—Sí, le gusta que le cante.

—Está sonriendo, señora Tate —murmuró Shemaine y, cuando los ojos de la mujer se abrieron, sorprendidos, rió suavemente—. Y el dolor ha pasado.

—¡Bueno, tiene razón! —girando la cabeza sobre la almohada, Calley miró a Shemaine a través de las lágrimas de emoción—. ¿Puede ser verdad? ¿Lograré retener al niño?

—No lo sé, señora Tate —respondió Shemaine, sincera—. Pero a mi juicio, si conserva la esperanza y se mantiene relajada, será mucho mejor para ambos que si está ansiosa y afligida.

—Llámeme Calley, señorita —imploró la mujer—. Yo sé que usted es una verdadera dama, tal como el señor Thornton es un auténtico caballero. Él necesita una esposa como usted.

—Sólo soy su esclava —dijo Shemaine.

Después de una noche como la pasada, lo último que necesitaba era que esta mujer supusiera que su amo pensaba casarse con ella y cometiera el error de hacer algún comentario a Gage en ese sentido. Últimamente, se había disculpado demasiado con Gage Thornton.

—Eso cambiará —predijo Calley, ganando confianza—. Ramsey lo ha dicho. Dice que el señor Thornton ya está prendado de usted.

—El señor Tornton está prendado de mi comida —dijo Shemaine—. Nada más. Su esposo está equivocado.

Calley se sorprendió por la insistencia de la muchacha en negar que algo pudiera resultar de ese vínculo.

—¿No se casaría con él si se lo pidiera?

—Yo estaba comprometida antes de venir aquí...

Las palabras de Shemaine fueron perdiéndose hasta interrumpirse y no pudo terminar la frase. El recuerdo de su compromiso parecía muy ajeno a la realidad presente.

—Inglaterra está muy lejos, señorita, y el señor Thornton está aquí, dispuesto a casarse. ¿No cree que sería un marido muy guapo?

—Desde luego que sí, pero yo...

Una vez más, le faltaron las palabras.

—El hombre con el que estaba prometida en Inglaterra, ¿era tan guapo como el señor Thornton? —insistió Calley.

—No sé... —gimió Shemaine, a quien esas preguntas inquietaban.

Según los gustos de cualquier joven dama de Inglaterra, Maurice du Mercier había sido considerado el hombre más apuesto de Londres. Y, sin embargo, Gage Thornton habría causado tanto desasosiego en los corazones de las doncellas como el que ella experimentaba en ese momento. En cierto modo, le parecía desleal considerar menos atractivo a su novio. Por otra parte, le parecía una tontería preocuparse por el grado comparativo de gallardía de uno y otro. Estaba segura de que si, en efecto, consideraba más apuesto a Gage Thornton era sólo porque estaba cerca y Maurice, en cambio, muy lejos.

—¿Todavía ama a su novio?

—En otra época, creía que lo amaba —admitió Shemaine—. Pero me parece que eso ha sido hace mucho; desde entonces han pasado muchas cosas. Estoy contratada como esclava por el señor Thornton e incluso si Maurice me encontrase, no podría casarme con él a menos que mi amo estuviese dispuesto a liberarme. Y hasta podría suceder que, teniendo en cuenta mi condena y todo eso, Maurice ya no me quisiera.

—El señor Thornton por cierto la quiere.

—Esta discusión me parece inútil —repuso Shemaine con la esperanza de disipar tan inquietantes conjeturas—. Nadie puede predecir con seguridad lo que está pensando el señor Thornton. Yo soy sólo su esclava y, salvo que él mismo lo diga, cualquier conversación sobre ese tema me parece puramente especulativa.

—Sí, tiene razón, no es correcto que nosotras digamos lo que hará el señor Thornton—concedió Calley—. Ya hay demasiada gente que trata de adivinar qué es lo que se propone sin que nos sumemos a ella.

Shemaine lanzó un suspiro de alivio por haber hecho prevalecer su argumento. Tomó los dedos de la mujer entre los suyos y le sonrió:

—¿Cómo se siente ahora?

—Un poco cansada —reconoció Calley sonriendo—. Pero mejor.

—Un descanso haría mucho bien a usted y al pequeño.

—Sí, creo que ahora puedo descansar... y tener esperanzas.

—La dejaré para que esté tranquila. Estaré en la cocina, si me necesita.

Con un suspiro relajado, Calley cerró los ojos y Shemaine salió sigilosamente. Ramsey la esperaba frente al hogar y, viendo su expresión angustiada, la muchacha se apresuró a disipar sus temores.

—Su esposa está mucho mejor ahora y podrá descansar un rato. —En el rostro del hombre estaba pintada la tensión de las últimas horas; Shemaine se compadeció—. Pienso que a usted también le vendría bien dormir un poco —dijo, gentil—. Si sucede algo, yo lo llamaré.

Gage saltó del carro y se acercó al chalet del médico. Una mujer menuda estaba en el patio vecino arrancando la maleza que había crecido en el jardín, pero cuando él avanzó por el sendero, ella se irguió y lo miró entrecerrando los ojos para protegerse del sol. Cuando Gage llamó a la puerta del frente, la mujer le grito:

—Si quiere ver al doctor, se ha ido río arriba a curar una pierna rota y no volverá hasta dentro de un rato. Si sabe escribir, puede dejarle una nota que ponga adónde quiere que él vaya cuando regrese. El doctor Ferris me indicó que dijera eso a cualquiera que viniese. Además, dejó una pluma y cosas para escribir en el porche, para aquéllos que desearan hacerlo.

Gage Thornton observó a la mujer humildemente vestida pensando que su voz le sonaba familiar. Cuando atravesó el jardín en dirección a ella, notó que tenía el costado de la mandíbula hinchado y morado. Aun así, recordó a la menuda mujer que lo había animado a comprar a Shemaine a bordo del London Pride.

—¿Annie Carver? —Los morados de la cara parecían muy recientes; él no pudo menos que preguntar—: Buen Dios, mujer, ¿qué le ha sucedido?

Perpleja, Annie levantó una mano embarrada y protegió sus ojos del brillo del sol, tratando de verlo con claridad.

—¿Quién es usted?

—Gage Thornton. Yo compré a Shemaine O’Hearn, ¿recuerda?

La mujer lanzó una exclamación y se dio una palmada en la mejilla.

—¡Por Dios, patrón! ¿Qué si lo recuerdo? ¿Cómo podría olvidarlo? Lo que pasa es que, como me daba el sol en los ojos, me costó un poco reconocerlo. ¿Cómo está Shemaine? —Sus ojos expresaron un repentino recelo—. No estará herida, ¿verdad? ¿Será por eso que necesita al doctor?

—No, Annie, ella está perfectamente. En realidad, vine por un amigo mío. Su esposa debía dar a luz en primavera pero ahora se presentaron problemas... incluso podría perder al niño.

—Yo sé un par de cosas sobre partos —informó Annie, tímida—. Mi madre era comadrona hasta que enfermó y murió, y me enseñó un poco cómo ayudar a una parturienta. Pero mi amo no me dejará ir con usted.

—¿Su amo ha hecho eso? —preguntó Gage con suavidad señalando la mejilla amoratada.

Annie se encogió de hombros, avergonzada.

—Tal vez el señor Myers pensara que merecía un par de golpes por haber dejado quemar la cena. Me dijo que fuese afuera a cortar un poco de leña porque en su sala hacía frío. Y me llevó un poco más de tiempo del que pensaba. —Miró a Gage con curiosidad—. ¿Y qué me dice de usted, patrón? Ahora que Shemaine cocina, ¿tiene bastante para comer?

—Me alegra decir que es una cocinera excepcional, Annie. No podría haber hallado una mejor aunque la hubiese buscado en Londres.

Annie lo miró seria, de soslayo.

—Anoche, esta señora Pettycomb vino a hablar con mi amo... Samuel Myers... y dijo que usted se había comprado una sierva para satisfacer sus deseos masculinos y que casi había matado al contramaestre del London Pride porque había tratado de arrebatársela.

La permanente vitalidad con que la vieja chismosa difundía sus deformadas historias por el pueblo encolerizó un poco a Gage.

—La señora Pettycomb suele agrandar todo lo que oye, Annie; yo en tu lugar no daría mucho crédito a lo que ella dice. Al parecer, disfruta desvirtuando los hechos para adornar sus relatos.

Annie esperaba que él añadiese más detalles, pero Gage no quería dar explicaciones sobre sus propósitos con respecto a la compra de Shemaine porque no veía motivos para justificarse ante el primero que prestase oídos a las mentiras extravagantes que se decían sobre su persona. Si alguna vez lo intentase no terminaría jamás, sobre todo teniendo en cuenta que la chismosa y su círculo de seguidoras tendían a parlotear constantemente acerca de él.

La puerta del frente se abrió y Samuel Myers salió por ella hasta el borde del porche, donde se detuvo con un brazo tras la espalda. Mirándolos, ceñudo, tenía el aspecto de un rubicundo dictador.

—¡Tú, perra perezosa! —rezongó a Annie—. No compré tus papeles para que pudieras conversar con cada inútil que pasa por mi puerta. Vuelve a trabajar antes de que mi puño caiga sobre la otra mejilla. Y te lo advierto, si sabes lo que te conviene, seguirás trabajando mientras yo no esté, si no te arrancaré el pellejo. No puedo dejar mi negocio a cada hora sólo para controlarte; si lo hiciera, mis clientes comenzarían a pensar que me he marchado del pueblo.

La frente de Gage se crispó mientras miraba al hombre. Por una vez coincidía con Morrisa Hatcher. El hombrecillo era tan detestable como la rata más malvada. La idea de dejar a Annie a su cuidado sin intentar, siquiera, ayudarla, no le parecía justa.

—Señor Myers, ¿estaría dispuesto a alquilar a su sierva por una paga?

De repente, Samuel Myers se quedó perplejo. Subió las gafas sobre la ancha nariz y, con una mueca de duda, estudió más atentamente a Gage.

—¿Qué le pasa, señor Thornton? ¿Una moza no es suficiente para usted? ¿Necesita dos en su cama?

Si el propósito del hombre era irritar a Gage, sin duda lo logró; sintió que su animosidad hacia el sujeto crecía dentro de él y miró con expresión pétrea el rostro burlón del otro. Era obvio que Myers había oído una cantidad de rumores con respecto a él, mientras que Gage sólo sabía que ese hombre vendía ropa masculina. Considerando el celo con que las chismosas agitaban sus lenguas, no le extrañaría que Samuel Myers lo considerase un hombre peligroso. En cuanto a eso, por el modo en que Myers tenía su brazo metido tras la espalda, Gage sospechó que tenía una pistola amartillada en su mano; de lo contrario no habría sido tan temerario, sobre todo si daba crédito a los rumores que circulaban, señalando que el ebanista era peligroso.

—La esposa de uno de mis empleados puede tener un aborto —respondió Gage, conteniéndose. No era la amenaza de la pistola lo que lo llevaba a tener cautela sino la comprensión que cualquier demostración de hostilidad podría estropear las posibilidades de ayudar a la amiga de Shemaine—. Annie dijo que tal vez podía ayudar a la señora Tate, si usted le daba su permiso para ir. Si le permite venir conmigo, estoy dispuesto a pagarle por el tiempo de ella. Es posible que el doctor se demore y, en este momento, no hay nadie en la casa de los Tate que sepa qué hacer.

—Podría llevar a su sierva allí, señor Thornton —sugirió Myers retrayendo el labio en una mueca—. Salvo que no pueda separarse de ella tanto tiempo. Es muy atractiva por ser una perra irlandesa y me pregunto si será igual de agradable en la cama como lo es para los ojos.

—Usa con demasiada liberalidad la palabra perra, señor Myers, y hace suposiciones con respecto a la disposición de una dama —replicó, sintiendo que su ira crecía rápidamente. Hizo una pausa para recuperar el control de sí mismo antes de volver a hablar—. La muchacha ya está allí, haciendo lo que puede, pero no sabe lo suficiente para ayudar a la señora Tate.

Samuel Myers siempre estaba ansioso por ganar una moneda de un modo u otro, y no se le ocurría una manera más fácil de conseguir una suma interesante que permitir que su esclava la ganara para él.

—¿Cómo sé que puedo confiar en que traerá a Annie de vuelta?

Gage se convenció de que tendría que hacer una oferta generosa si quería interesar al hombre.

—Si quiere, puedo dejar en sus manos una cantidad igual a la que pagó por ella. Bastará con que me diga la suma que pagó y firmar un recibo prometiendo reintegrarla cuando traiga de vuelta a Annie.

—Me ha costado quince libras —afirmó el hombre con un cáustico bufido—. Pero a usted le costará otras cinco llevarla consigo.

—¡Cinco libras! ¡Por Dios, hombre! ¡No pienso tenerla un año!

—Serán cinco libras o nada. —El señor Myers se alzó de hombros exagerando sus necesidades—. Aquí hay mucho trabajo para Annie y debo recibir una compensación por los problemas que pueda causarme su ausencia.

Gage también se puso más exigente.

—Por cinco libras, espero tenerla dos semanas completas, por lo menos.

Samuel Myers hizo un gesto despectivo.

—Supongo que podré arreglármelas durante ese tiempo pero le advierto que si no la trae de vuelta, me quedaré con todo el dinero.

—Se quedará con todo el dinero —refunfuñó Gage, sintiéndose estafado—. Pero necesito ese recibo, por si se le ocurriese decir que se la he robado.

—Tendrá su recibo —replicó Myers con insolencia—, pero ella saldrá de aquí con la misma ropa que vino.

Gage miró el vestido de Annie y se preguntó cómo podría preocuparse el tendero por una prenda tan miserable.

—Salvo que usted esté dispuesto a pagar el vestido, claro —provocó Myers.

Gage lo rechazó con un resoplido desdeñoso.

—Puede quedarse con el vestido, señor Myers. He visto mejores en el cesto de los trapos de la señora Tate.

Pocos minutos después Gage se instaló en su asiento del carro y enfiló otra vez hacia la cabaña de los Tate acompañado por Annie, que se había puesto el vestido que llevaba en el barco. Seguía siendo un harapo, pero, por fortuna, estaba limpio.

Gage sabía que Shemaine se sentiría aliviada al ver a su amiga aunque él tenía mucho en qué pensar. Tendría que pensar en cómo hacer para recuperarse de sus gastos porque no se imaginaba devolviendo su esclava a un amo que maltrataba a las mujeres como Samuel Myers había demostrado que era capaz de hacer. Tampoco se imaginaba conservando él mismo a Annie, porque estaba completamente satisfecho con Shemaine y no quería invitar a otra mujer a su hogar en forma permanente. Aunque en ese momento los Tate necesitaban a Annie, no podían permitirse comprarla porque estaban ahorrando cada moneda para la educación de sus hijos. De momento no se le ocurrían otras opciones; esperaba tener alguna idea para cuando los Tate ya no necesitaran los servicios de Annie.

En el asiento, junto a él, Annie se afligía como una madre sobreprotectora.

—¿Ha dejado una nota al doctor para que sepa adónde debe ir cuando regrese?

—Me ocupé de eso mientras usted se cambiaba de ropa.

—¿Y la dejó en un sitio en el que él la vea en cuanto llegue?

—Sí.

—¿En lugar seguro, donde el señor Myers no pueda hallarla?

—Pasé la nota por debajo de la puerta, que estaba cerrada con llave —respondió Gage, cansado de sus interminables preguntas.

—¿Y si él no mira para abajo? El doctor está envejeciendo, ¿sabe? Dijo que el próximo viernes tendría cuarenta y cinco.

Para Annie, que apenas tenía veinte, era una edad muy avanzada.

—Annie, deja de preocuparte —replicó Gage, impaciente—. Me fastidias con tantas preguntas.

—Lo siento, señor Thornton —murmuró, contrita—. Es que quería asegurarme de que el doctor acudiese para que sus amigos no dependieran sólo de mí. Sé mucho acerca de partos, de cómo bajar una fiebre o curar heridas, pero estoy pensando que será mejor si hay alguien que haya recibido una enseñanza correcta.

—Annie, enseñanza correcta o no, te quedarás con los Tate por un tiempo para cuidar de Calley, de modo que tal vez no puedas apoyarte en el doctor cuando más lo necesites. Ramsey trabaja para mí y, además, es mi amigo, y quiero que hagas todo lo posible para que su esposa esté cómoda y, si puedes, salvar al niño. Su familia es muy importante para él. ¿Entiendes?

—Sí, patrón —respondió, dócil.

