—Como te veo ocupado con tu esposa, ¿quieres que lo abofetee o algo así?

Sin apartarse jamás de los de Gage, los ojos de Maurice brillaron de impaciencia, como si anticipara semejante riña.

—¿Su amigo sugiere que usted tal vez desee lavar el insulto por medio de un duelo?

—¡Nada de duelo! —exclamó Shemaine, sin fuerzas, levantando la cabeza del hombro de Gage.

Ella sabía bien que Maurice tenía una magnífica puntería con pistolas de duelo. Más aún, Maurice era talentoso para muchas cosas, no siendo la menor su habilidad para provocar verbalmente a hombres que lo contrariaban. Estaba en su elemento cuando discutía contra las ridículas propuestas de pomposos lores en la corte. Podía desollar a un adversario con insinuaciones y éste nunca sabía cuándo había recibido el golpe mortal hasta que no oía el fuerte estruendo de las carcajadas que llenaban el salón.

—Por mucho que me gustara complacerlo —dijo Gage, desdeñoso—, no veo necesidad de enfrentarme con usted por Shemaine. Es mi esposa, y no tengo intenciones de permitirle que me mate para poder hacerla suya.

Maurice dijo en tono sibilante de despecho:

—Es usted un cobarde y un truhán.

Viendo que el hombre trataba de provocarlo para que cometiese una tontería, Gage respondió lentamente, con expresión indiferente:

—Piense lo que quiera, pero yo tengo una esposa, un hijo en mi casa y otro en camino...

Con un gruñido, Maurice se adelantó para desafiar al colono por la posesión de su prometida pero sintió que sus velas se desinflaban cuando Shemaine, sin hacer caso de su proximidad, levantó la cabeza del hombro de su marido e hizo girar con un dedo la cabeza de éste hacia ella. Se sintió olvidado y traicionado por esta joven, cuya desaparición lo había dejado angustiado, como un alma en pena y en un profundo desasosiego.

Shemaine miró el rostro delgado y apuesto de Gage y la sonrisa con que le respondió le confirmó que lo que había intentado mantener en secreto algún tiempo más era algo que él ya había comenzado a sospechar. No tenía necesidad de que su madre lo dirigiese para conocer su estado.

Los labios de Shemaine esbozaron una muda pregunta: ¿Cómo lo has sabido?

Gage acercó los labios a la oreja de ella y habló en un susurro:

—No ha habido interrupciones en nuestros placeres desde que nos casamos, mi amor. Un viudo conoce cosas como los ciclos menstruales y todo eso. O bien tú no los tenías o habías quedado embarazada poco después de la boda. Se confirmó cuando comencé a notar un cambio en tus pechos pero guardé silencio hasta que tú estuvieses dispuesta a decírmelo.

Con un suave suspiro de alegría, Shemaine acurrucó la cabeza en su hombro y Gage prosiguió con el asunto que estaban tratando.

—Sus criadas serán bien recibidas y podrán dormir en algún rincón de mi casa —dijo a Camille—. Shemaine ha estado haciendo nuevos colchones de plumas para nosotros. Aunque no estén terminados, sirven igual.

—Estarán más amontonados que los árboles en el bosque —comentó Ramsey con sequedad— ¿Y sabes qué? No podrás estornudar sin que alguien te sostenga el pañuelo.

Gage no necesitaba que su amigo le proporcionara más detalles porque Ramsey tenía la característica de ir directamente al grano de lo que podía preocupar a un hombre. Dicho en otras palabras, hacer el amor con Shemaine sería prácticamente imposible sin que lo oyesen sus visitantes.

Shemus abrió su levita, puso sus manos en la cintura y se adelantó hacia Gage.

—Si en su casa escasean tanto los cuartos, ¿dónde diablos dormía mi hija cuando aún no se había liado con usted?

—Por favor, papá —rogó Shemaine levantando la cabeza y mirando a su padre con expresión suplicante—. ¿No podemos esperar a llegar a casa para discutir todo esto en lugar de hacerlo aquí mismo, en medio del pueblo? —Miró a las personas que se habían detenido en la acera para observarlos con la boca abierta—. Nos hemos convertido en una atracción mayor que el novio y la novia en el banquete de bodas.

—¡Respóndame! —insistió Shemus, airado, sin dejar de clavar la vista en Gage.

—Su hija durmió en el altillo hasta que estuvimos casados, señor O’Hearn —replicó Gage—. Pero en este momento mi padre está instalado allí, recuperándose de una grave herida. Además tenemos otra invitada, con la que su esposa compartirá el dormitorio de mi hijo.

—¿Por qué no puede dormir con mi hija? —quiso saber Shemus.

Gage lo miró directo a los ojos y le explicó, como si hablara con un tonto:

—¡Porque yo dormiré con su hija y no tengo interés en dormir con su esposa!

Después de lanzar un grito de aprobación, Ramsey dio una palmada en la espalda de su amigo, en señal de apoyo. Pero al ver que los ojos verdes de Shemus lo miraban furiosos, apartó la mano y tocó su espeso bigote en un flojo intento por borrar la sonrisa de su rostro. Tosió tras la mano y logró reprimir un cosquilleo en las comisuras de los labios y ponerse razonablemente serio cuando se dirigió a Gage:

—¿Necesitas aún enviar a la familia de tu esposa a mi casa, ahora que te has comprometido a meter a todos en tu cabaña?

Gage miró a Shemus con aire interrogante.

—Mi amigo, aquí, tiene algunos cuartos disponibles, dado que sus hijos están trabajando en Williamsburg. Si quisiera pasar la noche con más comodidad e intimidad de las que yo puedo proporcionarle, le sugiero seriamente que tome en cuenta su buena voluntad. Estoy seguro de que tiene usted fondos adecuados para compensar la inconveniencia de tener a todos ustedes en su casa. El señor Tate llega a mi casa poco después del amanecer, en caso de que usted quiera venir por la mañana a hablar de mi matrimonio con su hija.

—Quizá sería lo mejor, Shemus —dijo Camille, tomando a su marido del brazo—. Estamos todos alterados y, si nos apretamos demasiado y no podemos dormir, terminaremos por arrojarnos unos sobre otros como una manada de perros salvajes.

Shemus admitió a desgana la prudencia de su esposa.

—Como tú quieras, querida mía, pero yo debo resolver esto antes de que pase mucho tiempo.

—Lo sé, querido —dijo la mujer con dulzura y una palmada en el brazo—. Mañana hablaremos de ello.

Dirigiéndose a Ramsey, Camille le dedicó una graciosa sonrisa.

—Si nos permite ser huéspedes en su casa, estaremos muy agradecidos por su bondad y hospitalidad, señor.

Ramsey le brindó un generoso despliegue de sus mejores modales, barriendo el aire con el brazo en florido ademán, asombrando a Gage, que alzó una ceja ante las maneras de su amigo.

—Su señoría, será un placer para mí y para mi esposa hospedarla en mi casa.

Shemus arqueó una ceja presa de aguda sospecha, notando que el hombre no lo había incluido en su invitación.

—¿Nos recibe a los demás con el mismo entusiasmo?

Ramsey nunca ahorraba palabras cuando estaba decidido con respecto a una cuestión:

—Mientras usted no ponga en duda el buen nombre del señor Thornton en mi hogar o en mi presencia, daré la bienvenida a todos. De lo contrario, ustedes mismos pueden buscar dónde pasar la noche.

Camille aguardó la respuesta de su esposo. El ruego que veía en sus dulces ojos azules le dijo a Shemus que ella también quería una tregua por esa noche. En consideración a sus deseos, asintió a desgana, admitiendo las condiciones presentadas por Ramsey.

—¡Maldita sea, mujer malvada!

La exclamación recibió a Gage y Shemaine en cuanto traspusieron la puerta de su cabaña y se miraron, consternados, preguntándose qué desastre habría infligido William a Mary Margaret McGee.

Gage corrió hacia el pasillo del fondo, esperando poder apaciguar a su padre antes de que dijese algo peor. Shemaine corrió tras él porque preveía que la irlandesa necesitaría algo que la tranquilizara después de sufrir tan infame insulto.

—Ha sacrificado su jota adrede para que yo pierda a mi rey —rezongó William con un cloqueo—. Y ahora no puedo matar su reina. Usted ganó la última mano y el pozo.

La jovial carcajada de Mary Margaret hizo detenerse súbitamente a Gage y Shemaine cerca de las escaleras. Aliviados, se abrazaron agradecidos oyendo cómo proseguía la conversación que se filtraba desde el entresuelo.

—¿Le gustaría otra partida, milord? —preguntó con dulzura Mary Margaret.

—¿Qué, y dejar que me gane otra vez? —Su risa burlona y ligera negaba tal posibilidad—. ¡Por cierto, no me quedaría ni una pizca de orgullo viril después de semejante paliza!

—No sé por qué piensa eso, milord —gorjeó la viuda en tonos acariciadores—. Tiene mucho de qué enorgullecerse. Le aseguro que jamás he visto a un inglés más apuesto que usted, señor... con excepción de su hijo; sin embargo, él es su vivo retrato. Y, desde luego, está el pequeño Andrew que, al parecer, será el más guapo de todos.

—Sí, es un niño hermoso, ¿verdad? —coincidió William con entusiasmo—. Me hace recordar a Gage cuando tenía la misma edad de Andrew.

Hubo una breve pausa y la taimada casamentera preguntó con amabilidad:

—¿Y dónde está ahora su esposa, su señoría?

—Oh, Elizabeth murió cuando Gage tenía doce años. Tuvo un enfriamiento y se enfermó. Yo no estaba preparado para esa muerte repentina. Me puso muy furioso. Me encontré con que estaba muy poco dispuesto a dar a mi hijo la ternura que ella le había dado siempre. Lamento decirle que tuve un talante malhumorado y exigente.

—¿Y jamás volvió a casarse?

En el tono de Mary Margaret se infiltró una nota de sorpresa.

—Nunca quise. La mayor parte del tiempo estaba demasiado ocupado con el desafío de construir barcos cada vez más grandes y mejores. Por otra parte, me sentía incómodo ante las mujeres... creo que en un sentido similar a lo que me sucedía con mi hijo. Sin duda, aquellos que estuvieron en contacto conmigo pensaban que yo era un viejo áspero.

—Me cuesta creer eso, su señoría —murmuró Mary Margaret con calidez—. A mí me parece que usted es una compañía agradable. Por cierto, tiene usted un modo de ser que me recuerda a mi querido esposo fallecido.

—¿Cómo es eso, señora McGee? —preguntó William, curioso.

—Mi nombre es Mary Margaret, milord y sería un honor para mí si no me tratara de un modo tan formal.

—Gracias, Mary Margaret. Si le parece bien, mi nombre es William.

—Sí, firme protector. —Mary Margaret suspiró, pensativa.

—¿Cómo dice?

El tono de su señoría reflejaba su confusión.

—William significa «firme protector» —respondió Mary Margaret—. El nombre le hace justicia. Ha sido usted un firme protector de su hijo, ¿no es así?

—Supongo que sí. A decir verdad, no soportaba la idea de perderlo después de haberlo buscado tanto tiempo.

—Debe de amarlo mucho.

—Sí, así es, pero siempre me ha resultado difícil decírselo.

—Bueno, William, ya no debe preocuparse más. Usted demostró su cariño con sus acciones, y eso es mucho mejor.

Abajo, en el corredor, Gage apoyó un dedo en sus sonrientes labios, mirando a Shemaine. Tomándola de la mano, la llevó por el corredor y la sala. Al entrar en su dormitorio, cerró la puerta con sigilo. Con el mismo sigilo, Gage entró en el dormitorio contiguo para echar un vistazo a su hijo. El rostro angelical era tan irresistible que tuvo que besarlo y, cuando se enderezó, encontró a Shemaine arrodillándose junto a la carriola. Acariciando con amor la frente del niño, le cantó un arrullo en una voz tan suave como el roce de su aliento. Una sonrisa vagó por los pequeños labios sonrosados, Andrew soltó un suspiro y rodó para acurrucarse junto a su conejo de paño. Gage ofreció su mano a Shemaine para ayudarla a incorporarse, y volvieron juntos al dormitorio principal. Con mucho cuidado, cerraron el pestillo.

—Creo que deberíamos tener un niño para que Andrew tenga un compañero de juegos —sugirió Shemaine, sonriendo.

Gage se acercó a ella y la rodeó con los brazos, estrechándola contra sí. Cuando ella le apoyó la cabeza en el pecho, él puso el mentón sobre la cofia que la cubría y le acarició el vientre con dulzura. Parecía tan plano como siempre.

—Sea niño o niña, no importa lo que haya en el cofre, amor mío. Sólo ruego que todo vaya bien para ti. Mi corazón no soportaría tu pérdida.

Shemaine rió y se acurrucó contra él.

—No temas, mi amor. La madre de mi padre dio a luz seis hijos sin dificultad y era más pequeña que yo. Era una mujer de muy mal carácter.

—Tu padre lo habrá heredado de ella —comentó el esposo con una sonrisa fugaz—. Pero ya verás la que se armará cuando se encuentren cara a cara William Thornton y Shemus O’Hearn. Estoy seguro de que cualquiera de los dos podría superar a la arpía más malvada de esta región.

—Sí, aunque también temíamos que tu padre y la señora McGee riñesen y mira lo que ha sucedido —recordó su esposa.

Los pensamientos de Gage flotaron hacia lo que había sucedido en la planta alta, y no pudo menos que reír ante el cambio de actitud de su padre hacia la irlandesa.

—Por el suave interrogatorio de Mary Margaret, deduzco que tiene otra boda en mente.

Shemaine rió y pasó una mano por el chaleco de Gage.

—Mi amor, no te sorprendas demasiado si resulta ser una unión para la señora McGee, también.

Con una sonrisa, Gage le quitó el gorro de encaje y comenzó a soltar las sedosas hebras.

—Parece evidente de que se llevan bien. ¿Quién sabe? Quizá sea bueno para ambos.

Un hondo suspiro escapó de los labios de Shemaine al recordar la explosión de su padre.

—Ojalá mis padres fuesen tan comprensivos con respecto a nosotros.

—Quizá con el tiempo, empiecen a considerarme algo menos que un ogro —reflexionó Gage en voz alta.

—Mi padre tiene un temperamento terrible, Gage; por eso, por favor, no trates de alterarlo demasiado mañana, cuando venga —rogó Shemaine.

Su marido puso un beso tranquilizador en la frente.

—Trataré de imaginar cómo me sentiría si algún bribón se aprovechara de una hija nuestra. Lo más probable es que estuviera tan furioso como tu padre, sobre todo si hubiese oído historias en las que se dice que el hombre asesinó a su esposa.

—También debes tener mucho cuidado con Maurice —advirtió ella—. No dejes que te provoque y te haga hacer alguna tontería.

—Tengo la sensación de que el marqués quiere quedarse contigo a cualquier precio. —Gage no culpaba demasiado al hombre por desear eso, pues sabía que él sería igualmente inflexible en su lucha por recuperarla si los papeles estuviesen invertidos—. Tendré cuidado, cariño.

—Tal vez Maurice parezca un consentido pero no te dejes engañar. Es tan hábil con la espada como con la pistola. Hasta ahora, sólo ha herido a sus adversarios cuando lo han retado a duelo pero tal vez contigo tenga otro propósito.

—Sin duda, sin duda —repuso Gage mientras se quitaba la levita—. Si pudiera matarme, tendría libre acceso a ti, y...

—Tal vez lo piense —interrumpió Shemaine—. Pero si te matara, ganaría mi odio eterno.

Gage se quitó el chaleco, lo dejó en una silla junto con la chaqueta, y luego se libró del cuello y la camisa antes de volver junto a su esposa y aflojarle los cordones.

—Mary Margaret se quedará arriba por un tiempo, hablando con mi padre. Gracias a su demora en irse a la cama, quizá podamos jugar en la nuestra un rato, a ver qué pasa.

—¿Acaso dudaba de semejante suceso, señor Thornton? —preguntó Shemaine a través de la tela del vestido que su marido le quitaba por la cabeza y sus brazos levantados.

—No, cuando la mujer con la que retozo eres ti, mi amor —aseguró riendo, mientras dejaba la prenda sobre el baúl.

Cuando se volvió para contemplarla, llevando sólo su camisa de encaje, Shemaine enredó sus dedos en el pelo y levantó sus tirabuzones por encima de la cabeza. Como si no quisiera acercarse demasiado, dio una media vuelta en torno de su marido, atrayendo su atención total con una dulce y sensual sonrisa y con el resplandor de sus ojos verdes.

Señor Thornton, si yo fuese una hechicera, lo mantendría prisionero en mi guarida, donde tendría que satisfacer mis placeres noche y día. Usted languidecería por mi permanente exigencia hasta que ya no tendría fuerza suficiente para levantarse de su jergón, y entonces yo recurriría a una magia extraña para hacer que vuelva a jadear otra vez de lascivia por mí.

Una sonrisa se dibujó en los labios de su marido, que la devoraba con la mirada.

—Eso haré ahora mismo, señora.

Tomándola por la cintura con un brazo, la acercó hacia él, entre sus piernas abiertas, mientras se sentaba sobre la cama. Sus dedos tiraron de las cintas que cerraban el corpiño de la camisa y luego apartaron la tela hasta que la voluptuosa redondez estuvo al descubierto. Los lozanos montes se proyectaron hacia fuera, ansiosos, tentándolo a probarlos y devorarlos, resplandeciendo cálidamente a la luz de la vela. Él respondió sin dilaciones, evocando un maravilloso encantamiento mientras su boca gozaba, ávida, de su voluptuosa suavidad.

La voz de Shemaine era sólo un susurro cuando bajó su boca hacia la cabeza oscura.

—Sólo cuando el apuesto príncipe de mis sueños se hace realidad en mis brazos, la hechicera deja de lado todos sus trucos y encantamientos y lo sigue, sumisa, adonde él quiera llevarla. Y entonces, nada puede apartarme de él.

Gage alzó la cabeza y buscó sus ojos sonrientes.

—¿Nada, cariño?

—Absolutamente nada, querido mío.

Sus labios se abrieron al acercarse a los de él y, si quedaba alguna duda, lo bebió con un largo, prolongado beso.

Capítulo 21

Gage cruzó de prisa el porche poco después de que el carruaje alquilado por los O'Hearn se detuviese cerca de la cabaña, a la mañana siguiente. Sus invitados llegaban mucho antes de lo que esperaba porque Ramsey le había dicho que el marqués y los O'Hearn empezaban a despertar cuando él había salido para su jornada de trabajo. Gage les suplicó que los disculparan unos momentos, mientras él y Shemaine terminaban ciertas tareas que tenían entre manos. En ese instante, estaba ayudando a bañar a su padre y, mientras él estaba en la planta baja. Shemaine limpiaba el cuarto y cambiaba las sábanas para no tener que molestarlo luego. Si bien los visitantes demostraron recelos con respecto a la recepción que se les haría, Gage les aseguró que en unos pocos minutos él y su esposa podrían reunirse con ellos. Hasta entonces, si no se oponían, Ramsey se ocuparía de sus necesidades.

En ausencia de su patrón, Ramsey se ocupó de conducirlos al taller, mientras Sly Tucker y los dos aprendices trabajaban en dos cosas diferentes. Con gran orgullo y satisfacción, Ramsey les describió el trabajoso proceso de fabricar muebles de calidad, y comenzó exhibiendo los dibujos y diseños de su empleador, que testimoniaban el increíble talento de Gage con la pluma y la tinta. Prosiguió explicándoles la diferencia entre los diversos granos de madera que usaban. Ya fuese ciprés, cerezo, arce, roble o cualquier otra, las características de cada una hacían que cada pieza fuese única. Al concluir la disertación, los llevó donde estaba Sly Tucker, lustrando un armario terminado hacía poco, y animó a los O'Hearn y a sus criadas a pasar las manos sobre la pieza para sentir la tersura de la terminación lograda a mano.

Camille estaba entusiasmada por las cualidades del aparador, porque durante todo el matrimonio, ella era la que había elegido sus muebles, tarea que Shemus había confiado con gusto a su discreción. Mucho tiempo antes había comprobado que su esposa tenía una habilidad natural para convertir la casa más sencilla en un refugio confortable y de buen gusto, y jamás había tenido la inclinación de meterse y correr el riesgo de malograr la perfección de esas elecciones. A lo largo de los años, Camille había adquirido un ojo certero para reconocer una pieza valiosa cuando la veía y, si bien las líneas del aparador eran simples, la veta de ojo de tigre y las maderas nudosas con las que había sido fabricado le daban un cariz particular y bello. Subrayando el hecho de que estaba entre los más espléndidos que había visto, Camille imploró a su marido que lo examinara más de cerca, deseosa de que comprendiera la habilidad y la dedicación que eran precisas para producir una pieza tan sobresaliente.

En apariencia, Ramsey no prestaba atención a la discreta discusión de la pareja, pero sus oídos estaban finamente sintonizados con ella. Mientras ayudaba un momento a Sly, tuvo ocasión de examinar a Maurice, aunque con discreción. Su señoría se mantenía frío e indiferente al entusiasmo de Camille, mientras que paseaba una mirada casual por el taller. Su reserva parecía imperturbable y, cuando la gira continuó, Ramsey puso a prueba la indiferencia de ese semblante, frotando adrede un poco de sal en las heridas del marqués.

—No tengo dudas al respecto. El señor Thornton es el ebanista más talentoso de la región. No sólo dibuja las piezas usando su imaginación —Ramsey enfatizó sus dichos tocándose la sien con el dedo—. Además, es lo bastante próspero para sostener a varias familias. Por cierto, es generoso con los salarios y ninguno de nosotros estaría hoy mejor de lo que está trabajando en otro taller.

Les señaló la ventana y se apresuró a limpiar unos restos de serrín para que pudiesen ver el bergantín en construcción, en la grada cerca de la orilla del río.

—¿Ven eso? —echó una mirada en torno para asegurarse de que contaba con la absoluta atención de ellos y captó por un instante el estoico desapego que aún mantenía su señoría—. El señor Thornton también imaginó ese barco en su cabeza. Si no fuese por su afición a diseñar y construir barcos, lo más probable es que fuese el más rico de esta zona, sólo con lo que gana fabricando muebles. ¡Pero esperen; en uno o dos años, tal vez tres, demostrará su talento como maestro constructor naval y todos tendrán que reconocerlo!

Maurice soltó un suspiro pensativo mientras se volvía hacia la ventana. No le quedaba mucha tolerancia para los elogios que se derramaban generosamente sobre ese bribón sin principios. Si fuese por él, haría salir a Gage Thornton en ese mismo momento y libraría al mundo de ese tunante inservible.

Ramsey echó un vistazo hacia el alto y elegante sujeto. La sombría hostilidad que emanaba de él, disimulada tras esas nobles facciones demostraba lo eficaz de su provocación. Entonces consideró oportuno hacer una excursión hasta el bergantín para poder hundir más la daga más a fondo y hacer comprender al marqués que el hombre al que había difamado la noche anterior no era uno cualquiera.

Animándolos a acompañarlo, Ramsey los condujo en un pequeño paseo por el sendero que llevaba a la grada junto al río y les presentó a Flannery Morgan. Allí, cedió al canoso carpintero de la ribera el honor de explicar los méritos del diseño de Gage, pues nadie era capaz de hacerlo con más entusiasmo.

—Cuando esté terminado, será lo que podríamos llamar un bergantín de dos palos —informó el viejo—. Es de casco de poco calado y líneas esbeltas. Si están ustedes familiarizados con los barcos, milords y miladies, verán que en éste la manga, o sea el ancho máximo está muy cerca de la proa. Eso le da gran estabilidad en el mar, por cierto, pero les aseguro que su mejor característica es la velocidad. Es capaz de surcar el mar como una sirena buscando a un compañero para retozar.

La comparación hizo ruborizar un poco a Camille, pero el viejo marinero no lo notó y los invitó a seguirlo por la escotilla. Señalando aquí y allá para atraer su atención a diversos puntos de interés en la construcción, los condujo a los niveles inferiores sin dejar de resaltar la extraordinaria visión y el talento de su patrón. Por último, los llevó de vuelta a la cubierta principal.

Dejando atrás a los otros, Shemus O'Hearn fue hasta la popa del barco y lo contempló, con la intención de considerar todo lo que le habían mostrado. Había escuchado los comentarios con oído atento, tratando de extraer cierto conocimiento de ese individuo, Gage Thornton. Lo que más le había sorprendido eran sus empleados. Shemus había contratado a muchos trabajadores en su vida y no estaba muy seguro de que alguno de ellos se hubiese dedicado así o hubiese sentido tanto placer por su trabajo y por sus logros como Ramsey, Sly Tucker, Flannery y los demás. Viendo la lealtad y el entusiasmo que manifestaban se preguntó cómo habría hecho ese bribón para inspirarles semejantes cualidades.

Shemus Patrick O'Hearn se había abierto camino en la vida confiando sólo en sí mismo empezando con poco y llegando a mucho. No era demasiado asombroso que empezara a sentir un remiso respeto por el colono al conocer los muchos logros y las ambiciones del hombre que se había casado con su hija. Cuando recordaba sus propios comienzos y las dudas que habían expresado en otro tiempo los padres de Camille con respecto al advenedizo irlandés que se consideraba lo bastante bueno para pretender a su hija, no podía menos que preguntarse si no estaba mostrándose demasiado subjetivo y duro en lo que se refería al ebanista. A lo largo de los años, había ganado un lugar en los corazones de la familia de Camille; ahora estaban ellos entre los primeros en afirmar que Shemus formaba parte de esa familia. ¿Llegaría el día en que él también pudiera estimar a su yerno?

Su principal preocupación seguía siendo la duda sobre la participación que podía haber tenido Gage en la muerte de su primera mujer. Era una cuestión que deberían enfrentar pues, de lo contrario, quedaría como una cuña entre ellos, produciendo una grieta insal vable. En el fondo, Shemus sabía que necesitaba estar completamente convencido de la inocencia de Gage para sentirse a gusto con respecto al matrimonio de su hija, por industrioso que le pareciera el colono. Y si, después de un año, en la aldea aún persistían las dudas, Shemus no confiaba mucho en que eso se pudiera probar. Aunque tuviera que arrastrar a Shemaine a bordo de un barco con rumbo a Inglaterra, estaba convencido de que jamás la dejaría al cuidado de un sospechoso de asesinato.

Durante la recorrida por el barco, Maurice du Mercier había rnantenido un flemático silencio. Seguía sintiendo una intensa enemistad por el hombre que le había robado su prometida y habría preferido morir antes que manifestar el menor interés o admiración por los logros de su rival. Sin embargo, no podía decirse que no estuviese impresionado, pese a la inquina que sentía contra él. No dudaba de que Gage Thornton tuviese buen ojo para la calidad y la belleza: Shemaine era una prueba cierta de ello. Aun así, de haber podido inclinar las circunstancias en su favor, Maurice era capaz de desear que el colono se quedara ciego antes de poner sus ojos sobre la hechicera belleza a quien él mismo había ofrecido su corazón.

Las nubes que parecían pender en eterna lobreguez sobre la vida de Maurice desde aquella mañana se desvanecieron en cuanto Shemaine se reunió con ellos en el barco. Llevaba un sentador vestido azul claro, una gorra bordeada de encaje blanco y un delantal blanco atado a la esbelta cintura. En conjunto, tenía toda la apariencia de la esposa de un colono. Deliciosa, pensó Maurice, bebiendo su belleza mientras ella abrazaba a sus padres. Estaba tan conmovido por su presencia que se convenció de que daría toda su fortuna por ser el hombre que ahora la poseía.

—Lamento que Gage y yo no pudiéramos salir a recibirlos como era debido en cuanto llegaron —se disculpó Shemaine con gracia—. Su señoría todavía no ha recuperado por completo sus energías, pero estaba ansieoso por abandonar los baños en la palangana y darse un buen baño de inmersión en la bañera. Para eso necesitaba la ayuda de Gage. Me pareció una buena ocasión para asear su cuarto. Espero que no les moleste.

