—¿De qué quiere hablar conmigo, señor Thornton?

Gage se puso delante de ella, deseoso de hacerle saber ciertas verdades.

—Cuando una vez le dije que había pensado en tomarla por esposa no estaba bromeando. Incluso antes de haber ido al London Pride había pensado cuidadosamente la idea de volver a casarme. Necesitaba una niñera para Andrew pero también quería una esposa para mí. Como ya le dije, hay una gran escasez de jóvenes casaderas en la región. Y las que hay y están ansiosas por casarse, como ha demostrado claramente Roxanne, no me atraen. Cuando fui al barco, estaba lejos de pensar que tendría la fortuna de encontrar a una mujer que fuese buena como niñera...y menos aún a una esposa. Pero estaba equivocado, Shemaine. Usted es mucho más de lo que yo había esperado encontrar.

Shemaine se quedó mirándolo, completamente atónita por su revelación.

¿Quiere casarse conmigo?—. Su mente disparaba tratando de entender la lógica del hombre. Sin duda, habría pensado en las consecuencias de casarse con una mujer de escasa reputación. Podía entender que quisiera acostarse con ella porque la tenía cerca, pero el casamiento le parecía algo fuera de discusión pese a los deseos de Gage de tentarla—. ¿Por qué querría eso, señor Thornton, teniendo en cuenta que con sólo verme las personas honestas se preguntan qué horrendo delito pude haber cometido en Inglaterra? Seguramente se habrán preguntado el motivo de mi encarcelamiento y habrán exagerado la importancia de mi servidumbre a usted. Ya vio cómo se comportó Samuel Myers cuando me vio en el baile. Llegué encadenada a esta tierra, señor y, si se casa conmigo, será un hombre señalado. Susurrarán a sus espaldas que es el esposo de una convicta. No me cabe duda de que la señora Pettycomb se habrá afanado por decir a todos en el pueblo que yo no soy digna de ser recibida por ninguna familia respetable, y dudo que sirva de algo explicarles, tanto a ella como a las otras chismosas, que no he hecho nada para merecer mi condena. ¿Cómo es posible que se le ocurra atraer esa clase de críticas sobre su persona?

Gage tampoco podía creerle.

—¿Acaso cree, en verdad, que a mí me importa algo lo que esa mujer pueda decir o pensar? Alma Pettycomb se considera tan pura que es incapaz de comprender lo malvada y maliciosa que es en realidad. Se alimenta con la carne de los inocentes y estoy convencido de que algún día recogerá las consecuencias de agitar esa larga lengua de serpiente que tiene. Shemaine, créame que no vale la pena que se preocupe ni esto. Tampoco debería desviar ni influir sobre ninguna decisión que deba adoptar; debe hacerlo por su propia y libre voluntad, sin dejarse intimidar. El tema del matrimonio es una cuestión que concierne sólo a usted y a mí; a nadie más.

Tomando su mano pequeña entre las de él, Gage miró en sus ojos tratando de discernir algún atisbo de rechazo y no lo encontró.

—Shemaine O´Hearn, me sentiría muy honrado si aceptara mi propuesta de matrimonio y se convirtiese en mi esposa.

—¿No tiene recelos de tomar por esposa a una convicta? —preguntó, sombrada. Sentía como si estuviera despertando de un largo sueño. La total comprensión de lo que él quería comenzaba a acelerar los latidos de su corazón—. ¿No se arrepentirá del matrimonio una vez consumado?

—Quiero tenerla como esposa, Shemaine, y eso es lo único que me importa —declaró—. Aquí, en las colonias, descubrirá que los rumores se pudren muy rápidamente. Epítetos como “convicto”, “truhán” y “ladrón” tienen corta vida, salvo que se repitan con frecuencia las ofensas que recuerden a la gente la tendencia a cometer vilezas. Después de casados, seremos como cualquier otro matrimonio de la comarca.

—¿Usted cree?—preguntó Shemaine con timidez. Pese a sus audaces fantasías, cuando llegaba el momento de presentarse como novia, lo único que la preocupaba era su delgadez y su falta de atractivos—. ¿Nos conduciremos como cualquier otra pareja?

Tocó el turno a Gage de sentirse preocupado y perplejo.

—¿Qué es lo que pregunta, Shemaine? ¿Si seré para usted algo menos que un esposo?

Un vivo sonrojo tiñó las mejillas de la joven.

—No esperaría eso de usted, señor Thornton, lo que sucede es que estoy demasiado delgada y...yo no soy muy agradable a la vista sin...

—¿Sin su ropa? —terminó la frase Gage, sintiendo que persistía en sus recelos. Su mirada descendió hasta los pechos mal cubiertos y luego regresó al rostro, acariciándolo. No podía menos que preguntarse qué le haría pensar que era poco atractiva, si era la mujer más bella que él había visto en su vida—. Shemaine, si insistiera usted en la abstinencia, sería preferible que no nos casáramos, porque no podría soportar verla cerca...desearla...y no poder gozar de la intimidad con usted. Soy hombre, Shemaine, no monje. La deseo tanto como un hombre puede desear a una mujer, y creo que a esta altura ya debería saberlo. Si la preocupa estar delgada o débil, créame cuando le digo que eso no me importa mucho. ¡Me gusta tal como es! Y si aún se siente frágil cuando nos casemos, le aseguro que mi fuerza bastará para los dos. Tendré cuidado de no hacerle daño y alimentaré toda la ternura que pueda usted sentir. Por eso le suplico, mi querida Shemaine, que me considere un pretendiente deseoso de convertirse en su esposo, en todo el sentido de la palabra.

—Usted sí que es capaz de abrumar a una muchacha, señor Thornton —exhaló Shemaine, incapaz de apartar su mente del agudo contraste que haría el maravilloso cuerpo de él contra su delgadez.

Empezaron a invadirla imágenes de ellos dos acostados; esas imágenes eran mucho más sensuales de lo que estaba dispuesta a admitir. Ahora que ya había admirado por sí misma a un hombre desnudo, las tímidas explicaciones de su madre con respecto a lo que sucedía entre marido y mujer se agrandaron y aclararon en su mente.

Gage levantó una mano y rozó con ternura los nudillos contra la mejilla encendida.

—¿Quiere ser mi esposa, Shemaine?