—Tienen un niño del que también tendrás que cuidar hasta que Calley pueda levantarse —dijo, mirándola de soslayo.

La súbita euforia de Annie demostró que estaba impaciente por quedarse con la familia. Suspiró arrobada:

—Oh, me gustará eso.

Al llegar a casa de los Tate, Gage entró en la casa buscando a Shemaine y la encontró en la cocina preparando la comida. Se detuvo junto al hogar cuando ella se arrodillaba para meter una hogaza de pan en el horno de hierro.

—He traído conmigo a una mujer que podrá ayudar aquí un tiempo; así Andy y usted podrán volver conmigo a casa cuando me marche.

—El señor Tate insistió en que cocinara para todos —explicó ella, cerrando la tapa del horno y poniéndose de pie—. Insistió mucho en que usted se quedara a comer con él.

—Podemos quedarnos ese tiempo si es tan importante para él —la tranquilizó Gage.

Shemaine sonrió con dulzura.

—Estoy segura de que su presencia ayudará a distraerlo, señor Thornton. Ha estado fuera de sí desde que usted se fue. No quiso dormir aunque le dije que Calley se sentía mejor. Está cortando leña en el patio trasero para olvidar las preocupaciones. Puede ser que, si usted pasa un rato con él antes de que nos marchemos, lo ayude a superarlas.

—Haré lo que pueda, Shemaine —dijo Gage—. Entre tanto, ¿por qué no acompaña a la mujer al dormitorio y la presenta a Calley?

La indicación desorientó un poco a Shemaine porque supuso que la mujer tendría que presentarse por sí misma pero, cuando Gage se hizo a un lado y ella pudo ver a la recién llegada, Shemaine lanzó una exclamación de alegría y se arrojó a los brazos de su amiga.

—¡Oh, Annie! ¡Estaba tan preocupada por ti! —exclamó con lágrimas desbordando de sus ojos. Abrazó a la menuda mujer y luego se apartó para mirarla mejor, entonces su expresión de dicha desapareció al ver el estado de la cara de Annie. Extendió la mano y tocó con ternura la mejilla magullada—. ¿Esto es algo que te hizo tu amo o te has dado contra una pared?

Annie hizo un gesto restándole importancia.

—No importa mi cara, milady. ¡Deja que te mire! —sus ojos recorrieron el cuerpo, y luego tomó las manos delgadas de Shemaine y rió de placer—. ¡Estás maravillosa! ¡Sencillamente maravillosa!

—Ven al dormitorio a conocer a Calley —invitó Shemaine, tomando a Annie del brazo—. Y después nos contarás cómo es que has llegado hasta aquí.

—Oh, te lo diré ya mismo. Si no fuera porque tu amo puso veinte libras por mí, jamás habría venido.

Shemaine se detuvo de repente y, tirando del brazo de Annie, la hizo girar de cara a ella.

—¿Qué quieres decir, Annie? ¿El señor Thornton te compró?

—No exactamente. —Annie se alzó de hombros—. Pagó cinco libras para alquilarme, por así decir, pero si no me lleva de vuelta perderá veinte libras —sacudió la cabeza, perpleja, sorprendida por la capacidad del hombre de disponer de semejante suma—. Tu señor Thornton debe ser rico o algo así.

—No es rico, Annie, pero estoy pensando que es muy generoso —dijo Shemaine con una sonrisa embelesada.

El doctor Colby Ferris, hombre alto, de cabellos grises y facciones macilentas, con una perpetua sombra de barba cubriendo la mitad de su cara, llegó antes de que terminara la comida del mediodía. Annie tomó en serio sus deberes y llevó agua caliente y jabón al médico para lavarse las manos y toallas limpias para secárselas antes de permitirle pasar al dormitorio de la parturienta.

—Mi mamá decía que no está bien que una comadrona vaya de una casa a otra donde están por nacer niños sin tener por las madres el debido respeto de lavarse las manos.

El alto doctor clavó en la mujercilla una mirada severa.

—Jovencita, ¿sabe usted cuántos niños he traído a este mundo?

Annie puso sus brazos delgados en jarras y se mantuvo en sus trece.

—Tal vez más de los que yo pueda contar, pero qué hay de malo en que lave sus preciosas manos después de atender a los enfermos o quizá tocar a un muerto... o... —Pensó en otra buena razón y por fin alzó una mano en gesto de frustración, indicando la ventana por donde se veía al caballo en que el médico había llegado—. ¿O montar un caballo maloliente?

El doctor Ferris quedó atónito por la impertinencia de la muchacha pero, después de un largo silencio, pasó una mano por su barbuda barbilla y rompió a reír, para alivio de los que habían presenciado la situación.

—Supongo que no habrá nada de malo en lavarme las manos. ¿Y qué me dices de los pies? ¿No quieres inspeccionarlos también?

Sin pensarlo, Annie miró hacia abajo y al ver las botas polvorientas y comprender que le había gastado una broma, se tapó la boca con la mano.

Echó la cabeza atrás para mirarlo a los ojos y le dedicó una amplia sonrisa, poniendo cierto encanto en su rostro sencillo.

—Supongo que con sacudirlos será suficiente, por el momento, pero será mejor que cuide sus modales porque lo esperaré en la puerta cuando vuelva... al menos por un rato.

Una ceja hirsuta se elevó muy alta, como si el doctor se hubiese ofendido con la amenaza, pero su siguiente pregunta no tuvo nada que ver con las exigencias de Annie.

—¿Qué me dice de ese sapo, Myers? ¿Dejará que se quede aquí sin hacer un escándalo?

Annie Carver quedó atónita ante la obvia conclusión del médico.

—Estoy aquí con su consentimiento, desde luego, de modo que no tiene por qué sospechar que me tomé las de Villadiego. El señor Thornton tiene un papel que lo demuestra.

El doctor Colby Ferris se burló.

—Le habrá costado una bonita suma sacarla a usted de las garras de ese sapo. Myers nunca ha sido demasiado generoso con sus posesiones.

—Oh, ya lo creo —admitió Annie, y señaló con el pulgar a su benefactor—. El señor Thornton tuvo que poner veinte libras, cinco por alquilarme y quince como garantía por si no me lleva de regreso.

—¿Acaso dice que Myers firmó un recibo?

Annie hizo un cauteloso asentimiento, sin entender por qué el doctor estaba tan asombrado.

—Eso hizo, patrón.

Colby Ferris miró extrañado a Gage.

—En ese caso, le aconsejo que guarde bien ese recibo, porque Myers no es de fiar, señor. Si puede, lo estafará... o hallará algún modo de acusarlo de ladrón.

—No conozco bien al hombre, pero me ha causado enorme antipatía en poco tiempo —admitió Gage—. Puede estar seguro de que seré lo más cuidadoso posible.

El doctor indicó con una mano el rostro golpeado de Annie.

—Desde luego, ya sabrá usted que Myers hará más de estas cosas a la chica si la lleva de vuelta con él.

—¿Puede sugerir algo sobre lo que podría hacer? —Gage estaba ansioso por solucionar este problema. Hizo una breve seña en dirección a Shemaine, que estaba lavando la cara a Andrew en el extremo más alejado de la mesa—. Yo ya tengo una sierva y no hay lugar en mi casa para otra.

Pensativo, el hombre mayor se acarició el mentón.

—He visto a la muchacha trabajando en la propiedad de Myers y sé de lo que es capaz —bufó y expresó una conjetura—. De hacer cosas que el mismo Myers debería haber hecho, en lugar de mandarlas hacer a una muchacha tan pequeña.

—¿Necesita una ayudante? —preguntó Gage, esperanzado—. Annie dice que tiene cierta experiencia en alumbramientos y esas cosas. Tal vez pueda usarla como criada para mantener su casa.

El doctor Ferris desechó la idea y echó una mirada hacia Annie.

—¿Qué? ¿Y que me obligue a lavarme las manos cada vez que estornudo? Que el Señor me libre de semejante destino.

—¡No es necesario que se preocupe por mí! —declaró Annie con vehemencia, ofendida por el rechazo del doctor—. Volveré con el señor Myers cuando termine aquí. No sería la primera vez que me golpean.

Acercándose al lavatorio, el doctor Ferris procedió a lavarse las manos y la cara. Mientras se secaba con una toalla, sonrió a Annie.

—¿Ahora me mostrará dónde está la señora Tate? ¿O piensa quedarse ahí como un erizo indignado, con todas las púas erizadas?

—La señora Tate está mejor desde que milady Shemaine ha conversado con ella. Podría usted comprar a Shemaine al señor Thornton y llevarla con usted cuando hace las visitas —sugirió Annie, con acritud.

Gage echó a la muchacha una mirada ominosa.

—Annie, no gasté mi dinero duramente ganado en ti para que trataras de vender a Shemaine a mis espaldas.

Annie le sonrió.

—Está muy quisquilloso con ese tema, ¿eh? Tal vez ella le guste algo más que un poco.

—En efecto, Shemaine me gusta —afirmó Gage, enfático—. Y no estoy dispuesto a venderla. ¿He sido claro?

Ferris miró a Annie, conteniendo una carcajada.

—Eso quizá signifique que será mejor buscar una ayudante en otro lado.

—Ésa es una verdad grande como una catedral, si alguna vez oí alguna —concedió Annie, riendo alegremente y echando una mirada a Gage que, al fin, cedió y devolvió la sonrisa.

—Venga, doc —llamó Annie—. Le mostraré a la señora.

Condujo al doctor al dormitorio del fondo y, mientras Ramsey se paseaba con renovada inquietud, Gage ayudó a Shemaine a recoger la mesa pese a sus repetidas protestas de que no era necesario que lo hiciera. Había varios motivos para que Gage no se marchara hasta que el doctor terminara su examen. Sabía que Shemaine querría oír el diagnóstico, y Ramsey lo necesitaba para amortiguar el efecto de posibles malas noticias. Además, estaban sus propias preocupaciones; era consciente de que no estaba tan alejado de la cuestión como hubiese imaginado. Los Tate eran sus amigos, y quería estar presente para ofrecerles su apoyo del modo que fuese necesario.

Cuando volvió a la sala, el doctor Ferris anunció solemnemente que no era posible saber el estado del niño. Tampoco podía anticipar si Calley podría llevar a su hijo a término o si lo perdería en las semanas venideras. Era imperativo que se quedara en cama si quería conservar cualquier esperanza de dar a luz un niño saludable; dio instrucciones a Annie de que vigilara con cuidado a la mujer, porque no sería fácil hacer reposar a una madre tan trabajadora. Si alguien podía cumplir semejante cometido, sin duda era Annie. Después de todo, bromeó, le había obligado a lavarse las manos.

El doctor aconsejó a Ramsey Tate que reanudase su trabajo en la carpintería, tanto por el bien de su esposa como por el propio. No conseguiría más que poner ansiosa a Calley si ésta veía a su esposo atemorizado. Trabajar le serviría para mantenerse ocupado y, además, distraer su mente; sin duda eso reduciría su constante preocupación.

Antes de irse, el doctor Ferris prometió hacer visitas regulares para mantenerse informado del estado de Calley y, si en ese momento había una comida preparada para aliviar su condición de viudo, le parecería un pago más que suficiente. A continuación, bromeó, esperaba que Annie fuese tan buena para cocinar como para dar órdenes.

Capítulo 11

Es fácil tolerar la vida de esclava contratada cuando se tiene un amo tan generoso y noble como para invertir una porción considerable de sus limitados recursos para ayudar a un empleado y a una sierva maltratada. Esa fue la conclusión de Shemaine. Se consideró inmensamente afortunada de que un hombre así la hubiese comprado.

Apenas estuvieron de regreso en la cabaña junto al río, Gage llevó a su hijo dormido a su cama. Cuando volvió a la sala, encontró a su esclava esperándolo con una suave sonrisa iluminando su cara. Fascinado por el resplandor de esos ojos verdes, Gage ladeó la cabeza con aire inquisitivo.

—¿Quería algo, Shemaine?

—Sí, señor Thornton —murmuró, con un movimiento casi imperceptible de su cabeza—. Tengo un gran deseo de agradecerle por haber ayudado a Annie. Será un alivio trabajar para los Tate después de lo que soportó con Myers.

La sedosidad de su voz provocó escalofríos en los sentidos de Gage; trató de sustraerse al encanto que ella ejercía sobre él, aturdiéndolo, porque sabía que no podía dejar que alimentara esperanzas en relación con lo que había hecho ya que no tenía la intención de que Annie fuese a vivir con ellos.

—Shemaine, debo decirle que en cuanto la utilidad de Annie haya terminado para los Tate, tendré que venderla de nuevo para recuperar lo que invertí. Ella no vendrá a vivir aquí.

—Lo sé, señor Thornton —aseguró ella con voz suave—, pero confío en que piensa hallar un amo mejor para ella que lo que ha resultado ser el señor Myers. Sin duda, en el breve tiempo que estoy aquí he llegado a convencerme de que es usted un hombre de honor. Por cierto, señor, no puedo pensar en ningún otro al que admire más en este momento.

Gage tuvo que esforzarse para no imaginar más de lo que la joven estaba diciendo. La palabra admirar podía insinuar una plétora de connotaciones, todas gratas, pero sería una tontería de su parte presumirlas. Él seguía siendo el amo, y ella, su esclava.

Durante un momento, se quedó sin palabras; pasó alrededor de ella sabiendo que, si se quedaba en la cabaña un instante más, cedería a la tentación de ahondar en otro tema que requería una discusión más minuciosa de lo que permitía el tiempo disponible entonces.

—Será mejor que vaya al taller y vea los progresos que han hecho los hombres en mi ausencia.

La apresurada partida dejó atónita a Shemaine, pero la atribuyó a la impaciencia de Gage por reanudar el trabajo. Se dedicó a terminar las tareas que habían quedado sin hacer esa mañana. Cuando hubo ordenado la casa, calentó varias planchas en el fuego y comenzó a planchar la ropa. Le deparó una extraña satisfacción alisar las prendas más valiosas de su amo y dedicar un cuidado extremo a dejarlas en el mejor estado. No era poca cosa imaginar lo apuesto que quedaría Gage Thornton con esas camisas blancas pulcramente planchadas, en lugar de las de tela casera, arrugadas, que llevaba siempre. Quedarían muy realzadas con una elegante levita y pantalones, aunque no tenía dudas de que sería el hombre el que realzara el atuendo. Su imaginación se tornaba frívola cuando se imaginaba a sí misma bailando el minué con su amo, ricamente ataviado, como había hecho con Maurice en numerosas ocasiones. En su fantasía, Gage bailaba con tanta gracia como atentos y corteses eran sus modales, rivalizando con Maurice, que había sido muy bien educado en las maneras de sociedad. Cada vez que Gage se acercaba, Shemaine veía en sus ojos una promesa que cortaba su aliento de excitación.

Shemaine se recordó que sólo era una ilusión y que la realidad pocas veces era tan tentadora como las fantasías. En un intento por imprimir otra dirección a sus pensamientos, de enfocarlos en algo menos; inquietante, procuró evocar la velada en que había recibido a Maurice en la sala familiar. Guiando su imaginación hacia una imagen bastante cercana a la precisión, la figura de su prometido era tan alta, su pelo tan negro y su sonrisa tan cautivante como la de su amo, sólo que en lugar de aquellos ojos de ébano que la miraban resplandecientes, estos eran castaños, con reflejos ámbar. Los labios de Maurice tenían un natural matiz rojo, y se entreabrían ansiosos, adelantándose al beso que robaría a los de ella.

Pero, de repente, su ensueño se desvió del camino recto y ahora era un rostro bronceado el que se inclinaba sobre ella, y la boca entreabierta de su amo la que buscaba la suya con ardiente deseo. Tan repentinamente, un éxtasis embriagador la inundó produciendo un extraño anhelo en su ser femenino que, en el mejor de los casos, le causaba desasosiego. Por cierto, el delicioso calor que subió por sus pechos no era menos devastador que las sensaciones motivadas por el roce casual del brazo de Gage en su cuerpo, durante la enseñanza de tiro, hacía pocos días.

