Abrió la pesada puerta, salió al porche, echó un rápido vistazo alrededor y cerró tras él. Las tablas del suelo crujieron cuando bajó los peldaños. Después que él se marchara, sobrevino un momento de agradable silencio. A continuación, con una suave sonrisa, Shemaine corrió el pesado cerrojo de la puerta, sintiendo resurgir la esperanza en el futuro por primera vez en muchos meses.

Capítulo 4

Un prolongado lavado de cabeza y un baño tibio, sin prisa, hizo maravillas en el espíritu de Shemaine. La sorprendió el inmenso cambio que se operó en ella cuando sacó una deshilachada camisa del baúl de la mujer muerta. Una vez, había desechado una ropa interior como si fuese algo que sólo podía servir para que las criadas quitaran el polvo o como trapo de fregar. Después de haber estado usando el vestido de montar día y noche durante meses, se sentía agradecida de cualquier prenda limpia y razonablemente sana. Aunque había enaguas más bonitas guardadas en el baúl, hasta una adornada con encaje que, sin duda, sería la mejor que tenía la mujer, Shemaine no quiso dar por cierta la benevolencia de su nuevo amo. Teniendo en cuenta sus futuras necesidades, también sacó una segunda camisa, un vestido verde, uno azul claro, dos largos delantales blancos, y un par de zapatillas negras, todo bastante usado.

Después de bañarse y lavarse el pelo, Shemaine empezó a pensar en la importancia de expresar su gratitud a Gage Thornton por el hecho de haberla comprado; llegó a la conclusión de que la mejor manera de hacerlo era demostrando ser una cocinera emprendedora y una sirviente eficaz. Claro que le llevaría tiempo recuperar sus fuerzas y su energía, pero de todos modos envolvió su cabeza húmeda con una toalla y, llevando sólo una camisa, se dispuso a probar su habilidad en la preparación de la comida.

Habían pasado unos años desde que Bess Huxley, la cocinera de la familia, había tratado de estimular el interés de Shemaine en las tareas culinarias y de enseñarle las técnicas básicas necesarias para tener éxito. En aquel entonces, Shemaine había cumplido las tareas de mala gana, repitiéndolas una y otra vez hasta alcanzar la perfección que la cocinera le exigía, aunque odiaba eso de revolver salsas sin cesar para que no se quemasen, de batir claras de huevo hasta que formaran picos. Había convencido a Bess de que sus instrucciones eran un esfuerzo vano, porque ni a esa temprana edad se imaginaba casada con un hombre sin medios y propiedades para garantizarle una casa llena de criados.

Vaya con mis expectativas, se burló para sus adentros, Bess le había aconsejado que no fuese tan soberbia, porque una simple niña no podía predecir qué hombre pediría su mano o, más importante aún, a quién entregaría ella su corazón... si tenía la fortuna de poder decidir. Pese a la dura insistencia de la cocinera, Shemaine estaba segura de que había olvidado buena parte de sus enseñanzas. Aun así, en ese momento necesitaba probar su capacidad y, si fuera posible, recordar todo lo que Bess Huxley se había esforzado tanto por enseñarle. Nada motivaba tanto como la desesperación para que una prestase aguda atención a los sabios consejos de otra persona.

Shemaine confió en su memoria para hacer unos bollos. Mientras cumplía su castigo en el pañol del Pride, recordaba con nostalgia los tranquilos tés de la tarde que disfrutaba con su familia. Esos valiosos recuerdos volvieron ahora con punzante claridad, mientras preparaba la masa. La mezcló, cubrió el cuenco con un paño y lo dejó cerca del calor del horno, donde la masa leudaría mientras ella terminaba de arreglarse.

Sentada ante el fuego, le pareció un fastidio interminable tratar de peinar los obstinados rizos de su pelo húmedo. Le llevó mucho más tiempo de lo que esperaba, y empezó a preocuparse por el tiempo, porque la tarde se iba rápidamente. Desesperada, buscó una tijera para abreviar su tarea, y no encontró nada mejor que un cuchillo de carnicero, pero cambio de idea rápidamente cuando imaginó el desastre que podría haber causado con semejante utensilio.

Mientras rebuscaba entre los elementos guardados en el baúl, había encontrado un cepillo con varios largos cabellos rubios enredados entre las cerdas. Y aunque su nuevo amo le había dado autorización para usar cualquier cosa que necesitase, no tuvo valor para destruir tan precioso recuerdo. Entonces, buscó entre las cosas de Gage y vio que la mayor parte de su ropa y de sus prendas interiores estaban pulcramente apiladas y separadas en su ropero, con la única excepción de un lío de camisas arrugadas, de muy superior calidad a la prenda de tela casera que estaba usando en ese momento. Estaban en el fondo mismo del armario; hacía tanto que estaban ahí que habían absorbido la fragancia de la madera. Por grato que fuese el olor, Shemaine decidió que una de sus primeras tareas sería lavar, almidonar y planchar las camisas de su amo. Después, si él las usaba o no, dependería de él pero, al menos, tendría una opción.

La lluvia recomenzó con mucha fuerza y, como no sabía si el aguacero demoraría o apresuraría el regreso del señor Thornton, Shemaine decidió no dedicar más tiempo a su pelo. Por fin, encontró un cepillo junto a las cosas que su amo usaba para afeitarse y así terminó de desenredar su pelo. Las pesadas mechas todavía estaban un poco húmedas cuando hizo dos trenzas que enrolló apretadamente en la nuca. A continuación, lavó rápidamente el cepillo y lo dejó donde lo había encontrado, con la esperanza de que su amo no advirtiese que había sido usado.

Tal como había predicho Gage, los dos vestidos eran demasiado largos, y le apretaban en el pecho. Shemaine se asombró de que un hombre fuese capaz de recordar con semejante precisión a su esposa, tanto como para calcular correctamente las medidas de otra mujer, un año después de la muerte de aquélla. Tras inspeccionar las costuras, Shemaine descubrió que no se podían agrandar los corpiños y que si quería modificar el dobladillo de la falda tendría que hacerlo en otro momento, cuando tuviese más tiempo. Eligió el vestido verde, porque le pareció que era un poco más corto. Se calzó y ató las livianas zapatillas de cuero con finos lazos de cuero crudo, pasándolos alrededor de sus tobillos y anudándolos. Frunció la nariz, disgustada, al ver lo rojos e irritados que estaban sus tobillos por el roce constante de los grillos, e imaginó cuánto más se inflamarían con las correas de cuero.

Fue a controlar la masa y, para su alivio y alegría, vio que se había hinchado, pese a la prisa. Agregó los otros ingredientes hasta que la pasta adquirió la consistencia correcta, y volvió a poner la masa cerca del hogar. A continuación, se dedicó a desempolvar y ordenar la cabaña.

Cuando la masa leudó lo suficiente por segunda vez, Shemaine apoyó una plancha sobre una rejilla, encima del fuego, donde las llamas cocerían los bollos a la temperatura adecuada. Resuelta a ofrecer a su nuevo amo la oportunidad de disfrutar de una merienda liviana, puso a calentar agua en una tetera, deseando que regresara a tiempo para probar los bollos y el té todavía calientes.

No cabía duda de que las lecciones habían quedado grabadas en su memoria gracias a la constante repetición, pese a haberlas recibido hacía años, porque los bollos resultaron una maravilla. Por primera vez en la vida, se sintió encantada por los resultados, y profundamente agradecida a Bess Huxley, que le había exigido hacer lo mejor en cualquier preparación que su alumna emprendiera. Suspirando con nostalgia, deseó poder recordar todas las meticulosas instrucciones de Bess con el mismo éxito.

Unos pasos rápidos que sonaban en los peldaños del frente la alelaron de la presencia de otra persona, luego tres golpes rápidos en la puerta disiparon el cosquilleo nervioso en su nuca. Mientras dejaba varios bollos más dorándose en la plancha de hierro, Shemaine corrió hacia la puerta, levantó el cerrojo y abrió de par en par, para dejar pasara el hombre, empapado por la lluvia.

Durante todo el viaje de regreso y la rápida carrera hasta la cabaña, Gage Thornton había procurado proteger con una lona a su pequeño hijo y a la gran cesta con comida que llevaba en el brazo. Y siguió haciéndolo aunque ya estaba dentro de la cabaña. No hizo mucho caso de Shemaine, que se apresuró a volver junto al hogar; Gage cerró la puerta con el hombro y dejó la cesta sobre una mesa sin desbastar que había cerca de la entrada, antes de quitar la protección a su hijo. Cuando el niño vio a una desconocida en la casa, se apretó de nuevo contra el hombro del padre, asaltado por la timidez, renuente a separarse de la seguridad que le ofrecía su padre, pero el aroma que llenaba la cabaña pronto atrajo la mirada de sus claros ojos ambarinos hacia el hogar.

—Papá... Andi... hambre.

El delicioso olor atrajo también la curiosidad de Gage que, dejando a su hijo en el suelo junto a él, escudriñó el contenido de la plancha al mismo tiempo que sacaba los faldones empapados de la camisa fuera de los pantalones de cuero blando.

—¿Qué es eso que huele tan bien?

—Recordé cómo hacer unos bollos —anunció Shemaine con una sonrisa que oscilaba entre la timidez y el orgullo.

Lo que pensaba añadir quedó borrado cuando Gage se quitó la prenda empapada por la cabeza y la dejó caer en un cubo de roble, junto a la puerta. La visión de la cintura esbelta, los anchos hombros musculosos y el pecho ondulado de músculos y tendones era más que inquietante para una joven que, durante sus infrecuentes excursiones en la cubierta del London Pride, sólo había tenido ante su vista a muchos marineros de prominentes barrigas y estrechos hombros, que no tenían reparos en pasearse sin camisa delante de las mujeres, corno si se creyeran ejemplares admirables de belleza masculina, capaces de impresionar a las más exigentes integrantes del sexo opuesto.

Gage Thornton, en cambio, tenía un físico extraordinario, tal vez el mejor que Shemaine pudiese recordar, en sus limitados encuentros con hombres a medio vestir. A pesar de todo, Gage no hacía mucho caso de su excepcional apariencia y de la perturbación que causaba a su sierva. Shemaine no podía recordar haber visto a un hombre que la pusiera nerviosa por el sólo hecho de quitarse la camisa. Con ese nerviosismo llegó la noción de que, salvo por la presencia del niño, era la primera vez en su vida que estaba completamente a solas con un hombre extraño. Cualquier mujer que fuese una verdadera dama estaría menos maravillada por la anatomía del hombre y más cautelosa, sobre todo porque en tales circunstancias estaba a merced de los caprichos de su amo.

Avergonzada por su propio descaro al admirar abiertamente ese pecho un poco velludo y los hombros anchos y, al mismo tiempo, no queriendo que la sorprendiese con la boca abierta, Shemaine volvió a concentrarse en la cocina, y agregó un comentario trémulo:

—Me pareció que a usted y a Andrew les gustaría disfrutar de unos bollos con el té de la tarde.

—Espere que me quite esta ropa mojada y estaré de inmediato con usted —respondió Gage, mientras iba de prisa al dormitorio.

Lo único que podía haber estropeado una completa satisfacción con su sierva era la preocupación de que no supiese cocinar. Aunque se había esforzado por no preocuparse, no había dejado de pensar en la cuestión, preguntándose cómo haría su reducida familia para sobrevivir con comidas mal preparadas. Fue un alivio inmenso descubrir que la muchacha sabía más de lo que había dejado entrever. Si era capaz de hacer algo cuyo aroma penetraba, tan tentador, en sus sentidos haciéndole la boca agua, se reanimaban sus esperanzas de que seguramente podría hacer muchas más cosas.

—¡Papá! —gimoteó Andrew con repentina ansiedad, al ver que su padre se había apartado.

Lanzó a Shemaine una mirada de pánico, de ojos agrandados, y corrió hacia el dormitorio, gritando de terror.

Shemaine sonrió mientras oía a Gage que consolaba a su lloroso hijo.

—Está bien, Andy. Shemaine se quedará con nosotros y cuidará de ti mientras papá hace cómodas y mesas...

—¿Y también un barco grande, papi? —preguntó el niño, entre lágrimas.

—También un barco grande, Andy.

Shemaine apoyó la tetera sobre la mesa, arrimó una taza y un plato, dos platos pequeños, cubiertos y una mermelada de frutas que había encontrado en la despensa. Un momento después Gage salió del dormitorio con su hijo en brazos; llevaba unos pantalones de cuero marrón oscuro y una camisa de mangas sueltas. Antes de su prisión, Shemaine se inclinaba más por admirar a los hombres vestidos de punta en blanco. Maurice era un individuo de espléndida elegancia, y cuando más le atraía era cuando llevaba aquellas levitas de seda negra y chalecos y pantalones de la misma tela. Como su pelo y sus ojos eran del mismo color, el contraste entre las prendas de seda oscura y las níveas camisas y calcetines que acostumbraba usar, le daban un aspecto de acentuado dramatismo. Por cierto, vestido para las ocasiones más formales, Maurice lograba con la mayor eficacia hacer palpitar de ávida admiración los corazones femeninos. Y sin embargo, al ver que su nuevo amo casi le cortaba la respiración con atuendo tan sencillo, Shemaine se preguntó si alguna vez volvería a sentirse fascinada por los principescos atavíos de esos señores de calcetines de seda.

Gage sentó al niño en la silla alta que estaba en el extremo de la mesa, le ató un babero al cuello y luego se sentó en el banco, a la izquierda de Andrew. Shemaine se inclinó sobre la mesa para poner la fuente con bollos en el centro, haciendo levantar la vista a Gage para agradecerle, pero cuando la lámpara iluminó la cara de la muchacha, la vio con claridad por primera vez desde que había regresado.

Si había algo que consiguiera romper esa enloquecedora reserva que manifestaban sus misteriosas y mezquinas sonrisas, Shemaine supuso que ese algo era su cambio de apariencia. Cuando sus miradas se habían encontrado por primera vez en el London Pride, la fuerza de esos chispeantes ojos castaños la había sobresaltado, pero había algo completamente diferente en el modo lento, minucioso con que la miraba ahora, como si estuviese viendo por primera vez a la mujer en lugar de la posesión. Shemaine contuvo el aliento, amedrentada, preguntándose si al verla con la ropa de Victoria, se arrepentiría de haber sido bondadoso con ella.

—Está diferente... —murmuré Gage, al fin—. Yo diría que muy bonita.

¡Por cierto! Demasiado bonita para un hombre que ha estado sin mujer durante el ultimo año, pensó, bajando la vista y fijándola con gran decisión en los bollos. Tomó uno con un movimiento casi mecánico, lo partió al medio y untó mermelada en una de las mitades, para su hijo.

—¿Sirvo té a Andrew? —preguntó Shemaine, vacilante, sin poder interpretar el ánimo de Gage, que parecía más distante aún que antes.

Para evitar la locura de mirar en dirección a ella, Gage se puso de pie. Era una dolorosa verdad que la abstinencia agudizaba los sentidos de un hombre hasta una intensidad torturante cuando había tan cerca una doncella hermosa.

—Puse a enfriar un poco de leche en la fuente —respondió—. Si quiere, le mostraré dónde está.

—¿Llevo la lona? —preguntó; detestaba la idea de mojarse y enfriarse otra vez.

No se había aventurado a ir hasta el manantial durante la ausencia de él porque estaba impaciente por bañarse y para eso le bastó con esperar a que el agua de la olla estuviese caliente como para usarla.

—No, no es necesario. El porche trasero tiene techo y yo lo extendí hasta la fuente, de modo que no nos mojaremos aunque esté lloviendo.

Gage la guió por el corredor trasero, quitó el cerrojo de la puerta y la abrió para dejarla salir. Shemaine salió al porche y se maravilló ante la diligencia del hombre. Cada vez le resultaba más evidente que Gage Thornton disfrutaba creando cosas que no sólo fuesen hermosas sino también útiles.

La fuente de la que hablaba estaba en el extremo más alejado del porche y se había construido en piedra y madera. Pero eso no fue lo único que Shemaine notó. Donde terminaban los escalones, había unas piedras planas que, puestas unas junto a otras, formaban un sendero serpenteante que se extendía a cierta distancia de la cabaña. Entre floridos arbustos y árboles frutales, se veía una variedad de flores primaverales y hierbas mojadas por la lluvia, que bordeaban el sendero. A corta distancia, un cobertizo colmado de leña albergaba un pequeño ahumadero. A su lado había un montón de basura y tierra, frente al cual había una puerta que sin duda debía deservir de entrada a un sótano. Más lejos, en medio de un corral, un gallinero con una pulcra fila de compartimientos a un costado, que permitía recoger con facilidad los huevos de los nidos. Cerca de allí había un cobertizo con dos corrales, uno para un par de caballos, el otro para una vaca y su ternero. En el extremo más alejado del sendero, entre los árboles, había una gran estructura techada.

—Allí es donde mis hombres y yo hacemos los muebles —explicó Gage, haciendo un ademán en esa dirección—. Detrás, hay otro cobertizo donde estacionamos la madera que usamos para la construcción del barco y para los muebles.

—¡Papá! —llamó Andrew desde la cabaña, en tono afligido.

—Ya voy, Andy —respondió Gage con premura y, tirando de una cuerda que se hundía en la fuente, extrajo una botella con leche.

Metió un dedo en el asa de la botella, abrió la puerta a Shemaine y, cuando ella se volvió, observó el busto de la muchacha, apretado por el vestido. El sutil balanceo de la falda atrajo su mirada mientras ella atravesaba el cuarto trasero.

Al volver junto a la mesa, Gage dejó la leche pero se quedó esperando, de pie junto al banco. Pasó un momento antes de que Shemaine comprendiera qué estaba esperando él: que ella se sentara. A su mirada interrogante respondió con un gesto de la mano que la invitaba a sentarse en el banco que tenía más cerca.

—Shemaine, aquí, en esta cabaña, comemos todos juntos. En mi casa será tratada como uno más de la familia; también por todos aquellos que vengan.

Deslizándose sobre la pulida tapa del asiento, Shemaine unió las manos sobre el regazo, y murmuró agradecida:

—Gracias, señor Thornton.

—Gage... mi nombre es Gage —se sentó enfrente, aunque todavía no se sentía seguro para mirarla demasiado tiempo, por miedo a que se encendieran esos fuegos que tanto le costaría ahogar. Hasta entonces, nunca había tenido un sirviente, menos aún una sirvienta y, si bien conocía casos de amos que habían ignorado los reglamentos que prohibían la violación y el abuso de sus siervas, prefería no sumar su nombre a la lista—. Todos me llaman así. Usted también debería hacerlo. No me gusta que nadie me diga señor Thornton... salvo mis enemigos.

Intentando disimular las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, Shemaine hizo un breve gesto de asentimiento

—Si ése es su deseo... Gage.

El aludido pasó la fuente de bollos al otro lado de la mesa.

—Y ahora, coma, Shemaine. En mi opinión, está demasiado delgada.

—Sí, señor.

Andrew había seguido el diálogo con interés, pasando la mirada de uno a otro, e inclinando la cabeza espió con expresión interrogante a Shemaine, que tenía la cabeza baja. Sintiendo la mirada curiosa del pequeño, Shemaine parpadeó para ahuyentar la humedad que dificultaba su visión y le dirigió una valiente sonrisa. El niño miró con curiosidad a su padre.

—Shimen llora, papá.

Shemaine alzó la cabeza y se encontró con la mirada inquisidora del hombre, mientras pequeños arroyuelos corrían por sus mejillas. Recordando la decisión con que había enfrentado los intentos de Morrisa y de Gertrude para humillarla y destruirla, a la joven le costaba creer que pudiese perder el control sólo porque alguien le demostraba un poco de bondad.

—Lo siento, señor Thorn... —se interrumpió, temiendo que su compostura terminara de derrumbarse si se corregía, utilizando la forma más familiar de dirigirse a él. Trató de explicar—: No... esperaba ser tan bien tratada. Hace cuatro meses o más que no oía una palabra amable dirigida a mí o que un caballero me abría la puerta y menos que esperara a que yo me sentase. Mi llanto me... avergüenza mucho, señor... pero al parecer no puedo detenerlo.