Shemaine recordó la pompa que había rodeado la ocasión en que Maurice du Mercier le hiciera la misma pregunta pero, aunque le fuese la vida en ello, no lograba recordar que su corazón palpitar tan locamente dentro de su pecho como lo hacía ante la sencilla pero perturbadora propuesta de este hombre. Pensó en lo que significaría estar casada con un colono y comprometerse a permanecer a su lado mucho después de los siete años que marcaba su documento de servidumbre. Todavía ansiaba ver a su familia pero por motivos que eran claros y ambiguos a la vez, no podía imaginarse regresando a Inglaterra y casándose allí con un esposo adinerado. Le parecía más apropiado quedarse y formar un hogar con el hombre que había despertado la pasión dentro de ella. Si en ese momento no lo amaba, por cierto lo deseaba y no podía continuar viviendo en la misma casa sin procurar plena satisfacción como mujer. Era mucho mejor casarse que tratar de contener sus deseos durante los siete años siguientes.

Lentamente, respondió con un gesto de asentimiento.

—Sí, señor Thornton, seré su esposa...en todo el sentido de la palabra.

Gage se volvió ansioso y animado:

—Podremos casarnos en Williamsburg —dijo en voz suave—. Para entonces su costado estará sano y podremos regresar por la noche y parar nuestra noche de bodas aquí, en la cabaña.

Pese a sus esfuerzos por parecer calma, la voz de Shemaine tembló:

—Lo que usted considere mejor, señor Thornton.

Gage levantó el mentón de Shemaine con un dedo y depositó un suave beso sobre sus labios, como temeroso de hacerle daño si le daba uno más apasionado. Después, estudió su rostro con ojos relucientes, y susurró:

—¿Ahora no querrías llamarme Gage? Después de todo, pronto seré tu esposo.

—Gage.

Su nombre fue lanzado en medio de un trémulo suspiro mientras los labios de él bajaban otra vez sobre los de ella pero, esta vez, cruzó su boca sobre la de Shemaine en una búsqueda devoradora, acelerando su puso hasta que todo su cuerpo tembló por la pasión. La lengua de Gage se metió entre los dientes de Shemaine con provocativa audacia, apoderándose de esa cálida caverna con una posesiva voracidad que disparó los sentidos de la muchacha y reavivó el recuerdo de una noche no tan lejana. De repente, Shemaine sintió impaciencia de que pasaran las semanas.

—¡Papá, Andy quiere ir al retrete! —gritó Andrew de repente, separándolos con la eficacia de un cubo de agua fría.

Irrumpiendo en el corredor, el niño bailoteaba en ansiosa agitación. Gage lo levantó y salió en un tris por la puerta del fondo, dejando a Shemaine aturdida por la sorpresa. Como ya la había excitado el ardiente beso anterior, y éste más reciente le había sabido más tierno pero no menos excitante, se convenció de que había en Gage Thornton mucha más sensualidad de la que ella había imaginado, incluso en sueños. Desde luego, se sintió cada vez más eufórica ante la perspectiva de gozar de la intimidad con ese hombre.

¿Estaría soñando otra vez? ¿En verdad estaba sucediéndole esto? ¿Pronto estaría compartiendo una cama con Gage Thornton? ¿O cuando volviera del retrete con Andrew le diría que sólo había estado bromeando? ¿Verrugas de sapo, más o menos?

Capítulo 14

Gage dejó la canoa junto al río y entró en la aldea de Newportes Newes con un definido propósito. Primero fue al London Pride pero, ante su interrogatorio, el compañero del contramaestre le informó que Jacob Potts estaba de permiso y que no lo esperaban de regreso en el barco hasta la semana siguiente. Cuando, momentos después, Gage abrió la puerta de la taberna, oyó que su nueva ama, una mujer mayor y regordeta ataviada con un llamativo vestido rojo y una peluca blanca y crespa ligeramente ladeada regañaba a Morrisa.

—El caballero ha pagado buen dinero por ti y tú lo complacerás —insistía la mujer, golpeando con el puño sobre la mesa—. Y no quiero oír más quejas tuyas con respecto a que es una pequeña comadreja o de que es malo y vil, como te dijeron las otras chicas. Yo misma he oído decir que Sam Myers no tiene mucho de qué jactarse dentro de sus pantalones y le gusta demostrar su hombría de otras maneras. Pero mientras esté dispuesto a pagar lo que yo cobro por dejar que mis chicas vayan a su casa a satisfacer sus necesidades, tendrás que tolerar sus bofetadas y sus pequeñas perversidades y cuidar tus modales al mismo tiempo. ¿Me has oído?

—Sí, Freida, te he oído —farfulló Morrisa, aunque la idea no le gustaba para nada.

Había maneras de lidiar con ratas odiosas como Samuel Myers. ¡Pero si con un simple tajo de su navaja Jacob Potts podía despenar a ese maldito sapo! Siempre y cuando su peroo faldero se levantara y saliese de su escondite, claro.

Morrisa se burló de él para sus adentros: al parecer, últimamente Potts no era capaz de hacer nada bien en lo que se refería a la lechuza. ¿Acaso no lo había enviado ella a provocar a Gage en la calle, la noche del baile? ¿Y qué hizo Potts? ¡Lo único que logró fue recibir una buena paliza! Después, cuando se aventuró en las tierras del colono, había vuelto con un gran agujero en un costado; ahora yacía inerte, como una morsa herida. Freddy se lo había llevado lejos, donde podría atenderlo un médico y estaría a salvo en caso de que el colono fuese a buscarlo. Pero, por el momento, el marino no tenía ninguna utilidad para ella.

Freida se inclinó adelante para atraer la atención de Morrisa con expresión hosca:

—He estado ganando bastante dinero desde que traje a mis chicas a esta región y no quiero que ningún pequeño soplón como Myers ande con calumnias, diciendo que ha sido engañado. Si lo hiciera, podría espantar a algunos de nuestros clientes. Te saqué de ese barco prisión para que me ayudaras en los negocios y no para que me pusieras en malos términos con los caballeros. Si en este primer año no ganas el doble de lo que invertí en ti, te aseguro que me lo cobraré con tu pellejo.