Shemaine alzó una mano trémula y enjugó, distraída, la transpiración que humedecía sus mejillas ardientes. El impacto de su reacción destruyó por completo la idea de que ella era una fortaleza de virtud serena. Si bien en una ocasión había podido conservar la calma y la compostura pese a los intentos de Maurice de persuadirla de que ya eran casi esposos, no estaba tan segura de poder permanecer igual de desapegada si Gage Thornton empleaba un grado parecido de persuasión para conquistar sus favores. Sus mejillas enrojecieron y su aliento escapaba en rápidas ráfagas al recordar los muslos del hombre que rozaban sus nalgas como al descuido mientras él le enseñaba la manera correcta de sostener el mosquete. Siguiendo a ese recuerdo, llegó la imagen audaz del cuerpo masculino desnudo, bañado por la luz de la luna; ésta provocó un calor creciente que fue ascendiendo, incendiando sus sentidos. La intensidad de su excitación la dejó perpleja. Si el recuerdo la afectaba con semejante potencia, era innegable que había toda una parte de su ser que no era tan sensato y recatado como ella había supuesto.

Shemaine acababa de descubrir dentro de ella una sensualidad de la que, hasta entonces, no había tenido noticias; le resultaba difícil mantener sus pensamientos en la dirección que se suponía debían seguir los de una doncella virtuosa. Su súbita inclinación a ideas descarriadas se hizo más evidente cuando Gage regresó a la caballa esa tarde. Su presencia en la cocina provocó un verdadero tumulto en el interior de la muchacha, haciéndole temer lo que él pudiese discernir si miraba su rostro encendido o notaba el modo en que le temblaban las manos.

Fue un alivio para ella cuando Gage se sentó sobre la alfombra de la sala para jugar con Andrew. Pero incluso entonces, mientras Shemaine rallaba zanahorias, su mirada escapaba en dirección al torso masculino. La sacudió advertir que estaba contemplando los pantalones de piel de ante que ceñían suavemente sus piernas. Esa aletargada plenitud trajo a su memoria la visión de ese gran cuerpo desnudo, brillando con gotas de plata. Dentro de Shemaine se encendió un calor del que brotaban llamas cada vez más altas, que afectaron su respiración hasta hacerla dudar de su reserva de aire. A decir verdad, si tuviera que volver a enfrentarse con la irrupción de Gage en medio de su baño y él mirara con la misma avidez que aquella noche, ella ya no estaba segura de volver a ser tan terminante como en aquella ocasión, cuando le había exigido que se marchara.

Durante la cena, la conversación declinó. Gage y Shemaine tenían aguda conciencia de la presencia del otro aunque no quisieran revelar hasta qué punto llegaba su preocupación ni hasta qué nivel crecía su mutua fascinación. Por encima de la mesa de caballete, los ojos bebían ávida, furtivamente hasta saciarse, acariciando con la mirada el rostro y el cuerpo del objeto de su atención. Un contacto fugaz de una mano o un brazo les dejaban la piel erizada, los sentidos exacerbados. Un susurro o una mirada directa captaban de inmediato la atención total del otro. Más tarde, cuando se rozaron al pasar, los fuegos que se encendieron eran una tortura deliciosa pero imposible de mitigar, pues ninguno de los dos podía encontrar el modo apropiado de hacerlo.

A pesar de las frases con que había tranquilizado a su esclava, Gage se sentía irremisiblemente atraído hacia el recuerdo de ese momento en que había acabado de secarse el pelo y puesto la toalla en el cuello. En el suave resplandor que inundaba el interior, había notado de inmediato la presencia de Shemaine, aunque ella se apresurara a retroceder hacia el cuarto de Andrew. Había visto resplandecer sus ojos verdes reflejando la luz plateada que entraba por la ventana, revelando la dirección de su mirada. Gage no se atrevió a moverse por temor a asustarla más allá de toda razón y se sintió como un hombre sometido a una exquisita seducción, pero amarrado a una estaca. Ese interludio era demasiado provocativo, aun en el recuerdo, y hacía surgir en él los dolorosos anhelos contra los que había estado luchando, aunque simulara una lánguida calma. A decir verdad, ansiaba que sucedieran momentos similares en los que él pudiese revelar a Shemaine otros secretos íntimos del cuerpo masculino.

Después de la cena, Gage descubrió que no tenía humor para dibujar. Había pasado el resto de la tarde enmendando errores cometidos por sus aprendices en su ausencia y lo acuciaba el deseo de relajarse y hacer algo no relacionado con el trabajo antes de acostarse. Con creciente frustración, cerró el escritorio y anunció en tono áspero que, por esa noche, había terminado, por si Shemaine quería tomar su baño más temprano. Llevó a Andrew a la cama y, al regresar a la sala, la encontró llevando cubos de agua hirviendo al cuarto trasero. Se sentó en la mecedora, cerca del hogar, y eligió un libro para leer esperando apaciguar la inexplicable inquietud que bullía dentro de él. Pero por más que se esforzó en concentrarse en las páginas, las palabras no retenían su atención ni un instante pues su mirada se escapaba por encima del libro y seguía a Shemaine que iba y venía entre el hogar y el corredor del fondo. Una vez que hubo volcado el último cubo de agua, Shemaine se detuvo junto a la silla de él con una toalla plegada sobre el brazo, atrayendo su atención.

—¿Qué hay, Shemaine?

—Como esta noche el aire está un poco fresco, se me ocurrió que tal vez prefiera bañarse adentro —explicó, en un solo impulso nervioso—. Me he tomado la libertad de preparárselo, por si quiere tomarlo.

Un baño caliente en la bañera era un lujo que Gage no había podido disfrutar a menudo desde la muerte de Victoria. Había estado demasiado atareado con el trabajo y con otras cosas y, para su higiene personal, se contentaba con sus zambullidas nocturnas en el estanque. Para cualquier hombre sensato, la idea de una relajante inmersión en la bañera habría sido muy tentadora, y él se consideraba esa clase de hombre.

—¿Y usted, Shemaine? —preguntó, dudando—. Llevará tiempo calentar más agua. ¿Esperará hasta más tarde para tomar su baño?

—Cuando usted termine, aún quedará agua caliente para mí —respondió, mostrando el gran caldero que había traído de afuera y puesto al fuego—. No me parecía justo que tenga que sufrir en el frío arroyo mientras su esclava disfrutaba de tantas comodidades aquí, bajo techo. —Ladeando la cabeza con aire dubitativo, preguntó—: ¿Le parece bien, señor?

—¡Ya lo creo! —Poniéndose de pie, Gage dejó el libro y empezó a aflojar los lazos que cerraban el cuello de su camisa de ante—. Para serle sincero, esta noche no estaba muy ansioso por tomar un baño frío afuera.

—Eso imaginaba —murmuró Shemaine con una sonrisa. Le entregó una toalla, hizo un ademán hacia el cuarto del fondo e imitando la pose de una camarera, ejecutó una graciosa reverencia—. Todo listo, milord.

Los ojos castaños radiaron un brillo cálido cuando la miró:

—Usted me consiente, Shemaine.

Los labios de la joven se curvaron hacia arriba y trato de .disimular un sonrojo de placer.

—Señor, ¿acaso no es grato ser consentido de vez en cuando?

—Su simple presencia me consiente hasta la distracción, Shemaine —replicó con aparente candor.

Shemaine no pudo menos que preguntarse si su presencia en la cabaña no resultaría un impedimento para el trabajo de él, porque parecía enfadado cuando dejó el escritorio. Sería un profundo cambio en su experiencia con los hombres estar cerca de uno que ella deseara su proximidad y que él no quisiera saber nada con ella. Dejó caer la vista al suelo, contrita, dominada por sus emociones.

—Lo siento, señor.

Contemplando su cabeza baja, Gage esbozó una sonrisa divertida.

—Shemaine, me distrae de tal modo —murmuró—, que dudo de que alguna vez contemple el sutil balanceo de la falda de una mujer tanto como he observado el suyo esta noche.

Shemaine alzó la cabeza, sorprendida, y se quedó mirándolo, boquiabierta. La mirada de Gage no titubeó en ningún momento y, por fin, ella murmuró, confundida:

—Por las verrugas de un sapo.

Gage arqueó las cejas.

—Shemaine, pienso que atribuye demasiada importancia a mi inteligencia y casi ninguna a la discreción de mi lengua.

Dicho esto, la dejó y cruzó el cuarto mientras se quitaba la camisa por la cabeza. Shemaine se volvió, todavía algo abrumada por el reconocimiento de él pero pronto se dio cuenta del error de seguirlo con la vista.

La visión de esos músculos prietos que se flexionaban y se extendían bajo la tersa piel bronceada de la espalda era demasiado inquietante para una joven cuyas pasiones habían comenzado a bullir en su interior.

Gage se detuvo junto a la puerta y, volviéndose a medias, le dedicó una sonrisa intencionada.

—No habrá pensado en frotarme la espalda, ¿no?

Shemaine tuvo dificultades para contener la sonrisa imaginando la sorpresa que se llevaría él si ella aceptara la insinuación. Sabiendo que Gage bromeaba, lo reprendió con un ademán.

—Fuera, señor. Ya está bien con sus picardías. Ya me ha confundido bastante.

Shemaine siguió oyendo sus risas amortiguadas en el silencio de la cabaña incluso después de que Gage cerrara la puerta tras él. Sonriendo para sus adentros, empezó a mezclar los ingredientes secos para preparar un hornada de bizcochos que tenía intenciones de hacer a la mañana siguiente pero, mientras lo hacía, comenzaron a asaltar sus sentidos imágenes fugaces de su amo en diversos estados de desnudez. Se sintió acalorada y de las profundidades de su ser brotó ese extraño, insaciable anhelo que crecía al ritmo de sus fantasías incontrolables mientras su cuerpo joven deseaba desesperadamente la satisfacción que podía darle ese ser que llenaba sus ensueños con su rostro y su cuerpo.

Cuando Gage volvió a la cocina, sólo llevaba lo mismos pantalones de ante que tenía antes de bañarse Sus pies largos y huesudos estaban descalzos y su pelo negro brillaba de humedad bajo la luz de la lámpara colgada del techo. Sin decir una palabra, fue hacia hogar, sumergió dos cubos en el caldero de agua que hervía sobre el fuego y los llevó al cuarto del fondo donde los vació en la bañera. Regresó dos veces más a llenar los cubos, casi hasta el borde, y también los echó en la bañera. Por último, se detuvo junto a Shemaine y, con un ademán florido, flexionó una pierna imitando la reverencia que había hecho antes la muchacha.

—Milady, su baño está preparado.

Shemaine puso las manos en la cintura y alzó una ceja.

—¡Cómo! ¡Su señoría en persona trabajando para su esclava! —bromeó, aunque sus ojos chispeaban de un modo que Gage quedó hechizado—. Como si yo no pudiera vaciar la bañera y volver a llenarla por mí misma. Por cierto, todo un cambio, señor Thornton.

Gage le dirigió una sonrisa pícara y la recorrió con la mirada de un modo que le agitó los sentidos, sin intentar ocultar el deseo que ardía en sus ojos.

—Cuidado, Shemaine. Quizás el agua esté demasiado caliente para una piel tan tierna como la suya y si grita le aseguro que iré corriendo. Pero le advierto que esta vez no estaré de humor para marcharme cuando usted lo ordene.

Se alejó, cruzando con pasos lánguidos la sala en dirección a su dormitorio, sin advertir de qué modo esos ojos verdes devoraban cada uno de sus airosos movimientos animales. Shemaine se dio cuenta de que estaba permitiendo que su fascinación por ese hombre dominara sus pensamientos y, dejando escapar el aire suavemente, se volvió. Reflexiones tan lujuriosas podrían minar sus intentos de permanecer pura todo el tiempo que durase su servidumbre, más aun teniendo en cuenta el asedio que sufría apenas empezando ese tiempo.

Por un rato, a medida que avanzaba la noche, los ocupantes adultos de la cabaña guardaron un silencio expectante. Acostados cada uno en su cama, la vista fija en el techo en medio de la penumbra aligerada por la luna, prestaban oído a los sonidos que bajaban flotando desde el altillo o subían desde el dormitorio. El crujido de una cama, una tos, un suspiro, una maldición en sordina, eran señales de la inquietud que cada uno tenía que combatir. Ya era hora avanzada cuando Shemaine tomó conciencia de que estaba tensa en sus cama, completamente alerta al desasosiego que hacía revolverse en la suya al hombre de la planta principal. Cada vez que cerraba los ojos lo imaginaba de pie junto a su cama, mirándola con los ojos relucientes de deseo, y luego sentía que sus brazos se alzaban para recibirlo con toda la avidez y la pasión que era capaz de demostrar.

¡Esto nunca resultará!, se reconvino Shemaine y, con tenaz resolución, reprimió sus errantes pensamientos. Tapó sus oídos con la almohada para que ninguna intrusión impidiera su concentración, y comenzó a recitar interiormente una mezcla de poemas con los que se había encariñado a lo largo de los años. Muy lentamente, se adormeció hasta quedar relajada y, con un suspiro final, se volvió de costado para refugiarse en los brazos de Morfeo.

Abajo, en su cama solitaria, Gage no podía sofocar el fuego de la lujuria que lo invadía y le impedía dormir. Su mente estaba llena de torturantes imágenes de su esclava acostada en el estrecho catre del altillo, con sus pesadas trenzas rodeando, tentadoras, sus pechos desnudos, y los brazos extendidos que lo llamaban. Veía sus ojos verdes que se tornaban translúcidos de deseo y sus labios suaves que se entreabrían parar recibir su beso. Cada fibra de su ser estaba invadida de la excitación de su virilidad que buscaba su objetivo; sentía las piernas esbeltas de Shemaine que lo aferraban. Pero ninguna liberación era capaz de apaciguar su pasión, y se encontraba más agitado que nunca. Fue necesario que apelara a un esfuerzo concertado para guiar sus pensamientos por un rumbo diferente, un sendero mucho menos tentador, por cierto, pero capaz de darle tranquilidad y... por último, un sueño reparador. En su deseo de amarrar su mente a algo menos perturbador que el rostro apuesto y el cuerpo de su amo, Shemaine empezó a pensar en los dos caballos que Gage tenía en el corral. Además de la yegua que había enganchado al carro cuando viajaron a Newportes Newes, en el corral había un caballo castrado de buen aspecto. A Shemaine no se le ocurría ninguna diversión más atractiva que enseñar a Andrew a cabalgar. Abordó la cuestión poco después de que Gage finalizó con las primeras tareas matinales y volvió a la cocina a desayunar.

—¿Se puede montar alguno de los caballos?

—Los dos están bien preparados; puede ensillarlos si quiere —respondió Gage mientras instalaba a Andrew en la silla alta. Los aguardaba el desayuno, pero notó que su esclava estaba muy interesada en el tema de los caballos—. El caballo es un poco impetuoso y necesita un jinete más experimentado, pero la yegua es dócil. ¿Por qué lo pregunta?

Shemaine se apresuró a explicárselo, antes de perder el valor.

—Me preguntaba si permitiría usted que diese a Andrew una clase de equitación cuando haya terminado mis tareas matinales.

—No creo que haya ningún inconveniente —respondió Gage, deslizándose en el banco cuando Shemaine, por fin, se sentó frente a él—. Bastará con que me diga cuando haya terminado; yo vendré a ensillar a la yegua. Será más conveniente para Andrew.

—Oh, no es necesario —aseguró Shemaine, con sonrisa fugaz—. Mi padre me hizo aprender a ensillar un caballo a muy temprana edad.

—Bueno, al menos puedo cepillarla para usted —insistió Gage, sirviendo comida en el plato de Andrew.

Shemaine unió las palmas sobre el regazo y rechazó con la cautela la ayuda.

—Agradezco encarecidamente su ofrecimiento, señor Thornton, pero no quisiera apartarlo de su trabajo cuando soy perfectamente capaz de hacerlo yo. Además, Andrew debe aprenderlo. —Sería preferible que su amo se mantuviese alejado y le diese tiempo de enfriar su enamoramiento. Ésa era la razón principal de que quisiera enseñar a montar al niño: poder distraer sus pensamientos. Shemaine apartó la mirada mientras reunía coraje para hacer otro pedido—. También quisiera saber si tiene inconveniente en que yo cabalgue con Andrew.

La claridad de sus ojos vistos de perfil impresionaron a Gage; le parecieron dos diminutas cuencas esmeralda enclavadas sobre un fondo blanco.

—En el cobertizo está la silla de Victoria, que es de mujer —murmuró, distraído—. Si quiere, úsela con toda libertad.

—Gracias, señor Thornton —dijo, volviendo recatadamente la vista hacia él mientras le ofrecía una cesta con bizcochos sobre la mesa—, pero me parece mejor que Andrew y yo montemos juntos, sin silla. Estoy segura de que la suya sería demasiado grande para él y yo no podría sentarme con comodidad detrás de él.

Andrew había seguido atentamente la conversación y, tras un breve silencio en el que los mayores se buscaron las miradas, se inclinó adelante reclamando la atención de Shemaine.