Gage metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un pañuelo limpio y se lo pasó. Luego, se puso de pie y se apartó, mientras ella se secaba los ojos. Abriendo el armario, sacó un par de jarros pequeños, llenó de leche casi hasta el borde uno de ellos y luego echó una pequeña cantidad en el otro. Al regresar a la mesa, le entregó el jarro lleno y la invitó:

—Beba, Shemaine. Necesita más la leche que el té, pues la calmará —partió otro bollo, untó por ambas mitades con confitura y las puso en un plato que puso ante ella—. Disfrute de sus bollos, muchacha. Huelen de maravillas.

Shemaine rió en medio de las lágrimas y notó la breve sonrisa que se dibujó en los labios de Gage cuando le devolvió la mirada. Sin entender bien por qué, esa magra medida en que se suavizaba el rostro severo, aligeró su corazón y su espíritu. Obediente, bebió la leche fría, que le pareció deliciosa, y luego comió con ganas algunos bollos. Andrew bebió ruidosamente del otro jarro, mientras su padre le ayudaba a sostenerlo. Después, Gage se sirvió té y probó los bollos. Comieron en silencio unos momentos, disfrutando de la suntuosa merienda. Luego, con aparente desinterés, Gage se dispuso a aliviar la tensión de la muchacha con la historia de un oso que lo había estado molestando durante un tiempo, años atrás.

—El Viejo Una Oreja era una criatura increíblemente malvada, que odiaba a las personas, seguramente porque había perdido una oreja en un encuentro con un trampero que a duras penas escapó con vida. Varias veces entró en mi propiedad sin hacer mucho daño, aunque una mañana helada, cuando salía del retrete, sorprendí al Viejo Una Oreja tratando de atrapar a un ternero joven que yo había comprado a comienzos de la primavera. Supongo que tenía intenciones de desayunar con él, y cuando salí y lo interrumpí, se enfureció. Pronto me di cuenta de que el Viejo Una Oreja quería venganza, quería al menos un bocado de mi pellejo. Había dejado el mosquete en la cabaña, y ahí estaba él, frente a mí, como desafiándome a hacer el menor movimiento. Yo estaba indefenso, sólo tenía los pantalones que llevaba puestos. Victoria oyó todo el escándalo que hacía el oso y salió corriendo por la puerta trasera con mi arma cargada, que era de ésas que se cargan por la boca. En aquel momento, estaba casi a término para dar a luz a Andrew, pero aun así, no vaciló. El oso se volvió para atacarla, y ella se apoyó la culata en el hombro y le hizo un agujero en medio de los ojos —hubo una sonrisa fugaz como un parpadeo—. Así fue como conseguí la alfombra de piel de oso para el dormitorio. Curtí la piel y la puse en el suelo, del lado de Victoria. Así, no se helaban sus pies en el invierno siguiente, cuando tenía que levantarse durante la noche para amamantar a Andrew.

Aunque los ojos de Shemaine todavía estaban rojos, las lágrimas habían cesado y sus verdes pupilas tenían una luz cálida, tras las largas pestañas húmedas por el llanto. Apoyando un codo en la mesa, dijo:

—Pienso que será conveniente que me enseñe a disparar el mosquete, señor Thornton, tanto por su seguridad como por la mía.

—Espero poder hacerlo antes de que termine la semana —repuso Gage, con una sonrisa fugaz pasándole por los labios.

Cuando acabó el ligero refrigerio, Shemaine se levantó y comenzó a recoger la loza, mientras Gage lavaba la cara y las manos de Andrew y tomaba al niño en brazos. El pequeño bostezó y apoyó la cabeza en el hombro de su padre, mientras éste iba al dormitorio. Cuando salió otra vez, cerró con suavidad la puerta del dormitorio. Levantó la botella de leche de la mesa y la llevó de nuevo al manantial; luego volvió a la cocina llevando un pequeño bote.

—Este es un ungüento que uso para cualquier cosa que haya que suavizar o curar —dijo a su sierva—. También sirve para heridas más graves, pero sobre todo lo uso para callos, magulladuras y cosas así —retiró la tapa, fue hasta el fregadero de madera donde Shemaine estaba lavando la loza, y acercó el bote a ella para que mirara dentro—. Se me ocurrió que tal vez ayude a curar esas marcas rojas que tiene en las muñecas y los tobillos.

Shemaine guardó el último plato en el armario y después miró dentro del bote y se encontró con un ungüento transparente, con un matiz amarillo fuerte. Pero una breve olfateada le hizo fruncir la nariz, disgustada.

—Ya sé que el olor bastaría para matar a un zorrino —bromeó Gage—. Pero las propiedades que le comenté son verdaderas.

Tratando de no temblar, Shemaine alzó la vista.

—¿Cómo tengo que aplicarlo?

—En realidad, es preciso frotarlo en la zona lastimada. Si me permite, creo que yo podré hacerlo mejor

Shemaine sintió que un calor coloreaba sus mejillas ante la idea de que un hombre prestara semejante servicio a una dama, y se apresuró a rechazar el ofrecimiento:

—Oh, no creo que sea correcto, señor.

—¿Podría saber por qué no? —preguntó Gage. Como no pensaba en otra cosa que en ayudarla, no simpatizaba con las nociones de corrección de la muchacha—. Shemaine, es necesario curar esas muñecas y esos tobillos, y su virtud no estará amenazada en absoluto porque le pase este ungüento. Créame, niña, si yo me propusiera comprometer su modestia, usted lo sabría, porque no empezaría por sus muñecas o sus tobillos.

Su mirada se fijó en el pecho apretado por el vestido, como indicando claramente por dónde empezaría, y de inmediato la levantó hacia la expresión azorada de Shemaine.

La joven cerró la boca, al comprender que la tenía abierta. Por cierto, no contribuyó a rehacer su compostura sentir que un calor abrasador invadía sus mejillas. Avergonzada, cruzó los brazos sobre el pecho, deseando que el vestido no fuese tan ajustado. Su protesta no era muy sincera, pero la dijo como silo fuera:

—¡Le... le aseguro, señor Thornton, nada más lejos de mi mente que la preocupación por mi virtud!

Una breve compresión de las comisuras pasó por sonrisa escéptica.

—En ese caso, es usted diferente de la mayoría de las jóvenes que he tratado en esta región. Muchas piensan que un viudo está en tal apuro que es capaz de arrojarse al paso de la falda más cercana y satisfacerse con una doncella, por la fuerza, si fuese necesario —Gage notó que las mejillas de Shemaine estaban encendidas; se preguntó si su crudeza la habría ofendido, o si su pulla había dado en el blanco—. Créame, Shemaine, soy algo más exigente.

—¡Yo también, señor! —alzó el mentón en encolerizada protesta—. Y si me permite objetar el ser comparada con otras mujeres que usted ha tratado aquí, le aseguro que soy una persona poco propensa a caer a los pies de ningún hombre. Créame que me sentiré muy contenta de vivir mis días a su servicio como una solterona sin mácula. ¡Y, sino le importa, reservaré mis muñecas y tobillos para mí!

Una mueca irritada apretó los labios de Gage mientras extendía su mano y depositaba el bote en la de ella.

—Shemaine, si cambia de opinión, será un placer ayudarla... sin comprometer su virginidad.

Girando sobre los talones, salió del cuarto y luego por la puerta del fondo, haciendo saltar a Shemaine al cerrar dando un portazo. De repente, el enfado de Shemaine se esfumó, para ser reemplazado por una abrumadora sensación de temor y aflicción. Se reprendió, diciéndose que podría haber actuado con mayor prudencia. No tenía por qué hacer tan evidente el temor que sentía de que ese hombre la tocara con esas bellas manos delgadas.

En la habitación contigua, Andrew echó a gemir, tal vez sacado del sueño por el portazo. Shemaine corrió hacia la habitación, abrió la puerta y miró dentro. El niño estaba acurrucado de lado en medio de la cama, tapado con una manta. Tenía los ojos cerrados, pero las pequeñas cejas estaban fruncidas y las comisuras de la boca proyectadas hacia abajo, mientras emitía un suave gemido. Shemaine se acercó de puntillas a la cama, se inclinó sobre el niño y le acarició lentamente la cara, mientras cantaba una nana irlandesa. El ceño aflojó casi al instante y la respiración se hizo más profunda. Luego, con un suspiro sereno, el niño se volvió de espaldas y se sumió en el sueño. Canturreando suavemente, Shemaine volvió a cubrirlo y volvió para salir.

El corazón estuvo a punto de saltarle del pecho al distinguir una silueta oscura, enmarcada por la entrada de la habitación. Ahí estaba Gage, en pose relajada, con el hombro apoyado en el marco, con toda la apariencia de haber estado observándola desde hacía un tiempo. Esa suposición caldeó nuevamente las mejillas de Shemaine, mientras intentaba recordar sus últimas acciones. Sin poder entender qué lo habría llevado a observarla sin hacerse notar, corrió hacia la entrada con la intención de cederle la intimidad de su cuarto pero, para su sorpresa, Gage no se movió.

Al encontrar su paso bloqueado por esa alta figura de hombros anchos, Shemaine alzó la vista, consciente de lo insignificante que era su fuerza comparada con la de él. Si se le ocurriese tratar de imponer su voluntad, ella sabía muy bien cómo acabaría aquello. Con el corazón palpitante, esperó a que él retrocediese hacia la sala, cediéndole al fin una vía de escape. Cuando traspuso la puerta, el alivio la desbordó. Sintiendo la proximidad de él, quiso apartarse rápidamente, pero él la atrapó del brazo, impulsando una multitud de ansiosas emociones a través de ella. Con el hijo dormido, Shemaine sospechó que el padre habría considerado oportuno el momento para lanzar un asalto a su persona, obligándola a defenderse con los pobres medios que tenía a su alcance. Si bien la presión que ejercía en el brazo era suave, era igual que sentirse sujeta por un temido carcelero que tuviese el poder de quitarle la vida o de liberarla. Temiendo lo peor, se preparó y su mirada buscó cautelosa la de él.

—Señor Thornton, ¿necesita algo de mí?

Gage se inclinó hacia ella, provocándole una temerosa rigidez, pero él se limitó a cerrar con suavidad la puerta del cuarto.

—He vuelto para disculparme —dijo en voz baja, mientras se enderezaba—. Sé que ha sufrido muchas penurias y que el capitán Fitch ansiaba comprarla y convertirla en su amante a espaldas de su esposa, pero no todos los hombres son iguales. No tendría que haberla provocado como lo hice, Shemaine. Lo siento.

Shemaine lo miró fijo, atónita. ¿Eso era todo lo que quería? ¿Disculparse? ¿No comprendía que la había asustado tanto como para restarle veinte años de vida?

La muchacha sonrió con dificultad, algo avergonzada por haberse asustado e imaginado, sin motivo, que él quería acostarse con ella, como si la hallara irresistible. Como él mismo había dicho, el hecho de que fuese viudo no significaba que fuese un libertino. Además, también había dicho que estaba demasiado delgada.

A medida que el corazón de Shemaine fue normalizando su ritmo y consiguió razonar con lucidez, pudo comprender mejor lo que él le decía; en cierto modo le sorprendió su aguda percepción. El capitán Fitch se había creído muy listo planeando una cita galante, pero hete aquí que un perfecto desconocido había descubierto el plan de inmediato. Quizá, Gertrude Fitch tampoco era tan lista como ella creía.

Debatiéndose aún con un profundo arrepentimiento, Shemaine bajó la vista y respondió, humilde:

—El saber que tal vez tenga motivos para ofenderse por mi infantil reacción no me hace sentir mejor, señor Thornton. Lo único que me preocupaba era que resultaba inapropiado que un caballero soltero como usted curase las muñecas y los tobillos de una dama. Ahora comprendo que usted sólo pretendía ayudarme.

¡Y no violarme!, agregó para sí, reprendiéndose.

—Me gustaría hacerlo —aseguró Gage con mucha gentileza, haciéndole levantar la vista cuando su respuesta siguió a ese voluble pensamiento. Apelando a su voluntad, Shemaine sometió su desbordada fantasía y procuró estar más atenta a lo que decía su amo y no caer presa de sus propias ilusiones. La voz de Gage era fuerte pero lisonjera—. Creo que el ungüento curará buena parte de las llagas.

—Entonces, hágalo —tras un compromiso anunciado con tanta calma, Shemaine soltó el aliento en un trémulo suspiro, y aventuró una sonrisa—. Pero tenga cuidado con mis tobillos. Hoy, Jacob Potts me obligó a ponerme de pie de un lirón, y no sé qué está peor, si mi trasero o mis tobillos.

El mero atisbo de una sonrisa aclaró ese semblante mas bien sombrío.

—Será un placer masajear ambas zonas, si usted quiere.

No bien Shemaine había logrado recuperar el control de su desbordada imaginación, cuando él reducía sus esfuerzos a cenizas. ¡No era de extrañar que ella tendiera a pensar lo peor! ¡Era el impredecible humor de él lo que provocaba sus imprudentes especulaciones!

Los ojos verdes se clavaron con expresión suspicaz en ese hombre apuesto, como si se atreviese a medir la profundidad de su temple.

—Señor Thornton, si quisiera adivinar el origen de esos fugaces atisbos de humor que he visto en usted, yo juraría que de pequeño ha sido robado por los gnomos, que le enseñaron con gran deleite a burlarse con tanto ahínco como para arrancarle las verrugas a un sapo.

La atravesada conjetura arrancó al hombre una genuina carcajada.

—Y yo que pensé que había besado una piedra en el castillo de lord Blarney —replicó, indicando con una mano la silla mecedora que estaba ante el hogar—. Siéntese ahí, Shemaine; la frotaré con este preparado.

—No sé si podré aguantar hasta que termine —musitó, con un exagerado gemido—. Apesta tanto que me revuelve el estómago —de pronto, sospechando de los motivos de él, lo miró con agudeza—: No estará tratando de engañarme con esa cosa, ¿no?

En los ojos de Gage apareció una chispa de malicia.

—Así podría olerla en caso de que usted decidiera huir

Shemaine giró rápidamente como para escaparse en ese mismo momento, pero Gage la tomó de la muñeca con una breve carcajada y la hizo volver

—Vamos, Shemaine. Sólo hago lo que los gnomos me enseñaron a hacer. Siendo irlandesa como es, ¿no sabe cuando alguien está bromeando?

Shemaine sacudió la cabeza, en franca desconfianza.

—En diversas ocasiones, he podido entender por qué los ingleses odian tanto a los irlandeses, porque no cabe duda de que son capaces de fastidiar al mismo diablo, hasta lo harían gritar. Pero en este caso, los papeles están invertidos.

Los ojos castaños veteados de ámbar la miraron, resplandecientes, reflejando la luz del fuego tanto como la calidez que venía desde dentro.

—No tema, Shemaine —dijo—. El ungüento se puede lavar después de haberlo masajeado para que penetre en la piel, pero incluso entonces, empieza a disminuir el olor.

Shemaine se instaló en la mecedora y se sometió con aire cauteloso a los cuidados de él, que se arrodilló ante ella. No fue tan difícil de soportar que le levantara las mangas, pero miró de soslayo mientras él hundía los dedos en el ungüento y comenzaba a frotar sus delgadas muñecas, extendiendo el preparado. Lo hacía penetrar en la piel enrojecida con lentos movimientos circulares del pulgar, hasta que el olor realmente empezó a disminuir, asombrando a Shemaine pues en su lugar una fragancia mucho más sutil subió hasta su nariz, cuando su amo inclinó la cabeza, concentrado en su tarea. Era una extraña y agradable mezcla de olores: la tela basta de la camisa, el cuero de los pantalones, el jabón con que se había lavado las manos y el limpio perfume masculino, que se combinaban formando una esencia intrigante, que intensificaba su percepción de ese hombre. Shemaine supo que la afectaba de una manera que ella jamás habría imaginado, porque sus propios sentidos femeninos respondían al suave contacto, desplegándose como los pétalos de una flor.

—Le aconsejaría que no use más esos cordones de cuero para sujetarse las zapatillas, Shemaine, al menos hasta que curen sus tobillos—dijo Gage, mientras desenrollaba las finas correas—. Podrían retrasar la curación.

Levantó un pie descalzo en su mano, acelerando los latidos del corazón de Shemaine. Con ajos dilatados de incertidumbre, lo miró a la cara, pero Gage no se inmutó y metió otra vez los dedos en el pote.

—Será mejor que levante la falda —le advirtió—. Así evitaríamos que se manche.

Titubeante, Shemaine recogió la camisa y el vestido en una medida que consideró modesta; Gage esperó, pero no hubo más reacción. Arqueando una ceja, la miró de nuevo, hasta que ella levantó un poco más, contra su voluntad. Todavía insatisfecho por lo irrisorio de la zona de trabajo, Gage lanzó un suspiro de frustración, apoyó el pie descalzo en su muslo y, con la mano limpia, le levantó la falda casi hasta la rodilla, provocando una ahogada e indignada exclamación de la muchacha. Sin hacer caso de la nerviosa confusión de ella, volvió a asir el pie y empezó a esparcir la sustancia alrededor del tobillo. Masajeándolo, la hacía penetrar poco a poco, frotando con el pulgar en círculos, desde el empeine hasta los dedos de los pies y en la planta. Sujetando el pequeño talón con una mano, masajeó con suavidad el pie con la otra. Esas rítmicas pasadas pronto la calmaron; Shemaine descubrió que se relajaba en la mecedora, apoyando la cabeza contra el borde curvo de la silla.

—Tiene una hermosa voz, Shemaine —comentó Gage en voz queda, mientras empezaba a extender el ungüento en el otro pie—. Victoria también solía cantar a Andrew. Aunque él era sólo un recién nacido, daba la impresión de escuchar atentamente hasta que se dormía, pero desde el accidente no hubo nadie que le cantara. En ese aspecto, yo no soy muy capaz.

—Es tan dotado en tantas otras cosas, que su talento me apabulla—repuso Shemaine, apaciguada por sus tiernos cuidados y el fuego que enmarcaba los anchos hombros y la espléndida cabeza oscura—. Si no tuviera ningún defecto, no sería humano, señor Thornton.

—Oh, ya lo creo que soy humano —afirmó, acariciando el diminuto pie delicado.

Sus pulgares se turnaban para ejercer su magia, pasando con lentos movimientos por arriba, por abajo y alrededor. Por la mente de Gage cruzó el pensamiento de que todavía no había descubierto nada que no fuese digno de admiración, incluso sus pies de delicada estructura ósea.

—Todos somos humanos —suspiró Shemaine—. Ninguno de nosotros es perfecto, y no es lógico esperar perfección de los que nos rodean. En verdad, si entendiésemos mejor nuestros defectos, podríamos ser más tolerantes con los ajenos, y tender menos a ofendemos ante la más leve provocación. Si los hombres pudiesen perdonar con el mismo fervor con que hacen la guerra, pienso que podríamos convivir más pacíficamente. Y sin embargo hay algunos tan malvados a los que no deberíamos tolerar.

Las manos de Gage subieron para masajear el tobillo.

—¿Conoció a alguien así en el London Pride?

Shemaine supo que había llegado el momento de hablarle de sus enemigos.

—A bordo del London Pride había varios. Una era Gertrude Fitch, la esposa del capitán. Otro era Jacob Potts. Pero la peor de los tres era Morrisa Hatcher. Usaba sus manejos para incitar a los otros dos, prometiendo sus favores a Potts el que, a su vez, con sus mentiras lograba que la señora Fitch emprendiera acciones contra nosotros. Cualquiera que no se arrodillase ante él o ante Morrisa podía ser castigada, sobre todo porque la señora Fitch fastidiaba a su marido hasta conseguir que diese una orden al respecto. Y aunque la señora Fitch se creía muy inteligente, en realidad era la más ingenua de los tres. Al menos Potts sabía qué obtendría cumpliendo con las maldades de Morrisa. Era un círculo vicioso, pero la que más se beneficiaba con él era Morrisa. Además, era la más resuelta en su deseo de causar estragos a sus adversarios, sobre todo a mí. Aunque era evidente que los tres albergaban resentimiento contra mí y querían verme muerta.