Morrisa se enfurruñó, rebelde y descontenta, mientras daba la espalda a la vieja rezongona pero su expresión cambió, maravillada, cuando vio que Gage entraba por la puerta. Estaba impaciente por saber cómo estaba Shemaine después de haber sido herida y, sin duda, él era la mejor fuente de información para ello. Era de esperar que la pequeña pordiosera hubiese pescado una fiebre y muriese pronto, como debería haber sucedido hacía tiempo.

Envalentonándose ante la perspectiva de haberse vengado de su adversaria, Morrisa dedicó a Gage una sonrisa y una mirada provocativa, mientras pasaba una mano sobre su cuerpo voluptuoso.

—Bueno, patrón, veo que ha cambiado de idea acerca de mi ofrecimiento ¿eh? Ya sabía yo que era cuestión de tiempo que se cansara de Shemaine—. Bajó lentamente la mirada hacia su regazo mientras lanzaba una conjetura tentativa—. Shemaine lo habrá vuelto loco para que la deje tan de repente. No lo esperaba hasta dentro de un par de semanas; por eso me pregunto qué puede haberle hecho.

Desde su silla, Freida escrutó minuciosamente al alto y apuesto desconocido. No era usual ver a un caballero tan guapo buscando los favores de una ramera. Por lo general, los hombres así satisfacían sus necesidades sin gastar una sola moneda. Sus labios pintarrajeados se torcieron en una mueca mientras lo evaluaba con ojo certero.

—Usted es un tipo muy guapo, ¿eh?— comentó en voz ronca—. En mi opinión, demasiado guapo. Tendré que estar muy atenta para ver qué le ofrecen mis chicas, sabiendo lo ansiosas que estarán de atenderlo por el sólo placer de hacerlo. Sí, haré muy bien las cuentas después de que hayan estado con usted para cercionarme de que han cobrado la tarifa debida.

Gage no hizo caso de los comentarios de la madama ni de su desvergonzado examen y fijó la vista en Morrisa.

—Estoy buscando a Jacob Potts. ¿Lo has visto?

Morrisa se alzó de hombros con gesto indolente y se miró atentamente las uñas.

—¿Para qué necesita a Potts?

Gage apostó a que Morrisa sabía exactamente dónde estaba el marinero y para qué lo buscaba.

—Quisiera hacerle un par de preguntas.

La ramera le dedicó una larga mirada de soslayo y sonrió con aire calculador.

—No me diga que la lechuza se ha quejado otra vez de Potts y ha despertado su compasión. De todos modos, ¿cómo está ella?

Gage no apartó la vista de ella en ningún momento.

—Está bien.

—¿Bien?— Por un momento, Morrisa pareció confundida—. ¿Quiere decir que... que ella... ¿no fue ella la que lo ha enviado a buscar a Potts?

—En realidad, yo vine por mi propia voluntad para ver cómo está Potts después de la herida que le hice.

Como si la hubiese tomado por sorpresa, Morrisa se derrumbó en la silla y sus labios rojos se apretaron en una expresiva exclamación:

—Oh.—Estupenda actriz, fingió confusión y preguntó—: ¿Por qué diablos dispararía al pobre viejo Potts?

Gage arqueó una ceja con curiosidad, percibiendo la insólita tensión de la voz de la mujer.

—¿Quién dijo que le he disparado?

Morrisa frunció el entrecejo, un poco acalorada por la réplica de él. ¡El colono no era ningún tonto! Entonces, ¿por qué se descuidaba con él?

—¡Lo ha hecho!—insistió—. ¡Yo misma he oído que lo decía!

—Yo dije que lo había herido—corrigió Gage—. No hablé de un disparo.

Morrisa se volvió de costado levantando un hombro con aire indiferente.

—¿De qué otra manera resultaría herido un tipo si no es porque le disparan un tiro?

Gage sonrió sin ganas.

—Un cuchillo podría hacer un daño parecido; he oído decir que Potts prefiere los cuchillos, como tú. Quizá ya sepas que Potts fue hasta mi propiedad para matar a Shemaine, y que yo lo herí cuando intentaba huir. Quizá, incluso, seas tú quién lo envió. Te gustaría ver muerta a Shemaine, ¿verdad, Morrisa?

La meretriz ocultó su nerviosismo detrás de una máscara de exasperación.

—¡No sé de qué está hablando, Gage Thornton! ¡Y tampoco sé dónde está Potts! ¡No soy la guardiana de ese marinero! La última vez que lo vi estaba pensando en irse a Hampton o algún sitio como ése. ¡Así que tendrá que ir a buscarlo usted mismo, señor Thornton!

Gage sólo creyó que Potts se había marchado de la región.

—Si llegara a visitarte, harás bien en decirle que si alguna vez vuelvo a sorprenderlo en mi propiedad, lo mataré sin pararme a preguntarle qué hace ahí. Se lo dirás, ¿verdad?

Morrisa le dirigió una helada mirada de soslayo.

—Se lo diré, pero si conozco a Potts, recomiendo que tenga cuidado pues debe de estar muy quisquilloso. Su advertencia no le hará mucha mella. Cuando a Potts se le mete en la cabeza la idea de hacer una maldad, no suele cambiar de opinión por nada, ¿sabe?

—En ese caso, tal vez no quieras transmitirle el mensaje por tus propios motivos —dijo Gage—. Pues una advertencia como esa podría hacer desistir a Potts de cumplir tu orden. ¿Quién puede saber cómo reaccionará? Tal vez se le ocurra hacer caso de mi advertencia y no arriesgar su vida. Pero ya sea que se lo digas o no, ten presente una cosa, Morrisa. Si Shemaine resultara muerta o herida por su mano, vendré a buscarlo, y no sólo a él sino también a ti. Y bien podría matarlos a ambos.

Dicho eso, dio un paso atrás, dedicó a cada mujer un rígido gesto de despedida y se marchó de la taberna.

Freida se inclinó hacia delante y clavó la vista en su nueva pupila, entrecerrando los ojos.

—¿Cómo dijiste que se llamaba el sujeto?

Morrisa hizo una mueca en dirección a la figura que se alejaba.

—¡Gage Thornton! ¡Debe de ser el tipo más malo con el que me he cruzado en mi maldita vida!

—Bueno, queridita, si sabes lo que te conviene, será mejor que aceptes su consejo—advirtió la alcahueta—. He oído muchas cosas acerca de ese sujeto desde que he venido aquí, y no todas son buenas. Hay quienes dicen que un día se enfadó con su esposa y la arrojó desde el barco que está construyendo cerca de su cabaña, río arriba. Y por lo que he oído, hay una solterona que vive cerca del camino que tal vez lo haya visto cuando lo hizo pero tiene miedo de abrir la boca por lo que podría pasarle si habla.

—No me digas —replicó Morrisa con sonrisa complaciente—. Me pregunto si Shemaine lo sabe.

—El tipo no es muy comunicativo con sus cosas, así me han dicho. Lo más probable es que reserve sus asuntos para él mismo, pero si los rumores son ciertos, puedes apostar a que esta Shemaine no estará tan acomodada como se podría suponer. El sujeto podría matarla como lo ha hecho con su esposa.

Morrisa hizo una mueca desdeñosa.

—Y yo podría ir a recoger mi recompensa sin mover un dedo.

Freida la miró con expresión calculadora.

—¿De qué recompensa estás hablando?

La ramera recibió la pregunta con un ademán.

—Nada. Es algo que me prometió un guardián cuando nos marchábamos de Newgate para ser embarcadas. Pero no hay modo de saber si es verdad lo que él dijo hasta que yo no envíe una prueba de que la cosa está hecha. Y todavía no he podido hacerlo.

—¿Quieres decir que te han prometido pagarte si matabas a otra prisionera?

Morrisa adoptó un aire de asombro ante la insinuación de la otra.

—¿Me crees capaz de matar a alguien?

Freida cloqueó y apoyó los brazos carnosos sobre la mesa, inclinándose para mirar directamente a Morrisa a los ojos.

—¡Queridita, por lo que he oído, estuviste muy cerca de cortar algunos gaznates masculinos antes de tu detención pero no quiero esa clase de problemas aquí! Tengo mi manera de lidiar con las fulanas rebeldes, y te juro que tienes frente a ti a la horma de tus zapatos, chiquilla. Cualquier cosa que hayas hecho yo la hice peor, así que te conviene hacer caso de mi advertencia. ¿Entiendes?

Morrisa abrió los brazos en actitud de inocencia.

—No tengo intenciones de hacer cualquier cosa que no me ordenes tú, Freida.

—¡Así me gusta!—la madama asintió lentamente y se rellanó en la silla. Porque si no cuidas tus maneras conmigo, haré que lo lamentes como nunca has lamentado nada hasta ahora. No sabrás lo que es la desdicha hasta que yo no la traiga sobre tu persona. Y te aseguro que si me fastidias mucho y el tiempo suficiente, nadie te librará de una tumba.

Morrisa sintió que un escalofrío recorría su espalda cuando se enfrentó con la mirada helada de Freida. Por primera vez en su vida, entendió exactamente cómo sería estar en el lado más perjudicado de un giro de los acontecimientos y que otra mujer amenazara su vida.

Gage entró en la tienda del joyero y compró una sortija de bodas: había tomado la medida con un trozo de bramante en el dedo de Shemaine. Como consideraba un caballero al anciano joyero, no creyó necesario recomendarle que guardara el secreto porque el hombre era tan discreto con respecto a los asuntos de sus clientes como a los suyos propios. De allí, Gage fue al taller del remendón y se encontró con Mary Margaret que esperaba a Miles, quien había ido a la trastienda a buscar un par de zapatos de la anciana que él había reparado.

—No creía que fuera a poner mis ojos sobre su apuesto rostro durante una quincena, por lo menos, después del alboroto que montó llevando a Shemaine al baile —gorjeó—. Lo que hizo fue arrojar al pueblo a un torbellino. Me dan pena las pobres charlatanas que casi no se detienen a tomar aliento. —Sus ojos azules chispearon de placer cuando arrancó una carcajada divertida a su interlocutor—. Ah, es bueno ver que la vida vuelve a tratarlo bien, Gage Thornton. Hace casi un año que no lo veo reír con tanta alegría.

—Es su hermoso rostro lo que me ha puesto tan contento, Mary Margaret McGee—respondió Gage con galante desenvoltura.

Los hombros delgados de la mujer se alzaron en gesto de duda:

—Y yo amo a los ingleses como usted, señor —bromeó. Luego, sacudiendo intencionadamente su cabeza, lo acusó—: Por cierto, está dotado con la lengua de plata que los irlandeses utilizan tan bien para mentir. Pero dígame, señor, ¿qué ha estado haciendo en nuestro mediocre pueblo?

—Vine a buscar un par de zapatos que había encargado para Shemaine pero, si tiene usted unos minutos para perder, necesitaría de sus servicios, señora.

—¿Mis servicios?— Por un momento, Mary Margaret quedó confundida—. ¿Y qué ayuda podría necesitar un gran caballero como usted de una dama como yo?

—Por ahora, bastará con un consejo —respondió Gage con una sonrisa.

Mary Margaret lo miró con aire suspicaz mientras trataba de reprimir el temblor que sentía llegar a sus labios.

—Creí que no le interesaba mi consejo.

—Eso no es tan cierto desde el momento que lo solicitaré muy pronto. De hecho, si estuviese libre dentro de dos semanas, podría ir con nosotros a Williamsburg, para ver consumado el hecho.

La mujer se quedó completamente confundida.

—Acepto la invitación, apuesto pillastre, pero le aseguro que no sé de qué está hablando.

—Entonces, anciana, si no es capaz de usar la imaginación, será una sorpresa. Haré que Ramsey Tate vaya a buscarla a su chalet el viernes, dentro de dos semanas, a eso de las seis de la mañana.

—¿Y qué consejo necesita de esta vieja, si puedo saberlo?

—Pienso comprar a Shemaine tela para un vestido nuevo y no tengo idea de lo que necesitará para terminarlo.

—¿Zapatos del remendón? ¿Tela para un vestido nuevo?—Los delgados labios de Mary Margaret se curvaron, pero sus ojos brillaron intensamente—. Señor Thornton, después, ¿qué otro regalo querrá hacer a la muchacha?

Gage miró a través de los pequeños vidrios de la ventana, como si reflexionara la pregunta.

—Quizás un cepillo y un peine para ella sola, un poco de agua de colonia y un jabón perfumado.