—¿Shimen y Andy van a andar a caballo? La muchacha asintió:

—Después de que termine con mis tareas de la mañana.

—Andy ayuda —se ofreció el niño, ansioso.

Era media mañana cuando, al fin, Shemaine montó a Andrew sobre la yegua y, después de acomodarse detrás de él, arregló su falda para proteger su recato. El niño estaba encantado y ansioso de aprender todo lo que ella pudiese enseñarle. Resultó ser muy atento y pronto tomaba él las riendas de la yegua en una recorrida por el patio, bajo la cuidadosa supervisión de la muchacha.

En cuanto a Gage, como las ventanas del taller estaban cubiertas de polvo y serrín y no dejaban ver, las limpió con un paño húmedo comprobando que quedaban veteadas con una gruesa película turbia. Cuando descubrió a su hijo y a Shemaine en el patio, su acostumbrado celo en el trabajo declinó rápidamente. Más aun, no parecía escuchar las numerosas preguntas que le hacían sus aprendices. En la cocina, había percibido que Shemaine prefería no tenerlo cerca durante las lecciones y, si bien trató de contenerse, viéndola cabalgar con elegancia a la grupa de su hijo, se reavivó su interés y pronto se sintió acuciado por un deseo creciente de observarla desde más cerca. Por fin, se declaró vencido en la lucha y, murmurando cualquier excusa, salió del taller sin hacer caso de Sly y de los otros, que se golpeaban con los codos e intercambiaban guiños significativos.

La excitación y el deleite que provocaba a Andrew la posibilidad de guiar la yegua en el patio era evidente para Gage, como también la destreza ecuestre de su esclava. Por cierto, montaba como si hubiese nacido para ello.

—Papi, ven a cabalgar con nosotros —invitó el niño, haciendo una seña a su padre para que montara detrás de Shemaine—. ¡Papi, llévanos al camino, por favor!

La encantadora propuesta hizo reír a Gage entre dientes mientras se acercaba a ellos.

Shemaine se sintió dominada por el pánico ante la perspectiva de quedar apresada entre el hombre y el niño.

—Yo me apearé y dejaré que usted lleve a Andrew. —No es preciso —aseguró Gage, deteniéndose junto a ellos—. La yegua puede soportar nuestros pesos sumados en un trecho corto.

—Oh, pero tengo cosas que hacer —arguyó Shemaine, que no quería experimentar una situación tan inquietante como la vivida durante la practica de tiro.

Gage la escudriñó con curiosidad.

—¿No dijo que terminaría sus tareas antes de salir?

Shemaine lo miró a los ojos, clavando sus pequeños dientes blancos en el labio inferior. No quería demostrarle que había mentido y no se le ocurrió ninguna otra excusa posible. Para Gage, el asunto quedó resuelto por su demora en responder y, con un veloz movimiento, montó tras ella. Acomodándose contra la espalda rígida de la joven, pasó el brazo hacía adelante y tomó las riendas de las manos de Andrew.

—Sujete al niño —ordenó, conteniendo una carcajada al notar la tensión de la esclava—. Y trate de relajarse, Shemaine. Está rígida como una tabla de ciprés.

Shemaine percibió la risa contenida en el tono de Gage y tuvo ganas de replicar que era incapaz de hacer lo que le pedía. Era algo imposible para cualquier mujer ignorar los robustos muslos que rodeaban sus nalgas. La presión del cuerpo del hombre, endurecido por el trabajo, fue la perdición de Shemaine. Y, sin embargo, si pronunciaba las protestas que se agolpaban en su mente frenética y que su lengua casi no podía contener, habría revelado cuáles eran, en realidad, sus temores.

Gage hizo girar a la yegua y, espoleándola suavemente en el flanco, la obligó a trotar hacia el camino. Cabalgaba con facilidad y, en opinión de Shemaine, lo bastante bien para ganar una plaza en la compañía de jinetes que ella había conocido o con los que estaba emparentada. Aun así, habría podido evaluar con más precisión la destreza de Gage para jinetear si no hubiese estado prácticamente sentada sobre sus piernas.

El camino serpenteaba suavemente entre los árboles, bajo el entoldado de las ramas que colgaban sobre sus cabezas. Una gama y su cría cruzaron el camino a la carrera provocando una exclamación excitada de Andrew y, con la misma velocidad, la gama desapareció en el extremo más alejado del bosque. Durante unos minutos, Gage mantuvo a la yegua al paso mientras se satisfacía con la contemplación minuciosa de la joven a la que abrazaba como al descuido. Su mirada acarició, admirada, su pequeña y blanca oreja, su nuca donde los rizos escapaban del rodete de trenzas, mientras su delicada fragancia le excitaba los sentidos. Pero lo que más deleite le ocasionaba era poder rodearla con sus brazos y su cuerpo.

Shemaine le lanzó una mirada nerviosa por encima del hombro; Gage advirtió que ella notaba su contemplación y se dio cuenta de que, si continuaba, ella los dejaría y volvería a la casa. Aunque no había dicho nada, cada vez que su cuerpo se acercaba demasiado, ella se removía, inquieta. La tentación de apretarse contra ella era casi imposible de soportar.

Al acercarse a un arroyo poco profundo (el que alimentaba el estanque cercano a la cabaña), Gage logró imprimir a sus pensamientos un rumbo diferente y espoleó al animal lanzándolo a un galope rápido hacia la corriente y haciendo chillar de sorpresa a Andrew y a Shemaine cuando el agua los salpicó. Las carcajadas de Gage revelaban claramente su travieso deleite.

Cuando estuvieron en la orilla opuesta, Andrew quiso más.

—¡Hazlo de nuevo, papá! —Si insistes —respondió Gage, riendo, haciendo girar al caballo hacia la hondonada y provocando más chillidos encantados de sus compañeros.

—¡Pare, voy a quedar empapada! —gritó Shemaine, entre risas.

—Hace calor —replicó Gage, divertido.

—¡Sí, pero el agua está fría! —protestó ella, aspirando el aliento cuando la salpicó una nueva rociadura.

Se enjugó los arroyuelos que le corrían por la cara y, en consideración a su recato, ignoró los que resbalaban por la honda hendidura entre sus pechos.

Cuando llegaron al corral cercano a la cabaña, Gage se dejó caer al suelo y bajó a Andrew. Después de alzar a Shemaine del lomo del animal, la depositó sobre sus pies, retrocedió sonriendo y en ese momento su mirada fue atraída por el vestido mojado.

Siguiendo su mirada descendente, Shemaine se miró, un tanto confundida, y sintió que un sonrojo abrasador invadía sus mejillas al ver que su corpiño empapado le modelaba los pechos, revelando con claridad la erección que el frío había provocado en sus pezones. Exhalando un gemido de mortificación, corrió hacia la casa tropezando y, en la carrera, perdió las zapatillas. No se atrevió a detenerse para recogerlas y siguió descalza subiendo los escalones del porche, abrió la puerta del fondo y desapareció en el interior.

Gage siguió andando con Andrew aun ritmo mucho más digno y, al pasar, levantó el calzado mojado de Shemaine. Estaba junto a1 hogar, tratando de satisfacer la inagotable curiosidad de su hijo en relación con una amplia variedad de temas cuando, al fin, Shemaine bajó llevando un vestido seco. Se había peinado el pelo húmedo formando un pulcro moño en 1a nuca, y rodeaba su blanca garganta un cuello de encaje levantado. Su belleza lo maravilló y tuvo deseos de dar satisfacción a sus ojos ávidos. En los últimos tiempos, no podía saciarse de contemplarla.

Vacilante, Shemaine extendió una mano:

—Mis zapatos.

Gage miró hacia abajo y descubrió que aún los tenía en la mano.

—Están mojados.

—Los suyos también —dijo, señalando 1as botas y los bajos de sus pantalones de ante, que estaban empapados hasta las rodillas y en la cara externa de los muslos. La falda de Shemaine había protegido otras zonas, que permanecían secas—. Será mejor que se cambie. En poco tiempo pondré la comida sobre la mesa.

—Primero, me ocuparé de la yegua —respondió, dirigiéndose al corredor trasero.

Exhalando un suspiro de alivio, Shemaine llevó a Andrew al dormitorio para cambiarlo de ropa. Pocos momentos después, la puerta del fondo se abrió y se cerró y luego, tras una breve demora, unos pasos sigilosos que atravesaban la sala hicieron crujir las tablas del suelo. Para hacer notar su presencia en la habitación del niño, Shemaine empezó a cantar pero casi se equivocó en a letra cuando Gage entró, llevando sólo los pantalones. El corazón de la muchacha volvió a encabritarse cuando su mirada recorrió los hombros anchos y la cintura de firme musculatura. Habría continuado contemplándolo todo el tiempo que él permaneciera allí, pero se negó a si misma el permiso de quedarse boquiabierta ante él como una tonta sin seso. ¡Debía escapar!

—Ven, Andrew —dijo al niño, tomando la pequeña mano en la suya—. Vamos a 1a cocina; terminaré de vestirte mientras tu padre se cambia.

Antes de que pudiese huir, Gage se acercó con paso lánguido a su armario cruzándose en el camino de Shemaine y deteniéndola al abrir las puertas del mueble. La muchacha comprendió que se trataba de un impedimento deliberado, sobre todo porque ella había anunciado sus intenciones unos instantes atrás, pero no podía hacer otra cosa que esperar hasta que él terminase de buscar.

Gage echó una camisa sobre el hombro y arrojó unos pantalones de cuero sobre la cama; sólo entonces retrocedió y cerró el armario. Alisando los pliegues de 1a camisa, se volvió de cara a Shemaine.

—Shemaine, ¿baila usted tan bien como monta?

La pregunta la sorprendió; asintió con la cabeza, incómoda, pero luego negó con otro gesto, temerosa de que pensara que estaba presumiendo.

—Quiero decir, antes solía bailar... con frecuencia, le diría.

—Tal vez quiera asistir a una velada que habrá en la aldea el sábado que viene. No he estado en ninguna desde que Victoria murió, pero por lo general se baila y se come mucho. Me imagino que toda la aldea estará. Suelen recaudar dinero para ayudar a los huérfanos de 1a región ya algunas mujeres que cuidan de ellos. Por lo tanto, si vamos, estaremos realizando una buena obra. Si quiere, me gustaría que me acompañara.

—¡Oh no, no podría! —declaró Shemaine precipitadamente—. Es imposible, considerando que todos saben que soy su esclava... y una convicta. No sería correcto imponer mi presencia de ese modo a la gente del pueblo. Seguramente se indignarían si voy.

—Sería grato tener a una bella mujer con quien bailar —dijo procurando engatusarla.

El cumplido encendió las mejillas de la joven.

—Es que no me parece prudente, teniendo en cuenta las circunstancias, señor Thornton. Andrew y yo estaríamos muy bien aquí, solos, si usted quisiera llevar a otra mujer.

La mirada de Gage se apropió de la de Shemaine. —No quiero ir con ninguna otra, Shemaine; si insiste en quedarse en la casa, yo también me quedaré.

Shemaine se sintió confundida e intentó pensar en una respuesta apropiada: no quería ser la culpable de que él no fuera. Tampoco se imaginaba a sí misma yendo a una fiesta como ésa.

Bajó la vista y, casi en un susurro, le pidió que la excusara. Gage se apartó del armario cediéndole el paso; Shemaine sintió que la mirada de él la seguía hasta la puerta. Escapó hacia el hogar, terminó de vestir a Andrew y luego comenzó a servir la comida en la mesa pero, por más que lo intentaba, no conseguía apartar de su mente la idea de bailar con su apuesto amo.

Capítulo 12

A la noche siguiente, cuando Shemaine se retiró al altillo, le sorprendió encontrar un vestido de muselina Rosado pálido, con listas blancas, extendido sobre su cama. El escote cuadrado estaba adornado con un volante Rosado, pero la prenda estaba muy arrugada por haber estado guardada en el baúl Victoria. Shemaine recordó haberla visto en el fondo del baúl; en aquel momento había pensado que era uno de los mejores vestidos que había poseído la difunta. También le había dejado una camisa, sin duda la mejor de las que había sido de Victoria. Junto a ella, un par de unas suaves sandalias de cuero. Hasta había cintas para atarlas.

Una breve nota escrita con bella escritura y firmada por Gage estaba encima de las prendas. Le pedía que se ocupara de cualquier modificación y la limpieza que necesitara la ropa, y que lo hiciera antes del sábado, porque lo complacería mucho llevarla a esa. En cuanto a las preocupaciones de ella, Gage no estaba dispuesto a permitir que algunas personas agrias influyesen en las decisiones que atañían a su hogar. La única excusa que admitiría sería que la abatiese alguna enfermedad grave, que requiriese un médico, En otras palabras no le dejaba alternativa salvo que estuviese cerca de la muerte.

Shemaine gimió para sus adentros ante la perspectiva de enfrentar a las matronas de la región, a algunas de las cuales había visto había visto huir antes de que la atención de su amo cayese sobre ellas. Esperaba que observasen la misma cautela en lo que se refería a expresar sus objeciones cuando ella entrase del brazo de su amo.

Llegó e] sábado y, poco después de su siesta vespertina, Andrew fue llevado a la casa de los Fields, donde se quedaría a pasar la noche. Antes de que Shemaine terminara de vestirse, Gage la llamó desde la puerta trasera para anunciarle que iría a enganchar el caballo. Parecía una manera de decirle que se diese prisa; los dedos de Shemaine casi volaron atándose las cintas en los talones. En instantes, ya corría por el sendero hacia el corral.

Mientras oía los pasos sobre los peldaños de piedra, Gage ajustó la última correa a la lanza del calesín y se enderezó. La intención original de echar una mirada casual sobre el lomo del caballo se convirtió en un largo y prolongado examen que recorrió desde las pequeñas sandalias blancas hasta la graciosa gorra de encaje que coronaba el alto peinado. Pasaron unos instantes hasta que Gage notó que estaba conteniendo el aliento.

—¿Tengo una apariencia aceptable? —preguntó Shemaine, preocupada por tan prolongado silencio.

—Sí —suspiró—, como un rayo de luz para un ciego.

Una sonrisa fugaz respondió al hombre que daba la vuelta alrededor del vehículo. Cuando apareció ante ella, Shemaine quiso decir algo tan generoso como el elogio que había recibido. Le produjo una gran admiración la arrebatadora figura que presentaba Gage, porque llevando ropas elegantes era más apuesto aún de lo que ella se hubiese atrevido a imaginar. Las prendas no eran ni por asomo tan costosas como las que solía usar Maurice, pero este hombre, con su físico y su gallardía excepcionales, hacía que la ropa pareciera más lujosa de lo que era. La levita de profundo color borgoña se complementaba con un chaleco gris oscuro, pantalones, calcetines, mientras que la camisa blanca y la corbata que Shemaine había planchado acentuaban el bronceado de su piel.

Gage le dedicó una pomposa reverencia, que ella respondió con otra similar.

—Su perfume es tan grato como su apariencia —comentó, acercándose para disfrutar la placentera fragancia.

Cada detalle femenino excitaba su curiosidad y, al observarla con más atención, notó que las costuras del corpiño habían sido modificadas. Su mirada pasó, apreciativa, sobre esos pechos plenos hasta que Shemaine, con las mejillas ardiendo, se volvió hacia el carruaje. Dándose prisa, apoyó un pie en el estribo y sintió las manos de Gage en la cintura que la alzaban sobre el calesín. Mientras se sentaba apoyándose en el respaldo, levantó el tricornio que estaba sobre un almohadón y acarició con los dedos la sencilla guarnición que remataba el ala vuelta hacia arriba. Era característico de ese hombre evitar los adornos muy complicados y, teniendo en cuenta su rostro y su cuerpo, había que admitir que no los necesitaba.

—Su sombrero, milord —murmuró, ofreciéndolo con una sonrisa cuando se sentó junto a ella.

Los ojos verdes resplandecieron de admiración al verlo encasquetarse el sombrero, y siguió maravillándose en la contemplación del bello perfil mientras él desataba las riendas del salpicadero y chasqueaba la lengua para que el caballo se pusiera en marcha. En la estrechez del asiento no había espacio para sus ocupantes. Los hombros de Gage se tocaban con los de ella y tampoco podían evitar que el brazo de él rozara el pecho de ella. Shemaine aceptó en silencio los roces, sintiendo un extraño placer con esos contactos casuales, y preguntándose si su amo lo notaría. Con un suspiro imperceptible, se arrellanó en el mullido asiento, dispuesta a disfrutar del paseo.