Gage notó que Shemaine parecía repentinamente nerviosa, como si temiera algo que él no conocía.

—¿Y piensa que ellos continúan deseando su muerte?

—Quizá la señora Fitch se alegraría si yo muriera pero no lo buscará abiertamente aquí en las colonias. Para ella, una cosa es ser la reina suprema en un barco de su padre y otra muy distinta tener que responder ante las autoridades británicas en una tierra extranjera. En cuanto a los otros dos, seguirán persiguiendo su objetivo en tanto estén aquí —aseguró, convencida—. Lo han prometido. Morrisa mandará a Potts a ejecutarlo y, cuando lo haga, estará satisfecha.

—¿Él es el hombre que vi en el barco? —preguntó Gage, frotando otra vez la pierna.

—James Harper lo había mandado al pañol de proa unos instantes antes de que usted subiera a bordo. Es un hombre corpulento, de una vez y media su tamaño, de pelo pajizo, mejillas rojas y nariz grande, bulbosa.

Un leve fruncimiento de labios indicó el humor de Gage.

—Por su descripción, me pregunto si Potts la persigue en sueños. Es evidente que lo ha memorizado muy bien, Shemaine.

—Por cierto, lo reconocería de lejos.

—Espero que tenga tiempo de avisarme si lo ve acercarse.

—Y me enseñará a disparar el mosquete, ¿no es cierto? —dijo, ansiosa, sabiendo que habría ocasiones en que él estaría ausente y ella quedaría sola para defenderse si Potts la buscaba.

Gage alzó una ceja con aire escéptico, y le hizo una pregunta pertinente:

—Shemaine, ¿en realidad piensa que es capaz de matar a un hombre?

—Si el señor Potts me encuentra, tendré que hacerlo —razonó—. Si no puedo defenderme, me matará.

—Por lo general, si yo o alguno de mis hombres divisamos un bote acercándose a la costa, uno de nosotros le sale al encuentro, pero debo confesar que a veces estamos demasiado ocupados, hasta para mirar por la ventana del taller. Si llega a ver a Potts, sencillamente toque la campana que está junto a los escalones de entrada, o grite a todo pulmón. Sin duda, alguno de nosotros oirá una de las dos cosas y vendrá corriendo.

—Creo que no entiende lo que usted o sus hombres tendrían que enfrentar, señor Thornton —respondió Shemaine con cautela—. Ese tipo es un bruto. ¡Un pedazo de bestia! Harían falta dos como usted para vencer a ese monstruo.

—Normalmente, soy capaz de cuidarme a mí mismo o a cualquier cosa que me pertenezca —aseguró Gage, aunque admitiendo la posibilidad de no percibir con precisión las dificultades antes de que sucedieran o de prever el futuro con claridad—. Aun así, por las dudas le enseñaré a disparar el mosquete.

Shemaine soltó un suspiro de alivio, segura de haber obtenido lo que quería. Se inclinó hacia adelante, observando cómo él frotaba sus piernas con una toalla para quitarle el exceso de ungüento. Luego, Gage se sentó en el suelo, le permitió bajarse la falda, y se limpió las manos con la toalla, bien a sus anchas en esa posición.

A Shemaine la sorprendió sentir ya cierto alivio de la inflamación de sus magulladuras.

—Señor Thornton, estoy convencida deque entre otros talentos, está usted muy dotado para la medicina. Ya me duelen mucho menos los tobillos. Muchas gracias.

Gage inclinó la cabeza aceptando el gracioso comentario, aunque no era tanto lo que ella decía aquello que lo deleitaba sino la inflexión que le daba a ciertas palabras, sobre todo a su propio apellido, porque las sílabas sonaban tan mágicas y gratas como el argentino tintineo de pequeñas campanillas en la brisa matinal, Sin olvidar que él mismo había insistido en que lo llamara por su nombre de pila, debía admitir que cuando su apellido brotaba de los labios de ella, agitaba sus sentidos en considerable medida. La pronunciación de Shemaine, aunque bien modulada, revelaba la influencia del acento de Shemus O’Hearn.

—En pocos días, sus tobillos estarán mucho mejor—predijo—. Antes de que pase un mes el enrojecimiento se habrá ido, y tal vez para entonces pueda comprarle un par de zapatos.

—No tiene que preocuparse por eso, señor Thornton —replicó suavemente—. Estoy agradecida de tener éstos que me dio. Como puede ver, son un poco largos, pero no me será difícil habituarme a ellos. Ya sé muy bien lo que es andar descalza y estoy contenta de tenerlos, aunque estén gastados y me vayan algo grandes. Por cierto, es mucho más cómodo estar calzada que sentir cada piedra o cada espina que piso.

—No hacía falta de mucha inteligencia para saber que los zapatos de Victoria serían demasiado grandes para usted —señaló Gage—. Aunque de huesos finos, mi esposa era casi una cabeza más alta que usted.

—Creo que Andrew también será alto —predijo Shemaine, mirando las manos del padre. Eran largas, delgadas, y las puntas de los dedos más bien cuadradas, tan atractivas como el resto de su persona—. ¿Cómo podría ser de otra manera, siendo usted tan alto? Estoy segura de que cuando crezca será su viva imagen.

—Victoria dijo lo mismo apenas nació Andrew —recordó Gage—.Y quizá sea cierto, pues ella era muy rubia. Su pelo era claro como las barbas de maíz, y con un brillo similar. Yo solía verlo revolotear en el viento y siempre me asombraba que sus mechones jamás se enredasen.

Consciente de sí misma, Shemaine se alisó un rizo, apartándolo de la cara. Su pelo distaba de ser fino. Era tan grueso y rebelde que era necesario trenzar los pesados rizos o recogerlos en peinados capaces de poner a prueba la paciencia del peinador más ingenioso. En Inglaterra, su doncella gozaba del desafío de peinarla, creando bellos arreglos y jactándose de los reflejos dorados que mostraba. Pero ella había cepillado y cuidado el cabello de la muchacha desde que tenía diez años y, desde luego, era un tanto prejuiciosa. Elogiándose a sí misma, Nola solía asegurar que ni la querida más consentida de cualquier aristócrata estaría jamás tan exquisitamente peinada como su Shemaine.

—Lamentablemente, mi pelo es tan rebelde como parece —se quejó Shemaine, añorando aunque fuese una parte de la habilidad de Nola—. Esta tarde estuve a punto de cortármelo, sólo para evitar que se enrede..

Gage contempló un obstinado mechón, que se rizó de inmediato, en cuanto la mano de Shemaine bajó, y tuvo ganas de frotar el rizo entre los dedos para sentir su sedosa textura, pero se contuvo, adivinando que Shemaine saldría huyendo como una cierva asustada. Ya comenzaba a familiarizarse con una variedad de sus escrúpulos; se dio cuenta de que había hecho una insólita conquista masajeando esos miembros bien formados durante tanto tiempo.

—Me gusta su pelo, Shemaine; y no me agradaría que se lo cortara.

Temerosa de aquellas cuestiones en las que podría ofenderlo sin darse cuenta, Shemaine comenzó a afligirse por lo que ya había hecho; decidió que sería preferible admitir la verdad antes que de él la conociera de otra manera.

—Espero que no se enfade conmigo, señor Thornton... —dijo de un tirón—. Después de usarlo, tuve buen cuidado de lavarlo y dejarlo donde lo había encontrado...

—¿Qué? —Gage alzó una ceja—. ¿Qué está tratando de decirme, Shemaine? ¿Qué es eso que encontró?

—Su cepillo —respondió sin rodeos—. Tuve que usarlo para desenredar mi pelo.

Tras la breve sonrisa, Gage exhaló un suspiro de alivio.

—¿Eso es todo? Por el modo que lo dijo, pensé que habría cometido algún terrible desastre.

—¿No le molesta que lo haya usado? —preguntó Shemaine, perpleja—. ¿No está enfadado?

—¿Debería estarlo? —preguntó, con ese brillo endiablado en los ojos—. ¿Acaso tiene usted algo que podría contagiarme?

Riendo, Shemaine sacudió la cabeza.

—No creo que tenga ninguna infección, señor.

Gage se frotó la barbilla con aire reflexivo, sofocando el deseo de sonreír mientras se burlaba:

—Más bien debería temer lo que yo pudiese contagiarle, Shemaine. Dijo que lavó el cepillo después de usarlo y no antes, ¿verdad?

Apoyando las manos en las rodillas, Shemaine le dirigió una mirada intrigada:

—Señor Thornton, ¿está seguro de que es inglés?

El aludido respondió con un encogimiento de hombros.

—Si soy hijo de mi padre, entonces provengo de una larga línea de ingleses. Si no, mi madre fue violada mientras dormía, porque ella adjudicaba todo el crédito de mi nacimiento, mi apariencia y mi obstinación a William Thornton.

—¿Papá? —llamó Andrew, adormilado, desde el cuarto.

—Ya voy, Andy —respondió Gage, poniéndose de pie de un solo movimiento fluido que embelesó a Shemaine por su fuerza y su elegancia varonil.

Cruzando la sala hacia el dormitorio, Gage no advirtió ese par de ojos esmeraldinos que lo seguían por la habitación. Desapareció dentro, y Shemaine se rellanó en la silla para escuchar su voz apagada, mezclada con los balbuceos soñolientos del hijo. Las palabras que Gage pronunciaba no eran importantes, pero su tono era suave y reconfortante; sin duda entibiaba el corazón de Shemaine tanto como el del niño.

La noche descendió sobre la tierra y, con ella, la niebla que cubrió la cabaña, convirtiéndola en una isla. Fuera, se oyó el ulular de un búho en un árbol, en algún punto del bosque, hacia el oeste. Con la oscuridad, el interior de la cabaña se torné silencioso, sólo se oía el crujir y el sisear del fuego y el rasguido de la pluma con que Gage hacía anotaciones sobre el pergamino de un libro de cuentas, en el corredor trasero. Concentrado en su contabilidad, pareció haber olvidado a la mujer que había comprado ese mismo día, pero cada vez que Shemaine alzaba la vista de su costura, en la cocina, podía verlo a través de la puerta abierta. Sentada en la mecedora, a la derecha del hogar, tenía una clara vista del corredor Después de compartir la comida que había enviado Hannah Fields para la cena de los Thornton, había dejado preparada la de la mañana, para desayunar temprano, y limpiado la cocina. Más tarde, Gage llevó a Andrew a la cama, en su pequeño rincón, apenas separado del dormitorio principal, y luego se instaló a trabajar en su mesa de dibujo mientras ella cosía el dobladillo del vestido azul y de la segunda camisa que había elegido para usar.

Por cierto que no era su intención comparar a su amo con su prometido, pero mientras sus dedos guiaban la aguja a través de la tela, la mente de Shemaine vagaba lejos, y sucedió lo inevitable. Los dos eran similares en muchos sentidos. Ambos tenían el pelo negro como el ala de un cuervo. Gage llevaba el suyo muy corto y pegado a la nuca, mientras que Maurice lo ataba en una pulcra coleta en la parte de atrás de la cabeza, evitando los polvos y las pelucas. Si existía alguna diferencia en la altura, era tan minúscula que no se notaba. Los dos eran altos, de hombros anchos, delgados pero musculosos, y llevaban con elegancia cualquier atuendo que usaran, ya fuesen pantalones de piel de ante y camisas de hechura doméstica, como era el caso de Gage, o la vestimenta más formal de Maurice. Si bien su prometido prefería, en general, la dignidad de la seda negra en lugar de otros colores y telas para las ocasiones importantes, Shemaine pensó que el marqués, con todo lo apuesto que era, no resultaba más impresionante con sus galas de la corte que Gage Thornton con su ropa más rústica. La cintura y las caderas de su amo eran lo bastante estrechas para dar envidia al más presumido de los dandies, y los largos pantalones de cuero le ajustaban de modo que se pegaban a los contornos musculosos, revelando los tensos tendones que recorrían los muslos, en clara evidencia del vigor atlético del hombre.

Sin duda, Maurice du Mercier no carecía de fuerza, arguyó mentalmente Shemaine, tratando de no perder la clara perspectiva de la comparación. Más aún, era un espadachín formidable y meritorio jinete. Era aficionado a todas las danzas de la corte, y las practicaba con tanta elegancia como montaba acaballo. Sin embargo, la diferencia entre los dos hombres podría sintetizarse en el contraste de sus manos. Los dedos de Gage eran delgados y duros. Apretados por semejante presión, las manos pálidas y sin callos del marqués du Mercier habrían quedado muy maltrechas.

En otra época, quizás uno o dos siglos atrás, Shemaine estaría convencida de que la galanura de su prometido era inigualada. Seguramente, nadie podría negar el refinamiento aristocrático de las facciones de Maurice y la belleza de sus ojos de negras pestañas. Cuando se enteró de la propuesta matrimonial, la madre de Shemaine, que había demostrado su firme confianza en la sensatez de su hija, expresó sus dudas con respecto a que Maurice y Shemaine pudieran estar bajo la influencia de una fuerte atracción física más quede una profunda e indoblegable devoción.

Un tiempo después, Camille conjeturó que Shemaine se había impresionado por la grandeza de su novio y por su posición social. Si bien Shemus O’Hearn tenía un carácter difícil, era lo bastante prudente para tomar en serio los consejos de su esposa. Entre los dos se pusieron de acuerdo y le negaron su consentimiento, rogando al pretendiente que comprendiese: sólo querían que Shemaine fuese consciente de la vida que llevaría al convertirse en marquesa. Comprendiendo su preocupación, Maurice insistió en su ardiente amor hacia la hija de ellos, y prometió que no permitiría que nada le faltara. Había pasado por lo menos un mes cuando los O’Hearn por fin accedieron, prestando oídos a las suaves afirmaciones de Shemaine de que ningún otro hombre que conociera podría compararse con Maurice, como había llegado a conocerlo.

¡Y eso había sucedido en Inglaterra, ocho meses atrás!

¡Y éste era otro continente y otro tiempo!

Cuántas cosas habían pasado desde aquel tibio día en Londres, cuando Maurice le había pedido que fuera su esposa... ¡Ella ya no era una joven dama ociosa sino una sierva, comprada por un colono que ahorraba y trabajaba para hacer algo con su vida y sus aspiraciones!

Shemaine hizo tenaces intentos de evocar una imagen clara de su prometido, y pasó largo rato hasta que comprendió por qué le resultaba tan difícil imaginar el noble rostro de su novio: lo impedía el hecho de que el bronceado, musculoso y vibrante señor Thornton estaba ahí, ante ella, donde podía observarlo atentamente cada vez que levantaba la vista.

Gage cerró el libro, metió la pluma en el tintero y apartó su taburete del escritorio. Recogiendo una vela, tocó la mecha con otra encendida, y luego apagó las otras que había en la habitación. Salió del corredor, se acercó a la mecedora, y Shemaine se apresuró a doblar la camisa que había estado cosiendo.

—Necesitará esto para iluminarse en la escalera —dijo ofreciéndole la vela encendida—. En el arcén que está junto a la cama hay una manta, por si la necesita. Tendí una cuerda sobre la barandilla, y colgué de ella una lona mientras usted terminaba en la cocina. Bastará con que la corra.

Dándole las gracias, Shemaine recibió la vela y vio, confundida, que él levantaba una lámpara, le deseaba las buenas noches y marchaba hacia el dormitorio. Como le daba vergüenza confesar que esa tarde había olvidado proveerse de prendas para dormir del baúl de Victoria, recogió las que había arreglado y fue hacia la puerta de la cocina.

Gage había llegado a la entrada del dormitorio cuando recordó la carencia de ropas de su sirvienta. Se volvió y atrajo su atención, diciéndole:

—Lo siento, Shemaine, casi olvidaba preguntarle si necesita algo más del baúl de Victoria.

—Me vendrían bien un camisón y una bata, señor, si no es molestia—admitió con timidez—. No me acordé antes.

—Venga a buscarlos, pues. No tiene por qué intimidarse.

Le hizo señas de que se acercara, se volvió y entró en el dormitorio.

Cuando Shemaine se decidió a seguirlo, Gage ya había levantado la tapa del baúl y revisaba su contenido. Bajo la mirada de la mujer, apartó un camisón roto que estaba arriba y buscó más abajo entre la ropa, hasta que al fin apartó un camisón que a Shemaine le había parecido el más bonito. Eligió otro más, sin importarle su elevada calidad y su delicado bordado, añadió la única bata que había en el baúl y le entregó las tres prendas.

—Pero esto es demasiado para una sirvienta —insistió Shemaine, sin hacer ademán de aceptarlas.

Gage las empujó hacia ella, obligándola a aceptarlas.

—No tiene sentido dejar que se desperdicien, Shemaine.

—Podría guardarlas para su esposa cuando vuelva a casarse —arguyó, apretando las ropas contra su cuerpo.

Como si pensara en el comentario, Gage torció la mandíbula y contempló a Shemaine. Al parecer, había arribado a una súbita decisión, porque hizo un leve gesto de asentimiento.

—Si me gusta cómo le queda, tal vez acepte su consejo y me case con usted.

Shemaine lo miró con la boca abierta, incapaz de pronunciar una sola palabra. Estaba demasiado atónita con la sugerencia como para murmurar una negativa. Con una endiablada expresión maliciosa, Gage le apoyó el dedo índice en el mentón y le cerró la boca.

—No se impresione tanto, Shemaine. No sería el primer matrimonio de conveniencia que tenga lugar aquí, en las colonias, ni tampoco el último. Con lo escasas que están las mujeres, no es infrecuente que un hombre torne a una extranjera por esposa. Y si el sujeto es tímido, lo más probable será que otro le arrebate la doncella antes de que él se atreva a mover la lengua para proponer matrimonio.

Al fin, Shemaine recuperó la voz y se apresuró a asegurar:

—No quise insinuar que deberíamos casarnos, señor Thornton... es decir... le aseguro que jamás pensé en semejante cosa... jamás se me ocurriría... yo... no podría... estaba prometida, ¿sabe?

Se interrumpió de repente, advirtiendo que estaba protestando demasiado.

—Es muy tarde para que estemos parloteando sobre estas cuestiones, Shemaine. Póngase uno de esos camisones y vaya a la cama. Descanse. Recupere las energías. Espero que antes de mucho mis hombres y yo podamos entregar a nuestros clientes de Williamsburg los muebles que hemos terminado. Cuando vayamos, ya sea dentro de un par de semanas o quizás un mes, me gustaría llevar a Andrew conmigo, pero necesitaría que usted nos acompañe para cuidarlo. Los hombres y yo deberemos cargar las piezas en la barcaza, pasarlas a un carro y llevarlas a Williamsburg. No puedo hacer eso y también cuidar del niño. Estoy seguro de que necesitará todas las energías que pueda reunir para seguirlo durante todo el día.

—Trataré de estar en condiciones para cuando decida ir, señor Thornton —respondió, mientras retrocedía hacia la entrada.

Gage la siguió hasta la puerta y, levantando el antebrazo, lo apoyó en la jamba y sostuvo la mirada de ella con sus ojos castaños que no vacilaban.

—Por si no lo advirtió, Shemaine, tiene usted un acento muy bonito. Lo percibo con mucha claridad cuando me nombra con mi apellido, y como parece que no se decide a tratarme de otra manera, puede seguir llamándome señor Thornton; tiene mi más calurosa aprobación —relampagueó una efímera sonrisa y sus ojos brillaron, maliciosos—. Hasta el día que nos casemos, claro.

—Por las verrugas de un sapo —murmuró Shemaine, petulante, mientras giraba sobre sus talones, aunque la carcajada de él le hizo sonreír en su rápido regreso al corredor.