—¿Para una esclava, señor Thornton?

Gage giró sobre sus talones y miró a la anciana con un brillo malicioso en sus ojos veteados de ámbar.

—Para una esposa, señora McGee.

Mary Margaret dejó escapar una exclamación de alegría, que luego contuvo tapándose la boca con la mano para acallar el estallido. Sin embargo, bailoteó una giga un poco torpe ayudándose con el bastón y, luego, recuperando cierta dignidad, lo miró:

—Supongo que cuenta con que yo me reserve esta noticia hasta que se digan los votos.

—Sí, señora. Sólo mis amigos más íntimos podrán disfrutarlo hasta ese momento.

Mary Margaret sacudió la cabeza en demostración de su acuerdo con esa prudente decisión.

—Por cierto, es sensato no confundir demasiado a la señora Pettycomb pues podría chillar o sufrir un ataque por la sorpresa. No cabe duda de que está esperando que Shemaine revele su estado a más tardar dentro de tres meses... pero sin el beneficio de un anillo de bodas —cloqueó, risueña, imaginando la perplejidad de la matrona—. Ahh, quién pudiera ser un ratón y colarse en su casa cuando sepa la novedad. Estoy segura de que perderá la razón.

—Es usted cruel, señora —dijo Gage, riendo—. Espero no contarme nunca entre las filas de sus enemigos pues estoy convencido de que sería muy desafortunado.

—Así es —admitió la anciana, alegre.

Apoyándose en el bastón, Mary Margaret se acercó a la puerta de la trastienda y llamó al remendón:

—Señor Becker, ya que está allí podría buscar los zapatos de Shemaine O´Hearn. Ha venido el señor Thornton a buscarlos. ¿Podría darse prisa, por favor? Hoy, el señor Thornton y yo tenemos cosas importantes que hacer.

Al principio, parecía que dos semanas eran tanto tiempo que Shemaine no había previsto tener dificultades para hacer todo lo que tenía planeado antes de que llegara ese día. Había preguntado a Gage si podía arreglar uno de los vestidos de Victoria que le parecía especialmente encantador. Pero él, con esa sonrisa infantil que tan bien imitaba Andrew, le había entregado un corte de fina tela para un vestido elegante, encaje para adornarlo y suficiente cantidad de delicada batista para hacerse una nueva camisa y un camisón. Shemaine estaba encantada con los regalos pero, al mismo tiempo, un poco preocupada. Por lo general, sus tareas la mantenían ocupada todo el día y no sabía de dónde sacaría tiempo para terminar las prendas antes del día de la boda. Gage pronto resolvió su dilema transmitiéndole el ofrecimiento de ayuda que había hecho Mary Margaret; ella se apresuró a aceptar. Fue muy útil que Ramsey se ofreciera a pasar por la casa de la mujer las dos semanas siguientes y la trajera con él cuando iba a trabajar.

Por fin, llegó el viernes señalado y una pesada barcaza dotada de un gran timón y una extraña colección de velas, piloteada por un curtido y viejo patrón que había dejado los viajes por mar para pasar a una existencia más tranquila se arrimó al muelle que Gage y sus hombres habían construido la semana anterior. Primero, cargaron los muebles embalados para evitar que sufriesen averías, aunque resultó difícil conducir a bordo al tronco de caballos nervioso por la maniobra y por tener que remolcar el carro sobre los ruidosos tablones que servían de puente. Por fin, Gage debió bajarse del asiento y conducirlos con la brida. Los últimos en subir a bordo fueron los asistentes a la boda, y lo hicieron cargando una variedad de maletas, ropa y otros elementos.

Sobre las marismas, junto al río, pendía la niebla matinal que parecía girar en torno de la barcaza a medida que ésta avanzaba hacia el oeste. Ante su avance, gaviotas, garzas y otras aves levantaban el vuelo mientras una bandada de palomas atravesaba el cielo sobre los pantanos herbosos. Aquí y allá, robles, cedros y pinos ocultaban las orillas donde morían las pequeñas olas que rizaban el río.

Cuando la isla de Jamestown apareció a la vista, el patrón llevó la embarcación al muelle y comenzaron a descargar. Después de haber bajado el carro a tierra firme, uno de los grandes embalajes fue acomodado en la caja. Gage, con tres de sus hombres, fueron a entregar el bargueño a una rica viuda, mientras Erich Wernher se quedaba con las mujeres en la barcaza. Fueron precisos tres viajes más para transportar el resto de los muebles a la casa recién terminada, en Williamsburg. Allí desembalaron las piezas, las inspeccionaron y llevaron con sumo cuidado a un sitio interior de la residencia.

Antes de que se marcharan, el cliente sorprendió a Gage dándole una generosa bonificación por la excelente calidad de los diseños y de la fabricación de los muebles. Como su esfuerzo y sus habilidades representaban un sesenta por ciento del trabajo, a Gage le pareció justo quedarse con un cincuenta por ciento de la bonificación, distribuir el cuarenta por ciento en partes iguales entre Ramsey y Sly Tucker y el otro diez restante en partes iguales entre los dos aprendices.

Después de cargar las maderas del embalaje en el carro, Gage y sus hombres se marcharon y volvieron a la barcaza. Pero al acercarse al límite del pueblo, Gage detuvo los caballos junto a la cerca de un jardín donde una anciana con un sombrero de tela labraba la tierra con una azada. Saltó del carro y, quitándose el sombrero, se aproximó a la valla, cerca del sitio donde la mujer trabajaba.

—Discúlpeme, señora, pero como es el día de mi boda, quisiera saber si me vendería un ramo de flores de su bello jardín para arreglar a mi novia.

La mujer lo observó con atención.

—¿Y por qué se ha demorado tanto en ir al altar, señor? Juraría que no es usted un joven inexperto.

La perspicacia de la mujer hizo sonreír a Gage.

—No, señora, hace un año que soy viudo. Tengo un hijo de dos años.

Los brillantes ojos de la mujer chispearon con humor.

—¿Y su novia? ¿Ella también es viuda? ¿O ha arrebatado usted una niña a su madre?

—Una doncella de dieciocho, tan hermosa como usted, señora.

La mujer indicó la cerca con un ademán.