El caballo era un animal temerario, desenfrenado, que disfrutaba del trote veloz. Pronto galopaban en el camino de Newportes Newes y, a Juzgar por la velocidad que llevaban, era fácil predecir que llegarían a la aldea mucho antes de que cayera el sol. Si Shemaine podía deducir algo por la sonrisa que pasaba con frecuencia por los labios de su amo, debía convencerse de que Gage Thornton también disfrutaba de la velocidad y sentía inclinación por ella. Se sorprendió a sí misma sonriendo por la euforia que le producía el viaje y, cuando adelantaron a Sly Tucker ya su esposa que iban en su calesa tirada por un caballo, se generó una carrera que les hizo reír. Pronto comprobaron que el caballo tenía una vena competitiva y que no se dejaría adelantar por ningún otro. Estirando sus largas zancadas, no tardó en dejar atrás a los Tucker.

Cuando llegaron a la aldea, Gage dejó al animal en el establo del pueblo donde le harían hacer una caminata para refrescarlo tras la larga carrera hasta el pueblo y, después, le darían agua para apagar su sed; era posible que pasaran varias horas hasta que regresaran al hogar. Desde el establo, Gage escoltó a Shemaine a lo largo de la acera a paso lento, atrayendo miradas curiosas y escandalizadas de casi todos los que los reconocían. Un pequeño grupo de soldados británicos que se aproximaban desde la dirección opuesta observaron a Shemaine con avidez, pero recordaron que su acompañante era el que había dado una patada en el trasero al grandote. A juicio de ellos, el estúpido marinero merecía un duro castigo por haber hecho daño a la muchacha y, por respeto al hombre, contuvieron la admiración que despertaba su compañera, limitándose a un par de miradas casuales. Potts, que estaba apoyado contra un poste, delante de la taberna, al ver a Gage y a Shemaine murmuró algo sobre el hombro y Morrisa se apresuró a salir a la puerta del establecimiento. La mujer dedicó una desdeñosa inspección a Shemaine y una admirada contemplación al hombre alto que caminaba junto a la muchacha, dijo algo al marinero y le hizo una seña con la cabeza en dirección a los dos que pasaban. Respondiendo a esa orden, Potts atravesó la calle con su andar característico, en dirección a la pareja.

Lo último que quería Gage en ese momento era una pelea, pero era poco probable que Potts lo dejase pasar sin provocarla, por mucho que Gage odiara ver arruinada su primera velada fuera de casa con Shemaine. Se conformaba con salir bien parado del conflicto.

—Creo que tiene intenciones de darle un manotazo —murmuró Shemaine, temerosa, lanzando una mirada furtiva hacia su corpulento adversario.

Los cuatro soldados, que habían caminado en dirección a Gage, vieron a Morrisa y, tras una breve discusión, cambiaron de rumbo y cruzaron la calle hacia ella. Cuando se aproximaron a Potts, uno de ellos lo reconoció.

—¡Pero si es el “Cerdo”! ¡Que me condenen si lo es!

También sus compañeros lo habían visto tratando de salir del fango después de la trifulca y estaban ansiosos por divertirse un poco a costa del insensible patán.

Uno de los soldados frunció la nariz con fingida repugnancia.

—Eh, ¡algo huelo mal por aquí!

—¡Estiércol! —rugió uno de los soldados con una risotada—. ¡Ya sabes que al Cerdo no le gusta mucho bañarse!

—Le gusta la porquería —comentó otro—, ¡comió todo lo que pudo!

Sus burlas hicieron que el marinero se detuviera de golpe, en medio de la calle, con la cara roja de ira, y ahí se quedó Potts con los puños cerrados, los nudillos blancos, furioso. Sus ojos de cerdo echando chispas miraron a los cuatro soldados, dos de los cuales casi lo hacía parecer pequeño.

—¿Quién de estos cuatro payasos se atreve a decir eso en mi propia cara?

Los soldados sonrieron y se miraron entre sí. Después de meditar unos instantes la propuesta del patán, decidieron que el más pequeño de ellos respondiese:

—Sí, estaremos detrás de la taberna, donde nuestro capitán no nos vea.

La inminente pelea permitió que Gage y Shemaine pasaran casi inadvertidos... menos para Morrisa, que los observaba ceñuda. Sin preocuparse por la rabia que expresaba la ramera, siguieron caminando por la calle principal.

El salón de reuniones era el lugar donde se realizaban todas las funciones públicas, porque era el edificio más espacioso del pueblo. Gage le había dicho que casi todo el mundo estaría presente, y Shemaine comprobó que así era cuando reconoció varios semblantes amables y otros que no lo eran tanto. Los Tate no habían podido ir porque Calley aún estaba en cama, pero los dos aprendices de Gage y el carpintero Gillian, estaban allí. Poco después llegaron Sly Tucker y su esposa, casi al mismo tiempo que Mary Margaret cruzaba de prisa el salón con su bastón. Otros amigos sonreían y saludaban con la mano o a gritos. Pero Alma Pettycomb y sus seguidoras se quedaron boquiabiertas y murmuraron entre sí ocultándose con sus abanicos, observando con grosería el vestido de Shemaine. Roxanne, sentada a una mesa cercana de la entrada, estaba encargada de registrar a los que llegaban y de cobrar el correspondiente billete. Cuando vio a Gage y su acompañante, se enfurruñó y su semblante adoptó un sombrío aire de humillación.

Mary Margaret tomó a Shemaine de la mano y le dio en ella una palmada afectuosa, canturreando:

—Oh, seguro que te llevas el premio a la belleza. —La irlandesa dirigió a Gage una mirada chispeante y sonrió—. También estoy encantada de ver a su señoría, tan apuesto y atrayente con su atuendo de caballero.

Gillian, inmediatamente detrás de la anciana, pidió permiso a Gage para bailar con Shemaine.

—Si no le molesta, capitán.

La idea de no ser el primero en bailar con la muchacha irritó a Gage, aunque de todos modos la cedió al joven y observó con minuciosa atención cómo bailaban una contradanza, uno de frente a otro.

—Bueno Gage, jamás esperé verte aquí —comentó Roxanne desde la mesa—. Puedo asegurar que eso confirma tu habitual desvergüenza.

Gage colgó su tricornio cerca de la entrada, se acercó a Roxanne y contó el dinero:

—Dos billetes, para la comida y el baile.

A Roxanne no le agradó la parquedad de la frase; recibió las monedas con brusquedad.

—¡Yo se contar, Gage! ¡Y no soy ciega! He visto que has traído a tu esclava. Pero dime una cosa, por favor. Si la compraste para que cuidase de Andrew y le enseñara, ¿por qué ha venido aquí, contigo?

—Yo la invité —repuso Gage, 1áconico. —¿Por qué? ¿Tenías miedo de que otra mujer rechazara tu invitación?

Esa suposición estaba destinada a curar la herida que roía el corazón de Roxanne, convenciéndose de que el único motivo para no invitarla a ella era la conjetura de que lo rechazaría de plano. Después de las amenazas que le había hecho, ¿no era lógico imaginar que él se distanciara de ella?

Gage sintió la urgencia de hablar claro con la mujer: ya había imaginado demasiadas cosas:

—No quería traer a ninguna otra que no fuese Shemaine.

Los ojos grises de Roxanne lanzaron rayos de indignación ante tal franqueza. Por más que se repitiera con frecuencia que Gage debía sentir un mínimo de ternura hacia ella, su corazón suplicante era siempre rechazado. Tal vez habría llegado la hora de dejar de mentirse y de buscar explicaciones para la fría reserva del hombre.

—Estoy segura de que 1a señora Pettycomb estará encantada de divulgar el relato de tu última desfachatez, ante todo el pueblo: Gage Thornton trayendo a su esclava a una velada organizada para personas libres. Eso hará aguzar las orejas a todo el mundo.

—No me cabe duda de que será así. Con tensa sonrisa, Gage se volvió y regresó junto a la señora McGee.

La viuda sonrió, plegando sus delgadas manos sobre el puño de su bastón.

—Elegante señor, veo que ha venido a reanimar mi monótona vida con su rostro atractivo y sus actitudes endiabladas.

—Me alegra serle útil, señora —dijo Gage con gallardía, haciendo chocar sus tacones e inclinando la cabeza en una reverencia breve aunque ceremoniosa.

La mujer mayor echó una breve mirada que a Roxanne, que atendía a varios recién llegados.

—También he visto el tormento de querer sin ser correspondida en los ojos de esa pobre chica a la que acaba de dejar.

Gage suspiró, pensativo.

—No puedo vivir tratando de evitar a Roxanne, Mary Margaret.

—No, y yo no espero que haga nada diferente de lo que esta haciendo ahora. Tiene tanto derecho como Roxanne de estar aquí.

Gage no respondió, mientras buscaba a Shemaine. Seguía los pasos de la contra danza conducida por el joven; al parecer, estaba muy animada ya había perdido sus recelos con respecto a su presencia allí. Vio a varios solteros que la contemplaban con atención, y se propuso estar a su lado mucho antes de que cualquiera de ellos pudiese interferir.

—Su mente está fija en su esclava —comentó Mary Margaret, sonriendo.

Los ojos castaños chisporrotearon divertidos cuando Gage echó a la viuda una mirada de soslayo.

—Sí, espero mi turno con impaciencia. ¿Es esto lo que quería oír, anciana?

La mujer asintió con vivacidad, notando un cambio beneficioso en el hombre. Mientras Roxanne trabajaba para él, parecía tenso; ahora, en cambio, estaba suelto y feliz.

—Sí, eso bastará para empezar.

Cuando concluyó la danza, Shemaine vio a Gage abriéndose paso entre la gente hacia ella. Las miradas de ambos se encontraron en una cálida comunicación y, cuando la tomó de la mano guiándola en una danza escocesa, Shemaine no pudo reprimir la agitación nerviosa en su pecho por mucho que se recordara a sí misma que sólo se trataba de un hombre.

Shemaine retrocedió, poniéndose en fila con otras mujeres, de cara a los hombres e hizo una profunda reverencia ante él y él, a su vez, se inclinó ante ella. Las otras parejas avanzaron cuando les tocó el turno y se deslizaron a lo largo de la fila mientras los demás batían palmas. Luego, les tocó a ellos. De repente, fue como si la fantasía de la muchacha se hubiese convertido en realidad: su apuesto compañero no tenía ojos más que para ella cuando la llevaba hasta el final de la fila.

—La gente nos observa —susurró Shemaine, mientras se movían al unísono.

En efecto, muchos se habían acercado a los costados para observarlos abiertamente, y entre ellos, Roxanne que para ello había dejado su tarea en la entrada.

—Tienen un buen motivo —susurró Gage, inclinándose hacia su esclava—. Es usted la doncella más bonita del baile.

—Nos observan a los dos —corrigió Shemaine al pasar—. ¿Cree que esperan que hagamos algo escandaloso?

—Quizá deberíamos hacerlo —sugirió Gage, conteniendo una sonrisa. Repasando mentalmente varias posibilidades asintió, como si hubiese tomado una decisión—. Con un beso bastaría.

—¡Oh, señor, no se atrevería! —siseó Shemaine, por lo bajo.

Una risa entre dientes se sumó al brillo pícaro de sus ojos:

—¿Que no?

Convencida de que Gage Thornton haría lo que le viniera en gana, Shemaine inició el movimiento para volverse pero él la atrapó por la cintura con el brazo, aprisionándola un instante contra su costado. Un murmullo dc la concurrencia confirmó la constante vigilancia a que estaban sometidos.

—Si no se queda conmigo, la besaré aquí mismo —amenazó, apretándole la cintura.

Shemaine asintió, deseosa de evitar el escándalo que provocarían, sin duda, si él hacía semejante cosa.

—¡Mary Margaret tenía razón, señor!

—¿En qué, dulzura mía?

Los labios suaves se curvaron en una sonrisa:

—¡Usted es un demonio!

Gage echó la cabeza atrás y estalló en carcajadas, provocando el asombro de muchos que no le oían reír desde hacía mucho tiempo.

Cuando la pieza terminó, Shemaine sintió deseos de demorar sus dedos enlazados a los de él mientras cruzaban el salón. La suave presión de su mano le aseguraba que a él también le agradaba retenerla. Estaban tan sumidos uno en el otro intercambiando sonrisas y murmurando comentarios referidos a la música que no vieron a Roxanne contemplándolos, ceñuda, mientras pasaban ante ella.

La velada continuó agradablemente para ambos. Compartieron la mayoría de las danzas, aunque los dos aprendices y Gillian siempre estuvieron ansiosos por pedir permiso a su patrón para dar una vuelta por la pista con ella. Con la excepción de las chismosas y de los que estaban resentidos con Gage Thonrton, el resto de los habitantes del pueblo parecía tolerar la presencia de Shemaine. Qué alternativa tenían, con su vigoroso protector siempre atento y cercano...

Pasó bastante tiempo hasta que Gage se inclinó al oído de sierva y le preguntó:

—Shemaine, ¿tiene hambre? Si quiere, podemos comer ahora.

—¡Ah, estoy muerta de hambre!

La respuesta fue acompañada por una sonrisa.

—Entonces, venga, mi dulce esclava, y encontraré un lugar para que podamos satisfacer nuestro apetito.

Gage se enderezó e indicó por señas a sus amigos de que se reunieran con ellos en el extremo más alejado de la mesa. Fueron rápidos para reaccionar y, después de solicitar la comida y de que Sly pronunciara la oración de gracias, se lanzaron a un animado intercambio de agudezas con respecto al ingenio de los irlandeses, que Gillian y Mary Margaret habían iniciado hacía unos momentos. Mientras comían, la mesa se llenó de risas, pero el silencio cayó como un mazazo cuando se oyó una cáustica voz masculina.

—¡Ja! Conque trayendo a una convicta para que se mezcle con la gente decente de 1a comunidad. A algunos hombres no les importa abusar de sus vecinos.

Gage se volvió bruscamente y encontró a Samuel Myers mirándolo con desdén, enmarcado por el perfil de nariz ganchuda de Alma Pettycomb y de las otras mujeres de su calaña, que se habían acercado para observar a la pareja. Era evidente que el tendero se consideraba a salvo de represalias estando rodeado de tan formidables testigos, pero Gage, con una exclamación irritada, hizo un gesto que ahuyentó a las mujeres. Quiso ponerse de pie para enfrentar al hombre pero Shemaine y Sly se apresuraron a intervenir para que se detuviera, la muchacha con el contacto suave de su mano en el brazo y el carpintero refunfuñando un consejo:

—Gage, olvida a ese mequetrefe —dijo Sly, en voz lo bastante alta para que el tendero lo oyese—. No vale la pena que te molestes por él.

—¡Pedazo de torpe cretino! ¿A quién llama mequetrefe? —se indignó Myers, avanzando con pasos rígidos hacia la silla de Sly.

Gillian rió entre dientes, encantado:

—Muéstrale, Sly!

Los aprendices no se molestaron en disimular sus risas cuando el robusto carpintero se puso de pie sin prisa. La mirada de Myers viajó hacia arriba hasta que le fue preciso echar atrás la cabeza para poder mirar al otro a los ojos. De repente, la mandíbula de Myers se aflojó y tragó con fuerza, mientras medía la anchura y la altura de su antagonista. Enfrentado con una fuerza tan superior, no se le ocurrió ningún comentario cáustico que hacer.

—Por si le interesa, mi nombre es Sly Tucker —informó sin rodeos el ebanista.

—Bueno, no tenía intención de molestarlo —repuso Myers precipitadamente—. Lamento haberlo incomodado.

Gage rió entre dientes mientras su amigo volvía a sentarse.

—Sly, al parecer tienes una influencia tranquilizadora sobre ciertos hombres. Recuérdame que te lleve conmigo si alguna vez voy a la guerra. Cuando el enemigo te vea llegar, seguramente se dará media vuelta y huirá; así me ahorraré un montón de molestias.

Se reanudó la alegre camaradería y también la danza. La señora Pettycomb no dejó de murmurar ni un momento, ni Roxanne de fruncir el entrecejo, pero para Shemaine y Gage el asunto terminó en un tono gozoso cuando acabaron la última danza que bailaron juntos. Tras decir adiós a sus amigos, Gage enlazó el brazo de su sierva y se encaminó con ella hacia el establo sin hacer caso de aquellos que les seguían con la vista, con expresiones perplejas y desdeñosas.