En el silencio de la cabaña el apresurado golpeteo de sus zapatillas llegó hasta los oídos del hombre y, durante largo rato por largo tiempo, Gage escuchó los movimientos de ella en la planta alta, contento de poder oír algo más grato que los obsesionantes gritos de su esposa muerta.

Capítulo 5

Desde siempre, los adultos en el hogar de los Thornton habían acostumbrado levantarse antes de que el sol asomara sobre las copas de los árboles. Shemaine no estaba habituada a levantarse antes del alba; en Inglaterra se le permitía holgazanear hasta mucho después de que el globo solar hiciera su cotidiana aparición. Siendo hija única, había sido bastante consentida. Sin embargo, tanto su madre como la vieja cocinera de la familia le advertían con frecuencia que las cosas cambiarían de manera drástica cuando fuese el ama de su propio hogar. En el London Pride había dormido cada vez que podía, pero esos torturados intentos habían sido cualquier cosa menos descanso. Por el contrario, su primera noche en la cabaña de Thornton había sido tan tranquilizadora en lo físico como reparadora en lo mental. Sin embargo, su despertar vino acompañado por la dura realidad de que ya no podía quedarse en cama hasta cualquier hora. Ahora era una sierva y, por lo tanto, se esperaba que funcionara como tal y que sirviera en lugar de ser servida.

Lo primero que le dio una vaga conciencia de cuanto la rodeaba fue el ruido de la puerta del dormitorio de Gage al abrirse, pero cuando los pasos de él avanzaron por el corredor, despertó del todo esperando que su amo subiera la escalera y la sacara de la cama. Pero el suave chirrido de la puerta del porche que se abría y se cerraba le indicó que él había salido de la cabaña, y el latido frenético de su corazón disminuyó, recuperando un ritmo más normal.

Aún temblando, Shemaine salió de la cama, hizo funcionar el yesquero para encender una vela. Poniéndose la bata de la muerta sobre el camisón que Gage le había dado, recogió la palmatoria y bajo deprisa. La pequeña llama se achicaba y chisporroteaba por la corriente que creaba su rápido descenso hacia la cocina. Aunque estaba a medio vestir, encendió una lámpara, avivó el fuego en el hogar y comenzó a preparar el desayuno: ya había decidido dejar su toilette matinal para más tarde. En ese momento, tenía mucho que hacer.

Como había preparado la comida matinal la noche anterior y dejado una buena cantidad de bollos a leudar no muy lejos del calor del hogar, Shemaine evitó el trastorno de las prisas. En una ocasión, Bess Huxley había ensalzado la prudencia y la importancia de que una mujer se organizara bien en cualquier tarea que emprendiese y había tratado de imbuir a su discípula de tales motivaciones. Pero sólo en el presente, cuando Shemaine se encontraba forzada a demostrar sus méritos al hombre la poseía, por fin reconocía y valoraba los beneficios de una buena organización y distribución del tiempo. El placer que sintió viendo los bollos calientes dorándose en el horno del hogar, las tiras de carne de venado ahumado siseando en la plancha y los huevos cuajando mientras ella los revolvía en la sartén, no tenía nada que ver con el aburrimiento que había sufrido cuando la obligaban a realizar tan monótonas tareas. Cuando todavía estaba en su hogar, con sus padres, cualquier trabajo en la cocina le había parecido una odiosa imposición, y ella hacía lo que le ordenaban sólo para apaciguar a la cocinera o, quizás para ganar unos días de respiro y tener que soportar el tedio de su enseñanza.

Los primeros rayos del sol ya entraban por los cristales de las ventanas cuando Gage empezó a abrir las contraventanas. Cuando terminó sus faenas exteriores y volvió a la cabaña con un cubo de leche recién ordenada y una cesta con huevos, el interior estaba lleno de luz y del delicioso aroma de los bollos calientes y la carne asada. Al pasar junto a Shemaine en la cocina, Gage vio, asombrado, la comida que estaba preparando.

—Ha resultado ser una mentirosa, Shemaine —comentó, apoyando el cubo y la cesta en la mesa, cerca de donde ella trabajaba.

Casi no podía apartar la vista de los panecillos, porque tenía seria dudas de haber visto alguna vez algo de aspecto tan delicioso. Aunque tal vez fuese su apetito que enturbiaba su memoria.

Su comentario provocó la consternación de Shemaine:

—¿Por qué lo dice, señor?

—Bueno, es obvio que sabe cocinar —respondió Gage, indicando la comida con un ademán—. Quizá tan bien como para avergonzar a Roxanne Corbin. ¿Por qué trataba de que creyera lo contrario?

Dispuesto a conocer el motivo, Gage le dedicó toda su atención, y el ceño pensativo que había crispado su frente fue alisándose a medida que los cálidos ojos castaños bajaban lentamente, recorriendo desde sus desordenados tirabuzones hasta sus pies delgados que asomaban bajo la falda. Las pequeñas extremidades se curvaron bajo su distraída contemplación, hasta que invirtió el examen. Esta vez, su mirada se deslizó hacia arriba, deteniéndose brevemente en el redondeado pecho, suelto bajo la ropa de dormir.

Incómoda por su desaliño, Shemaine cubrió su pecho con un brazo y cerro el borde de encaje de la bata en su cuello. Si las prendas hubiesen sido transparentes, y su cuerpo pálido estuviera por completo expuesto a la mirada fija de Gage, no se habría sentido más desconcertada. La intensa atención del hombre la ponía muy nerviosa, porque no tenía la menor garantía de que seguiría tratándola con cortés deferencia. Después de todo, no era más que una esclava. No había sitio donde pudiese huir y nadie podía brindarle protección. Además, si había interpretado correctamente la timidez de los habitantes de la aldea cuando Gage Thornton los miraba, podía suponer que eran demasiado cobardes para enfrentarlo en defensa de ella. Otros, como Alma Pettycomb, podrían tener valor pero, si sentían su misma aversión contra los convictos, no se tomarían la molestia.

Por fin, la mirada de Gage subió hasta encontrarse con ella, y Shemaine volvió la cara para ocultar su intenso sonrojo y se concentró en pasar los huevos revueltos a un cuenco. Pese a sus esfuerzos por parecer inmutable, daba la impresión de que Gage estaba respirándole en el cuello. Cada fibra de su ser vibraba con la cercanía de él.

Tratando de controlar el temblor de su voz, Shemaine respondió de inmediato, esperando que se apartara:

—Señor, cuando me preguntó lo que sabía hacer, yo no estaba segura de lo que podría recordar. Para mi madre era importante que aprendiese a cocinar, pero yo detestaba las lecciones y nos les veía futuro, ¿entiende?. Sucedía que me impedían hacer lo que de verdad disfrutaba.

Llevando el cuenco y la fuente con carne a la mesa Shemaine se inclinó sobre ella para dejarlos cerca de los dos platos que había puesto más temprano, para su amo y para el hijo. No necesitaba constatar la dirección de la mirada de él, porque sentía su peso en la espalda.

—¿Qué era lo que disfrutaba, Shemaine? —preguntó Gage, interesado en el modo en que el camisón y la bata modelaban las prietas nalgas.

El grado de detalle con que lo obsequiaba sin saberlo, era digno de ser admirado en tanto ella lo obsequiara con semejante espectáculo.

—Cabalgar, señor —respondió Shemaine, sintiendo cierta nostalgia por su pasión por los caballos. Edith du Mercier despreciaba la idea de que una joven corriese por el campo a lomos de un indócil semental, que habría resultado imposible de manejar para muchos hombres. Shemus O’Hearn le había enseñado a montar a edad muy temprana, y padre e hija compartían un gran amor por esa actividad. Maurice era el único que Shemaine conocía, capaz de montar tan bien como su padre—. Mi padre era dueño de algunos de los mejores purasangre de Londres. Él me puso sobre el lomo de una yegua cuando yo sólo tenía dos años; después de eso, mi madre juró que ésa sería mi perdición futura. Supongo que, en cierto sentido, tenía razón. Sin duda, el apresador de ladrones sabía dónde encontrarme; fue en el establo donde me cazó.

—¿Insinúa que la abuela de su novio contó al apresador sobre su pasión por los caballos? —preguntó Gage, un poco decepcionado cuando ella se volvió de cara a él.

El busto mal cubierto era lo bastante tentador para atraer más que una subrepticia mirada. Los suaves promontorios lo tentaban con azarosas apariciones, incitando grandemente su imaginación.

—O al menos, alguien contratado por ella, señor —respondió Shemaine—. He llegado a convencerme de eso. Desde mi detención, he tenido mucho tiempo para pensar, y el modo clandestino en que se produjo me ha persuadido de que alguien quería mantener en secreto mi desaparición, porque no había nadie cerca cuando fui secuestrada. Los mozos de cuadra habían llevado las yeguas al campo a pastar. Si me equivoco en mis deducciones, habré cometido una gran injusticia con la dama, la habré juzgado mal.

—Si su familia la encontrase, ¿piensa que la sospecha que tiene de esa mujer le haría desistir de casarse con su novio? ¿Con ese...Maurice du Mercier?

Ese tema había monopolizado los pensamientos de Shemaine casi desde el momento de su detención; esa discusión mental la tenía harta. No había podido llegar a ninguna conclusión válida, aunque la necesidad de hacerlo era fundamental, porque no podía imaginar que el marqués pudiese tomar por esposa a una convicta.

—Es muy poco probable que a mis padres o a Marice se les ocurra buscarme aquí. Además, dudo que Maurice disponga de tiempo para semejante empresa. Tiene muchos asuntos y propiedades en Inglaterra que requieren su constante atención; no puedo imaginar que deje a un lado con ligereza sus obligaciones para venir aquí.

—¿Ni para buscar a su prometida?

La conclusión dejó perplejo a Gage, porque no podía concebir que un hombre olvidara a una mujer tan atrayente como ésta.

Shemaine no gozaba precisamente dando explicaciones, por eso habían sido bastante sucintas.

—Hasta nuestro compromiso, a Maurice nunca le faltaban damas de la nobleza que lo lisonjearan. Estoy segura de que a esta altura ha vuelto sus pensamientos y atenciones hacia otra.

Mientras hacía la pregunta, Gage la observó atentamente:

—¿Esto significa que usted ha dejado atrás esa parte de su vida?

Incapaz de confiar en la firmeza de su compostura, Shemaine asintió sacudiendo la cabeza y se dedicó a poner la mantequilla y las confituras sobre la mesa, para no caer presa de sentimientos de pérdida y nostalgia.

Con aire pensativo, Gage se inclinó y tomó un bollo. Arrancó un trozo y meditó la respuesta mientras lo ponía en su boca y empezaba a masticar. Un instante después, el apetitoso sabor atrajo toda su atención, y sus ojos echaron chispas de genuino placer. Decididamente, jamás había probado nada tan delicioso desde que se marchara de la casa de su padre. Ni siquiera Victoria hacía un pan tan delicioso.

—Shemaine, no debería haber limitado mi comparación a Roxanne Corbin. No es un cumplido rebuscado si le digo que es usted la mejor cocinera de la región.

Shemaine apartó un mechón rebelde de su cara y escudriñó a Gage.

—Señor Thornton, ¿eso significa que me conservará?

La pregunta lo sorprendió.

—Por supuesto, Shemaine. Ya le dije que no la devolvería. ¿No me ha creído?

—Señor, hay hombres que dicen una cosa y hacen otra completamente diferente—respondió con timidez.

—Yo no soy de ésos.

La puerta del dormitorio se abrió con un crujido, y los dos volvieron la vista para ver a Andrew que avanzaba descalzo hacia ellos. El niño tenía un aspecto tan adorable con su pequeño camisón y sus oscuros rizos revueltos cayéndole sobre los ojos, que Shemaine quiso acercarse a él y tomarlo en sus brazos, aunque sabía que aún desconfiaba de ella, que no era más que una desconocida.

Gage se aproximó a su hijo, que, en medio de un bostezo, le tendía los brazos. El padre lo alzó en el aire, arrancándole una ola de risas, y luego lo apoyó en su hombro.

—Volvemos en unos momentos, Shemaine—dijo Gage, mientras iba hacia el corredor del fondo—.Enseñamos a Andy a usar el orinal, pero él prefiere ir afuera, al retrete. Cuando yo no pueda, tendrá que acompañarlo usted. Trata de portarse como un hombre, pero es mejor tener cuidado.

—Desde luego, señor Thornton.

Shemaine se volvió, disimulando su sonrojo. En Inglaterra, en algunas ocasiones que había estado en el campo o desde las ventanillas de un carruaje había visto a niños pequeños jugando desnudos bajo la lluvia o en hondonadas llenas de agua. Y aunque fueron escenas breves, le habían dado cierta noción de la anatomía de los varones pequeños. Aun así, sospechaba que no tenía tantos conocimientos sobre el sexo opuesto como su amo supondría.

Poco después, Gage volvió junto al lavabo de la cocina, donde arrancó nuevas risas a su hijo, mientras lavaba las manos y la cara del niño, como un juego.

Ahora que la comida ya estaba dispuesta sobre la mesa, Shemaine podía anticipar una fácil huida hacia su cuarto. No quería poner una mancha en la comida de la mañana con su apariencia desaliñada; tenía intenciones de aprovechar mientras Gage instalaba a su hijo en la silla alta. Pasó detrás de ellos en dirección al corredor, pero su amo, percibiendo sus intenciones, la atrapó del brazo y la hizo detenerse de golpe, un tanto sorprendida.

Con el corazón palpitándole, en medio de la confusión, Shemaine contempló el rostro bronceado tratando de captar el talante de su amo, pero lo único cierto en ese momento para ella era su altura, porque Gage Thornton le llevaba más de una cabeza. El temblor de su propia voz le hizo comprender hasta qué punto se había vuelto pusilánime, porque en ese momento sentía lo mismo hacia él que Andy sentiría hacia ella.

—¿Desea algo, señor Thornton?

—Si, Shemaine. —La sonrisa fue tan breve como un destello—.Quisiera que se quedara a comer con nosotros.

Avergonzada, cruzó los brazos en el pecho, sin saber bien qué podía estar viendo él.

—No estoy decentemente vestida., señor.

—Está muy bien —aseguró él, rozando con su mirada el rostro de la muchacha y los mechones rizados que lo enmarcaban.

Gage nunca dejaba de asombrase de lo fascinante que le había parecido Victoria moviéndose en la cocina con su camisón y los pies descalzos. Desde la muerte de ella sentía un extraño vacío en la cocina, incluso cuando Roxanne andaba por allí, en cambio esta muchacha, con sus tirabuzones y una mota de harina en la atrevida nariz, llenaba ese oscuro hueco con una sensación de calidez y de vida. Deseaba gozar unos momentos más de su presencia, con la esperanza de que esa mordiente sensación de vacío se esfumara para siempre de su conciencia.

—Creo que Andrew y yo jamás hemos compartido una comida tan apetitosa como la que usted nos ha preparado esta mañana, Shemaine. Roxanne siempre tenía que preparar el desayuno de su padre antes de venir aquí; por eso me tocaba a mí hacer algo para el niño y para mí. Le doy mi palabra de que, en el mejor de los casos, los resultados eran pobres. Y le aseguro que no hemos podio disfrutar de la presencia de una bella mujer en nuestra mesa desde que Victoria nos fue arrebatada. Me gustaría que se quedara con nosotros tal como está. ¿Puede ser?

A Shemaine la incomodaba tanto la cuidadosa observación de su rostro como antes la había avergonzado la de su cuerpo, pero le pareció prudente no quejarse. Si Gage se limitaba a mirar, podría considerarse afortunada.

—Como usted desee, señor.

—Así es—susurró Gage. Se inclinó para aspirar la fragancia de su cabello—. Además huele bien.

Inquieta por tanta atención, Shemaine se pasó los dedos con gesto nervioso por los largos cabellos que se habían escapado junto a las sienes, ansiando poder refugiarse en el altillo.

—Seguramente, debo de oler a pan...

—Como una mujer que ha estado cocinando —murmuró Gage, en tono cálido. Hizo un ademán de invitación hacia el banco donde ella se había sentado la noche pasada—. Después de usted, Shemaine.

Obediente, se deslizó sobre el asiento de alto respaldo y aceptó una taza de té que él le ofrecía, mientras Andy ladeaba la cabeza y la observaba con curiosidad. Sonriéndole, Shemaine tomó una pieza de pan a la que esa mañana más temprano, había dado la forma de un hombre.

—Este es para ti, Andrew —le dijo, ofreciéndoselo.

—¡Papá! —exclamó el niño, excitado, mostrando a su padre el regalo de ella—. ¡Shimen cocinó hombe!

Shemaine rió y, extendiendo la mano, revolvió el pelo del niño. Andrew rió, frunció la nariz y, con los pequeños dedos, arrancó un brazo del hombre de pan y lo llevó a la boca. Sus ojos brillaron, y la muchacha lo vio masticar con deleite. Después, miró a su padre y rió de nuevo.

—¡Hombre rico, papá!

Gage rió, mientras se servía huevos revueltos con cebollines.

—Lo se, Andy. A mí también me gusta el pan.

—Papá, ¿Shimen hizo hombre para ti? —preguntó Andrew, inclinándose adelante para observar el plato del padre.

—No, Andy, Shemaine lo hizo especialmente para ti, pero preparó un delicioso desayuno para los dos.

—¿Shimen bonita, papá?

—Shemaine muy bonita, Andy.

Gage puso tal énfasis en la palabra que hizo levantar la vista a Shemaine y, por un instante, quedó atrapada, mientras el hombre sondeaba las profundidades de esas órbitas verdes. Entonces, Andrew pidió huevos, y su padre se apresuró a complacerlo.

El apetito de Shemaine estaba lejos de ser lo que debía; tras unos pocos bocados, se sintió descompuesta. Armándose de valor, trató de terminar las pequeñas porciones que había servido en su plato, pero el temor de vomitar lo poco que había comido la hizo desistir. Apartando la mirada de la mesa, unió las manos sobre el regazo mientras los demás seguían comiendo. Al parecer, estaban disfrutando de la comida y se veía que no tenían premura por terminarla; era lógico anticipar que pasaría un buen rato hasta que ella pudiese escabullirse hacia el altillo.

Gage Thornton no se había olvidado de su sierva. Centraba sus esfuerzos en no mirarla más de lo que ya lo había hecho, aunque sus instintos lo impulsaban a hacerlo. Si le había costado apartar la vista de ella después de regresar de la casa de Hannah Fields, esa mañana era más duro aún, cuando la veía menos apretada por la ropa. Lo que más deseaba era mirar sus pechos. Si bien eran tan generosos como para despertar la lasciva admiración de cualquier hombre, su plenitud era juvenil; sentía un intenso anhelo de pasar las manos sobre esa suavidad y liberarlos de su encierro. Esa idea causaba estragos en su interior, porque tenía aguda conciencia de sus intensos deseos y de la necesidad impostergable de saciarlos.

Aunque no deseaba que ella se marchara, Gage ya no podía seguir ignorando la impaciencia de Shemaine por dejar la mesa, hasta que al fin alzó la vista hacia ella cuando fue a servirse otra taza de té. Con la mirada cautelosa y la indudable incertidumbre con que lo miró al volver, lo convenció de que se sentía atrapada como un gorrión enjaulado. No tuvo más alternativa que ceder:

—Tal vez hay sido desconsiderado al insistir en que se quedara con nosotros, Shemaine. Si quiere, puede ir a su cuarto a vestirse.

El alivio desbordó a Shemaine, que esbozó una trémula sonrisa.

—Gracias, señor. Creo que estoy un poco descompuesta por haber comido tanto.

—Es comprensible, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado —respondió Gage, sintiéndose algo arrepentido por haberla retenido—. Dígame algo cuando se sienta mejor. Mis hombres llegarán dentro de una hora, y entonces deberá dejar a Andrew con usted para poder empezar a trabajar.

—No tardaré, señor.