—Entre en mi jardín, señor; yo misma cortaré un ramo para usted... no por su lengua ágil sino por su joven novia. Mire, yo también me casé con un viudo siendo muy joven; di a luz cinco hijos y los vi crecer a todos antes de que mi John me fuera arrebatado, pero le aseguro que no fue ninguna debilidad ni enfermedad lo que se llevó a mi esposo sino un árbol que cayó sobre él cuando estaba cortándolo. Se tomó venganza y lo envió a la tumba.

—Lo siento, señora.

—No es necesario —replicó la viuda con una sonrisa—. Mi John y yo tuvimos una buena vida.

La mujer cortó las flores más frescas de su jardín y las ofreció a Gage, dándole su bendición.

—Que usted y su novia surquen las caprichosas aguas de la vida con gracia y dignidad, señor, y que tengan muchos hijos que les brinden alegría en los años por venir y, en la edad de la vejez, muchos nietos que aligeren sus corazones de orgullo por lo que han cosechado. Y ahora, vaya; que Dios los proteja en su matrimonio y que el amor que se tienen crezca con cada día que pase.

Extrañamente conmovido por la bendición, Gage le dio las gracias y abrió su monedero para pagar las flores pero la mujer lo rechazó con un ademán.

—No, señor: las flores son mi regalo de bodas. Déselas a su prometida y vea cómo sonríe. Después, pídale que las ponga a secar dentro de un libro; serán un recuerdo para los dos mientras vivan.

Gage saltó del carro y se acercó andando a la barcaza. Shemaine no vio cuando él ocultó el ramo pero, por el brillo de sus ojos estaba segura de que tramaba alguna picardía. Cuando se acercó hacia ella por la planchada, lo enfrentó con los brazos en jarras disfrazando su diversión con una mirada suspicaz.

—Podrías apostar que no se propone nada bueno —aventuró Mary Margaret lanzando una carcajada—. Parece un zorro que se ha comido un pollo.

—Sí—coincidió Shemaine—. Eso es lo que ha hecho.

Shemaine devoró con la vista cada uno de sus movimientos hasta que él se detuvo delante de ella y, entonces, la excitación de su proximidad aceleró los latidos de su corazón.

—Para mi novia —anunció Gage, sacando las flores de atrás de la espalda y ofreciéndoselas con una elegante reverencia.

—¡Oh, Gage!—exclamó Shemaine apretándolas contra el pecho—. ¡Son adorables!

—Regalo de una anciana que encontré en el camino de vuelta. Además, me dio bendiciones para nuestro matrimonio.

—Un alma buena, por cierto —dijo, admirando los coloridos pimpollos.

Gage estaba ansioso por proseguir con los pasos siguientes.

—Y ahora, dulce mía, si me indicas qué cosas quieres llevar contigo, me gustaría que nos pusiéramos en marcha. He alquilado un cuarto por una hora en la posada Wetherburn, de modo que contemos con un lugar preparado para nosotros antes de ir a la iglesia.

Shemaine indicó con un ademán la maleta y el vestido cubierto con una sábana, que estaba encima.

—Ahí está todo lo que necesito.

Gage levantó las maletas de ambos y su propia ropa, mientras que Shemaine colgaba el vestido de su brazo libre. Él llamó a su hijo, que estaba mirando los peces que nadaban cerca de la barcaza.

—Andrew, por favor, toma a la señora McGee de la mano y acompáñala al carro.— La amplia sonrisa de placer que iluminó el rostro de su hijo y su ansiedad por obedecer, hizo sonreír, a su vez, al padre. Él sabía que, para el niño, la responsabilidad que le encomendaba era digna de un hombre—. Nosotros te seguiremos.

Erich se acercó a su empleador.

—¿Puedo ayudar en algo?

Gage le cedió de buena gana el equipaje, agradecido de poder asistir a su novia.

—Permíteme, cariño—dijo, tomando el vestido y apoyándolo sobre su propia ropa. Tras acomodar todo, le ofreció el brazo—. Si me hace el honor, señora, la escoltaré hasta el carruaje.

Shemaine le dedicó una radiante sonrisa, enlazó su brazo al de él y lo apretó contra su pecho. Precedidos por los otros, se demoraron lo suficiente para que Gage pudiese robarle un suave beso. Cuando alzó la cabeza, ella suspiró de placer y le sonrió, estableciendo una cálida comunicación al sentir que los músculos del brazo de él se tensaban contra su pecho.

—Esta noche serás mía, mi amor —susurró él, en dulce promesa.

Williamsburg era una joya preciosa en comparación con la reducida aldea de Newportes Newes. Shemaine llegó a esa conclusión cuando Gage llevó a todos a dar una vuelta por la ciudad en el carro. Desde la calle del duque de Gloucester vio un imponente palacio en el extremo más alejado de un jardín muy bien cuidado, generosamente salpicado con canteros de flores y arbustos recortados. Había cuando menos una docena de tiendas alineadas a lo largo de la calle. A corta distancia había un quiosco de ladrillos y una casilla de guardia. En conjunto, era una ciudad aún en formación pero agradable.

Mary Margaret ayudó a Shemaine a vestirse en el cuarto de la posada. Cuando la novia salió, Gage se dio la vuelta, ansioso por devorar su belleza. Estaba radiante, con una polonesa verde claro adornada con un cuello chal blanco que se drapeaba sobre los hombros. Varias vueltas de encaje adornaban los bordes del cuello y las mangas a media altura. Más volantes de encaje se unían en el escote acentuando el largo y gracioso cuello de Shemaine, y un encantador gorro de encaje blanco, con un acertado ribete de cinta verde cubría el vívido cabello recogido. Un pañuelo de encaje unía los tallos de las flores, y el ramo descansaba en el brazo de la novia.

Gage fue hacia ella, tomó su mano y la llevó a los labios para besarla.

—Estás hermosa, dulce mía.

Ramsey guiñó a sus compañeros de trabajo y echó un vistazo al reloj.

—Gage, será mejor que te des prisa o te perderás tu propia boda.

Gage le dirigió una sonrisa por encima del hombro.

—No tengas miedo, viejo clavador de clavos. No me dejaré clavar los pies.

Los hombres estallaron en un coro de risas. Ellos, más que nadie, habían visto las honduras de melancolía en las que se había sumido Gage tras la muerte de Victoria... ahora, en agudo contraste, eran testigos de las cimas de dicha a las que se elevaba. Los cuatro ebanistas se dispusieron a seguir esperando pero Gage fue fiel a su palabra. Después de bañarse para quitar los restos de sudor de su cuerpo, se enfundó en una camisa blanca con alzacuello y corbatín, una levita azul oscuro de excelente corte, y chaleco y pantalones gris claro; el mismo atuendo que había usado en su primer casamiento, varios años atrás.

Al ver al novio tan elegantemente vestido, Shemaine recordó las preocupaciones de su madre cuando Maurice presentara su pedido de mano. La preocupación de la señora era que su hija se sintiese impulsada a aceptarlo por lo espléndido de su apariencia. Después de una irónica reflexión, Shemaine llegó a la conclusión de que en este caso la cuestión era diferente porque, además, estaba fascinada por el físico excepcional de su amo.

La Iglesia de la parroquia de Bruton estaba inmediatamente al oeste de los jardines del palacio. La reducida concurrencia en ella se reunió para la ceremonia. Una hora después del mediodía, el pastor unió apaciblemente a Gage Harrison Thornton y Shemaine Patrice O´Hearn en sagrado matrimonio. Mary Margaret y los cuatro hombres se situaron a ambos lados de la pareja en tanto que Andrew se quedó muy cerca de su padre. Llevando con orgullo la sortija de bodas en el pulgar, el niño daba cara al altar esperando el momento en que necesitaran de él. Estaba contento de haber sido incluido en el servicio y, cuando le pidieron que entregara el anillo, extendió su pequeño dedo con una amplia sonrisa que exhibía todos sus dientes.

El anuncio de la unión de la pareja fue sellado con un beso; si bien éste fue breve y suave, los ojos de Gage sostuvieron cálidamente los de Shemaine, persuadiéndola de que no era sino una muestra de la pasión que reservaba para ella. Tomándola de la mano, enlazó el brazo de ella en el suyo y juntos se volvieron para recibir los buenos deseos de sus amigos.

—Son una hermosa pareja —lloriqueó Mary Margaret, secándose las lágrimas.

—Eres un hombre afortunado —dijo Ramsey, con una ancha sonrisa—. Pero creo que eso lo sabes desde la primera vez que la viste.

—Así es —admitió Gage, evocando el momento en que había descubierto a Shemaine sentada sobre la escotilla del barco.

Le costaba creer que ella fuese real y no una visión que él hubiese conjurado con su mente, aunque recordaba con toda claridad haberse asombrado por la repentina lucidez que había sentido en el instante en que había puesto sus ojos en ella.

Todos esos buenos deseos desconcertaron un poco a Andrew, hasta que su padre lo levantó en brazos y lo presentó a su nueva madre, con la esperanza de ayudarlo a comprender.

—Andy, ahora seremos una familia y tú tendrás una madre, como Malcom y Duncan.

—¿Shimen mi mamá? —preguntó el niño con curiosidad, escrutando atentamente a su padre.

—Sí —respondió Gage asintiendo—. Ahora es tu mamá, del mismo modo que yo soy tu papá.

Andrew sacudió la cabeza de un lado a otro y rompió a canturrear con infantil regocijo:

—¡Mamá y papá! ¡Mamá y papá! ¡Mamá y papá!

—Me parece que le gusta cómo suena—dedujo Mary Margaret, echando a reír.

—Teno hambe—anunció Andrew, pasando a un tema más importante.

—Siempre tienes hambre—bromeó Gage, pellizcándole la nariz.

—Teno hambe—imitó Shemaine, cerca del hombro de su esposo.

El novio depositó un beso breve aunque provocativo sobre sus labios.

—¿Bastará con eso, dulce?

Rodeando con sus brazos a sus flamantes marido e hijo y poniéndose de puntillas, Shemaine posó un beso afectuoso sobre la rosada mejilla de Andrew y luego, uno mucho más cálido sobre la boca sonriente de Gage. Pero, aún así, no aceptó que ése fuese un intercambio justo y, dedicándole una radiante sonrisa, dijo:

—Por dulces que sean tus besos, mi querido esposo, debo insistir en que Andrew y yo necesitamos algo más sustancioso si no quieres que nos desmayemos de hambre.

Gage rió y alzó los brazos para atraer la atención de Ramsey.

—Mi familia reclama alimentos. ¿Podrías traer el carruaje, mi buen amigo?

—A su servicio, milord —repuso el amigo riendo entre dientes y, con una reverencia destinada a todos los presentes salió a buscar el carro.

En la taberna Wetherburn disfrutaron de un sustancioso refrigerio, donde abundaron los brindis y la bebida. Pero a medida que transcurría el tiempo Gage se sentía cada vez más ansioso de estar en su hogar y, con tono risueño, pidió a sus invitados que volviesen al vehículo para poder ser conducidos a la barcaza antes de que finalizara el día. El único verdaderamente sobrio entre los hombres era Gage que, por fin, reunió a sus invitados y a su familia y los llevó a la embarcación.

Hicieron una breve parada en el trayecto de Williamsburg al río para dejar a Andrew en el chalet de los Field. Allí el niño podría jugar con Malcom y Duncan hasta cansarse, y permitir que su padre y su nueva madre gozaran de la posibilidad de estar juntos, solos en la intimidad de su hogar. Cuando supo de la intención de Gage de casarse con Shemaine, Hannah insistió en que Andrew se quedara unos días con ella y su familia, y él aceptó, gustoso. Cuando se disponían a partir, Hannah les ofreció, sonriente, una cesta con comida que podrían disfrutar más tarde; sabía que la preparación de la comida podía interpretarse como una intromisión.

—Estoy pensando que así no tendrán que dejar la cama para comer —murmuró Ramsey junto al oído del novio después de que Gage agradeciera a Hannah el presente de bodas. Alzando la vista hacia las vigas del techo, se balanceó sobre los talones—. También he pensado en ir mañana por la mañana a trabajar un poco, para adelantarme con algunas cosas mientras no haya nadie en el taller.