Pasaron ante la taberna a tiempo para ver que Freddy ayudaba a Potts que, al parecer, tenía cierta dificultad en caminar erguido e iba a los tumbos. El zoquete tenía un brazo apretado sobre el estómago y gemía fuerte, como quien sufre un intenso dolor. Una venda improvisada rodeaba su frente, y otra, los nudillos. Por su estado lamentable, era evidente que había llevado la peor parte en su disputa con los soldados británicos.

Momentos después, en el establo del pueblo, Gage estaba amarrando al caballo al calesín cuando unos pasos que se arrastraban atrajeron la atención de los dos hacia las sombras que rodeaban el cobertizo. Cuando Gage se asomó para escudriñar la oscuridad, apareció Caín con su paso torpe. El jorobado miró con aire cauteloso al hombre y extendió la mano presentando una grácil garza de madera como si estuviese presentando una excusa para acercarse a Shemaine. Gage le dio su consentimiento con un quedo murmullo y vio como el tullido se acercaba a ella.

—Sheman, tome el pájado... regalo para amega —farfulló Caín, ofreciendo el pájaro.

Gage estaba en condiciones de interpretar mejor las confusas palabras y explicó a Shemaine que no había entendido qué quería decirle el jorobado:

—Creo que a Caín le gustaría que aceptara el pájaro como regalo, porque eres su amiga.

—Caen hizo pajado pada Sheman.

—Lo hizo para ti —tradujo Gage.

—Oh, Caín, es hermoso —murmuró Shemaine, maravillada. Pese a su horrible deformidad, el hombre, impresionado por la belleza del ave, se había tomado el trabajo de reproducirla tallándola en madera—. Tienes un raro talento, Caín; tu regalo me honra. Es adorable recuerdo de nuestra amistad. Gracias.

Cuando Shemaine avanzó, Caín, con expresión embelesada en su rostro deforme, recibió otro tierno beso en la frente. La muchacha lo rodeó un instante en un afectuoso abrazo y luego dio un paso atrás, con suave sonrisa. Una vez más dejó a Caín atónito con sus actitudes y, como si no pudiera creerlo, se tocó el lugar donde los labios de la muchacha lo habían rozado y, abrazándose a sí mismo, ofreció una sonrisa torcida que mostraba sus escasos dientes, también torcidos. Luego, murmurando una despedida, se volvió y se marchó arrastrando los pies, nuevamente hacia las sombras de donde había venido.

Gage se acercó a Shemaine para contemplar el regalo y él también se quedó perplejo por la compasión que demostraba la muchacha.

—Dulce mía, creo que ha ganado un amigo para toda 1a vida.

—Oh, Caín está tan solo y es tan digno de lástima, señor —repuso, con sincera simpatía—. Me entristece imaginar lo que debe de haber pasado ese pobre diablo, siendo un descastado. Lo que yo pueda haber sufrido con mi prisión parece insignificante en comparación con lo que ha debido soportar él en toda su vida. Por cierto, debo de estar agradecida por las bendiciones que he recibido.

—Con su bondad, le ha hecho la vida más grata, Shemaine —comentó Gage en voz baja—. Caín no querrá que usted se ponga triste. No fue para eso que ha trabajado con tal diligencia tallando su regalo. Fue para recompensarla un poco por el placer que le brindó con esa sencilla demostración de afecto.

Shemaine sonrió al oír sus sentidas palabras y permitió que le ayudara a montar al calesín. Pronto estaban otra en camino, yendo a buen paso hacia el hogar. Shemaine reflexionaba sobre la talla de Caín, observándola lo mejor que podía a la luz de la luna pero, tras un día tan largo estaba fatigada, y el rítmico sonido de los cascos del caballo y el suave balanceo del vehículo la adormilaron. En varias ocasiones su cabeza se inclinó hacia delante y la levantó con brusquedad por un instante, hasta que una mano la acercó con suavidad a un hombro macizo. El resto del trayecto quedó en el olvido para Shemaine; siguió durmiendo aun cuando Gage detuvo el caballo cerca del corral un tiempo después.

Gage ató las riendas en el salpicadero; luego se inclinó sobre el asiento, contemplando a su dormida compañera. La cabeza de ella todavía descansaba sobre su hombro y estaba acurrucada contra su costado como si buscara calor. Un pecho suave parecía quemarle a través de la manga; debió recurrir a toda su voluntad para que su mano no acariciara la tentadora plenitud. La proximidad de la muchacha había colmado sus sentidos con una delicada esencia de violetas desde el primer instante, cuando ella se sentó junto a él esa tarde. En síntesis, su compañía durante toda la velada había sido una experiencia deliciosa. También era placentero contemplarla dormida y observar cada detalle de ella, a la débil luz de la luna.

Gage pasó un brazo por su espalda y la movió hacia delante para poder rodearle los hombros. Un suspiro escapó de los labios entreabiertos acariciando el rostro del hombre cuando se inclinó hacia ella. Le pareció natural rozar la suavidad de esa boca con la suya y despertarla con un beso.

Shemaine estaba soñando con un caballero andante y devolver el beso armonizaba a la perfección con sus propios deseos, pues la boca que se movía sobre la suya era tibia, inquietante y evocaba una excitación demasiado real para formar parte de un sueño. El rostro que se cernía sobre el suyo parecía oscuro, sin rasgos; ella le añadió los detalles que se habían hecho familiares en los sueños: la nariz fina y los rasgos cincelados tan maravillosos de contemplar.

El rostro retrocedió y, con un suspiro desilusionado, Shemaine se incorporó con esfuerzo en el medio de esa oscura neblina. Su mente estaba extrañamente serena; no podía explicarse por qué tenía en su boca un sabor embriagador, bastante similar al que había percibido en el aliento de su amo poco después de que él bebiera un vaso de cerveza con sus empleados. Se pasó la lengua por los labios degustando el sabor, anhelando que volviesen los besos del caballero. ¡El último había sido el mejor de todos!

Ya no podía seguir negando la realidad. Mientras retornaba a ella aleteando lentamente, Shemaine escudriño en las sombras esa cara que la contemplaba, presa de una persistente confusión. ¿Era ése el hombre de su fantasía? ¿O aún estaba soñando? Entonces vio abrirse una sonrisa en esos bellos labios y un suave murmullo le confirmó que estaba despierta.

—Creía que tendría que llevarla en brazos hasta arriba.

—¿Estamos en casa? —preguntó, mirando en torno.

—Sí, sanos y salvos.

Shemaine notó que el brazo de él la rodeaba pero no hizo ningún movimiento para apartarlo: le proporcionaba tibieza y comodidad pero, sobre todo, gozaba de que estuviese allí.

—¿Cuánto hace que me quedé dormida?

Cuando Gage alzó el hombro, ella vio la luz de luna que se derramaba más allá de la capota de cuero del calesín.

—Desde poco después de salir d Newportes Newes. Daba la impresión de que dormiría toda la noche.

—Estaba soñando —suspiro. Gage apoyó un brazo en su rodilla y se inclinó para observar el rostro de la mujer en la sombra.

—¿Qué soñaba, dulce mía?

Shemaine volvió la cara a un lado pues no quería responder. Si en verdad lo había soñado, no quería que él conociera sus fantasías. Si no había sido así, tal vez fuese preferible que ella siguiera ignorando qué había sucedido entre ellos.

—Será mejor que vayamos a la casa. —Se frotó los brazos sintiendo que la brisa penetraba su ropa

—Tengo frío.

Gage saltó ágilmente a tierra y se quitó el abrigo mientras rodeaba el carruaje hasta el lado de Shemaine. Cuando ella se volvió hacia él, Gage tomó la talla del regazo de ella y, con una sonrisa, se lo dio. La bajó a tierra, la cubrió con el abrigo que le quedaba inmenso y tomando su mano libre, fue con ella hacia la cabaña. Se detuvo en el corredor del fondo para encender un par de velas y colocó un candelero en la escalera, mientras Shemaine, soñolienta, admiraba la escultura de madera.

—Debo ocuparme del caballo —murmuró, acercándose para disfrutar de su dulce perfume.

—¿Cómo se llama? —preguntó Shemaine ahogando un bostezo y levantando la vista.

Gage sonrió y, quitando el abrigo de los hombros de la muchacha lo dejó sobre un alto taburete que había junto al escritorio.

—Temprano.

—¿Temprano? —repitió, un tanto confundida—. Es un nombre extraño para un caballo.

—Sí, pero él llega a destino antes que la yegua.

La réplica hizo sonreír a Shemaine.

—¿Y la yegua?

—Tarde

—¿Temprano? ¿Y Tarde?

Gage asintió.

—Gracias a Dios, no usó la misma lógica para poner nombre a su hijo.

El buen humor curvó las comisuras de la boca de Gage.

—Victoria no lo hubiese permitido.

—Bueno, yo tampoco, si hubiese sido su esposa —replicó Shemaine, conteniendo otro bostezo.

Los ojos de Gage bailotearon, atrayendo la atención total de 1a muchacha.

—Hablaremos de eso con más detalle cuando haya dado a luz nuestro primer hijo.

Los últimos restos de sueño se desvanecieron de repente cuando Shemaine alzó la cabeza. Lo miró, atónita, sin saber si estaba bromeando de nuevo o anticipando un cambio drástico en la relación entre ambos. Decidió no perder tiempo con preguntas; le pareció más prudente realizar una rápida retirada.

Gage 1a observó mientras huía escalera arriba.

—¡Cobarde!

Shemaine se detuvo al instante, con un pie en el último escalón y lo miró, arqueando una ceja.

—¿Señor? ¿Ha dicho cobarde?

—Sí.

Gage cruzó los brazos sobre el pecho y la desafió con una mirada directa.

Shemaine lo enfrentó, sintiéndose como en un callejón sin salida.

—Señor, me gustaría saber por qué se le ha ocurrido llamarme cobarde. Que yo sepa, no he hecho nada para merecer semejante insulto.

Los hombros anchos se alzaron un instante.

—Shemaine, es evidente que supone lo peor y, en lugar de hacer preguntas, corre escalera arriba como si tuviese fuego en la enagua.

Un súbito sonrojo encendió las mejillas de la joven.

—No me pareció aconsejable averiguar el sentido de su comentario, señor. Tenga en cuenta que estamos solos y yo soy su esclava.

—Y yo soy viudo —aguijoneó—. Y estoy en apuros.

El sonrojo de Shemaine se hizo más intenso recordando los comentarios de Gage con respecto a las señoras del pueblo y las expectativas que depositaban en un viudo. Bajando la vista hacia el pájaro de madera que tenía en la mano, replicó con gentileza:

—Usted ya ha admitido que me desea, señor. Ahora que estamos solos, ¿debo pensar que eso ha cambiado?

—También dije que no la forzaría, Shemaine —recordó con delicadeza.

Shemaine alzó la cabeza y se encontró con el rostro sonriente de él sin saber qué responder,

—Sólo deseo una cosa —dijo Gage, en un susurro ronco.

Shemaine contuvo el aliento preguntándose qué iría a decir.

—La velada fue tan encantadora que me gustaría terminarla con un beso...

—¿Un beso?

La repentina sacudida que atravesó a Shemaine y el caótico batir de su corazón la sorprendieron. No pudo menos que preguntarse si un beso de él sería tan placentero como le había parecido al imaginarlo.

Gage se adelantó con pasos cautelosos, como si temiera ahuyentar a una cierva recelosa,

—¿Es mucho pedir?

Temiendo que su voz traicionara la bullente excitación de su interior, Shemaine negó con la cabeza.

—No estará asustada, ¿verdad?

—No —logró decir, esforzándose por calmar sus temblores mientras él se acercaba.

Alzando el rostro hacia él, aguardó expectante.

Gage sonrió. Al verla tan dispuesta, se le ocurrió que sería justo advertirle acerca de sus intenciones.

—No será un beso de buenas noches, dulce mía; sino un beso entre un hombre y una mujer.

Shemaine sintió que la recorrían una serie de relámpagos, aturdiéndola con la intensidad de su excitación. Pese al tumultuoso latir de su corazón, logró responder.

—Entiendo, señor Thornton.

De repente, los brazos de Gage la rodearon al apretándola contra él. Shemaine se quedó sin aliento y, por un momento, clavó sus ojos en él percibiendo por entero su cuerpo duro, musculoso. En el instante siguiente, la boca de1 hombre se apretó a la de ella como una bola de fuego, quemando sus labios y obligándolos a abrirse en frenética pasión. La sorprendió lo repentino de su ardor y, a1 mismo tiempo, la excitó en mayor medida. Girando lentamente, Gage arqueó la espalda de Shemaine sobre su brazo mientras continuaba besándola con pasión devoradora que la dejó sin aliento y mareada. La boca del hombre era insistente, implacable, sesgándose sobre la de ella mientras una feroz antorcha arrasaba sus dulces profundidades con hambrienta avidez. Sus pechos palpitaban contra el pecho de Gage, sus pezones se erguían con anhelante excitación y Shemaine se dio cuenta de que si en ese momento él los hubiese tocado, la habría hecho gritar de puro placer. Su decidida persuasión consumió la fuerza de los miembros de Shemaine y provocó agudos deseos que se extendieron por su cuerpo como lava fundida desde su vientre. De pronto, se sorprendió participando del beso, volviendo la cara para beber más plenamente de esas lujuriosas delicias mientras deslizaba los brazos hacia arriba y los estrechaba en vehemente abrazo en torno al cuello del hombre. Sintió que su lengua era atraída por una fuerza superior a la suya y pronto acariciaba la de él y era acariciada por ella. La tentación de entregarse a lo que él quisiera era grande. Los brazos de Gage la sostenían y ahora que se había encontrado con su ansiosa respuesta, sin duda se dejaría llevar por su condición de hombre apoderándose de todo lo que ella tuviera para dar. Y después, ¿qué sería de ella? ¿Un juguete para su entretenimiento y, quizá, con el tiempo, un desecho? ¿Como una prenda gastada que ya no presta utilidad y que ha sido arrojada al cesto de los trapos?

Para Shemaine la idea del rechazo era algo totalmente contrario a su naturaleza: Gage había dicho que no la forzaría. ¡Quedaba en sus manos, entonces, poner fin a esta locura!

Metió un brazo entre ambos y empujó en el pecho de él, al mismo tiempo que volvía la cara a un lado. Forcejeando entre sus brazos, se apartó y luego se enfrentó a él, con los ojos muy abiertos y una mano trémula apretada sobre los labios que aún palpitaban. Reconoció en los ojos de Gage un deseo quemante que quizá no fuese diferente del que mostraban los suyos. Seguía acosándola un deseo abrumador de rendirse a esa apremiante tentación. Aun así, encontró un diminuto fragmento de lógica al cual aferrarse. Pudo comprender que, si se entregaba a él, estaría confirmando las maliciosas conjeturas que circulaban en casi todos los corrillos del pueblo. Se juró que no daría a las chismosas la satisfacción de ver crecer su vientre.

Shemaine se volvió, corrió hacia la escalera y tomó el candelero que estaba puesto allí para ella. Casi apagó la llama por la velocidad con que subió; sabía que si se quedaba un momento más con Gage Thornton sería ella la que lo llevaría a su propia cama.

Con ella ausente, Gage echó la cabeza hacia atrás mirando hacia el techo en sombras, sintiendo que su control había sido puesto a prueba. Sus genitales palpitaban apremiados por la lujuria y todas las fibras de su ser lo impulsaban a subir la escalera a saltos y poseerla allí mismo. Ese era el único modo en que podría aliviar el dolor que se intensificaba rápidamente en la raíz de su ser masculino. ¡Pero no podía! ¡No debía! Quería de Shemaine O'Hearn mucho más que el mero alivio de una noche de pasión.

Con un pesado suspiro, se volvió y salió al porche. Ese momento necesitaba una zambullida en el agua fría del estanque para serenar su cerebro y su cuerpo.

Shemaine se quedó de pie cerca de su cama, atenta a los sonidos que indicaban la salida de Gage de la cabaña. Apretó un puño contra su pecho con la esperanza de aliviar el dolor punzante que crecía allí. Todavía jadeaba como si hubiese corrido aunque sólo era la emoción provocada por el desgarro de apartarse de ese individuo al que ansiaba entregarse.