Shemaine estaba ansiosa por escapar de la torturante visión de la comida, pero después de lavarse la cara y el cuerpo con agua fría, se sintió bastante reanimada. Cuando miró el vestido azul, notó que se le había pasado por alto que el encaje del cuello estaba suelto en la parte de atrás, pero no se atrevió a tomarse el tiempo para arreglarlo. Se puso la ropa, se peinó rápidamente y se tomó un momento para ordenar el altillo y apartar las cortinas de lona que Gage había colgado sobre la baranda.

Al regresar a la cocina, encontró a Gage sentado en la mecedora, cerca del fuego. Estaba leyendo a Andrew que escuchaba atentamente, recostado en el pecho del padre. Negándose a abandonar la seguridad de los brazos de su padre, Andrew no quiso ir con Shemaine ni aceptar sus esfuerzos para atraerlo, hasta que la muchacha inventó un divertido juego. Cantando una copla irlandesa que había aprendido de niña, envolvió su mano con un trozo de tela, dibujó una cara en ella, marcando los labios en el pulgar y el índice, y ocultó el brazo detrás de Gage. Moviendo los dedos para dar la ilusión de que el títere hablaba, engatusó a Andrew con voz chillona, captando toda su atención. Pronto, el niño reía dichoso, provocando, a su vez, la hilaridad del padre. Entonces, Shemaine retiró el muñeco de la vista, escondiéndolo tras el brazo del padre. Andrew se asomó, ansioso, sobre las piernas de Gage para buscarlo, y para su sorprendido deleite, Shemaine hizo aparecer de golpe al títere.

—¡Aquí está! ¡Te veo!

Atenta a las risas del niño, Shemaine no advirtió que el hombre giraba la cabeza para percibir el sutil perfume de su pelo cuando se acercaba. Tampoco notó la mirada que contemplaba su oreja y la pulcra trenza que había recogido en un rodete, en la nuca. Si hubiese alzado la cabeza, habría percibido un ávido anhelo en esos luminosos ojos ambarinos que la devoraban.

Por fin, Andrew aceptó pasar a los brazos de ella y, al parecer, se sintió a gusto en ellos. Cantando en voz queda contra la mejilla del pequeño, Shemaine siguió al padre hasta el porche trasero. Dijo a Andrew que saludara a su padre con la mano, mientras éste se dirigía hacia los peldaños.

—Adios, Papá —exclamó Andrew, cuando Shemaine le sopló el saludo; luego frunció la pequeña nariz sobre una ancha sonrisa, cuando el padre se volvió para mirarlo.

Gage volvió, puso un dedo bajo la barbilla del hijo, inclinando su cara hacia atrás para depositar un beso en la frente.

—Pórtate bien, Andy.

Andrew giró hacia la mujer que lo llevaba en brazos sus grandes ojos inquisitivos, luego miró con curiosidad a su padre:

—¿Beso a Shimen, papá?

—¡Oh, no, Andrew! —dijo Shemaine, y negó con la cabeza, deseando que Gage no creyese que ella había dado esa idea a su hijo.

Gage aceptó con gusto la sugerencia y posó los labios sobre la boca entreabierta de la muchacha, para diversión de Andrew. Este beso fue mucho más allá de los límites de un roce breve entre extraños. Por cierto que fue cálido y atrevido como cualquiera que le hubiese dado Maurice.

Confusa, Shemaine retrocedió tambaleantes, asombrada de que ese breve contacto de labios hubiese provocado tantos y tan deliciosos estremecimientos en su joven cuerpo de mujer. Con una extraña sonrisa burlona, Gage contempló la expresión atónita de la muchacha, se tocó la frente con un dedo a guisa de saludo informal, se volvió y atravesó el porche con largas y veloces zancadas. Tanta prisa daba sensación de indiferencia lo que, en contraste con el alud de emociones que Shemaine trataba de dominar, bastó para escaldar no sólo su rostro, sino también su orgullo.

Recordaba muy bien con cuánto fervor Maurice procuraba conseguir sus besos y, más de una vez, fue necesario recordarle que enfriara su ardor hasta después de la boda. Tras la formalidad del compromiso, le había implorado que se entregara a él, prometiéndole ser tan cuidadoso como discreto, para que nadie se enterase. Sin embargo, con una calma y un pragmatismo que igualaban al que solía manifestar su madre, Shemaine lo había convencido de que sería mejor par ellos esperar a la noche de bodas para gozar de las delicias íntimas del matrimonio, en lugar de ignorar las posibles consecuencias que podría acarrear para ella si él llegaba a ser víctima de un accidente fatal y ella quedaba embarazada.

Gage saludó con la mano y se alejó con pasos ágiles cruzando el jardín hacia su taller. Sus hombres ya llegaban a caballo desde sus hogares, habiendo recorrido el estrecho y serpenteante camino que atravesaba el bosque. Durante buena parte del día, él y sus empleados se dedicarían a envolver y embalar los muebles terminados, preparándolos para el traslado a Williamsburg. Si bien no se había fijado una fecha para la entrega, si se embalaban las piezas en ese momento, disminuían las posibilidades de daño. Con suerte, antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo, estarían haciendo el viaje río arriba, para entregar y cobrar los artículos terminados. Hasta entonces, Flannery Morgan, el viejo carpintero de ribera y su hijo Gillian, tendrían que trabajar solos en el barco, porque los limitados recursos no permitían progresar lo suficiente para que Gage supervisara regularmente la construcción ni participara en ella todo lo necesario.

Después de acolchar y envolver las piezas, los cinco hombres se dispusieron a hacer las cajas para su traslado. Gage salió junto con Ramsey Tate, un hombre alto, de hombros anchos, de poco más de cuarenta años, y comenzaron a recoger tablas sin cepillar para llevarlas dentro. La tarea se desarrolló sin inconvenientes hasta que a Gage se le ocurrió echar un vistazo hacia la cabaña; entonces se enderezó lentamente.

Ramsey sintió curiosidad por saber qué había atrapado la atención de su patrón y, siguiendo su fija mirada, divisó a una joven de pelo intensamente cobrizo, sacando agua del manantial. No necesitó posteriores aclaraciones, porque se hizo evidente cual era el motivo de la súbita preocupación de Gage.

—¿Ésa es tu nueva sierva?

Aunque Ramsey hizo su conjetura en forma de pregunta, podría haberse ahorrado el aliento, porque ya conocía la respuesta.

Distraído, Gage asintió lentamente.

Ramsey se protegió los ojos con la mano, esforzándose por ver mejor a la mujer.

—Desde aquí, parece muy atractiva.

—Lo es.

—Aunque no le hace mucho favor a tu esposa, con ese pelo rojo.

—Ni un poco.

—¿La conservarás algún tiempo?

—Todo el que sea necesario.

Ramsey retorció entre los dedos una de las guías de su bigote, arqueó una hirsuta ceja y contempló, pensativo, a su amigo.

—¿Todo el que sea necesario para qué?

La esbelta figura femenina desapareció en el interior de la cabaña y, más allá de la mirada especulativa del otro, Gage concentró de nuevo su atención en las tablas apiladas que debía levantar. Al ver que el carpintero no lo imitaba, hizo una impaciente pregunta:

—¿Qué pasa contigo, Ramsey? ¡Despabílate!

Ramsey rezongó y se apresuró a obedecer.

—Si me lo preguntaras, te diría que te ha picado.

—¿De qué diablos estás hablando?

—¿Qué te parece? —replicó Ramsey—. Esa pequeña pelirroja sale al porche y, de repente, pierdes la lucidez. ¡Hasta ahora, nunca te había visto tan ensimismado! Nunca te has parado a babear como un sabueso hambriento cuando Roxanne venía pavoneándose hasta aquí, a buscarte.

—No, y tampoco me verás hacerlo —musitó Gage.

—¿Y qué piensas hacer con respecto a ella?

Gage lo miró como si se hubiese vuelto loco.

—¿Con quién? ¿Con Roxanne?

Ramsey puso los ojos en blanco, incrédulo, y respondió a gritos:

—¡No, maldición! ¡Con la pelirroja!

Gage arqueó una ceja y clavó la vista en su empleado.

—Te lo haré saber cuando me parezca conveniente —respondió, gruñón—. Hasta entonces, viejo y peludo poneclavos, ocúpate de tus propios asuntos.

Ramsey protestó, con fingida indignación:

—¡Si no le importa que le alborote un poco las plumas, señor Thornton, permítame recordarle que usted es mi asunto! ¡Ni uno de nosotros vale nuestra sal sin ti! Y si se me ha ocurrido preocuparme por ti, sólo significa que estoy cuidando de mi propio pellejo y de mi familia.

Gage desechó el comentario.

—No eres suficientemente viejo para ser mi padre, así que no sigas conduciéndote como si lo fueras. Ya tienes varios hijos que cuidar como para añadirme a tu prole.

—Bueno, entonces considérame un amigo —propuso Ramsey con una súbita carcajada—.Y ya que estamos, pienso que necesitas un consejo. Eres un hombre con una imperiosa necesidad de lo que sólo una mujer puede brindarte, y por la expresión lasciva que tienes, no te conformarás con andar olfateando alrededor de la falda de esa muchacha, cuando podrías meterte debajo.

La reconvención del amigo provocó una mueca a Gage. Al comprobar que Ramsey había dado en el clavo de lo que estaba irritándolo, se preguntó si se habría vuelto transparente. Nunca le había gustado buscar los favores de mujeres mercenarias, y había intentado ignorar su creciente necesidad de mujer, concentrándose por entero en el trabajo. El beso que había dado a Shemaine quizás había sorprendido más a él que a la propia muchacha, porque lo había atravesado como un hierro candente, reavivando de inmediato sus sentidos, haciéndolo percibir la avidez que bullía en su interior. En lugar de dejar que Shemaine viera hasta qué punto lo había afectado, se había encendido como un perro escaldado. Y sin embargo, aún en ese momento, desconocía su necesidad, negando la lógica del razonamiento de Ramsey.

—Mi querido amigo, tu consejo es tan elemental como un toro en un corral de cría, pero yo pretendo algo más que eso.

Ramsey se burló de la afirmación, lanzando una última mirada hosca hacia la cabaña.

—Si, ya lo he notado.

Hasta esa etapa de su vida, Shemaine desconocía su propio talento para entretener a los pequeños. Pese a su falta de experiencia con niños, logró conquistar la confianza de Andrew y despertar su curiosidad con el hombrecillo de pan y la improvisada marioneta. El pequeño ya esta dispuesto a hacerse amigo de ella y cooperó de buena gana cuando lo baño y le lavó la cabeza. Cuando Shemaine se enjabonaba las manos y formaba pompas de jabón que flotaban en el aire, el niño reía entusiasmado y se divertía reventando con el dedo las que flotaban cerca de él, viéndolas estallar y desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos.

Shemaine lo vestía en el dormitorio principal cuando se oyeron unos golpes insistentes en la puerta delantera de la cabaña. Envolvió a Andrew en una manta, lo levantó en brazos y se apresuró a ir a abrir. Una mujer alta, de facciones dura y pelo pajizo recogido en un rígido rodete en la nuca, estaba en el umbral. En respuesta al cauto saludo de Shemaine con la cabeza, la desconocida le dirigió una tensa sonrisa.

—Soy Roxanne Corbin...—Los ojos grises la recorrieron de arriba a abajo, observando su cuerpo esbelto y el vestido, dolorosamente familiar. Era uno de los que más había usado Victoria Thornton, cuando trabajaba en el jardín o en cualquier otra tarea que implicara suciedad y podría haber estropeado los vestidos mejores. Al ver a una convicta usando la ropa de la muerta, un enconado resentimiento clavó sus garras en el corazón de Roxanne, cuando miró los curiosos ojos verdes—. Usted debe ser la sierva, Shemaine O’Hearn.

Shemaine reacomodó a Andrew en sus brazos y respondió a la suposición de la otra con un cauteloso asentimiento.

—Si ha venido a ver al señor Thornton, creo que está trabajando en su taller.

—En realidad, vine a verla a usted. —El ceño de Roxanne exhibía una penetrante frialdad que hizo estremecerse a la destinataria—.Quería ver qué clase de niñera ha encontrado Gage en un barco prisión.

Shemaine sintió una llamarada en la cara al sentir la desdeñosa repugnancia que expresaba el tono de la otra. Tuvo ganas de pedirle de buenos modos que siguiera su camino y volver con Andrew al dormitorio, porque sus brazos debilitados empezaban a resentir el esfuerzo de sostener al niño. El riesgo de que sus brazos se aflojaran y lo dejaran caer la ponía ansiosa, pero no se le ocurría un modo elegante de invitar a su visitante a que se marchara.

Con todo, pese a las protestas de la señora Pettycomb con respecto a que Andrew estaba encariñado con Roxanne, el niño casi no miró a su anterior niñera. Parecía mucha más interesado en meter un dedo entre los mechones rebeldes de sus sienes, que insistían en rizarse.

Shemaine levantó un poco más a Andrew, apelando a las últimas fuerzas que le quedaban. Por suerte, Andrew le rodeó el cuello con ambos brazos y, para más seguridad, enganchó los dedos en la tela de su cuello.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, Roxanne? —preguntó Shemaine, tratando de llegar a una rápida conclusión sobre la situación—. De lo contrario, iré a vestir a Andrew.

—Señorita Roxanne para usted, niña —corrigió la rubia, con altivez—. Aunque no aprenda otra cosa, al menos deberá saber la manera correcta de dirigirse a sus superiores.

—Señorita Roxanne, si lo prefiere —repuso Shemaine, rígida.

La puerta del fondo se abrió y se cerró, y se oyeron unos pasos varoniles que avanzaban por el corredor. Un roce de papeles indicó que Gage se había detenido ante el escritorio y estaba buscando algo el él.

Shemaine sintió una oleada de alivio por su presencia.

—Ya está aquí el señor Thornton —anunció a la mujer—. Tal vez quiera hablar con él.

Gage oyó su voz, pero siguió hojeando sus recibos, mientras gritaba:

—¿Hay alguien ahí, Shemaine?

—Tiene una visita, señor Thornton —dijo Shemaine sobre el hombre.

En el instante siguiente, sintió que se iba hacia atrás; Roxanne la empujaba para pasar.

Gage avanzó hacia la puerta de la cocina y se detuvo bruscamente al reconocer a la recién llegada. Intentó disimular su fastidio, pero sus cejas se unieron en un sombrío ceño, porque sabía lo que se avecinaba.

—Me sorprende verte aquí, Roxanne. Pensé que estarías cuidando a tu padre.

La rubia levantó la barbilla con el gesto de una sufrida mártir.

—Vine a ver qué has comprado, Gage, puesto que no has hecho ningún esfuerzo para informarme de tus intenciones. La señora Pettycomb, por el contrario, estaba de lo más ansiosa por llevarme la novedad de tu adquisición. Ha sido muy amable de tu parte hacerme saber que habías encontrado alguien para reemplazarme y que ya no necesitarás de mis servicios.

—Roxanne, yo te había dicho que necesitaría a alguien y que no podía esperar a que tu padre estuviese bien —replicó Gage, con ganas de quitar de en medio a la señora Pettycomb—. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Lamento no haber tenido tiempo de pasar por tu casa ayer, a decírtelo, pero por culpa de la tormenta y todo eso, tuve que volver aquí. Justamente, estaba pensando ir hoy al pueblo y, de paso, hacértelo saber.

—Hizo una pausa, conteniendo un suspiro de irritación. Lamentaba que ella sufriera la insensibilidad de la charlatanería, pero le había dado suficientes avisos. Pero ella no había querido escuchar—. Tendría que haber sabido que la señora Pettycomb iría corriendo a tu casa en su ansiedad por ser la primera en decírtelo. Y por eso te debo una disculpa...,

—De tantas mujeres que hay en la región —interrumpió Roxanne, sin hacer caso de la mayor parte de lo que él decía—, ¿por qué debías comprar a una convicta para que cuidase de tu hijo? ¿Y sobre todo ésta? —su voz se volvió quejumbrosa, casi suplicante—. ¿No tienes miedo de lo que podría hacer a Andrew?

Gage sintió que se le erizaba el pelo con sus preguntas, pero procuró mirar a Roxanne con expresión tolerante. No quería herirla diciéndole la verdad, que ya hacía tiempo que había decidido librarse de ella, mucho antes de que el herrero se hubiese enredado con un caballo y roto una pierna. Si embargo, se negaba a recibir reprimendas por haber elegido a Shemaine.

—Yo soy capaz de valorar racionalmente los méritos de la mujer que elijo como niñera, Roxanne, y confío en que Shemaine estará a la altura de mis expectativas.

Pensando en el efecto que tendría la conversación sobre la muchacha, Gage apartó la vista de Roxanne. Era evidente que Shemaine estaba perturbada, pero el motivo principal era que ya apenas podía seguir sosteniendo a Andrew en sus brazos. Todo su cuerpo temblaba por el esfuerzo. En verdad, la caída le parecía inminente.

Gage corrió a auxiliar a su esclava, sin detenerse a pensar en que despertaría los indignados celos de su visitante. Shemaine estaba más que dispuesta a dejar la carga en brazos más aptos, y se inclinó hacia delante mientras su amo pasaba en brazo entre ellos para recibir a su hijo. La impresión de ese brazo de acero deslizándose por su pecho le provocó un ardiente sonrojo en las mejillas y, con aguda incomodidad, trató de retroceder y se sintió retenida de inmediato. Para su desdicha, se encontró prisionera de Andrew, que tenía los dedos enredados en el encaje roto del cuello del vestido. Procurando soltarse, sobre todo para apartarse de ese hombre, Shemaine forcejeó ciegamente en la parte de atrás del cuello para liberar los pequeños dedos infantiles.

—Espera, déjeme a mí —dijo Gage, apartando una de sus manos—. No hace más que empeorar las cosas.

Dolorosamente consciente de la dura situación, Shemaine obedeció, y se quedó inmóvil para no complicar su dilema. Como Andrew estaba entre los dos, Gage tuvo que inclinarse hacia ella para mirar la parte de atrás del cuello mientras intentaba desenredar el encaje de los dedos de su hijo. Intensamente consciente de la cercanía de él, Shemaine no se atrevió a levantar la vista hacia sus apuestas facciones, y la fijó en Andrew, que soportaba con paciencia los intentos de separarlo de Shemaine.

Para Gage era imposible ignorar la inquietante presencia del suave pecho femenino contra su brazo pero, por placentero que fuese apretarse contra Shemaine, no podía permitirse perder el control, con Roxanne allí, observándolos.

Contemplando a ambos, Roxanne se vio ante conocidos anhelos que había sentido con demasiada frecuencia desde que estaba enamorada de Gage Thornton. Ansiaba con todo su corazón estar en ese preciso momento en el lugar de la mujer comprada, pero estaba sola, prácticamente olvidada. No era la primera vez que era dejada a un lado cuando otra mujer entraba en la misma habitación. Sólo se trataba de un momento diferente y de un rostro diferente.

Saber que había sido reemplazada por una convicta en el hogar de los Thornton era demasiado para los sentimientos de Roxanne, pero aún tenía la esperanza de que Alma Pettycomb sólo tuviese la intención de crear dificultades cuando decía que la chica era notablemente hermosa, quizá más que Victoria. Lo que sentía, irritó a Roxanne como un insulto tácito. Esa chismosa jamás elogiaba a nadie a menos que tuviese intenciones de hacer que su interlocutor sintiera su menosprecio. Cuando vio a Shemaine con sus propios ojos, a Roxanne casi se le derrumbó el corazón, porque comprendió que Alma no había exagerado. La muchacha era realmente hermosa, por mucho que le costara admitirlo. Y si bien lo que más deseaba era el corazón de ese hombre y no el puesto, ahora veía que esto también corría peligro de serle arrebatado. El temor de perder a Gage no era algo nuevo para ella., pero la fustigó con crueldad, reavivando un antiguo rencor que había clavado sus garras en el corazón hacía varios años.