—¿Su señoría?

Maurice había captado el significado del apelativo; eso despertó su curiosidad.

Cualquier duda acerca de la igualdad de nivel entre el marqués y su marido fue disipada definitivamente por Shemaine, que echó la cabeza atrás y lo miró a los ojos. Era similar a la necesidad de mirar a los ojos castaño ambarinos:

—El padre de Gage es lord William Thomton, conde de Thomhedge.

En el rostro —de Maurice asomó una expresión de asombro. Lord Thomton había sido el impulsor de muchos proyectos el Parlamento tendentes a definir los derechos individuales bajo la ley inglesa, entre ellos uno que prohibiría el transporte de prisioneros a puertos de ultramar, sobre todo con el propósito de extender el rechazo de cárceles inglesas en las colonias.

—¿Lo conoce, su señoría? —preguntó Shemaine.

Maurice inclinó la cabeza con expresión curiosa, provocando un rubor en sus mejillas. Sus ojos oscuros resplandecieron con luminosa calidez y una sonrisa curvó sus labios bien delineados.

—¿A qué viene ese tratamiento, Shemaine? Creía que habíamos superado esa etapa de títulos y formalidades.

Shemaine estaba segura de que la facilidad con que Maurice lograba desconcertarla se debía, sobre todo, a su cargo de conciencia. En su ansiedad por aceptar la proposición de su marido, no había prestado demasiada atención a lo que podría sentir Maurice ante su decisión. En esencia, había dado por cierto que, teniendo tantas bellas admiradoras entre la nobleza, su anterior prometido habría puesto su atención en cualquiera de ellas después de su desaparición.

—Ya no estamos prometidos, milord —recordó ella con voz suave, incómoda bajo la ferviente intensidad de esas pupilas oscuras—. Y tampoco me parece correcto dirigirme a usted por su nombre de pila.

—Te doy permiso para ello, Shemaine —murmuró Maurice, acercándose—. Siempre tendrás un lugar en mi corazón, aunque no pueda recuperarte.

Si bien era cierto que en otra época Shemaine se había sentido cómoda con Maurice, ahora estaba sobre ascuas. Estaba segura de que su presencia provocaría otra confrontación cuando su marido se reuniese con ellos, y eso la inquietaba. ¿Sería una estrategia deliberada de Maurice el exasperar a Gage acaso o tenía la esperanza de que su cercanía influyera sobre los sentimientos de ella, haciéndole desistir de su matrimonio en favor de otro? Cualesquiera que fuesen sus motivos, Shemaine habría preferido tenerlo lejos de allí. Gage aparecería en cualquier momento en la grada de construcción y si había algo que ella había notado desde la última noche en Newportes Newes era que su marido estaba muy posesivo con ella, como si temiera que su anterior prometido se la arrebatase.

En el incómodo silencio que se produjo, Camille se adelantó y dio un beso a su hija en la frente.

—Mi querida estás encantadora —había oído lo dicho antes por Shemaine y tenía grandes deseos de saber más—. Dime, querida, ¿no tienes criadas que limpien?

Shemaine rió con aparente animación, agradecida por la interrupción:

—No, mamá, yo misma cocino y limpio.

—¿Cocinas? —repitió Bess, contemplando boquiabierta a su antigua discípula—. ¿Todo?

El evidente asombro de la cocinera provocó la carcajada divertida de Shemaine:

—Te sorprendería saber cuántas de tus instrucciones he podido recordar, Bess. De hecho, Gage ha dicho que soy la mejor cocinera de la comarca.

Bess estaba estupefacta.

—Por Dios, querida; yo pensaba que no había logrado enseñarte lo más elemental.

Camille era la que había insistido en que Shemaine aprendiera esas tareas domésticas, aunque no se diferenciaba de otras devotas madres que preferían consentir a su único descendiente, al menos todo el tiempo que lo tuviesen cerca. Camille había querido que les acompañaran las criadas para hacer más fácil sus días en esa tierra salvaje; ahora descubría más ventajas en la presencia de ellas:

—Shemaine, mientras estemos aquí, Bess y Nola podrían hacerse cargo de esas tareas; así nosotros estaríamos más tiempo juntos. ¿Te molestaría mucho?

Shemaine abrazó a su madre y la estrechó.

—No, claro que no, mamá. He echado mucho de menos la comida de Bess últimamente y se me hace la boca agua pensando en eso.

—¿Y Gage? ¿Nos creerá presumidos si invadimos su hogar? —preguntó la madre, titubeando.

Al ver que su marido se acercaba a la grada, Shemaine se apresuró a salir a su encuentro. Cuando vió el sombrío ceño que dedicaba al marqués, enlazó su brazo al de su esposo y, dándole un apretón, susurró:

—Te amo.

Una mano delgada acarició la de ella y la voz del marido susurró:

—Haces cantar mi corazón incluso en medio de la ira, cariño. Eres mi amor... el tesoro de mi corazón.

Bajo esa cálida sonrisa, Shemaine sintió que su corazón se henchía de dicha por tanta devoción. Llevándolo junto a su madre, le comentó la que habían estado hablando:

—Gage, mamá quiere saber si te molestaría que Bess y Nola se ocuparan de la cocina y la limpieza mientras ellos estén aquí.

Contemplando a Camille, Gage descubrió que su esposa había heredado la belleza majestuosa de su madre pues, si bien Shemaine tenía los colores de su padre, no cabía duda de que los delicados rasgos eran los de su madre.

—Señora O'Hearn, si Bess es la que le enseñó a mi esposa, no me cabe duda de que es una cocinera excepcional. Y estoy seguro de que Shemaine disfrutará si tiene más tiempo para pasar con usted.

Shemaine apretó la mano de su madre.

—Ya ves, mamá: no es un ogro.

Camille enrojeció y no quiso enfrentar los risueños ojos ambarinos que se posaban en ella.

—Me temo que mi hija exagera, señor. Jamás lo consideré un ogro.

—Es bueno saberlo, señora —repuso Gage con buen humor, aunque estaba convencido de que todavía lo creía un asesino.

Gage se apartó un poco enfrentando a su rival y le presentó un silencioso desafío con su mirada helada. La apostura del marqués hacía comprensible que Gage sintiera el aguijón de los celos cada vez que veía al hombre que se acercaba a su esposa. Aunque se había quitado el sombrero al apearse del carruaje, estaba meticulosamente ataviado, con una levita azul marino, estrechos pantalones, chaleco, calcetines y suntuosos zapatos, todo ello de color crema. A la luz brillante del sol, el tono más claro de la camisa y el cuello eran casi enceguecedores. Su pelo negro estaba pulcramente recogido en la nuca formando una cola, y su piel tenía el bronceado de su reciente viaje por mar. Gage comprendía por qué Shemaine estaba tan segura de que Maurice encontraría otra prometida. Era lo bastante guapo para atraer a cientos de mujeres.

—Parece usted bastante descansado, milord —comentó Gage sin la menor calidez—. ¿Debo suponer que sus comodidades fueron las adecuadas?

En los ojos de Maurice aparecieron puñales de hielo por encima de la fría sonrisa.

—La hospitalidad de los Tate no pudo ser más cálida, pero sin duda podrá imaginar que yo tenía mucho en qué pensar.

—Se refiere a Shemaine —aventuró Gage.

—Sí, a Shemaine —murmuró Maurice, como si el mismo nombre serenara su espíritu—. Es como una suave primavera después de un duro InvIerno.

—¡Sí! —coincidió Gage—. ¡Pero es mía!

Maurice le dedicó un vago encogimiento de hombros.

—Al menos por ahora.

Flannery atrajo la atención de Gage mientras aquél se acercaba desde la escotilla.

—Capitán, ¿puedo hablar una palabra contigo?

—Claro, Flannery.

Gage se sintió un poco frustrado por la interrupción pero se excusó ante sus invitados y siguió al carpintero hasta la borda.

Flannery lo miró con los ojos entornados y una sonrisa franca.

—Sé que tienes compañía, capitán, pero tal vez te agrade saber lo que debo decirte... teniendo en cuenta que se refiere a ciertas personas que quieren echar un vistazo a este barco y que tal vez tengan idea de comprarlo.

Hablaron unos momentos en voz baja y luego, reprimiendo la sonrisa que le había contagiado el viejo carpintero, Gage volvió junto a Shemaine y, pidiendo nuevas disculpas a sus invitados, la llamó aparte.

—Flannery acaba de darme una excelente noticia, cariño; y quería compartirla contigo y que me des tu consejo. Parece que hay un capitán en la zona integrante de una familia que se ocupa del negocio de barcos. Ayer vino por el río desde Richmond y anoche buscó a Flannery en Newportes Newes. Hoy mismo, más tarde, saldrá rumbo a Nueva York con sus familiares pero antes de marcharse le gustaría ver el barco. Flannery ha navegado con él y me aseguró que tiene dinero para comprarlo si el barco satis— face sus exigencias.

—¡Oh, Gage, eso sería maravilloso! —exclamó Shemaine, llegando a la inmediata conclusión de que sus padres estarían menos dispuestos a lanzarse a una discusión con su esposo mientras hubiese extraños presentes.

Deseaba desesperadamente evitar ese enfrentamiento, y su corazón se llenó de esperanzas pensando que podrían eludirlo.

—¿No se ofenderán tus padres si dedico la mayor parte de mi atención a estas otras personas mientras ellos están hoy aquí? —preguntó Gage con cierta vacilación—. No puedo esperar que me acepten mientras sigan creyendo que soy un asesino, pero si se convencieran de que estoy evitando deliberadamente la cuestión, podrían intentar apartarte de mí sin avisarme.

—Si lo hicieran, yo me pondría furiosa con ellos —dijo Shemaine con convicción, pero al instante sonrió—. Oh, Gage, estoy segura de que mi padre entiende lo importante que es llevar a cabo los negocios cuando es el momento; por nada del mundo querrá que pierdas esta oportunidad. Has soñado con vender el barco desde el comienzo mismo. Por otra parte, esto dará más tiempo a mis padres para hacerse a la idea de que estamos casados. Para ellos ha sido toda una sacudida llegar aquí esperando rescatar a su virginal hija de la servidumbre y encontrarse con que me he casado fuera de Inglaterra y no sólo; además, que estoy embarazada.

—Sí, seguramente aún te consideran su pequeña.

Shemaine rió con suavidad y habló muy bajo para que sólo él la oyese.

—Si supieran lo cachonda que me he vuelto, mi amor... Creo que se convencerían de que he sido hechizada.

Una sonrisa jugueteó en los labios de Gage.

—¿Qué soborno puedo esperar por guardar tus secretos, mi dulce?

Shemaine reflexionó la respuestacon expresión risueña y sensual, y decidió actuar como si fuese una pobre doncella, empujada por las circunstancias.

—Lo que usted desee, mi elegante señor. Al parecer, me tiene usted a su merced pues, si no cumplo con sus deseos, seguramente hará rodar mi nombre por el fango.

—¿Cualquier cosa?

Los ojos de Gage resplandecieron.

—Estoy a su merced, señor. Cualquiera que sea su voluntad —respondió, bajando la vista con aire sumiso y conteniendo una sonrisa—. Lo único que le pido es que no me trate con demasiada dureza.

—Ah, no, jamás con dureza, mi dulce —prometió Gage—. Si así lo hiciera, arruinaría los tesoros que busco con tanto afán.

Shemaine quiso saber más:

—¿Qué tesoros, mi señor?

—Tu amor... y tu anhelante respuesta a mi más ligero contacto.

—¿Tan notable es?

Gage sondeó las verdes profundidades transparentes de esos ojos que le sonreían.

—Sí, y no quisiera que fuese de otra manera.

—Tampoco yo —susurró, sintiendo que todo su ser desbordaba de amor—. Como has deducido correctamente, tiemblo al más leve toque de tu mano. En verdad, me has convertido en tu esclava, señor.

—Eh, esclava no —dijo él—, sino una esposa cálida y dispuesta. Yo atesoro nuestros momentos de intimidad, cuando somos uno solo en cuerpo y mente.

Shemaine quiso refugiarse en sus brazos pero sabía que Maurice los observaba y sintió la necesidad de pasar a un tema bastante menos excitante.

—Dime, Gage, ¿a qué hora se supone que vendrá este capitán?

Gage echó una mirada alrededor, preguntándose qué habría provo— cado ese abrupto cambio de tema y, al encontrarse con la expresión fría y penetrante del marqués, lo comprendió por completo. Por un momento, las miradas de los dos se encontraron en un combate escalofriante. Luego, dando su espalda al otro, Gage miró a su joven esposa.

—Flannery cree que llegarán antes del mediodía. mi cielo.

—En ese caso, indicaré a Bess que prepare una comida especial para nuestros invitados —declaró Shemaine, sintiendo que su entusiasmo crecía.

—¿En tan poco tiempo? —preguntó Gage, asombrado.

—Por supuesto, querido. Bess puede hacer milagros en una hora o poco más.

Gage no estaba convencido de que fuese justo pedir tal esfuerzo a la cocinera cuando estaba en una cocina desconocida y había tan poco tiempo por delante.

—Quizá tendrías que hablarlo primero con Bess, Shemaine, y permi— tir que ella decida si puede o no preparar ese festín.

—A Bess le gusta demostrar sus habilidades —aseguró Shemaine—. No te preocupes de que mis exigencias la desborden. Pero si quieres, se lo diré, y dejaré que ella decida.

—Preferiría que fuera así, cariño.

Shemaine sonrió con ternura:

—El que dijo que eras un bruto malhumorado no te conocía bien, Gage Thornton. Si te preocupa causar a una criada más dificultades de las que tendría normalmente, es obvio que eres una persona muy considerada. Ésta es sólo una de las razones por las que te quiero tanto.

Los ojos ambarinos brillaron, mirándose en los de ella.

—Siempre haces que mi corazón cante gozoso con esos comenta— rios, cariño.

—¿Acaso las necesitas? —preguntó Shemaine, con una suave sonrisa. Sin importar quién los observara, le resultó increíblemente fácil responder a su esposo con toda la ternura y la gratificación de una esposa que se sabía amada y que amaba. Era extraño, pero nunca se había sentido tan mujer como en esos momentos cuando estaba con Gage—. ¿Acaso no te doy lo mejor que tengo? Mi corazón, mi cuerpo, la esencia misma de mi género, sólo son para ti. ¿O es que la presencia de mi antiguo prometido ha disminuido tu confianza?

—El marqués es un hombre apuesto, señora —admitió Gage, sin responder directamente la pregunta de su esposa.

—Sí, pero tú también, querido mío... y es a ti a quien amo.

Gage inclinó un instante la cabeza aceptando tal afirmación y sus ojos siguieron brillando, ahora acompañados por una sonrisa pícara.

—Necesito todas las confirmaciones que estés dispuesta a darme, señora mía. Esta noche, cuando estemos en la intimidad de nuestro dormitorio, necesitaré mucho más para la tranquilidad de mi corazón. Y, por supuesto, me gustaría tratar más a fondo el asunto que estábamos comentando antes. Todo presenta un sinfín de posibilidades, señora.

Los dientes blancos de Shemaine mordieron el labio inferior, tratando de reprimir una sonrisa.

—Aceptaré esa invitación, señor.

Los ojos de Gage brillaban de un modo que parecían diamantes amarillos.

—Entonces, señora mía, estás avisada.

Shemaine recibió la advertencia con ansias.

—Esperaré la ocasión con impaciencia.

—No menor que la mía.

Shemaine miró más allá de Gage y vio que Maurice tenía el ceño muy crispado, como si resintiera el hecho de que ella estuviese coqueteando con su propio marido. Procurando suavizar su ira, adoptó un aire más serio con el afán de proteger a quien era más querido para ella. Conocía las habilidades de Maurice y no se atrevía a provocar su cólera.

—Si a este capitán le gusta tu barco, ¿estará dispuesto a comprarlo antes de que esté terminado, Gage?

—Si lo que ve y oye obtiene su aprobación, es muy posible. Claro, tengo que garantizarle que estará terminado tal como está proyectado; así estará seguro de que ningún otro lo comprará en su ausencia.

—Pero, ¿y si quiere hacer cambios? ¿Se puede permitir eso después de que hayan acordado una suma?

—En tanto que esos cambios no desvirtúen el diseño del barco, serán por completo aceptables. Bastará con que calcule el costo de cualquier trabajo adicional antes de que acordemos el precio y luego, podremos negociar. Una parte del costo quedará como garantía, pero una vez que el barco esté terminado y satisfaga todas las exigencias que yo le garantice, el hombre puede regresar, saldar la deuda y tomar posesión inmediata del barco.

Shemaine se afligió:

—No hay manera de que te engañe como intentó hacer Horace Tumbull, ¿cierto?

Gage rió, aliviando su preocupación.

—Flannery dice que la palabra del capitán es como oro fino. Si le entrego lo que él espera, él hará lo propio. Está buscando una embarcación que sea tan veloz como alguna que utilizan ahora los franceses. No pretendo jactarme, pero este bergantín hará avergonzar a los navíos franceses.

Shemaine suspiró, contenta.

—Sería agradable navegar con el barco unos días antes de que lo perdamos por completo de vista.

—Estoy seguro de que podremos arreglarlo, dulce. El hombre querrá probarlo antes de la entrega; en su momento le preguntaré si permite que otros pasajeros nos acompañen a hacer un breve crucero.

—¡Me encantaría!

Camille se unió a ellos y apoyó una mano en el brazo de Shemaine para atraer su la atención hacia el sendero que había frente a la cabaña, por donde iban Erich Wernher y Tom Whittaker cargando dos grandes baúles hacia la casa.

—Querida, hemos traído parte de tu ropa desde Inglaterra. ¿Dónde quieres que la dejen?

—¡Mi ropa! —exclamó Shemaine, embelesada. Con las mejillas sonrosadas y los ojos verdes chispeando de excitación, miró a su marido con sonrisa hechicera—. ¡Oh, Gage, quiero ir a ver!

—Corre, mi amor —dijo Gage con una risa—. Y no olvides de hablar con Bess sobre nuestros nuevos invitados. Son cinco; tres mujeres y dos hombres. Si acepta cocinar para tantos, Erich y Tom podrían instalar unas tablas sobre caballetes para usar como mesa en el porche de adelante. Podríamos comer allí.

Shemaine asintió y, volviéndose a medias, hizo una seña a su padre para que acompañase a su madre a la cabaña. Deteniéndose un instante, hizo otra pregunta a su esposo:

—¿Tu padre se reunirá con nosotros?

Gage respondió con una lenta sonrisa:

—Estando Mary Margaret aquí, creo que hará el esfuerzo.

—En ese caso, haré poner un plato para él —dijo Shemaine, dando varios pasos hacia atrás—. Cerciórate e infórmame en cuanto lleguen nuestros invitados. Entretanto, yo me probaré mis vestidos para ver si aún me van.

Su marido la miró con aire dudoso:

—No has notado que estás algo más gruesa, ¿eh, señora mía? Shemaine se pasó discretamente la mano a la altura del corpiño, que era la zona que más le preocupaba.

—Puede ser, en algunas zonas.

La carcajada de Gage acompañó el descenso de Shemaine pero, cuando él se volvió y encontró a Maurice mirándolo ceñudo, su alegría se cortó de repente.

—¿Todavía está ahí, su señoría? —desafió Gage, exasperado con ese hombre que había estado observándolos como un águila—. Pensaba que, a esta altura, ya habría percibido que Shemaine está conforme con ser mi esposa y se marcharía por usted mismo. ¿O cree, acaso, que obtendrá alguna ventaja baboseando detrás de ella como un perro faldero?

Maurice no estaba de humor para disculparse. Había estado observando durante mucho tiempo a la pareja mientras conversaba, y el evidente afecto que existía entre ellos no había hecho más que hacer crecer sus celos. Si no hubiese sido por el cruel destino, habría sido él quien hiciera brillar los ojos de Shemaine.

Uniendo las manos atrás, Maurice se acercó a Gage con paso mesurado, contento de tener esa oportunidad de quedar solo con él. Estaba impaciente por hacer conocer ciertas verdades a ese truhán; para eso necesitaba que estuviesen solos. Sus palabras fueron tan claras y concisas como le fue posible.

—Señor Thornton, no me marcharé de las colonias hasta que pueda hacerlo con la mujer que amo.

La mirada de Gage se heló.

—Para eso tendrá que matarme, milord.

Un indolente encogimiento de hombros acompañó la réplica del marqués:

—Si es necesario.

—Debería considerar que tal vez Shemaine me prefiera a mí y no a usted.

Los ojos negros de Maurice hicieron resbalar su mirada desde la cara bronceada de su adversario hasta los hombros anchos, cubiertos por una camisa blanca de mangas amplias y las estrechas caderas enfundadas en un pantalón de color tostado. Notó los zapatos negros de puntas cuadradas que calzaba, y luego fijó otra vez la vista en la mirada divertida de Gage.

—Admito que Shemaine puede tener motivos para estar enamorada de un hombre de su estatura y buena apariencia, señor, pero estoy seguro de que, con el tiempo, lo olvidará.

La respuesta de Gage casi hizo saltar sangre:

—¿Cómo hizo con usted, señor?

Los ojos negros ardieron de ira contenida.

—Estoy seguro de que han sido las circunstancias las que empujaron a Shemaine a aceptar su propuesta matrimonial, señor Thomton. Si hubiese sabido que estábamos viajando hacia aquí para rescatarla, no dudo de que habría rechazado su oferta.

—Puede ser —admitió Gage—, pero sólo porque se hubiese sentido obligada a honrar el compromiso —miró al marqués con expresión contemplativa—. Sólo le pido que me diga una cosa, por favor. Si llegara a matarme, ¿cómo haría para ignorar al niño que está creciendo en su vientre?

A Maurice no le agradó que lo aguijoneara con el recuerdo de esa cuestión.

—Porque el niño será parte de Shemaine, y yo me empeñaré en proporcionarle todos los beneficios que daría a mi propio hijo.

Gage se burló:

—¿Todos los beneficios?

—No mi título, por supuesto, pero me encargaré de que a él... o a ella... no le falte nada.

—Excepto su padre.

—Por desgracia, eso no se puede remediar —repuso Maurice—. No puedo dejar a Shemaine aquí sola, con usted, sabiendo que podría llegar un momento en que la mataría, como hizo con su primera esposa, ¿entiende? Jamás me lo perdonaría si a ella le sucediera algo que yo hubiese podido evitar.

—De modo que me ha juzgado culpable para aplacar cualquier escrúpulo que pudiera sentir cuando intente matarme...

—¿Intente? —las palabras elegidas por Gage hicieron reír irónicamente al marqués—. Buen hombre, si me decido a matarlo, tenga la seguridad de que lo haré. ¡No me limitaré a intentarlo!

Gage preguntó con cierta incredulidad:

—¿Está tan seguro de que puede matarme?

—Sin duda.

Gage hizo una pausa reflexiva, evaluando la confianza del marqués. Sus palabras no habían sonado con arrogancia sino con inflexible convicción.

—Shemaine me informó de su habilidad en el manejo de las pistolas de duelo y la espada, pero también me dijo que, hasta ahora, sólo había herido a sus oponentes.

—Me ocuparé especialmente para cumplir su sentencia de muerte, señor.

Gage ladeó la cabeza, con aire contemplativo.

—Milord, si es tan diestro en el duelo, ¿no sería como cometer un asesinato luchar con otro que jamás en su vida ha participado en un duelo?

La boca de Maurice adquirió un sesgo sardónico:

—Espero estar rindiendo tributo a la justicia y salvando a Shemaine de una muerte prematura.

—¿Nada lo haría desistir del camino que ha elegido?

Maurice reflexionó un momento en la pregunta de Gage y, por fin, respondió con un breve asentimiento:

—Si fuese usted completamente exculpado del asesinato de su primera esposa, deberé admitir que podría ser un marido apropiado para Shemaine. Al menos, teniendo esa seguridad, confiaría en dejarla a su cuidado.

Gage devolvió la mirada directa del marqués; lo comprendió por completo: en su situación, él no haría otra cosa.

—Entonces, por el bien de mi familia, ojalá su mano resulte detenida por un milagro semejante, milord.

Maurice observó al otro con aire reflexivo.

—Percibo que no es usted ningún cobarde, señor Thornton.

Gage hizo una imperceptible inclinación y retribuyó el elogio.

—No; tampoco lo es usted, su señoría.

William Thornton hizo un valiente intento de ponerse de pie cuando entraron a la sala Camille y Shemus O'Hearn, pero Shemaine lo detuvo con una suave presión de la mano en su hombro, obligándolo a sentarse de nuevo.

—No se esfuerce, milord —dijo con suavidad—. Mi madre entiende que usted está recuperándose de una herida grave y no puede obsequiarnos con sus excelentes modales.

—Yo misma se lo dije a su señoría, pero no me hizo caso —comentó Mary Margaret desde el sofá, dejando a un lado la baraja que tenía en la mano.

Andrew dejó el sofá y corrió hacia Shemaine. Cuando había visto entrar a Bess y Nola en la cocina, había buscado refugio en la familiaridad de la señora McGee, amiga cercana, pero ahora que volvía Shemaine, se sentía otra vez a sus anchas. Shemaine presentó a los adultos y luego el niño a sus padres.

—Y éste es mi hijo Andrew —declaró, orgullosa, abrazándolo cariñosamente—. Tiene dos años, sabe contar hasta diez, e incluso deletrear su nombre de pila.

—Oh, qué niño tan hermoso —elogió Cami1le, admirativa—. ¡Y tan inteligente!

—Mamá Shemaine me enseñó —dijo el niño con una sonrisa tímida pero cautivante.

—Andrew, éstos son mi madre y mi padre...

Andrew la miró, interrogante:

—¿Tu mamá y tu papá?

Ella respondió con sonrisa radiante:

—Sí, han venido de Inglaterra para vernos.

—¿A mi papá también?

La muchacha respondió con un gesto de asentimiento.

—Sólo ayer supieron acerca de tu papá, y hoy vinieron a verlo.

—¡Éste es mi yayo! —anunció Andrew, orgu1loso, señalando a Wi1liam con un dedo.

El conde de Thornhedge sonrió a los O'Hearn.

—Yo decía que debíamos ser cuatro para jugar a la escoba. ¿Estarían interesados?

—Mi padre es un tremendo jugador —advirtió Shemaine con sonrisa traviesa.

Shemus resopló, divertido.

—Hija mía, puede que tu madre parezca un ángel, pero me ha derrotado en más sentidos de los que me agrada recordar.

Camille dio una palmada cariñosa en el brazo de su esposo. —Porque tú me dejas ganar, querido.

—¡Ja! —se burló Shemus ante lo absurdo de la idea. Dirigiéndose a William, indicó a su esposa con un gesto—. Señor, la verdad es que ella me deja ganar a mí.

William cloqueó de risa y, recordando su herida, hizo una leve mueca. Un poco más serio, preguntó:

—¿Eso significa que formaremos el cuarteto?

—Primero, conversaré con mi hija en el dormitorio y luego será un placer para mí jugar una partida con usted y su encantadora compañera —respondió con gracia Camille.

Entró Bess desde la cocina llevando una pequeña bandeja con bollos. Había cortado el pan en pequeños trozos, del tamaño de bocados, y ahora los ofrecía a su señora:

—Señora, quiero que pruebe un trozo.

Examinando con la vista el contenido de la bandeja, Camille adoptó un aire perplejo:

—¿Para qué, Bess? Ya he probado tus buñuelos. ¿Estos son diferentes?

—Sí, señora. Los ha hecho su preciosa hija.

—Ah.

Camille no estaba muy convencida de querer someterse a semejante prueba tan pronto. Durante años de desastres en la cocina, se había familiarizado con los defectos de la comida preparada por su hija. No estaba muy ansiosa por probarla en ese momento, segura de que sentiría el sabor durante todo el día y lo lamentaría esa noche, al irse a acostar.

—Está bien, señora. Pruébelos —la animó Bess.

Camille eligió el más pequeño y lo probó; poco a poco su rostro pas6 de una cauta reserva a la admiración radiante. Demostró su aprobación con una exhuberante sonrisa.

—¡Son deliciosos!

Bess lo confirmó moviendo su cabeza vehementemente.

—Lo logramos, señora: ¡nuestra querida pequeña ha aprendido a cocinar!

William procuró sofocar su risa antes de que lo torturaran las consecuencias pero, cuanto más lo intentaba, más ganas tenía de reír. Apretando una almohada contra su pecho para aliviar el dolor, dijo a Shemaine:

—Querida mía, al parecer durante un tiempo había habido dudas sobre tus habilidades culinarias

—Milord, créame que había razones para ello —replicó Shemaine, divertida.

—Estoy segura de que ya no —intervino Mary Margaret—. Su señoría y yo nos preguntábamos si ahora Bess sabrá cocinar tan bien como Shemaine Thornton.

—Puede que no —pensó Bess, en voz alta, y alzó sus hombros rollizos en un gesto cargado de buen talante—. Y si es así, pensaré que exageré enseñándole a cocinar.

—El mérito le corresponde enteramente, Bess —dijo William con aire jovial. Usted, con sus esfuerzos, ha hecho que nuestra vida sea mucho más placentera.

—Gracias, su señoría.

Bess hizo una reverencia y regresó a la cocina luciendo una sonrisa complacida.

Shemaine la siguió a la cocina, habló con ella a solas unos minutos y le informó sobre la llegada de más invitados. Bess no vaciló en asegurarle que no tendría dificultades en preparar un banquete para todos. Le advirtió que no sería una comida demasiado elaborada pero que habría bastante para todos. Era lo que Shemaine esperaba y dio un cariñoso abrazo a la mujer.

—Sabía que podrías hacerlo, Bess, pero mi marido no quería que te incomodáramos con más trabajo del razonable.

Bess sonrió.

—Dile a tu señor que aprecio su bondadosa preocupación, querida —a continuación, se inclinó y susurró en su oído—: Si me lo preguntas, puedo decirte que es un guapo caballero.

—Ya lo creo —admitió Shemaine en el mismo tono bajo.

Shemaine dio rápidas indicaciones a Erich ya Tom para que instalasen la mesa y, cuando regresó a la sala, Camille señaló con un gesto hacia el dormitorio principal, indicándole los dos baúles de los O'Hearn que estaban cerca de los pies de la cama.

—¿Vamos ahí adentro y damos un vistazo a lo que puso Nola en esos baúles?

—iNo puedo esperar!

Shemaine tomó de la mano a su madre y la arrastró tras ella, corriendo hacia el cuarto.

En cuanto estuvo encerrada con su madre en el dormitorio principal, Shemaine sacó un vestido de pálido color verde agua de brocado de seda con flores, con escote cuadrado y mangas tres cuartos. Nola lo planchó cuidadosamente y Shemaine se lo puso. Daba la sensación de que la prenda se acomodaba sobre ella con la ansiedad de una vieja amiga, deseosa de reanudar una antigua relación. Camille se puso detrás de su hija para ajustar los lazos del corpiño, ató una fina cinta con una gema al cuello de Shemaine y luego recurrió al talento de Nola para que le hiciera un peinado apropiado.

La oportunidad de cepillar y peinar otra vez el pelo de Shemaine llenó los ojos de la doncella con lágrimas de alegría. Hasta hacía poco, había penado por su joven señorita creyéndola muerta, ahora se sentía hondamente agradecida de que la búsqueda de los O'Hearn no hubiese acabado en un triste descubrimiento. Le parecía una celebración poder arreglar esos mechones en un encantador peinado sobre la coronilla de su pupila y acomodar sus tirabuzones detrás de sus delicadas orejas.

En uno de los baúles encontraron un espejo de mano; Nola lo sostuvo para que su joven señorita admirase los resultados. Camille dio su aprobación y sonrió, agradeciendo la buena fortuna de volver a hallar a su hija.

—¡Oh, Nola, me siento otra vez como antes! —exclamó Shemaine—. ¡Gracias!

—Está más bonita que nunca, señorita —repuso Nola, estrechándola en un afectuoso abrazo.

Luego, se marchó con una sonrisa.

—Estás tan bella como siempre, querida mía —dijo Camille, parpadeando para contener la humedad que amenazaba nublar su visión mientras contemplaba a su hija—. Espera a que te vea Maurice.

Shemaine se puso un tanto rígida y, cuando se volvió hacia su madre, miró los lacrimosos ojos azules que parecían suplicarle.

—Madre, no estoy casada con Maurice. Gage es mi marido. Te pido que lo recuerdes.

Camille unió las cejas en un ceño preocupado.

—¿Podrá darte él alguna vez lo que Maurice es capaz de darte? Shemaine detectó el leve temblor en la voz de su madre, el dolor y la angustia en su semblante delicado. Por mucho que la amara, no permitiría que intentara convencerla de que se apartase de Gage por medio de bellos vestidos o promesas de riqueza sin fin.

—Mamá, yo amo a mi marido, y no aceptaré a otro...

—Pero hay muchos que aseguran que él mató a su primera esposa...

—Sí, yo he conocido a varias personas que se han atrevido a decir tales cosas. Mamá, si tú las conocieras, comprenderías sus estratagemas y su ansiedad por echar a rodar habladurías que han pergeñado para sus propios fines. Roxanne Corbin es una solterona que ha querido a Gage para ella desde que llegó aquí, a Virginia, hace más de nueve años, pero él, en cambio se casó con Victoria. Roxanne no pudo tolerarlo. ¿Quién sabe? Hasta puede haber sido ella la que mató a Victoria. Por cierto, ella es la que descubrió el cuerpo. Después de que Gage y yo nos casamos, vino aquí, nos interrumpió cuando celebrábamos nuestro amor y juró decir a todos que él había matado a Victoria. Es una mujer despechada, mamá, y está decidida a salirse con la suya o, si no, al menos ver destruido a Gage. ¿Tú darías crédito a una persona así? ¿Tendrías dudas acerca de papá si un tipo envidioso se acercara a ti y te dijera que es un ladrón?

—No, claro que no, Shemaine, pero...

—¡No hay pero que valga! —levantó una mano para interrumpir las argumentaciones de su madre—. ¡No quiero escuchar más calumnias contra mi esposo! y si has traído esta ropa con la esperanza de persuadirme de que abandone a Gage, puedes volver a llevarla contigo. ¡Pero ten presente una cosa, mamá: no aceptaré a otro esposo que no sea Gage hasta que alguno de nosotros esté en la tumba!

Camille se llevó una mano trémula a la frente, esforzándose por contener la angustia que la desgarraba por dentro.

—¿Cómo puedo dejarte aquí con él, sabiendo que existe una posibilidad de que no estés segura... de que podría matarte a ti también?

—Por favor, mamá —murmuró Shemaine, lisonjera—. No te preocupes por Gage...

—No puedo evitarlo, Shemaine —gimió Camille, sintiéndose desdichada—. Eres nuestra única hija... nuestra querida pequeña. ¡No podríamos soportar que alguien te matara! jY eres tan joven...!iNo has tenido mucha experiencia Con hombres! Gage es mucho mayor...

—Sólo tiene dos años más que Maurice —arguyó Shemaine, desesperada—. ¿Acaso en tu mente dos años constituyen una diferencia tan importante?

Las cejas de Camille se arquearon un instante mientras intentaba encontrar una justificación adecuada para su prejuicio:

—Gage parece mucho mayor.

—Quizá porque no ha recibido las cosas en bandeja de plata, mamá. Ha tenido que trabajar duro para obtener lo que tiene. Tal como tuvo que hacer papá en otro tiempo.

—Cuando nos casamos, tu padre era mucho más joven.

—Terminemos con esta discusión —pidió Shemaine. Su madre intentó hablar otra vez, pero la hija movió la cabeza Con vehemencia—. Voy a salir para que Gage vea mi vestido. Cuando vuelva, espero que te hayas hecho a la idea de que estoy casada con él y que no permitiré que eso sea de otra manera. Tienes un nieto en camino, mamá, y me gustaría creer que estás tan ansiosa esperando ese acontecimiento como lo estoy yo. Por favor, no pierdas tiempo diciéndome cuánto aborreces a mi marido y desconfías de él, porque lo único que lograrías sería apartarme de ti.

Camille movió la cabeza con tristeza, y se sonó la nariz en un exquisito pañuelo.

—No aborrezco a Gage, Shemaine. En verdad, si pudiera estar segura de que las acusaciones en su contra son sólo mentiras, estaría contenta y complacida de que lo ames así.

—Entonces, rogaré que aparezca algo que alivie tus temores —dijo Shemaine con suavidad—. Porque no soporto verte llorar.

Besó dulcemente a su madre y salió cerrando la puerta del dormitorio. William fue el primero en notar su cambio de indumentaria y su artístico peinado; le dedicó elogios dignos a los de un joven cortejante.

—Por el resplandor que llenó la sala habría jurado que hoy el sol salía por segunda vez, pero ahora veo que sólo es tu radiante belleza.

—Es usted muy galante, milord —respondió Shemaine con graciosa sonrisa, haciéndole una reverencia.

Enfiló hacia la puerta y se detuvo allí, giró hacia Andrew, que se había instalado sobre las piernas su abuelo, y le dijo:

—Andy, voy afuera a ver a tu padre. ¿Quieres venir conmigo? —¡Quiero ver a papá! —informó a William, dichoso, y bajó rápidamente.

Tomando en la suya la pequeña mano, Shemaine cruzó con la suya la mirada preocupada de su padre y logró componer una sonrisa antes de salir.

Su regreso al barco hizo que tanto Gage como Maurice se interrumpiesen y clavaran la vista en ella, en profunda admiración de su belleza pero, cuando su esposo la rodeó con los brazos y la acercó para besarla, Maurice sintió una dolorosa punzada de envidia royendo sus entrañas. La necesidad de escapar a la presencia de la pareja se volvió apremiante y esencial. Por un día, ya había soportado una buena dosis de ese cortejo matrimonial. Con las manos apretadas, la espalda rígida, atravesó la cubierta sin mirar atrás, mientras descendía del barco en construcción.

Ausente su hija, Shemus corrió al dormitorio y encontró a su esposa llorando silenciosamente en su pañuelo.

—¿Tuviste ocasión de hablar con ella? —preguntó, ansioso.

—Sí, pero ha servido de nada, Shemus. Shemaine está decidida a quedarse con Gage. Dice que lo ama y que no aceptará a otro.

—¡Maldita sea su terquedad irlandesa!

—¡Shemus! ¡Qué vergüenza! Es nuestra hija.

—Sí, y lo que veo en ella es mi propia terquedad.

—Quizá tenga razón, Shemus —insinuó Camille—. ¿Qué derecho tenemos nosotros de condenar al hombre si no sabemos casi nada de la verdad? Shemaine jura que lo que hay detrás de una parte de las murmuraciones es envidia. Una solterona que quería casarse con Gage...

—Veremos qué puede hacer Maurice —musitó Shemus, sin escuchar a su esposa—. Tal vez él pueda convencerla de que regrese con nosotros. Shemaine dijo que en otro tiempo lo amaba, y sé que él la ama.

—Shemus, no creo que Shemaine regrese a la patria con nosotros sin su marido. Y si la obligáramos, nos odiaría para siempre.

—¿La hemos perdido?

—Sí, Shemus, eso me temo. Hemos perdido a nuestra querida pequeña. Ha crecido, se ha convertido en una mujer y tiene sus propias opiniones.

Capítulo 22

—Ya vienen —anunció Flannery poco después de que Gillian se hubiese llevado a Andrew a explorar el bosque en busca de animales pequeños.

Gage y Shemaine se reunieron junto a la baranda con el carpintero que señalaba con un dedo torcido hacia una gran lancha que se acercaba al muelle. Un hombre alto, tocado con un tricornio, saltó y amarró la embarcación al poste, mientras su compañero quitaba los remos.

El primer caballero escoltó a dos jóvenes hacia el barco en construcción mientras el hombre que había llevado los remos asistió a una tercera. Al ver a Shemaine, los hombres se quitaron los tricornios en ademán cortés. Eran tan altos como Gage, y el mayor tenía una espesa melena de pelo color caoba oscuro atado en una cola tras el alto cuello duro de su levita. Su rostro era más bien cuadrado y anguloso, sus ojos castaños. Un humor indoblegable se adivinaba en las finas líneas que rodeaban su boca, en la cual relucían dos hileras de blancos dientes.

Flannery lo presentó como su antiguo capitán:

—Capitán Thornton —dijo, dirigiéndose a Gage—. Éste es el capitán Beauchamp.

—Nathanial Beauchamp —anunció el desconocido ofreciendo su mano a Gage, a modo de saludo—. O Nathan, si prefiere...

La respuesta habitual llegó con la prontitud que esperaban quienes lo conocían.

—Todos me llaman Gage.

Después de que Shemaine fuera presentada, Nathanial identificó a las mujeres que lo acompañaban:

—Éstas son mis hermanas gemelas, Gabrielle y Garland —dijo, indicando a las más jóvenes. Luego, rodeó con el brazo a la mujer de pelo castaño que estaba junto a él—. Y ésta es mi esposa, Charlotte.

Las gemelas tenían el pelo tan negro como el del hombre más joven y era él, más que a su gemela, a quien Garland se parecía de una manera asombrosa. Los dos tenían ojos de un ámbar brillante, con reflejos de oro.

—Mi hermano menor, Ruark —presentó Nathanial, apoyando una mano grande sobre el hombro del joven.

—Su servidor, señora Thornton —Ruark mostró sus blancos dientes en una sonrisa deslumbrante, mientras hacía una galante reverencia ante Shemaine—. Su belleza tiene los intensos matices que he visto en las verdes colinas de Irlanda, señora.

Los ojos verdes le dedicaron una mirada chispeante.

—Y usted, señor, debe de haber sido favorecido con el estilo irlandés para que su lengua sea tan locuaz.

Encantado, Ruark estalló en carcajadas echando la cabeza atrás.

Por cierto, tengo predilección por lo irlandés.

—Entonces, estoy segura de que tiene un gusto excelente —repuso Shemaine, provocando divertidas risas a los hombres.

Gabrielle se adelantó, en sus ojos había un travieso brillo.

—Me parece conveniente advertirle sobre mi hermano, señora Thornton: parece resuelto a ir por la vida sin que nada lo ate, pese a su avanzada edad. Y sin embargo, trata a cualquier joven hermosa que se le acerca como si fuera la única capaz de robarle el corazón. En verdad, robaría su corazón, si pudiera.

—Qué vergüenza, pequeña calabaza —regañó Ruark a su hermana, lanzando una carcajada. Me juzgas con bastante libertad, y yo podría señalar que tú has llegado a la veintena sin haber encontrado aún un compañero que te parezca aceptable.

—No es necesaria la advertencia, señorita Beauchamp —respondió Shemaine pasando su brazo en torno de la estrecha cintura de su esposo—. Mi corazón ya tiene dueño.

—Entonces, está a salvo— ¡Qué bueno! —Gabrielle dedicó una mueca triunfal a su apuesto hermano que, con buen humor, levantó un dedo a modo de advertencia como amenazándola con graves consecuencias. La muchacha sacudió la cabeza con coquetería, sin hacer caso de la silenciosa admonición, y soltando un grito repentino se apartó mientras su hermano avanzaba hacia ella con aire amenazador—. ¡Si me haces daño otra vez, se lo diré a mamá!.

Sacudiendo la cabeza ante sus traviesos hermanos, Garland se acercó a Shemaine:

Como habrá notado, señora, soy la única cuerda de la familia —dijo, provocando exclamaciones de protesta de sus risueños hermanos. Los hizo callar y, alzando su fina nariz recta en n ángulo que proclamaba altivez, desmentida por sus ojos de reflejos dorados, encendidos de alegría, se dirigió otra vez a Shemaine—. Por favor, llámame Garland, señora Thornton y del mismo modo puede llamar por su nombre de pila a mi hermana —echó una mirada provocativa a Gabrielle, como para avergonzarla—, pues ella no tiene los modales suficientes para decírselo.

—Yo me sentiré honrada si me llaman Shemaine.

Adelantándose, Gabrielle alzó sus hombros delgados, sin mostrar el menor pesar.

—Garland se cree más digna y perspicaz que el resto de la familia. Es cierto que estuvo más atenta a las enseñanzas de nuestros tutores de lo que yo estuve jamás. Pero yo sé otros nombres que le irían mejor: Aburrida, Presumida, Mojigata...

La calumniada ahogó un gemido y, como su hermano, Garland avanzó hacia su melliza como para vengarse, a la vista de lo cual Gabrielle rió suavemente. Sacudiendo la cabeza como una niña que se deleita en provocar a sus compañeros de juego, la endiablada hermana se alejó bailoteando.

—Niñas, pórtense bien —imploró Charlotte, alzando las manos como si no pudiese creerlo—. ¿Qué pensará esta buena agente de nosotros? Nada bueno, creo.

Gage rió, embelesado con la familia.

—Al contrario, señora. Me hacen ver lo que me he perdido siendo hijo único.

—Somos una progenie más bien indisciplinada —admitió Nathanial—. Tenemos otro hermano que aún no tiene veinte años. Había recibido la visita de un amigo y prefirió quedarse en casa y hacer todas las cosas que a los muchachos de esa edad les gusta hacer. La última vez que los vi estaban flirteando con las hijas del vecino —los ojos de Nathanial brillaron de entusiasmo cuando su mirada recorrió el muelle—. Estoy impaciente por ver ese hermoso barco que ha construido, señor.

Tomando lo dicho como una señal, Shemaine se dirigió a las tres mujeres.

—¿Vamos a la cabaña, señoras? Mi esposo y yo tenemos otros invitados que me gustaría presentarles.

Todas accedieron de buena gana.

Antes, Maurice du Mercier se había retirado a ese refugio pero cuando Shemaine entró en la sala precediendo a las tres damas se puso de pie mirando a los cuatro que jugaban al whist. Sin duda, estaba encantado de tener una diversión mucho más interesante que una partida de naipes, aunque no la esperaba en semejante número. Primero fue presentado a Charlotte, luego a Gabrielle, que lo asaeteó con tal lluvia de preguntas que se vio en dificultades para responderle y, almismo tiempo, mirar a la hermana. Garland se había detenido a mirar los muebles, pero cuando Shemaine le pidió que se adelantara para presentarla, Maurice se sorprendió clavando la vista en esos ojos ambarinos, de oscuras pestañas.

Garland, éste es un amigo de la familia, el marqués du Mercier —dijo Shemaine—. Su señoría, ésta es la señorita Garland Beauchamp...

—Con Maurice es suficiente —dijo el aludido, haciendo una cortés reverencia.

La joven hizo una breve reverencia.

—Si usted lo prefiere, milord, mi nombre es Garland —una sonrisa jugueteó en sus labios—. Señorita me suena tan... tan de solterona...

—Una solterona muy joven y bella, por cierto — murmuró Maurice con calidez.

Gabrielle suspiró para sus adentros, comprendiendo que no iría muy lejos tratando de monopolizar al marqués con una conversación aguda. Hasta una ciega habría visto que estaba prendado de su hermana. Hacía mucho tiempo se había hecho evidente para ella que cuando las dos personas adecuadas se conocían, hacía falta algo así como un hacha para separarlas. Sin duda, era el caso presente, aunque Garland tuvo la gentileza de mantener una agradable reserva que bordeaba con el desapego. Gabrielle llegó a la rápida conclusión de que necesitaba tomar nota de las lecciones que su hermana le ofrecía, porque ella no había logrado, hasta el momento, atraer a ningún pretendiente con el único don de la charla incesante.

Buena perdedora, Gabrielle hizo otra pregunta en beneficio de su hermana:

—¿Existe una marquesa, su señoría?

—Además de mi abuela, no tengo esposa, deudos ni parientes —respondió Maurice, echando hacia Shemaine una mirada significativa, que provocó el sonrojo de ella, y a él le brindó una modesta satisfacción.

Gabrielle apoyó un dedo junto a la boca y reflexionó la respuesta.

—Se me ocurre pensar cómo me habría ido si fuese hija única. En la familia Beuchamp somos cinco hermanos y, con Garland como hermana gemela, tenemos que compartirlo todo... o, de lo contrario...

Maurice tuvo cuidado de guardar silencio porque no estaba seguro si lo que Gabrielle estaba insinuando era que él también sería algo a compartir.

—Querida, necesitamos más sillas —informó Camille a su hija—. ¿Tienes otras?

—Por supuesto, mamá —respondió Shemaine.

Ya se disponía a indicar a Nola que fuese a buscar un par de sillas arriba cuando vio a Bess tratando de atraer su mirada desde la cocina, y acudió de inmediato a resolver el dilema de la cocinera con respecto a la salsa que debería hacer para el venado.

—Yo traeré las sillas —se ofreció el marqués, caballeros, refiriéndose a algunas que había visto en el porche del frente.

Ya habían guardado los naipes y, mientras iban a buscar sillas, las señoras se quitaron los sombreros. Al colocar la silla detrás de Garland, Maurice no notó que estaba un poco tambaleante porque no podía apartar la vista de la nuca de la joven, donde el pelo formaba un intrincado nudo. Bajo la masa oscura, su piel era blanca y tersa.

En el preciso instante en que Garland estaba sentándose, el asiento y el respaldar se separaron y la silla se derrumbó, haciéndose caer hacia atrás. Las exclamaciones de sorpresa igualaron a las miradas asombradas, pero los reflejos de Maurice estaban bien aceitados para reaccionar espontáneamente a cualquier crisis que se presentara ante él. Inclinándose adelante con los brazos extendidos, sujetó a la joven y fue recompensado de inmediato con una delicada y tentadora fragancia, una dulce mezcla de lilas y jabón que ascendió hacia él y se le subió a la cabeza como un vino de primavera. Cuando la cabeza de Garland tocó su pecho, tuvo un atisbo de unos pechos suaves y redondeados velados por una tela de color malva y de los volantes de un jabot de encaje crudo que se derramaban desde el cuello de su ajustado corpiño, antes de que sus brazos rodearan la fina cintura.

—¡Válgame Dios! —exclamó Garland, asombrada por la seguridad que sentía entre esos brazos.

Maurice la ayudó a enderezarse y se inclinó sobre el hombro de ella con solícita inquietud:

—¿Está usted bien?

Garland levantó la vista, se encontró con unos relucientes ojos negros y sintió que la recorría un súbito ramalazo de excitación. Siempre había creído que su hermano era demasiado apuesto para tener un serio competidor en lo que se refería a belleza masculina, pero supo que tendría que revisar ese concepto.

—Oh, sí, su señoría —se apresuró a asegurar, nerviosa—. Sólo me asusté un poco.

—Maurice —recordó él en un susurro.

Por fin, los dos tuvieron conciencia de que los demás ocupantes de la sala se habían quedado silenciosos y los observaban. Un vívido sonrojo encendió las mejillas de Garland aunque como Maurice estaba acostumbrado a ser observado con atención, no se inmutó y se inclinó para recoger la silla.

—Shemaine, me parece que como ebanista tu marido deja mucho que desear.

Fue un aguijonazo afilado, pues la intención de Maurice era hacer notar a su antigua prometida que el hombre al que se había entregado no le faltaban defectos.

Shemaine se erizó en defensa de su marido:

—La culpa es mía, su señoría —respondió, formal—. Tendría que haber prestado más atención y avisarle que la silla que usted trajo del porche era una que han dejado para reparar. De todos modos, no la hizo Gage —con un ademán, indicó con orgullo los muebles que llenaban los cuartos—: Ésta es la clase de muebles que él hace.

De repente, un grito asustado llegó desde afuera alarmando a Shemaine, que reconoció en el acto la voz de Andrew. Preocupada, pasó junto a Garland y Maurice y corrió hacia el porche. Andrew corría a toda velocidad hacia la cabaña y había dejado atrás a Gillian. Shemaine se apresuró a bajar los peldaños y cruzó el patio hacia el niño, que se arrojó en sus brazos abiertos como si una manada de crueles sabuesos si le mordiera los talones. Llorando cuando ella lo levantó, ocultó la cara en el hombro de la mujer tratando de no ver nada que lo afectara. Al fin, llegó Gillian sin aliento.

—¿Qué pasó —quiso saber Shemaine—. ¿Por qué está tan asustado?

—Caín —balbuceó Gillian, jadeando—. El jorobado estaba agachado tras el tronco podrido de un árbol y estaba tan bien escondido que yo no lo vi en ningún momento, pero Andy sí.

Shemaine recordó a la penosa criatura a la que había brindado su amistad. Había creído inofensivo a Caín y lo sucedido le hizo pensar que tal vez estuviese equivocada.

—¿Caín le hizo daño?

—No, Andy huyó porque se asustó.

Aliviada, Shemaine abrazó al tembloroso niño. Cuando vio que Gage corría hacia ellos, le gritó, risueña:

—No es nada: sólo que Andy se asustó.

Cuando Gage llegó, Gillian tuvo que volver a contar todo lo que le había dicho a Shemaine, aunque su patrón hizo más preguntas.

—¿Preguntaste a Caín qué estaba haciendo en el bosque?

Gillian asintió con la cabeza.

—Eso fue lo que me demoró. Por cierto, es difícil entenderlo, capitán pero, hasta donde pude saber, estaba velando por su señora.

—¿Cuidando a Shemaine? —confundido, Gage frunció el entrecejo e intercambió una mirada perpleja con su esposa para luego volver su atención al joven—. ¿Dijo por qué?

—Sí, dijo algo acerca de que Potts y otros... quieren hacerle daño.

—¿Otros? ¿Lo interrogaste acerca de ellos... quienes podrían ser?

—Lo intenté, capitán, pero se negó a responder. Lo único que hizo fue salir de su escondite, sacar la mula del sitio donde la había dejado, y marcharse —Gillian hizo una pausa y sacudió la cabeza, perplejo—. Capitán, tendría que ver lo que ha hecho. No sé cuándo puede haberlo hecho, pero construyó un corral para su mula con unos palos gruesos y luego amontonó maleza alrededor de la valla para que el animal no fuese visto. Tenía un aspecto tan natural que jamás le hubiese prestado atención aunque estaba a unos pasos del corral. Para mí, parece un lugar en el que pensaba quedarse cierto tiempo y esconderse de cualquiera que fuese al bosque... incluso nosotros.

—Me pregunto si no era él el que hemos estado buscando todo este tiempo —musitó Gage, como para él.

—No lo sé, capitán —respondió Gillian—. Lo que sé con certeza es que ha debido estar un tiempo ahí para hacer todo lo que hizo.

Gage adoptó una expresión perpleja.

—Pero, ¿cómo habría hecho Caín para detener a Potts en caso de que éste apareciera?

Gillian respondió de inmediato:

—Yo estaba a unos cincuenta pasos cuando Andy empezó a gritar, y corrí hacia él para ver qué era lo que le había asustado tanto. Entonces advertí a Caín agachado en el tronco hueco de un viejo árbol. Había acercado una rama verde al hueco y estaba oculto allí, silencioso como un ratón, hasta que se dio cuenta de que yo lo había visto. Cuando apartó la rama, vi que tenía un mosquete oxidado sobre las piernas. Me asusté porque no sabía si tenía intenciones de usarlo con nosotros. Capitán, le aseguró que ese arma parecía tan vieja que le habría explotado en la cara si la disparaba. Pienso que tenía el propósito de usarla con Potts.

Gage recibió a su lloroso hijo de manos de su esposa. Shemaine había secado los ojos y limpiado la nariz de Andrew, pero Gage sentía cómo seguía temblando. Los brazos pequeños rodearon su cuello, al que se aferraron con firmeza, hasta que Shemaine le frotó la espalda para tranquilizarlo. Entonces, Andrew levantó la cabeza y la miró con una sonrisa temblorosa.

—Pequeño bribón —bromeó ella, revolviéndole el pelo en un intento por aliviar su temor—. Qué susto me has dado.

—Lo llevaré conmigo al barco —murmuró Gage.

—Gillian —llamó Andy, mirando alrededor en busca del joven.

Gillian se adelantó para que el niño pudiese verlo.

—Aquí estoy, Andy.

Ahora vamos al barco de papá. ¿Vienes?

Gillian rió ente dientes.

—Creo que será mejor que vaya. De lo contrario, papá se preguntará si me he marchado.

Shemaine los siguió con los ojos hasta que llegaron a la grada de construcción y luego se volvió y al ver que todos los que habían estado en la cabaña estaban ahora en el porche, fue a reunirse con ellos.

William era el más preocupado y, en cuanto ella se acercó, le preguntó:

—¿Qué sucedió, Shemaine?

—Nada serio, milord. Sólo que Andy se asustó. Hay un hombre muy deforme que vive en algún sitio entre este lugar y Newportes Newes. Andy lo vio en el bosque y ya sabe el temor que siente ante los desconocidos. Bueno, Caín lo aterra...

—¿Caín? —repitió su madre—. Qué nombre extraño.

—Estoy de acuerdo, mamá, pero si vieras a ese pobre hombre podrías comprender que es el más apropiado.

—¿Ha hecho algo malo? —pregunto Maurice.

—No, en absoluto —contestó Shemaine, advirtiendo que su antiguo prometido estaba junto a Garland, en el del porche. Por cierto, esos dos formaban una hermosa pareja y esperaba que algo se concretara ente ellos tras ese primer encuentro, y que la muchacha pareciera a Edith du Mercier una pareja adecuada para su nieto—. De hecho, si Gillian lo entendió bien, estaba allí para cuidarme.

Camilla sintió aprensión y se llevó una mano a la garganta.—¿Por qué haría tal cosa? ¿Sospecha, acaso, que alguien pretende hacerte daño?

Shemaine sabía en quién pensaba su madre y se encogió de hombros, tratando de parecer despreocupada.

—A bordo del London Pride había un marinero que me amenazó de muerte...

—¿Está aún aquí? —interrumpió Shemus, compartiendo la inquietud de su esposa.

—Sí, papá. Al parecer, Jacob Potts está bastante empeñado en cumplir su juramento.

—Pero, ¿por qué Caín quiere ser tu guardián?

Camilla se preguntaba qué habría sucedido para impulsar al pobre hombre a ser el paladín de su hija. ¿Qué era lo que su hija no les decía?

Shemaine se resistía a explicarlo porque sabía que su madre se sentiría muy inquieta cuando supiera todo lo sucedido.

—Lo que sucedió fue que un día ayudé a Caín...

—¿De qué manera? —quiso saber su padre.

La muchacha se alzó de hombros en gesto no muy convincente.

—Potts estaba golpeando a Caín y yo intervine...

—¿Qué dice? —Shemus cada vez estaba más alerta. Conocía a su hija lo bastante bien para percibir que estaba tratando de ocultarles algo—. ¿Qué hiciste, exactamente?

—Golpeé a Potts con un palo —respondió Shemaine de carrerilla.

—¿Qué hiciste? —bramó Shemus.

Camilla estaba a punto de desmayarse de la impresión.

—¡No me atrevo a oír más!

Su marido insistió:

—¡Cuéntanos todo!

Shemaine exhaló un suspiro, segura de que sus padres estaban a punto de explotar. Era obvio que su padre no aceptaría nada menos que el relato completo.

—En realidad, es simple: Potts estaba dando una paliza a Caín; yo encontré un palo y le di un par de golpes en la cabeza. Eso es todo.

Camilla gimió, atribulada.

—¡Oh, no! ¡Shemus, dime que no lo hizo!

—¡Oh, ya lo creo que lo hizo! —informó alegremente Mary Margaret, muy divertida con el interrogatorio—. ¡Yo lo vi con mis propios ojos!

Maurice casi se ahogó tratando de contener la risa pero fracasó en su intento porque estalló en carcajadas, para deleite de las gemelas y zozobra de Camille. Por fin, logró calmarse un tanto aunque antes guiñó un ojo a Shemaine y la felicitó:

—¡Ésa es mi chica!

—¡Qué audaz eres” —exclamó Gabrielle con obvio entusiasmo—. Me gustaría ser tan valiente como tú.

—Tú chillas en cuanto ves un ratón —acusó alegremente su hermana, ahogando el suspiro soñador de la otra.

Gabrielle sacudió su hermosa cabeza, desechando el reproche de su hermana.

—Bueno, eso es mejor que tratar de alimentar a cada pequeño animal que ves.

Shemus lanzó una cauta conjetura:

—Supongo que este Potts es un hombre más pequeño de lo normal.

Su hija esbozó una sonrisa frágil y poco convincente.

—¡Dios del cielo! —estalló Shemus, temiendo lo peor—. ¡Esta chica ha perdido la cabeza!

—¿Cómo es Potts? —preguntó Camille, temblando.

Shemaine se mordió el labio inferior y miro de soslayo. Le resultaba muy difícil enfrentar la mirada ansiosa de su madre mientras trataba de eludir la repuesta.

—Grande, creo.

A Shemus no le agradó la respuesta.

—Hija, ¿cómo de grande es ese hombre?

—¿Conocieron a Sly Tucker? —preguntó Shemaine, tensa, deseando que no lo conocieran.

—¡Oh, noooo! —gimió Camilla, tapándose la boca con una mano.

De Shemus partió un rugido de rabia.

—Hija, ¿has pensado acaso que un sujeto así podría haberte matado?

Divirtiéndose como nunca, Mary Margaret respondió por Shemaine.

—Oh, el muy torpe lo intentó pero el guapo señor Thornton se precipitó a rescatarla. ¡De una patada arrojó a ese cerdo a un charco de barro!

—Me voy adentro —declaró Camilla, sin fuerzas—. He tenido más de lo que puedo soportar en un día. Ojalá que nunca vuelva a tener uno así.

Shemaine soltó un suspiro, agradecida de que hubiese pasado lo peor del regaño de sus padres.

—¡La culpa la tiene este maldito lugar salvaje! —musitó Shemus, siguiendo a su atribulada esposa—. ¡Tendría que volver a casa, con nosotros, en el primer barco que salga para Inglaterra!

Al parecer, la entrada del matrimonio en la cabaña provocó una reacción similar en criadas y ocupantes mayores, dejando en el porche sólo a las gemelas y al marqués. Shemaine estaba frente a los escalones del porche.

Maurice, que se había deleitado con la hazaña de Shemaine, la contempló:

—¡A mí me parece maravilloso! —comentó Gabrielle, despierta su curiosidad sobre la relación que había entre el marqués y la esposa del colono, porque sospechaba que en el pasado habían sido algo más que simples conocidos; se decidió a satisfacer su curiosidad—. ¿Ustedes han sido amigos mucho tiempo?

Los ojos negros de Maurice brillaron de admiración contemplando a su antigua novia. No sentía la menor incomodidad en proclamar que ella era la mujer que él había elegido para casarse.

—Shemaine era mi prometida antes de que el señor Thornton me la arrebatase.

—Ah —la respuesta de Gabrielle fue casi inaudible, pero la curiosidad la dominó y, en tono más fuerte, preguntó—: Yo pensaba que si una pareja estaba comprometida, era casi como si estuviesen casados.

Shemaine se sonrojó intensamente: no quería dar explicaciones detalladas.

—Maurice y yo nos separamos y yo no tenía motivos para suponer que volviésemos a encontrarnos.

—Qué triste —se compadeció Garland.

—En realidad, no —dijo Shemaine, cauta—. Estoy muy enamorada de mi esposo, ¡saben?

—Pero seguramente amaría mucho a su señoría —intervino Gabrielle.

—Sí, pero quizá no tan profundamente como pude haber pensado en otro tiempo —confesó Shemaine, encontrando la mirada de esos bellos ojos que la observan con tanta intensidad—. Maurice y yo nos dejamos llevar por la excitación de estar juntos. Él es tan apuesto... —hizo una breve pausa, con el propósito de ser sincera sin herir los sentimientos de Maurice—. Lo más probable es que haya estado impresionada y... halagada por sus atenciones.

Gabrielle miró a uno y a otro y comprendió bien lo que decía Shemaine: esos dos harían una hermosa pareja. Y, sin embargo, estaba convencida de que el señor Thornton tampoco era mal compañero para su anfitriona. A decir verdad, para ella sería imposible decidir cuál de los dos era más apuesto. Como su hermana jamás se atrevería a interrogar a Maurice acerca de sus circunstancias actuales, le tocaba a ella hacerlo.

—¿Está cortejando a alguna otra doncella en Inglaterra?

Garland se quedó boquiabierta. Muy avergonzada por el atrevimiento de su herma, se apresuró a aconsejar al aludido:

—Su señoría, no es preciso que responda a eso. No hay duda de que mi hermana ha olvidado la discreción que nuestra madre ha intentado inculcarle.

Maurice no estaba ofendido. Había reprimido durante mucho tiempo su deseo por Shemaine y, habiéndola perdido, sabía que encontrar a otra tan admirable como ella sería el único modo de aliviar el dolor que todavía pesaba en su corazón. A decir verdad, aceptaría de nuevo a Shemaine sin dudarlo y jamás le reprocharía nada de lo sucedido durante la separación. Garland era una muchacha bonita, y su manera de ser, digna y tranquila, le agradaba. Aún así, no podía predecir qué surgiría de esa relación aunque no tenía inconvenientes en dedicarle ciertas atenciones mientras se tomaba su tiempo, esperando a ver qué sucedía entre Gage y Shemaine.

—Gabrielle, quizá debo suponer que, estando Shemaine caado con Thornton, tendré que buscar a otra en un futuro próximo.

La sonrisa con que respondió la joven podría considerarse la más calculadora que él había visto en su vida, esto ayudó a aumentar su recelo.

—Tal vez le agrade visitar nuestra casa río arriba, cuando volvamos de Nueva Cork —sugirió la joven—. He estado tratando de encontrar un compañero apropiado para mi hermana; quisiera quedarme con el dormitorio para mí sola...

—¡Gabrielle! —exclamó Garland, indignada—. ¡Cómo te atreves a insinuar que el marqués tal vez pueda tener interés en mí! Acabamos de conocernos.

Su gemela prosiguió, como si ella no hubiese hablado:

—Ahora, tenemos que compartir la habitación, ¡y ella es tan quisquillosa...! Me fastidia continuamente diciendo que soy desordenada. La verdad es que a mí me gusta la comodidad mucho más que a ella.

Maurice aceptó el hecho de que si llegaba a tener serias intenciones de cortejar formalmente a Garland, Gabrielle constituiría una aliada para él.

—Si me dicen cuándo esperan regresar, estaré encantado en hacer una visita a su encantadora familia.,

—¡Cielos! —susurró Garland, sin aliento, abrumada.

Presa de un temblor nervioso, se alisó el jabot de encaje, deseando tener un abanico para refrescar su rostro acalorado. El marqués era la imagen misma del hombre que ella había soñado para marido, pero jamás habría esperado ser cortejada por él. Le avergonzaba la horrorosa audacia de su hermana... pero, al mismo tiempo, estaba bastante agradecida.

Bess salió al porche y empezó a poner manteles en la improvisada mesa que los aprendices habían montado.

—Querida, ¡tienes platos para todos?

—Sí, Bess, enseguida te acompañaré para mostrarte dónde están —respondió Shemaine. Subió los escalones, se detuvo junto a su antiguo novio y le apoyó la mano en el brazo—. Me alegra ver que tal vez saques algo bueno de un viaje tan largo, Maurice. Espero que algún día puedas perdonarme por romper mi promesa y casarme con Gage.

—Aún no he superado el dolor, Shemaine —dijo sin rodeos, en un susurro—. Me hayas amado o no, yo te amé y quería que fueras mi esposa. Pero queda pendiente una cuestión que debo considerar; si dejarte o no en manos de tu marido. Lo que me preocupa es tu vida y tu bienestar... y, por supuesto, tu felicidad.

—Soy feliz, Maurice, por favor créeme —suplicó.

—Por el momento lo eres, pero me preocupa el futuro, Shemaine, y no descansaré hasta estar seguro de que seguirá siendo así. Si Gage no es el compañero adecuado para ti, entonces yo quiero serlo, sin lugar a dudas.

Capítulo 23

Edith du Mercier había partido apresuradamente de Inglaterra pocos días después de saber que su nieto había viajado a las colonias con los O`Hearn, con el propósito de encontrar a Shemaine O`Hearn. Aunque Edith había pagado una suma considerable para tener un camarote privado en el Moonraker y viajaba sin criada ni asistente, cuando estuvo a bordo descubrió que debía compartir sus comodidades con otra mujer con fortuna comparable a la de ella. El viaje había sido una tortura. Su sueño se había visto perturbado por fuertes ronquidos que casi habían destrozado sus nervios, sometiéndola a una prueba que no había esperado tener que pasar durante su viaje a las colonias. Hasta una dama de carácter apacible se habría sentido irritada, pero Edith du Mercier no conocía otra cosa que la riqueza y el poder. Su talante imperioso había sido alimentado por un abuelo exigente, que la imbuyó de la importancia de su pasado aristocrático y del elevado rango de su familia, muy por encima del de otros nobles.

Si hubiese podido modificar las circunstancias en su favor sin despertar sospechas, habría sobornado a alguien para que arrojase a la otra dama por la borda. Pero en esta situación trato de no pensar en su propia comodidad sino en su objetivo principal, es decir, ver a su nieto casado con una mujer de familia prominente y noble que, por sus propias credenciales, lo elevara a una situación cercana al trono. Nadie discutía que Maurice tenía buen carácter, encanto, dignidad e integridad, pero si había algo que faltaba a su nieto era esa ambición arrolladora necesaria para convertirse en confidente de su alteza real, el rey Jorge II, y quizás en el progenitor de aquellos que un día gobernarían Inglaterra.

En la intensidad de su deseo por casarse con esa muchachita irlandesa, Maurice no había pensado que abandonaba así todas sus esperanzas de alcanzar el objetivo que se había propuesto. Si se hubiese conformado con tomar a Shemaine como querida, podría haber tenido una esposa con títulos y no desechar todas sus posibilidades de lograr una posición eminente. Pero estaba demasiado fascinado con Shemaine y sólo podía pensar en su propia felicidad más que en la alta posición que podría conseguir como marqués. Sin duda se habría sentido gratificado concibiendo una camada de niños con mezcla de sangre irlandesa que no harían otra cosa que manchar el apellido Du Mercier y, en el mejor de los casos, le permitirían llegar a una distinción y una posición apenas nominales. Durante las numerosas discusiones en que Maurice trataba de convencerla de los méritos de Shemaine, a Edith se le había hecho evidente una cosa: que su nieto no se dejaría convencer de desistir de su elección. Edith llego a la conclusión de que si pretendía impedir esa boda, debía arreglar alguna alternativa, aunque fuese por medios tortuosos. Había tenido éxito en esa empresa sin que Maurice se enterase. Era demasiado honrado para imaginar los límites a los que sería capaz de llegar su abuela para asegurar que el heredero de los Du Mercier alcanzara fama y grandeza.

Y ahí estaba ella, en aquella escuálida aldehuela llamada Newportes Newes, tratando de encontrar una habitación. Se irrito un poco con el posadero cuando este le dijo que no había ningún lugar libre en su establecimiento. Cuando intento persuadirlo ofreciéndole el doble de la tarifa habitual, el hombre se había quejado de que ya tenía tres personas en cada cama y que todos ellos lo habían sobornado sólo para tener un lugar donde dormir. Hasta había extendido jergones en cualquier espacio disponible en cuartos y salas para complacerlos a todos, pues si no accedía, sus huéspedes se volverían contra él y lo harían pedazos.

—Podría intentarlo en la taberna —sugirió el posadero—. Tienen habitaciones en alquiler, si les queda alguna que no sea usada por las chicas de Freida y sus clientes. En la actualidad, los cocineros de la taberna preparan mejor comida que la que tenemos aquí. Por otra parte, no hay muchas mas alternativas, excepto una casa de familia que alquile algún cuarto, pero, en mi opinión la taberna es su mejor posibilidad; vale la pena que lo averigüe.

—Gracias, lo haré —respondió Edith con rigidez.

Con aire arrogante, se dio la vuelta, apoyó una mano larga y huesuda en el pomo de plata de su bastón y salió del sucio establecimiento. Se alegró de que existiese una alternativa, porque aborrecía el polvo y la suciedad y era evidente que la posada necesitaba una buena limpieza.

Edith se detuvo a enjuagarse la transpiración del rostro con un pañuelo de encaje. Su vestido de seda negra recogía el calor del sol y, aunque su costoso sombrero le daba sombra en su cara, como también era negro, hacía que el calor fuese casi insoportable. Por cierto, si hubiese tenido a su nieto al alcance de su voz, le habría dado una severa reprimenda por ponerla en situación tan fastidiosa, y todo por esa bonita muchacha de la que ella había tratado de librarse.

Era obvio que la promesa de una gran recompensa al que pudiese llevarle una prueba de la muerte de la chica sólo la había proporcionado frustración. Incontables citas con su abogado, viajes clandestinos en carruaje a Newgate, en mitad de la noche, y velados encuentros en la calle frente a la prisión con ese maloliente carcelero, todo había resultado inútil. Incluso después de saber de la partida del barco de convictos, había mantenido la esperanza de que el hombre estuviese en lo cierto respecto al prisionero cuya ayuda había solicitado, después de haber fracasado en su intento de estrangular a la moza irlandesa. Pero luego había sabido que Maurice estaba viajando hacia Virginia, y Edith comprendió que era imperativo que ella hiciera lo mismo. No podía correr el riesgo de que su nieto encontrase viva a su bienamada y la llevara de regreso a Inglaterra. ¡Así, todos los esfuerzos de Edith habrían resultado baldíos!

Fue provechoso para ella que los vientos favorables hincharan las velas del Moonraker haciendo que llegara a puerto sólo un día después de que amarrar a puerto el barco de Maurice. Su oportuna llegada reavivó sus expectativas de que lograría arreglarlo todo con eficiencia y a escondidas, incluso antes de que su nieto se percatase de su presencia.

Tras interrogar a una lugareña cerca del muelle, Edith supo que Shemaine O`Hearn no sólo estaba viva, sino que además gozaba de buena salud y vivía con cierto colono montañés que había reunido monedas suficientes para comprarla. La mujer que le facilitó la información fluctuaba dramáticamente entre ansiosas ráfagas de noticias y una nerviosa reticencia, sin aviso previo, como si temiera ser observada diciendo algo. No cabía duda de que la señora Pettycomb era la criatura más extraña con la que había tenido contacto. La mayor parte de su parloteo no era más que eso, parloteo inútil. Aun así, Edith tuvo que recordar que este territorio estaba poblado por convictos y por la escoria de cualquier país capaz de fletar un barco que los transportara a estos climas y, por lo tanto, no debía esperar mucho de estas personas. Jamás había estado de acuerdo con los esfuerzos de Maurice por detener la exportación de delincuentes pues, para ella, ese territorio salvaje era el mejor lugar para enviar a los desechos de la sociedad.

Edith gimió para sus adentros; ¿por qué no habría muerto la pequeña ramera, aliviándola así de su preocupación por los objetivos de Maurice y su futuro como noble? Una dama de verdad habría sucumbido a las durezas de la prisión y al viaje por mar en barco prisión. Probablemente fuera su impura sangre irlandesa la que la hacía tan tenaz y resistente a la muerte.

Edith se burló para sus adentros: Maurice no debía tener la menor idea de lo mucho que había hecho sufrir a su única pariente al llevar a esa criatura al hogar ancestral y anunciar en claros términos que se casaría con ella. Su mata de pelo rojizo debería haberle advertido antes de que ella no era ninguna aristócrata. ¡Pero, no! Tenía que demostrarse a sí mismo que era magnánimo en su liberal imparcialidad. Por cierto, nada bueno había resultado de tanta tolerancia, porque había forzado la mano de su abuela casi hasta mancharla de sangre.

—Todavía está por ver —se prometió Edith—. Bastará con que encuentre a esa furcia y ordene a los perros que devoren su repugnante cadáver.

Deteniéndose en la acera, Edith examinó la fachada de la taberna con una mueca de desagrado y se estremeció de disgusto al oír las groseras carcajadas que llegaban desde dentro. Un comentario salaz en la voz caballuna de una mujer la heló hasta los huesos. ¿A qué la había reducido su nieto?, Pensó, llena de pánico. Primero, el soborno de un abogado poco escrupuloso para arreglar la detención y sentencia de Shemaine, luego, una multitud de delitos con los que ninguna dama aristocrática se atrevería a manchar sus manos.¡Y ahora, la ultima afrenta a su orgullo! ¡Vivir en una guarida de borrachos y rameras como una plebeya! Se le ocurrió que quizás había intentado matar a la persona equivocada. Sin duda, sus tribulaciones acabarían pronto tras la muerte de Shemaine.

Edith soltó un suspiro cargado de repugnancia, empujó la puerta de la taberna y entro, con su acostumbrado aire altanero. El ruido ensordecedor casi le hizo retroceder y temblar por dentro pero, poco a poco, fue disminuyendo mientras las cabezas se volvían al captar su presencia.

Morrisa Hatcher, con el codo apoyado sobre una mesa cercana y el mentón en la mano, contemplaba asombrada a la recién llegada. Nunca había visto un brillo tan suntuoso en una tela y, aunque era tan negro como su propio pelo, era el vestido más lujoso y elegante que ella habría admirado en toda su vida.

—Qué pena que lo use esta gallina vieja —musitó envidiosa. Poniéndose de pie, hizo un guiño a la ramera sentada cerca de ella—. Tal vez la dama venga a servir a alguno de los muchachos, ¿eh?

La otra prostituta rió y la animó:

—¿Por qué no le preguntas en que cama quiere trabajar?

Morrisa llamó la atención de la propietaria y, señalando con el pulgar a la que esperaba junto a la puerta, preguntó:

—Freida, ¿dónde has encontrado a la chica nueva?

Los labios rojos de Freida se curvaron en una sonrisa divertida.

—Del palacio de Buckingham. Estoy esperando un barco entero de muchachas así.

Morrisa se acercó a la puerta contoneando las caderas, hizo un amplio círculo alrededor de la dama de negro, mirándola de arriba abajo. No había en ella una puntada que no fuera costosa.

—¿Esta usted perdida, milady?

—Lo que más metemo es que no —replicó Edith altiva. Olfateó mientras se llevaba un pañuelo de encaje a la nariz. Parecía que la ramera se había bañado en agua de colonia rancia porque apestaba a esa nauseabunda fragancia—. Deduzco que ésta es la taberna que me han indicado; ¿es aquí donde puedo preguntar por una habitación para mí?

—¡Oh, oh! —graznó Morrisa al oír la elegante dicción de la dama—. Aquí tenemos a una engreída.

Edith echó una mirada despectiva a la ramera de negra cabellera.

—¿Acaso nunca ha oído hablar a una dama?

—Por supuesto —respondió sin demoras Morrisa—. Las he oído antes. Incluso las he visto de vez en cuando. Pero aquí no vienen si no es con un hombre. De lo contrario, las pondrían a trabajar.

—En la cama, quiere decir —replicó Edith con sequedad. Si esa prostituta la creía un poco estúpida, estaba muy equivocada. No había llegado a los setenta y cuatro años sin aprender algunas cosas—. Sin duda, soy demasiado vieja para interesar a alguno de sus amigos, y por eso me sentiré razonablemente segura aquí. Lo único que necesito es un cuarto donde poder pasar la noche, un baño caliente y una comida pasable. ¿Es mucho pedir?

Morrisa quedó impresionada por el coraje de la anciana.

—Supongo que no, si puede pagarlo.

—No se preocupe por eso —repuso Edith con calma—. Más aún, si hace los arreglos necesarios y envía a alguien a recoger mi equipaje al Moonraker, le pagaré a usted por su tiempo. ¿O prefiere recibir hombres?

La pregunta provocó una leve burla de parte de Morrisa.

—Desde luego que puedo hacer lo que usted quiera, pero tengo que obtener lo suficiente para satisfacer a la madama.

—Obtendrá lo suficiente —prometió Edith—. Pero no toleraré demoras. No he dormido bien una noche completa desde que salí de Inglaterra, y cuando pido algo lo quiero de inmediato. ¿Entiende?

Morrisa supuso que no estaba por debajo de su dignidad servir de doncella por una vez en la vida. Además, sentía curiosidad. Por cierto, era raro encontrar una dama rica viajando sola y le hubiese gustado saber qué se proponía la anciana. ¿Qué circunstancias apremiantes le habrían impulsado a soportar un largo viaje sin llevar consigo una criada o un acompañante masculino?

Con un gesto de asentimiento, la ramera aceptó las condiciones de la señora pero, en retribución, le pidió el doble de su tarifa habitual, con la intención de mantener a Freida en la ignorancia de esa ganancia extra. Tras recibir un elegante saquito de cuero, se alejó para hablar con el tabernero y volvió inmediatamente.

—Puede ocupar el último cuarto a la derecha en la planta alta. Las doncellas de la taberna le prepararán el baño mientras yo envío a un tipo al barco a recoger su equipaje. Es probable que el capitán sepa quien es usted, de todas maneras sería mejor que me diera su apellido, para que él esté seguro de que es usted quien envía a recoger sus cosas.

—Lady Edith du Mercier.

Morrisa inclinó la cabeza con aire pensativo.

—Me imaginé que debía de tener título.

—Es un honor que lo notara —repuso Edith, altiva.

Morrisa abrió la boca para responder con una réplica cortante, pero cambió rápidamente de idea. Intuyó que a esa vieja pájara no le agradaría y si se molestaba, eso reduciría o incluso cortaría de raíz lo que podía ganar si cerraba la boca.

—¿Y su nombre? —preguntó la señora.

—Morrisa. Morrisa Hatcher.

—¿Hatcher es su verdadero apellido o lo adoptó con el correr de los años?

Morrisa se removió, incómoda. Quienquiera que fuese esa vieja, no tenía un pelo de tonta.

—Mi madre me tuvo sin estar casada, si eso es lo que quiere saber. Ella decía que el culpable era un mayordomo que no lo quería admitir. La echaron de la casa donde había estado trabajando, pero él se quedó como si nunca hubiese roto un plato. Después que me tuvo a mí, me dijo que él era un verdadero enredador, que la había hecho despedir después de incubar* pollo. Y el hombre quedó.

—Bueno, Morrisa Hatcher, ¿podrá conseguirme algo para comer?

—Yo misma le llevaré algo después de que haya tomado su baño —dijo Morrisa—. ¿Necesitará ayuda para deshacer su equipaje o para desvestirse?

Edith du Mercier era astuta como le hubiese gustado ser a Morrisa y podía percibir el juicioso razonamiento que se producía detrás de esos ojos oscuros que la observaban con tanta perspicacia.

—Morrisa, cualquier ayuda que esté dispuesta a prestarme le será pagada, pero sólo en caso de que yo no salga de aquí con menos posesiones de las que tenía cuando entré.

La mirada de Morrisa se encontró con la de Edith, que no vacilaba; reconoció el desafío al que se enfrentaría si se disponía a ayudarla.

—No le robaré nada, si eso es lo que ha querido decir.

—Es usted muy lista, querida. Nos entendemos muy bien.

—No soy una ladrona —Declaró Morrisa, crispada.

—¿No? —Edith se permitió un atibo de sonrisa; su tono manifestó cierta incredulidad cuando preguntó—: ¿Es verdad que recibe la suma que hace un momento declaró? ¿O acaso mentía?

Morrisa se encogió ante la presión de la mujer mayor.

—Una chica debe ganar su dinero de un modo u otro.

—Por supuesto, Morrisa —admitió Edith—. Y en tanto seas honesta mientras trabajes para mí, podrás ganar mucho más de lo que sacas con un hombre. Pero debes recordar que no cederé más de lo que desee, y eso, según mi propia decisión. ¿Entiendes?

—Entiendo —aceptó Morrisa.

—Entonces, podrás prestarme toda la ayuda que sea necesaria.

Empujada por la curiosidad, Morrisa acompañó a la dama a su cuarto, dirigió en persona la preparación del baño y preparó un camisón y una bata, ambas prendas tan suntuosas y bellas que no pudo calcular su coste. Maravillada, pasó las manos por la prendas preguntándose cómo le quedarían, pero apartó rápidamente la idea de saquear las posesiones a espaldas de la anciana. Casi podía apostar que esa vieja víbora era capaz de herir con sus palabras si le molestaban.

—Jamás he visto ropas tan finas como las suyas —reconoció, mirando a su alrededor.

Edith la había observado y le complació saber que era capaz de ser sensata, y no intentara robarle alguna prenda.

—Quizá, si me sirves bien, te dejaré alguna prenda cuando regrese a Inglaterra, Morrisa. En mi casa tengo bastantes.

—Eso sería muy amable de su parte, milady —dijo Morrisa, ansiosa, con sonrisa radiante.

—Entonces, ven a ayudarme a desvestirme —ordenó Edith—; podremos seguir hablando mientras me baño.

La orden De Edith fue cumplida sin demoras; dos sábanas fueron colgadas de las vigas bajas para ocultar la bañera, brindando cierta intimidad a la dama. Mientras Morrisa aguardaba del otro lado, Edith comenzó a hacer averiguaciones.

—¿Conoces a una joven llamada Shemaine O`Hearn, que vive en la región?

Morrisa resopló, disgustada. Al parecer, últimamente todos los que llegaban en los barcos que atracaban preguntaban por el paradero de la pequeña irlandesa.

—Por supuesto que la conozco. Llegamos juntas aquí, en el London Pride.

—¿Te hiciste amiga suya?

La ramera lanzó una risa despectiva.

—Más bien enemiga.

—¿Por qué la odias?

Morrisa fue cauta pero sincera. Nadie la colgaría por detestar a una persona.

—Shemaine siempre estaba metiendo la nariz en todo lo que no le incumbía. Yo había encontrado un buen modo de manipular a las otras mujeres hasta que ella empezó a hablarles. Si no hubiese sido por ella, las habría tenido a todas haciéndome reverencias.

—¿O sea que estas resentida con ella?

—Sí, eso podría decirse.

—Estoy segura de que, a veces, estarías tan furiosa con ella como para desearle la muerte.

Edith expresó con cautela la conjetura y anticipó la respuesta.

—No sólo lo deseé, tuve razones para ocuparme de que algo le sucediera... Bueno, no lo había hecho yo misma —añadió, por si acaso—. Había otras personas que también querían verla muerta y estaban dispuestas a pagar por ello, ¿entiende? El carcelero de Newgate dijo que alguien, en Londres, estaba dispuesto a pagar para que la mataran. Incluso me dijo que podría obtener ventajas muy buenas si la estrangulaba y luego le entregaba una prueba de su muerte. Pero como esa persona estaba en Inglaterra y yo aquí, tan lejos, me parecía poco probable que alguna vez me pagara lo prometido si mandaba a la tumba a la pequeña irlandesa de los pantanos. Hasta he llegado a pensar, últimamente, que él esperaba que yo lo hiciera y le diese la prueba para después quedarse con toda la recompensa. Y a mí, que me condenaran.

Edith ya sabía que había cometido errores en sus esfuerzos por hacer matar a Shemaine pero, por desgracia, esos errores habían sido inevitables. Su abogado comprendía la importancia de que la nobleza protegiese su apellido y su herencia y, aunque había tentado al cazador de ladrones para que detuviese a la muchacha y al magistrado para que urdiese sus estratagemas para que la condenaran, se había negado a verse involucrado personalmente en el asesinato de una joven, integrante de una familia adinerada. Su argumento había sido que las consecuencias resultarían excesivas y, en ese sentido, no hubo suma de dinero que pudiese convencerlo de lo contrario. Le había explicado que tenía una seria aversión a la horca, pero que de todos modos averiguaría el nombre de alguien que estuviera dispuesto a cometer el hecho y lo arreglaría para que Edith se encontrara furtivamente con el individuo. Varias noches después, ése había fracasado, y ahora ella buscaba nuevas posibilidades.

Edith du Mercier terminó su baño, se puso la camisa y envolvió su cuerpo enjuto con una bata. Reuniéndose con la ramera, se sentó en un banco y reanudó la conversación mientras Morrisa Hatcher le cepillaba el largo pelo negro lleno de canas.

—Morrisa, me preguntaba si alguien habría intentado deshacerse de Shemaine.

Si, pero hasta ahora el tipo no ha hecho nada que valga la pena.

—¿Se trata de algún conocido suyo?

—Un marinero del London Pride. Está algo resentido contra Shemaine, quiere vengarse porque dice que es una petulante. Pero el señor Thornton vino al pueblo un par de veces a advertirme que si Shemaine resultaba herida otra vez, o incluso muerta, él vendría a por nosotros; a por mí y por Potts. Bueno, aunque no me parecía justo que me culpara por lo ocurrido, me fastidió tanto que avisé a Potts de que se ocultara durante una temporada pues, de lo contrario, nos metería a los dos en un feo asunto.

—Si pudieras irte a cualquier lugar que quisieras, donde ese señor Thornton no pudiese encontrarte, ¿aceptarías permitir que Potts se vengara de ella?

—No me molestaría en absoluto ver enterrrada a esa irlandesa, pero jamás la mataría con mis propias manos, de modo que si esta pensando en mí, pierde el tiempo.

—No tienes por qué preocuparte, Morías —la animó Edith—. He deseado la muerte de Shemaine tanto como tú, pero hasta ahora no ha sucedido.

Morrisa no podía imaginar que una dama quisiera causar daño a otra persona. Por otra parte, nunca había conocido a ningún aristócrata el tiempo suficiente para entender cómo pensaban. De todos modos preguntó:

—¿Por qué una señora elegante como usted querría ver muerta a Shemaine? ¿Qué le ha hecho?

—Ha robado el corazón de mi nieto, y la detesto por eso.

Un fuerte resoplido desdeñoso acompañó la respuesta de Morrisa:

—El corazón de su nieto no es el único que ha robado. El señor Thornton fue y se apropió de ella.

Sí, oí decir que un colono la había comprado...

—¡No sólo la compró sino que se acostó con ella!

—¿Quieres decir que ha sido deshonrada?

Primero, fue una noticia dichosa para Edith, pero cuando pensó el la decisión de su nieto de encontrar a Shemaine, le pareció dudoso que Maurice culpara a la muchacha por haber sido forzada por su amo. Un arduo suspiro se escapó de sus labios al imaginar a Maurice haciendo una magnánima oferta de matrimonio a la muchacha, a pesar de la gran probabilidad de que estuvise gestando un niño de otro hombre.

—Me temo que su pérdida de virginidad no cambie nada. Mi nieto ha quedado completamente embrujado. La pequeña buscona ha clavado sus garras en su corazón y no lo soltará.

—Bueno, creo que Shemaine tendrá que hacer una elección entre los dos, porque el señor Thornton no dejará que su esposa se vaya por las buenas con otro hombre. He oído decir que mató a su primera esposa. Si pescara a Shemaine retozando con su nieto, podría matarla también.

—Entonces, ¿Shemaine está casada? —preguntó Edith, recibiendo como respuesta un vivaz gesto de asentimiento, cuando alzó la vista—. Quizás eso disuada a Maurice de involucrarse.

—Mmm. Si su nieto es el que yo vi frente a Shemaine y el señor Thornton aquí mismo, anoche, frente a la taberna, no me parece que tenga mucha disposición a cederla, aun sabiendo que esta casada con un colono.

—Cómo he deseado verla muerta —suspiró Edith—. Si pudiese encontrar a la persona apropiada para quitara de en medio, le daría una fortuna.

Morrisa se mordió un instante el dedo con aire pensativo, dudando si confiar en esa mujer. Si la anciana estaba procurando tenderle una trampa, sería una tontería insinuar que ella podría ocuparse de que algo terrible le pasara a Shemaine. Sin embargo, ¿por qué habría de viajar Edith du Mercier desde Inglaterra para tenderle una trampa? Era una idea tan retorcida que parecía absurda.

Desde el primer momento que se vieron, abajo, para Morrisa resultó evidente que esta gran dama era dura y que tenía un propósito en mente. Y cuanto más hablaban, más se convencía de que esa mujer a la que acompañaba no era ningún ángel.

—En este mismo momento puedo asegurarle que Potts está impaciente por cortar la garganta de Shemaine.

—Si puedes lograr que se deshaga de Shemaine, habrá una importante recompensa para ti. Si llegaste aquí en el London Pride, supongo que tus documentos de servidumbre los posee...

Freida... la dueña de este burdel.

Morrisa, con los fondos que estoy dispuesta a darte, podrías comprar tu libertad e instalar tu propio establecimiento en el lugar que elijas. Por supuesto si te atraparan no deberás revelar que yo te instigué a cometer el acto. Dudo de que alguien te creyese paro, si me incriminaras, te aseguro que te pagaría con la misma moneda y enviaría a alguien a liquidarte. Habrá una recompensa mayor por guardar silencio, y como no estarías directamente involucrada, es probable que yo pudiera conseguir tu libertad.

—Sé cuándo cerrar la boca, milady. No tiene de qué preocuparse conmigo.

—En cuanto te vi pensé que podríamos entendernos.

—No es difícil lograr que Potts mate a Shemaine si me deja hablar a mí sola. Él haría cualquier cosa que yo le pidiese. Sin embargo, para proteger el pellejo de él y el mío, tendría que matar también al señor Thornton después de Shemaine. Luego, Potts necesitara algún dinero para mantenerse mientras tenga que estar oculto. Ahora no le queda nada.

—Estoy dispuesta a pagarle un pequeño anticipo para entusiasmarlo y una recompensa mayor después, si todo sale bien.

—Ante la duda de que él no lo hiciera, creo que hay una mujer que pudiera hacerlo por su propio gusto. Ella no tiene idea de lo que yo vi o deduje y de cierto mequetrefe que fue asesinado por su culpa. Se cree muy superior y poderosa para hablar conmigo, pero si usted quiere, milady, tal vez aceptaría hablar con usted. Además, me parece que tiene muchas ganas de irse de aquí y, para quedar libre, necesitaría tener lleno su monedero.

—¿Te parece que es necesario tener a Potts y a esa otra mujer tratando de matar a Shemaine al mismo tiempo?

Edith recordó lo delgada y menuda que le había parecido la muchacha después de rechazar una fortuna que recibiría fuera de los límites de Inglaterra. No creía que fuesen necesarios dos asesinos.

Morrisa tenía otra opinión.

—Para mi gusto, los intentos de Potts fueron demasiado chapuceros y no consiguió nada, excepto un agujero en un costado. Lo más probable es que el señor Thornton le dispare en cuanto lo vea, si él no lo mata primero. A ése es a quien temo más, porque me perseguiría hasta el fin del mundo para vengarse si matáramos a su amada. Roxanne Corbin, en cambio, aunque la viesen, podría acercarse lo suficiente para hacer daño a Shemaine, y me parece que se sentirá dichosa de tener la oportunidad de obtener una buena bolsa.

—¿Es con esta Roxanne Corbin con quien quieres que hable?

—Sí, ella querrá hacerlo, sin duda, porque Shemaine le robo el hombre con el que ella pensaba casarse. Por lo que oí decir al mequetrefe después de que ellos dos riñeron, Roxanne estaba realmente prendada del señor Thornton desde hace unos diez años. Hay quienes dicen que ella satisfacía sus necesidades, pero Sam dice que no porque es muy fea y al señor Thornton le gustan las mujeres bonitas. Poco después de que el señor Thornton se casara con su primera esposa, Roxanne enloqueció. Después la señora fue asesinada, y lo primero que se supo fue que ella estaba cuidando de la casa y que hacía planes para casarse con él.

“Después apareció Shemaine y ese Thornton va y se casa con la irlandesa. Roxanne se puso tan furiosa y angustiada que estuvo a punto de estallar de envidia. En ese momento, intenta convencer a todos de que Thornton mató a su primera esposa, pero yo sé que lo quiere para ella. Puedo verlo en sus ojos cuando él pasea su bella estampa por la calle, con ese paso audaz que tiene. Desde luego, ella ignora que yo la observo. Roxanne está tan ansiosa por meterse en la cama con él que le bastaría chasquear los dedos y ella correría hacia él. Y a decir verdad, Thornton está tan prendado de Shemaine que no quiere saber nada con esa cara de caballo ni con ninguna otra. Yo misma traté de convencerlo de que subiera aquí, conmigo, pero no quiso nada de lo que yo podría haberle dado. Roxanne debe saber que no tiene la menor oportunidad mientras Shemaine viva... por eso me parece que le haría muy feliz ver muerta a la irlandesa. Si estuviera dispuesta a matarla, una bolsa con monedas la decidiría porque así podría librarse de su padre.

—Morrisa, al parecer sabes mucho sobre la gente de este pueblo.

La otra se alzó de hombros.

—Algunos de mis clientes son muy comunicativos, a veces. Por otra parte, mientras intento arreglar algún negocio, veo muchas cosas.

—¿Dices que viste a esa Roxanne hacerle algo a ese... mequetrefe, como tú lo llamas?

—Sí, yo estaba en su casa la noche que lo mataron. Ella lo provocó. No es que le pusiera la mano encima, entiéndame, pero de todos modos ella es culpable.

—Si no estuviese dispuesta a matar a Shemaine por una suma de dinero, quizá yo pueda convencerla de que le convendrá hacerlo a menos que quiera ser condenada por el asesinato de un hombre.

—Milady, ya le dije que Roxanne no lo hizo, exactamente —insistió Morrisa.

—Bueno, si ella le puso cerca una víbora, igual es culpable, ¿no?

Morrisa torció un poco el mentón mientras consideraba el riesgo de amenazar a la hija del herrero.

—Me echaría los perros encima si usted mencionara mi nombre, milay. Si me atrapasen, sería como si estuviese muerta.

—¿Por eso quieres que hable yo con ella? ¿Porque le tienes miedo?

—Yo no le tengo miedo a casi nadie, milady, pero lo que vi aquella noche me asustó mucho.

—Está bien, Morrisa, trataré de convencer a Roxanne de que haga lo que yo quiero sin recurrir a amenazas. Te daré un mensaje para que se lo envíes esta misma tarde. Si fuera posible, me gustaría ver cumplido este recado antes de mañana al amanecer. Preferiría que mi nieto ignorase tanto mi llegada como mi partida. Por eso, cuanto antes muera Shemaine, más posibilidades tendré de escapar inadvertida.

—¿No cree que correrá la voz, milady? Éste es un pueblo de chismosos.

—Estoy dispuesta a correr ese riesgo. Además, si en el momento en que la gente empiece a hablar yo ya me he marchado, siempre podré decir que estaba buscando a Maurice y que me habían dicho que él se había ido al norte o algo así.

Morrisa hizo una mueca.

—Parece que no soy la única mentirosa en esta habitación.

Edith alzó una ceja.

Capítulo 24

Gage Thornton y Nathanial Beauchamp firmaron un contrato por la venta del bergantín, designando al segundo como futuro dueño del barco cuando estuviese completada la construcción. Había sido un acuerdo justo y equitativo para ambos, pero ahora que Gage se enfrentaba a la difícil decisión de cerrar el taller de ebanistería y dedicarse de lleno a la construcción naval, comprendía que estaría dejando de lado una empresa muy lucrativa. Por otra parte, estaba el hecho de que Ramsey Tate, Sly Tucker y los dos jóvenes aprendices dependían de la fabricación de muebles para ganarse la vida. A menos que continuara aportando sus diseños y su experiencia, esos hombres tendrían un grave problema. Eran muy trabajadores y diestros en lo que hacían, pero no lo suficientemente creativos para compensar la falta de su dirección constante y de su talento.

Gage jamás había ocultado a sus hombres cuál era su aspiración y, tras la partida de los Beauchamp, fue al taller lleno de comprensible júbilo, a anunciar que había vendido el barco. Por las forzadas sonrisas de los ebanistas, era evidente que habían estado temiendo ese momento. Sus poco entusiastas felicitaciones le hicieron preguntarse si serían incapaces de reconocer sus propias limitaciones y se resistirían a argumentar en su propio favor. Quizá pensaban que sería inútil intentar persuadirlo de desistir de su sueño largamente acariciado de convertirse en un importante constructor de barcos. Le resultó muy esclarecedor observar las expresiones de súbita euforia cuando les informó que, tras pensarlo bien, había decidido que sería una tontería interrumpir la producción de muebles. Por lo tanto, limitaría sus ambiciones a lo que había hecho durante casi diez años: construir una nave cada vez, a ritmo lento y seguro.

Shemaine tambien estaba encantada con las noticias, porque no concebía a su marido abandonando un oficio para el que era tan habilidoso y estaba tan dotado. Habían pasado un momento a solas en su dormitorio, mientras los mayores seguían jugando a los naipes en la sala y Andrew hacía la siesta en su dormitorio. Maurice había ido con los Beauchamp a Newport Newes, aunque había prometido a Gage que regresaría por la mañana, porque no dejaría a Shemaine hasta que la cuestión entre ellos hubiese quedado resuelta de un modo u otro. Bess y Nola estaban en la cocina preparando la cena y, por primera vez desde la llegada de los padres de Shemaine esa mañana, Gage y ella podían disfrutar del placer de estar juntos.

—Además, no puedes dejar de hacer muebles ahora —dijo la esposa—. Será necesario que construyas más camas y otras cosas para nuestra familia, que está creciendo. Después de recibir la visita de los Beauchamp, estoy convencida de que los dos hemos comprendido lo bueno que es tener hermanos y pensaremos seriamente en tener una gran familia. Oh, Gage, piensa cuánto disfrutaremos creando una familia y, cuando seamos unos viejecitos de pelo blanco, que nos visiten nuestros nietos y nos trepen a las pierna para recibir un beso o que les contemos un cuento. Sería una verdadera fuente de deleite y un elixir de juventud. ¡Mira a tu padre! Parece haber recibido una nueva vida sólo por estar con Andrew.

Sus persuasivos argumentos hicieron sonreír a Gage.

—Estás tomándome el pelo —acusó Shemaine con una suave risa, acurrucándose contenta contra él—. Sabes bien que por ese tiempo nacerá en niño.

—Claro, pero estaba pensando si no habrías olvidado los nueve meses que tarda en gestarse un niño. Con la cantidad de hijos que dices desear, me parece que siempre tendrás uno en el vientre y otro tomando el pecho.

Shemaine imaginaba el ajetreo de tener que atender a tantos niños de edades cercanas.

—Bueno, quizá no esté bien darse demasiada prisa. Después de todo, debemos dar a cada uno el tiempo necesario para recoger los beneficios de la infancia antes de sacarlo de la cuna.

Gage rió asintiendo.

—Y así tendremos más tiempo para gozar preciosos momentos con nuestros hijos. Es mucho más importante brindarle a cada uno todo el cariño y educarlo de un modo suave y amoroso, para que se sienta amado y seguro, que sepa cuáles son los límites en el seno de la familia. Por cierto, señora, no sería considerado por nuestra parte criar a toda una pandilla de bribones a los que todos odien.

Shemaine sonrió, recorriendo con los dedos el rostro de Gage, desde la sien hasta la línea firme de su mentón.

—Mi amor, tu sabiduría ya quedó demostrada con Andrew y yo procuraré seguir tu consejo cuando nazca nuestro hijo, por más que ya sé que sufriré la tentación de consentir al pequeño.

—Y eso será bueno para los dos, pero no convirtamos al recién nacido en el miembro más importante de la familia. Después de todo, mi amor, tu marido también disfruta con tus pechos.

—Oh, jamás dejaría de lado ese éxtasis, queridísimo —aseguró Shemaine—. Con sólo recordarlo, mis pechos vibran de emoción. —Sus ojos chispeaban de tal modo que casi hechizaron a su marido, cuando ella apoyó las manos abiertas de él sobre esas hinchadas protuberancias—. Mira lo que haces conmigo.

Los pulgares de Gage acariciaron los endurecidos pezones, provocándole suspiros de placer.

—¿Te dije que estás adorable con tu ropa? —preguntó Gage, rozándole la frente con sus labios—. Siempre has estado encantadora con los vestidos de Victoria; te aseguro que no me molestaba ver cómo te ceñían los pechos, pero los tuyos te quedan mejor.

—Ahora al menos puedo respirar —replicó, haciendo una profunda inspiración, provocando así que su pecho se expandiera en las manos de su esposo.

—Con todo, vestida con tu propia ropa no estás tan deliciosa como cuando no llevas ninguna —Susurró Gage.

Shemaine alzó hacia él una cálida y sugestiva sonrisa mirándose en sus ojos resplandecientes.

—Lo mismo puede decirse de ti, señor Thornton. —Deslizó las manos alrededor de las caderas del hombre para acariciar, admirada, los prietos músculos—. Tienes el trasero más atractivo que he tenido el placer de contemplar...

—Lo más probable es que sea el único que has tenido oportunidad de ver —replicó, divertido.

—Es verdad —admitió Shemaine—, pero soy capaz de apreciar las buenas líneas cuando las veo.

—Maurice es bastante bien parecido. ¿Cómo nos ves en comparación?

Echándose atrás en sus brazos, Shemaine compuso una expresión de duda.

—No sé, señor Thornton. Maurice es un ejemplar bastante apuesto...

—¡Ya!

El resoplido despectivo de Gage provocó deliciosas risas a su esposa.

—¡Caramba, señor! ¡Creo que está celoso!

—Estaba mejor cuando no conocía la apostura de tu novio —comentó con sequedad, cruzando los brazos sobre el pecho y alzando la vista hacia el techo. Mantuvo la estoica postura un momento, hasta que la carcajada de su esposa lo hizo bajar la vista hacia ella. Entonces, un poco incrédulo, preguntó—: ¿Eso es lo que usted aprecia de mí, señora? ¿Mi trasero?

Acurrucándose contra él, Shemaine ronroneó:

—Por cierto que no, señor. Hay otras zonas tuyas que me parecen mucho más interesantes, pero me creerías libidinosa si admitiera que sufra de una particular fijación.

Bastante aplacado, Gage la rodeó con sus brazos y no le sorprendió en absoluto descubrir que había reaccionado a su insinuante comentario. Sus labios se curvaron divertidos al pensar en su propia ansiedad.

—¿No te he animado siempre a ser audaz? Quizá más tarde podríamos explorar tu fetiche.

Shemaine inspiró entre dientes, como anticipando un delicioso festín.

—Ahora no me tiente, señor. Esta noche será mejor. Con tantos visitantes en la cabaña, estos muros no son lo bastante gruesos para apagar mis gritos de deleite.

—¿Qué? ¿Acaso tienes miedo de dar a tu madre una impresión equivocada de su pequeña inocente? —bromeó Gage, recordando el comentario previo de ella.

—¡Sí! —Shemaine rió, y deslizó la mano hacia abajo entre ellos, haciéndole contener el eliento—. No quiero que ella sepa que me he convertido en una mujer insaciable, siempre ávida de placeres. Mi madre se desmayaría si conociera mi obsesión.

Su esposo sonrió.

—¿Supones que ella jamás ha tocado a tu padre del modo que tú me está tocando ahora?

Shemaine ladeó la cabeza con aire pensativo.

—Para mí es difícil imaginar a mi madre en una actitud tan... tan audaz.

—Shemaine, tus padres se aman. ¿Te pearece desatinado suponer que tu madre desee satisfacer a tu padre del mismo modo que tú lo haces conmigo? ¿Y realmente imaginas que somos el único matrimonio del mundo que hace el amor desnudos y sin una sábana entre los dos? Si crees eso, eres mucho más ingenua de lo que imaginas.

—Me cuesta mucho imaginar a mi madre y a mi padre haciendo todo lo que hacemos nosotros —confesó Shemaine.

Gage sonrió y volvió a acariciarle los pechos.

—Tal vez no sean tan creativos, amor mío, pero admite que es probable que tengan cierta imaginación.

Shemaine exhaló un suspiro de desconcierto y, de repente, se sintió tímida ante la idea de acariciarlo.

—Ahora no podré mirarlos sin imaginarlos juntos en la cama.

Gage rió ante la ingenuidad de su joven esposa.

—Lamento haberte fastidiado con tales preocupaciones, mi amor.

Shemaine hizo un mohín.

—Haces bien en lamentarlo, aunque entiendo que puedas haberte puesto celoso de Maurice y tuvieras la tentación de vengarte un poco.

—¿Otra vez él? —refunfuñó Gage, esforzándose por reír de la insinuación—. ¡Cómo quisiera no haber visto jamás su bello rostro!

No tienes motivo para preocuparte, mi amor. —Shemaine suspiró y se acurrucó contra él—. Siempre serás mucho más apuesto a mis ojos que cualquier otro hombre. Por otra parte, mi visión está un poco distorsionada por el amor.

—Señora, siempre que yo cuente con eso, seré inmensamente feliz. Sin embargo, por mucho que desee quedarme aquí y juguetear contigo, debo volver al barco antes de que se vayan los Morgan; necesito hablar con Flannery de algunas cosas.

—Y yo tendré que despertar a Andrew; de lo contrario, no dormirá esta noche —dijo Shemaine.

—Entonces, dame un beso para hacer más llevadero el tiempo hasta que volvamos a estar juntos —pidió Gage, acercándola a él.

Alzándose ansiosa hacia él, le rodeó el cuello con los brazos y le dio lo que pedía, hasta que todas las dudas de Gage con respecto a Maurice se disiparon.

Había Algo en el hecho de haber vendido el bergantín que hacía que Gage viera el barco bajo una luz completamente nueva. En tanto que antes había estado obsesionado con lo que aún faltaba por hacer y cegado por el problema de la compras de materiales, cuestiones ambas que deformaban su visión, ahora esta era mucho más clara y completa. Sus empleados se habían vuelto a sus respectivas casas, y los O`Hearn, Nola y Mary Margaret habían partido con ellos, la última a su casa, y los otros para permanecer el la casa de Ramsey. Sólo Bess y la familia inmediata de Gage ocupaban ahora la cabaña. Su padre se había retirado al altillo, Bess estaba el la cocina preparando pan y otras vituallas para la mañana siguiente, y Shemaine bañando a Andrew. Por última vez antes de que terminara el día, Gage quería pasear por la cubierta y contemplarlo todo bañado en la rosada luminosidad del crepúsculo. Al acercarse esa hora sentía una extraña euforia y, al mismo tiempo, cierto desgarramiento y tristeza en el interior.

En los meses que siguieran su barco se marcharía, y se sentía como si fuese a perder al viejo amigo que había cuidado y alimentado durante los últimos ocho o nueve años. Sería un desafío comenzar todo de nuevo, pero pensar que un barco construido por él navegaba el alta mar sería como tener el viento en la espalda. Los refrescantes céfiros del éxito lo empujarían siempre adelante, hacia mayores desafíos. Las dificultades no parecían imposibles de superar; tampoco parecía tan difícil ganar dinero. La gente no se burlaría de sus ideas ni se apresuraría tanto a calificarle de tonto. Hasta podría ser que su padre aceptara sus consejos o, incluso, se uniese a sus esfuerzos.

Hacía poco su padre había comentado que estaba pensando en ir a Inglaterra a vender todas sus propiedades y regresar a las colonias para vivir cerca de ellos. Después de todo, le había informado el padre riendo, Andrew necesitaba un abuelo que viviera cerca para poder visitarlo, y ahora, con otro nieto en camino, sus posesiones en Inglaterra no atraían a su corazón con tanta fuerza como su familia. Por otra parte, desde luego, estaba su nueva amiga, Mary Margaret McGee, y ahora sabía que era una jugadora de naipes tan entusiasta como él. William predecía tambien que, llegado el momento, los O`Hearn volverían a visitarlos cuando los recelos con respecto al carácter de Gage se disiparan, aunque este no tenía muchas esperanzas de que esto sucediera. Era preciso tener en cuenta que, transcurrido más de un año, nada nuevo había salido a la luz como para exculparlo de la muerte de Victoria en la mente de la gente. Quizá la muerte de ella hubiera sido un accidente, después de todo, y no existiera tal asesino. Con el paso de los años, ¿dejaría de verse perseguido por las sospechas de los vecinos?

Gage suspiró para sus adentros, dudándolo. En los años que siguieran, visitantes como Maurice du Mercier oirían vívidos relatos de su “horrible” temperamento, condenándolo sin escucharlo. Era posible, incluso, que Maurice volviera a la mañana siguiente exigiendo satisfacción por medio de un duelo, impulsado a la acción por cierta “prueba” fabricada por la señora Pettycomb o alguna de sus viejas compinches. El marqués había dicho que no descansaría hasta hallar una respuesta definitiva con respecto a la culpabilidad o la inocencia de Gage. Ante semejante advertencia, Gage pensaba en sus propias limitaciones con la pistola. Era un excelente tirador con mosquete o con un arma de fuego más pequeña, peor tenía mucha menos experiencia con las pistolas. Era bastante probable que resultara muerto, en cuyo caso todas las aspiraciones que se había atrevido a avizorar jamás se concretarían.

Gage enlazó las manos a la espalda y anduvo sin prisa hacia la proa. Nadie había aceptado jamás el hecho de que él amaba a Victoria. Había trabajado con afán para darle todo lo que podría desear una esposa en su hogar, y ella siempre se había mostrado entusiasmada, tan agradecida y complacida por sus regalos que él trabajaba con más ahínco aún para satisfacer hasta sus menores deseos. La señora Pettycomb y otros habitantes del pueblo interpretaban sus hábitos de trabajo como un afán egoísta de completar sus propias ambiciones. Pero se equivocaban.

La muerte de Victoria lo obsesionó sin piedad durante los meses que siguieron al hecho. A menudo se despertaba en mitad de la noche soñando que intentaba llegar a ella antes de que cayese dede la proa. Pero siempre fracasaba. En las interminables, agotadoras horas del día, durante la época de su luto, no dejaba de reprocharse haber dejado sola a Victoria. Por algún motivo inexplicable, se sentía como si la hubiese dejado caer él mismo. Y sin embargo aquel día no había sido diferente de otros, pues a menudo paseaban juntos por la cubierta en construcción y compartían sueños imaginando cómo sería cuando el barco se hubiese vendido. Ninguno de los dos sospechaba que ella no estaría con él cuando llegara ese día, pues estaban demasiado concentrados en disfrutar de la vida y de su mutuo amor.

En lo que se refería a intensidades de amor, Gage debía admitir que sus sentimientos por Shemaine habían superado los que en otro tiempo había tenido pos Victoria. Si bien parecía imposible, estaba convencido de que era así. Como marido de Victiria, llegó a pensar que ninguna otra mujer sería capaz de ocupar el lugar de ella en su corazón. La había amado sincera y profundamente. Y sin embargo ahí estaba, totalmente enamorado de su joven esposa. En ocasiones, la dicha de su amor por Shemaine burbujeaba dentro de él hasta dejarlo aturdido. Cada vez que se unían en los ritos del amor, se sentía ansioso y excitado como un joven sin experiencia con su primera conquista. Cada noche, tendido con ella en sus brazos, se maravillaba de la abrumadora ternura que palpitaba por ella en su corazón. ¿Qué le había sucedido desde aquel día fatal de la muerte de Victoria? ¿El recuerdo de su amor por ella se habría oscurecido o disminuido con el paso del tiempo? ¿O acaso ahora era capaz de verse a sí mismo bajo una luz por completo diferente, como sucedía con el barco que había diseñado?

¿Sabría Shemaine, en realidad, lo mucho que la amaba y el modo en que su corazón palpitaba por ella? Si Maurice lograba matarlo, en las semanas, meses o años venideros, ¿llegarían a convencerla de que él habría podido matar la en un arranque de cólera, como había predicho Roxanne?

“¡Eso no, que el cielo no lo permita! —gimió para sus adentros—. ¡Que ella siga creyendo en mí! ¡Si tengo que morir, que su amor no muera conmigo!”

Un crujido casi imperceptible en la grada le hizo mirar a su alrededor, expectante. Shemaine le había dicho que en cuanto acabara de bañar a Andrew y lo llevara a la planta alta para que William le leyera un cuento, iría a reunirse con él en la cubierta del barco. Pero la silueta voluminosa que veía allí no era la de su adorable Shemaine.

Jacob Potts, con expresión socarrona, apuntaba una pistola directamente al pecho de Gage.

—Ahora te tengo —fanfarroneó el marinero—. Morrisa dijo que tendría que matarte primero a ti, así no nos perseguirás cuando hayamos dado cuenta de Shemaine. Lamento no haber pensado yo mismo en esto antes de que me hicieras un agujero.

Gage se dio cuenta de que estaba indefenso por completo. No llevaba ningún arma. Ni siquiera estaba lo bastante cerca de Potts para abalanzarse hacia él y derribarlo. Su única esperanza era ganar tiempo hasta que las circunstacias se volvieran en su favor.

—Debes saber que mis hombres y yo hemos estado registrando el bosque, buscándote, de modo que si nos matas a mí y a Shemaine... mis empleados tendrán la certeza de quién han sido.

—No estoy enterado de semejante cosa —replicó Potts, gruñón—. No he salido desde el día en que me disparaste —largó un resoplido despectivo—. Morrisa me obligó a quedarme escondido después de que fuiste a verla y la amenazaste con perseguirnos si volvíamos a hacer daño a shemaine. Yo no te tenía miedo, pero ella sí. Claro, en eso habrá tenido que ver lo que Freida le contó: que habías matado a tu primera esposa.

Gage paseó su mirada desdeñosa sobre el corpulento sujeto.

—Ya veo que te has recuperado lo suficiente.

—¡Sí, pero tardé un buen tiempo, maldito seas! Lamento que la pequeña irlandesa sea tan dura, pues, de lo contrario, la habría matado ese mismo día. Su muerte habría sido un bálsamo contra el dolor de mi herida.

—Shemaine no te ha hecho el menor daño —razonó Gage—. ¿Por qué estás tan empecinado en matarla?

—Hay una sola cosa que le debo a esa pequeña insolente. Se lo prometí, ¿sabes? Aquel día que se fue del London Pride, juré que me vengaría de ella, y yo siempre cumplo mi palabra cuando se la doy a mis enemigos. —Potts alzó sus macizos hombros—. Ahora al menos hay una buena recompensa por deshacerse de ella. Me pagan por esperar, por así decir.

—¿Quién ha ofrecido esa recompensa?

Gage no creía que Roxanne tuviera suficiente dinero para interesar a Potts o a Morrisa. Más aún, deduciendo lo que debía entregar a Freida, era muy probable que la ramera ganase en una semana más de lo que Roxanne podía ahorrar en un año limpiando y cocinando para su padre.

—No sé, Morrisa lo sabe pero no me lo dijo.

—Puede ser que Morrisa esté mintiendo y espere que tú recibas un disparo y mueras. Yo dije que te mataría la proxima vez que te viera por aquí. Es evidente que a ella no le importa. Entonces, ¿por qué habrías de creerla?

Metiendo la mano en su bolsa, Potts sacó un terso saquito de cuero demasiado fino para que el marinero lo hubiese comprado o hecho. Sosteniéndolo en alto, lo sacudió, haciendo tintinear su contenido.

—Porque, para empezar, Morrisa me dio este monedero lleno. Si ella creyera que yo no volvería, jamás me lo habría dado. Lo único que me dijo es que estaría esperándome otro monedero.

Durante un momento, Gage hizo como que pensaba en los razonamientos del otro, aunque sólo estaba pensando el modo de escapar de la situación. Tenía que encontrar alguna estratagema para engañar a ese estúpido.

Mirando más allá del otro, Gage frunció el entrecejo y movió apenas la cabeza hacia un lado, como advirtiendo a un amigo que se pusiera a cubierto. Pero Morrisa ya había aconsejado a Potts que no se dejara engañar por el astuto colono, por eso estaba alerta a cualquier treta. Sin dejar de apuntar a Gage con su pistola, Potts se giró cautelosamente y echó una rápida mirada hacia esa parte, con relativa seguridad. Tal como esperaba allí no había nadie.

—Estás tratando de engañarme —dijo Potts, entrecerrando sus ojillos de cerdo en una penetrante mirada.

—Lo siento, tenía que hacer algo para salvarme —se disculpó Gage sin mucho énfasis.

Con un indiferente encogimiento de hombros, restó importancia a su intento como algo que cabía esperar y se adelantó con paso cauto, haciendo que el marinero retrocediera dando un gruñido.

—¡Quédate donde estás, maldito, o te mataré ahí mismo!

Gage abrió las manos en expresión de inocencia:

—Estoy desarmado, Potts. ¿Por qué te preocupas tanto?

—¡Porque estás lleno de tretas, por eso! Como ese día que te hiciste a un lado y me diste una patada en el trasero cuando yo me precipité sobre ti.

Gage sonrió, complacido por haber causado cierta molestia al sujeto.

—Potts, tendrás que admitir que si la situación hubiese sido la contraria, tú habrías hecho algo similar... si se te hubiese ocurrido, por supuesto. —Gage concedía que la insinuación de que el marinero era un poco lerdo de entendederas resultaba algo sutil, pero hasta un simple patán habría reconocido el insulto. Por eso le decepcionó que Potts permaneciera ignorante de la ofensa, así que lo dijo más claro—: Qué pena que no se te hubiese ocurrido pensarlo de antemano.

—Bueno, esta vez no voy a dejarme engatusar por ninguna de tus trampas —declaró potts, en tono áspero.

Gage decidió poner más a prueba la inteligencia del hombre. Mirando en diversas direcciones, hizo como si se le hubiera perdido algo. En realidad, estaba pensando en recoger una maza de hierro que estaba apoyada en un cubo con arena, muy cerca de sus pies. Si arrojaba el arma improvisada con todas sus fuerzas a la mollera del marinero, aunque no lo matara seguramente lo aturdiría, si bien esperaba que fuese lo primero. Estaba harto de vivir siempre atemorizado, preguntándose si Potts estaría cerca o lejos o si haría daño a algún miembro de su familia. Por lo menos ahora su adversario había salido de su escondite.

—¿Y ahora qué haces? —ladró Potts, exasperado—. ¿Quieres que te mate antes de que te diga lo que tenía que decir?

—Estoy cansado de tus huecas amenazas, Potts, asi que ahórrame tus comentarios. No eres más que un torpe cerdo...

Con un rugido de rabia, Potts extendió su brazo derecho y apuntó la pistola a la cabeza de quien le atormentaba, pero Gage se agachó y se estiró hacia el mazo. ¡Sólo tenía esa posibilidad de impedir que este sujeto matara a Shemaine! Estaba seguro de que el precio sería su propia vida, porque no esperaba poder arrojar el pesado martillo y no recibir una descarga del arma.

A pesar de haber oído el débil roce de un gatillo al ser apretado, Gage hizo girar la maza hacia arriba en un arco, sobre su cabeza. En el instante siguiente una explosión quebró el silencio, al mismo tiempo que arrojaba la maza al marinero. En agónico suspenso, Gage espero a que el tiro lo alcanzara en pleno pecho y se asombró al ver que el cuerpo voluminoso de Potts saltaba hacia delante en medio de una convulsión. La maza erró por muy poco a la cabeza de Potts, que oscilaba, rígido, girando sobre sus pies. Un extraño jadeo borbotante surgió de su garganta, y luego un grueso chorro de sangre salió de su boca. Con supremo asombro, pareció mirar a Gage con la boca abierta.

Gage tambien contemplaba la escena, estupefacto. Potts alzó dificultosamente un brazo y miró debajo, la gran mancha de sangre que se extendía cada vez más rápido bajo la manga blanca de la camisa. A través de un gran agujero en la prenda, vio un desgarro pegajoso, de un rojo oscuro, abieto en la pared de su pecho y sintió la trayectoria candente del proyectil de plomo en el pulmón. Con la mandíbula colgando de asombro, Potts alzó la vista hacia la silueta que estaba en el mismo sitio donde Gage había mirado un minuto antes.

Shemaine bajó la pistola aín humeante hacia un costado y la dejó caer de sus dedos entumecidos, mirando a Potts a través de un manantial de lágrimas.

—¡No de... debería haber intentado ma... matar a mi marido!

Apretando los dientes para que no le castañeasen, Shemaine hizo un valiente intento de controlar sus violentos temblores, pero su compostura se derrumbaba sin remedio. Muy pronto echaría a llorar angustiada por lo que se había visto obligada a hacer. Era la segunda ocasión en que mataba a un hombre para salvar la vida de su esposo, y no le había gustado más esta vez que la primera.

Con movimientos torpes, Potts volvió la pistola hacia ella, pero Gage se precipitó hacia él y, alzando la mano, empujó el brazo del otro hacia arriba. El rugido ensordecedor de la explosión pareció repercutir al otro lado del río, haciendo levantar el vuelo a las aves acuáticas en mil direcciones. Gage estrelló su puño en la cara ancha del marinero, impulsándolo hacia atrás y haciéndolo resbalar sobre las tablas, mientras un brillante rastro rojo seguía sus movimientos. Potts intentó ponerse de pie, pero sus esfuerzos no hicieron mas que aumentar el flujo de sangre que manaba de su pecho. Apoyó con cuidado la cabeza sobre la cubierta, como si estuviese exhausto, y alzó la vista hacia el cielo sonrosado, contemplando una bandada de aves que cruzaba su campo de visión. Cerró los ojos con suma lentitud y, exhalando un suspiro melancólico, entregó la vida.

Desde la cabaña llegó un grito que atrajo la atención de Gage. Corrió hacia el costado opuesto del barco y vio a William, Bess y Andrew que estaban en el porche. Agitó el brazo en un amplio arco sobre la cabeza para dar a entender a su padre que ellos estaban bien, y entonces los tres volvieron a entrar en la vivienda.

Gage se apresuró a acercarse a su atribulada esposa y, tomándola en sus brazos, le besó la coronilla mientras intentaba calmar sus temblores.

—Mi amor, ¿qué fue lo que te impulsó a venir hasta aquí con la pistola?

—Vi a Potts desde la puerta delantera —musitó Shemaine, en tono de profunda congoja. Estaba a punto de salir cuando había visto la enorme y conocida figura cruzando sigilosamente el claro, en dirección al barco—. Pero ¿cómo me viste? Pensaba que me había ocultado muy bien mientras venía hacia aquí.

Gage no la entendió:

—No te vi.

—Pero frunciste el entrecejo y miraste directamente hacia donde yo estaba agachada en la grada. En ese momento, estaba segura de que Potts se daría la vuelta y me vería.

Gage recordó su treta para desviar de él la atención de Potts para poder atacarlo, y sintió un enorme agradecimiento de que el marinero, por suspicacia, no se hubiese dado la vuelta en el acto. De lo contrario habría matado a Shemaine.

—No te vi en ningún momento... ni te oí. Lo único que pretendía era distraer la atención de Potts para poder atacarlo. En ningún momento imaginé que estarías ahí escondida. Me asusta pensar en lo que podría haber causado tratando de distraer a Potts.

Shemaine se enjugó los ojos—

—Estaba preparada: le habría disparado.

—Ni siquiera puedo pensar en otra posibilidad —gimió Gage.

Se le había enfriado el corazón ante la horrible perspectiva de que Shemaine fuera asesinada.

Shemaine se echó a temblar de manera incontrolable, con la vista fija en el muerto.

—No creo que Potts pe... pensara nunca que su odio contra nosotros lo llevaría a la muerte.

Gage frotó vigorosamente los brazos de su esposa para ahuyentar el frío que sentía. Había recibido una impresión terrible; Se dio cuenta de que debía sacar el cadáver de la vista de Shemaine lo más pronto posible.

—Llevaré el cuerpo de Potts al taller y haré un cajón para él.

—Mi... mientras tanto, será mejor que yo li... limpie la s... sangre de la cubierta —tartamudeó, sin poder dejar de temblar—. Pronto os... oscurecerá y no quiero que la sa... sangre manche la ma... madera durante la noche.

Gage tomó el brazo del marinero, lo alzó sobre el hombro y lo llevó hacia el taller.

—En cuanto termine de clavar el ataúd de Potts, volveré a ayudarte.

Shemaine enderezó la espalda con voluntariosa decisión y, poco a poco, se tranquilizó. Cuando estuvo más tranquila, fue a la cabaña, habló en privado con William y le explicó lo sucedido. Su suegro le aseguró que él se encargaría de meter en la cama a Andrew y que el niño no se enteraría de lo ocurrido en el barco. Shemaine apretó la mano del anciano transmitiéndole su creciente cariño, y él la sorprendió apretándole los dedos y llevándolos a los labios. No dijeron nada. El afecto del hombre era más evidente cada día que pasaba: no olvidaba que era la segunda vez que la muchacha había matado a un hombre para salvar a su hijo

Shemaine regresó a la cubierta del barco con un cubo de agua jabonosa, unos trapos y un cepillo de fregar. Se había puesto un vestido viejo y un delantal y, cuando se puso a gatas para emprender la lúgubre tarea que la esperaba, se estremeció. Había deseado compartir un rato a solas con su esposo y gozar de la alegría de haber vendido el barco, pero en aquel momento, le habría aliviado el solo hecho de tenerlo cerca, de que su sólida presencia la reconfortase. Comenzaba a oscurecer, y ella necesitaba gozar del néctar nutricio que le brindaba la cercanía de su familia; estaba ansiosa por regresar a la cabaña. Le inquietaba estar sola. Tenía la sensación de que alguien la observaba; Suponía que eso se debía al trauma de haber matado a Potts, que alteraba la paz de su alma.

Por último, la sensación de ser observada se hizo tan fuerte que ya no pudo ignorarla. Se puso en cuclillas y miró hacia la escotilla; desde allí llegaba esa sensación. En el acto, el corazón le dio un vuelco pues allí estaba Roxanne Corbin, con una pistola amartillada en la mano y una máscara de supremo desprecio en el rostro.

—Cuánto tiempo te acostado advertir que yo estaba aquí —se mofó.

Shemaine dedujo que la mujer había subido al barco mientras ella estaba en la cabaña y que, durante los últimos minutos, había disfrutado viendo a su rival empeñada en su trabajo.

—Veo que ya has tenido una visita esta noche —comentó la intrusa.— Su apellido era Potts, ¿verdad? ¡Pobre tipo, realmente no ha sido muy hábil!, ¿verdad, Shemaine? Me han dicho que ya intentó matarte antes... y fue tan torpe que sólo consiguió un agujero en el costado. Pude haberle informado de que Gage tenía buena puntería, aunque Potts no tenía motivos para pedirme consejo. Pero te aseguro que yo no seré tan descuidada.

Shemaine se puso de pie.

—¿Qué intenciones tienes?

Roxanne esbozó una sonrisa petulante y dio unos pasos adelante.

—Muchacha, ¿tan ingenua eres? Si alguien te apunta con un arma cargada, ¿qué esperas que haga? ¿Qué tenga contigo una charla? —se burló, con sombrío humor—. Nunca he tenido mucha inclinación por conversar con otras mujeres. Visitaba a Victoria y le hacía creer que necesitaba su amistad porque quería estar cerca de Gage, pero, en realidad, la odiaba. Desde el principio quise verla muerta. Aborrecía su dulzura y los pequeños favores que me hacía. Ni una sola vez me sentí amiga de ella: me había robado a Gage, y jamás se lo perdonaría. La noche que dio a luz a Andrew, yo esperaba que muriese antes del parto, así no la recordaría cada vez que mirara a la pequeña criatura. Quería a Gage todo para mí y odiaba la idea de compartirlo con alguien, hasta con Andrew. Pero él me dio la excusa para venir aquí y aproveché cada minuto que tenía con Gage, con la esperanza de que él accediese y se casara conmigo.

Los labios de Roxanne se torcieron en una mueca de desagrado.

Entonces apareciste tú, y vi que había terminado todo. Que él se casaría contigo, como lo había hecho con Victoria.

La rubia sacudió la cabeza, como ahuyentando la idea.

—Pero no tengo deseos de demorar tu muerte hasta que vuelva Gage, pues él podría intentar detenerme, ¿sabes? Ese tonto también protegía a Victoria. Mi intención es matarte de modo que él sea acusado de asesinarte. Sólo que esta vez no me precipitaré a salvarlo. Dejaré que lo cuelguen de la horca más alta. Ya me ha rechazado en demasiadas ocasiones. Después de tu muerte, estoy segura de que la gente del pueblo estará más convencida que antes de que él mató a Victoria. Más aún, es probable que sometan a Gage a un juicio sumario por el asesinato de ambas.

Shemaine trató de ciscutir la astucia del plan:

—Hay otras personas en la cabaña, Roxanne. Esta vez, tu plan no resultará.

Roxanne se burló:

—Gage tambien estaba cerca de la cabaña cuando Victoria fue arrojada por la proa a las rocas. Yo sabía que ellos solían venir al barco los días que no estaban los empleados. Oculté la canoa de mi padre entre la maleza y vigilé hasta que vi que Gage volvía a la cabaña con Andrew. Era tan considerado con ella que acostumbraba a atender a Andrew cada vez que podía, permitiendo así que Victoria tuviese un día libre, por así decir. Cuando oyó su grito vino corriendo, pero ya era demasiado tarde. Victoria ya estaba muerta cuando él salió de la cabaña, pero lo más extraño es que murió antes de golpearse contra las rocas. Tenía el cuello roto, igual que Samuel Myers antes de ser arrojado al pozo, ¿entiendes?

Shemaine observó con curiosidad a Roxanne, preguntándose cómo había tenido la fuerza suficiente para realizar tan tenebrosas acciones, pues no parecía una mujer muy fuerte.

—¿Cómo lograste romperles el cuello?

Roxanne sonrió, divertida:

—En realidad, no fui yo quien los mato. Lo único que hice fue convencer a mi amigo de que Victoria estaba tratando de matarme, ese dulce ángel. Atraje a mi amigo aquí diciéndole que necesitaba que me cuidara mientras yo hablaba con ella, para saber porque quería matarme. Como es natural, mi amigo no podía soportar que alguien me hiciera daño. Salió de su escondite y la agarró por detrás. Victoria era tan frágil que bastó con que le rodease el cuello con un brazo para rompérselo; luego hice que la arrojara desde la proa para que pareciera un accidente o un suicidio. También mató a Samuel Myers por mí, cuando esa rata me golpeó, aunque mi amigo se ensañó mucho más para romperle el cuello a Myers. Después de todo yo tenía mis magulladuras para demostrar el daño que me había hecho. —Exhaló un suspiro, como si algo la entristeciera—. Por lo general, es muy fácil lograr que mi amigo haga lo que yo quiero. Basta con que yo finja que estoy sufriendo alguna clase de daño y él viene corriendo a salvarme. Pero se ha aficionado mucho a ti, Shemaine, y se niega a atacarte. Hasta está convencido de que eres su amiga.

—¿Es amigo mío? —exclamó Shemaine, enarcando las cejas.

—Shemaine, realmente no tengo tiempo de explicarte todo con detalle. Me llevaría horas explicarte con cuánto cuidado lo he planeado todo, y tú eres muy tonta. No te imaginas quién podría ser, ¿verdad? Sufrí una gran frustración tratando de hacer que nuestro amigo te mate. Pero luego, esta misma tarde me hicieron una propuesta y, teniendo en cuenta la precipitación con la que me la hicieron, me decidí a hacerlo yo misma. —Quiero terminar con esto antes de que Gage regrese. Luego, tendré que ir a buscar mi recompensa y marcharme de Newportes Newes para siempre.

—¿Qué recompensa?

—Me han pagado por matarte, pedazo de imbécil. Teniendo en cuenta que a mi amigo le repugna la idea de matarte, en última instancia lo habría hecho yo misma. Y ahora, el dinero me dará muchas de las cosas que siempre he querido. Quizás hasta viaje a Inglaterra o algún otro sitio. Con la suma tan sustanciosa que me espera, si tengo éxito, podré ir a donde me plazca. —Volvió a hacer un gesto con la pistola—. Y ahora, date prisa y haz lo que te digo.

Shemaine negó con la cabeza, obstinada.

—¡Si crees que me harás trepar hasta la proa y dejar que me empujes para poder culpar a mi marido, eres tú la imbécil, Roxanne!

—¡Sube ahí, diablos! —ordenó Roxanne, apretando más la culata de la pistola—. Sé cómo usar esto, no creas que no lo sé.

—Oh, estoy segura de que lo sabes, Roxanne —replicó Shemaine—. Al parecer, eres capaz de conservar la sangre fría para lograr lo que tú quieres en la vida.

—Sí, viviendo con mi padre, no tengo más remedio —dijo con desdén—. Lo único que he oído decir dedes que mi madre lo abandonó es que fie un acto horrible el que cometió esa perra al dejarnos. Bueno, él se merece que lo deje, y eso es lo que voy a hacer después de matarte...

—Estás orgullosa de lo que has hacho, ¿no es cierto? —interrumpió Shemaine—. Hasta fanfarroneas hablando del modo en que mataste a Victoria y de cómo lo planeaste. Pero no eres tan inteligente cómo te supones, Roxanne. La verdad siempre termina por salir a la luz.

La rubia hizo una mueca.

—Nadie sospechó de mí, excepto Gage. Pensé que tal vez sospecharían, pero no fue así. Incluso tuve miedo aquel día, cuando parecía que mi amigo te había herido: estaba segura de que la gente comenzaría a sospechar de mí. Después de todo, se sabía que yo me había hecho amiga de él. Bastaría con que alguien fuese un poco más perspicaz y sacara conclusiones. Pero no tenía motivos para temer. Sólo a ese estúpido cerdo que trató de matarte delante de todos.

Habiendo agotado toda su escasa provisión de paciencia, Roxanne alzó la pistola con gesto amenazador.

—Y ahora, sube ahí, Shemaine, o tu vida acabará en este mismo momento.

Un gemido plañidero que no parecía humano llegó desde la grada sobresaltando a Roxanne y haciéndola girar sobre sí misma.

Shemaine ahogó un grito desesperado al ver quién era el amigo de Roxanne: Caín, el jorobado. Escurriéndose hacia donde estaba Roxanne con su extraño andar torcido, se detuvo ante la rubia, agitando los brazos como enloquecido.

¡Sheimon, no! ¡Sheimon, no! ¡Sheimon, no! —suplicó, aterrado, extendiendo la mano para arrebatar la pistola a Roxanne.

—¡Shemaine sí! —insistió Roxanne, apartando su brazo de la mano del baldado. Enfureciéndose, le dijo entre dientes—: Trató de matarme, Caín. ¿No te das cuenta? Pero a ti no te importa eso, ¿verdad? Lo único que te importa es tu preciosa Shemaine.

—¡Sheimon no! ¡Sheimon no! —imploró sollozando.

—¡Calla, mal bicho! —dijo Roxanne, entre dientes—. Conseguiremos atraer al señor Thornton.

Dirigiéndose otra vez a Shemaine, la mujer señaló hacia la proa.

—¡Sube ya, perra, si no quieres que te haga un agujero aquí mismo!

—Tendrás que dispararme, Roxanne. Y si me matas así —dijo Shemaine, también rechinando los dientes—, te será difícil echarle la culpa a Gage. Habrá testigos en la cabaña que vendrán corriendo y seguramente lo verán salir del taller para venir aquí. Más todavía, su padre vendrá a ver que ha pasado. Y como no es tan ágil como Gage, tardará un poco más pero vendrá. Sí, pienso que es mucho mejor que me mates con la pistola, Roxanne, porque yo sé que después no podrás engañar a la gente, no podrás convencer a nadie de que Gage me mató.

—Levántala y llévala a la proa, Caín —ordenó Roxanne, echando una mirada al jorobado—. ¡Si no, voy a disparar a tu amor un tiro en la cabeza, ya mismo!

—¡Sheimon no! —graznó Caín, el rostro contorsionado a causa de la agonía que estaba sufriendo—. ¡Po´favó, Sheimon no!

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! —imitó Rpxanne, despreciativa—. ¿No te he rogado, acaso, que me ayudaras? ¿Y qué has hecho? ¡Oídos sordos a mis ruegos, eso has hecho! Pues voy a matar a Shemaine, Caín, y tú no podrás decir ni hacer nada para impedirlo. Sea con un tiro en la cabeza o cayendo por la proa, morirá.

Roxanne extendió el brazo apuntando el cañón de us pistola entre los ojos de Shemaine. Ésta sintió que se le retorcía el estómago por el pánico pero se negó a dar un paso hacia la proa. Dejar que la matase de un tiro era la única manera en que podía evitar que colgaran a su esposo.

Caín lanzó un rugido de rabia mientras se lanzaba hacia adelante y apartaba la pistola de un golpe. El arma se disparó con un horrendo estrépito que retumbó en el claro.

En el taller, Gage acababa de terminar de clavar el ataúd de Potts cuando el ruido llegó hasta él y lo sobresaltó. En el acto, echó a correr hacia la puerta.

En la cabaña, William salía del cuarto de su nieto dormido cuando el estruendo del disparo lo detuvo en el sitio. Intercambió una mirada de alarma con Bess y, corriendo hacia el alto armario que había cerca de la puerta, tomó un par de pistolas y comprobó su carga. Sin hacer caso del dolor que le entorpecía los movimientos, salió al porche maldiciendo su falta de agilidad.

Ambos corrieron hacia el barco, uno de ellos a mayor velocidad. Mientras William aún recorría el sendero que partía de la cabaña, Gage estaba corriendo sobre la grada de construcción, llamando a Shemaine con desesperación. Entonces vió a Caín que pasaba un brazo por la cintura de Roxanne y la levantaba sobre la proa del barco.

—¡Imbécil! ¿Qué haces? —gritaba Roxanne, furiosa—. ¡Bájame! ¡Bájame, maldito!

El jorobado echó una mirada por encima del hombro y vio a Gage que corría hacia él, pero tenía más fuerza en sus brazos y piernas de lo que cualquiera hubiese imaginado. Con su carga a cuestas, trepó a la proa a pesar de los chillidos de la mujer y sus salvajes forcejeos para liberarse. Sujetándola en el hueco de su brazo, miró hacia atrás, en dirección a Gage y se acercó más al borde; viendo esto el otro se detuvo de repente. Gage se dio cuenta de inmediato de que si daba un paso más el jorobado saltaría hacia la muerte, llevando a Roxanne con él.

—¡Caín, deja a Roxanne! —ordenó en voz baja.

—¡No, no!

Caín negó con su cabeza deformada y agitó su brazo libre barriendo el aire, indicando a Gage que se apartara; éste no tuvo más remedio que retroceder.

Caín inclinó la cabeza en un extraño ángulo, echando una mirada a Shemaine. Por su rostro deformado, que la luz del anochecer casi no permitía ver, corrían las lágrimas.

—Sheimon mi amiga —se tocó el corazón—. Caín ama a Sheimon.

—Yo también te amo, Caín —respondió Shemaine en tono apremiante—. Me has cuidado como un buen amigo. —Secándose las lágrimas que corrían por sus mejillas, rogó—: Por favor, Caín, no hagas daño a Roxanne. Ven aquí; así ambos estaréis a salvo.

—¡Caín debe morir! ¡Caín mató Vectorea! ¡Caín debe morir!

Gage había estado mirando a Shemaine, pero su cabeza giró como llevada por un resorte cuando se dio cuenta de lo que había dicho el jorobado.

—No, Caín, no debes morir —argumentó Shemaine, desesperada—. Roxanne te hizo creer que Victoria la mataría, y tú no querías romperle el cuello cuando la agarraste. Fue un accidente. Después, Roxanne te dijo que la arrojaras del barco para que pareciera que Victoria había caído, pero ése era su plan desde el comienazo. —Shemaine echó una mirada a Gage, que no perdía una sola de sus palabras. Ella sabía que su esposo necesitaba y quería saber todo lo relacionado con la muerte de Victoria peor no podía perder tiempo en explicárselo en ese momento, debía evitar que Caín se lanzara desde el barco a las rocas de abajo—. Creías estar protegiendo a Roxanne de Victoria, pero ella te mentía, Caín. Victoria era incapaz de hacerle daño: pensaba que Roxanne era su amiga.

—¡Caín debe morir! ¡Roxanne debe morir!

Oyendo su declaración, Roxanne renovó sus esfuerzos por liberarse y empezó a arañar el horrendo rostro del jorabado, al mismo tiempo que gritaba, presa del temor y de la histeria.

—¡Suéltame, bufón! ¡Suéltame! ¿Me oyes? ¡No quiero morir! ¡Quiero vivir!

—¡Adiós, Sheimon!

Después de musitar esa despedida, Caín cambió de posición a su prisionera y saltó desde la proa del barco. El grito de Roxanne solo duró un segundo; luego calló para siempre. Shemaine y Gage corrieron hacia la proa, y para entonces William estaba en el extremo de la grada. Entonces llegó hasta donde yacían los dos cuerpos rotos sobre las piedras. Pese al dolor que sentía, se inclinó para examinarlos con atención. La caída había roto el cuello de Roxanne; Caín todavía estaba vivo pero agonizaba. Una piedra, más alta y aguda que el resto, le había roto la espalda. Con respiración sibilante, el jorabado trató de sonreír al sentir que William le acariciaba dulcemente el brazo pero se puso a toser, escupiendo la sangre que rápidamente inundaba sus pulmones. Sintió un horroroso dolor en el pecho, como si un gran cuchillo lo hubiese atravesado. Vio a Shemaine que se asomaba desde la proa, con un río de lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Amo Sheimon... mi amiga —susurró.

Luego, cerró los ojos, exhaló un suspiri acompañado de borbotones y se quedo muy quieto... sin vida.

—Pobre hombre —murmuró William, apesadumbrado.

Gage apartó a Shemaine de allí y corrieron juntos a reunirse con William.

—Ya es muy tarde para llevar los cuerpos a Newportes Newes —dijo Gage—. Tendré que dejarlos en el taller hasta mañana. Ramsey y los demás me ayudarán a cargar los ataúdes en el carro para llevarlos al pueblo.

—Yo te ayudaré a hacer las cajas —ofreció William.

—Preferiría que te ocuparas de Andy, padre —dijo Gage—. Puede que haya oído los disparos o los gritos y se pregunte qué ha sucedido. Se asustará si despierta y no encuentra más que a Bess.

William comprendió la preocupación de su hijo.

—Iré a la cabaña y me ocuparé del niño.

—Gracias, padre. —Gage, consciente del esfuerzo que había hecho su padre para recorrer la distancia desde la cabaña, se acercó a él—. Ven, te ayudaré a volver a la cabaña.

William se apoyó en el brazo de su hijo.

—Hijo, preferiría que te quedaras con Shemaine y la cuidaras. Lleva a mi nieto en su vientre y, después de todo lo que ha tenido que pasar, me gustaría ver que descansa en cama y que no corre riesgos de perderlo. Si acepta volver conmigo a la cabaña, podré cuidarla mientras tú terminas los ataúdes.

Shemaine dedicó al suegro una trémula sonrisa.

—Estoy bien, su señoría.

—Shemaine, ¿por qué no me llamas William o padre? —sugirió—. Papá suena mucho más grato, pero me temo que, estando tu padre cerca, genere cierta confusión.

Acercándose a él, la joven se puso de puntillas y rozó su reseca mejilla con un beso.

—Gracias, papá William.

Cuando su esposa volvió junto a él, Gage le rodeó los hombros con un brazo en gesto de consuelo.

—Papá tiene razón, Shemaine —murmuró, cambiando su propia manera de dirigirse a su padre, mientras de los ojos de éste saltaban lágrimas de felicidad—. ¿Por qué no entras y descansas? No necesito ayuda. Estoy seguro de que, a estas alturas, ya no debes saber qué hacer después de que tantos personajes salieran del bosque tratando de matarnos.

—Ya he limpiado casi toda la sangre de la cubierta —dijo Shemaine con voz insegura—. Y preferiría no tener que volver allí sola... al menos, por ahora no.

—Yo tampoco te dejaría hacerlo. —Gage señaló a William, que aún esperaba—. ¿Por qué no permites que papá te acompañe a la cabaña? Yo volveré en cuanto termine.

—Estoy agotada —admitió Shemaine—. Pero quisiera ayudar. Así ocuparía mi mente y no estaría reviviéndolo todo una y otra vez. Será preciso lavar a Caín antes de ponerlo en el ataúd. Podría hacer eso mientras tú armar las cajas; después volveríamos juntos al barco y terminaríamos de limpiar la cubierta.

—Si lo prefieres así, esta bien, amor mío.

—Entonces, os dejo —dijo William, de mala gana. —Pero no tardéis. Estaré preocupado mientras no os vea de nuevo en la cabaña, a salvo.

Estando Shemaine presente, Gage no se atrevió a decir a su padre que tal vez tuviese buenos motivos para preocuparse, sabiendo que había otras personas el la región dispuestas a pagar por la muerte de us esposa. Ésta había pasado por demasiadas pruebas y era mejor que no hubiese oído lo que Potts le había dicho, al menos por el momento.

Sin embargo, Shemaine lo mencionó, tratando de entender:

—Gage, Roxanne dijo que alguien le había pagado para que me matara...

William los miró. Él se había preocupado por su joven nuera, ese comentario confirmaba que tenía buenos motivos para estarlo.

—Potts dijo lo mismo —admitió Gage, con un suspiro de pesar—. Amor mío, parece que hay alguien muy empeñado en verte muerta

—Pero, además de Morrisa, ¿quién querría mi muerte? —preguntó Shemaine, perpleja—. Morrisa no sería capaz de desperdiciar su dinero tratando de que Potts me matase. Él estab dispuesto a hacerlo por su cuenta.

—No se quien podría se, amor mío —dijo Gage—. Pero pienso descubrirlo. Potts dijo que Morrisa sabe de quien se tarta. Mañana le haré una visita cuando lleve los cuerpos a Newportes Newes.

Un suspiro atribulado escapó de los labios de Shemaine mientras rebuscaba en su mente, pero no encontró ningún rostro que pudiera atribuir a su enemigo desconocido, al menos en las colonias.

—No podré dormir preguntándome quién podría tener dinero suficiente para pagarles.

—Entonces, señora, pongamos manos a la obra para poder terminar e irnos a la cama —propuso Gage.

Se acercó a las rocas y levantó a Roxanne. Le llamó la atención que la notara mucho más pesada que su esposa, sin embargo era verdad. A pesar del trauma vivido al ver cómo se había perdido tres vidas mas en su barco, no dejaba de lado la lógica. Después de esa noche, abrigaba la esperaza de no volver a verlo antes de que otros desastres confirmaran sus aprensiones.

William caminó con ellos hasta la cabaña y entró, mientras los otros seguían en el taller. Gage volvió a buscar el cuerpo de Caín y lo depositó sobre una mesa, cerca de Roxanne. Por insistencia de Shemaine, fue a buscar una jarra con agua y una palangana y, con creciente preocupación, observó cómo ella limpiaba el rostro con sangre de Caín. A la mujer la temblaban las manos y, poco después, su temblor se extendió al reto del cuerpo. Trató de distraerla con preguntas, mientras le quitaba el trapo de las manos y se ocupaba él mismo de la tarea.

—¿Qué era eso de que Caín mató a Victoria? Le dijiste que Roxanne le había mentido...

Incapaz de apartar la vista, Shemaine la clavó en el rostro torcido del jorobado mientras contaba a su esposo todo lo que le había dicho Roxanne.

—Al parecer, Caín era la víctima particular del engaño de Roxanne, pobre desgraciado —comentó Gage cuando terminó su relato.

—En realidad, no creo que quisiera hacer daño a Victoria —murmuró Shemaine—. Seguramente, no tenía noción de su propia fuerza, una fuerza que resultaba útil a los propósitos de Roxanne. Creo que, al final, Caín se dio cuenta de la maldad de Roxanne. Quizá por eso dijo que ella debía morir.

—Sin duda pensaba que él también debía morir por haber matado a Victoria —reflaxionó Gage—. Se juzgó a sí mismo y decretó que la muerte era un castigo justo por lo que había hecho.

—Roxanne dijo que Caín estaba más decidido cuando rompió el cuello a Samuel Myers antes de arrojarlo al pozo.

—Bueno, al menos puedo entender mejor la muerte de Myers que la de Victoria —dijo Gage, lanzando un suspiro—. Ella era tan bondadosa con todo el mundo que me costaba entender los motivos que alguien podía tener para querer asesinarla, y tampoco quería pensar que se hubiese lanzado ella misma dede la proa. Siempre sospeché de Roxanne, aunque no imaginaba cómo podía ella alzar a Victoria sobre la proa y tirarla. Si bien Victoria era delgada, era muy fuerte para su tamaño. Estoy seguro de que Roxanne supo de antemano que necesitaría un cómplice para matar a Victoria y por eso enredó a Caín con sus mentiras.

Cuando por fin Gage y Shemaine regresaron a la cabaña, ya habían repasado varias veces los porqués y los motivos de Roxanne y el afán de venganza de Potts. Por primera vez desde su boda, no concluyeron el día haciendo el amor. Shemaine estaba muy alterada y le costó un tiempo calmarse lo suficiente para quedarse dormida entre los brazos de su esposo. Gage estaba tan temeroso por ella que no podía pensar siquiera en relajarse, pues sus turbulentas ideas no lo daban descanso.

Cuando la casa quedó silenciosa y oscura, Gage recorrió el interior, escudriñó por las ventanas hacia la densa oscuridad que había tras los cristales, revisó los cerrojos de las puertas y dejó las armas a mano, cerca de la puerta delantera. Pero cuando se dio cuenta de que estaba molestando a Bess, que había extendido un colchón de plumas en la cocina, volvió al dormitorio y cerró la puerta.Comprobó una vez más la carga de las pistolas y, después de dejar una sobre su mesilla de noche, se metió en la cama junto a su esposa. Tomándola otra vez en sus brazos, clavó la vista en el techo y repasó otra vez en su mente a los posibles culpables. Eran pocos los que podía nombrar y, aunque Morrisa encabezaba la lista, sólo se le ocurría una persona con riqueza suficiente para contratar a un asesino que matara a Shemaine. Estando Maurice du Mercier en las colonias, quizá podía pensarse en cierta conexión, aunque pareciera muy pequeña. Aún así, Gage se hizo el propósito de ir al muelle al día siguiente para hacer averiguaciones entre los capitanes, preguntando si alguna dama de edad avanzada, perteneciente a la nobleza, había viajado desde Inglaterra a bordo de alguno de sus barcos y llegado últimamente a Newportes Newes.

Por fin amaneció y, tras un sustancioso desayuno que le sirvió Bess, Gage fue al taller de ebanistería. A esa hora, Ramsey y los demás empleados ya habían llegado y contemplaban con cierto temor los ataúdes recién hechos, preguntándose si su patrón habría decidido dedicarse a ese negocio.

—Oye, dinos si has decidido dejar de fabricar muebles —dijo Ramsey, en broma—. En ese caso, nos iríamos y jamás te lo echaríamos en cara. Es preferible salir de aquí andando que dentro de una caja como ésas.

Gage tuvo que reír ante el indoblegable humor de su maestro ebanista.

—Creo que esos ataúdes son un poco pequeños para tipos como tú o Sly.

El comentario ofendió un poco a Ramsey y se pasó las manos por el torso, que estaba algo más abultado en la zona de la cintura en los últimos tiempos.

—¿Insinúas, acaso, que estoy un poco grueso y pesado?

—¿Un poco? —se burló Gage, en inmediata réplica. El ingenio de us amigo era cómo un bálsamo para sus aflicciones—. Viendo cómo has engordado últimamente, he pensado que quizá tendremos que ensanchar las puertas del taller.

Sly rió con buen humor, uniéndose a ellos:

—Sí, yo me preguntaba si dejarle mis pantalones para que se cubra el trasero. Ahora, cada vez que se inclina, deja al descubierto más de lo que yo puedo tolerar.

Gage estalló en francas carcajadas y Ramsey echaba a su compañero una mirada ominosa. El patrón ya sentía el corazón más liviano.

En ese momento, irrumpió Gillian buscando a Gage. Al ver los tres ataúdes se detuvo de repente dejando un pie en el aire.

—¡Santa Madre de...! —exhaló, bajando lentamente el pie. El joven irlandés, boquiabierto, contempló las cajas de pino y, un momento después, miró a Gage tragando visiblemente—. ¿Quién está ahí, capitán?

—Roxanne, Caín y Potts —respondió el patrón, con sencillez.

Los tres hombres lo miraron con la boca abierta; Sly movió la cabeza apesadumbrado.

—Tenía la esperanza de que estuviesen vacíos.

Los dos aprendices llegaron deprisa desde el fondo, curiosos por oír la historia de primera mano, y todos se congregaron en torno a Gage.

—Deduzco que te exasperaron un poco —conjeturó Ramsey, que estaba ansioso por saber más—. ¿Tú los mataste a los tres?

—A ninguno de ellos —respondió Gage, con una triste sonrisa—. Mi esposa disparó a Potts, que intentaba matarme a mí. Caín se suicidó y mató a Roxanne, saltando desde la proa del barco.

—¿Alguna vez has pensado que ese barco podría estar hechizado? —Preguntó Ramsey.

Gillian no permitió que la idea enraizara en la cabeza de nadie.

—Capitán, ¿por qué mató Caín a Roxanne?

—Era una de las personas que querían matar a Shemaine y él no estaba dispuesto a permitirlo. La historia es un poco complicada; mientras me ayudáis a cargar los ataúdes en el carro, os contaré lo que sé. —Miró interrogante a Gillian que, al parecer, había olvidado para qué había ido al taller—. ¿Me buscabas?

—Sí. —De repente, Gillian recordó a qué iba—. Su señoría quería sabe dónde estaba usted, capitán.

—Te refieres a mi padre.

—No, al otro, al joven de pelo negro.

Gage debería haber supuesto que el marqués cumpliría su palabra.

—Puedes decirle dónde estoy.

—Sí, capitán.

Unos minutos después, Maurice du Mercier entraba en el taller de ebanistería; su reacción al ver los ataúdes fue similar a la de Gillian. Sólo que su pie bajó un poco antes y su juramento fue diferente, pero la expresión de asombro que asomó en su cara era bastante parecida.

—¡Por Dios! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Para quién son esos ataúdes? ¿Shemaine está bien?

Gage sonrió con amargura ante la andanada de preguntas.

—No tiene nada que temer, su señoría. Ninguna de las cajas es para mi esposa. Ella está en la cabaña. No se siente muy animada después de matar a un hombre anoche.

—¿Shemaine? ¿Mi Shemaine?

Gage sintió que se le erizaba el pelo de la nuca; no quiso dejar pasar la expresión.

—No, su señoría, mi Shemaine... ¿acaso hay otra?

—¿Qué pasó? —preguntó Maurice—. ¿Quién era el hombre y por qué lo mató?

—Para salvarme la vida. Alguien pago a Potts para que matara a Shemaine, pero el marino decidió empezar conmigo antes de proceder con ella. Shemaine se ha vuelto muy diestra con el mosquete. Con algunas lecciones más, hasta podría competir con usted.

Maurice hizo un gesto desmayado indicando los otros ataúdes.

—¿Y quién más?

—No creo que los conozca —aseguró Gage—. Un jorobado del pueblo fue quien mató a mi primera esposa por accidente, y la mujer que lo engañó y lo convenció de que lo hiciera. Alguién ofreció también una recompensa a esa persona para que matara a Shemaine.

—Dice que mató a su primera esposa —repitió Maurice, en tono de duda—. Conveniente para usted, ¿verdad?

Gage le devolvió una mirada inmutable.

—Más conveniente para mí que para usted, diría yo. Ahora se ha quedado sin excusa para retarme a duelo y matarme con el pretexto de salvar a mi esposa de mis inclinaciones criminales y así poder quedarse con ella. Si duda de mi palabra en este aspecto, tiene permiso para interrogar a Shemaine. Eso fue lo que dijeron Roxanne y Caín, hasta donde ese pobre hombre era capaz de explicarse.

Maurice metió la mano en el bolsillo de su lujosa levita gris oscuro y sacó el saquito de cuero que Potts había balanceado ante Gage.

—¿Puedo preguntarle de dónde sacó esto? Lo encontré sobre la cubierta de su barco cuando subí a preguntar a los Morgan dónde podría encontrarlo.

Gage examinó un instante el saquito con monedas y luego se lo devolvió.

—Potts me lo mostró al jactarse de que había sido contratado para matar a Shemaine. Puede ser que le perteneciera, pero me parece demasiado fino para un sujeto como él. Tal vez sea de la persona que lo contrató. —Gage inclinó la cabeza con aire pensativo, observando al otro. El rostro de Maurice había adquirido una palidez mortal—. Si no pertenece a Potts, ¿sabría usted acaso de quién podría ser?

—Podría ser —respondió Maurice en tono apagado. Se giró bruscamente y anduvo a grandes pasos hacia la puerta. La abrió, se detuvo, miró a Gage con una sonrisa torcida en sus bien delineados labios—. Señor Thornton, si lo que usted dice es verdad, entonces se ha ganado usted a mi prometida. Y les deseo lo mejor.

—¿Se marcha definitivamente? —Preguntó Gage, sorprendido.

No podía creer que el marqués desistiera tan fácilmente.

—Sí; y no regresaré a menos que Shemaine enviude por medios diferentes a los que yo había imaginado.

—Tiene una larga espera por delante —dijo Gage—. Pienso vivir hasta edad avanzada.

—Ojalá sea así.

—Shemaine y los O`Hearn se preguntarán por qué se marcha —insistió Gage—. ¿Qué debo decirles?

Maurice adoptó una actitud pensativa mientras reflexionaba la pregunta, y luego sonrió con aire triste.

—Dígales que he ido a cazar a una rata madre.

Tras lo cual Maurice salió y cerró suavemente la puerta.

—¿Una rata madre? —Ramsey estaba perplejo—. ¿Qué quiso decir su señoría?

Gage vio por la ventana cómo su rival iba deprisa hacia el río.

—Creo que su señoría se refirió a tener una conversación con la persona que pagó a Potts para que matara a Shemaine.

—¿Cómo puede saber quién fue? —preguntó el amigo.

—Por el monedero —respondió Gage, distraido—. Creo que lo ha reconocido... o al menos es del tipo que usa alguien que él conoce.

—No sabía que hubiese algún pariente suyo por aquí.

—Al parecer, esa circunstancia puede haber cambiado hace poco. Al menos, desde que llegó el marqués, supongo.

Capítulo 25

Cuando Maurice du Mercier entró como una tromba por la puerta de la taberna, se hizo un denso silencio en el local. Las escasas prostitutas que habían dejado su cama a hora tan temprana se quedaron con la boca abierta al verlo. En comparación con la clientela habitual, el marqués parecía delicioso y apetecible como un gordo gusano en un gallinero. Como una bandada de bulliciosas gallinas, se precipitaron hacia él empujándose y chocando entre sí en su impaciencia por atrapar a ese bocado tentador. Fiel a sus hábitos, Morrisa logró abrirse paso y adelantarse a sus compañeras.

—¿Podría serle útil, su señoría? —ronroneó y siguiendo una vez más su costumbre, hizo un movimiento en redondo con el hombro que hizo resbalar la manga por el brazo.

Con otro movimiento, también reveló una porción de su amplio busto.

—Quizás —respondió Maurice con evidente desinterés—. El tabernero me ha dado a entender que mi abuela está instalada aquí. ¿Podría guiarme hasta su habitación?

—Bueno, no sé, milord.

Morrisa retrocedió unos pasos, reconociendo que había cometido una torpeza. Ése era el nieto que, según lady du Mercier, estaba enamorado de Shemaine y, teniendo en cuenta que ni Potts ni Roxanne habían vuelto de la casa de los Thornton a recoger su recompensa, era imposible saber qué había sucedido allí ni qué buscaba este hombre. Cualquiera que fuese la razón que lo había traído, sería importante pues sus ojos parecían sables de acero que querían perforarla. El problema era que la señora no quería que nadie supiera que ella estaba allí; menos aún su nieto.

—Si no me lo dice, yo mismo puedo averiguarlo —dijo Maurice sin rodeos—. Tal vez alarme a sus compañeras abriendo algunas puertas; no creo que sienta demasiado embarazo con lo que pueda descubrir. Eso sí, los clientes podrían sentirse un poco molestos por la interrupción.

Morrisa cedió de inmediato, imaginando la cólera de Freida si algún cliente se quejaba de haber sido molestado. No sabía cómo reaccionaría la anciana dama ante la visita de su nieto, pero confiaba en que podría manejarlo con mucha más facilidad que las iras de Freida y sus tácticas vengativas.

—Arriba, la última habitación a la derecha. Acabo de subir un poco de té para su señoría; por eso sé que está despierta y desayunando.

Maurice subió los peldaños de a tres, ante las miradas atónitas de varias rameras. Su paso junto a la balaustrada también fue veloz y, después un rápido golpeteo de los nudillos en la puerta, la abrió y entró en el cuarto, sobresaltando a su abuela, que estaba sentada frente a una pequeña mesa, tomando su comida matinal. La anciana se incorporó a medias en la silla ante la imprevista aparición, segura de que se encontraría con un sucio bandido empuñando una pistola y exigiéndole que le entregase su dinero. Cuando reconoció ese rostro, se dejó caer lentamente en el asiento y apretó una mano sobre su agitado corazón.

—Ay, Maurice, me has asustado —dijo.

—Ésa era mi intención —respondió él.

Su abuela intentó mostrar una sonrisa pero sólo consiguió un breve espasmo nervioso en los labios. No necesitaba oír una palabra para saber que sucedía algo malo.

—¿Últimamente se te ha dado por hacer bromas a tus mayores?—preguntó Edith.

—Si así fuese, la tuya es mucho más desastrosa.

Los delicados dedos temblaron un poco cuando Edith tomó un pañuelo de encaje y lo pasó levemente por las comisuras de la boca.

—No sé a qué te refieres, Maurice.

El marqués no se dejó engañar por la fingida inocencia de su abuela.

—Abuela, tú deberías saber mejor que yo lo que has hecho. Yo estaba enamorado de Shemaine; ahora la he perdido...

—¿Murió?

Edith había estado esperando impaciente el anuncio, pero jamás imaginó que se lo hiciera nada menos que su nieto.

Los ojos oscuros de Maurice brillaron con su ira mal contenida.

—Shemaine está viva, casada con un colono y embarazada... y yo daría toda mi fortuna por ocupar el lugar de ese hombre en el corazón de ella.

El corazón de Edith dio un vuelco al saber que Shemaine seguía con vida, sin embargo era una actriz tan consumada como Morrisa.

—¿Toda tu riqueza? —lanzó una risa forzada ante la exageración de su nieto e hizo un elegante ademán, como desechándola—. Maurice, ningún hombre en su sano juicio cedería una fortuna como la tuya por esa tonta muchacha...

—Se llama Shemaine, abuela —pronunció, con precisa claridad—. Ahora, Shemaine Thornton. Debería haber sido lady Shemaine du Mercier, de no haber sido por ti.

—Vamos, Maurice, estás demasiado excitado y no sabes lo que dices.

—Sé perfectamente lo que digo. —metió su mano en el bolsillo del chaleco y sacó el terso monedero de cuero. Con un giro de la muñeca, lo arrojó sobre la mesa, cerca de la mano de la anciana, donde aterrizó con un tintineo de monedas—. ¿Lo reconoces, abuela?—preguntó, irónico—. Siempre estuviste orgullosa de tus gustos sencillos pero elegantes. No tuve necesidad de mirar dentro y ver tus iniciales para saber que es tuyo. ¿Cuántos de estos monederos habrás hecho hacer a lo largo de tu vida? Los he visto siempre. A medida que crecía, me has dado varios de ellos. Intentabas enseñarme el valor del dinero, ¿recuerdas?

El semblante de Edith siguió siendo como una rígida máscara que ocultaba el torbellino que rugía dentro de ella. El tono de su nieto revelaba mucho más de lo que ya habían mostrado sus palabras. En el fondo sabía que había perdido su juego mortífero por culpa de un tonto error. Había dicho a Morrisa que diese a Potts unas monedas y le prometiese más para acelerar su regreso. ¿Cómo podía imaginar que ese pequeño monedero sería su perdición?

—¿Dónde has encontrado ese monedero? —preguntó Edith, cautelosa—. Creía que lo había perdido.

Maurice negó sin vacilar.

—No lo perdiste. Se lo diste a Potts cuando le encargaste que matara a Shemaine. Pero él falló, abuela, y lo pagó con la vida. Esa tonta muchacha que tú no puedes aceptar le disparó cuando él intentaba matar a su marido. Es probable que también prometieras una elevada recompensa a Roxanne Corbin, pero ella no volverá... es decir, volverá en el ataúd que Gage Thornton hizo para ella. Lo que me gustaría saber ahora es cómo has podido ser tan cruel conmigo, abuela... y con mi prometida.

Edith du Mercier mantuvo un digno silencio, negándose a contestar y mirando sin ver al otro lado de la habitación. Su mano huesuda aferraba el puño de plata de su bastón.

—¡Respóndeme! —exclamó Maurice, estrellando la mano sobre la mesa y provocando un grito ahogado de su abuela—. ¡Maldito sea tu helado corazón de perra! —le dijo entre dientes—. Ahora sé que te habrás complotado con magistrados ambiciosos para que organizaran la detención de Shemaine en Londres y su alejamiento de Inglaterra, y lo más probable es que estuvieras convencida de que estabas haciéndome un favor... por mi fama y mi futuro como marqués. Me duele pensar en lo que habrá sufrido Shemaine por tu causa. Cuando los O'Hearn descubrieron lo que le había sucedido, no me atreví a pensar que tú hubieras tenido algo que ver con eso. Pero su desaparición me pareció demasiado conveniente, a menos de un mes después de nuestro compromiso. Con toda calma, me asegurabas que encontrarían a Shemaine. Vi más congoja en tus ojos cuando anuncié mi intención de casarme con ella — echó una mirada despectiva a su única pariente, sin sentir por ella otra cosa que desprecio—. Sin duda, esperarías que te hicieran llegar la noticia de la muerte de Shemaine para poder hacérmela saber de una manera conveniente.

Una sonrisa amarga curvó sus bellos labios.

—Estoy seguro de que si intentase encerrarte en cualquier prisión inglesa, lograrías sobornar a alguien para salir, y por eso he elegido un castigo mucho más apropiado para ti, abuela. Desde hoy, no volverás a verme jamás. Si es que regreso a Inglaterra, será sólo para recoger mis posesiones. Pero regresaré de inmediato aquí y viviré el resto de mi vida como un colono más, y nunca, jamás, serás bienvenida en la casa que construiré para mí y para mi familia, si tengo la suerte de casarme. No verás nunca a ningún descendiente que yo engendre, nunca oirás hablar de ellos, jamás podrás enorgullecerte de mis hijos ni de los hijos de ellos... en caso de que aún vivas. Y nunca podrás intentar organizar su vida como intentaste hacer con la mía. Te digo adiós para siempre, abuela. Ojalá tengas una larga y desdichada vida.

Volviéndose sobre los talones con rigidez, Maurice traspuso la puerta y se marchó, haciendo saltar a Edith con el resonante portazo.

Después de la partida de su nieto, Edith du Mercier permaneció en silencio mirando el extremo opuesto del cuarto. Se sentía congelada por dentro. Quizá ya estuviese muerta. Todo aquello que le había hecho medrar, lo que había ansiado, todo aquello de lo que había querido apoderarse había huido de su vida con ese portazo. No pudo sentir ni una mínima chispa de interés cuando unos instantes después oyó unos frenéticos golpes en la puerta. Era Morrisa, preguntándose qué habría sucedido.

—Potts y Roxanne han muerto —informó Edith en voz inexpresiva—. Será mejor que te vayas lo antes posible. Hay un pequeño saco con monedas en mí bolso, junto a la cama. Tómalo. Supongo que hay suficiente para que llegues a Nueva York o a cualquier otro sitio lejano.

—Pero, ¿y Freída? —preguntó Morrisa, temerosa—. Si me marcho sin comprarle mis documentos, mandará a alguien detrás de mí... hasta podría hacerme matar.

Edith levantó el monedero que Maurice acababa de dejarle y se lo entregó:

—Puede que aquí encuentres bastante para recuperar tus papeles. En todo caso, debes marcharte. El señor Thornton llegará de un momento a otro esta mañana, tal vez para traer los cadáveres o a buscarte a ti. Yo tomaré el primer coche que salga para el norte y luego me embarcaré de regreso a Inglaterra.

Con aire pensativo, Morrisa agarró el monedero, sabiendo bien lo que contenía. Era más que suficiente para recuperar sus papeles pero, en lo que se refería al otro saco, no tenía ni idea de su contenido. Sólo abrigaba la esperanza de que le durase un tiempo, dado que una vez que el dinero se acabara, ¿qué haría? ¿Volver a su oficio? Era muy arriesgado abandonar a Freida sin pagarle pero, al parecer, no había alternativa si quería tener unas monedas para gastar en sí misma una vez que llegara al sitio que fuera. Pronto llegaría Gage Thornton y, seguramente, preguntaría por ella. No podía esperarlo. ¡Debía marcharse cuanto antes!

Hugh Corbin salió cojeando al porche delantero poco después de ver que Gage detenía su carro en el callejón, frente a su casa. Sabía que Roxanne no había regresado la noche anterior y también había visto los ataúdes en la caja del carro, y comenzó a angustiarse imaginando que algo malo podía haberle sucedido.

Gage se quitó el sombrero al acercarse al hombre. Hugh lo miró entornando los ojos como preguntándose qué lo llevaría a su casa, y Gage se detuvo ante él. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que Hugh no lo recibía con un insulto.

—Señor Corbin, lamento muchísimo tener que decirle que Roxanne ha muerto. —giró un poco indicando con el sombrero las cajas en el vehículo—. Su cuerpo está en una de esas cajas de pino. Yo tallé su nombre fuera, para que supiéramos...

—Canalla, ¿por qué tenías que matarla? —preguntó Hugh, torturado—. ¡No era suficiente con que te persiguiera e hiciera el papel de tonta desde que llegaste aquí! Pero eso no te alcanzaba, ¿eh? No estuviste tranquilo hasta que pudiste arrebatarle el último al lento, como hiciste con Victoria.

—Yo no la maté, señor Corbin —dijo Gage en voz baja—. Fue Caín.

—¿Caín? —Hugh Corbin clavó la vista en Gage, convencido de que se había vuelto loco—. ¡Caín nunca haría eso!

—Lo siento, señor Corbin. Mi esposa y yo vimos cómo lo hacía.

—¿Por qué? —preguntó Hugh—. ¿Por qué Caín haría algo así a Roxanne?

Gage alzó ligeramente los hombros.

—Porque Roxanne quería que él matara a mi esposa y él no quería obedecerla. También mató a Victoria engañado e instigado por Roxanne. Cuando su hija amenazó a Shemaine, Caín la alzó en sus brazos y saltó desde la proa de mi barco con ella. Roxanne no sobrevivió a la caída. Se rompió el cuello al golpear su cabeza contra una roca.

Hugh Corbin se quedó mirando boquiabierto a Gage, incapaz de entender lo que decía el hombre. Tras un lapso de tenso silencio, se limpió las manos trémulas en los pantalones y musitó, como para sí:

—Me llevará un buen rato cavar dos tumbas... Gage lo miró, dudando si había entendido al herrero.

—Yo pensé en buscar la cabaña de esa vieja que vive en el bosque, donde vivía Caín, y enterrarlo allí. Me ayudaría que usted me indicara dónde es...

—Yo enterraré a Caín junto a Roxanne.

—¿Está seguro de que quiere hacerlo así, señor Corbin? —preguntó Gage con simpatía—. Después de todo, Caín la mató...

—Aquí fue donde Caín nació; aquí será sepultado.

Gage pensó que el impacto de la muerte de Roxanne lo había enloquecido.

—Hasta donde recuerdo, la anciana del bosque nunca dijo de dónde provenía Caín. ¿Dice usted que nació en Newportes Newes... o cerca de aquí?

—Era mi hijo —respondió Hugh en voz grave—. Mi primogénito. Nació un par de semanas antes de la fecha, y cuando vi lo grotesco que era, dije a Leona que se pusiera una almohada en la barriga para que

Todos creyesen que todavía estaba preñada. Luego, llevé al recién nacido al bosque y lo dejé en la puerta de la casa de la vieja. No me pareció bien matar a mi propio hijo. Cuando la vieja encontró a Caín y difundió la noticia, yo dije a algunas personas que Leona estaba de parto pero no permití que nadie entrase en mi casa. Después, construí un ataúd pequeño, lo llené con un pequeño saco de grano y dije a los vecinos que el niño había nacido muerto. No quería reconocer a esa odiosa criatura que había llevado al bosque, pero Caín fue el único hijo varón que he tenido.

—¿Roxanne sabía que Caín era su hermano?

—Nunca lo dije a nadie... hasta este momento... y ahora ya no tiene importancia.

Gage lo dejó solo para que enfrentase sus penas lo mejor posible. El herrero había trazado su propio camino en la vida y para él, en el breve tiempo que había estado allí, era evidente que Hugh no quería compasión de nadie. Seguiría siendo tan empecinado y duro como siempre.

Gage ayudó a descargar los dos ataúdes y luego llevó el tercero a las autoridades británicas junto con una declaración que explicaba la muerte de Potts. Luego, se dirigió hacia la taberna y encontró a Freida en un estado de rabiosa alteración.

—Quisiera hablar con Morrisa —dijo a la dueña—. ¿Sabe dónde está?

—Ojalá lo supiera—replicó Freida, irritada—. Se marchó sin avisar y, por lo que he oído, se lió con el primer tipo que iba hacia el norte y que la aceptó, un montañés que ha estado visitándola últimamente. Al parecer, no tiene intenciones de regresar pronto.

—En ese caso, deduzco que Morrisa no se molestó en comprar su libertad.

Freida lanzó un resoplido, confirmando lo acertado de la conjetura.

—Puede apostar que, cuando la atrape, deseará haberlo hecho.

—Supongo que Morrisa tenía más miedo de lo que yo podía hacerle que a usted —dedujo Gage.

Freida lo miró de soslayo.

—¿Potts fue otra vez a su propiedad?

Gage afirmó con la cabeza.

—Esta vez, trató de matarme y dijo que Morrisa le había ordenado hacerlo. Pensaba matar a mi esposa después de deshacerse de mí.

La mujer lo recorrió con una larga mirada, sin encontrar heridas visibles.

—Pero usted está aquí, y Potts no.

—Su ataúd está cerca de aquí, en esta calle.

Freida apretó sus labios pintados y rodeados de arrugas.

—¡Oh! —dijo, apoyándose en la silla para mirarlo de hito en hito—. De modo que usted está aquí buscando a Morrisa y tal vez piense que hará con ella lo que ha prometido, pero tendrá que esperar turno porque yo la encontraré primero y me arrojaré sobre ella de un modo que deseará estar en su tumba.

—Como guste. En tanto esté fuera del territorio, creo que podré quedarme tranquilo sin pensar que podría ser un peligro para Shemaine.

—Oh, le aseguro que la traeré de regreso o la mataré en el intento. Tengo amigos que me mantienen informada. Hasta que averigüe adónde se ha marchado, estaré pensando cuál será el mejor castigo que puedo darle por haberse marchado sin avisar. No me servirá de mucho si la dejo marcada por el látigo. En cambio, a los señores no les molestará que le falte un dedo o dos siempre que quede lo suficiente para ser atendidos. Y yo conozco otras cuestiones que harán obedecer a esa perra. Si Morrisa es inteligente, desde ahora se portará como es debido. De lo contrario, lo lamentará hasta el día de su muerte. Eso le he prometido, y yo siempre cumplo lo que prometo.

Gage no supo cuál era la peor amenaza para Morrisa: si quedar a disposición de un montañés o a merced de una mujer cruel y vengativa como Freida. Cualquiera que fuese su destino, dudaba de que lo disfrutase mucho.

Gage se enteró de la precipitada partida de Edith du Mercier antes de abandonar la taberna, y regresó con su familia confiado en que Maurice du Mercier se había encargado del asunto del modo que le había parecido más apropiado. Días más tarde, cuando Shemus y Camille llegaron a la cabaña después de pasar por la aldea, informaron a Shemaine y a Gage que Maurice había ido a verlos y les había comunicado sus intenciones. Estaba pensando en la idea de establecerse cerca de Richmond, cortejar a Garland Beauchamp y ver qué resultaba de esa relación. Aunque en ese momento todavía estaba enamorado de Shemaine, había llegado a la conclusión de que lo mejor era poner cierta distancia entre ellos, en bien de su propia tranquilidad. Tenía pensado regresar a Inglaterra después de una visita a los Beauchamp, y en un año o dos regresaría a las colonias e iría río arriba hasta Richmond. Si, llegado ese momento, Shemaine había enviudado o quedado abandonada a sus propios recursos, debería dejarle un mensaje en Newportes Newes informándole de tal situación. Como, al parecer, estaba profundamente enamorada de su marido, él la dejaría en paz pero en caso de que ella quisiera casarse con otro, él volvería por ella con toda la impaciencia de un joven enamorado.

Gage se crispó ante el anuncio pero no podía culpar al hombre. De hecho, si Shemaine llegase a enviudar, él no podía imaginar a un hombre mejor para reemplazarlo como esposo. Sin embargo, esperaba frustrar completamente los deseos del marqués y vivir hasta edad muy avanzada con ella, porque sin duda era la clase de esposa que un marido podría apreciar más que todos los barcos, la fama y la fortuna del mundo.

Animado por su esposa, Shemus se aclaró la voz y enfrentó a su yerno. La presencia de William no hacía más que aumentar su incomodidad:

—Como ha sido exculpado de la muerte de su primera esposa, supongo que debo pedirle perdón por las cosas que le he dicho el día que nos conocimos.

—Sólo si es sincero—dijo Gage, con cordialidad—. Una disculpa no vale de mucho si uno no la pide de verdad.

Shemaine rodeó la cintura de su esposo con el brazo y, apretándose en su largo cuerpo musculoso, sonrió a su padre animándolo a enmendar las cosas.

—En realidad, no quieres castrarlo, ¿no es cierto, papá? Pues, de ser así, significaría que no tendrías más nietos después de que nazca el que está en mi vientre.

Su padre se puso muy encarnado, inundado de doloroso arrepentimiento.

—Tu madre y yo queríamos una familia grande pero no ha podido ser. Algunos nietos nos compensarán por todos estos años de deseos frustrados.

—¡Dilo, pues, papá! —pidió, ansiosa.

Shemus se aclaró la voz y pronunció su entrecortada disculpa:

—Lamento lo que he dicho... de verlo mutilado, Gage, pero... en aquel momento... sólo pude imaginar que se había aprovechado de mi hija. ¿Podrá perdonarme?

—Puedo entender que estuviese preocupado por Shemaine. Más aun, si se hubiese tratado de mi hija, yo habría dicho algo parecido —extendió la mano en gesto de amistad y sonrió, al ver que el irlandés la aceptaba gustoso—. Tenemos un objetivo común, señor, que es el bienestar de Shemaine. Yo pronuncio mi voto de que como marido haré todo lo que esté a mi alcance para hacerla feliz.

Cloqueando con buen humor, Shemus posó su mano libre sobre las que ya estaban estrechadas y las sacudió, expresando así una franca aprobación a su yerno.

—Agradezco que usted haya sido el que compró a Shemaine, señor. De otro modo, podría haber significado un desastroso fin para su aventura. Shemaine hizo un comentario franco con respecto a la conjetura de su padre:

—Papá, antes de mi detención, yo no sabía nada, más allá de mis limitadas aspiraciones. Contra mi voluntad, mi vida tomó otro rumbo que aquel que yo me había trazado en la vida y sin embargo ahora, mirando hacia atrás, no puedo menos que creer que una mano bondadosa ha estado guiándome en mis desventuras, porque lo que siento en mi corazón es un amor y una dicha sin límites hacia mi esposo, mi hijo y el niño por venir... y por nuestras familias.

—¡Bravo, bravo! —exclamó Gage, al que se sumaron las exclamaciones de William y Shemus:

—¡Bravo, bravo!

Las olas coronadas de espuma se abrían al paso de la roda del Blue Falcon, que surcaba el mar sin esfuerzo, mientras pasaba de las aguas costeras al mar abierto. Sus blancas velas se hinchaban con el viento impulsándolo adelante y, bajo el claro cielo azul, las brillantes salpicaduras enceguecían a los que estaban en cubierta, gozando de la maravilla de su primer crucero. Todos compartían un sentimiento de asombro; el capitán no menos que nadie.

—¡Es una belleza! —exclamó Nathanial Beauchamp, echando una breve mirada al hombre que estaba a su lado—. ¡Y es usted, señor, quien ha creado esta maravilla!

Gage comparó el ritmo acelerado de su corazón con el de aquel momento especial en que Shemaine había aceptado su propuesta de matrimonio: del mismo modo, su corazón estaba tan pleno que él no hallaba palabras.

William Thornton apoyó una mano en el hombro de su hijo y lo apretó, en silenciosa comunicación. La dicha que lo inundaba llenaba sus ojos de lágrimas y no se atrevía a pronunciar su elogio en voz alta por temor a que el nudo que crecía en su garganta revelase la emoción que se esforzaba por contener.

—¡Papá, mira ese pez tan grande! —gritó Andrew, señalando hacia el grupo de delfines que nadaban a estribor. Atrapó la mano de Gillian y le pidió—:Levántame alto Gillian; así podré verlos mejor.

Shemaine sonrió, y su marido se reunió con ella. Gage le pasó un brazo sobre el hombro, acercándola a él, mientras deslizaba la otra mano bajo el largo chal que ella se había puesto para disimular su barriga, que ya comenzaba a notarse. Bajo esa cubierta, acarició la suave redondez.

—Me parece que a Nathanial le gusta el Blue Falcon, cariño —murmuró Gage.

Shemaine alzó hacia él su mirada amorosa y se atrevió a corregirlo:

—Me parece que el capitán Beauchamp está muy impresionado con el Blue Falcon, señor Thornton. Ha estado sonriendo desde que embarcamos — dijo.

—Sí, lo he notado.

—Por otra parte, tú también has estado sonriendo, mi querido, igual que Flannery.

Inclinó la cabeza indicando al viejo carpintero de ribera que, de pie en medio de la cubierta, dejaba ver la exaltación que sentía por tener un buen barco bajo sus pies. Su rostro arrugado estaba encendido de júbilo, y se podía decir que su sonrisa se extendía de oreja a oreja, mostrando sus escasos dientes.

En opinión de Gage, el anciano expresaba vívidamente lo que todos sentían en ese instante.

—Nathanial eligió el nombre justo para la embarcación, mi amor. Blue Falcon1 le va bien al bergantín. Navegará estos mares como un pájaro de presa.

Shemaine giró la cabeza y miró de soslayo a su marido, con extraña sonrisa.

—Me alegra que no seas capitán de barco pues me temo que yo quedaría relegada a un segundo lugar, después de una querida de madera.

—Eh, eso nunca, mi amor—murmuró Gage, apoyando el mentón en la coronilla de su mujer—. Tú eres mi única querida, mi más grande amor. No podría alejarme de ti como no podría alejarme de mi propio corazón.

—Sí, a mí me ocurre lo mismo. —Shemaine suspiró—. Jamás podría dejarte. Al principio, cuando nos enamoramos, no sólo se unieron nuestros cuerpos sino también nuestros corazones. Realmente, nos hemos convertido en uno solo.

—Sí, mi amor, y nuestro hijo será el testimonio de nuestro amor, pues nuestra dicha fue completa cuando lo concebiste.

Shemaine apoyó la cabeza en el pecho de él.

—¡Sí, señor Thornton, ya lo creo! ¡Ya lo creo!

EPÍLOGO

Ya se había bajado la planchada del barco recién llegado de Inglaterra y, después de que desembarcaron los primeros pasajeros, Gage acomodó a su hijo de un año en el brazo y extendió el brazo hacia la elegante pareja que procuraba hacerse un lugar junto a la borda. Siguiendo con la vista la dirección que indicaba su marido, Shemaine localizó al fin a sus padres y echó a bailotear en el muelle, tratando de atraer su atención.

—¡Mamá, papá! ¡Aquí estamos!

Camille reconoció la voz familiar que llegaba a sus oídos y recorrió el muelle con sus ojos buscando a su hija. Cuando la vio, agitó un brazo.

—¡Ya vamos, querida! Pronto bajaremos.

Un momento después, Camille y Shemus O'Hearn, seguidos por todo un conjunto de sirvientes, bajaban de prisa la planchada y corrían hacia su hija con los brazos abiertos. Shemaine los abrazó con vehemencia mientras Gage y William esperaban detrás, con los niños. Andrew tenía agarrado un dedo de su abuelo y no tenía el menor deseo de ser besado y abrazado por los desconocidos que se acercaban. A continuación, Shemaine hizo adelantarse a sus padres, ansiosa de presentarles al nuevo nieto.

—Mamá, papá, este es Christopher Thornton.

El niño apartó con un brazo la amorosa caricia de la mujer y, quitando también de ella la mirada de sus ojos verdes, metió su cabeza oscura bajo el mentón del padre, haciendo que riera y lo abrazara.

—Christopher no es mejor que su hermano para aceptar a los desconocidos —informó Gage a sus suegros—. Pero en cuanto los conozca, no podrán sacárselo de encima, estará ansioso por subirse a sus piernas. Lo que más le gusta es que le lean.

—¿Siendo tan pequeño? —preguntó Camille, orgullosa—. Es un niño muy inteligente.

—Se parece a su padre —farfulló Shemus con cierta desilusión.

Tenía la esperanza de que el niño se pareciera más a su hija.

—Sí, pero no hay manera de equivocarse con esos ojos verdes, querido—dijo su esposa, dándole una palmada en el brazo.

Shemaine no pudo contenerse más.

—Papá, ¿es verdad que has vendido todo y que piensan vivir en Williamsburg?

El padre metió los pulgares en el bolsillo del chaleco y sonrió.

—Maurice me dijo que ahí hay buenas oportunidades para un hombre emprendedor. Él está viviendo allí con su esposa Garland; opina que yo podría echar un vistazo a los negocios que se hacen en la ciudad.

—¡Oh, papá, eso es maravilloso! Ahora viviremos lo bastante cerca para visitarnos con regularidad.

Shemus echó a Gage una mirada inquisitiva.

—¿Sigue construyendo barcos?

—Sí; con mi padre, que se ha asociado conmigo —respondió el yerno—. Hemos contratado algunos hombres más, y ahora el trabajo sale más rápido.

—Oh, espero que no haya abandonado la fabricación de muebles —intervino Camille, alarmada ante la perspectiva—. Hemos vendido los nuestros antes de dejar Inglaterra; necesitaremos otros en cuanto encontremos una casa.

—Ahora, la ebanistería es más grande —informó Shemaine a su madre—. Y Gage ha tenido que contratar varios aprendices más para poder cumplir con los pedidos de sus clientes. De hecho, hemos agrandado la cabaña y tomado una criada que me ayuda a limpiar y a cocinar. Tú y papá podrán quedarse con nosotros y ocupar el cuarto de huéspedes, todo para ustedes, cada vez que vengan a visitarnos. William todavía usa el altillo cuando viene.

—Pero, ¿y qué pasa con Mary Margaret? —preguntó Camille a su hija por lo bajo—. Creía que ella y William se atraían mutuamente.

—Sin duda, se han hecho muy amigos —confió Shemaine, también en voz baja—. Pero no creo que hablen en serio de casarse, y menos en esta época. Siendo ella una mujer con larga experiencia en tretas de casamentera, Mary Margaret no está muy segura de querer dejar su vida de viuda sola. Juegan a los naipes muy a menudo, pero también ven a otras personas. William tiene fascinadas a todas las mujeres mayores; lo persiguen con tanto entusiasmo como las más jóvenes a Gage.

—Con buenos motivos—susurró Camille sonriendo—. Querida mía, si la apostura de tu marido se mantiene como la de su padre, te aseguro que te pasarás la vida ahuyentando mujeres.

Shemaine rió, despreocupada.

—Gage me da frecuentes confirmaciones de que yo soy el único amor de su vida, mamá.

Andrew dio un tirón a los pantalones de su padre.

—Papá, el abuelo quiere que Chris y yo vayamos al barco con él. ¿Podemos ir?

—Cuida muy bien a tu hermano —recomendó Gage, poniéndose en cuclillas.

Dejó sobre sus pies al pequeño y Chris, sin vacilar, dio la mano a su hermano. Sujetándose del dedo de su abuelo, el niño miró a su padre con una amplia sonrisa, que recordaba a la de Andrew a la misma edad.

—Adió, pa—pá.

El intento de hablar de su hijo menor hizo reír a Gage.

—Adiós, Chris.

Shemus rió ante el encanto de su nieto y, andando detrás de los otros tres, los siguió por la planchada. No le llevó mucho tiempo ganar la confianza del más pequeño señalándole las gaviotas que hacían rizos en el aire a poca altura. Antes de que bajaran a tierra otra vez, ya llevaba a Christopher en brazos y lo hacía reír. Camille se reunió con su esposo y juntos disfrutaron de las deliciosas travesuras de su nieto.

Gage pasó la mano de su esposa por su brazo y dijo, orgulloso, observando a su familia:

—Shemaine, ¿imaginaste alguna vez que veríamos a nuestros padres tan inmensamente felices? Parecería que, al traer a Christopher a este mundo les has dado nueva vida.

—Creo que usted también ha tenido algo que ver con eso, señor —recordó su esposa con una sonrisa.

Una mueca petulante curvó los labios de Gage.

—Sí, los dos lo hemos hecho bien, ¿no es así, cariño?—dijo.

—Sí, mi amor. Ya lo creo.

Gage compuso una expresión jactanciosa.

—Hay unos cuantos más en el sitio de donde vino éste, señora.

Con los ojos resplandecientes de amor, Shemaine apretó el brazo de su marido contra su pecho y sintió que sus músculos acerados se flexionaban en cálida respuesta a su suavidad.

—Sí, señor Thornton, de eso no tengo la menor duda.

Fin