Tratando de calmar su temblor interior, Shemaine dejó escapar el aliento de a poco y empezó a desvestirse sin preocuparse siquiera por correr la cortina de lona sobre la barandilla. Arrojó la ropa a un lado mientras se paseaba nerviosamente, sacó sin mirar un camisón del armario pero no tenía ganas de ponérselo ni de meterse en la cama. La suave aureola de la vela bañaba su cuerpo desnudo en su cálida luz y Shemaine se contempló como lo haría con un ser totalmente despojado de su caparazón. ¿Gage aún la vería delgada? Miró sus pechos de delicados tonos recordando cómo él había espiado sus curvas en esa ocasión, poco antes del viaje a la aldea. Curiosa, sostuvo sus pechos con las manos y luego frotó las manos sobre las blandas cimas, tratando de imaginar cómo sería que las manos de él las acariciaran de manera parecida. Hacia unos momentos, había percibido el palpitar de sus pezones mientras él la tenía apretada contra su cuerpo, pero ahora esa embriagadora sensación estaba ausente. Sólo quedaba un anhelo imposible de sofocar, un deseo de que él la tocara, 1a acariciara hasta hacerla gemir de deleite sensual. Pero sus brazos estaban vacíos... igual que 1a cabaña.

Exhalando un trémulo suspiro, Shemaine pasó el camisón por la cabeza y lo estiro sobre un cuerpo que no quería calmarse. Estaba inquieta y no encontraba consuelo en el refugio que la había cobijado tan bien desde el día en que Gage la llevara a su casa. Había prestado atención esperando oírlo regresar y sabía que todavía no lo había hecho. Lo más probable era que estuviese ocupado con el caballo y que todavía permaneciera afuera un rato más. No podía calcular cuánto tiempo había transcurrido desde que se separaron, pero tenía la impresión de que era como un par de siglos. Si él supiera cuánto deseaba Shemaine que volviese junto a ella, se olvidaría del caballo y acudiría corriendo. Así, la noche pasaría mucho más rápido. Sintiendo una necesidad desesperada de calmarse con la frescura de las brisas nocturnas, Shemaine descendió cautelosamente a la planta baja. Salvo la vela encendida en el corredor trasero, el resto de la casa estaba a oscuras, excepto las zonas cercanas a las ventanas por donde se derramaba la luz de la luna. Las sombras eran impenetrables entre los tenues rayos, aunque ella conocía cada pieza del mobiliario, cada obstáculo en su camino hacia la puerta del frente.

Un suave céfiro corría en 1a vasta extensión cubierta, por el porche cuando Shemaine fue a apoyarse sobre 1a baranda, disponiéndose a contemplar la noche enjoyada. Los cantos de grillos y rallas llenaban la noche y, en un árbol más allá del estanque, ululaba quedamente un búho. Manchas de luz, moteaban el suelo entre los árboles al ritmo de la luna que pasaba entre las ramas en suave balanceo.

El sonido amortiguado de una zambullida atrajo su atención hacía el estanque; escudriñó con atención la oscuridad que lo envolvía. Mientras observaba, un largo brazo surgió de las sombras alzándose con gracia, luego moviéndose adelante, luego abajo, surcando el agua. Lo siguió otro brazo y Shemaine se dio cuenta de que era un hombre nadando en el estanque. En ese momento, se impulsó hacia arriba. Luego, comenzó a enjabonarse ya lavarse. No necesitó que nadie le informase que se trataba de Gage. Pocos hombres podrían jactarse de un cuerpo tan excepcional.

Ya antes Shemaine había visto desnudo a su amo. En esa ocasión estaban en un cuarto en penumbras; él había vuelta de su baño nocturno. Cuando lo descubrió, Shemaine había huido avergonzada. Esta vez, en cambio, no tenía intenciones de revelar su presencia. Sabía que debía entrar antes de que él regresara a la cabaña pero, hasta entonces, lo observaría tanto como había hecho aquella noche, Sólo que esta vez sería diferente: el deseo por él había reemplazado a su curiosidad virginal.

La luz de la luna la favorecía proyectando sobre ella 1a sombra del techo del porche, mientras que lo bañaba a él con su suave resplandor, dando a su largo cuerpo desnudo un luminoso atavío. Sintió que su propio cuerpo resplandecía de calidez sensual mientras sus ojos devoraban el desnudo masculino. Ahí estaba él, para que ella lo poseyera con los ojos; lo devoró en su femenino despertar, ansiando revelar su presencia, quitarse el camisón y reunirse con él en el estanque.

Gage salió del agua y recogió una toalla que había dejado sobre una roca, cerca del arroyo. Se secó rápidamente y luego se puso la tela alrededor del cuello. Avanzó levantando la ropa del lugar donde la había dejado. Sin hacer ruido, Shemaine se escabulló en el interior de la cabaña abriendo y cerrando sigilosamente la puerta. Estaba en el altillo cuando oyó crujir la puerta del fondo. Su corazón empezó a palpitar ante la expectativa de que él pudiese subir. Luego, la luz que había iluminado parcialmente el altillo, ahora oscuro, empezó a desplazarse; ella supo que Gage había vuelto a la sala del fondo sólo para recoger la segunda vela que había encendido antes. Le temblaron las piernas cuando se dejó caer en su cama, desbordando desilusión.

Capítulo 13

Como Andrew hacía la siesta vespertina y su padre trababa en el taller con sus hombres, en la cabaña reinaba un desusado silencio. Habían pasado tres días desde su último viaje a la aldea. Cuando Shemaine terminó de remendar, entró de puntillas en la habitación del niño para ver si todo iba bien. Dormía profundamente, acurrucado, abrazando al conejo de trapo que ella había confeccionado. Su respiración era pesada y tranquila; no daba la impresión de que fuese a despertar pronto.

Llevando consigo una pequeña cesta de lavado hacia el arroyo que corría frente a la cabaña, Shemaine se arrodilló junto a una roca de la orilla y empezó a restregar las manchadas rodilleras de los pantalones de Andrew. El piar de los pájaros cantores era una dichosa y melodiosa celebración de la primavera y, exhalando un suspiro de placer, se sentó sobre los talones y extendió la vista hacia la copa de los árboles intentando descubrir los pájaros maravillosos que habitaban en ese clima y llenaban el día con su dulce sinfonía. Los cantos se mezclaban con el suave borboteo del agua, como si los dirigiese un maestro de música. Pequeños pájaros volaban de una rama a un arbusto o cruzaban el espacio de un árbol a otro mientras que, más alto, bandadas de patos y gansos volaban, resueltos, en su ruta hacia el norte, atravesando el cielo. Níveas garzas surcaban también las alturas o caminaban por la orilla del río buscando su alimento.

Shemaine inhaló una honda bocanada de aire fragante y bebió la serenidad del lozano verdor del claro. Mucho más allá de la ancha extensión de ramas de pino y de robles con sus hojas nuevas, blancas nubes algodonosas navegaban por el cielo azul como barcos en el mar. En la orilla opuesta, un joven venado se acercó, cauto, a la maleza y, al descubrir a la muchacha volvió grupas y, agitando la cola se alejó saltando por donde había llegado.

En ese paraíso, irrumpió el lejano relincho de un caballo despertando la curiosidad de Shemaine porque llegaba desde las profundidades del bosque y no del corral que había detrás de la cabaña. Escudriñó entre las sombras; entonces llegó a sus oídos otro relincho que atrajo su mirada. A cierta distancia vio un potro zaino ensillado, de dudosa calidad, atado a la rama de un árbol. Empezó a correr por su espalda una sensación de desasosiego mientras buscaba con la vista al jinete; su tensión se convirtió repentinamente en alarma cuando vio a un hombre corpulento enfundado en una camisa de color claro y pantalones oscuros que salía de entre los árboles y avanzaba hacia ella. Una joven que había pasado varios meses temiendo la aparición de esa figura, no podía confundir a Jacob Potts.

Con una exclamación sobresaltada, Shemaine se puso de pie haciendo detenerse a Potts con su movimiento. De golpe, la intención del hombre cambió, se hizo más amenazadora. Separando las piernas, extendió los brazos ante él y, rodeando con sus grandes manos la culata de una pistola de pedernal, apuntó con cuidado. Para Shemaine fueron evidentes sus intenciones: ¡si podía, la mataría!

Shemaine tenía aguda conciencia de su vulnerabilidad; no tenía nada con qué defenderse. Su única esperanza era correr a un lugar seguro antes de que él disparase. Inició la huida pero, antes de que pudiese levantar un pie para girar, la explosión de la pólvora apagó el apacible arrullo y el gorjeo de los pájaros, que levantaron vuelo. En el mismo instante, zumbó una bala y al pasar le arrancó un trozo de piel en la zona de las costillas. El dolor hizo gritar a Shemaine, que apretó su mano contra el costado izquierdo y sintió que algo tibio corría entre sus dedos. Corrió, desesperada, en dirección a la cabaña echando una mirada asustada por encima del hombro. Potts se apresuraba a recargar el arma, aunque Shemaine sabía que pronto el celo por alcanzarla antes de que lograse escapar lo impulsaría a seguirla.

Un grito atrajo la atención de Shemaine hacia el frente del taller y sintió una oleada de alivio al ver a Gage y a sus cuatro hombres que salían corriendo del galpón con los mosquetes en las manos. De la dirección opuesta llegaban corriendo los Morgan, desde el astillero empuñando sus propias armas. Al parecer, habían oído el disparo, el grito de Shemaine o ambos, y supieron que algo malo pasaba.

Potts miró alrededor y vio a un puñado de hombres que se precipitaban hacia él por entre los árboles y decidió sin vacilar que era hora de marcharse. Corrió entre los árboles y, cuando llegó al caballo, tiró de las riendas para soltarlas de la rama. Montó, hizo girar al animal hacia Shemaine y, sacudiendo un puño macizo le gritó:

—¡Todavía no hemos terminado, lechuza! ¡No acabaremos hasta que estés muerta!

Potts fustigó a su caballo y, clavándole los talones en los flancos lo hizo arrancar en una precipitada carrera. Comprendiendo que el patán pronto estaría fuera del alcance, Gage se detuvo y alzó el mosquete al hombro. La densidad de los árboles le impedía disparar con certeza; sabía que sería inútil el intento si no ajustaba el movimiento horizontal del arma a la velocidad de Potts. Apuntó el arma hacia un punto delante de Potts, entre dos robles. El marinero aún no había llegado a ese punto cuando, al fin, Gage disparó. Un rugido ensordecedor reverberó en el claro, el plomo zumbó entre los árboles y alcanzó a Potts en el preciso momento que pasaba entre los dos robles. Un fuerte grito de dolor demostró que había sido herido; lo vieron inclinarse hacia delante mientras una gran mancha roja florecía en el costado de su camisa. El caballo aminoró la marcha pero Potts, temeroso de la puntería del colono, espoleó a la bestia con los talones maldiciendo como un loco.

Ramsey se detuvo junto a su patrón al mismo tiempo que Gage recibía una Jaeger cargada de su aprendiz alemán y tomaba puntería nuevamente, pero las sombras se espesaban y lo intrincado del bosque dificultaban cada vez más la visión del blanco.

—Se ha ido —musitó Gage frustrado, bajando el arma.

—¡Pero lo ha herido, señor Thornton! —exclamó Erich Wernher con su acento alemán—. ¡Ninguno de nosotros podría haberlo hecho tan bien!

Gage soltó un suspiro pesaroso.

—Sí, pero para nuestra tranquilidad es mucho más necesario matar a Jacob Potts que herirlo.

—Me parece que su criada está herida —anunció Ramsey, dirigiendo la atención de Gage hacia donde estaba Shemaine, apretando su herida.

Gage entregó el rifle al alemán y recorrió rápidamente el espacio que los separaba, deseando haber matado a Potts.

Shemaine se movió con dificultad tratando de no encogerse cuando él se acercó.

—Estoy bien —logró decir—. Es sólo una herida superficial.

Gage no estaba tan seguro. La sangre ya había empapado el costado de su corpiño y empezaba a correr por su falda, cerca de su cintura.

—La llevaré a la cabaña y veremos cómo es la herida.

Shemaine se encogía de dolor cuando Gage la llevaba en brazos por el sendero. Apretaba los dientes para no gritar y se aferraba con fuerza al cuello de él. Entonces, recordó lo que estaba haciendo antes de oír el relincho del caballo y soltó un suave gemido, atrayendo la mirada preocupada de Gage.

—Lo siento, señor Thornton, creo que he dejado la ropa sucia en el arroyo —explicó avergonzada.

—¡Olvide la ropa!—ordenó Gage, gruñón—. Por mí se puede ir flotando.

Gage corrió el cerrojo de la puerta delantera, la abrió con el hombro y, sin soltar a Shemaine, atravesó la cabaña rumbo al corredor de atrás, donde la depositó con delicadeza sobre sus pies. Haciéndola girar para que la herida quedara a la luz, se arrodilló junto a ella y apartó la tela empapada de sangre. El vestido aún estaba intacto salvo por las pequeñas roturas que había dejado el proyectil al atravesar por completo el corpiño; esto le impedía ver la herida o el lugar del que manaba la sangre. Sujetó la tela y estaba a punto de desgarrarla cuando Shemaine se apartó, indignada de que pudiese ocurrírsele semejante cosa.

—No pienso quedarme aquí quieta como una tonta indefensa y dejar que usted rompa mi ropa, señor Thornton. Estoy segura de que el vestido se puede lavar y coser sin dificultades, y no toleraré que arruine para siempre una prenda perfectamente útil.

Gage suspiró irritado.

—Shemaine, en el baúl de Victoria hay otros vestidos y le doy permiso para que tome cuantos quiera.

Extendió la mano hacia ella otra vez, pero Shemaine se apartó y sacudió la cabeza, obstinada.

—No quiero forzar su generosidad, señor Thornton. Ya me ha dado demasiado.

—¡Quítese el vestido si es necesario! —la urgió, tenaz—. Pero no descansaré hasta haber visto su herida.

—Eso se lo permitiré, señor, pero sólo de manera que yo me sienta cómoda—. Lo miró y sugirió con suavidad—: Si pudiera ponerme una camisa vieja, que se abra por delante, estaría en condiciones de complacerlo más fácilmente.

Con un gemido exasperado, Gage se alejó y, un momento después, volvió del dormitorio con una camisa de tela casera.

—Puede ponerse ésta mientras yo voy a la fuente a buscar agua.

Shemaine aceptó la prenda y esperó a que él tomase la jarra del lavatorio y saliera por la puerta trasera, cerrándola tras él. Desabrochó la parte superior del vestido y la camisa, bajó ambas prendas y apretó los dientes para aguantar el dolor mientras despegaba la tela de la herida. Lanzó una mirada ansiosa por encima del hombro para comprobar que Gage no estaba a la vista mientras ella se bajaba las prendas hasta la cintura. Con mucho cuidado se puso la camisa, la abotonó y enrolló las largas mangas para dejar al descubierto sus manos. Mientras esperaba el regreso de su amo encontró una sábana vieja en la despensa y se dispuso a preparar vendas.

Un tamborileo de nudillos contra la puerta del fondo precedió la entrada de Gage, y Shemaine aguardó, pudorosa, mientras él vertía agua en la palangana e iba a buscar un poco de la que se calentaba en el hogar. Cuando regresó junto a ella y levantó la camisa, ella volvió la cara a un lado ruborizándose, mientras se cubría el pecho con los brazos. Sin esa precaución, la camisa hubiese permitido una vista privilegiada de todo lo que había dentro; tan grande era que parecía una tienda de campaña.

Gage humedeció un paño y lo aplicó con cuidado limpiando la herida ensangrentada hasta que pudo determinar la extensión del daño. Lo tranquilizó comprobar que no era tan grave como había creído, que sólo se trataba de una laceración sobre las costillas, lo bastante profunda para que sangrara en abundancia pero sin poner en peligro la vida de Shemaine. El único riesgo era que se infectase, pero estaba decidido a prevenir esa posibilidad usando su pestilente bálsamo.

—No es grave —anunció con alivio—, pero habrá que ponerle un vendaje apretado para parar la hemorragia.

Shemaine se apresuró a mostrarle las tiras de tela que había enrollado con pulcritud, tratando de disimular cuánto dolor le habían causado sus prudentes cuidados.

—¿Bastará con éstas?

—Sí, alcanzará muy bien. Levante la camisa y sosténgala para que no me moleste—pidió—. Debo pasar la venda alrededor de su cintura para que quede apretada y, si tengo delante esa camisa no podré ver lo que hago.

Gage dejó a Shemaine reflexionando sobre su indicación mientras iba a buscar el maloliente ungüento.

Cuando regresó, vio que los faldones de la camisa estaban unidos en un pulcro nudo entre los pechos de la mujer, dejando la cintura al descubierto. No pudo menos que admirar los resultados porque la suave tela de fabricación doméstica modelaba a la perfección sus pechos y dejaba entrever sus pezones y la juvenil firmeza de sus curvas plenas. Su cintura era increíblemente fina y, aunque todavía podía contar las costillas, su carne sedosa despertó la admiración de Gage de una manera similar a la que había sentido la noche de la aparición de la serpiente. Exceptuando la herida, su piel era tan digna de ser disfrutada como había sido aquella noche.