Roxanne no podía soportar verlos juntos un momento más. Con la intención de prestar la ayuda que pudiese para acabar con esa farsa indignante y desagradable, avanzó con la furia ardiendo en sus ojos. Su frustración era inmensa; veía a la sierva a través de una niebla roja.

Por fin, los dedos de Andrew quedaron libres y, con un suspiro de alivio, Shemaine se tambaleó hacia atrás, sin poder aún cruzar con la suya la mirada del hombre. Pero antes de que sus nervios tuvieran tiempo de aquietarse, el sonido de pasos que avanzaban rápidamente irrumpió en su conciencia y miró en torno, para encontrarse con un ceño tan ominoso que hubiese podido avergonzar a los que Morrisa le dedicaba. Temerosa de ser atacada, Shemaine retrocedió ante el acercamiento de la otra.

La rubia se lanzó a la carga con feroz ímpetu.

—Ah, pequeña perra falsa...

—¡Roxanne! —El cáustico acento de la mujer hizo que Gage se volviese, sorprendido. Aunque la mujer había expresado con toda claridad lo decepcionada que estaba porque él hubiese elegido a otra por esposa, jamás había atacado verbalmente a Victoria. Pero no estaba dispuesto a tolerarlo ahora, como tampoco lo habría estado entonces—. ¡En mi casa no quiero insultos! ¿Me has oído?

Su tono cortante atravesó la furia de Roxanne y, como aturdida, se volvió y lo miró con expresión dolorida y suplicante.

—Gage, ¿acaso no adivinas las verdaderas intenciones tras las tretas de esta muchacha?— preguntó, angustiada—. ¿No vistes cómo se arrojaba sobre ti... cómo te dejaba que la tocaras....?

Ante la acusación de la mujer, el rostro de Shemaine ardió en llamas; abrió la boca para protestar, pero le faltaron las palabras. ¿Cuántas veces había intentado negar su culpa ante el estrado del juez, con la única consecuencia de ser condenada a prisión? En el presente, las explicaciones también parecían inútiles.

El comportamiento de Roxanne perturbó mucho a Gage. Las mejillas de Roxanne habían perdido el color y sus párpados se crispaban sobre una mirada opaca, como si mantuviese un precario equilibrio en el límite entre la cordura y la locura. Gage no tenía modo de anticipar qué haría ella a continuación, si se desmayaría o se arrojaría sobre su sierva, dispuesta a herirla con sus uñas.

Gage dio la espalda a Shemaine y se interpuso como barrera protectora entre ella y su visitante. Trató de explicar una vez más, esperando poder sacar a Roxanne de su trance, hablándole de manera suave y racional.

—Roxanne, creí que habías entendido que no podía esperar a que tu padre estuviese recuperado. Necesitaba una niñera que estuviese más atenta a mis órdenes que a las de otra persona, alguien que pudiese enseñar a Andrew a leer y a contar en los años venideros. Shemaine ha recibido una buena educación; es capaz de satisfacer esas exigencias, y yo no podía desdeñar esas habilidades, teniendo tanta necesidad...

—¡Ninguna necesidad! —exclamó Roxanne, entre dientes, reavivándose otra vez su ira—. Ésa es una excusa endeble para librarte de mi.

Ya casi podía oír a los aldeanos murmurando y riéndose a sus espaldas, zahiriéndola con crueldad por haber sido tan tonta y creer que Gage Thornton, nada menos, pudiese casarse con ella. Él había ignorado a mujeres mucho más agraciadas que ella, y había tomado por esposa a una joven beldad que ninguna podía superar. Dirían que era tonta por creer que cualquier hombre la hubiera tomado por esposa. Y más tonta aún por haber depositado sus esperanzas tan alto como para atreverse a soñar que el ebanista podría cortejarla. Después de todo, sólo era la hija del herrero, la descendiente de rostro vulgar de ese hombre encallecido, duro, cuya esposa los había abandonado a él y a la hija años atrás, para huir con un viajero. Igual que entonces, habría miradas compasivas, tristes cabeceos, y las largas lenguas viperinas empezarían a sisear cada vez que la viesen llegar.

—Hubiese vuelto a trabajar para ti en cuanto sacaran el entablillado a la pierna de mi padre. ¡Hasta entonces, Hannah podría haber cuidado de Andrew!

Asustado por el tono airado de la mujer, Andrew se echó a gemir y se aferró a su padre. Volviéndose de lado, Gage trató de consolarlo, pero lo sintió temblar contra él.

—Sabes que estoy diciendo la verdad —acusó Roxanne, vehemente, avanzando hacia él.

Gage miró sobre el hombro con expresión amenazadora, haciendo detenerse de golpe a Roxanne con el frío penetrante de su mirada.

—Tendremos que discutir esta cuestión en otro momento, Roxanne —musitó—. Estás inquietando a Andrew...

—¿Qué yo estoy inquietándolo? —vociferó Roxanne, indignada por la acusación, y por el modo cortante en le hablaba. Con expresión desdeñosa, señaló con el mentón a Shemaine—. ¿Y qué me dices del pequeño paquete mugriento que te has comprado? ¡Tu hijo tiene más motivos para asustarse de ella que de mí! ¡Tú no sabes lo que ha hecho, Gage! ¡Por lo que sabes, bien podría ser una asesina!

Gage giró sobre sí mismo y enfrentó a la rubia con fuego en los ojos, pero cuando su actitud hizo gritar alarmado a Andrew, se tragó la colérica réplica que estaba por lanzar. Conteniéndose con firmeza, entregó su hijo lloroso a Shemaine y le hizo señas de que fuese al dormitorio. Cerró la puerta tras ellos y luego, aferrando a Roxanne del codo con la mayor suavidad de que era capaz en ese momento, la llevó al porche delantero, pero no se detuvo ahí. Obligándola a bajar a paso rápido los escalones, la condujo por el sendero hasta la orilla del río, donde estaba el esquife del padre, varado en la arena. Sólo cuando hubo pasado ante su propio barco y estuvieron fuera del alcance de los oídos de los hombre que trabajaban en él pudo confiar en sí mismo y creer que podría hablar en lugar de rugir.

—Roxanne, tú y tu padre son las primeras personas que conocí cuando llegué a Virginia —empezó, en tono tenso pero contenido. Soltó el brazo y la enfrentó—. Me llevabas cestos con comida cuando yo estaba aquí construyendo mi cabaña, aunque en aquel momento te aseguré que no quería que te tomaras esa molestia. Cuando llegó Victoria a las colinas con sus padres, fuiste amable con ellos y te hiciste amiga de ella —se interrumpió, aguijoneado por la conciencia, porque en realidad había sido Victoria la que se acercó a tomar a Roxanne bajo su ala, sintiendo gran simpatía por la solterona. Pero no tuvo valor para recordarle que, prácticamente, ella carecía de amigos hasta que Victoria sintió compasión por ella—. Meses después, consolaste a Victoria cuando murieron sus padres. Sé que crees que te traicioné al casarme con ella. Es más, lo dijiste. Pero al fin fuiste a visitarnos y, por un tiempo, pareció que me había perdonado. Viniste junto con otras mujeres a ayudar, la noche que nació Andrew. Tú fuiste la que me aseguró que todo iría bien con Victoria...que era demasiado fuerte para morir en el parto. Después, viniste muchas veces a ayudarla en el cuidado de Andrew. Poco después de que murió me rogaste que te dejara limpiar mi casa y cuidar a mi hijo, diciendo que, de ese modo, tu pena se aliviaría más rápido.

“Durante todo ese tiempo, jamás te alenté ni te di motivo para que alimentaras una esperanza ni esperaras algo más que la amistad que te ofrecí. Pero tú querías más, algo que yo no estaba en condiciones de darte. Sé que ahora debo hablar con claridad sobre esta cuestión, para que no haya más confusiones. Si alguna vez imaginaste que podría haber entre nosotros algo más que una disposición a ser amigos, entonces te has equivocado, Roxanne, y has imaginado demasiado.

Su estoica aclaración heló el corazón de Roxanne. Todo el amor que sentía por él se convirtió en un odio hirviente.

—Tú has imaginado mucho, Gage Thornton, si creíste que voy a guardar silencio con respecto a Victoria...

Gage sintió un temblor helado en la nuca y una opresión en las entrañas. Desde la muerte de Victoria, jamás lo había amenazado abiertamente, pero después de la compra de Shemaine, él había previsto que algo así pasaría. Preguntó con cautela.

—¿A qué te refieres?

—Confié en ti...—La voz de la mujer se quebró, cuando barbotó—: Te amaba, y no podía creer que pudieras matar a tu propia esposa, pero fui una tonta por ignorar los hechos. Vine aquí después de la muerte de Victoria, después de que llevaste a Andrew a la cabaña. Ese día no había nadie por aquí, ¿recuerdas? Tus hombres tenían el día libre. Pensando en eso, hace poco fui hasta la proa del barco para ver por mí misma, y comprobé que hacía falta la fuerza de un hombre para arrojar a Victoria por encima de la borda, hacia las rocas de abajo, esas mismas rocas que tú y tus empleados pusieron ahí para sostener los puntales y que las lluvias de primavera no lavaran la arena donde se apoyaban. A menos que tu esposa tuviese motivos para matarse, sólo tú pudiste haberlo hecho, Gage Thornton, porque eras el único hombre que estaba aquí en ese momento. Quizás en verdad la mataste en un arranque de ira, como insinuó la gente del pueblo. Cualquiera sea la verdad, no tuve más alternativa que creer que ese día, cuando me viste llegar con la canoa, arrojaste a Victoria por la borda, y luego corriste a la cabaña con Andrew, para que fuese yo la que la encontrase, ¡porque tú sabías lo que yo sentía por ti! ¡Pero ahora soy más consciente, y he llegado a creer que aquel día mataste a Victoria, de un modo u otro!

—¡Eso es mentira!—aulló Gage—. ¡Oí gritar a Victoria cuando llegué a la cabaña y, cuando vine corriendo, tú estabas de pie junto al cadáver! Si hubiese sospechado por un instante que tenías la fuerza para cometer el crimen, te habría hecho detener ese mismo día. Pero, como dices, hizo falta la fuerza de un hombre para alzar a Victoria hasta la proa y arrojarla, y hasta ahora no encontré a nadie con motivos suficientes para querer hacerle daño, y menos aún matarla.

—Eres tú el que miente, Gage Thornton, no yo. ¡Y voy a hacerlo saber a todo el mundo!

Gage lanzó una amarga carcajada ante la amenaza.

—¿Supones que alguien te creerá después que juraste que habías oído gritar a Victoria y que saliste corriendo de la barca a tiempo para verme correr desde la cabaña? Yo estaba demasiado lejos para haber venido del barco, eso dijiste. Dudo sinceramente de que tu nueva versión cause mucho efecto en el pueblo, Roxanne. Estando Shemaine aquí, todos comprenderán tus celos y los interpretarán como corresponde.

—¡Tú la asesinaste! —le gritó Roxanne, alzando el brazo.

Rechinando los dientes y con los ojos en llamas, ella le dio una bofetada con el revés de la mano en la mejilla y sintió el escozor del golpe en su propia palma magullada. Pero tanta furia almacenada no podía agotarse tan fácilmente. Quería vengarse, para aliviar su hirviente furia.

Durante un instante, Gage se quedó tal como estaba, con los ojos cerrados, el rostro vuelto, las mandíbulas apretadas, en rígido control. Volvió lentamente la cabeza, arqueó una ceja y la miró, ceñudo.

—No hagas eso nunca más, Roxanne —advirtió—. De lo contrario, sabrás de lo que soy capaz.

—¿Me lanzarás sobre la borda de tu barco, como hiciste con Victoria? —provocó.

Por un fugaz instante, Gage la miró fijo, atónito por la helada frigidez de esos ojos castaños, normalmente cálidos. Luego, girando sobre los talones, la dejó.

La puerta del dormitorio aún estaba cerrada cuando Gage entró en la cabaña. Se detuvo junto a la puerta y se quedó ahí largo rato, oyendo como Shemaine cantaba unos animados versos a su hijo, que reía de un modo que Gage se convenció de que debía de estar marcando el ritmo haciendo cosquillas en el mentón. Levantando la mano, se limpió un hilo de sangre en la comisura de la boda y, con paso mesurado, caminó hasta la puerta del dormitorio. Levantó el pestillo, empujó la puerta hacia dentro, y se encontró con Shemaine arrodillada junto a la cama. Andrew ya estaba completamente vestido, sentado en el borde la cama encerrado en el círculo de los brazos de ella. Cuando entró, los ojos de la muchacha clavaron de inmediato su mirada en la mejilla enrojecida; ella se puso de pie con cierto embarazo.

Gage trato de sonreír para tranquilizarla, pero su intento fue lamentable.

—Debo llevar el carro al pueblo esta tarde, Shemaine; me gustaría que usted y Andrew me acompañasen. —No se atrevía a dejarlos, por temor a que Roxanne volviese y atacara a la muchacha—. Uno de mis hombres me informó de que hay una viuda de visita en la región que quiere conocerme para encargarme la construcción de una conejera. Si lo hace, tendré fondos suficientes para comprar algo de material para el barco y encargar un par de zapatos para usted.

Su generosidad dejó estupefacta a Shemaine.

—Señor Thornton, ya le he dicho que estoy muy contenta de usar lo que usted esté dispuesto a darme. No necesito otro par.

Por fin, Gage logró esbozar una breve sonrisa.

—Por desgracia, el golpe de sus zapatillas contra los talones basta para enloquecer a un hombre cuerdo. Y ahora, vamos, mujer, vístase. Y rápido.

La sonrisa de la propia Shemaine era radiante.

—Si, señor.

Se detuvo en la puerta para quitarse las zapatillas y, tomándolas en la mano, echó atrás una mirada risueña y salió corriendo de la habitación. Su efervescencia fue contagiosa para Gage, que pasó a la sala para verla correr; percibió que su ánimo estaba liberándose del oscuro pantano en que había estado hundido.

Capítulo 6

Newportes Newes había sido fundada por un irlandés 100 años antes y, al principio, la poblaron personas de ese mismo origen. Lo más probable era que Shemaine se hubiese sentido cómoda en el villorrio si hubiese conocido mejor a los habitantes, pero desde el encuentro con la señora Pettycomb y con Roxanne, tenía sobrados motivos para ser cauta. Por otra parte, no estaba segura de cómo la recibiría la población de la pequeña aldea al enterarse de que ella era una convicta, que venía de la prisión de Newgate. Y teniendo en cuenta la indiscreción de la señora Pettycomb, Shemaine no podía menos que suponer que la novedad había llegado a todos los oídos.

En el preciso momento en que Gage detenía su carro frente a una gran tienda, de ella salía una mujer baja, de cabellos blancos. Gage saltó al suelo para atar el caballo a un poste cercano y, al enfrentarse con la anciana, se tocó el ala del sombrero a modo de saludo.

—Buenos días, señora McGee.

—Muy buenos días te deseo a ti, Gage Thornton —respondió, alegremente, apoyándose en el bastón y caminando hacía él. —¿Qué te trae por el pueblo en este día luminoso, muchacho guapo y atrevido, en compañía de una joven tan bonita y de tu precioso hijo pequeño?

Gage adornó su respuesta con impresionante acento irlandés.

—Bueno, sería verdaderamente raro encontrar en este ancho mundo a una muchacha más bella que la viuda Mary Margaret McGee.

—¡Ja! —La mujer sacudió su bella cabeza demostrando su incredulidad, mientras Gage bajaba al pequeño Andrew del carro, aunque sus brillantes ojos azules chispeaban del placer—. Guapo demonio, ¿acaso esperas que una mujer inteligente como yo crea tus absurdas mentiras? —preguntó con impertinencia—. No te atrevas a creer que soy como esas muchachas tontas que se les cae la baba cada vez que te ven llegar al pueblo. De todos modos, está bien que nos visites, así veré con mis propios ojos cómo has estado. He oído rumores tan locos acerca de ti que estuve por enganchar la calesa y llegarme hasta tu cabaña para ver si eran ciertos—. Su mirada se posó en Shemaine y, como llegando a una conclusión, asintió lentamente—. Sí, los chismosos le han hecho justicia. Una lechuza de los pantanos, decía un alma amarga que ha estado en la taberna, bebiendo whisky casi medio día—. Hizo un elegante ademán con la mano, indicando el establecimiento que estaba junto al almacén, y su sonrisa se ensanchó, mostrando unos impecables dientes blancos y pequeños—. Por cierto que si ese patán encallecido hubiese sido de mi tamaño, lo habría derribado con mi bastón por difamar a un pueblo tan noble como el irlandés, y por llamarnos lechuzas de pantano... ¡cómo si ese torpe no hubiese visto jamás un pantano en Inglaterra!

La prevención de Shemaine no tardó en desvanecerse ante el humor irresistible de la señora McGee. Por cierto, la viuda era una agradable sorpresa después de sus dos primeros encuentros con mujeres del pueblo.

Esta anciana le daba cierta esperanza de que hubiese otras personas como ella en la región.

Mary Margaret hizo un gesto imperioso, indicando a Gage que ayudara a la muchacha.

—¿Cómo? ¿Ha olvidado usted sus modales, gran señor? ¿O pensará que, como es su sirvienta, no necesita que la ayude a bajar?

Sintiendo cierta mortificación por la bienintencionada reprimenda de la anciana, Gage fue hacia el carro y, poniendo por un instante los ojos en blanco, indicó a Shemaine que se acercara en el asiento.

Mientras la sujetaba por la cintura y la ponía en tierra, Shemaine notó que su rostro había adquirido un tono rojizo bajo el bronceado, como avergonzado ante la posibilidad de que ella lo considerase maleducado o grosero.

Algo agitó su corazón ante una reacción tan infantil en un hombre tan robusto: no cabía duda de que le importaba lo que ella opinase de él.

—Señora, permítame presentarle a la señorita Shemaine O’Hearn —anunció Gage, quitándose el sombrero con garboso estilo. Y aún así, tuvo que apartar de su mente la noción de lo cerca que habían estado sus dedos de rodear la cintura de la muchacha. Aunque delgada, tenía más curvas de las que él podía tallar en un arabesco. Con una mano señaló a la anciana—. Shemaine, esta gran dama es el miembro más notable de nuestra pequeña comunidad, la digna, dulce viuda, Mary Margaret McGee.

—¡Vaya contigo! —rió con disimulo Mary Margaret, desechando con un gesto el extravagante cumplido, con un gracioso floreo de su mano de finos huesos. Enfrentando a la joven, le sonrió con afabilidad y estrechó la mano delgada de Shemaine en la suya—. Es un placer conocerte, querida, y si nadie de este pueblo lo ha hecho, permíteme darte la bienvenida.

—Apreció mucho su bondad, señora —respondió Shemaine con sinceridad.

Mary Margaret miró con una ceja arqueada al hombre alto que ahora tenía a su hijo en brazos.

—¿Se opondría un fino caballero como tú a que una vieja viuda llevase a tu criada a un recorrido por el pueblo para presentarle a sus habitantes?

Gage alzó una ceja y miró a la mujer, examinó la calle con la vista y vio que había varios solteros más cercanos a la edad de la muchacha que él. Por más encariñado que estuviese con la anciana, conocía su afición romántica. Ya había concertado tres matrimonios entre irlandeses recién llegados y antiguos residentes del villorrio. No le agradaría que animara a algún sujeto para que empezara a fastidiarlo, insistiendo en que le vendiese a la muchacha.

—Mary Margaret, dejaré a Shemaine a su cuidado, pero le ruego que no arme embrollos a mis espaldas.

La anciana hizo una exhibición de indignación.

—¿Qué clase de embrollos crees que pueda armar una viuda indefensa como yo, Gage Thornton?

El aludido se mantuvo inflexible.

—Ejerce usted las sutiles tretas de una casamentera, Mary Margaret, y no quisiera que influyera sobre algún joven patán para atraer su simpatía hacia mi sierva. En síntesis, no se la venderé a ningún enamorado romeo que quiera tomarla por esposa. ¿He sido claro?

Mary Margaret contuvo las ganas de sonreír, complacida, pero arqueó una ceja con aire de fingida inocencia.

—¿Qué dice, señor Thornton? ¿Debo creer que usted mismo ha puesto los ojos en esta muchacha?

Gage se esforzó por parecer imperturbable ante la mirada firme de la mujer.

—Piense lo que quiera, Mary Margaret, pero si quiere seguir siendo mi amiga, tenga cuidado de lo que hace con mi propiedad.

La mujer inclinó la cabeza en señal de aceptación.

—Su advertencia ha sido registrada, señor. Tendré especial cuidado.

—¡Bien!

Dando un breve cabeceo, Gage las dejó, entrando a la tienda junto con Andrew.

Sonriendo pensativa, Mary Margaret se volvió y, apoyando sus delicadas manos en el bastón, procedió a una lenta y minuciosa inspección de Shemaine.

—Por cierto, eres una niña bonita —convino, al fin—. No me cabe duda de que, teniendo un lugar en el hogar del señor Thornton, pronto ganarás la envidia de todas las doncellas y solteronas del lugar. Lo único que espero es que no se pongan demasiado celosas de que hayas pescado al pez más grande de este mar. Durante todo el año pasado han estado tratando de atrapar en sus redes a este bello ejemplar. Sobre una, en particular, quisiera advertirte, pero supongo que ya la habrás conocido.

Eludiendo la mirada curiosa que la dama fijaba en ella, Shemaine fingió inocencia:

—No sé bien a quién se refiere, señora.

Mary Margaret dejó la vista fija en Shemaine hasta haber recuperado la atención de la muchacha.

—Querida, tengo la impresión de que eres una muchacha inteligente, y no será necesario que te lo explique. Ten cuidado con Roxanne —aconsejó—. Ya hace tiempo que está fascinada con tu amo, como ocho o nueve años, mucho antes de que él conociera a Victoria. Y se casase con ella. En los últimos tiempos, Roxanne ha convencido a todos en el pueblo de que Gage tenía intenciones de casarse con ella, preparando su ajuar y hablando de él como si le perteneciera. Si tu patrón no se casa con ella, te echará a ti la culpa de ello. Si lo hace, lo más probable es que te venda a otro antes de la boda. —Mary Margaret hizo una pausa, observando si aparecía algún indicio de congoja en la otra y, al ver que las delicadas facciones permanecían inmutables, empezó a germinar en su pecho una diminuta semilla de respeto. Muchas de las jóvenes eran precipitadas y frívolas, y ventilaban todos sus secretos sin dar la menor importancia a las consecuencias. Exhaló un suspiro reflexivo—. Sin embargo, no me parece que eso pueda suceder, teniendo en cuenta que Gage me advirtió que no avivase las esperanzas de otros hombres.

—Señora, hasta ahora el señor Thornton se ha comportado con la bondad y la cortesía de un caballero —dijo Shemaine—. Me ha tratado mejor de lo que yo esperaba y no ha tenido actitudes ni exigencia inapropiadas.

Lo declaró con prudente resolución, como para aplastar cualquier rumor que pudiese estar difundiéndose. Sabía que la gente hablaría de ellos: lo había dicho la señora Pettycomb. Pero tenía la esperanza de quedar a salvo de cháchara tan calumniosa hasta mucho después de haber regresado a Inglaterra, aunque faltaran siete años para eso.

La anciana asintió lentamente, como defendiendo la causa de Shemaine y luego, tras una pausa, señaló hacia la calle principal con su bastón:

—Ven, caminemos un poco. No me atrevo a llevarte a recorrer el pueblo, viendo lo ansioso que está él por mantenerte apartada de los otros varones de sangre caliente que buscan compañera. Te aseguro que hay una grave carencia de mujeres decentes en el pueblo; esto lo ha convertido en un refugio propicio para mujeres de otra clase, completamente diferente, aunque éstas por lo general se quedan con los hombres que visitan la taberna y dejan las calles para nosotras, al menos durante las horas del día.

Sin comentarios, Shemaine echó a andar junto a la viuda y avanzaron a paso lento mientras Mary Margaret, con ampulosos gestos de su huesuda mano o con un movimiento de su blanca cabeza, dirigía su atención hacia los distintos establecimientos situados a lo largo de la acera. Shemaine se fijó especialmente en la Mercería, donde la señora McGee describió a su dueño, el señor Pettycomb, como un sobresaliente miembro de la comunidad. Pero como Shemaine había conocido a su esposa, se reservaba el juicio con respecto al marido.

Varias señoras salían parloteando de la tienda, sin prestar atención a nada que no fuera lo que conversaban, hasta que vieron acercarse a las dos mujeres; entonces casi se chocaron entre sí en su prisa por volver a entrar. Hubo un súbito vértigo de acción cuando cada una forcejeó para lograr una posición favorable tras la ventana, y como una bandada de gansos alborotados, estiraron sus largos cuellos y balancearon sus cabezas ensombreradas en su esfuerzo por ver mejor a Shemaine.

—Que no te alarmen esas gallinas viejas, querida —aconsejó la señora McGee, inclinando la cabeza de modo casi imperceptible para indicar a las mujeres—. Son parte del séquito de la señora Pettycomb. Sin duda, han sabido de ti y están impacientes por disecarte ellas mismas.

Shemaine miró de soslayo la variedad de caras apretadas detrás del cristal, pero el grupo se alejó de él casi al unísono, cuando la señora McGee saludó con la mano y gritó alegremente:

—Buen día, Agnus, Sarah... Mabel... Phobe... Josephina —saludó, identificando a cada mujer con los ojos a medida que las nombraba—. Hermoso tiempo tenemos hoy, ¿no es cierto?

Si las matronas tenían la esperanza de pasar inadvertidas tras la ventana, la anciana había puesto de manifiesto su fracaso al nombrarlas una a una. En los labios de Shemaine asomó una sonrisa divertida, no sólo por el asombro y el fastidio de las chismosas, sino por el delicioso y travieso humor de Mary Margaret McGee.

La señora McGee sonrió a su joven acompañantes.

—Se diría que estas mujeres se han creído invisibles tras el cristal, como si fuesen ratones escondidos en un rincón.

Como ningún esfuerzo de la imaginación podría lograr que se las considerase pequeñas, el comentario de la mujer mayor resultó más descabellado aún. Shemaine rompió a reír con disimulo, viendo cómo los ojos azules chispeaban de malicia. La mujer era tan encantadora que no pudo menos que sentirse segura y cómoda en su compañía.

Siguieron su camino, pero, después de pasar ante la única posada del pueblo, se detuvieron y la anciana hizo un gesto hacia el extremo de la calle, donde estaban el taller y la vivienda del herrero.

—Allí viven Roxanne y su padre, pero a ninguno de ellos les agrada la compañía de los desconocidos... —Las cejas delicadas se alzaron un instante—.Ni tampoco de los vecinos. Hugh Corbin sigue siendo tan agrio como cuando tenía una esposa joven a su entera disposición, pero hace unos años Leona abandonó a la familia para huir con un viajante, y Roxanne tuvo que aprender por si misma lo que significa vivir sola con un pedazo de bruto como el padre. Cabría imaginar que se había vuelto timorata al crecer bajo el talón de su padre, pero yo creo que Roxanne tiene mucho de su padre en las venas. Si uno de estos días ella no le parte la cabeza en pago por el modo en que él la trata, sin duda será un milagro.

—En mi opinión, es digna de lástima —murmuró Shemaine.

Mary Margaret la miró, alarmada:

—¡Ay, no se te ocurra decir eso en su cara, porque se volvería contra ti como una salvaje! Por cierto, Roxanne no tomaría a bien que la compadecieras. Precisamente, eso es lo que más la enloquece: creer que todos la compadecemos porque ha sido una solterona sin gracia durante tanto tiempo—. Una sonrisa triste apareció en los labios de la anciana, mientras miraba pensativa a la beldad pelirroja—. Tú eres perspicaz y tienes un corazón bondadoso, Shemaine O’Hearn. Ella es un alma herida, que da mucha pena. Y no sería justo que ninguno de nosotros la condenase, olvidando que ha tenido que vivir con un viejo oso gruñón en los últimos años.

—¿Por qué cree usted que el señor Corbin es así?—preguntó Shemaine, agradecida de que su propio padre hubiese nutrido a su familia con amor y respeto. Los extraños y los conocidos casuales no siempre se sentían cómodos en la presencia de su padre porque tenía tendencia a manifestar su carácter de una manera explosiva cada vez que alguien lo presionaba o insistía en que hiciera algo. Era prudente aquél que cuidaba sus maneras ante Shemus O’Hearn.

Mary Margaret rió con disimulo.

—Oh, querida, si yo lo supiera, sería adivina. Con todo, en estos años he pensado que Hugh ansiaba tener un hijo varón, y jamás perdonó a su esposa por haber perdido al único que tuvieron al principio de su matrimonio. El embarazo de Leona llegó a su término normal, y sin embargo el normal, y sin embargo el niño nació muerto, no llegó a respirar fuera del vientre de su madre. Al menos, eso fue lo que se dijo. Desde entonces, Hugh se aseguró que su familia se mantuviese aislada, y no permitió que los vecinos ayudaran. Cuatro años después, por fin Leona dio a luz otro hijo, pero a Hugh le cayó mal que fuese una niña. Después de Roxanne, ya no hubo otro más, y poco después del quinto cumpleaños de la niña, Leona fue vista con una elegante peineta que le había dado el viajante. Se oyó a Hugh, esa alma de piedra, gritar y escandalizar, diciendo que él no le había dado una moneda para semejante compra, aunque ella lavaba ropa ajena para ayudar. A la tarde siguiente, el viajante volvió a la casa de ellos, Leona se escabulló fuera de la casa y no volvimos a verla. Por cierto, era bastante bonita, y por el modo en que Hugh la trataba, todos entendieron que siguiera los dictados de su corazón. En verdad, es una pena que Roxanne se parezca al padre y no a la madre.

De repente, un áspero grito quebró la serenidad del pueblo, atrayendo la atención de las dos mujeres hacia la acera, frente a la taberna, donde un jorobado grotescamente deforme se agazapaba, aterrado, a los pies de un hombre alto, robusto, de pelo ralo, que gritaba a voz en cuello mientras golpeaba al deforme con una gruesa vara. Con salvaje crueldad, el rufián pateaba a su victima en el estómago, y lo lastimaba, mientras le gritaba todos los improperios que le venían a la boca.

Meses atrás, ese mismo corpachón que se cernía sobre el hombre desfigurado se había grabado con asombrosa claridad en la mente de Shemaine. Pese a la indignación que le provocaba verlo maltratar a otro ser humano, lo que impulsó a Shemaine a apartarse de la señora McGee fue reconocer en él a Jacob Portts. Recogiendo su falta, corrió hacia la taberna como si la ira le hubiese puesto alas en los pies.

—¡Shemaine!—gritó Mary Margaret, alarmada—. ¡Ten cuidado, niña!

La ira de Shemaine llegó a su culminación cuando vio que seguían lloviendo golpes sobre el desdichado, trémulo jorobado, y mientras corría gritó a todo pulmón:

—¡Canalla roñoso y sanguinario! ¡Deje en paz a ese hombre!

El grito femenino alcanzó el tono más agudo que Jacob Potts pudiese recordar haber oído jamás en el London Pride pero, aun así, supo sin lugar a dudas que era el que él se desvivía por detectar entre las diversas jergas de los colonos. Por fin daría rienda suelta a su sed de venganza contra la lechuza por las veces que lo había hecho sentirse como un torpe estúpido. Ninguna buscona irlandesa tenía derecho a ser tan altanera y arrogante. Sin embargo, la idea de cortar el cuello a la muchacha había sido de Morrisa, no de él. Le había dado la orden hacía casi tres meses, pero ese método era demasiado veloz y seguro para saciar su deseo de venganza. Quería para Shemaine O’Hearn una muerte lenta y dolorosa.

Arrojando la vara, Potts puso los brazos en jarras y observó a la muchacha. Su sonrisa se volvió jactanciosa y sus ojillos de cerdo brillaron con malévolo placer al ver acercarse la presa que había estado buscando.

—¡Caramba, si es la buscona irlandesa que viene otra vez a meter la nariz en mis asuntos!

—¡Grandísimo cobarde! —masculló Shemaine—. Estoy harta de que abuse de pobres inocentes.

Pasó ante un barril lleno de mangos de hacha que estaba en el frente de la tienda, tomó uno y, al llegar junto a Potts, lo descargó con toda la fuerza que fue capaz de reunir, acertándole en una oreja y un costado de la cabeza. El fuerte aullido del sujeto atrajo a hombres y mujeres vestidas extravagantemente, que salieron dando tumbos de la taberna y se quedaron mirando la escena boquiabiertos. El bruto se apretaba la mano en la oreja ensangrentada y seguía aullando con gritos ensordecedores, pero Shemaine no cedió. Alzando su improvisado garrote, lo bajó con amabas manos y lo estrelló otra vez con resolución; esta vez dio en los nudillos de la mano con que Potts cubría su oreja lastimada y magulló la coronilla del sujeto. Si hubiese sido un cuchillo lo que empuñaba, Shemaine le hubiese quitado la mitad del cuero cabelludo, pero Potts no podía seguir soportando la afrenta a su orgullo. Con un rugido de rabia, aferró el mango en su puño carnoso y, arrancándoselo de las manos, lo arrojó a su lado. Sus ojos llameaban de furia cuando estiró las manos y aferró a Shemaine del cuello. Levantándola sobre las puntas de los pies, la puso a la altura donde su rancio aliento a whisky contaminaba el aire y a Shemaine le costaba respirar. Los labios gruesos de Potts se torcieron en una mueca, mientras ella colgaba en el aire, indefensa.

—¡Esta vez morirás, perra! —prometió el hombre, apretando sus gruesos dedos en el cuello delgado—.¡Y esta vez te aseguro que no estará aquí el señor Harper para salvarte!

Shemaine clavó las uñas en esas manos que la ahogaban, tratando de apartarlas de su cuello, pero no lo consiguió. Tampoco podía respirar y, aunque parecía un esfuerzo inútil, luchó con valentía intentando librarse del estrangulamiento, pero sus fuerzas empezaban a agotarse y sus manos a aflojarse en las muñecas del hombre. El ancho rostro que tenía delante, las caras boquiabiertas de las personas y hasta el sol, se convirtieron en un oscuro borrón. Tuvo vaga conciencia de que alguien, quizás el jorobado, se abría paso entre el grupo de curiosos, aunque parecía estar tan lejos que no tenía esperanzas de que llegara a tiempo para aflojar ese anillo de acero que se cerraba sobre su cuello y lograse salvarla de la muerte. Sus brazos cayeron, laxos a los costados, y desistió de sus débiles intentos. Muy pronto todo acabaría.

Gage había salido de la tienda para ver a qué se debía la conmoción en la calle y se había detenido cerca de la gente para mirar sobre los hombros y las cabezas de los que formaban el grupo de curiosos. Fue ver a Shemaine colgando del cuello en manos de una robusta bestia lo que encendió la mecha de su cólera. Con una maldición brutal, aferró del cuello al espectador más cercano y lo hizo a un lado. Empujando a los demás a izquierda y derecha, se abrió paso hacia el centro del círculo, recogiendo al pasar el mango que Potts había arrojado. Al llegar a su meta, impulsó el extremo romo del mango contra el abultado vientre del sujeto, con tanta fuerza que éste se dobló sobre sí mismo con un fuerte gruñido de dolor y aflojó las manos que apretaban la garganta de la muchacha, que cayó hacia atrás.

Gage giró con agilidad para recoger a Shemaine. La alzó y observó su rostro, pero se alarmó al ver que estaba floja en sus brazos, pues se había deslizado al mundo de la inconsciencia. Su cabeza se balanceó sobre los hombros cuando la levantó más alto. Empujando con los codos, se abrió paso entre la gente y corrió, casi, con ella hacia la tienda, donde Andrew observaba la escena desde la puerta.

El ruido de pasos que corrían y el grito de advertencia de la señora McGee le hizo dar un paso al costado al mismo tiempo que el grandote se lanzaba tras él para atacarlo por la espalda. Al toparse con el aire, Potts pasó de largo agitando los brazos. Por las dudas, Gage estampó su bota en el ancho trasero del sujeto y lo envió volando al espacio vacío que había más allá de la acera. A unos metros Potts aterrizó boca abajo en un gran charco de barro que, en las últimas horas, había sido enriquecido con estiércol fresco por los caballos que pasaban. Escupiendo tierra, se apoyó en manos y rodillas y trato de levantarse, pero sus pies resbalaron y patinaron en el fango, y cayó otra vez hacia delante, tragando más porquería. El segundo intento fue tan ineficaz como el primero y el tercero falló rápidamente. Pronto, fuertes carcajadas acompañaron sus esfuerzos frustrados de salir del barro y, cuando logró zafarse del pestilente cieno, la gente reunida rugía de risa. Le llovió una generosa rechifla y gritos de “¡Cerdo!”, acompañando su paso arrastrado, goteando y apestando, mientras se alejaba calle abajo.

—Papá. ¿Shimen lastimada? —preguntó Andrew, afligido, siguiendo a su padre al interior de la tienda.

Gage tendió a Shemaine sobre una tumbona de cuero y se apoyó a un costado, sobre una rodilla. Si bien aún no había vuelto en sí, respiraba; animó sus esperanzas, aún pequeñas. Echó una mirada de lado a su hijo, vio que los ojos del niño desbordaban de lágrimas de susto e intento aliviar su tierno corazón.

—Shemaine estará bien, Andy. No te aflijas.

Andrew sorbió y limpió sus lágrimas, mientras se acercaban Mary Margaret y el tendero, Adam Foster. Éste había ido a llenar una palangana con agua, que ahora depositaba en una mesa pequeña junto a la tumbona. Se acercó a Gage para observar a la muchacha y, sin querer, bloqueó la vista del niño.

—Esto es horrible —se quejó el señor Foster, muy nervioso. Ofendido por el incidente, siguió divagando en frases cortas, incompletas—. ¡Atacar a una mujer es algo tan vil! ¡Debería ser encarcelado!

Mary Margaret suspiró, apenada.

—Es una pena que en las colonias no se permita el castigo.

Como no podría acercarse ni a Shemaine ni a su padre, Andrew miró alrededor, y detectó un movimiento cerca de la entrada. Escudriñando con atención en las sombras, tras un montón de azadas, rastrillos y palas que asomaban de un pequeño barril cerca de la puerta, fue hacia allí con cautela, pensando que sería un perro o un gato que habría metido en la tienda. Entonces, sus ojos empezaron a adaptarse a la tenebrosa penumbra que había detrás de los bártulos y de repente se dilataron cuando, al fin, distinguió la silueta oscura acurrucada allí, en silencio. Era un ser fantasmal, de piernas cortas, brazos largos y pelo oscuro, que colgaba sobre una frente fruncida. Para un niño era una visión monstruosa. Lanzando un chillido de terror, Andrew giró en redondo y echó a correr a toda velocidad hacia los adultos, arrojándose sobre su padre y aferrándose a él con desesperación.

Gage lo levantó en brazos y miró, tratando de saber qué le había dado semejante susto; cuando su mirada se posó sobre el ser deforme, ahora a la vista, comprendió el motivo del pánico de su hijo.

—¿Qué pasa, Cain? —preguntó con amabilidad, poniéndose de pie —.¿Qué quieres?

La presencia del jorobado en la tienda le intrigaba porque, en general, Cain se mantenía apartado de los desconocidos. Sólo iba al pueblo para permutar algo con el señor Foster o para que Hugh Corbin herrase su mula. De lo contrario, rara vez era visto.

Cain se acercó arrastrando los pies, venciendo la dificultad de sus piernas deformes, los brazos y los hombros que pendían, torcidos, desde su nacimiento, y se detuvo vacilante, al ver que Andrew trataba de apartarse y volvía a gritar de miedo. Después de tranquilizar a su hijo con palabras suaves, Gage lo dejó junto a la señora McGee, que lo tomó de la mano y lo llevó al fondo de la tienda, para mostrarle un frasco con dulces.

Ladeando la cabeza, Cain enfocó su rostro monstruoso hacia el hombre alto que se acercaba. Era la primera vez, que Gage tuviese memoria, que podía acercarse al jorobado sin que él huyese. Cain comprendía, tal vez mejor que nadie, lo espantoso que era, y prefería ocultarse. Tenía la nariz larga, estrafalariamente respingada, los ojos formaban ángulos insólitos, bajo las espesas cejas. Los dientes eran escasos, y en la enorme boca que estaba siempre abierta, su lengua tendía a colgar sin control De varios cortes y magulladuras en su cara manaba sangre, dando testimonio del reciente maltrato.

—¿Querías algo, Cain? —preguntó Gage otra vez.

El jorobado movió en dirección hacia Shemaine, todavía inconsciente, una gran mano velluda y luego miró otra vez Gage con la boca abierta y preguntó.

—¿Tá mueta?

Gage frunció el entrecejo tratando de descifrar su confusa manera de hablar hasta que, al fin, comprendió:

—No, no está muerta, sólo desmayada. En poco tiempo se recuperará.

Cain metió con torpeza la mano en el bolsillo de su delgada harapienta chaqueta y sacó las zapatillas que habían caído de los pies de Shemaine cuando Potts la sujetaba en el aire, ya desmayada.

—Su zapato.

—Gracias —respondió Gage, con el entrecejo aún fruncido, aceptando el calzado. Por cierto, era insólito que Cain demostrase tanta preocupación por otra persona o que desandara su camino para devolver objetos perdidos, y menos aún cuando eso significaba tener que mostrarse ante los aldeanos—. Le diré a Shemaine que se los trajiste. Se pondrá contenta.

—¿Sheimon?

—Shemaine O’Hearn —pronunció Gage con claridad para que lo entendiese, sin saber qué era lo que había despertado el interés de Cain por la muchacha.

En los nueve años que Gage vivía en la región jamás había oído decir al jorobado tantas palabras como las que había dicho ese día. Algunos aldeanos, incluso dudaban que él fuese capaz de hablar, aunque ésa era la opinión de los que habían mantenido distancia con el sujeto, creyéndolo demente.

De niño, Cain había sido dejado en la puerta de una anciana medio loca que vivía sola en una tosca choza del bosque. La vieja lo había bautizado Cain por sus deformidades, convencida de que el pobre niño había sido duramente marcado por el dedo de Dios. Con el paso de los años, la mujer, antes agresiva, se hacía cada vez más frágil hasta que al fin murió cuando Cain tenía nueve años. Desde entonces, el niño había tenido que ingeniárselas para sobrevivir aunque, como la bruja le había exigido que trabajase para ella desde la más corta edad, le había enseñado a armar trampas, a rebuscar y a merodear para procurarse el alimento. Aún vivía en la choza de la mujer y, en lo esencial, se mantenía a sí mismo pero cuando necesitaba elementos indispensables que no podía hallar en el bosque llevaba pieles de ciervo, de conejo y de otros animales para cambiarlos al señor Foster por lo que necesitaba. Pero incluso en esas ocasiones Cain procuraba permanecer en las sombras y en los rincones oscuros donde se sentía a salvo mientras el tendero reunía las provisiones que había ido a buscar.

En contadas ocasiones, gracias a la insistencia del tendero, el jorobado cedía y llevaba pájaros de madera que él tallaba con habilidad, y le permitía venderlos. Sin embargo, según decía Foster, a Cain no le gustaba desprenderse de ellos porque las tallas eran para él como amigos y, aunque Foster le había prometido una buena suma de dinero para alentarlo, hacia años que no llevaba ninguno.

Con excepción del señor Foster, Mary Margaret, Hugh y Roxanne Corbin, casi toda la gente del pueblo temía a Cain y si lo veían acercarse solían echarlo con escobas, palos y piedras o lo que tuviese a mano aunque, por lo que Gage sabía, él jamás había hecho daño a nadie. Más bien, por lo que había oído y visto por si mismo, estaba convencido de que Cain tenía más motivos para temer a los aldeanos porque los jóvenes más rudos tenían la costumbre de aprovecharse de él para probar su masculinidad... o la falta de ella, ironizaba Gage.

Una sombra atravesó la entrada y al alzar la vista, Gage se encontró con Roxanne en medio del umbral, en actitud indecisa. Pese a que todavía estaba furioso por las amenazas de la mujer, la saludó con un breve movimiento de la cabeza convencido de que era más prudente no enfrentarla. Al ver ese saludo tan formal, el jorobado giró sobre sí arrastrando los pies para mirar hacia la entrada.

—No ha sido Cain, ¿verdad?—preguntó Roxanne, aprehensiva, señalando a la inconsciente Shemaine.

—Hasta donde sé, Cain no ha tenido nada que ver con el incidente —respondió Gage con aire rígido—. El hombre que atacó a Shemaine era un marinero del London Pride. No sé bien cómo empezó, pero parecía que ese sujeto estaba resuelto a matarla.

Mary Margaret se adelantó, con Andrew a la zaga.

—Yo puedo explicar lo sucedido —ofreció—. Lo vi con mis propios ojos.

La anciana se había detenido muy cerca de Cain y, sin embargo, Andrew casi no hacía caso de su presencia pues ahora tenía un caramelo de bastón que él sostenía y admiraba hasta que su padre le diese permiso para comerlo.

Y Gage tenía curiosidad por saber cómo había sido el ataque a Shemaine; centró entonces toda su atención en la mujer.

—¿Qué vio usted, Mary Margaret?

La mujer hizo un ademán hacia la muchacha.

—Esta valerosa muchacha golpeó a ese odioso marinero con un palo cuando lo vio castigando a Cain; por eso, estuvo a punto de perder la vida aunque había una cantidad de borrachos por ahí, mirándolo todo. ¡Ay qué pena, no ser hombre para dar un par de pescozones a esos zoquetes, a ver si los sacaba de su estupor! Seguramente estaban ebrios. Sí, lamento mucho confirmar que los irlandeses sean tan efectos a la murmuración y a la bebida. Cuanto más empinan el codo, tanto más parlotean.

—Shemaine se pondrá bien, ¿no? —preguntó Roxanne, preocupada.

Su preocupación dejó perpleja a Mary Margaret.

—Sí, estará como siempre después de haber descansado y recibido buenos cuidados.

Roxanne esbozó una rígida sonrisa y echó una mirada a Gage.

—No olvides hacerme saber si hay algo en lo que yo pueda ayudar.

Gage no pensaba hacer esa tontería; sin embargo, el cambio de actitud lo sorprendió de nuevo. Habría sido poco decir que, en ocasiones, Roxanne tenía un comportamiento errático. Desde su punto de vista, interpretaba las cosas según cómo la afectaban a ella.

—No tienes por qué preocuparte, Roxanne.

Roxanne saludó con la cabeza a Gage, luego a la anciana y salió por la puerta. Luego, llamó con la mano a Cain.

—Ahora ven conmigo, no quisiera que te metieras en más líos.

El jorobado lanzó una mirada a Shemaine y luego, obediente, salió de la tienda y echó a andar por la acerca con su extraño paso en dirección a la herrería.

—Pobrecillo —suspiró Mary Margaret asomándose a la puerta para ver cómo se iba—. Es como una oveja perdida, herida, buscando a un pastor que lo guíe. Pienso que sería leal cualquiera que fuese amistoso con él.

—¿Le parece insólito que Roxanne se preocupe por el bienestar de él? —preguntó Gage, sentándose junto a Shemaine.

Mojó un trapo en la palangana de agua fría y comenzó a humedecer la cara de la muchacha, mientras esperaba la respuesta de Mary Margaret.

La anciana suspiró y movió la cabeza.

—Ambos son almas perdidas, enfrentados con esta aldea y con el mundo, creo yo.

Sintiéndose flotar lentamente hacia arriba en una niebla fantasmal, Shemaine tomó cada vez más conciencia de una dolorosa opresión en la garganta. Tragó, y el dolor le obligó a hacer una mueca. Giró la cabeza sobre el almohadón de cuero, abrió apenas los ojos y trató de fijarlos en el rostro angelical que se inclinaba sobre el suyo, apoyándose sobre dos puños diminutos, pero sus párpados rasparon las tiernas órbitas como si fuesen de pergamino seco, haciéndole brotar las lágrimas.

—¿Andrew?— susurró, ronca—. ¿Podrías pedir a alguien que me dé un vaso de agua?

—¿Papá?

El niño alzó la vista y vio que su padre ya se inclinaba hacia delante con una pequeña taza en la mano.

—Aquí tiene un poco de agua, Shemaine —dijo Gage, pasándole el brazo por los hombros para ayudarla a incorporarse.

Volvió a sorprenderle la levedad y fragilidad que sentía en su brazo. Eso le recordaba cuánto hacía que no tenía una mujer en los brazos. Acercó la taza a los labios y la sostuvo mientras ella bebía lentamente, siguiéndola con tanto atención como esa mañana, cuando daba el desayuno a Andrew.

Mary Margaret se acercó y, apoyándose en el bastón, contempló a Shemaine por sobre la cabeza de Andrew. Como había empezado a preocuparse de que sufriera un daño permanente, sintió alivio al ver que las mejillas de la muchacha recuperaban cierto color.

—Defender a Cain fue algo valeroso hija mía, pero también debo decir que fue una tontería, teniendo en cuenta el tamaño de ese bufón al que atacaste.

—¿Cain? —pronunció la muchacha en tono sibilante. Sus cejas se unieron expresando confusión, porque no podía recordar a nadie de ese nombre—. ¿Quién...?

—El jorobado, querida —informó la anciana con sonrisa compasiva—. Su madre adoptiva consideró que ese nombre le cuadraba.

Gage dejó la taza y apoyó otra vez a su sierva sobre el almohadón. Ya tranquilo de que el daño sufrido no era irreparable, no pudo guardar silencio más tiempo con respecto al momento de locura que había tenido.

—¿Por qué no me llamó y dejó que me encargara de la situación, Shemaine? No estaba tan lejos; si me hubiese llamado, la habría oído —se inclinó hacia ella exigiéndole atención, ceñudo—. No permitiré que vuelva a arriesgar otra vez su vida, ¿me oyó?

Shemaine se sentía como una niña regañada por su padre, y no le hacía sentirse mejor la certeza de que él tenía razón. Le asustaba entender lo tonta que había sido y las consecuencias que podría haber sufrido si no la hubiesen arrebatado de las manos de Potts: podría haberla matado. Y lo que más la martirizaba era su falta de consideración hacia Gage. Si hubiese tenido que comprar otra esclava, se habría visto en serios apuros. Más aún, era probable que durante un tiempo hubiese quedado solo para atender a su hijo.

—Señor Thornton, lo siento. Creo que perdí la cabeza cuando vi a Potts golpeando a esa pobre hombre —se disculpó, contrita—. Debería haber sido más cuidadosa y tener en cuenta la gran suma que usted invirtió en mí. En el futuro, me esforzaré por ser más prudente.

Esas conjeturas erradas indignaron a Gage.

—¿En verdad cree que las cuarenta libras que pagué por usted son más importantes que su vida? —preguntó, colérico—. Yo hablo de la estupidez de exponerse al peligro. Por otra parte, ¿Quién era ese hombre? No me diga que es el sujeto contra el cual me advirtió.

—Si, es Jacob Potts, el marinero del London Pride —respondió Shemaine, en un áspero susurro—. Antes de que yo desembarcara, prometió matarme.

—¡Casi lo logró! —repuso Gage, exasperado con ella porque había ignorado las amenazas del hombre y lo había atacado, seguramente aumentando así el resentimiento del sujeto.

Para tranquilidad de la propia Shemaine, Gage tenía la esperanza de que el palurdo se hiciera pronto a la mar.

Shemaine no lograba recordar nada más allá de la turbia neblina que la había envuelto; tenía curiosidad por saber cómo había logrado salir librada con tan poco daño de las garras de Potts.

—¿Qué fue lo que lo detuvo?

—El señor Thornton te salvó, querida —respondió Mary Margaret en lugar de Gage.

Había escuchado con atención la reprimenda del ebanista y le alegraba comprobar que su auténtica preocupación era por la muchacha y no por su bolsillo. Como vivía tan cerca del pueblo, la anciana había oído desagradables rumores que reputaban a Gage de hombre frío, insensible, aunque ella se había reservado su opinión prefiriendo obtener pruebas irrefutables antes de condenarlo como habían hecho muchos habitantes de la aldea. Pese a las murmuraciones, a lo largo de los años se había encariñado con el fabricante de armarios y, en su corazón, lo había adoptado como a un hijo, el que no había tenido la fortuna de concebir. Le resultaba difícil imaginar que fuera tan deficiente para juzgar a la personas como para admirar a un asesino.

—Tendrías que haber visto a este guapo mozo irrumpiendo entre los hombres para llegar hasta ti.

Gage echó a la mujer una mirada ceñuda. Estaba persuadido de que ella veía un posible matrimonio en cualquier pareja con la que se cruzaba, pero sabía los riesgos de que la viuda divulgase esas ideas por el pueblo. Con las amenazas de incriminarlo que tenía Roxanne, el parloteo esperanzado de la anciana podría resultar su ruina.

—No exagere, Mary Margaret.

La irlandesa sonrió con dulzura y salió al paso de la réplica. Desde que tenía memoria, Gage Thornton había sido parco con respecto a sí mismo y huía de los elogios como de la peste. En una ocasión había salvado a una niña de cuatro años de ahogarse en el río pero, cuando sus padres y casi todos los pobladores que habían presenciado su audaz rescate trataron de felicitarlo y darle palmadas en la espalda había entregado la niña a su madre con la advertencia de que vigilara mejor a su hija en el futuro. Después, había pasado entre la gente, deteniéndose sólo para recoger su mosquete y su morral que había dejado antes de zambullirse en el río. Deslizó la canoa hasta el agua y se alejó con la misma actitud de desapego que la gente había aprendido a esperar de él.

Mary Margaret se preguntó por qué no querría que la muchacha supiera que casi había desecho el círculo de hombres para llegar hasta ella. ¿Lo avergonzaba su espíritu guerrero? ¿No querría que nadie sospechara que él era quien estaba más perdidamente enamorado de Shemaine entre todos los hombres que podrían admirarla y sentir una intensa atracción hacia ella?

La noción de que el hombre alto y rudo fuese tan vulnerable hizo sonreír a Mary Margaret. Confirmaba que era humano, cosa que muchos dudaban en la aldea. Pero ésa era una opinión vertida desde lejos por lo que husmeaban y espiaban detrás de las ventanas, como aquellas regordetas matronas de la Merciería, pues nadie que realmente conociera a ese hombre podría juzgarlo con tanta dureza.

Pensó que en la actualidad Gage Thornton tenía un nuevo enemigo, evocando al patán del charco de barro, aunque, con suerte, éste se iría en pocas semanas.

—Por cierto, estoy segura de que el señor Potts buscará venganza por haberse convertido en el hazmerreír del pueblo. Sin duda, querrá matarnos a todos si a alguien se le ocurre llamarlo cerdo.

El ánimo de Gage se ablandó un tanto y una sonrisa cruzó sus labios.

—Después de haber provocado la risa de todo el pueblo, dudo de que Jacob Potts quiera volver a mostrar su cara en Newportes Newes.

Shemaine desechó el argumento.

—Según mi experiencia, el señor Potts retribuye el doble por cada ofensa sufrida, y no descansará hasta haberse vengado.

—En ese caso, es muy probable que vuelvan a verlo —predijo Mary Margaret, sombría—, porque ambos lo avergonzaron hasta lo más profundo. ¡Imagínense! ¡Una muchacha menuda dando una buena paliza a ese pedazo de grandullón! Y como si eso no fuese suficiente, el amo de ella que lo arroja al barro de una patada. El orgullo de Potts ha sido muy lastimado por ustedes. No podrá superarlo durante años.

Gage se levantó y enfrentó a la anciana, dispuesto a cambiar de tema por el bien de Shemaine.

—Mientras estoy en el pueblo, tengo asuntos que tender. Si no fuera un abuso, me gustaría dejar a Shemaine con usted para que pueda descansar, Mary Margaret.

—Será un placer tenerla en mi casa —aseguró la anciana—. Y más aún si también permites que Andrew se quede conmigo. Es un niño tan bueno que me encanta tenerlo cerca. Cocinaré algo para nosotros para que no tengas que preocuparte hasta que regreses.

—Se aprecia su gentileza, señora. —Miró alrededor, buscando al tendero que, en ese momento, no se veía por ninguna parte—. Si me disculpa, debo encontrar al señor Foster y agradecerle antes de que nos marchemos.

La señora McGee señaló hacia la parte trasera de la tienda.

—Creo que Adam iba hacia el fondo la última vez que lo vi.

Gage cumplió su misión en poco tiempo y volvió para acompañar afuera a las mujeres. Ya instalada en el carro, Shemaine puso a Andrew en su regazo, dejando lugar para Mary Margaret en el asiento, a su lado. Gage subió, y, haciendo restallar las riendas, hizo andar a la yegua. Recorrieron el camino que atravesaba Newportes Newes y, poco rato después, se detuvieron ante un pequeño y primoroso chalé en las afueras de la aldea. Tomando a Andrew en sus brazos, Gage acompañó a las dos mujeres hasta la puerta, ajustando el paso al de su esclava, que rechazó su ayuda. Una vez que la vio instalada, se marchó prometiendo regresar tan pronto pudiese.

Tres horas después, Gage había terminado de cargar las provisiones en el carro, y recibido el encargo de una acomodada señora de Richmond para fabricar varios muebles de comedor. Con el encargo conseguiría casi la mitad de lo que había gastado en los documentos de Shemaine. Eso aliviaba mucho la apretura de su presupuesto; confiaba que volvería a progresar a buen ritmo en la construcción del barco.

Volvió al chalé de la viuda McGee, quien le hizo señas silenciosas de que entrase al interior. La mujer apoyó un dedo en sus labios y señaló hacia una puerta cerrada que daba al vestíbulo.

—Hace como una hora, Shemaine se acostó con Andrew para hacerlo dormir—susurró—. Desde entonces, no he oído a ninguno de los dos.

Gage entró con paso silencioso y, tras un leve golpe que no obtuvo respuesta, hizo girar el pomo y abrió lentamente. La escena que sorprendió entibió su corazón como hacía muchos meses que no le sucedía; y se adelantó con cautela para regodearse en el encanto de la escena. Shemaine y Andrew dormían profundamente. Compartiendo la almohada, estaban acurrucados en forma de cucharas en medio de la cama, el niño de costado, con la espalda contra el pecho de la muchacha. La mejilla de ella se apoyaba sobre los rizos del pequeño y su brazo sobre él, como una madre con su hijo.

—¿Le gustaría una taza de té, señor Thornton? —murmuró Mary Margaret desde cerca.

Gage miró alrededor, sorprendido de ver a la mujer apoyada contra el marco de la puerta. La anciana sonrió, y él inclinó un poco la cabeza, no muy seguro de poder tomarse ese tiempo porque necesitaba llegar pronto a su hogar y aún no había llevado a Shemaine al remendón para encargar un par de zapatos.

—Sería una pena perturbar tanta paz, ¿no le parece, señor Thornton? —aventuró la mujer, observándolo con disimulo.

La mirada de Gage volvió a la cama, a Shemaine perdida en el sueño. Parecía muy delicada y bella, como una pequeña flor de intenso color en un manchón de intenso verdor. Sus suaves labios rosados estaban entreabiertos como si esperara el beso de un amante fantasmal. Sus pestañas sedosas, marrón oscuro, descansaban sobre mejillas sonrosadas por el sueño. Su busto redondeado se alzaba y descendía en lánguido reposo contra la espalda de su dormido compañero y, en ese momento, Gage envidió a su hijo.