Río de pasiones

Kathleen Woodiwiss

Dos días antes de su boda con el marqués Maurice de Mercier, la bella Shemaine es secuestrada y enviada a las Colonias como prisionera. A mediados del siglo XVIII, muchos condenados eran trasladados a las colonias inglesas en América, donde debían trabajar como sirvientes durante largos años. Shemaine logra sobrevivir al viaje, pero su gran belleza y su carácter intrépido han provocado el odio y la envidia de las personas que la rodean. Al arribar el barco a las costas de Virginia, la prisionera es comprada por Gage Thornton. El hombre es considerado un asesino por los habitantes del pueblo y sólo ha adquirido a Shemaine para que cuide a su pequeño hijo. No sabe que tal vez su corazón pueda traicionarlo.

Pronto el temor de la joven desaparecerá frente a la ternura de Gage, y ambos se enamorarán profundamente. Arrastrados por un torrente de pasiones y odios, Gage y Shemaine deberán luchar contra sus malvados enemigos para salvar su amor.

Hecho por: Ambar, CarmiñaB, Circle, Cyllara, Dandelion_mc, M-Brujilda, Sagitarius33, Salomelamagnifica, SoniaB y Yosusina

Capítulo 1

Newportes Newes, Virginia

25 de abril de 1747

El London Pride rozó contra el muelle cuando las ráfagas cada vez más intensas de un viento del noreste mecieron lentamente el barco amarrado. Cerca de los topes de los mástiles pasaban las nubes, como oscuros presagios de la tormenta que se avecinaba. Las gaviotas se zambullían desde el cordaje del barco, acompañando con sus roncos graznidos el ruido de las cadenas que cargaba una doble fila de convictos flacos y harapientos, que salían por la escotilla arrastrando los pies todos a una sobre las gastadas tablas de la cubierta. Los hombres, sujetos con grilletes en los tobillos y unidos entre sí por menos de un metro de cadena, recibieron la orden de alinearse para ser inspeccionados por el contramaestre. Las mujeres, en cambio, estaban engrilladas por separado y podían moverse a su propio ritmo hacia proa, donde les habían ordenado aguardar.

Más lejos, a popa, un marinero que pasaba el lampazo, interrumpió su tarea para observar a este último grupo. Tras una cauta mirada al puente de mando, la persistente ausencia del capitán Fitch y de su bovina esposa lo animaron y, tras guardar de prisa su cubo y su lampazo, se acercó con paso confiado por la cubierta. Contoneándose como un gallo alrededor de las zaparrastrosas mujeres, con su sonrisa salaz y sus rudos modales, provocó un muro casi sólido de defensa, constituido por torvas miradas. Hubo sólo una excepción: una ramera de ojos oscuros y cabello renegrido, que había sido condenada por robar dinero a los hombres con quienes se acostaba y de causar heridas graves a un buen número de ellos. Ella fue la única que dedicó una sonrisa prometedora al marinero.

—Señor Potts, hace casi una semana que no veo a la pequeña trotona —comentó con aspereza la ramera, dirigiendo una mueca triunfal a sus furiosas compañeras—. No creerá que la pequeña mendiga ha encontrado la muerte en el pañol de las maromas, ¿no? Se lo tendría bien merecido por golpearme la nariz.

Una chiquilla menuda de lisa cabellera castaña se abrió paso entre el racimo de mujeres y replicó con vivacidad a la prostituta:

—Puedes mover esa lengua mentirosa todo lo que quieras, Morrisa Hatcher, pero aquí todas sabemos que milady te dio tu merecido, ni más ni menos. ¡Por el modo en que le golpeaste las costillas cuando ella no estaba mirando, tú deberías haber sido encerrada en el pañol de las cadenas! Si no fuera por tu pequeño perro faldero —dijo, indicando a Potts con quemante desprecio—, que va con sus cuentos a la señora Fitch, milady podría haber dicho lo que pensaba sin consecuencias.

Poniendo en jarras sus carnosos brazos, Potts enfrentó a la menuda mujercilla.

—Y tú, Annie Carver, podrías habernos hecho un gran bien si llenaras las velas con el viento que produce tu lengua al moverse. No me cabe duda de que con ese ventarrón habríamos llegado mucho más rápido.

El ruido de cadenas que llegaba desde la bodega atrajo la atención del marinero. Sus pequeños ojos, como cuentas, adquirieron un brillo sádico.

—¡Bueno, caramba! Creo que oigo venir a milady —riendo para sí, se acercó a la escotilla y se inclinó para escudriñar las sombras abajo—. ¿Eh, trotona? ¿Eres tú misma, capullo, la que sube desde las alcobas inferiores?

Shemaine O'Hearn alzó la mirada de sus llameantes ojos verdes hacia la gruesa silueta que se asomaba en la abertura. Por el atrevimiento de defenderse de la querida de ese palurdo de a bordo, había pasado los cuatro últimos días aislada en un húmedo calabozo, en las profundidades del barco. Ahí se vio obligada a disputar a ratas y cucarachas cada trozo de pan que le arrojaban. Si no fuese porque sus fuerzas estaban casi agotadas, habría trepado por la escalerilla y desollado el feo rostro del marinero con sus uñas, pero sólo le quedaban energías para un grueso sarcasmo.

—¿A qué otra pobre desgraciada habría ido a buscar este sapo pestilente, si no a mí, señor Potts? —preguntó, indicando con la cabeza al regordete hombrecillo que cojeaba su lado—. Estoy segura de que ha convencido a la señora Fitch de que reserve esas habitaciones sólo para mí.

Potts lanzó un desmesurado suspiro de fastidio, exagerando el menosprecio de la muchacha.

—Shemaine, ya estás insultando otra vez a mis amigos.

El sujeto que la acompañaba estiró la mano y le pellizcó el brazo, por segunda vez desde que la había liberado del encierro. Freddy era tan malvado como Potts, y no necesitaba que nadie lo animara a volcar su desprecio en cualquier ser indefenso.

—¡Cuida tus modales; tú, bocazas presuntuosa!

Shemaine le respondió entre dientes, quitando su brazo de los gruesos dedos que la aferraban:

—Eso lo haré el mismo día en que todos ustedes hayan aprendido alguno, Freddy.

Desde la escotilla llegó la voz gruñona de Potts:

—Será mejor que subas, y rápido, Shemaine, si no quieres que te dé otra lección.

Ante la rápida disminución de la eficacia del ogro, la muchacha se burló:

—Puede que el capitán Fitch tenga algo que decir con respecto a su mano demasiado pesada, si él quiere venderme hoy.

—Seguramente el capitán tendrá algo que decir —concedió Potts, dirigiéndole una sonrisa jactanciosa mientras ella luchaba con esfuerzo para ascender, impedida por el peso de las cadenas y los grillos—. Pero todos saben que, en este viaje, la que tiene la última palabra es su señora.

Desde que había sido llevada a bordo, engrillada y esposada, Shemaine se había convencido de que ningún otro sitio de la tierra era más parecido a las mazmorras del infierno que un barco inglés encargado del transporte de prisioneros a las colonias. Y no cabía duda de que ninguna otra persona había hecho más para convencerla que Gertrude Turnbull Fitch, esposa del capitán e hija única de J. Horace Turnbull, único dueño, a su vez, del London Pride y de una pequeña flota de otros barcos mercantes.

Con el formidable recuerdo de Gertrude Fitch advirtiéndole que tuviese prudencia, Shemaine se detuvo a acomodarse en la cabeza un pañuelo improvisado. Varias veces, al salir a cubierta, sus vivos cabellos rojos habían sulfurado a la robusta mujer de agrio semblante, induciendo a Gertrude a vituperar a todos los irlandeses, tildándolos de torpes, retardados, y a la propia Shemaine, de sucia lechuza de los campos, término despectivo que muchos ingleses tenían la costumbre de aplicar a los irlandeses.

—No te atrevas a perder el tiempo —la reprendió Potts.

Sus ojillos de cerdo brillaban, atestiguando su tendencia a la crueldad, a buscar, ansioso, cualquier infracción que pudiese castigar.

—¡Ya voy, ya voy! —refunfuñó Shemaine, surgiendo de la escotilla. Las injusticias que había sufrido durante los tres meses del viaje pasaron por su mente en amargo recuerdo, reavivando tanto su resentimiento que tuvo ganas de escupir una expresión de rencor en la carota de ese torpe. Pero, desde su detención en Londres, la experiencia había sido una dura maestra y le había enseñado que una fría sumisión era el único modo en que una prisionera podía abrigar la esperanza de sobrevivir en una corte judicial inglesa o en alguno de sus infernales barcos.

Shemaine detestaba revelar el menor indicio de su menguada fuerza; logró mover sus entorpecidos miembros con módica dignidad. La golpeó el intenso viento; separó un poco los pies para no caer y enderezó la espalda con tenaz resolución. El aire fresco constituía un lujo que se había vuelto muy escaso en los últimos tiempos; alzó la cabeza para deleitarse con la esencia salabre de las aguas costeras.

Potts entrecerró los ojos al ver la postura de la muchacha: era demasiado orgullosa e impávida para su gusto.

—Conque dándose aires otra vez, ¿eh? Como cualquier engreída mujerzuela de la corte —señalando con un ademán las ropas destrozadas, bramó, exagerando su burla—: ¡Yo diría, en la corte de los mendigos de Whitefriars!

A Shemaine no le costaba nada imaginar lo patético de su aspecto, con esos trapos sucios y cargada de hierros. Si bien su traje de montar de terciopelo verde había sido una vez la envidia de muchas hijas consentidas de ricos aristócratas (las mismas que habían lamentado su compromiso con el soltero más apuesto y posiblemente más rico de Londres), la situación en la que se encontraba en ese momento provocaría en esas mismas damas gozosas y altaneras carcajadas.

Sin duda, el suspiro abrumado de Shemaine fue más sincero que fingido. Antes de ser detenida, sólo había gozado de una vida fácil y confortable, hasta que fue arrojada sin motivo en una cruel prisión, donde la pobre desamparada no encontró más que odio, opresión y la más profunda desesperación.

—Por cierto, es en extremo incómodo cuando una dama de alta cuna debe viajar al extranjero sin sus sirvientes y su modista —repuso, con satíricas intenciones—. El personal que me ha atendido últimamente no tiene verdadero conocimiento de lo que es un buen servicio y no conoce las más sencillas funciones de un criado.

Potts se volvió suspicaz; intuía el insulto pero no alcanzaba a ver dónde estaba. La suave manera de hablar de la muchacha podía poner incómodo a cualquiera en lo que se refería a su propia lengua, sobre todo en un caso como el de él, que había huido muy joven de su hogar cuando su madre viuda intentó cortar sus vagabundeos con rufianes.

Potts cerró su mano sobre la cadena que colgaba entre las muñecas de Shemaine y la alzó bruscamente, hasta que su ancha cara patilluda y un ciclópeo ojo enrojecido cubrieron todo el campo de visión de la muchacha. Pese a todos los abusos y malos tratos sufridos, la joven se negaba a resignar ante él lo que él más deseaba: su indiscutible sentimiento de superioridad.

—¡Pedazo de perra irlandesa llorona! —gruñó entre dientes, tirando de los hierros—. Crees que eres mejor que yo, ¿eh? ¡Tú y tus modales altaneros! Bueno, pues estás equivocada, excremento irlandés. No eres lo bastante buena para limpiar mis botas.

El rancio olor del aliento del marinero provocó arcadas a Shemaine, que sólo atinó a encogerse cuando los brazaletes de hierro se le hincaron en las muñecas. Desde el momento mismo en que había visto a Jacob Potts, había sentido una intensa aversión por él. Por orden del capitán, la sección de las mujeres estaba restringida a todos, salvo a los miembros de mayor confianza de la tripulación, pero Potts desobedecía la orden y, con la pomposa arrogancia de un sultán que examinara su harén, se paseaba delante de las celdas, tentando a las más agraciadas con comida robada, agua de lluvia y otros elementos necesarios hasta que, empujadas por la desesperación, algunas cedían a sus perversas exigencias. Las compañeras de celda compartían luego, doloridas, la vergüenza y la humillación, porque a ninguna se le escapaba lo que el bribón les obligaba a hacer. En el caso de aquéllas que lo habían rechazado disgustadas, Potts había probado ser muy explícito en sus lascivas exigencias, describiéndolas vívidamente con imágenes incluso obscenas para las mentes más inocentes.

Con las visitas clandestinas del marinero había ido creciendo una profunda enemistad y, salvo Morrisa Hatcher, que lo había envuelto con sus añagazas, pronto todas rechazaron a Potts. Pero la ramera lo había aprovechado en su propio beneficio excediendo las expectativas del sujeto, apresándolo en una artera telaraña, y llegó un momento en que Potts seguía las órdenes de Morrisa y satisfacía todos sus caprichos.

Persiguiendo a su más encarnizada rival, pensó Shemaine, hostil. Olvidándose de cualquier cautela, se atrevió a hostigarlo:

—Ah, si la señora Fitch supiera lo que usted ha estado consiguiendo por contar mentiras con respecto a mí...

Potts explotó. ¡A esa mocosa le encantaría denunciarlo!

—¡No se lo dirás, mala puta, pues de lo contrario, tendrás más de esto!

Echando atrás uno de sus robustos brazos para darle impulso, Potts le asestó un golpe en el hombro, en el preciso momento en que ella procuraba eludirlo, y la hizo trastabillar sobre las cadenas. Pero aun así, el deseo de venganza de Potts no quedó saciado. Deseaba verla encogiéndose ante él, presa del más absoluto terror. Levantó uno de sus pies calzado con zapatos de lona, enganchando las cadenas que colgaban de los grilletes, y la hizo caer.

De los labios de Shemaine brotó un grito indignado de dolor, mientras caía hacia atrás sobre las tablas de la cubierta. En verdad, el barco amarrado casi no se movía, aunque para Shemaine, débil y mareada, el crujido de los maderos pareció aumentar al ritmo de las ráfagas y del mar de fondo que pasaba bajo el casco, a tal punto que le daba la impresión de que la cubierta estaba viva. Lanzó una mirada precavida hacia arriba, donde mástiles y vergas giraban en un vago manchón contra el fondo de un cielo oscuro y sombrío; la muchacha se estremeció y las emociones en conflicto le oprimieron el estómago. Temerosa de vomitar lo poco que había comido, rodó sobre sí misma y apoyó la frente húmeda de sudor frío en el brazo flexionado, esperando que se aliviara la náusea.

El contramaestre, que volvía de inspeccionar a los prisioneros varones, llegó a tiempo para presenciar el incidente y, alzando su bastón, se adelantó con pasos coléricos:

—¡Ya está bien, Potts! —ladró—. ¡Deje en paz a esa muchacha!

—¡Pero, señor Harper! —protestó Potts—. Sólo intentaba protegerme, cuando esta víbora me clavó los colmillos en el pellejo.

James Harper exhaló un bufido despectivo.

—¡Sí, señor Potts, y el sol se pone por el este!

—¡Yo lo vi, es verdad!

En procura de apoyo para su mentira, Potts miró alrededor, buscando a Morrisa.

—¡No escucharé más mentiras de su adulona compañera! —repuso Harper, alzando el bastón en gesto amenazador para subrayar sus palabras. Símbolo de su autoridad, el bastón había sido usado en muchas ocasiones para castigar a mentecatos y perezosos—. ¡Y ahora, escúcheme bien, palurdo indigno! ¡Ya estoy harto de sus bufonadas! Si el capitán no puede vender a la prisionera por lo que vale, usted recibirá lo mejor de este bastón. Y ahora, maldito, ayúdela a levantarse, y hágalo con gentileza, o recibirá un buen golpe en la coronilla.

Unas manazas se deslizaron por debajo de Shemaine antes de que se hubiese recobrado, pero la realidad cayó sobre ella como agua hirviendo cuando sintió unas manos ávidas en sus pechos. Lanzando un chillido de ira, muy poco digno de una dama, rodó y lanzó un fuerte golpe con su pie descalzo. Su azarosa puntería fue desastrosa para el pesado Potts. Mientras éste caía hacia atrás, lanzando un aullido de dolor, Shemaine se ponía de pie, con la satisfacción de ver al sujeto retorciéndose de dolor en la cubierta.

La prudencia le aconsejó quedar fuera de la vista y del alcance del patán; Shemaine vio la oportunidad de lograrlo cuando algunas mujeres la llamaron de prisa. Se apresuró a deslizarse en medio de ellas, se sentó sobre la tapa de la escotilla mientras ellas cerraban filas a su alrededor, ocultándola para que no la viesen. Flexionando las piernas contra el pecho y apretando la cara contra las rodillas, trató de pasar lo más inadvertida posible.

Potts se incorporó, vacilante, dominado por el impulso de venganza, de descargar su ira en la muchacha. Como un toro herido disponiéndose a embestir, giró su cabeza cubierta con un sombrero de paja, buscándola con los ojos. Entre los tonos apagados de los harapos de las mujeres, atisbó los largos mechones rojos que revoloteaban como un pendón colorido en la fuerte brisa. Retrayendo los labios, dejando al descubierto los dientes manchados de negro, avanzó gruñendo hacia Shemaine con aviesas intenciones.

—¡Potts! —bramó James Harper. Dio unos pasos, pensando que tendría que cumplir su amenaza y golpear a ese necio, hasta hacerlo obedecer—. ¡Si pone una mano encima de esa muchacha, haré que lo azoten hasta despellejarle la espalda! ¡Se lo prometo!

El grito del contramaestre recibió al capitán Fitch, que subía al castillo de popa, tras su esposa. Al mismo tiempo que el marinero de guardia tocaba el silbato y anunciaba: "¡Capitán en el puente!", Everette Fitch se detuvo junto a la barandilla para observar el resuelto avance de Potts en la cubierta principal. Entonces, su mirada pasó adelante, buscando a la destinataria del ataque del marino, hasta que vio a la joven beldad que una vez lo había reprendido por lo que ella y las otras prisioneras consideraron una deplorable injusticia cometida contra una de ellas. Ese día, la muchacha había atraído su atención con la protesta pero además, con la pasión que había puesto argumentando en favor de los derechos de otro ser humano, y sin proponérselo había despertado sus apetitos. Desde aquel momento, el capitán Fitch se sintió arrastrado por un intenso deseo de gozar de las delicias que Shemaine O'Hearn podía ofrecer a un hombre. De no ser por la robusta salud de Gertrude y por el revestimiento de hierro que parecía tener su estómago, que resistía las dosis de láudano que él iba mezclando furtivamente en su vino, no cabía duda de que la muchacha hubiese pagado el precio que exigía su pasión. Su fracaso no había hecho más que incrementar el deseo de poseerla y Fitch se había prometido que, cuando llegaran a puerto, se apoderaría con disimulo de la moza para poder gozarla; la instalaría en un refugio totalmente desconocido por su dominante esposa. Para ocultar su pasión, le había parecido prudente modificar los castigos que su esposa infligía a Shemaine sólo cuando le resultaba evidente que la vida de la muchacha corría peligro, pero tras las advertencias de Harper, creyó razonable añadir su propia amenaza, como refuerzo.

—¡Si no obedece, ponga grillos a ese patán! —vociferó Fitch, y luego, en voz más resonante y baja, agregó—: y si el agresor lastimó a la moza, despelleje su espalda con una veintena de latigazos por cada magulladura que ella tenga.

Por fin, la severa advertencia penetró en la dura cabeza del rústico, y Potts se detuvo de golpe. Clavando en Shemaine, que se preparaba para huir, una mirada furiosa, masculló un juramento:

—Recuerda lo que te digo, lechuza. Así pasen dos semanas o un año, haré que lamentes el día que me hiciste caer, te lo aseguro.

Shemaine se esforzó por mantener una expresión pasiva, por miedo a que la más ligera mueca hiciera perder el control al hombre. Esta vez, había escapado a la agresión, pero en cuanto estuviera en tierra, si su nuevo amo no podía defenderla contra este vigoroso bribón, era muy probable que la encontrase y la castigara severamente.

—¡Potts! —gritó James Harper, llamando la atención del marinero. Potts enfrentó a su superior, sin fingir, siquiera, una apariencia de respeto.

—Sí, señor Harper. ¿Qué quiere ahora?

El tono agrio del marinero irritó a Harper, quien dijo en tono cortante.

—¡Si por mí fuera, colgarlo del penol! —hizo un gesto colérico con el bastón—. ¡Y ahora, borracho inútil, vaya abajo! ¡Se ha ganado tres días limpiando cadenas en la proa!

—¡Vamos, señor Harper! —trató de engatusarlo Potts, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. Estamos a punto de recibir permiso para bajar a tierra, y yo tengo una picazón aquí en la entrepierna; tengo ganas de buscarme una o dos rameras para que me la quiten.

—No podrá salir del castillo de proa en los próximos cinco días —retumbó la voz de Harper, hirviendo de rabia—. Y ahora, Potts, ¿tiene alguna otra queja?

Los ojillos de cerdo se entornaron con una hostilidad casi palpable, pero el marinero no tenía otra alternativa que obedecer, si no quería que el castigo se extendiese varios días más.

—Ninguna, señor Harper.

—¡Bien! Entonces, preséntese de inmediato en el sollado de proa. Con sombrío ceño, James siguió por un momento el avance del corpulento marino, luego hizo señas a otro de que lo siguiera y lo encerrase en el pañol de proa. Harper apartó de su mente al marinero, se volvió hacia su segundo, y se concentró en el problema que tenía entre manos.

—Ya he contado a los prisioneros varones, señor —anunció el joven, entregándole la lista. A continuación, agregó en voz más baja—: Menos los treinta y uno que murieron durante el viaje.

—Es una pérdida poco frecuente la que ha sufrido el London Pride, señor Blake —musitó Harper.

—Sí, señor, y viendo cómo usted ha rogado al capitán que no permitiese a su señora limitar la ración de los prisioneros cuando zarpamos, me figuro que tiene sobrados motivos para afligirse. Una semana más en el mar y pocos de esos pobres diablos habrían quedado vivos para pagar los víveres de la tripulación, por no hablar de nuestros salarios.

La mandíbula de Harper se puso tensa mientras éste recordaba las numerosas veces que había ordenado arrojar los cadáveres de los convictos por la borda, sólo porque el dueño del barco, J. Horace Turhbull abrigaba sospechas acerca de la contabilidad del Pride, de viajes anteriores, y había insistido en que su hija acompañara al esposo en esta ocasión, para hacer una evaluación precisa. El viejo barón armador había dado a Gertrude una autoridad sin precedentes para que controlara los libros contables del barco y, además, para que recortase cualquier gasto que considerara superfluo, orden que había acarreado consecuencias espantosas.

—Es de imaginar que cuando el señor Turnbull dio a su hija permiso para aplicar su propio criterio, no tenía idea de que llegaría a perder más prisioneros en este viaje que en todos los de los últimos cinco años que venimos trayéndolos a las colonias. En su ansiedad por ahorrar a su padre algunos chelines, la señora Fitch ha matado a la cuarta parte de los prisioneros, nada menos. Eso puede disminuir las ganancias del viejo en unos cuantos cientos de libras, por lo menos.

—Si el señor Turnbull sospechaba que se producían robos antes de este viaje —murmuró Roger Blake con aire sombrío—, puedes apostar a que ahora estará pensando que estaba en lo cierto.

—Y, sin duda, mandará a su preciosa hija en el próximo viaje, para hacer otra revisión.

La siniestra perspectiva se reflejó en el ceño de Harper.

—Señor, ¿tenía razón el señor Turnbull? ¿Hay un ladrón entre nosotros?

James Harper lanzó un suspiro de pesar.

—Cualquiera sea la verdad, prefiero reservarme las sospechas, señor Blake —se encogió de hombros, añadiendo—: Aun así, si descubriésemos la identidad del culpable, odiaría acusarlo ante la señora Fitch, que no ha dejado dudas de que sospecha que todos nosotros estafamos a su padre.

—Sí, seguro, señor —concordó Roger Blake, convencido.

Sin duda, la señora Fitch tenía su manera de hacer que un honesto hombre de mar se sintiera menos digno de respeto y confianza. Ni el capitán se salvaba de su suspicacia. Con todo, había mostrado una fuerte inclinación a prestar oídos a la cháchara de Jacob Potts, aunque el vil palurdo era despreciado por todos los oficiales del barco y buena parte de sus compañeros.

Roger Blake echó una mirada hacia el puente y apostó para sus adentros que encontraría al matrimonio enzarzado en otra de sus refriegas verbales, y sonrió, seguro de que ganaría la apuesta. Los dos robustos esposos estaban discutiendo de nuevo, y él sabía por experiencia que la señora Fitch no desistiría hasta salirse con la suya. Roger regresó a sus tareas, contento de no tener que cargar con una esposa que recordaba tanto a una gran ballena blanca.

Shemaine pudo disfrutar de un intenso alivio después del encierro de Potts, pero no pasó mucho tiempo hasta que el murmullo de las otras mujeres irrumpió en su conciencia. Sus afligidos comentarios y sus mórbidas especulaciones en las desdichas que les esperaba bajo la autoridad de los nuevos amos comenzó a filtrarse en su mente, aumentando su temor con un punzante matiz de sombrío realismo. Pese a las adversidades que se había visto obligada a enfrentar desde la partida de Inglaterra, había procurado fortalecer su coraje aferrándose a la frágil esperanza de que, gracias a algún milagro, sus padres o incluso su prometido descubrirían adónde la habían llevado y llegarían a tiempo para salvarla del destino de ser vendida para servir a un amo, con un contrato que dudaría todo el tiempo de su condena. Pero hasta el momento, no había aparecido ningún rostro amado; en muy poco tiempo más se pondría en marcha esa situación humillante.

Shemaine pasó los dedos delgados bajo la banda de hierro que rodeaba su muñeca en un vano intento por aliviar el constante roce. Sólo el hecho de estar allí representaba una amarga ironía pero, tras beber el trago amargo de la justicia inglesa, ya no creía ser la única prisionera a bordo del Pride que había sido injustamente condenada. Había otras víctimas de la misma dureza; toda su vileza había consistido en robar una hogaza de pan o expresar una opinión política, algo que ciertos jóvenes irlandeses de sangre caliente solían hacer. Pese a la insignificancia de sus delitos y de lo absurdo de sus condenas, habían sido enviados desde las costas de Inglaterra como si fuesen una chusma despreciable por pomposos magistrados empelucados, que habían ordenado a los guardiacárceles que ofrecieran el perdón real a cualquiera de los convictos que aceptara un término de trabajos forzados en las colonias. La otra alternativa había hecho parecer magnánimo el ofrecimiento. O la servidumbre fuera de las fronteras de Inglaterra o una elección entre dos extremos: ser colgado en la horca por los crímenes más graves o la probabilidad cierta de violación, asesinato o heridas graves en los pestilentes calabozos de la prisión de Newgate, donde no se hacía distinción alguna entre los prisioneros ni se los separaba por sexo o edad, ni por la gravedad de sus ofensas, en los casos de delitos más leves.

Shemaine no conseguía superar el trauma de haber sido apresada en el establo familiar y que la llevara a la Corte, como si fuese el peor de los criminales, un feo sujeto que sólo se había identificado como Ned, el apresador de ladrones. Una breve estadía en Newgate le había enseñado la futilidad de las súplicas lacrimógenas y las desesperadas promesas de recompensa a cualquiera que viajase hasta los almacenes de su padre en Escocia y llevase a su familia la noticia de su detención. Había sido absurdo pensar que alguien creería en su palabra de que obtendrían una bolsa llena de monedas, considerando que los rostros más compasivos que había visto eran las caras pétreas de criminales, carceleros y sus indefensas víctimas.

Después, tras haber sido embarcada en el London Pride y presenciado con sus propios ojos las desventuras de otros, había perdido toda esperanza de encontrar alguna vez un benefactor compasivo. Había visto cómo arrancaban a recién nacidos de los pechos de sus desesperadas y suplicantes madres, como Annie Carver, que no había previsto la posibilidad de que le arrebatasen a su hijo de los brazos para venderlo a un desconocido que pasaba. Simples niños de ojos azorados y riachuelos de lágrimas corriéndoles por las caras sucias, abandonados en el muelle, viendo cómo sus únicos parientes eran llevados por la planchada, en cadenas. Otros jóvenes, condenados por crímenes insignificantes, iban esposados junto a endurecidos rufianes y ladrones. Los dos únicos que embarcaron en el Pride no habían sobrevivido.

Tales escenas habían sido una afrenta a la sensibilidad y la cuidada educación de Shemaine. La muchacha no imaginaba siquiera que pudiese existir semejante brutalidad, hasta que la vio con sus propios ojos. Habían sido tratados, en conjunto, como alimañas, como algo detestable que debía ser escupido de Inglaterra para que el país fuese más apropiado, más limpio para personas más refinadas, seguramente de la misma capa de aristócratas que habían contratado a un apresador de ladrones como el que la había apresado, y fraguado un delito que la condenase a siete años de prisión, con el único propósito de impedirle que arruinase la herencia de su prometido con su sangre parcialmente irlandesa.

En los últimos tiempos, los recuerdos de las pasadas bendiciones se habían vuelto difusas y distantes para Shemaine, como si ella hubiese soñado que el principesco Maurice du Mercier le había propuesto casamiento. Era preciso recordar que Maurice era un inglés noble y que él había podido elegir entre una vasta variedad de doncellas de la misma clase social, mientras que ella no podía alardear de otra condición que la de ser el único retoño del matrimonio entre un ex aliado comerciante irlandés y una graciosa dama inglesa.

—Impúdica campesina —solían susurrar las condesas cada vez que Maurice se paseaba con ella. Y sin embargo, lo más probable era que la riqueza de su padre habría hecho vacilar las convicciones de algunos aristócratas tan orgullosos de sí mismos, que tanto se jactaban de sus elevados títulos pero, a decir verdad, podían mostrar muy pocas posesiones de cierto valor monetario. Por otra parte, Maurice no sólo era heredero de una vasta fortuna, de propiedades y del título de su difunto padre, el marqués de Melonridge, Phillip du Mercier, sino que, además, era nieto de Edith du Mercier, una formidable matrona y protectora de un linaje bien consolidado con impecables credenciales.

Aunque el abultado soborno que le había ofrecido la anciana no estuviera motivado por la intolerancia, pensaba amargamente Shemaine, ¿por qué, entonces estaba, en este barco de convictos y por qué había sufrido la degradación de un criminal condenado después de haber rechazado dejar a Maurice e Inglaterra para siempre? Si ella hubiese aceptado las condiciones que le imponía la Grand Dame, era poco probable que hubiese acabado en esta situación.

Las lágrimas borronearon la visión de Shemaine, se sintió inundada por una angustia que casi la ahogó en un mar de desesperación, porque si era cierto que Edith du Mercier había conspirado para echarla de Inglaterra, sus estratagemas habían tenido un éxito completo. Shemaine no sólo tenía un océano separándola de su hogar y de su familia; además estaba a punto de ser arrojada a la esclavitud y despojada de la última brizna de esperanza de escapar a un modo de vida para el que no estaba preparada. Si no moría de pena, lo más probable era que sucumbiese a cualquier otra de las temibles enfermedades que prevalecían en las colonias o a manos de Potts, si lograba encontrarla.

Un brazo delgado pasó sobre los hombros de Shemaine, arrancándola de sus amargas reflexiones. Con sobresalto, miró alrededor y vio a Annie Carver observándola con curiosidad.

—Una adecuada justicia para el viejo Potts, ¿eh, milady? aventuró la joven con una sonrisa vacilante, buscando una explicación a las lágrimas de la amiga—. Puedes apostar a que ya no cumplirá más las odiosas órdenes de Morrisa hasta que bajemos del barco.

Shemaine no estaba nada convencida de que ésta fuese la última vez que veía a Potts.

—Me sentiría mucho más tranquila si el señor Harper mantuviese encerrada a esa bestia en el pañol de proa hasta que el London Pride zarpara de regreso a Inglaterra —confesó, sombría—. Morrisa sabe exactamente cómo hacer para que su matón esté irritado conmigo y no descansará hasta que yo sea debidamente castigada por haberla desafiado estos meses en alta mar.

Annie coincidió con ella para sus adentros. Antes de encontrarse cara a cara con Shemaine a bordo, Morrisa no había tenido dificultades en obligar a sus compañeras de prisión a cederle la ración más grande de la escasa comida que les proporcionaban. Morrisa estaba segura de que Shemaine también la obedecería, porque era evidente que la muchacha había gozado de la vida protegida de niña consentida, mucho mejor que la de todas ellas. Y, sin embargo, a pesar de las amenazas de la mujerzuela, Shemaine había mantenido su posición, resistiendo todos los esfuerzos de Morrisa para verla quebrada o humillada. Además, Shemaine había convencido al resto de las mujeres a revelarse contra la meretriz, profundizando así el virulento odio que ésta le tenía.

—Sí, lograste ponerte en contra a Morrisa desde que se encontraron por primera vez. Desde entonces, tiene tales arranques de furia que echa espuma por la boca.

—Nada le gustaría más a Morrisa que clavarme su pequeño cuchillo —dijo Shemaine con total convicción—. O, mejor aún, conseguir que Potts haga el trabajo sucio. Al parecer, goza dando órdenes pero prefiere que otros carguen con la culpa y la recompensa.

Annie miró más allá de Shemaine y en su cara apareció una expresión de susto.

—Hablando de la bruja, mira quién viene.

Shemaine siguió la dirección de la mirada fija de Annie y dejó escapar un abrumado suspiro al ver acercarse a Morrisa, balanceando las caderas.

—Nada menos que el propio demonio.

La meretriz de ojos negros esbozó una sonrisa afectada deteniéndose junto a Shemaine.

—No te gustó la estadía en el pañol, ¿eh, cariño? Bueno, no puedo decir que no te entiendo, aunque no conozco a nadie que lo merezca más.

—Yo sí conozco a alguien que lo merece.

Cargada de intención, la mirada de Annie se posó en Morrisa.

Retrayendo el labio en cínica mueca, Morrisa derramó una buena medida de desprecio sobre la menuda mujer.

—Pero si es el pequeño cangrejo arrastrándose otra vez sobre su vientre tras su señoría, como si esperara una donación de belleza. Bueno, querida, estás perdiendo tiempo con esta hez irlandesa del pantano. Shemaine ya no tiene nada para dar.

—Yo conozco a mis amigos —afirmó Annie en tono llano—. Y conozco a mis enemigos, y lo cierto es que tú no eres mi amiga. A decir verdad, preferiría estar sepultada bajo el polvo de la tumba de una lechuza de campo antes que divertirme con la buscona de un libertino.

Los ojos castaños de Morrisa relampaguearon ante el insulto, y alzó un brazo para golpear, pero una súbita cautela la detuvo. En la lucha cuerpo a cuerpo, ya había descubierto que Annie Carver era capaz de vencer a cualquiera que la doblase en tamaño, y un labio hinchado o un ojo amoratado podría disuadir a un comprador de arriesgarse a adquirir una esclava convicta que pudiese resultar indócil. Por más que lo deseara, Morrisa no pudo decidirse a asestar el golpe. Bajó el brazo y se encogió de hombros, sacudiendo sus pechos apenas cubiertos. Por la abundancia de carnes que exhibía, era fácil ver que no había sufrido la falta de víveres durante el largo viaje.

—Es una lástima que el viejo Potts haya sido encerrado por el contramaestre. Sin duda, no le gustaría oír tus insultos.

Shemaine lanzó un pesado suspiro, exagerando su queja.

—Pobre ciego, Potts. Si supiera cuánto lo odias, creo que te aplastaría como a un insecto fastidioso.

Morrisa hizo una mueca petulante.

—No te creería, querida, aunque se lo dijeras. Shemaine, yo sé cómo manejar al viejo Potts, ¿sabes? Si hasta habla de desembarcar y quedarse conmigo en lugar de regresar a Inglaterra. ¡Menuda sorpresa se llevarían ustedes dos si lo hiciera!

Shemaine se estremeció imaginando esa posibilidad. Por cierto, casi podía oír a los espíritus murmurando su nombre. Pese al cosquilleo de temor que le trepaba por la nuca, procuró adoptar un aire pensativo y proponer una solución para semejante dilema.

—Quizá debería advertirle al que te compre que es muy probable que tú misma o tu lacayo le corten el cuello. Estoy segura de que tu amo podría engrillarte para que no te metieras en problemas, al menos por un tiempo. Además, cuando Potts ya no te resulte útil, encontrarás otro bufón que lleve y traiga. No creo que lo tuyo sea permanecer leal a un hombre después de que lo has exprimido.

La mueca altiva de Morrisa se convirtió en una de rabia.

—¡Tú no sabes cuándo te propasas, Shemaine! ¡A estas alturas, cualquiera hubiese aprendido, pero tú no! ¡Tendré que metértelo a golpes en la cabeza!

Morrisa se abalanzó sobre Shemaine con las uñas convertidas en garras, con toda la intención de arrancar de sus órbitas esos ojos verdes, pero el grito del contramaestre resonó por segunda vez, frustrando una nueva pelea.

—¡Señoras —advirtió James Harper, usando el título con bastante amplitud—, empiecen otra vez, y las pasaré por debajo de la quilla hasta que se calmen!

El ceño de Morrisa expresaba su furia, pero el contramaestre cumplía su palabra; ella se detuvo a reconsiderar su actitud ante tan terrible amenaza. Por fin, sus dedos se aflojaron y, con un voluble revuelo de su melena renegrida, se alejó, arrastrando las cadenas tras ella.

El grito agudo de un águila marina perforó la brisa, atrayendo la mirada de Shemaine hacia las nubes turbulentas que se agolpaban en el cielo.

Bajo ese velo oscuro y amenazador, las gaviotas asustadas giraban, con sus alas de puntas negras y se zambullían en agua, tratando de escapar de su enemigo, pero el ave parecía indiferente a las más pequeñas, flotando a la deriva en las corrientes de aire, con las anchas alas extendidas. Subyugada por la libertad de vuelo del pájaro, Shemaine podía imaginarse elevándose en el aire con unas alas parecidas, para escapar a la dura prueba que se avecinaba, incluso a aquéllas que los próximos siete años le prometían. Pero la áspera realidad estaba ahí cerca. Encadenada con sus grilletes de hierro, atada para siempre a la tierra, sólo le quedaba contemplar, impotente, el vuelo del águila que se remontaba, perdiéndose de vista. La libertad del pájaro para vagar a su antojo parecía una burla brutal para el castigo que sufrían ella y los otros prisioneros, desde que habían sido condenados por una corte judicial inglesa.

A su lado, Annie lanzó un suspiro nostálgico.

—Milady, me alegrará abandonar el barco, y más aún si me compra una persona bondadosa que tenga uno o dos pequeños para que yo los cuide.

—Tal vez sea así, Annie.

Tratando de dar ánimos a su amiga, Shemaine se encaramó a la tapa de la escotilla y estiró su esbelto cuerpo hacia arriba hasta que logró ver por encima de la borda. Recorrió con la vista a los colonos que esperaban en el muelle a que comenzara la subasta. A decir verdad, nada de lo que veía la alegró demasiado. La posibilidad de que Annie fuese comprada por una familia joven parecía absurda ante los posibles compradores. Hombres de cabezas grises, de piel pálida y esposas bajas y regordetas; terratenientes calvos; y mujeres con aspecto de solteronas, de rostros delgados y sombríos, parecían ser las alternativas posibles. Sólo un hombre se distinguía del resto, tanto por su aspecto como porque se mantenía aparte. Era lo bastante joven para alimentar ciertas esperanzas a las expectativas de Annie, aunque su ceño fuese bastante formidable. Los otros pobladores le echaban miradas furtivas, como temerosos de toparse con su dura mirada, que no ayudaba a apaciguar las especulaciones de la propia Shemaine con respecto a él. Sin embargo, pese al recelo de los demás, el hombre parecía el tema principal de su charla incesante.

James Harper se acercó a las mujeres y, mientras las observaba, sacó de su cinturón una argolla con llaves. Gertrude Fitch no había permitido que las prisioneras subieran a cubierta a bañarse a la vista de los hombres que se preparaban para la venta. Lo que hizo fue mandarles una mísera barra de jabón y dos baldes de agua, por la que pelearon y terminaron desperdiciando. Los tres meses en el mar habían cobrado su tributo; las mujeres no tenían mejor aspecto que los más pobres mendigos de Londres. Parecían lejanas las posibilidades de obtener un precio justo por cualquiera de ellas, algo que, por supuesto, la entremetida hija de Turnbull tenía merecido por no haber suministrado raciones abundantes y por oponerse con tanta rigidez a que la tripulación viese un pecho, alguna nalga desnuda o dos. Teniendo en cuenta que las mujeres estaban tan flacas, con tal aspecto de hambre, lo peor que hubiesen provocado habría sido alguna mirada escéptica.

—¡Muy bien, señoras! ¡Tengan ánimo ahora! —pidió Harper, tratando de utilizar un tono alegre—. Ahora, vamos a liberarlas. No podemos permitir que esos colonos las vean engrilladas, ¿verdad? Les aseguro que no es el fin del mundo sino una nueva vida para todas ustedes.

—¿Quién lo dice? —chilló una vieja bruja.

Morrisa lanzó una risa como un cacareo y se adelantó para desafiar al contramaestre.

—Vamos, Jamie, muchacho, ¿acaso crees que unos hierros les importan algo a esos peregrinos? Oí decir que casi todos ellos fueron enviados aquí encadenados, igual que nosotros, pobres desgraciados.

James Harper ignoró a la ramera y, entregando a Roger Blake una llave, señaló los grilletes:

—Quítales las ligas, compañero, mientras yo me encargo de los brazaletes...

En el castillo de popa, el capitán Fitch se secaba la frente traspirada con un pañuelo arrugado, y se acercaba a la barandilla. Accediendo, al fin, a las exigencias de su autoritaria esposa, llamó al contramaestre.

—Señor Harper, tenga la gentileza de subir al puente —la irritación de Fitch provocaba oleadas ácidas en su estómago; no podía menos que preguntarse cómo llevaría a cabo con éxito sus planes si su esposa observaba la venta de convictos con su acostumbrada tenacidad. En ese momento, no tenía el menor deseo de disimular con sutilezas las órdenes de la mujer—. La señora Fitch desea aclarar a todos los involucrados que ella ha recibido autorización para supervisar cada transacción que se realice hoy aquí.

—Sí, capitán —respondió Harper, preguntándose cuánto faltaría para que la señora Fitch se pusiera los pantalones del esposo y asumiera por completo el mando de la nave. Estaba muy resentido por la intromisión de la mujer en el funcionamiento normal del barco, pero el barco no era suyo ni estaba a sus órdenes—. Ahora mismo, señor.

Harper enfrentó otra vez a las prisioneras.

—Señoras, pónganse en fila, y dejen que el señor Blake les quite esas cadenas.

Con el debido respeto a su capitán, Harper entregó las llaves a su ayudante y subió al puente, dejando que su compañero llevase a cabo la inspección de las prisioneras, tarea que Harper no le envidiaba. Lo ponía sumamente incómodo tener que tratarlas como a animales en una subasta. Algunas de ellas parecían ser tan inocentes y jóvenes como su dulce hermana.

Acercándose al matrimonio, Harper hizo un rígido saludo a su superior, y a continuación se encontró con la mirada petulante de Gertrude fija en él.

—Buen día, señora.

—¡Señor Harper! —en condiciones normales, su voz era alta, y más cuando estaba decidida a hacerse cargo de una situación, que era lo que sucedía en ese momento—. Como sabe, tengo un interés directo en los procedimientos que se realizan a bordo de este barco; deseo estar al tanto de cada oferta que se haga antes de que se formalice la venta de un convicto. De ese modo, podré rendir un informe mejor a mi padre. ¿Entiende?

Teniendo en cuenta que su padre era propietario del Pride, era imposible que nadie, en ese barco, ignorase su exigencia. Por cierto, el capitán Fitch no podía.

—Como desee, señora.

—Hay otra cuestión que me perturba mucho, señor Harper —informó con brusquedad—. No estoy de acuerdo con que haya encerrado a Jacob Potts en el pañol. Gracias a ese sujeto he estado informada de las actividades de los prisioneros y las violaciones a mis órdenes. Usted revocará de inmediato su orden y dejará en libertad a ese hombre.

La mandíbula de Harper se puso tensa; tuvo que recurrir a un esforzado control para argumentar contra esa orden.

—Perdóneme, señora, el hombre se insubordinó; si usted me obliga a retirar el castigo, ya no tendré autoridad sobre la tripulación. Sería una locura hacer eso, señora.

El capitán Fitch también encontraba difícil dominar su ira. El hecho de que su esposa hubiese prestado oídos a las murmuraciones de un simple marinero agregaba motivos para sentirse ofendido por su presencia a bordo del Pride. Un oficial con experiencia habría examinado la fuente y sospechado de los motivos del marinero.

—Gertrude, el contramaestre tiene razón...

—No importa, señor Harper —interrumpió, grosera, dejando en evidencia que ignoraba a su marido—. Si no cancela la orden, me ocuparé de que el capitán Fitch lo despida del barco sin dilación.

—¡Gertrude! —la amenaza escandalizó a Fitch, y se apresuró a disuadirla sin causar un enfrentamiento con su suegro—. ¡No esperarás que despida a un hombre por cumplir con su deber!

—¡Lo que espero que recuerdes es quién es el dueño de este barco! —replicó Gertrude.

—¿Cómo puedo olvidarlo, si me lo recuerdas constantemente? —repuso el marido.

—Te olvidas de ti mismo, Everette —retumbó la voz de bajo, autoritaria, de Gertrude, mientras el esposo la miraba, ceñudo—. Espero no tener que mencionar esta situación a papá.

Si bien a James Harper le disgustaba la manipulación de la mujer, no estaba en posición de quejarse. Prometiéndose no volver a navegar en otro barco con ella, se irguió Con toda la dignidad de un marino mercante y procuró expresarse Con cuidado, sintiendo que le costaba hablar en voz serena.

—Señora, siempre he recibido órdenes directamente del capitán. Si él me ordena dejar a Potts en libertad, no tendré otro remedio que hacerlo.

Sabiendo que cargaba con toda la responsabilidad a su superior, Harper enfrentó al otro y esperó la orden que Fitch no se animaba a dar.

—Siga con sus ocupaciones, señor Harper —dijo Fitch, al fin—. Discutiremos esto en otra ocasión más conveniente.

—¡Everette Fitch! —el prominente pecho de Gertrude puso a prueba la confección de su corpiño cuando la mujer resopló como una morsa indignada—. ¿O sea que permitirás que el señor Harper se salga con la suya e ignore mis deseos? Si no lo obligas a hacer lo que digo, quizá mi padre deba recordarte a quién debes obedecer. Llegará a Nueva York en el Black Prince antes de que nos hagamos a la mar, y no me caben dudas de que él tendrá algo que decir con respecto a tu conducta de hoy.

El capitán Fitch logró disimular su enfado tras una expresión cortés y formal. Sabía por experiencia que irritar a Gertrude era provocar la ira de su padre, que nunca había demostrado compasión hacia nadie, y menos a aquéllos que provocaban su ira o la de su hija. Si no fuese porque Turnbull era el único dueño del London Pride, Fitch habría cortado las intrusiones de Gertrude desde el comienzo mismo, pero no podía olvidar quién controlaba las cuerdas de la bolsa. Ésa era una de las trampas de casarse por dinero, algo que él había disfrutado bastante poco. Salvo por algunas monedas que había podido sisar aquí y allá, el grueso de la fortuna de Turnbull estaba fuera de su alcance. Esto lo exasperaba sin descanso, porque Horace Turnbull era increíblemente rico.

—Perdóname, Gertrude, pero he creído prudente esperar y ocuparme de esta cuestión después de que la mayor parte de la tripulación haya abandonado el barco, para que no se enteren de la liberación de Potts.

Como un enorme gato, Gertrude metió la cabeza entre los pliegues del cuello y sonrió, serena, contenta de haberse salido con la suya. Jacob Potts la había mantenido al tanto de las explosiones temperamentales de cierta chica irlandesa que había cometido la tontería de hacer recriminaciones a ella y a su marido, Como si fuesen unos niños malcriados. Fue el azotamiento de Annie Carver lo que motivó las críticas de Shemaine, y eso había sucedido poco después de la partida de Inglaterra. Y era lo mínimo que merecía ese ratoncillo deslucido por haber tratado de matarse después de perder a su hijo, pero Shemaine O'Rearn merecía mucho más por atreverse a enfrentarlos, criticando el trato que daban a esa pilluela de la calle, enfrente de la tripulación y de los demás convictos. Desde entonces, Gertrude había ansiado ver caer el cuerpo sin vida de la muchacha en las profundidades del mar y, en pos de ello, había procurado vengarse. Pero no había encontrado argumentos capaces de convencer a Everette o de forzarlo a admitir algún castigo más severo que cuatro días de aislamiento y media ración a la buscona irlandesa. Aunque él también había recibido las furiosas críticas de Shemaine, no había dado importancia al incidente, diciendo que él no había provocado la situación y que, si había que culpar a alguien, ése debía ser quien había ordenado arrebatar al niño de los brazos de su madre para venderlo.

Apoyando una mano en la barandilla, Gertrude contempló a la que había condenado dos veces al encierro en el pañol de proa. Un sucio pañuelo deshilachado cubría la cabellera de vivo color, pero ni siquiera esa ordinaria prenda lograba empañar la belleza del rostro ovalado, los grandes ojos de color esmeralda rasgados bajo las cejas de delicado arco. Percibiendo algo de sirena o de reina de las hadas en la frágil belleza y el cuerpo esbelto de Shemaine, Gertrude se dejó llevar por su temperamento de arpía.

—Miren a quién han dejado salir de las lóbregas profundidades —provocó, atrayendo la mirada de la joven hacia ella—. ¡Has estado allá abajo tanto tiempo que los dedos de tus pies ya deben de estar unidos por una membrana! Sin embargo, es extraño: has dado algunos toques a tu apariencia. Pero, ¿acaso no lo sabes, Shemaine? Es difícil disimular a una bruja pelirroja.

Shemaine dijo para sus adentros que si allí había alguna bruja, sin duda era esa gallina gorda que, con sus tendencias vengativas, había perjudicado las vidas de los prisioneros. Quitándose el pañuelo de la cabeza, Shemaine arrojó la cautela al viento, literalmente, dejando que las vívidas hebras ondearan en rebelde confusión, desafiando en silencio a la vieja, cuyo rostro se contrajo de odio.

—Eres una bruja malvada, Shemaine O'Rearn —siseó Gertrude entre dientes—. ¡Compadezco al tonto que te compre!

De repente, el viento arreció y barrió la cubierta, arrancando a Shemaine de un pantano de mórbida incertidumbre, mientras sostenía la mirada colérica de Gertrude. En ese instante, comprendió que tenía mucho que agradecer, porque había demostrado ser capaz de vivir en las condiciones más intolerables, muchas de las cuales esa mujer había contribuido a crear. ¡Y, sin embargo, a pesar de todos los malos tratos y los venenosos reproches que había sufrido, sabía sin lugar a dudas que aún estaba maravillosa, desesperadamente viva! ¡Y ése sí que era un logro por el cual podía estar agradecida!

—Deseo que tenga usted un día muy bueno, señora Fitch —exclamó, imprimiendo un tono alegre a su saludo de acento irlandés, a pesar de la aversión que sentía contra la arpía—. ¿No le había dicho, acaso, que sobreviviría al calabozo? Aquí me tiene usted.

Gertrude apretó los labios en una mueca.

—Es una lástima, Shemaine. Es una lástima. Pero tal vez no seas tan afortunada en los próximos siete años.

Capítulo 2

El marinero de guardia tocó el silbato; ésta era la señal que esperaban los colonos para subir a bordo. Aunque la mayoría de los hombres había acudido al barco con la intención de adquirir peones para el campo, pasaban lentamente ante las convictas, como si en realidad se dispusiera a comprar alguna, hasta que llegó ante Morrisa, que había adoptado una pose provocativa, cerca del palo de mesana. Contemplaban con ojos desorbitados su abierta exhibición; parecía incapaz de apartarse de ella. Sus esposas y otras mujeres del pueblo pasaban ante la ramera alzando la nariz, en demostración de desdén, y dedicaban su atención a otras alternativas más prácticas. Un hombre bajo y calvo miraba boquiabierto las generosas proporciones de la meretriz, pero cuando hizo un intento de interrogarla, Morrisa lo espantó, irritada.

—Quita de ahí, pequeño sapo —escupió—. Estoy esperando que me compre un hombre de verdad.

La cara del hombre se ensombreció, moteándose de púrpura, y la miró ceñudo, pero Morrisa contrajo los labios en mueca de disgusto, y exhaló un sonido sibilante, como una serpiente ahuyentando a un depredador. Muy ofendido, el hombre retrocedió unos pasos, y se acomodó el abrigo de un tirón.

—¡Aquí ahogamos a las brujas! —le advirtió.

Después de un gesto de desprecio, se alejó para unirse a otro grupo de hombres que estaban evaluando a Shemaine y a algunas de las mujeres más jóvenes.

Ser observada como una mercancía era más de lo que Shemaine podía soportar. Por esto y por aquello, tenía que quedarse de pie y someterse a una minuciosa inspección de los dientes, manos y brazos. Sus corteses respuestas provocaban gestos de aprobación en las mujeres, pero el brillo ardiente en los ojos de los hombres sugería una imaginación más amplia. La idea de que pudiese ser comprada sólo para apaciguar algún bajo apetito la apabullaba; elevó una desesperada súplica, pidiendo ser comprada lo más pronto posible por alguna bondadosa señora que, tal vez, la instruyese con paciencia en sus deberes como criada doméstica.

—¡Aquí, mujeres! —exclamó James Harper desde la barandilla—. ¡Acérquense aquí de inmediato y presten atención a este hombre! —con un gesto del pulgar, indicó a un colono alto, de pelo oscuro, que estaba junto a él—. Se llama Gage Thornton y está aquí en procura de una niñera que cuide de su hijo de dos años.

De la gente del pueblo se alzó una oleada de conjeturas, y todos miraron, boquiabiertos, al hombre como si de repente le hubiesen salido dos cabezas. Shemaine reconoció que era el único lo bastante joven para ofrecer cierta esperanza a la satisfacción de los deseos de Annie; no entendía cuál podría ser la razón de que ese sujeto recibiera tanta atención.

Shemaine dio un suave empujón a su amiga, animándola.

—¡Date prisa, Annie! ¡Ésta podría ser tu única oportunidad!

Annie estaba ansiosa por acceder y, sin demora, intentó estar a la vanguardia de aquéllas que se habían adelantado. Por el entusiasmo de las otras mujeres, fue evidente que todas querían el puesto ofrecido por el señor Thornton. Tanto jóvenes como viejas empujaban y arañaban tratando de acercarse a él pues, sin lugar a dudas, la tarea de niñera era muy preferible a la de criada de cocina, trabajadora de campo o cosas por el estilo.

—Recuerden que son unas damas —advirtió Harper, preguntándose si estaría obligado a sofocar el tumulto.

Shemaine fue la única que no se sumó a la refriega, aunque una curiosidad cada vez mayor empezó a arraigar en ella mientras observaba al hombre. Tenía las mangas de su camisa enrolladas más arriba de los codos, como si hubiese interrumpido alguna importante tarea para ir hasta el barco, aunque su tenso ceño y su mandíbula rígida daban un fuerte indicio del disgusto que le provocaba el asunto presente, más aún viendo que podía quedar atrapado en medio de una gran batahola. Dedos sucios se aferraban a la camisa de tela casera y a los pantalones de cuero que cubrían ese cuerpo de hombre, mientras que algunas de las mujeres, entre exclamaciones de admiración, tuvieron la audacia de rozar el bulto aletargado que delineaba el cuero de ciervo.

—¡Señoras! —exclamó Harper—. ¡Quiten las manos de encima del comprador, por favor!

—Ay, compañero —refunfuñó una mujerzuela de dientes rotos, exagerando su desilusión—. Es el mozo más estupendo que hemos visto desde hace mucho tiempo. ¡Ya lo creo! Además, no sé qué daño podrían hacerle al tipo algunas caricias amorosas. ¡Por todos los santos! ¡Nosotras lo necesitamos más que él!

No habían bastado tres meses de compartir la celda con estas mujeres para borrar el sentido de lo apropiado de Shemaine. Muy avergonzada en nombre de su sexo, percibió además la irritación del colono que, por un instante, dirigió la vista al cielo. Si estaba arrepentido de haber subido a bordo del London Pride o si, por casualidad, suplicaba en silencio la intervención divina, ya era demasiado tarde para cualquiera de las dos cosas. Entre las compañeras de Shemaine él seguía siendo el centro de la atención, y la muchacha no podía menos que admitir que con muy buenos motivos.

En un rostro intensamente apuesto y dorado por el sol, sus ojos brillaban como cristales marrones, salpicados de destellos ambarinos. Estaban sombreados por cejas bien definidas, rodeados de oscuras pestañas y tenían una maravillosa transparencia. La nariz era fina y esculpida en una sutil, aristocrática curva que habría envidiado cualquier patricio griego. Lo mismo sucedía con los pómulos, huesudos y de bella prominencia. Con la barba afeitada, la mandíbula y el mentón se delineaban, nítidos, bajo la piel bronceada. Era un rostro genuinamente masculino, tanto como el torso que lo sostenía.

Era casi una cabeza más alto que el robusto señor Harper y, si bien no era macizo ni de excesiva corpulencia, los hombros anchos se resolvían con elegancia en un pecho de tensos músculos que se afinaban hacia una cintura esbelta y unas caderas angostas. Si había que guiarse por los férreos tendones de los brazos, el resto de su persona debía de ser duro como acero templado.

En los ojos del colono apareció una expresión dolorida mientras su mirada vagaba lentamente sobre las mujeres que lo rodeaban. Cuando Morrisa se abrió paso hacia él a codazos, desplazando a otra con un empujón de su cadera, las cejas oscuras del hombre se alzaron amenazadoras como un trueno. No daba la impresión de tener el menor interés en la transparencia de la blusa, más bien parecía estar irritado.

—Vaya que eres un tipo apuesto —arrulló la ramera. Adoptando un aire tímido, recorrió con un dedo el contorno del antebrazo y le sonrió—. Mi nombre es Morrisa Hatcher, patrón, y para mí sería un deleite atender a su pequeño.

Gage Thornton ya estaba convencido de que ir al barco había sido una estupidez. Un instante atrás estaba resuelto a ignorar el inevitable atrevimiento de las prisioneras, pensando en la remota posibilidad de encontrar entre ellas alguna que satisficiera sus exigencias, pero su paciencia se agotaba rápidamente ante lo absurdo de la idea. ¿Cómo, en sus más locos sueños, había esperado hacer una adquisición tan rara como la que tenía en mente en un lugar tan poco a propósito? Tal vez su desesperación había sobrepasado el límite que él creía haber alcanzado. No estaba dispuesto a aceptar nada menos que su ideal, pero cada vez le resultaba más evidente que la clase de mujer que buscaba no estaba en un barco de convictos.

—Señorita Hatcher, tengo en mente calificaciones muy diferentes de las que usted exhibe con tanta generosidad. Me temo que usted no adapta a mis propósitos.

Morrisa asintió, comprensiva, y se mofó:

—Tiene miedo de su esposa, ¿eh?

Gage sintió que se le retorcían las tripas de indignación. Por supuesto que esta mujer no tenía idea de lo que él había pasado desde la muerte de Victoria, y seguramente ninguna réplica áspera se lo aclararía.

—Discúlpeme —respondió, conciso—. Mi esposa se mató en un accidente, hace un año. Si hoy estuviese viva, le aseguro que no estaría aquí, en esta misión tan absurda.

Annie se adelantó, tímida, y tiró de la manga de Gage.

—Mi nombre es Annie Carver, señor. Han vendido a mi hijito poco después de que me embarcaran; por eso, mi más ferviente deseo es tener un pequeño a quien cuidar. Puedo prometerle que querré a su hijo como si fuese mío, señor —se sonrojó, súbitamente confundida y, retorciéndose las manos, agregó—: Quiero decir, si está de acuerdo en pagar las monedas para comprarme.

La mirada indómita de Gage se suavizó un poco al bajarla hacia la mujercilla de rostro común, pero su modo de hablar revelaba su falta educación.

—Tenía la esperanza de encontrar a una mujer que en el futuro pudiese enseñarle a mi hijo a leer y escribir. ¿Usted cree que podría hacerlo?

—¡Caramba; no, patrón! —exclamó Annie, perpleja por la exigencia. Muy decepcionada, estaba por alejarse cuando la asaltó un súbito pensamiento. Enfrentando otra vez al hombre con ansiosa sonrisa, le informó—: ¡Pero conozco a una que sí podría! Le aseguro que es una dama, señor.

—¿Una dama? —Gage lo dudaba, ya que había visto a casi todas las mujeres—. ¿Aquí, en un barco de prisioneros?

—¡Sí, señor! —repuso Annie, enfática—. Milady sabe leer y escribir, y hasta puede sumar de memoria. Yo la he visto hacerlo, señor.

—Sin duda, debe de tener noventa años —se burló Gage.

No podía desperdiciar su dinero en una mujer que, probablemente, moriría a los cinco minutos de haber desembarcado. Surgieron antiguos argumentos para arrojar sus expectativas al reino del absurdo, minando su confianza y aplastando sus esperanzas. Por cierto, ninguna mujer de buena cuna podía haber cometido un delito tan grave como para ser enviada a colonias en un barco de convictos, a menos que hubiese sido arrojada a una prisión para deudores. Incluso en ese caso, dudaba seriamente de que pudiese permitírsela. Tenía otros compromisos que le impedían pagar tales lujos.

Una sonrisa conocedora curvó las comisuras de los labios de Annie. —¡No, señor! ¡Una dama joven! ¡Y además, bonita, señor!

—¿Dónde está esa maravilla? —preguntó Gage, sin mucho ánimo. Temía que Annie no hubiese comprendido bien el significado de la palabra dama, porque él no había visto ni oído nada que pudiera calificarse de tal desde que había llegado al Pride.

Annie se volvió e hizo una seña a sus compañeras, indicándoles que se apartasen mientras buscaba a la amiga. Cuando se formó un pasillo, estiró un brazo flaco, señalando a una figura sentada sobre la tapa de la escotilla.

—¡Es ésa, patrón! ¡Shemaine O'Hearn; es ella!

Shemaine se puso alerta de inmediato ante la atención que recibía y la fuerza de esos hermosos ojos castaños que se posaban en ella, azorados. No podía abrigar la menor duda con respecto al interés que había despertado en el desconocido, que estaba por completo absorto, contemplándola.

Gage Thornton había trabajado muy duramente para obtener todo lo que tenía, y no podía convencerse de que pudiese llegar a su meta con tan poco esfuerzo. Esa joven era de un atractivo poco común, un premio, pero él temió que tuviese algún defecto oculto.

Se inclinó a un costado para interrogar a Annie.

—¿Una dama, dice? —tras el gesto afirmativo de la muchacha, preguntó lo evidente—: Pero, ¿por qué está aquí? ¿Qué ofensa cometió que justifique ser enviada a estas costas en un barco de convictos?

Annie redujo su voz a un susurro:

—Un cazaladrones apresó a milady mientras sus padres no estaban y no le permitió comunicarse con cualquiera que la conociera así que, ya ve, señor, no había nadie para rebatir al tipo cuando dijo que ella había sido la que robara las joyas de otra dama.

Gage no estaba muy convencido, aunque sus reservas no bastaron para disminuir su interés. Hasta con las mejillas manchadas y el pelo salvajemente revuelto sobre de los hombros delgados y la espalda, la belleza de Shemaine era indiscutible. Su rostro parecía delicadamente esculpido, como si un artista hubiese pintado la imagen de un sueño y le hubiese dado vida con un beso. Tenía la fuerte sospecha de que su ascendencia era irlandesa, pues ninguna otra raza gozaba de tanto favor de la naturaleza en la combinación del llameante cabello rojo, los resplandecientes ojos verdes, y la impecable piel clara. Pese a los harapos que la cubrían, su graciosa pose evidenciaba con claridad su refinamiento, pues tenía un aire majestuoso, con el mentón un poco elevado, los ojos que miraban de frente, como si no tuviese escrúpulos en sentirse igual a él.

A Gage le asombró el insólito tumulto que sentía dentro de sí; sólo atinó a preguntarse qué era lo que más lo excitaba: si el descubrimiento de una muchacha aparentemente capaz de llenar sus exigencias o el otro propósito no dicho, ése que no se atrevía a esperar que se viera satisfecho. Si, en verdad, la compraba, era probable que sus intenciones para el futuro dejaran estupefactos a amigos y enemigos. Con todo, no sería la primera vez que él actuaba en contra del decoro, para dar a su vida una dirección definida.

Gage procuró asir las riendas de su fantasía desbordada y, adoptando un aire desinteresado que no coincidía con lo que sentía, llamó al contramaestre.

—Señor Harper, me gustaría hacer averiguaciones con respecto a esa prisionera que está ahí.

James Harper estiró el cuello para ver cuál de las mujeres le había interesado, creyendo que quizás era la vieja que había cruzado delante de Shemaine. Harper indicó a la anciana que se acercase, dudando para sus adentros del gusto y la sensatez del hombre, pero Gage negó con un ademán impaciente. Yendo hasta un lugar desde el cual podía llamar directamente la atención de Shemaine, le hizo señas de que se adelantara, con un sólo gesto.

Consciente de esos chispeantes ojos castaños que seguían cada uno de sus movimientos, Shemaine se puso de pie y avanzó entre los racimos de mujeres cuyos ceños expresaban a las claras la envidia y la rabia que sentían. De todas maneras nadie se interpuso en su camino, hasta que Morrisa le cerró el paso.

—Queridita, si yo estuviese en tu lugar, sería un poco cautelosa antes de irme con este caballero Thornton. No he visto a un tipo tan guapo desde que he nacido, y lo quiero para mí, ¿sabes, Shemaine? Si me impides tenerlo, no me sabrá nada bien. Te aseguro que te haré picadillo.

A Shemaine la asombró que Morrisa todavía procurase intimidarla. Para cualquiera que no fuese un poco imbécil, habría sido evidente que ella era demasiado obstinada para dejarse amedrentar por amenazas.

—Y si yo estuviese en tu lugar —dijo entre dientes—, tendría presente el alboroto que podrías causar si llegaras a hacer daño a una persona a su servicio, Morrisa, y sobre todo una por la cual ha pagado bastante dinero.

—Iré por ti, Shemaine, no olvides mis palabras. Y cuando te encuentre, te haré lamentar no haber prestado atención a mis advertencias. Cuando acabe contigo, este sujeto no te querrá.

La mirada asesina de Shemaine contrastaba con la suavidad de sus palabras:

—Morrisa, no te sorprendas demasiado si hago saber al señor Thornton que me has amenazado.

Morrisa refunfuñó exasperada, mientras Shemaine pasaba junto a ella. Los intentos fallidos de ver muerta o seriamente dañada a la lechuza de campo se hacían más lamentables ahora que la pelirroja había atraído al mejor del grupo. Sin duda, si la chica hubiese tenido el rostro surcado de cicatrices, el tipo no se habría interesado en ella.

James no había levantado la vista cuando Shemaine se detuvo junto a él. El alboroto creado en torno del colono lo había impacientado y, al igual que Potts, estaba ansioso por concluir con la venta para poder disfrutar su permiso en tierra, porque tenía grandes ansias de beber una gran jarra de cerveza. Estudiando la lista, preguntó con brusquedad:

—¿Su nombre?

—Shemaine O'Hearn.

La tersa respuesta le hizo alzar la cabeza de golpe, sorprendido. Ese nombre conjuraba imágenes diferentes de la esbelta beldad pelirroja que había divisado desde lejos y admirado con ardor desde cerca. El último prisionero que deseaba vender a otro hombre era precisamente esta muchacha, la que había despertado las esperanzas y la imaginación de muchos marineros a bordo del London Pride. Hasta el capitán Fitch había caído, y sólo los más discretos sabían que su esposa pronto tendría sobrados motivos para envidiar a la doncella. Poco después, el marido instalaría a la muchacha en una casa cercana y la convertiría en su querida. A Harper no le agradaba arreglar eso para su superior, pero no tenía ninguna alternativa.

Habló en voz baja al desconocido:

—Me temo que usted no estará contento con ésta —aconsejó; pues el capitán Fitch le había indicado que desalentara a cualquier comprador serio—. Tiene una lengua hiriente, capaz de dejar mal parado a un hombre con un ataque certero. Si no me cree, pregunte al capitán y a su señora.

Oyendo la advertencia, Shemaine clavó en Harper una mirada incrédula, sin comprender cómo podía ser tan insensible y distorsionar así los detalles de ese día, cuando él llamó a los prisioneros a cubierta para que presenciaran cómo azotaban a Annie Carver. Los habían obligado a ver cómo el látigo de nueve colas hería la pequeña espalda de la mujer, mientras les advertían que parecidas infracciones acarrearían castigos similares. Los murmullos interrogantes y confusos se habían convertido rápidamente en indignados, porque todos sabía bien por qué Annie había intentado matarse. Uno a uno, todos miraron hacia el castillo de popa, donde estaba el capitán. Shemaine recordaba el desprecio que había subido hasta su garganta como ácido al ver al capitán que, en pose estoica, estaba junto a su esposa que, a su vez, contemplaba la escena con maligno placer. Con la misma pasión que su padre irlandés siempre ponía en juego, se había puesto de pie sobre la tapa de la escotilla y reprochado con aspereza al matrimonio por la brutalidad con que trataban a Annie.

Y ahora, con mucha menos vehemencia que la que había manifestado tres meses atrás, Shemaine preguntó al contramaestre:

—Señor Harper, ¿no me dará oportunidad de explicar?

—¿Acaso no he dicho la verdad? —replicó, inquietándose, porque al cumplir órdenes, podría volver a la muchacha en su contra.

No le gustaba la idea de que la muchacha se fuera con ese hombre, como tampoco que la hiciera suya el capitán pero, ¿qué podía hacer?

—Me ha acusado usted correctamente, señor —admitió Shemaine, encrespada, alzando el mentón al ver la expresión atribulada del hombre—. Pero en ese incidente hubo muchas más cosas que las que usted dice. El crimen de la señora Fitch haciendo azotar a una madre que lloraba la pérdida de su hijo equivalía a castigar a una viuda por llorar la muerte de su esposo. Su interés en mantener a Annie viva era puramente mercenario pero usted, señor, ¿no podía entender la profundidad de la desesperación de Annie cuando intentó matarse? ¿Acaso es tan carente de compasión que no puede comprender la desdicha de una madre joven a la que arrebatan su hijo? ¿O, tal vez, pensó que, en realidad, ella necesitaba aún más azotes?

—No podía desobedecer a mis superiores —arguyó Harper—. Tampoco me correspondía discutir la cuestión con ellos.

—Entonces, con su silencio, consintió en los azotes —regañó suavemente Shemaine—. Eso es muy poco caballeresco.

Harper se sonrojó, sabiendo que los argumentos de la muchacha lo habían sacado de su firme posición. Su persuasivo razonamiento inclinaría al colono en favor de ella, sin duda. Con la esperanza de desechar toda idea de galantería, trató de justificar sus afirmaciones:

—¡Por cierto, tampoco le correspondía a usted acusar al capitán y a su esposa, y empujar a las otras prisioneras a una revuelta!

—¿Revuelta? —Shemaine rió, con amarga incredulidad—. Lo único que hicieron fue expresar su desacuerdo. ¡Créame, señor, no estábamos en condiciones de rebelarnos, estando medio muertas de hambre y trabadas por el peso de los hierros, hasta el punto de que casi no podíamos movernos!

—El contramaestre tiene razón, patrón —interrumpió Morrisa, apartando a otras a empujones—. Esta ramera irlandesa tiene un carácter malvado y despectivo, es verdad. Me humilló unas cuantas veces, eso hizo, sin que yo sepa aún porqué.

—¡Pedazo de mentirosa! —chilló Annie.

Aferró a Morrisa del brazo, la hizo girar y luego la soltó, lanzándola a los tumbos entre el agitado grupo de mujeres.

Durante el viaje, había habido ocasiones en que el temperamento de Annie había sorprendido por completo a Shemaine y ahora volvía a suceder. Al principio, parecía un ratón asustado pero, desde el lúgubre día de los azotes, Annie se había vuelto más temeraria, como si se hubiese prometido a sí misma vengarse de aquéllos que la habían maltratado, y retribuir a Shemaine por todo lo que había sufrido después de salir en su defensa. No cabían dudas de que Annie había demostrado su gratitud en mayor medida de lo que Shemaine habría esperado o, incluso, de lo que a su juicio aquel acto merecía.

Fue la propia Annie la que se volvió y agitó un dedo sucio bajo la noble nariz de Gage Thornton:

—Fui azotada por orden de la señora del capitán, pero milady le dijo malvada, arpía sin corazón y...

—¡Sí! ¡Muchas estuvimos de acuerdo con Shemaine! —intervino la vieja de los dientes rotos—. Hasta encadenadas, estábamos decididas a romper los grillos y presionar a la tripulación, hasta que el capitán accediera a detener los azotes.

Annie insistió en su defensa.

—Y también pensábamos protestar por el encierro de milady en el pañol, pero Shemaine nos dijo que cuidásemos de nuestros propios pellejos. Prometió mostrar a la señora Fitch la horma de su zapato y dijo que no saldría empeorada por usar...,

Shemaine gimió para sus adentros, convencida de que su amiga estaba hablando demasiado de su fugaz momento de locura. Había perdido el control, nada más.

—Lo único que le salvó el pellejo fue que el capitán redujo el encierro a cuatro días en lugar de dos semanas —agregó Annie.

A decir verdad, el discurso de Annie tuvo poco efecto sobre Gage Thornton: ya estaba decidido desde hacía unos momentos, durante la discusión entre Harper y la muchacha. Defendiéndose de las acusaciones del contramaestre, ella había confirmado su inteligencia y su educación. Gage estaba encantado de que satisficiera tan completamente sus aspiraciones. El hecho era que le había posibilitado evitar el conflicto consigo mismo, porque en realidad él no quería resolver el dilema de quedarse con ella sin importar cuáles fuesen sus méritos.

Sin embargo, no podía permitirse parecer demasiado ansioso cuando tenía que desembolsar una suma significativa de dinero. Tenía que ser cuidadoso con las monedas que había ganado, por lo menos hasta que terminara de construir el barco que había diseñado y pudiese encontrar comprador. Tenía toda la intención de hacerse rico algún día, pero no se podía decir que lo fuese al presente, de ningún modo. Como había sido despojado de todo derecho a la fortuna de su padre a causa de una riña desatada entre ambos, al llegar a las colonias, era un auténtico pobre. Sólo por medio de una buena combinación de ingenio y tesón había conseguido progresar como lo había hecho. En verdad, si había podido desistir de su sueño de construir barcos, los muebles que fabricaban él y sus cuatro empleados en su taller de carpintería le asegurarían un buen ingreso, pero ahí residía el dilema: ¿cómo era posible que uno abandonase una ambición de toda la vida?

—No le molesta que inspeccione mejor a la muchacha, ¿verdad señor Harper?

Gage alzó una ceja, irónico, como esperando que el contramaestre se lo negara.

Harper frunció el entrecejo. La insistencia del hombre lo ponía fuera de sí.

—No le servirá de nada.

—¿Por qué no? —pregunto Gage—. Si yo estoy dispuesto a correr riesgos con el carácter de la muchacha, ¿qué podría impedirme comprarla?

Al ver el ceño sombrío del hombre y su rígido encogimiento de hombros, Gage dejó de hacerle caso y pasó junto a Annie hasta donde Shemaine.

No era la criatura más limpia que hubiese visto ni la que olía mejor, pero las intensas luces que relampagueaban en esas órbitas de verde intenso lo divertían. Y eso significaba mucho para él. Para decir la verdad, desde la muerte de su esposa casi había olvidado qué era reír.

—La muchacha parece medio muerta de hambre —comentó echando a Harper una mirada desafiante.

Había oído rumores de privaciones a bordo de los barcos prisión, aunque los capitanes solían desmentir esos rumores como gruesas raciones, la deplorable condición de los convictos en este navío parecía revelar esos informes desfavorables.

Cada vez más irritado, Harper hizo rechinar los dientes. Por mucho que él se hubiese opuesto a la escasez de víveres para los convictos, el hecho de que este colono se refiriese a la subalimentación, no hacía más que aumentar su irritación, porque estaba seguro de que este intruso trataba de fomentar una pelea.

—No es asunto suyo el estado actual de la muchacha, señor Thornton. Ya le he dicho que no puedo vendérsela.

—Ella engordará muy bien, patrón —lo animó Annie, impetuosa, acercándose a Shemaine—. Si le da buenos alimentos, tardará muy poco lograrlo.

—¡Cállate, Annie! —Los ojos de color esmeralda de Shemaine relampaguearon, airados—. No soy una marrana que estés tratando vender.

—¿Sabe cocinar? —preguntó Gage.

Annie hizo un gesto con la cabeza, y se apresuró a contestar por la amiga:

—¡Claro que sí, patrón!

—¿Quieres callarte? —susurró Shemaine, furiosa—. ¡Me meterás en problemas!

Gage creyó entender hacia dónde iba la advertencia pero, para estar seguro, preguntó a Shemaine:

—¿Qué dijo?

Annie desechó la pregunta.

—Oh, no dijo absolutamente nada, patrón. ¡Milady sólo se aclaraba la garganta; eso es! Es por todas esas esporas que hay en el aire, ¿sabe usted?

—¡Annie!

El nombre siseó como vapor saliendo del pico de una tetera, descripción que tal vez pudiese aplicarse a Shemaine. No le agradaba mucho que se hablara de ella como si fuese un lechón en venta.

Gage caminó lentamente alrededor de Shemaine, observándola desde todos los ángulos. Por espaciosa que fuese una cabaña, podría resultar incómoda siendo morada de dos personas que no podían tolerarse entre sí. El último tiempo, cada vez percibía con más agudeza la dificultad de tratar con una mujer, específicamente una tal Roxanne Corbin, que trataba de ahogarlo con su presencia y su atención. Si no fuera por la desesperada necesidad que tenía de una niñera que cuidara de su hijo, jamás habría pensado en tomar a Roxanne; ahora ella esperaba de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Sin embargo, en el caso de Shemaine, le parecía que disfrutaría teniéndola cerca y descubriendo cada uno de los detalles de su persona.

Deteniéndose a su lado, Gage deslizó los dedos con curiosidad sobre los delicados huesos de la muñeca de Shemaine. El contacto pareció demasiado audaz e íntimo a la muchacha. Si le hubiese aplicado una marca al rojo, no se habría sentido más sobresaltada, porque el contacto fue como una llama tibia que ascendía lentamente por su piel.

—¡No, por favor! —rogó sin aliento, apartándose.

Viéndolo tan próspero, sano y fuerte, no entendió qué mérito podía encontrar en una especie de caña, frágil y sucia.

—No quise asustarla, Shemaine —se disculpó—. Sólo quería mirarle las manos... ¿Me permite?

A Shemaine no le gustaba ser objeto de una atención tan minuciosa, sobre todo sintiéndose tan sucia. Levantó las manos, a desgana, resentida por la falta de alternativas que se le presentaban. ¡Y tenía que agradecer que no se le hubiese ocurrido observarle los dientes!

Gage examinó los delgados dedos con cuidado; los encontró sucios aunque de buena forma. Pasó el pulgar por los frágiles huesos del dorso de las manos y, volviéndolas, contempló las palmas que eran suaves como las de una dama bien nacida.

—Da la impresión de no estar muy preparada para el trabajo, Shemaine —comentó, asombrado.

Bajo la mirada que la escudriñaba, Shemaine sintió que el rubor se encendía en sus mejillas.

—No le temo al trabajo, señor —dijo, cautelosa, sabiendo que las siguientes palabras podrían disminuir mucho sus posibilidades de ser comprada—. Sólo que no estoy familiarizada con él, eso es todo.

—Ya veo —respondió Gage, pensativo. Tal vez fuese cierto lo que le había dicho Annie, de que, en realidad, Shemaine O'Hearn había sido educada como una dama. Sólo los muy acaudalados podían permitirse brindar sirvientes a sus hijos, y eso explicaba la suavidad de las manos y su falta de habilidades—. Sinceramente, espero que tenga talento para aprender por sí misma, Shemaine. No podría permitirme pagar a alguien que le enseñe, ni tengo tiempo o inclinación para hacerlo yo mismo.

—Aprendo muy rápido, señor —se apresuró a afirmar—. Si puede conseguir libros donde haya instrucciones detalladas sobre los deberes de un ama de llaves, podré aprender sola.

—Buscaré alguno.

—Eso sería útil—respondió con vivacidad.

—¿Al menos sabe cocinar? —repitió Gage la pregunta, tratando de aliviar su repentina preocupación.

Abrigaba la ferviente esperanza de que no muriesen de hambre mientras ella aprendía algunas cosas básicas.

—Soy buena con la aguja —dijo Shemaine, evasiva.

No tenía interés en divulgar algo de lo que estaba insegura. Su madre había considerado prudente que una joven aprendiese todas las habilidades de una esposa, y la cocinera de la familia había estado de acuerdo, pero Shemaine no había sido la más atenta de las alumnas, y no podía garantizar hasta dónde llegaba su memoria.

Aceptando la respuesta como una negativa, Gage exhaló un suspiro de abatimiento. No lo entusiasmaba en absoluto la perspectiva de soportar la cocina de una novata, pero ni la destreza de Roxanne en este aspecto podían apartarlo del curso que estaba trazando para sí mismo. Sabía que, con el solo acto de ir al barco estaba poniendo seriamente a prueba los vientos del destino, pero su deseo de tener a Shemaine estaba sobrepasando todas las demás consideraciones.

—Parece muy joven —comentó, para no hablar de su inexperiencia. —No tan joven, señor —se apresuró a replicar la muchacha, aunque en ese momento se sentía vieja—. Cumplí dieciocho el mes pasado.

—¡Bastante joven! —se burló Gage—. Claro que, para usted, treinta y tres debe de ser una edad avanzada.

Esto confundió a Shemaine.

—¿Qué importancia tienen treinta y tres, señor? —Es mi edad —informó Gage, sin rodeos.

¡Oh! Los labios de Shemaine formaron la exclamación, pero su voz no sonó entre sus labios. Avergonzada por su desacierto, apartó la mirada por temor a que él detectara su asombro. ¡En verdad, no lo hubiese creído tan mayor!

Entre ellos se creó un incómodo silencio hasta que, al fin, confusa y preocupada, Shemaine alzó los ojos y se encontró con los de él que la observaban. Estaba segura de que estaba a punto de decirle que buscaría una criada en otro sitio, pero los ojos del hombre escudriñaron los suyos, como si quisiera adivinar sus más recónditos secretos.

—Ahora —musitó Gage, como para sí—, lo único que me queda por hacer es convencer al señor Harper de que me la venda.

El corazón de Shemaine se colmó de genuino alivio. Si bien antes había querido que la comprase una mujer, algo en ese hombre le hacía confiar en su integridad. Quizá fuese la expresión furiosa que había crispado su frente cuando aludió al hecho de que hicieran sufrir hambre a los prisioneros. Ojalá que su falta de conocimientos domésticos no acarrease semejante dificultad a la reducida familia de ese hombre.

Gage volvió junto al contramaestre y le ofreció una suma, con bien fingida indiferencia.

—Le daré quince libras por la muchacha.

James Harper sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Tal vez fueron sus propios celos los que alzaron su cabeza como una serpiente alerta cuando el hombre observó a la chica, aunque se inclinaba a pensar que el colono no la quería como niñera para su hijo sino como querida para sí mismo.

—¡EI capitán me ha dado órdenes estrictas acerca de la muchacha, señor Thornton! No se vende.

—Entonces, serán veinte libras —dijo Gage, empecinado. Sacó un monedero de cuero de un bolso más grande que llevaba colgado de un hombro por una correa de cuero crudo, y que se apoyaba sobre la cadera opuesta. Contó con cuidado las monedas y se las ofreció al contramaestre—. Eso debería bastar para conformar a su capitán.

—¡Le repito, la chica no se vende! —insistió Harper, con creciente ira.

Desdeñó la mano que se le tendía.

—¡Maldición, hombre! —exclamó Gage. Reconociendo su intención cada vez más firme de comprar a Shemaine, cualquiera fuese el costo, preguntó, incrédulo—: Usted trajo a puerto su barco prisión, y exhibió la carga para que todos la viésemos, ¿ahora dice que no quiere vender la mejor pieza de ella? —rió con amargo escepticismo—. Vamos, señor Harper, ¿qué juego es éste? Si se trata de un juego, no tengo tiempo para tonterías. Ahora bien, dígame, ¿cuánto quiere por la muchacha?

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó en voz fuerte el capitán, uniéndose a ellos.

—Señor, este peregrino —ridiculizó Harper, indicando a Gage con una sacudida irritada de la cabeza—, insiste en que quiere comprar a Shemaine O'Hearn. Su última oferta fue de veinte libras. Quiere saber cuánto desea usted por ella.

Apartando la levita de su vientre prominente, el capitán Fitch enganchó los pulgares en los bolsillos del chaleco, se balanceó hacia atrás sobre los talones y sonrió con petulancia al extraño:

—Me temo que no tenga usted suficientes monedas para comprar a la moza, señor. Ya está reservada.

Shemaine contuvo el aliento, sorprendida, y traspuso rápidamente la distancia que los separaba.

—¿Por quién, señor?

Mirando de soslayo tras la larga proa de su nariz, Everette Fitch alzó sus oscuras cejas hirsutas, contemplando a la doncella. Su sonrisa solapada iluminó los ojos grises con un ardor inconfundible y, al comprenderlo, Shemaine se sonrojó, indignada. De algún modo, el capitán había conspirado para tenerla para sí, aunque tuviese que esconderla en las narices de su propia esposa.

—¡Señor, se lo ruego! —Shemaine se acercó peligrosamente al llanto al pensar en tan repugnante perspectiva. Convertirse en el juguete de ese hombre sería más horrible que cualquier cosa que hubiese imaginado.

—Por favor, capitán Fitch, no quisiera despertar la ira de su esposa más de lo que ya lo he hecho —era dudoso que una azotaina calmara las ansias vengativas de la mujer si alguna vez llegaba a conocer las intenciones del esposo—. Deje que me compre el señor Thornton. Él es viudo y tiene un niño del que debe cuidar, señor.

Reconociendo los pasos pesados de su esposa que se acercaba desde atrás, Everette se puso rígido y, perturbado, puso las manos a la espalda. Durante todo el viaje, Gertrude se había ocupado de trasladar rápidamente su robusta figura a su lado cada vez que sospechaba que estaba tratándose alguna cuestión monetaria. Era una vieja mujerona fastidiosa y entremetida y criticona; él estaba ansioso de experimentar con una doncella mucho más joven, agradable y dulce.

—Everette, te necesitan en el puente para firmar los contratos —dijo Gertrude, mirando con desprecio a James Harper.

—Iré en un instante, querida —dijo Everette, tratando de que su mujer volviera a la zona del barco de donde había venido—. En cuanto termine el asunto que tengo entre manos.

Gage captó de inmediato la situación y, tras duplicar la cantidad de monedas en su monedero para atraer la atención de la mujer, le habló con discreción:

—Se me ha dicho que la doncella Shemaine O'Hearn no puede ser adquirida por ninguna cantidad de dinero que yo pueda tener. Quizá quiera contarlas usted misma, señora.

Gertrude miró, curiosa, al hombre alto que ponía el monedero en su mano. A continuación, dirigió a su esposo una mirada suspicaz, mientras sopesaba el monedero. Hizo rápidamente una cuenta más precisa de su contenido.

Shemaine temblaba, temerosa y aprehensiva. Estaba segura de que si Gertrude Fitch llegaba a sospechar la desesperación que tenía por ser vendida a Gage Thornton, la posibilidad quedaría rápidamente anulada.

Gertrude sacó sus propias conclusiones y, después de volver a guardar las monedas en el saco, lo cerró tirando de los cordones de cuero crudo con una resolución que condenaba el plan de su marido. Por mucho que deseara ver a Shemaine muerta y enterrada, no podía desechar a la ligera una suma tan generosa como ésa.

—Firma los documentos, Everette —ordenó—. No obtendremos una suma mayor de cuarenta libras de otro comprador.

El capitán Fitch abrió la boca para protestar pero calló al ver la mirada irónica del colono. De golpe, comprendió que si quería seguir comandando ese barco, no tenía otra alternativa que firmar los documentos del contrato de la muchacha y dárselos a ese hombre. Entregó los papeles quejándose:

—No sé qué diré al otro caballero cuando venga a buscar a la moza. —Estoy seguro de que se le ocurrirá algo —respondió Gage, cortante. Con una sonrisa lacónica en los labios, enrolló el pergamino y lo metió en el bolso que llevaba al costado.

Miró a Shemaine.

—¿Está lista?

La aludida estaba ansiosa por marcharse antes de que al capitán Fitch se le ocurriese un motivo para demorarlos. Miró alrededor en busca de Annie, y la encontró respondiendo con timidez a las preguntas del hombre bajo al que Morrisa había rechazado. Alzó una mano en gesto de despedida, y parpadeó para deshacerse de la humedad que nublaba su visión cuando Annie le respondió con un cabeceo y con los ojos también húmedos. Girando hacia su nuevo amo, Shemaine procuró fortalecer sus emociones.

—No tengo más cosas que la ropa que llevo puesta señor, por pobre que le parezca. Puedo partir cuando usted quiera.

—Entonces, partamos —urgió Gage. Viendo la fría mirada ceñuda de James Harper por encima de la cabeza de la muchacha, agregó—: Ya no tengo nada más que hacer aquí, además me parece que se avecina una tormenta.

Shemaine alzó los ojos hacia el cielo oscuro que se cernía, bajo, sobre sus cabezas, pero cuando miró alrededor y vio los rostros coléricos de los hombres, comprendió que lo que decía el colono se refería sólo en parte al clima. Lo siguió, dejándose guiar, lejos de aquéllos que los observaban.

Capítulo 3

Por ser un hombre que, en los últimos tiempos, consideraba esencial la frugalidad para la concreción de sus ambiciones, Gage Thornton dio cuenta de que acababa de echar por la borda cualquier instinto miserable en su obstinación por poseer a Shemaine O’Hearn. Por su impaciencia en ofrecer una bolsa tan considerable, nadie hubiese adivinado que ahora tendría que postergar la compra de material muy necesario para la construcción del barco hasta que pudiese cobrar el pago de varios muebles que había acabado hacía poco para unos ricos clientes que vivían en Williamsburg. En situaciones normales, no se habría permitido semejante demora. Y, sin embargo, ahí estaba, dueño de una sierva, y no habría estado más contento si hubiese pasado todo el año planeando y ahorrando con ese fin. En verdad, era raro que concretara alguno de sus objetivos sin haber pasado antes por un arduo período de planificación, duro trabajo y escrupuloso ahorro.

En cuanto a Shemaine, se había hecho a la idea de que había un documento que acreditaba su servidumbre como cumplimiento de la condena, y ese papel estaba ahora en poder del colono Gage Thornton. Durante los próximos siete años de su vida, estaría sujeta a su autoridad. Cuidaría de su casa, de su hijo, y haría todo lo que, razonablemente, se espera de una criada. Habría mucho que ver pero, por el momento, al menos su situación no le parecía demasiado humillante. De hecho, era un alivio que las cosas hubiesen resultado de esa manera. No creía que fuese a recordar con demasiado relieve su partida del London Pride, salvo como equivalente a liberarse por un tiempo del infierno.

Gage bajó por la planchada hacia los adoquines del muelle y se volvió con naturalidad para ofrecer su ayuda a la flamante adquisición, que lanzó una rápida mirada a la mano esbelta que se le tendía. Parecía haber sido lavada hacía poco y, por contraste, resaltaba dolorosamente la profunda suciedad de la suya. De cualquier modo, un rato antes el hombre había inspeccionado sus palmas y sabía exactamente qué era lo que tocaría. Avergonzada por el agudo contraste, aceptó a desgana la ayuda, descubriendo que esa mano estaba muy encallecida por el trabajo, los dedos delgados pero fuertes. Sin embargo, para su sorpresa, la piel era suave bajo la suya, como si algún extraño aceite o ungüento la hubiese acondicionado.

No bien Shemaine había pisado el muelle cuando la asaltó la idea de volver a la planchada de madera. Las piedras estaban heladas bajo sus pies descalzos; ansió poder estar sobre algo más tibio y, como si no fuese suficiente para hacerla tambalear, el viento que soplaba entre los barcos amarrados al muelle y los almacenes cercanos, parecía especialmente malévolo. No estaba preparada para un tiempo inclemente, y esas fuertes ráfagas penetraban su ropa con brutalidad. No había ningún refugio a la vista; sólo atinaba a temblar y a apretar los dientes para defenderse del gélido aire. Ni sus frenéticos esfuerzos por someter a su rebelde falda resultaron provechosos, porque el ruedo deshilachado le azotaba las pantorrillas desnudas y, cada tanto, se arremolinaba enloquecido, como si hubiese adquirido vida propia y se deleitase en contrariarla.

Gage siempre había sido proclive a admirar un tobillo bien torneado, y no se negó la oportunidad de satisfacer esa propensión. Después de todo, hacía bastante tiempo que no se permitía una buena mirada. Sin embargo, no pudo decidir qué fue lo que más atrajo su atención, si el grato contorno de las esbeltas pantorrillas o las reveladoras marcas rojas causadas por el prolongado roce de los grillos de hierro. Oscuros hematomas mareaban la piel en la parte inferior de la pierna, dando indicios de una herida más reciente. Bajo su mirada, los pies se curvaron hacia dentro, dando cuenta de la creciente incomodidad de la muchacha. Contra su voluntad, levantó la vista y se encontró con la mirada cautelosa de los ojos verdes.

—¿No tiene calzado? —preguntó, con la sincera esperanza de no tener que arrancar otra porción a su menguada riqueza para comprarle uno. La idea lo puso ceñudo, mientras trataba de deducir cómo hacer semejante adquisición.

Shemaine se apartó las enredadas hebras de cabello que el viento le echaba a la cara, mientras observaba a su nuevo amo. Su ceño era tan amenazador que sintió ganas de volverse y huir.

—Lo siento, señor Thornton —murmuró, odiando el incontrolable temblor de su voz—. Me robaron las botas en Newgate, poco después de mi detención —recordó que ella no había hecho nada para merecer esa confiscación ni la vergüenza que le había sido impuesta. Pero la verdad no aliviaba esa humillación, ni tampoco la proximidad de varias parejas mayores que acababan de llegar al muelle. A pesar de la franca curiosidad de esa gente y del viento que la cortaba como una espada de hielo, se detuvo y explicó—: Señor, le aseguro que... las botas fueron una pérdida que lamento amargamente. Eran únicas y muy finas. A mi padre le costó una elevada suma hacer grabar mis iniciales en un par de diminutos pendientes de oro, y al zapatero, bastante trabajo encontrar el modo de sujetarlas a los tobillos de las botas. En ese momento, me pareció más prudente entregarlas sin protestar. Cada una de las dos mujeres que me las exigieron me doblaban en peso y estaban frenéticas para cambiarlas por gin... Me convencí de que, si no obedecía, mi vida corría peligro. Cuando me las quitaron, di gracias de que mi traje de montar estuviese roto y manchado después de mi captura. De otro modo, se les hubiera ocurrido sacar algún provecho de su venta también, y ahora estaría aquí medio desnuda.

Esas dos esferas de luminoso castaño veteadas de ámbar la recorrieron de la cabeza a los pies, sin dejar traslucir del todo los pensamientos del colono.

—Sin duda, es una lástima,

—¿Cómo dice? —Shemaine no captaba por completo el sentido del comentario, y sintió un cosquilleo de recelo al preguntarle—: ¿Lamenta la pérdida de mis botas o el hecho de que esté completamente vestida?

La sonrisa de Gage fue demasiado fugaz para ser cálida.

—La pérdida de sus botas, claro.

De pronto, a Shemaine se le ocurrió preguntarse qué clase de hombre sería ése que la había comprado. Bajo esa apariencia oscura, estoica e inaccesible que presentaba en ese momento, ¿encontraría a un infame libertino? ¿Estaría destinada a que Gage Thornton la usara del mismo modo en que pretendía hacerlo el capitán Finch? ¿O se trataría, acaso, de un travieso sentido del humor destinado a contrariar una reticencia asumida para la ocasión? Daba la impresión de estar muy seguro de lo que quería de la vida y ya había demostrado su resolución en el logro de sus objetivos, y la poca importancia que concedía a lo que pudiesen decir o pensar los demás de él. Por cierto, no había hecho caso de las malas lenguas que habían comenzado a funcionar en cuanto el contramaestre anunció el motivo que lo había llevado al barco. Tampoco parecía hacer el menor caso de las miradas groseramente curiosas que en ese momento se fijaban en ellos. Sin duda, era un hombre acostumbrado a que se hablara de él. Extendiendo una mano, Gage rozó con el dorso de los dedos la manga de Shemaine, arrancada del corpiño.

—Mi niña, a menos que los harapos se hayan convertido en una moda, me inclino a discrepar con usted en cuanto a eso de estar completamente vestida.

Dolorosamente consciente de su aspecto harapiento, Shemaine unió los bordes del desgarro sobre su hombro desnudo.

—Ha comprado usted una sierva pobre, desaliñada, señor Thornton.

Los ojos castaños se clavaron de nuevo en los de ella y la escudriñaron profundamente, como si quisieran llegar hasta el alma. No había en ellos calidez, fuera de la que suscitaba su color, pero tampoco frialdad.

—Considerando dónde la encontré, me considero afortunado de haber obtenido tan raro tesoro, Shemaine.

La expresión de la muchacha se tomó inquisitiva y perpleja.

—Señor Thornton, ¿no está arrepentido de haber tenido que desembolsar semejante suma por una como yo?

Gage ridiculizó un poco la pregunta.

—Hoy llegué aquí con un propósito definido, y no soy de lamentar mis acciones, hasta que no demuestran ser irremediablemente estúpidas —alzó una ceja y fue su turno de preguntar—: Shemaine O’Hearn, conociéndose como se conoce, ¿diría que he desperdiciado mi dinero?

—En verdad, espero que no, señor —lo dijo en voz débil e incierta—. Todo depende de lo que usted pretenda de mí. No fanfarroneo cuando digo que soy capaz de enseñar a su hijo a sostener una pluma con bastante destreza, a sumar de memoria y a leer como el mejor en los años por venir, pero es un hecho lamentable que podría usted haber comprado a un ama de casa más capaz, niñera o cocinera, si hubiese elegido a Annie o a alguna de las otras mujeres.

Por fin, Gage dirigió la mirada hacia los curiosos, haciéndolos huir nerviosamente con sólo un ceño duro. De repente, dio la impresión de que tenían prisa por cruzar la planchada e ir a bordo del barco. Gage no dedicó mucha atención a su indigna huida y miró de nuevo a la muchacha.

—Shemaine, usted dejó bien establecida su falta de habilidades antes de que yo la comprase. No puedo reclamar haber sido defraudado. No la devolveré.

Shemaine sintió que su corazón se aliviaba.

—Es bueno saberlo, señor.

Notando que varios marineros miraban a la chica desde lejos, Gage hizo un gesto vago hacia el vestido de Shemaine.

—Es obvio que tendremos que hacer algo con respecto a su vestimenta. No me agradan las miradas que atrae, ni quiero que se avergüence por mi falta de generosidad.

Shemaine trató de interpretar otra vez el ceño inescrutable que crispaba la frente bronceada mientras la observaba detenidamente, pero él mantenía una enigmática y cuidadosa reserva, Sabiendo bien que su apariencia podría hacer encogerse hasta al corazón más robusto, propuso, titubeando:

—Señor Thornton, si prefiere no ser visto conmigo, podría seguirlo unos pasos atrás, de modo que nadie sepa que vamos juntos.

Gage cortó de raíz la sugerencia.

—Niña, no pagué cuarenta libras por usted para que tenga que ocultarse tras mi espalda. Usted no conoce esta región, de lo contrario sabría que no hay muchas mujeres para elegir, menos aún las que merezcan el calificativo de bonitas. En cambio hay una cantidad de tramperos y montañeses merodeando, prestos a causar preocupación a cualquier doncella virtuosa. Muchos de ellos están dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguir una mujer y llevarla a sus campamentos. Usted sería una magnífica presa para un sujeto de esa clase, sobre todo en los meses invernales.

Shemaine no agradeció el regaño, y explicó, crispada:

—Mi única intención era evitarle la vergüenza, señor.

—Sé lo que pensó, Shemaine, pero estaba equivocada. Incluso flaca y mugrienta, es la doncella más atractiva que ha visto la gente de esta aldea desde hace meses.

Shemaine no era de las que se dejan convencer por unos cumplidos caritativos.

—Señor Thornton, no cabe duda de que sus halagos podrían marear a una muchacha simple. Si yo fuera así, probablemente estaría abrumada de gratitud, pero tengo plena conciencia de mi aspecto.

Ante tan franco rechazo del elogio, Gage dejó escapar un poco de su propia exasperación, y suspiró.

—Niña, a su debido tiempo sabrá que sólo estoy diciendo la pura verdad. No tolero las mentiras.

—Y a su debido tiempo, señor—replicó con agilidad Shemaine, en tono altivo—, sabrá que no soy ninguna niña.

Gage notó cómo se acentuaba el sonrojo de su sierva que, en pose rígida, parecía prepararse para la reprimenda. Inclinándose un poco hacia ella, atrajo su completa atención. Mirando de frente esos ojos agrandados, musitó la respuesta:

—Shemaine, créame que ya lo sé.

Su enfática admisión desarmó por completo a Shemaine, y disparó una plétora de preguntas en su mente. De repente, no estuvo segura deque el colono hubiese estado pensando sólo en su hijo cuando desembolsó su dinero por ella. Si le hubiese dicho directamente que había evaluado sus curvas femeninas por el placer que pudiesen brindarle, sobre todo los pechos, únicas curvas que había conservado durante su cautiverio, no se habría sentido más incómoda.

Y, sin embargo, pensando en su propia obstinación, le pareció ventajoso ofrecer cierta información sobre sus defectos si quería entenderse con ese hombre o conservar las esperanzas de estar con él el tiempo suficiente para conquistar su aprobación. Si lo irritaba más de lo debido, no había la menor garantía de que él la conservara. Le bastaría con venderla al primer extraño que estuviese dispuesto a pagar su precio, Por su propia protección, era imperioso que demostrara su disposición a ser dócil. Y si el colono alimentaba fantasías lujuriosas, tendría que enfrentarlas cuando éstas surgieran. No era prudente ni justo juzgar a un hombre antes de que cometiese la falta.

—He tenido poca experiencia en trabajar como criada, señor Thornton —murmuró Shemaine, prudente—. Sin duda, en ocasiones le pareceré atrevida. Quizás, hasta impertinente.

La mirada de Gage jamás se aparté de su rostro.

—Shemaine, prefiero que diga lo que piensa y no que mi presencia la intimide.

Sorprendida por esto, admitió:

—Tengo muchos defectos, señor, y uno de ellos es mi carácter Me temo que, en ese sentido, me asemejo mucho a mi padre.

Gage también hizo una advertencia con respecto a sí mismo.

—Shemaine, estoy seguro de que, llegado el momento, usted también conocerá mi talante y, a veces, me creerá una bestia caprichosa. Pero no debe temerme. No la golpearé.

La joven respondió con una sonrisa genuina.

—Es un alivio saberlo, señor.

—Venga, pues —la urgió, tomándola del brazo. Echó un vistazo a las nubes amenazadoras que se cernían en el cielo, y comentó, refiriéndose a la tormenta que se desataría sobre ellos—: Si nos quedamos mucho tiempo más aquí, nos empaparemos.

Avanzando por el muelle, Gage la llevó con él pasando ante la gente y rodeando cajas de madera, como si tuviese algo urgente que hacer en algún otro sitio. Su andar era ágil, de pasos largos. No era hombre de perder tiempo ni demorarse demasiado en una tarea. Su energía y su fuerza eran rasgos valiosos, y los aprovechaba. En su prisa por llegar a su hogar antes de que lloviese, no prestó mucha atención a la falta de vigor de su sierva y a sus pasos vacilantes.

El largo ayuno sufrido por Shemaine en su encierro en el pañol la había dejado demasiado débil y sin fuerzas para seguir el ritmo de su amo. Antes de haber llegado al final del muelle, sus piernas se convirtieron en frágiles zancos que se zangoloteaban, inseguros, y parecían a punto de ceder en cualquier momento. Sintiendo el inminente peligro al notar que se le borroneaba la visión y las formas y los edificios giraban a su alrededor, se detuvo tambaleante y rogó con voz débil un descanso. Cuando Gage la soltó, se aparté a los tumbos para aferrarse de un poste. Cerró los ojos y esperó que le volviesen la fuerza y la lucidez, ansiando que así fuese.

Gage vio la mano temblorosa que la muchacha apretaba contra la boca, la falta de color en la cara y se dio cuenta de que no se trataba de un fingido desmayo. Temiendo que se desmayase, se acercó a ella:

—¿Se siente mal?

Para no perturbar su equilibrio más de lo que ya estaba, Shemaine alzó con cautela la vista, y se sorprendió al encontrarlo tan cerca. Tenía el estómago tan vacío que sentía náuseas; pasó un momento difícil hasta que logró contenerlas.

—Déme un momento para recuperar el aliento —rogó, en esforzado susurro—. Ya me pondré mejor. Estoy segura de que no es más que una debilidad pasajera.

Gage comenzó a comprender; la miró más atentamente. Las mejillas hundidas y el evidente temblor de las delgadas manos indicaban las consecuencias de un prolongado ayuno.

—¿Cuándo fue la última vez que comió?

A pesar del viento helado que le disminuía sus energías y la sumía en el estupor, Shemaine luchó desesperadamente por mantener la coherencia.

—Durante los cuatro días que estuve encerrada en el pañol, me dieron unos mendrugos de pan y un jarro de agua rancia... —osciló, aturdida, sintiendo que una debilidad invasora le arrebataba los últimos vestigios de fuerza, pero cuando él se acercó y la sostuvo, poniéndole la mano debajo del brazo, ella se echó atrás, apartándole la mano aún sin fuerzas, y procuro mantenerse erguida—. En verdad, señor... —tragó saliva, luchando contra una nueva oleada de náuseas, y prosiguió con dificultad—: Tengo tanta hambre... Estoy a punto de desmayarme.

Gage se apresuró a llamar a un vendedor que pasaba y fue hacia él. Compró varias tortillas de trigo, volvió y las ofreció a su esclava:

—Tal vez esto la ayude.

Shemaine aceptó con avidez la tortilla y, partiéndola, devoró los trozos con ansiedad, ahogándose, casi, al meterlos en su boca. Mortificada por su olvido de los buenos modales, no se atrevió a levantar la vista hacia ese hombre alto, de hombros anchos, que la ocultaba a las miradas de los que cruzaban por la calle principal del pueblo. Comió las últimas migas e hizo una inspiración trémula, lanzando una mirada vacilante al hombre, que la observaba con preocupación.

—Fui mucho más afortunada que otros prisioneros, señor, que murieron de inanición. Fueron treinta y uno, para ser exacta.

Gage evocó las robustas siluetas del capitán Fitch y de su esposa, y se indignó al imaginarlos atragantándose, mientras sus víctimas morían de inanición.

—Había oído rumores de privaciones sufridas por los convictos de los barcos prisión como el London Pride —reflexionó—. Yo llegué aquí hace unos años como pasajero de un barco mercante, y me he considerado mucho más afortunado que la mayoría de los que cruzaron los mares para llegar aquí.

Avergonzada, Shemaine cruzó los brazos sobre la cintura, sintiendo que su estómago gruñía.

—Señor, yo agradezco estar viva aunque, a veces, en realidad dudaba de que pudiera sobrevivir.

Gage le dio otra tortilla y esperó a que la consumiera, esta vez con algo más de dignidad. La terminó y, de inmediato, empezó a ansiar algo para beber. Al parecer, su flamante amo le leía la mente, pues hizo señas al anciano vendedor para que trajese tina taza de sidra.

Lo peor del hambre y la sed de Shemaine había pasado; entonces pudo notar que estaban atrayendo la atención de todos los que pasaban por el callejón. Algunos aldeanos se habían detenido y los observaban, con la boca abierta. Había quienes se sentían incómodos por curiosear, y trataban de disimular, mientras que otros eran tan entremetidos que, dando un rodeo, se acercaban para ver mejor Un puñado de soldados británicos estaban a cierta distancia, riéndose de los comentarios que hacían algunos de ellos, mientras los contemplaban abiertamente.

Shemaine imaginaba sin dificultades lo que la gente podía estar pensando o diciendo. Sin zapatos, el duro viento agitando su falda desgarrada y el pelo revuelto, estaba convencida de que tendría toda la apariencia de una bruja pelirroja. Pero también notó que cada vez que un habitante del pueblo la veía, su reacción natural consistía en echar un vistazo a su acompañante, para ver qué clase de persona era la que estaba con ella. Las expresiones que manifestaban diversos grados de asombro, casi se hacían predecibles en el preciso momento en que los curiosos reconocían a Gage Thornton. Del mismo modo que las otras parejas que se habían apartado para ir a bordo del London Pride, éstos parecían resueltos a asegurarse la huida antes de ser detectados por la mirada hosca de Gage.

Éste saludó brevemente con la cabeza a varios conocidos, que parecieron avergonzarse al ser sorprendidos mirándolos con la boca abierta. Sin atinar a algo más que a echarle una mirada perturbada, seguían su camino. Como a Gage no se le ocurría ningún motivo valedero para desafiarlos, miró con curiosidad a Shemaine, y entonces le resultó fácil comprender por qué atraía las miradas de los hombres. Tendrían que ser ciegos para no descubrir la belleza de la muchacha detrás de la suciedad. Su complexión era tan delicada como la de su difunta esposa, pero de ahí no pasaba el parecido. Comparada con Victoria, Shemaine era de un color mas vivaz, bastante más baja y, en general, más menuda, con la diferencia de que su busto era más generoso que el que dotaba a su esposa.

—Shemaine O’Hearn —murmuró, pensativo, casi sin advertir que lo había dicho hasta que vio que la muchacha lo miraba, interrogante.

—¿Señor?

A Gage no se le ocurrió ninguna excusa para observarla así, y recurrió a su anterior conjetura:

—Irlandesa, ¿eh?

Los ojos verdes relampaguearon de indignación. ¿Y?, pensó Shemaine, ¡Gage Thornton debe de ser como todos los ingleses, que detestan a los irlandeses! Alzando el mentón hasta imprimirle un gesto imperioso, repuso con enfática rigidez:

—¡Sí, señor! ¡Mi apellido es O’Hearn! ¡Shemaine Patrice O’Hearn! ¡Hija de Shemus Patrick y Camille O’Hearn! ¡Por cierto, soy mitad irlandesa y mitad inglesa, señor, si es que a ustedes, los colonos, eso les importa!

Las cejas oscuras se arquearon, dándole una expresión de sorpresa y curiosidad. Por inocente que hubiese sido su comentario, Gage supo que había encendido el espíritu apasionado sobre el cual la muchacha le había advertido.

—Shemaine, no hay ningún crimen en ser una cosa o la otra, incluso ambas —repuso, procurando aventar las sospechas y el resentimiento de la joven—. Pero dígame algo, si le parece. Annie dijo que usted es una dama, y aunque no puedo menos que ver las evidencias, me pregunto cómo vino a dar a un barco de prisioneros.

El enfado de Shemaine se ahogó rápidamente cuando se encontró con la manifestación palpable de la tolerancia de Gage, pero demoró en responder. Había hecho mil intentos por convencer de su inocencia a Ned, el apresador de ladrones, al magistrado de rostro sombrío y al guardián, y ninguno de ellos prestó oídos a sus llorosas súplicas. Era muy probable que fueran sobornados con elevadas sumas, como ella sospechaba. Cualesquiera que fuesen los motivos, tenía serias dudas de que este extraño le creyese.

—No maté a nadie, señor Thornton, si eso es lo que lo preocupa.

Gage respondió con unas carcajadas dudosas.

—Jamás imaginé eso de usted, Shemaine.

La expresión de Gage era inflexible; era obvio que aguardaba una respuesta, y que no pensaba resignarse a cualquier excusa endeble. Exhalando un suspiro, Shemaine se preparó para la dura prueba de explicar, y se precipitó en el pantano de su embrollada situación.

—Unos ocho meses atrás, tuve el placer o, tal vez, deberla decir, la desdicha de convertirme en la prometida del marqués du Mercier, de Londres. Su abuela, Edith du Mercier, rechazaba mi falta de antepasados aristocráticos, abundantes, en el caso de Maurice. Sospecho que fue Edith o, al menos, alguien a su servicio, y en cuya discreción confiar, quien contrató a un apresador para raptarme del hogar de mis padres, en ausencia de ellos. En aquel momento, sólo estaba a cargo de los criados y de una tía, circunstancia que Edith no ignoraba. Para mí, fue un intento desesperado por destruir la posibilidad de que su nieto me tomara por esposa. Cuando Maurice se empecina en algo, puede ser inflexible y, tal vez, Edith no había logrado disuadirlo. Después de apresada, fui acusada de robo y sentenciada a prisión. Después de muchos intentos fracasados por sobornar a alguien que pudiese informar sobre mi situación a mis padres o a mi tía, me convencí de que era poco probable que mis parientes descubriesen mi paradero por otros medios. Aunque hubiese dispuesto de las monedas para comprar a los carceleros o alcaides y que llevasen la noticia a mi familia, dudaba de que alguno de ellos fuese más allá de la taberna más cercana. En lugar de arriesgarme al peligro de ser violada o incluso asesinada en Newgate, firmé para formar parte de la larga lista de prisioneros que aceptaban ser vendidos como siervos bajo contrato aquí, en las colonias.

Gage no dudó de que estuviese relacionada con aristócratas. Aunque un oído atento podía percibir el acento irlandés en sus palabras, modulaba mejor de lo que él se atrevía a esperar y, pese a su carácter feroz, tenía buenos modales. En cuanto a que fuese inocente de algún delito, tendría que aceptar la explicación de ella como un hecho, hasta que pudiese constatarlo.

—Shemaine, al parecer su mala suerte resultó en mi provecho, aunque usted despierta mi simpatía por lo que ha sufrido, creo que entenderá si no finjo entristecerme por el hecho de que esté aquí.

Sintiendo la mirada inflexible del hombre, Shemaine preguntó con timidez:

—¿Considera apropiado que yo sepa algo acerca de usted, señor Thornton?

Levantando la cabeza, Gage posó la mirada a lo lejos un instante, y luego respondió:

—Soy constructor de barcos por vocación, fabricante de armarios por necesidad. Tengo un taller y una cabaña a poca distancia de aquí, sobre el río James. En la actualidad, estoy construyendo un barco diseñado por mí, un bergantín, pero aún faltan varios meses de trabajo. Después de terminarlo y venderlo, pienso dedicar todas mis energías a construir otro, con la esperanza de convertirme, algún día, en un constructor naval importante. Hasta entonces, tengo que pagar el trabajo y los materiales con lo que gano haciendo muebles.

Shemaine no entendía por qué, un hombre de recursos tan limitados, había insistido tanto en comprarla.

—Estaba segura de que no sabía qué hacer con su dinero, señor Thornton.

Gage también se había asombrado a sí mismo en ese sentido.

—Tengo la impresión de que usted satisface por completo mis propósitos, Shemaine. Creo que, aun cuando hubiese revisado cada barco que llegase a puerto, no habría encontrado a otra como usted —hizo una pausa, frunció el entrecejo y su cara se ensombreció cuando empezó a relatar sus motivos para trasladarse a las colonias—. Fui obligado a dejar Londres hace más de nueve años. Tuve una pelea con mi padre porque me negué a casarme con una joven que afirmaba que yo había abusado de su inocencia y la había dejado embarazada. Era hija de un viejo conocido de mi padre; estoy seguro de que fue por lealtad a su amigo que mi padre trató de obligarme a casarme con ella. Creo que temía ver manchado nuestro apellido si yo no accedía a las exigencias de Christine de que nos casáramos de inmediato, pero yo no estaba dispuesto a quedar atado a esa pequeña mentirosa ni a dar mi apellido al hijo de otro hombre. Nunca supe si, en realidad, era sólo una estratagema para que me casara con ella o si de verdad estaba embarazada. Era bastante bonita para atraer a los pretendientes que quisiera, aun sin la fortuna del padre. A causa de mi negativa a ceder, mi padre me echó de nuestro hogar. Así que, ya ve, Shemaine, los dos hemos sido dejados a la deriva gracias a las estratagemas de mujeres confabuladoras. Seguramente, esas dos arpías se pondrían furiosas si conseguimos medrar en esta tierra salvaje.

—Señor Thornton, usted tiene mejores posibilidades que yo de lograrlo—repuso, pesarosa—. Mi única oportunidad sería que mi padre descubra dónde me han traído, y viaje hasta aquí para volver a comprarme, y eso me parece improbable, teniendo en cuenta mis esfuerzos pasados. Jamás se le ocurriría hacer averiguaciones en Newgate, y ya no me quedan recursos para pagar a un mensajero que lleve una carta a Inglaterra, como tampoco los tuve en Newgate. Además, cualquier misiva que consiguiese enviar tardaría meses en llegar a mi familia... si llegara... y más aún hasta que ellos pudiesen llegar a las colonias. De lo que estoy segura es de que, en caso de que dieran conmigo, no sería en el término de este año.

Gage reflexionó en silencio largo rato, comprendiendo lo embelesada que estaría la muchacha si el padre la encontraba y la llevaba de regreso a Inglaterra, y también supo qué decepción sufriría él si tuviese que reiniciar la búsqueda. Como él también había sufrido un abrupto alejamiento del hogar y de la familia, procuró calmar los temores que Shemaine abrigaba con respecto al futuro.

—Shemaine, a veces, cuando somos obligados a abandonar la protección de los muros del hogar en que crecimos, tenemos la oportunidad de determinar nuestro propio destino. En Inglaterra, yo soñé durante años con construir un barco diseñado por mí, pero mi padre me necesitaba en la construcción de los grandes barcos que siempre había producido. Todos esos años, yo estaba persuadido de que él no comprendía mis diseños y que, a causa de mi juventud, no confiaba en mí lo suficiente para dejarme crear desde los planos. Durante varios años fui aprendiz de un ebanista muy talentoso; yo era mejor en la terminación del trabajo que cualquiera de los otros hombres empleados por mi padre, pero cuando me echó, furioso, y se negó a tener en cuenta que yo era una víctima inocente, quedé libre para perseguir mis anhelos y mis ambiciones.

Lo único que Shemaine sabía era cuánto ansiaba ver a sus padres y estar segura, al cuidado de ellos.

—Señor, bien puede ser cierto lo que usted dice, pero no tengo ambición mayor que la de ser rescatada por mi padre y volver a mi hogar.

—Veremos cómo se siente dentro de siete años —replicó Gage, no sin gentileza.

Estas palabras provocaron una mirada desconcertada de Shemaine, pues sugerían que sólo la muerte podría acortar el tiempo de servicio que debía cumplir. Se preguntó qué pasaría si su padre la localizaba. En la ley inglesa no figuraba ninguna previsión que obligase a un amo a vender a su esclavo en contra de su voluntad. ¿El derecho de su amo sobre ella invalidaba a cualquier otro derecho? Hasta su contrato de compromiso matrimonial quedaba anulado por el hecho de que ella le pertenecía; Shemaine se preguntó si ese hombre encontraría compasión en su corazón para venderla a su padre. ¿O acaso le exigiría quedarse con él contra su propia voluntad?

Sintiendo una presencia cercana, Gage miró alrededor y se encontró con una mujer madura, delgada, que se inclinaba hacia ellos, ávida por escuchar la conversación hasta donde se lo permitiera el fuerte viento. Al verse sorprendida, la mujer se irguió, impávida bajo la mirada de Gage, y lo saludó con un rígido cabeceo.

—Bueno, Gage Thornton, ¿qué lo trae hoy por Newportes Newes? Gage conocía bien la fuerte inclinación de la mujer hacia las murmuraciones. Sin duda, esperaría que él la complaciera, contestando la simple pregunta con todo detalle. Pero él no era hombre de satisfacer la curiosidad de la entremetida y respondió al saludo con cortés reserva.

—Buen día, señora Pettycomb.

La mujer hizo un breve movimiento de cabeza hacía la joven.

—¿Quién es esta desconocida?

Aunque Gage percibió el rechazo de Shemaine a ser presentada, la tomó del brazo y la hizo darse vuelta con delicadeza, de frente a la mujer mayor, cuya especulativa observación parecía taladrar la esbelta espalda de la muchacha.

—Permítame presentarle a la señorita Shemaine O’Hearn, de Inglaterra.

Los pequeños ojos oscuros de Alma Pettycomb descendieron hacia los pequeños pies descalzos que asomaban bajo la falda maltrecha. Casi al instante, las cejas ralas se arquearon sobre las diminutas gafas con montura de metal, que cabalgaban sobre la delgada nariz aquilina. Habiendo arribado a su propia conclusión, Alma apretó su mano de venas azules contra el pecho plano, dando muestras de estar apabullada por este último acontecimiento en la vida del ebanista. Este individuo siempre provocaba conmoción entre los aldeanos. Cualquier hombre normal habría cumplido unos meses de duelo tras el fallecimiento de la esposa. En las colonias eran épocas duras, y se esperaba que los hombres volvieran a casarse para aligerar la carga de cuidar a los pequeños. Muchos padres del villorrio habían imaginado que Gage iría a solicitar a sus hijas mimadas, lo cual habría sido muy bien visto, pero él había permanecido aislado, prefiriendo su viudez a casarse con cualquiera de las muchachas del lugar. Y había desalentado más aún las expectativas de esos padres contratando a la hija del herrero para que cuidase de su hijo.

—¡Gage Thornton! ¿Qué es lo que ha hecho? —exclamó la matrona—. ¿Es posible que haya comprado una esclava en ese horrible barco de convictos? ¿Acaso ha perdido el juicio?

—No lo creo así, señora —repuso Gage con frialdad—. Más bien he hecho lo que estaba pensando desde hace un tiempo.

Una fuerte ráfaga aplastó el sombrero de tela de Alma sobre su frente arrugada, pero la mujer lo apartó con un gesto impaciente, lo volvió a su lugar y echó al hombre una mirada suspicaz.

—¿O sea que, en verdad, ha estado pensando en la compra de una sierva contratada antes aún de que arribase a puerto el London Pride? Bueno, semejante absurdo me convence de que usted se ha vuelto loco.

En las mejillas delgadas de Gage se contrajeron los músculos, dando muestras de su irritación, pero su voz era tan firme como su mirada:

—Como sea, señora, lo hecho hecho está, y no pienso disculparme ante nadie.

La señora Pettycomb levantó su fina nariz y lo miró de soslayo a través de sus pequeñas gafas.

—¿Ni ante la hija del herrero? —insistió—. No hay duda de que si a alguien debe usted una explicación y una disculpa es a Roxanne Corbin. Esa pobre chica lo adora como si fuese una especie de dios.

Gage no se inmutó.

—Últimamente se me ha ocurrido pensar que he abusado de la buena voluntad de Roxanne, y que debo permitir que ella continúe con su propia vida sin imponerle por más tiempo el cuidado de mi hijo. Su padre siempre le ha exigido que se ocupe de las tareas domésticas de su hogar antes de ir a mi casa, y ahora que Hugh está postrado por haberse roto una pierna, Roxanne no podrá ir en absoluto, al menos por un tiempo. No tenía a nadie que pudiese cuidar de Andrew mientras trabajo y me encontré con la necesidad de buscar a otra persona —eso mismo había dicho a Roxanne, y ella le había rogado que pidiese ayuda a los vecinos por un tiempo, pero él jamás cargaría con más tareas a personas que ya tenían tanto que hacer como él. Además, no habría soportado que Andrew estuviese tanto tiempo fuera de su casa—. Roxanne sabía mejor que nadie lo mucho que yo necesitaba de una niñera, señora Pettycomb, de modo que no será una sorpresa para ella.

Rechazando a todas luces la afirmación de Gage, Alma se puso de cara al viento hasta que él terminó de hablar, y luego se volvió con movimiento brusco y sacudiendo un dedo bajo su nariz, le dijo:

—Gage Thornton, usted sabe muy bien que cuidar de su hijo jamás fue una imposición para Roxanne Corbin. Quiere a Andrew como si fuese su propio hijo. Convendría que usted comprendiera lo buena que ha sido con él, qué beneficioso sería para el niño tenerla como madre. Más aún, debería pensar en los problemas que tendrá que enfrentar si lleva a una convicta a su hogar. Por cierto, jamás aprobé el hecho de que esos barcos trajeran a lo peor de la sociedad a nuestras costas. ¡Por lo que usted sabe, esta muchacha podría ser una asesina! ¡Caramba! Podría perjudicar mucho a esta población albergando a semejante mujer bajo su techo.

Gage no se sintió muy complacido por el desaire que Alma le hacía a Shemaine. La muchacha, de pie junto a él, guardaba un silencio pétreo, pero por lo poco que la conocía, ya sabía reconocer la hondura de su ofensa por la tensa rigidez de la espalda. Le asaltó la tentación de decir a la vieja arpía que se ocupara de sus propios asuntos, pero supo que su ira no haría otra cosa que aumentar el resentimiento de esa urraca hacia Shemaine.

—Estoy muy conforme con mi elección, señora Pettycomb, y tengo intenciones de conservarla.

—¡Sí! Me imagino qué puede haberlo convencido —repuso Alma en tono sarcástico, mirando en dirección a Shemaine con franco desdén. Pareció debatirse internamente unos instantes, como si quisiera decir algo más. Cuando continuó, fue evidente que había cedido a la tentación, porque desató sobre el hombre una tormenta de críticas más densa que las nubes amenazadoras que flotaban en el cielo—. ¡En este pueblo hay muchos que lo consideran un tonto, Gage Thornton, y comprar una convicta lo confirma! Ha derrochado casi todo el dinero que había logrado ganar construyendo ese ridículo barco, cuando todos sabremos que jamás saldrá del James!

No era la primera vez que Alma Pettycomb desafiaba el decoro, emitiendo juicios sobre los ciudadanos que habitaban la región. Y Gage Thornton de ningún modo era el primero. Si bien Alma gozaba de un deleite especial observándolo cada vez que él iba al pueblo, la reserva de Gage siempre la había frustrado y despertado sus sospechas. Un hombre tan poco comunicativo como él demostraba ser sin duda tendría algo que ocultar: ésa era la conclusión de la mujer. Y ahí estaba, dejando por completo de lado las convenciones al llevar a esa vil criatura a su hogar, además de que no parecía arrepentido en absoluto por haberlo hecho. En opinión de Alma, Gage necesitaba una buena reprensión.

A Gage no lo sorprendía en absoluto la falta de tacto de la mujer. En los nueve años que llevaba viviendo en la región, había tenido que escuchar muchos de sus comentarios, bien de los labios de la propia Alma o de otros. Solía expresar con frecuencia sus puntos de vista en cuestiones que no le concernían, y era igual de generosa con sus consejos. Nunca olvidaría la tarde en que depositó a Victoria en el ataúd que él había hecho para ella y la llevó al pueblo en su carro. No demoró mucho en difundirse la noticia de la muerte de ella, y a Alma Pettycomb le faltaba tiempo para ponerse al frente de los que exigían conocer las circunstancias en que había ocurrido la caída fatal de su esposa desde la proa del barco sin terminar y qué participación podía haber tenido Gage en eso; hasta llegó a insinuar que él podría haber arrojado a Victoria en un ataque de cólera. Era preciso recordar que un mes antes de esa ocasión Gage había zurrado a un hombre en la aldea, sin motivo aparente.

Roxanne se había apresurado a explicar que Gage no podía haber asesinado a Victoria ni tenido tiempo de llegar al lugar en que ella lo vio, instantes después de la caída de la esposa. Sin embargo, hubo quienes expresaron su escepticismo, recordando que la hija del herrero estaba perdidamente enamorada de él desde hacía años, y diría o haría cualquier cosa para exonerarlo, por culpable que fuese.

Cuando se le hacían preguntas directas, Gage no confirmaba ni negaba la versión de Roxanne; se limitaba a explicar que había vuelto con su hijo a la cabaña para lavarlo y no podía decir qué era lo que había pasado en realidad entre el momento en que él dejó a Victoria en el barco y aquél en que llegó Roxanne en canoa. Los funcionarios británicos integrantes del cuerpo gubernativo de la región no encontraron pruebas de su culpabilidad y, por lo tanto, no tuvieron motivos para desestimar su coartada, por muy enamorada de él que estuviese Roxanne.

—Señora Pettycomb, mi barco es muy marino —informó Gage, rígido—. Le aseguro que navegará mucho más allá de las aguas costeras de esta región. Es sólo cuestión de tiempo que demuestre su valía.

Alma Pettycomb no se dejó convencer

—Eso está por verse, ¿eh?

Por más que para Shemaine fuesen unos desconocidos, estaba segura de que esa mujer debía de ser estúpida para no notar la turbulencia que bullía tras la aparente calma del hombre. Ella sabía bien cómo hubiese reaccionado su padre y le asombraba el rígido control de su amo. Si hubiera sido Shemus O’Hearn el receptor de tan dura increpación, la señora Pettycomb habría caído rápidamente bajo el asalto de la ira verbal de su padre. En contraste, Gage Thornton mantenía su cólera a rienda corta, aun sosteniendo su posición como un bastión inexpugnable, y guardaba una férrea lealtad a sus ambiciones e ideales.

—No espero que lo comprenda, señora —Gage jamás había dado mucha importancia a las opiniones de Alma Pettycomb y en ese momento no tenía por qué hacerlo—. Son necesarios más conocimientos sobre navegación y barcos para percibir la bondad de mi diseño y el potencial de velocidad del bergantín cuando esté aparejado.

Alma no estaba dispuesta a admitir que podía haber algo en esta costa del continente sobre lo cual ella no estuviese enterada, y mucho. En verdad, ignoraba muchas cosas fuera del ámbito de sus intereses inmediatos y una de las principales era la construcción de barcos, y por eso eludía las preguntas pertinentes desviando la cuestión.

—Gage Thornton, como no quiere atender razones, es inútil continuar con esta discusión relacionada con su barco. Derroche todo su tiempo y su dinero en sus tontos propósitos, si lo desea. Lo que más me preocupa es Roxanne: su adquisición más reciente la perturbará terriblemente. Por cierto, no esperará usted que acepte una propuesta de matrimonio mientras usted tenga a esta... a esta criatura viviendo bajo su mismo techo.

A Gage no le agradó más el consejo de la entremetida de lo que le habían agradado sus reproches.

—Señora Pettycomb, me temo que esté usted muy mal informada si cree que existe algo entre Roxanne y yo.

Alma alzó una ceja y lanzó a Shemaine una mirada altiva.

—Sin duda, puesto que ha comprado usted a esta sierva.

Gage enfatizó aún más la negativa:

—Perdóneme, señora, pero jamás ha habido nada entre nosotros.

—¿Acaso afirma ignorar que Roxanne ha estado bordando un ajuar.. con las iniciales de usted?

La pregunta dejó perplejo a Gage por un momento. Desde la primera vez que se vieron, cuando él necesitó los servicios de su padre, el herrero, Roxanne le había hecho insinuaciones. En tiempos más recientes, sugería con insistencia que sería deseable una unión entre los dos, y Gage había tenido sumo cuidado en no alentarla.

—Nunca hablé del tema del matrimonio con Roxanne ni apoyé ninguna idea de que pudiese haber algo entre nosotros.

Alma ignoró deliberadamente las negativas de Gage.

—Sería conveniente que sepa que sus palabras caerán en oídos sordos, Gage. Si tenemos en cuenta que ningún otro hombre casadero que resida en la zona tiene las iniciales GHT, todos hemos concluido que Roxanne está bordando monogramas que responden al nombre Gage Harrison Thornton.

—Entonces, están todos equivocados —repuso Gage, cortante.

La señora Pettycomb lo miró con profundo escepticismo.

—Quizá Roxanne tiene motivos para pensar que se casará con ella porque usted jamás se propuso desalentarla —porfió la matrona—. Es obvio para todos que hace tiempo que ella sueña con convertirse en su esposa, incluso antes de que Victoria llegase aquí, a Newportes Newes y captara su atención. Quizá no pueda advertir que Roxanne está prendada de usted desde hace tiempo, sin embargo todos los demás lo notan. Tendría que haberle dicho con franqueza que no tenía esperanzas en lugar de engañarla durante tantos años.

Gage, harto ya de la entremetida y de sus mezquinas acusaciones, cortó bruscamente la discusión.

—No tengo tiempo de continuar esta discusión con usted, señora Pettycomb. Lo siento, pero debo regresar a mi cabaña, con mi hijo.

Alma continuó, sin hacer caso de la negativa:

—Gage Thornton, si fuese usted prudente, seguiría mi consejo y olvidaría esta locura. Al llevarse a esta... —dirigió un resoplido desdeñoso a Shemaine, alzó la nariz con arrogancia y se obligó a ser mas caritativa dolo que deseaba— chiquilla, dará pábulo a especulaciones con respecto a sus verdaderos motivos para comprarla...

—Debo darme prisa —insistió Gage, cortando el incesante parloteo.

—¡Prisa! ¡Prisa! ¡Prisa! —lo remedó—. ¡No piensa en otra cosa! ¡No tiene tiempo de parar a pensar en lo que hace, Gage! De lo contrario, advertiría cuando una mujer pone los ojos en usted. Trabaja sin cesar, no para nunca. ¿Por qué se toma tantas molestias?

—Por Andrew, señora Pettycomb —respondió Gage, mientras observaba que empezaba a caer una ligera llovizna—. Por mi hijo.

Despidiendo a la mujer, tomó del brazo a Shemaine y la alejó de allí. Entre tanto, indicó con la cabeza una zona cercana al río:

—Mi canoa está cerca de aquí. ¿Cree que podrá andar?

—Haré lo que pueda, señor —respondió Shemaine con un cabeceo.

Como burlándose de su respuesta, el viento arreció, obligando a Shemaine a retroceder ante su ataque. Parpadeando para ahuyentar las pesadas gotas que habían comenzado a azotarlos, procuró avanzar, pero era un esfuerzo inútil; el viento parecía tenerla prisionera.

Gage se detuvo de golpe y se volvió hacia ella; Shemaine se encogió preocupada. Era consciente de que estaba lenta y torpe, que no le quedaban muchas fuerzas a las que apelar; estaba segura de que recibiría una reprimenda por perder el tiempo. Por un momento, el cuerpo alto, de hombros anchos, la protegió contra la lluvia. Luego, sin una palabra, el hombre se inclinó y la levantó en brazos.

—¡Señor Thornton! ¿Qué está haciendo? ¡Déjeme! —Shemaine contuvo una exclamación, indignada de que a él se le ocurriese tratarla con tanta familiaridad. Ningún hombre, salvo su padre, había tenido la presunción de cargarla, y eso había sido cuando ella era muy pequeña. La inquietaba sentirse apretada contra el cuerpo endurecido de su amo, porque semejante proeza física ponía de relieve lo débil y frágil de su propia condición. Bajo la lluvia, el limpio olor varonil parecía más esquivo, pero bastaba para inundarle la cabeza y avergonzarla todavía más, porque se sentía demasiado sucia—. La... gente nos mirará, señor Thornton.

Gage restó importancia a sus objeciones y, echando una rápida mirada sobre el hombro, vio precisamente a Alma Pettycomb que los observaba, a pesar del sombrero que se marchitaba cada vez más sobre su frente.

—¡Si una vieja arpía quiere quedarse bajo la lluvia mirándonos con la boca abierta, por mí que lo haga! —musitó—. En cuanto a mí, tengo la intención de llegar a mi casa lo antes posible; no puedo esperar a que usted recupere la capacidad de andar.

Corrió a lo largo de la calle principal del pueblo, obligando a Shemaine a rodearle el cuello con los brazos y a sujetarse para no caer. Iban demasiado rápido para su tranquilidad, y se le ocurrió pensar en lo mucho que sufriría si él resbalaba en el barro y ella caía. Sin duda, las magulladuras causadas por Potts serían insignificantes, en comparación.

Mientras corría hacia la orilla del río Gage Thornton llegó a la conclusión de que su flamante sierva no era una carga pesada de llevar; parecía tener un vilano en sus brazos. Además, le impresionaba lo suave y femenina que la sentía contra sí, con los brazos de ella rodeándole el cuello. Se comparó con un abstemio, embriagado por la presión de esos redondeados pechos. El placer que le provocaba lo hizo preguntarse si, por haber permanecido viudo tanto tiempo, había olvidado lo delicioso que era estrechar en sus brazos a una mujer joven y bella.

Entró en la espesura donde una fila de árboles formaba un entoldado con su follaje a la orilla del río. Ahí se detuvo y dejó a Shemaine en el suelo. Arrastró la canoa que estaba metida entre unos arbustos, la empujó de proa hacia el agua, e indicó a Shemaine que subiera a bordo. La esbelta embarcación pareció demasiado frágil a la muchacha, aun así obedeció a su amo y se acomodó donde él le había indicado. Miró alarmada el ancho río a su alrededor y se crispó, súbitamente preocupada. Consciente de la agitación nerviosa de su estómago, se volvió para no enfrentar la posibilidad de ser tragada por remolinos.

Gage se senté en la popa, hincó el remo en la orilla del río y empujó para alejar la embarcación de la costa. La corriente atrapó a la canoa haciéndola oscilar un poco; Shemaine sintió un vuelco el corazón. Después de todo lo que le había pasado, sería una verdadera burla que se ahogase pocos minutos después de dejar el London Pride. Gage le arrojó una pequeña lona. Agradecida por esa protección contra la lluvia y el acuático paisaje que los rodeaba, Shemaine se cubrió con la lona y se acurrucó bajo sus pliegues. Pese a las gotas que azotaban su cara, fijó la vista en la tierra que veía mas allá de la ribera, tratando de descubrir señales de vida y algún lugar habitado. Pasando el caserío, el campo era llano y bajo; en ciertas zonas, era una marisma herbosa habitada por aves acuáticas y reptiles, pero en otros sitios los matorrales eran tan espesos que parecían impenetrables, salvo para los animales más pequeños. A Shemaine le impresionó la belleza de esa región silvestre y, al mismo tiempo, le asustó un poco porque no tenía idea de lo que encontraría en esta tierra, menos aún si podría sobrevivir en ella.

Cada tanto, a través de la lluvia, veía una cabaña con sus construcciones auxiliares externas, anidadas entre los árboles o alguna otra en proceso de construcción. En un gran claro vio que estaban levantando una casa mucho más grande; le asombró el valor de esas personas que contraían semejante compromiso con el futuro, sin garantías de seguridad, tan lejos de la civilización.

La canoa se deslizaba sin dificultades en la veloz corriente; Gage hundía el remo una y otra vez en las aguas salpicadas por la lluvia, impulsando lentamente el bote a un lado, luego al otro, siguiendo un curso cercano a la ribera, donde las ramas altas y extendidas les brindaban protección contra la tormenta, Atravesaron una profusión de pétalos rosados y blancos arrancados por el viento de unos retorcidos árboles frutales que crecían cerca de la orilla; algunos flotaban en la superficie bajo el abrigo de las ramas. Otros, eran arrastrados hacia el canal principal donde giraban en la corriente unos momentos, para luego ser arrastrados a las profundidades. Sintiéndose tan vulnerable como ellos, Shemaine reflexionó sobre las similitudes entre su vida y el corto viaje de esos pétalos en el río. Contra su voluntad, había atravesado el océano; ahora estaba siendo arrastrada hacia un extraño destino, lejos de los suyos. Sólo el tiempo revelaría cuál sería ese destino; si sería arrastrada a un oscuro marasmo de adversidad o si lograría mantenerse a flote hasta que acabara su contrato de servidumbre.