—Le quedará una pequeña cicatriz como recuerdo de Potts —anunció Gage, poniendo el taburete junto a ella y apoyando encima el recipiente con el ungüento—. Pero no se arrugará. Cuando se cure, casi no la notará.

—¿Tiene que ponerme ese ungüento? —Shemaine frunció la nariz, asqueada por el olor cuando él abrió el recipiente. —Huele muy mal.

—Sí, pero ayudará a que se cure la herida y evitará la infección —arguyó él, contemplando el perfil de la muchacha para ver la cómica mueca que hacía exagerando su aversión. Sus protestas parecían las de una niña caprichosa tratando de engatusar a su padre. Inclinado como estaba, cerca de ese rostro, comprobó que Shemaine miraba adelante ignorando su presencia, como reprochándole—. Y no quiero correr ningún riesgo con una posesión tan valiosa. Usted me resulta muy útil, Shemaine O´Hearn; no quisiera perderla. Sería imposible encontrar una sierva tan bella y talentosa.

—Usted es tan generoso sólo porque he sido herida —se quejó.

Contuvo bruscamente el aliento con una inhalación cuando él comenzó a lavar otra vez su carne lacerada. De repente se sintió mareada y con náuseas y se tambaleó.

Gage se apresuró a poner un brazo delante de ella cuando vio que se aflojaba hacia delante, y reforzó el gesto con una mano en la cadera. La presión de los pechos escasamente cubiertos en la cara interior de su brazo agitó tanto sus sentidos que no se atrevió a mover un músculo por temor a que ella huyese otra vez de él como había hecho aquella noche, después de su beso. Le preguntó con voz ronca:

—¿Se siente bien?

Moviendo débilmente la cabeza, Shemaine le dio la única respuesta que podía, continuar aferrada a él. Se sentía floja como una muñeca de trapo; pasó un rato hasta que su debilidad comenzara a desaparecer. Recuperando poco a poco sus fuerzas, consiguió enderezarse aun cuando era un alivio sentir que el brazo de Gage la rodeaba y le brindaba apoyo.

—Lo siento. En verdad, no sé por qué me siento tan débil —susurró apesadumbrada, y lo miró con timidez.

La cara de Gage estaba tan cerca que hubiese podido robarle un beso sin dificultad. ¡Qué idea tan extraña en un momento como ése!

Logrando manifestar una indiferencia que en realidad no sentía, Gage sugirió:

—Será conveniente que se acueste y descanse cuando termine de vendarla.

—¿Y el lavado? ¿Y la comida? ¿Y Andrew? Pronto despertará.

—Mis hombres tendrán que arreglárselas sin mí el resto de la tarde —aseguró Gage conteniendo una sonrisa. —Tengo la intención de estar a su disposición hasta el alba.

Shemaine arqueó una ceja y sonrió, burlona, mirándolo a la cara.

—De modo que piensa desempeñar las tareas de cualquier criado común, ¿eh? ¿Acaso lo ignora, señor? Se supone que yo debería estar a su disposición.

Los ojos castaños chisporrotearon con burlona calidez.

—Shemaine O´Hearn, y si yo llamara, ¿usted vendría, realmente?

—¡Por supuesto, señor! —respondió, con un breve movimiento de cabeza—. Usted me compró, y debo obedecer.

—Pero, ¿qué haría si estuviese libre, Shemaine? —insistió Gage—. ¿Aún así respondería a mi llamada?.

Shemaine descubrió que el roce del aliento de él en su cara era muy placentero. Pero clavó la mirada en el escritorio tratando de exhibir un neto distanciamiento.

—Pero no soy libre, señor, y no lo seré hasta dentro de siete años.

—Siete años —suspiró Gage, acariciando con los ojos la cara de la mujer—. Es un tiempo muy largo para que un hombre y una mujer vivan bajo el mismo techo sin estar casados ni ser parientes cercanos.

Alzando una ceja, Shemaine lo miró con curiosidad desde muy cerca, preguntándose adónde quería llegar. Si lo que intentaba era pedirle sus favores, su sentido de la oportunidad era bastante pobre.

—Señor Thornton, si pierde más tiempo hablando, me desangraré hasta morir —recordó ella con sequedad. La intensa atención de él la perturbaba porque no había podido olvidar su apasionado beso y hasta qué punto la había afectado. Por cierto, últimamente su cama se había convertido en un lugar de tortura porque casi no hacía otra cosa que revolverse buscando alivio del ardiente deseo que la consumía. Fingiendo una impudicia que no sentía, en realidad, Shemaine inclinó la cabeza hacia la pomada que él había dejado sobre el banco—. Espero que se arrepienta de aplicarme ese horrible preparado. Estaré completamente de acuerdo si usted no me ha...

—No lo he hecho —interrumpió Gage. Dio un paso atrás y untó la olorosa pomada sobre las costillas de la muchacha, haciéndola contener el aliento de golpe. Tomó una venda, se inclinó adelante y deslizó los brazos alrededor de ella mientras la enrollaba apretadamente en la cintura de Shemaine—. Téngala hasta mañana y entonces le pondré otra limpia.

Shemaine pusó los ojos en blanco, mirándolo de soslayo y diciendo:

—Y me pondrá más de ese odioso ungüento, supongo.

—Si lo odia tanto, mañana le aplicaré menor cantidad.

Rompió la venda y la anudó para que no se deshilachara. Por cierto, no era nada desagradable abrazar a su sierva para ponerle otra tira de venda alrededor de la cintura y atársela. Más aún: se decepcionó cuando ya no quedaron más vendas.

—Ahora Potts estará más empeñado en matarnos —dijo Shemaine entre dientes, intentando acostumbrarse a las apretadas vendas—. Su herida le parecerá una afrenta a su orgullo y nos perseguirá hasta que nos pesque desprevenidos. Después de su pelea con los soldados, puede estar seguro de que estará de humor para aniquilarnos.

—Sí, y tal vez la próxima vez yo sea más afortunado y pueda poner fin definitivamente a sus incursiones —repuso Gage, molesto—. Ahora entiendo por qué usted estaba tan inquieta con respecto a él. No cabe duda de está resuelto a causarle daño. Dulzura, le prometo que reanudaremos esas lecciones de tiro en cuanto esté en condiciones.

—Si las continuáramos esta tarde, aún me parecería que hemos perdido mucho tiempo —replicó Shemaine, sombría.

Jamás se sentiría libre de vagar por el claro hasta que Potts se hubiese ido o estuviese muerto.

Gage ya sabía qué debía hacer cuando volver a verlos; el marinero no le había dejado alternativa.

—Si Potts aún está en Newportes Newes, lo buscaré y le diré cómo son las cosas. Si no hace caso de mi advertencia, tendré que matarlo.

—Morrisa quizá sabe dónde está —dijo Shemaine, apartándose con vivacidad. —A juzgar por el modo en que Potts andaba por los alrededores de la taberna, estoy segura de que la situación no ha cambiado mucho desde que él cumplió las órdenes de ella en el London Pride. Más todavía: sería raro que Morrisa no lo hubiese animado a venir aquí a matarme. Desde un principio ha estado amenazando con eso.

—¿Por eso le tiene tanta inquina?

Shemaine unió las cejas en expresión perpleja: no era algo que ella pudiese responder.

—No sé si pudo atribuírselo a algo específico, señor Thornton. Si bien es cierto que he desbaratado sus esfuerzos de dominar a las mujeres cuando animé a Annie y a las otras a que le hicieran frente, a menos que esté loca no creo que mi negativa a someterme a sus dictámenes sea motivo suficiente para que quiera verme muerta.

—Quizá le tenga celos.

—Bueno; es cierto que quería quedarse con usted —admitió, reprimiendo otra mueca de dolor—. Juró que me rajaría si yo abandonaba el barco con usted.

—Es obvio que Morrisa se considera una mujer atractiva y que tiene intenciones de conseguir un hombre. Tal vez esté resentida porque otra mujer le ha quitado lo que ella quería.

—No puedo determinarlo, pero creo que hay otro propósito detrás de sus intenciones. No es más que una sospecha, pero desde que llegó a bordo del London Pride he estado reflexionando sobre sus actitudes.

—¿Por qué?

—Morrisa jamás había puesto sus ojos en mí antes de ser conducida a nuestra celda en la bodega. Había estado en Newgate, pero en otro sector. Miró a todas las mujeres y preguntó quién era Shemaine O´Hearn pero en ese momento yo no quería identificarme y las otras fingieron ignorarlo. Morrisa me apodó “Lechuza de los pantanos” y no volvió a preguntar. Después, peleamos porque ella pretendía la comida que yo había recibido. Me amenazó con un cuchillo y yo le arrojé un cubo de agua a la cara. El contramaestre llegó a parar la riña y me llamó por mi nombre. Por la sonrisa jactanciosa de Morrisa deduje que había conocido mi nombre. Por cierto, hizo todo lo posible para dirigir hacía mí la ira de Gertrude Fitch y de Jacob Potts.

—¿Quién pudo haberle hablado de usted?

—No se me ocurre por qué alguien pudo haberle hablado de mí. No nos conocíamos previamente. Además del carcelero y el contramaestre que contaban a los prisioneros, sólo una persona me pidió que me identificara de inmediato; era un guardián de Newgate. La primera vez que estuvo en mi celda fue poco después de que yo firmara el documento para venir a las colonias.

—¿Intentó hacerle daño alguna vez?

—No estoy del todo segura. Sólo sé que me vigilaba mucho.

—Quizás admirase su belleza —aventuró Gage, que había visto el efecto que ella causaba sobre algunos hombres.

Shemaine ironizó:

—No creo que me admirase demasiado. Poco después que fueron a buscarnos para llevarnos al London Pride, quedé atrapada en medio de una pelea entre algunos prisioneros y casi me abrieron la cabeza cuando uno de los más duros empezó a golpearme contra un muro de piedra. El guardián presenció toda la reyerta y en ningún momento trató de detenerla. Sólo cuando el guardián oyó la conmoción e intervino yo pude ser liberada.

“Varias noches después, cuando todos dormían, me despertó un ruido y, al abrir los ojos, vi al guardián arrastrándose hacia el rincón donde yo estaba acostada. Llevaba en las manos un trozo de cuerda y, por el modo en que la sujetaba, supuse que pensaba estrangular a alguien, ya fuese a mí o a una prisionera cercana, no lo sé. La única manera en que podía llegar hasta nosotros era pasando por encima de otros convictos que dormían en el suel9o de la celda. Pisó la mano de una mujer y sus gritos indignados hicieron que el carcelero llegara corriendo. El guardián le dio una excusa cualquiera diciendo que había visto una rata. A mí me pareció una historia poco creíble y, por cierto, el carcelero se rió. En tono burlón, dijo algo acerca de un tonto que trataba de ahorcar a un roedor y ordenó al guardián que se marchara. Al día siguiente, fui trasladada al barco y jamás volví a ver al guardia.

—¿Existía la posibilidad de que ese guardián conociera al apresador de ladrones?

Shemaine se alzó de hombros tratando de desechar la idea, pero se arrepintió de inmediato. Con movimientos lentos fue hasta el taburete y apoyó una mano en él para sostenerse.

—Quizá convendría que la llevara arriba para que pueda descansar —sugirió Gage—. También le diría que se pusiera un camisón y que no se lo quitara por lo que queda del día. Así estaría más cómoda.

—No es correcto usar ropa de dormir desde tan temprano—contradijo Shemaine—. Son aún las tres de la tarde y sus hombres todavía están aquí.

—Pronto se irán—replicó Gage—, y si viniera alguna otra persona yo le explicaría que usted ha sido herida y necesita reposar.

—Diría que esa versión es poco digna de crédito—se burló Shemaine, sacudiendo la cabeza—. Por lo que me dijo Annie, estoy segura que la gente del pueblo estará esperando verme en camisón pero no por haber sido herida. La imaginación de ellos es mucho más indecente. No me cabe duda de que la señora Pettycomb ha hecho todo lo posible para enturbiar nuestras reputaciones, más aún desde que usted me llevó a esa velada y tuvo la audacia de bailar conmigo a la vista de todos.

—He oído algunas murmuraciones —admitió Gage—. Mary Margaret opina que deberíamos hacer algo para acallarlas.

Shemaine arqueó sus cejas, manifestando su escepticismo.

—¿Acaso Mary Margaret le ha dicho qué deberíamos hacer para conseguirlo, señor?

Gage levantó brevemente la vista para encontrar la mirada de ella.

—Ella ha dicho que si nos casábamos acallaríamos las murmuraciones.

Shemaine no pudo entender cómo una mujer tan bien intencionada tuviese tan poca diplomacia.

—Bueno, tal vez sea correcto que Mary Margaret sugiera eso teniendo en cuenta con cuánto afán procura unir parejas, pero ¿habrá tenido en cuenta que tal vez usted no quiera tomar por esposa a una convicta? Me resulta desconcertante que ella le recomiende tal solución. ¡Qué impropio! Por cierto, señor, sería humillante para mí si usted sospechara que yo he insinuado semejante cosa. ¡Pero si la idea es tan retorcida que parece absurda!

Gage se encogió de hombros con aire descuidado.

—En realidad, no fue Mary Margaret la primera en pensarlo.

Shemaine de quedó atónita, sin poder imaginar quién sería tan audaz.

—Bueno, no creo que Roxanne haya hecho una sugerencia así, después de haber manifestado tan claramente que lo quiere para ella.

—No, es poco probable que fuese Roxanne —afirmó, riendo entre dientes.

—Entonces, Calley —afirmó Shemaine, convencida.

—Tampoco Calley.

Shemaine lo miró, cada vez más confundida.

—Señor, ¿podría preguntarle quién se tomó esa libertad?

Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Andrew arrastrando un caballo de juguete. Gage acudió de inmediato a ayudarlo antes de que pudiese dañar los muebles. Levantó al niño acomodándolo sobre la silla acolchada de piel mientras Shemaine iba hacia la puerta de la cocina para mirar.

Meciéndose atrás y adelante, Andrew se entregó a su infantil deleite imitando los gritos de un carretero que había oído una vez.

—¡Arre, arre! ¡Eaah, eaah! ¡Más rápido, mulas!

Shemaine y Gage estallaron en carcajadas observando al niño, que aún tenía los rizos enredados después de la larga siesta. Por un momento, Andrew parecía no registrar la presencia de ninguno de los dos.

—¿Otra muestra de sus numerosos talentos, señor Thornton? —preguntó Shemaine, señalando el caballo de madera.

Gage inclinó la cabeza en señal afirmativa y volvió junto a ella, pero el barullo que hacia su hijo lo incomodaba. Levantó una mano indicando a Shemaine que fuera otra vez con él al cuarto del fondo. Cuando ella lo hizo, él sacó el frasco de ungüento y sentó a la muchacha con suavidad sobre el taburete. Por un instante, miró atentamente su rostro, percibió la inquietud de la muchacha y procuró tranquilizarla.

—Shemaine, cuando usted vino aquí le dije que tendría que hacer un viaje a Williamsburg. Hasta ahora he estado demorándolo, pero ayer recibí noticia de que la casa de mi cliente está terminada y que quiere tener sus muebles. Si dentro de dos semanas se siente usted lo bastante recuperada, me gustaría mucho que usted y Andrew vinieran conmigo cuando mis hombres y yo hagamos la entrega.

—Estoy segura de que para ese momento estaré en condiciones de ir con usted y cuidar de Andrew, señor Thornton.

—Cuando estemos allí, me gustaría ocuparme de otra cuestión de gran importancia para mí...si usted acepta.

—¿Si yo acepto?—Las cejas de Shemaine se unieron—. ¿Qué es eso que yo tendría que consentir, señor Thornton?

—Necesito hablar con usted respecto de este tema esta noche; le ruego que me dé una respuesta inmediata porque no descansaré hasta conocerla, sea afirmativa o negativa.

En apariencia, Shemaine parecía compuesta aunque temblaba por dentro. Había visto que Gage había comenzado a pasearse por el estrecho corredor y comprendió que, cualquiera que fuera, el asunto que quería hablar sería uno muy serio. Quizás hubiese cambiado de opinión con respecto a conservarla. Tal vez el intento de Potts de matarla lo convenció del peligro que su presencia significaba para su reducida familia. Preguntó con cautela: