alguacil—: iré a buscarlo.
—Le espero aquí.
—Bien.
* * *
Samuel Plasman recogió los documentos firmados por Camelia, y miró a ésta.
—Bueno, por su parte ya está. Ahora, y puesto que Ed Marten ya le pagó por su rancho, sólo falta la firma del muchacho y el rancho será legalmente suyo. Esperaremos a que venga por…
—No —cortó Camelia—: vaya usted a verlo a él, a su rancho actual… ¿Puede hacerlo?
—Puedo hacerlo, claro. Luego, cumplidos todos los requisitos, sólo faltará registrar esta venta en mis libros… Pero eso puedo hacerlo esta noche, en mi casa, tranquilamente. Muy bien, Camelia: iré a ver a ese afortunado muchacho.
—Gracias, señor Plasman.
—Es mi trabajo. Hasta la vista, Camelia. Adiós, Alan.
Alan Robson ni siquiera contestó. Estaba sentado todavía en el sofá, y no parecía dispuesto a dejar de beber.
—¿No crees que hay ocasiones en que, siquiera fuese por mí, deberías esconder la botella, Alan?
Alan alzó la botella, bebió otro trago, y miró torvamente a su hermana.
—Estás loca —gruñó—. ¡Vender el rancho por cien dólares y unas pocas monedas…!
—Ciento catorce con… ¡Alan! ¡Puedes hablar! Camelia acompañó al notario hasta la puerta. Cuando hubo cerrado ésta, se volvió hacia su hermano.
—Claro que puedo. ¡Un rancho por el que podríamos obtener cincuenta mil dólares, vendido por ciento catorce !
Camelia se recuperó muy pronto de su sorpresa.
—¿Podríamos obtener, has dicho?
—Bueno… Soy tu hermano, ¿no es así?
Camelia estuvo mirando unos segundos a su hermano, en silencio. Luego habló con murmullo lento, suave, pero convencido:
—Quisiera que tú lo entendieras todo tan bien como yo, Alan… No sólo he vendido el rancho por esa cantidad, sino que pienso desprenderme del saloon, y marcharme lejos de aquí. Oh, no, no esperes que te ceda el saloon: no voy a darte nada, Alan. A partir de ahora, vas a tener que trabajar si no quieres convertirte en un vagabundo borracho. ¿No te das cuenta, Alan, de que nosotros mismos estamos arruinando nuestras vidas?
—Tú lo hiciste con la tuya cuando tenías dieciocho años. Y no mejoraste mucho desde entonces, Camelia.
La mujer palideció intensamente.
—Lo sé —admitió—. Pero me he dado cuenta a tiempo de que hay algo mucho mejor que todo lo que he tenido hasta ahora.
—¿Te refieres a ese apuesto individuo llamado Nash? —Sí.
—Oh, vamos —rió Alan—. ¿Ya sabe él…?
—No hay nada que Uriah ignore. Pero él, sin ser de mi familia, ha sabido perdonar.
—¿Acaso yo no te perdoné?
—¿Tú? ¿Tú me perdonaste? ¡No me hagas reír! Padre y tú aceptabais únicamente el dinero que os enviaba, y eso era todo. ¿Perdonarme vosotros? ¡Claro que no!
—Mira, Camelia…
—¡Ya no eres un niño al que yo ocultaba las faltas, Alan! Los dos podemos hablar con claridad. Cuando murió papá, viniste aquí, y te sentiste humillado al saber que Camelia Robson era la propietaria de un saloon y la mejor atracción de éste. Pero… ¿me perdonaste? ¡No! Tan sólo comprendiste que yo tenía mucho dinero, y pensaste que puesto que yo tenía tanto, no ibas a necesitar trabajar ya nunca más. Y yo lo consentí… Pero se acabó, Alan. Tú vas a luchar por ti mismo a partir de ahora.
—¿Estás dándome a entender que no vas a darme ni un centavo más de aquí en adelante?
—Ni uno más, Alan.
—¿Todo por ese hombre? ¿Todo porque te ha engatusado para ser él quien…?
—¡Qué sucia boca tienes, Alan! Precisamente, es todo lo contrario, ya deberías haberlo comprendido: Uriah no me querrá a su lado si aporto el dinero de este saloon y del rancho que pude comprar con el dinero ganado en el saloon.
—¡Bah!
—Podrás comprobarlo.
—¡Está bien, puede que ese individuo sea un idiota, un cretino…! ¡Pero yo no lo soy! Y no voy a consentir, Camelia, que por complacer a ese hombre al que jamás hasta hoy viste, me dejes a mí convertido en un mendigo. ¡No consentiré…!
—Alan, entiéndelo: a mí ya no me importa lo que tú y tu egoísmo podáis consentir o no. Cuando yo me reúna con Uriah, llevaré sólo ciento catorce dólares con treinta centavos. Y eso, si él los quiere.
Robson se levantó y caminó hacia las puertas encristaladas que daban a la terraza de la marquesina del saloon. Estuvo allí inmóvil unos segundos, pensativo, sombrío.
—Camelia —musitó al fin—, seamos sensatos. Déjame a mí aunque sólo sea el saloon.
—No. Y aunque no te lo creas, Alan, te estoy ayudando.
—¡Ayudando! Está bien, tú lo has querido, Camelia.
Bebió otro trago, tapó la botella, se la guardó en un bolsillo y fue hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—A la calle.
—¡No! Si sales a la calle, si Malloy ve que estás bien va a meterte en una celda…
—No te preocupes por eso: Chris Malloy y tú amado Uriah acaban de salir a caballo ahora mismo hacia el norte —señaló hacia la terraza—, los he visto.
—Pero… tú no tienes nada que hacer ahora en la calle.
—¿Ah, no? Bueno, ésa es una opinión tuya… muy equivocada. Yo voy a luchar a mi manera, Camelia. Y entérate bien de esto, Camelia: no voy a consentir que me dejes aquí, en Jericho, sin dinero, y te vayas a vivir felizmente junto a ese Nash. Adonde quiera que vayas, te escondas donde te escondas, sabrán quién ha sido Camelia Robson, y que tiene un hermano que siempre está borracho… ¿Has comprendido?
Abrió la puerta, salió y cerró con fuerte golpe. Camelia quedó sola, más pálida que antes, con las manos extendidas hacia la puerta, suplicantes, pero sin poder hablar. Oyó el conocido sonido de la puerta del dormitorio de Alan, y luego sus pasos, hacia la escalera. Ella se dirigió, tambaleante, hacia la terraza, y apoyó la frente en los cristales, mirando sin ver hacia la calle.
Estaba pensando en las desdichas que todavía podía ocasionarle su hermano, cuando vio a éste cruzar la calle; se había colocado otro cinto y el correspondiente revólver. Alan llegó ante uno de los saloons de la acera de enfrente y entró en él.
* * *
Murray Grayson, evidentemente, estaba furioso, pero se contenía bastante bien.
—¿Y por qué has venido a contarme eso, Alan?
En el saloon reinaba el silencio. Un silencio tenso, claramente hostil. Nadie hablaba, cierto, pero las miradas de todos los parroquianos convergían en la espalda de Robson: los Rudnick, y sobre todo la dulce y bonita Annabella eran muy queridos de todos los habitantes de Jericho.
—Escuche, Grayson: usted quiere el rancho de mi hermana, ¿no es así?
—Me gustaría tenerlo, desde luego. Se está comprobando que los ranchos producen más cuanto más grandes. Tu hermana lo ha tenido algo descuidado hasta el momento, no le hace demasiado caso. Si no me lo ha vendido es porque le desagrado, supongo.
—¿Quiere o no quiere ese rancho?
—Bueno, puedo permitirme escucharte…
Lepke y Sandlars asistían a la conversación, bebiendo tranquilamente, ya que la cosa no iba directamente con ellos hasta que Grayson tomase una decisión.
—De acuerdo, Grayson: yo le vendo ese rancho por cuarenta mil dólares.
—Oh…, ¿sí? ¿Y cómo es eso posible si tu hermana lo ha vendido ya?
—Usted le ofreció cincuenta mil dólares la última vez. Pues bien: comprándomelo a mí va a ahorrarse diez mil.
—No está mal… Supongamos que acepto: ¿qué habría que hacer para conseguir eso?
—Es muy fácil: vaya al rancho de Ed Marten y cómprele el rancho de mi hermana por la misma cantidad que él ha pagado.
Murray Grayson sonrió mordazmente.
—¿Se supone que ese muchacho va a ser tan tonto de vender?
—No. Pero usted puede… —señaló a Lepke y a Sandlars—, convencerle para que venda.
—Oh… Ya veo… Como idea no está mal, Alan.
—Podemos ir allá, esperamos a que Plasman legalice la venta del todo, y entonces usted obliga a Marten a venderle el rancho de mi hermana. Todo parecerá legal, con documentos.
—Ya, ya… Y entonces yo te doy a ti cuarenta mil dólares… ¿Correcto?
—Correcto, Grayson.
—Bien… ¡Bien! Vamos a hacerle una visita a Ed Marten ahora mismo. Y… sería mejor que vinieses con nosotros, Alan. Mucho me temo que no estás muy seguro en Jericho hasta que se demuestre que tú no le hiciste aquello a la hija de Rudnick. Por cierto: ¿no debería meterte Malloy en la cárcel?
—Malloy salió hacia el norte, con ese Uriah Nash.
—Bueno. Entonces, vayamos nosotros hacia el sur, a charlar con ese buen muchacho llamado Ed Marten. Andando.
* * *
—¿Y bien, Nash? ¿Tiene algo que decirme?
Uriah dejó de mirar el suelo. Era un bonito lugar aquél, a menos de cuatro yardas del arroyo. Varios sauces formaban una enrejada sombra sobre la hierba. Un bonito lugar para hacerse el amor.
—No. No veo nada que no se ajuste a lo que usted me explicó, Malloy.
—Vaya… —se decepcionó el alguacil—. Tenía la esperanza…
—Excepto una cosa.
—¿Qué cosa? —se animó Malloy.
—Parece ser que, en efecto, la muchacha luchó con alguien, y que luego ese alguien, posiblemente Alan Robson, se marchó de aquí… Pero quizá entonces, cuando él ya no estaba, pudo llegar otra persona, Malloy.
—¿Sin dejar huellas?
—En primer lugar, unas huellas pueden borrarse…
—Examinamos el terreno en más de trescientas yardas a la redonda, Nash.
—¿Incluso el arroyo?
Chris Malloy pareció recibir un tremendo puñetazo en la boca del estómago.
—¿El… el arroyo? —musitó.
—¿Cree que sería fácil descubrir unas huellas en el lecho del arroyo, Malloy?
—Eee… No… ¡No! Por el cielo, Nash…
—Supongamos que Alan Robson golpeó a Annabella. Estaba borracho, supongamos también. Cuando vio a la muchacha en el suelo, se asustó y se fue a toda prisa. Pero alguien podía haber presenciado lo ocurrido. Supongamos también que ese alguien estaba en el arroyo, descalzo. Cuando Annabella quedó sola, quizá sin conocimiento, se acercó a ella…
—Y regresó de nuevo al arroyo, siempre descalzo, borrando fácilmente, quizá con agua, sus huellas en la hierba…
—¿Le parece descabellado, Malloy?
El alguacil estaba pálido.
—¿Descabellado? ¿Voy ahora mismo a decirle esto a Rudnick! ¡Él tiene derecho a saberlo!
—Muy bien. Pero es sólo una hipótesis, Malloy. Quizá todo ocurrió como ustedes han estado creyendo.
—Quizá. Pero esta nueva posibilidad tienen que saberla los Rudnick. ¿Vamos?
—No. Si no le importa, tengo otra cosa que hacer ahora.
—¿Qué cosa?
—Una visita.
—¿Relacionada también con esto?
—No demasiado… ¿Por qué?
—Si así fuese me gustaría acompañarle. Es usted realmente un viejo lobo astuto.
Uriah miró de soslayo al alguacil. De pronto, preguntó :
—Dígame, Malloy: ¿conoce usted a un hombre llamado Boyd Braden?
—Eee… No. ¿Por qué? ¿Quién es?
—Teniente de los Rurales en Springville. Es un hombre alto y fuerte, con cara de malas pulgas… Hasta ahora, él ha sido la única persona que me ha llamado «Viejo lobo astuto». Es unos años más joven que yo, le gusta sonreír y, además de ser muy inteligente, dispara mejor que nadie… ¿No lo conoce?
—Bueno… Quizá si lo viese podría decírselo, Nash, pero así, de pronto…
—Está bien. Iré a hacer esa visita. Ya nos veremos luego en Jericho, Malloy.
—Seguro, Nash. Hasta luego.
Uriah montó a caballo y se alejó hacia el sur.
Chris Malloy se echó el sombrero hacia atrás, lanzó un suspiro de alivio y farfulló:
—Completamente un viejo lobo astuto… Sólo que no tan viejo… como astuto. ¿…Diablos…!