Por fin, apareció a la vista una pequeña playa arenosa donde se veía un barco en construcción, apoyado en puntales, cerca del agua. Shemaine no necesitó que nadie le dijese que este lugar era donde Gage Thornton estaba dando forma a su sueño. A medida que se aproximaban, el barco parecía convertirse en la estructura esbelta de un edificio, mucho más grande de lo que Shemaine se hubiese atrevido a imaginar. Por cierto, ése sería un velero capaz de internarse en alta mar, pensó maravillada, y comprendió lo empeñoso y emprendedor que debía ser el hombre que lo había diseñado.

Sobre un terreno más elevado, más allá del barco, se erguía una gran cabaña. Su techo de fuerte pendiente parecía alzarse bajo el vientre de una turbulenta niebla gris que rodaba muy cerca de las copas de los altos pinos y otros árboles de hoja caduca que rodeaban la vivienda. Las ramas se balanceaban impulsadas por el fuerte viento que soplaba a través de ellas, y daban la impresión de lanzar un quejumbroso gemido, como lamentándose por haber sido perturbadas.

Gage dirigió la canoa hacia la playa. Saltó a tierra y arrastró la embarcación, varándola sobre la arena. Las gotas seguían cayendo sobre ellos con fuerza; él tomó a Shemaine en sus brazos y corrió hacia la cabaña. Cargándola con facilidad, subió a saltos los peldaños de entrada, cruzó el porche cubierto, levantó el pestillo y empujó con el hombro la puerta de gruesos maderos. Ya adentro, cerró la puerta con el pie y depositó a Shemaine en el suelo. La dejó, descolgó una toalla de un perchero que había cerca de la entrada y procedió a secarse la cara y los brazos y parte de la humedad de la ropa, mientras circulaba por la espaciosa cabaña, encendiendo las lámparas para ahuyentar la penumbra del interior.

—Cuando calme el viento, abriré las contraventanas —dijo Gage, atrayendo la atención de Shemaine hacia las ventanas de pequeños cristales que se distribuían a intervalos regulares en las paredes cubiertas de madera de ciprés. Salvo aquellas protegidas bajo los aleros del tejado, en el porche delantero y en el trasero, las demás ventanas estaban protegidas con contraventanas de madera, que se cerraban y aseguraban desde afuera. —Coloqué los cristales sólo un par de meses antes de la muerte de mi esposa, y no fue tarea fácil ni barata. Cuando se avecina una tormenta, suelo cerrar las contraventanas para evitar que se rompan los cristales, sobre todo para ahorrarme la molestia de cambiarlos.

El encanto y el confort del interior impresionaron a Shemaine.

—Aquí dentro, con las lámparas encendidas, es agradable y acogedor.

Bajo el techo de fuerte pendiente se había construido un altillo, que formaba parte de una segunda planta con vista al gran salón y se cerraba con una balaustrada de graciosas curvas. Sirviendo de apoyo al altillo, en la planta principal había un tabique a cierta distancia del muro. A la izquierda, se había construido un hogar de piedra dando a la cocina una zona para trabajar con los alimentos. Inmediatamente a la derecha del hogar y enfrente de la entrada principal había una puerta que daba a un amplio corredor y, al final de éste, una ventana y la puerta trasera. A la derecha de la pared interior más lejana, una segunda puerta entreabierta revelaba una despensa muy ordenada, Adosada a la misma pared había una división que iba del frente al fondo; en ella había una puerta, tras la cual se veía un espacioso dormitorio.

Era evidente que los muebles habían sido hechos por un excelente artesano; eran tan finos y elegantes como cualquiera de los que había en el hogar de sus padres, en Inglaterra. El más sobresaliente era un alto secreter, contra la pared de la sala, cerca de la puerta del dormitorio. Estaba adornado con conchillas talladas, cajones de gráciles curvas y puertas de nudosa madera. La tapa fileteada de cuero estaba plegada, dejando al descubierto pequeños compartimentos, cajones y espacios donde se alojaba una colección de chucherías. Coronando majestuosamente el mueble, había un par de florones en espiral en cada extremo y, en el medio, una conchilla de complicada talla, sin duda obra de su nuevo amo.

Maravillada, Shemaine giraba lentamente. Ese costoso mobiliario era un lujo que no esperaba encontrar en las colonias. Más aún, eran tantos los lujos que no podía abarcarlos con una sola mirada. Un sofá y dos grandes sillones de respaldo alto, tapizados de tela escocesa, constituían un pequeño agrupamiento, instalado cerca del secreter.

En la cocina, un lavabo de madera, una mesada y un alto armario se alineaban contra la pared interior, a la izquierda del hogar. Un batidor de manteca, ollas de barro y otros utensilios abundaban en esa parte de la casa y, a pocos pasos, un par de bancos de madera de respaldo alto se enfrentaban a ambos lados de una mesa de caballete. En un extremo de la mesa, había una silla alta para niños. A poca distancia, una silla mecedora cerca del fuego, permitía sentarse a disfrutar de su tibieza o de la vista al corredor trasero.

La boca del hogar de piedra era casi tan alta como la propia Shemaine, Estaba equipado con ganchos y parrillas, donde se podía poner a calentar ollas de hierro y sartenes sobre el fuego principal. A un costado se abría un horno de hierro, que podía moverse fácilmente, para acercarlo más al calor. La chimenea era de sólida construcción; sin duda sobre ella se apoyaba la estructura del altillo y el tejado a dos aguas.

—¿Usted mismo hizo esta cabaña y todas estas cosas? —preguntó Shemaine, volviéndose hacia Gage con expresión de asombro.

—Sí, poco después de llegar construí una pequeña cabaña para mí, y cuando me casé con Victoria la agrandé y empecé a fabricar los muebles para ella —su mirada se paseó por la habitación, rozando cada rincón, cada hendedura—. Ella convirtió esto en un hogar. Era hábil con la aguja como ninguna otra mujer que haya conocido —señaló el sofá y los sillones—. Hizo que cambiara una mesa a un escocés por la tela, Yo puse las patas y los brazos, y después ella rellenó las tres piezas con crin de caballo, las cubrió con hule y luego con la tela de lana.

—Debe de echarla mucho de menos —aventuré Shemaine, notando el extraño tono de su voz.

—Sí, pienso mucho en ella cuando no estoy ocupado —reconoció, colgando la toalla en un clavo, cerca de la puerta—. Sin embargo, cuando vaya al pueblo, oirá rumores que dicen lo contrario. Alma Pettycomb y otros pescadores de escándalos del villorrio dudan de que yo sea capaz de amar otra cosa que no sea ese barco que estoy construyendo.

—Creo que no daré demasiado crédito a cualquier cosa que diga la señora Pettycomb sobre algo o alguien —afirmó Shemaine, convencida. Ya había llegado a la conclusión de que no valía la pena trabar conocimiento con esa mujer; menos aún hacerle caso—. Si usted hizo todos estos muebles para su esposa, en mi opinión, debe de haberla amado mucho.

Gage respondió con una sonrisa fugaz. Luego, se acercó al hogar, removió las ascuas y puso un par de leños mas.

Mientras él alimentaba el fuego, Shemaine tomó conciencia de que no había visto a nadie más en la cabaña.

—¿Dónde está su hijo?

Gage colgó una enorme olla con agua sobre las llamas reavivadas, se volvió de cara a la muchacha e hizo un ademán en dirección al oeste.

—Lo dejé en casa de un vecino que vive río arriba. Si no fuese porque Hannah Fields tiene un marido y siete hijos que cuidar, podría haberla contratado para cocinar y limpiar aquí. Pero yo quería a alguien que pudiese enseñar a mi hijo, y eso estaba más allá de sus posibilidades. Hannah es una buena mujer, trabajadora, y a Andrew siempre le encanta tener ocasión de jugar con sus dos hijos menores, Malcom y Duncan. Cuando la conozca, estoy seguro de que le parecerá muy buena persona, y nada amiga de entregarse a murmuraciones y cosas por el estilo.

—Será agradable conocer a una persona dispuesta a enseñarme cuáles son las tareas de una sirvienta, pero no creo que la señora Fields, con una familia tan numerosa, tenga mucho tiempo —dedujo Shemaine, con sonrisa vacilante.

Aunque Gage intentó quitar importancia a las carencias de la muchacha, dando a entender que eso era algo que ella resolvería sin problemas, era obvio que un hombre que trabajaba duro todo el día llegaría hambriento de buena comida, incluso en presencia de una mujer tan atractiva.

—En cuanto pase la tormenta, iré a buscar a Andrew. Cuando yo esté en la cabaña de los Fields, pediré a Hannah que venga cualquier día de éstos y le enseñe algunas cosas relacionadas con la cocina. No dudo de que estará más que dispuesta a visitarla. Con excepción de los dos hijos menores, los demás son bastante crecidos y tienen que ayudar a su padre. Tiene dos hijas de entre doce y catorce años, pero están más interesadas en los hijos de los vecinos que en asuntos propios de mujeres. Prefieren quedarse en casa, por si a alguno de los muchachos se le ocurre pasar —una breve sonrisa pasó por los labios de Gage, que añadió—: Su padre las vigila de cerca y, a juzgar por el tamaño de su pistola, no me cuesta entender cómo se las arregla para desalentar a los muchachos de que hagan visitas inesperadas.

Shemaine sonrió.

—¿Me da su permiso para echar un vistazo a la cabaña mientras usted no esté?

—Sí, pero le recomendaría que se bañara y se cambiara primero; entonces podrá gozar de un poco de intimidad. Hay ropa en el baúl que está en el dormitorio; usted la puede arreglar para que le vaya bien. Iré a buscarla.

Sintiendo curiosidad por ver qué le daría para vestirse, Shemaine lo siguió al dormitorio, que le pareció espacioso y cómodamente amueblado con una enorme cama con dosel, una cómoda, un armario y otras bellas piezas. Incluso, había una gran alfombra de piel de oso a un lado de la cama.

Una parte del cuarto original había sido separada; ahora era un pequeño dormitorio para el niño. No existía puerta entre ambos espacios, sólo una ancha abertura en la que colgaba una pieza de hule que, al parecer, rara vez se usaba, porque los pliegues se habían fijado con el tiempo y estaban muy marcados, casi duros. En el cuarto del pequeño había una mecedora, una de esas cómodas de dos niveles, una cuna y una carriola, todas piezas espléndidas y, sin duda, confeccionadas por su amo.

Gage levantó la curva tapa del baúl que había al pie de la cama de la habitación principal y metió la mano en su contenido.

—Estas cosas pertenecían a mi esposa. Era más alta y delgada y sus pies y manos eran más bien largos y delgados, de modo que seguramente tendrá que acortar los vestidos y rellenar un poco las puntas de los zapatos, hasta que yo pueda comprar otro par, pero será un gusto que use cualquier cosa que desee.

Su generosidad apabulló a Shemaine.

—¿Quiere que use la ropa de su esposa?

Gage no tuvo necesidad de imaginar la extensión de su asombro, pues se reflejaba con claridad en el rostro sucio. Su respuesta fue bastante lacónica:

—Más vale esto que esos harapos que lleva puestos.

Un vivo sonrojo trepó a las mejillas de Shemaine, que subió otra vez la manga descosida sobre el hombro.

—Señor Thornton, su caridad me asombra. Creí que lo último que haría es dejar que una desconocida usara lo que en otro tiempo perteneció a su esposa.

—La ropa le será más útil a usted que a mis recuerdos —respondió—. Y en este momento no puedo permitirme comprar una pieza de tela para que se haga un vestido. He pagado por usted más de lo que pensaba, y debo recuperarme económicamente para poder comprar materiales para el barco.

—No soy desagradecida, señor Thornton —se apresuró a aclarar Shemaine—. Lo que sucede es que no esperaba que me diese algo mas que un poco de comida y, quizás, un sitio donde descansar.

—El niño y yo dormimos en estos dos cuartos —anunció Gage, sin rodeos—. Usted puede dormir en el altillo.

Invitándola a seguirlo, abrió la marcha hacia el gran sajón y, pasando por la entrada que estaba cerca de la cocina, entró en el pasillo que iba hacia el porche trasero. Sobre la pared, a la derecha, un gran tablero de dibujo estaba instalado debajo de un armario alto, poco profundo. A la izquierda, una escalera daba acceso al altillo.

Gage indicó la escalera con un ademán, invitándola a subir. No pudo menos que mirar su modo de moverse mientras subía; se notaba en ella una graciosa elegancia que su ropa destrozada no podía disimular. Al llegar a la planta alta, se hizo a un lado mientras ella recorría la habitación. Se detuvo, callada, junto a la angosta cama, miró en derredor, observando los escasos muebles y el pequeño hogar adosado a la chimenea; luego se acercó a la baranda para mirar hacia abajo, donde se veía la sala. Regresó junto a la cama y rozó pensativa la tapa de una mesa sin desbastar que había al lado.

—Sé que esto está un poco atestado —admitió Gage un momento después—, pero es lo mejor que puedo ofrecerle como cuarto propio. Más tarde, pondré una cuerda sobre la baranda, y colgaré una vela de barco, para que cuente con cierta intimidad.

—Es mucho más de lo que esperaba, señor Thornton. —Conmovida por la bondad del hombre, Shemaine trató de contener cualquier despliegue de emoción pero, muy a su pesar, ésta se filtró en su voz cuando continuó—: Comparada con lo que viví en el barco, parece una alcoba grande y lujosa. Es reconfortante saber que gozaré de intimidad en un sitio bastante mejor que el pañol de cabuyería.

Sorprendido por el temblor de su voz, Gage la miró más atentamente y notó el brillo de las lágrimas en sus ojos transparentes, aunque la muchacha se alejó, en incómodo silencio. Para no avergonzarla, fue hacia la escalera y bajó al corredor de la planta baja.

—Aquí es donde empecé a fabricar muebles —explicó, cuando ella bajó—. La primera pieza fue una vitrina para una señora rica; ella me aseguró que si le gustaba cuando estuviese terminada, la compraría. Desde entonces, he hecho unos cuantos muebles para esa señora. En este momento, estoy trabajando en este bargueño que encargó hace unas semanas, Extendió la mano hacia el tablero de dibujo, donde estaban desparramados varios croquis de las piezas en diversos estados de construcción. Era evidente que su talento para crear muebles también se extendía a los dibujos, que eran magníficos y llenos de precisos detalles en cuanto a la terminación que debía tener cada pieza de mobiliario.

Los ojos de Shemaine clavaron su mirada en un gabinete poco profundo que colgaba de la pared, sobre la mesa de dibujo. Una variada colección de libros de contabilidad, rollos de pergamino y esbozos, seguramente similares a los que había sobre el tablero, estaban guardados en los pequeños cajones, compartimientos y anaqueles del mueble, llenándolo hasta desbordar, casi, como testigos del trabajo que desarrollaba su amo en el pequeño tablero.

—Como el trabajo aumentó mucho los últimos años, tuve necesidad de trasladar el taller afuera. Ahora está en un gran cobertizo, al final del sendero que parte desde el porche del fondo. Dos hombres trabajan para mí casi desde el principio. Cuando empezaron, eran aprendices, incapaces de distinguir entre una tabla de arce de otra de roble. Hasta parecía estar más allá de su comprensión el uso correcto de una sierra. No me atrevía a confiarles tareas importantes. Pero, con los años, tanto Ramsey Tate como Sly Tucker han progresado y superado mis expectativas. Ahora los considero los dos mejores ebanistas de la región. Hace poco he comenzado a enseñar a dos nuevos aprendices, un joven alemán y otro tipo de Yorktown, pero todavía no han pasado más allá de la sierra. Normalmente, a esta hora del día estoy trabajando en el taller con ellos o ayudando al viejo carpintero de ribera y a su hijo, pero hoy les he dado la tarde libre para que pudiesen ocuparse de asuntos personales urgentes, mientras yo iba a ver qué había traído el London Pride a Newport Newes.

—Es evidente que es usted un hombre muy talentoso, señor Thornton —dijo Shemaine, sincera—. No sé nada de construcción de barcos ni cosas por el estilo, pero sí puedo reconocer una pieza fina de mobiliario cuando la veo. Si lo que hay aquí es una muestra de la calidad de los muebles que usted hace para la gente de esta región, no me cabe duda de que sus clientes lo echarán de menos si decide dejar su oficio algún día.

Un breve encogimiento de la comisura de los labios hizo las veces de sonrisa; luego Gage alzó la cabeza para escuchar el suave golpeteo de las gotas de lluvia sobre el techo indicaba que la lluvia y el viento empezaban a amainar.

—Da la impresión de que la tormenta está calmando. Convendría que me marchara ahora que puedo, antes de que vuelva a empezar.

—Pero, ¿dónde me bañaré? —preguntó Shemaine.

No tenía idea de cómo haría para darse un baño en la cabaña. En la casa de su padre, eran las criadas quienes le preparaban el baño.

—Ya hay agua en el fuego calentándose para usted y, afuera, en el extremo más alejado del porche trasero, hay un manantial del que puede sacar más agua, si la necesita. En la despensa, encontrará una bañera colgada. Por ahora, tendrá que bastar para cualquier baño que tomen usted y el niño, y para el lavado que haga dentro de la casa. Un día de éstos, cuando tenga un poco de tiempo, convertiré la despensa en cuarto de baño pero, hasta entonces, deberemos arreglarnos con lo que tenemos. Mientras el tiempo lo permita, yo me baño en el arroyo que desemboca en la ensenada. Tal vez lo haya visto cerca del grupo de árboles, en el camino hasta la cabaña. No hay mucha intimidad para una mujer, fuera de la que puedan proveer los árboles, pero si a usted le parece bien, estoy seguro de que mis hombres y yo disfrutaremos del panorama.

—Gracias, me bañaré en la casa —repuso Shemaine, sintiendo que se le caldeaban las mejillas.

Una vez más, Gage recibió la respuesta con una leve sonrisa.

—Por lo general, a Hannah le agrada que me quede un rato cuando voy de visita, de modo que tendrá tiempo suficiente para bañarse y vestirse durante mi ausencia. Pero también depende del tiempo —la enfrentó con una pregunta—: ¿Tiene miedo de quedarse aquí, sola?

Shemaine sonrió más ampliamente que él.

—Creo que esta noche me sentiré dichosa de contar con un poco de intimidad. Como podrá imaginar, no gocé mucho de eso en el London Pride.

—La puerta del frente se puede cerrar desde adentro, después de que yo me haya ido —informó—. Le aconsejo que tome esa precaución, por si algún extraño ve la cabaña y viene en busca de alimentos u objetos de valor, y la encuentra sola. Detestaría que se la llevaran, sin haber tenido oportunidad de ver su cara lavada —hubo otro leve atisbo de sonrisa, una pequeña muestra de su humor—. Cuando regrese, golpearé tres veces para que sepa que puede abrir la puerta sin peligro. De lo contrario, no se asome a las ventanas. Antes de que termine la semana, trataré de enseñarle a disparar un mosquete. No me voy muy a menudo, pero cuando lo haga, se sentirá más segura si aprende usarlo. Nunca se puede saber cuándo aparecerá un oso o un gato montes.

—¿O un indio? —interrumpió, pues durante el viaje había oído relatos acerca de la ferocidad de los indios.

—De vez en cuando, un indio —admitió Gage—. Pero la mayor parte se han trasladado a las montañas o a los valles que están al otro lado de los montes Allegheny. Aquí ya está demasiado poblado para ellos, con tantos ingleses, alemanes, y esos tenaces escoceses e irlandeses que se asentaron en la región.

Shemaine lo acompañó hasta la puerta, preguntándose si sería necesario hablarle de Jacob Potts y sus amenazas, tan poco tiempo después de haberla comprado. Pero lo veía distraído, y no quería darle ninguna excusa para devolverla. En otro momento más conveniente, razonó para sí, cuando no lo perturbe tanto.

Gage se detuvo junto ala puerta y señaló el alto aparador que había cerca del hogar.

—Ahí hay pan y queso, por si tiene hambre antes de que yo regrese. Por lo general, Hannah me da un paquete de comida para que traiga a casa cuando sabe que Andrew y yo estamos aquí, solos. Esta noche, al menos, estará alimentada. No puedo darle garantías para mañana.