Con un brillo malicioso en la mirada, Gage clavó la vista en su carpintero favorito y le advirtió por lo bajo:

—Si llego a ver un atisbo siquiera de tu feo rostro en cualquier lugar de mi propiedad durante los próximos días, practicaré un poco de tiro al blanco con tu curtido pellejo. Por si no lo has entendido, mi torpe amigo, pienso tener a Shemaine para mí solo todos estos días, y no me sabrá a bien que a algún tonto como tú se le antoje ir a visitarnos. ¿Necesitas más explicaciones?

Ramsey se frotó la boca con aire reflexivo, logrando disimular una sonrisa mientras alisaba su poblado bigote.

—Creo que puedo reconocer una amenaza cuando la oigo.

—Entonces, tal vez aún queden esperanzas para ti, viejo —repuso Gage con una risotada.

Al despedirse, Gage dio a Andrew un amoroso abrazo y un beso.

—Pórtate bien, Andy, y obedece a la señora Fields—le recomendó—. Volveré a buscarte el lunes por la mañana.

Cuando Gage se volvió para hablar con Hannah, Shemaine se inclinó y envolvió al niño en un abrazo, exagerando un gemido de placer.

—Te echaré de menos, Andy.

Echando a reír, Andrew retribuyó las muestras de afecto y luego corrió a reunirse con sus amigos para fanfarronear, orgulloso:

—¡Ahora, Shimen es mi mamá! ¡Mi papá lo dijo!

Hannah miró a Gage, sonriendo:

—Creo que su hijo está tan contento de tener una madre como usted de tener una esposa.

—Casi desesperaba de encontrar una mujer que pudiese cumplir los requisitos de ambas funciones, pero Shemaine ha demostrado ser más que capaz de ello —respondió Gage, también orgulloso. Cuando su esposa se acercó, extendió un brazo y la estrechó contra su costado, sonriéndole mientras la miraba a los relucientes ojos verdes—. No sé cómo he podido ser tan afortunado, Hannah, pero Shemaine es todo lo que he estado anhelando.

Shemaine extendió una mano y acarició dulcemente la mejilla de su novio.

—Aun cuando se me presentara la posibilidad en este momento, no creo que pudiera dejar lo que he llegado a atesorar.

Maravillándose de sus palabras, Gage no supo cómo llamar a la extraña emoción que vio en la mirada luminosa de su mujer, sólo supo que era muy similar a la que había visto a menudo en los ojos azules de Victoria en la bienaventurada paz de los deseos saciados.

Capítulo 15

Cuando el grupo de asistentes a la boda llegó a la cabaña de los Thornton, Gage levantó a su novia en brazos y, dejando que los demás hombres ayudaran a Mary Margaret, corrió hacia la casa antes que cualquiera. Durante un momento, antes de que llegaran los invitados, estrechó con fuerza a su flamante esposa y la besó con toda la pasión que había estado reprimiendo desde la noche del baile. Su boca exigió, hasta que los suaves labios se abrieron con un ardor que igualaba al suyo. Luego oyeron pasos y Gage reconoció los vociferantes comentarios de Ramsey con respecto a la belleza de la noche, sin duda para advertir que se acercaban; entonces la pareja se separó para recibir a los otros abriendo la puerta. Primero hubo abundancia de buenos deseos y el ofrecimiento de regalos hechos en casa por parte de los hombres; luego los invitados a la boda se dispersaron hacia sus diversos destinos y dejaron completamente sola a la pareja.

—Ven aquí, esposa —murmuró Gage en voz ronca, atrayéndola otra vez hacia él.

Cuidando de no rozarle la herida, que estaba curándose, le pasó un brazo por la cintura y la acercó a él, apretando el suave cuerpo femenino contra el suyo, musculoso. Al suave resplandor de la lámpara, sus ojos la bebieron despacio, saboreando la embriagadora belleza del rostro de ella. Con suma lentitud, su boca descendió hasta la de ella y acarició los labios entreabiertos, ávidos de Shemaine en un beso lánguido y prolongado. Audaz, y asombrosamente total en su posesión, sin embargo el beso fue provocativo y persuasivo con su suavidad. La reserva de Shemaine se evaporó pronto y respondió con creciente pasión, sin reservas. Su pequeña lengua entró en el juego con la de él y, mientras la mano de Gage vagaba con atrevida familiaridad por su cadera, ella se apoyó en él sintiendo que le cosquilleaban los pechos contra la dura pared del tórax de él.

Por fin, Gage levantó la cabeza y su mirada hambrienta se regodeó en los rasgos delicados.

—¿Tienes la menor idea de las veces que anhelé tomarte en mis brazos y besarte hasta que me rogaras que parara? Mi deseo por ti comenzó de verdad aquella primera noche que te vi junto a la mesa de mi cocina, recién bañada y vestida. En ese instante comprendí que no sería capaz de mantener mis manos apartadas de ti durante los siete años que dudaría tu servicio. Sólo esperaba tener la posibilidad de que tú aceptaras mi propuesta de matrimonio.

—Señor Thornton, ¿quiere saber un secreto? —susurró Shemaine con sonrisa traviesa—. Me parece que cuando tú pasaste por la puerta esa misma noche y te quitaste la camisa mojada por la cabellera, fue el momento en que Maurice du Mercier empezó a esfumarse en las sombras del olvido.

Gage ladeó la cabeza, asombrado:

—¿En ese momento?

—Por si no lo sabe, señor, usted es un hombre muy apuesto, y una mujer puede regalarse los ojos contemplándolo, aun con toda la ropa puesta —murmuró en tono cálido.

—En ese momento, me llevas un paso de ventaja.

Fue el turno de Shemaine de ladear la cabeza y de mirarlo, confundida.

—¿Por qué, señor?

—No te he visto completamente desnuda, y estoy ansioso de verte así.

—Bueno, cuando mataste la víbora, yo no llevaba nada debajo de la toalla —arguyó.

—Lo noté —dijo Gage, sonriendo—. Si bien la toalla no estaba tan mojada como yo hubiese querido, disfruté del modo en que me tentaba con un atisbo de esto... —Le rozó un pezón con el dorso del dedo indicando el lugar y, de paso, provocándole oleadas de deleite que encendieron sus sentidos y le cortaron el aliento ante la sacudida de su caricia—. No te mentiría si te dijera que esa misma noche tenía ganas de hacerte el amor y, desde entonces, muchas veces.

Shemaine recordó el deseo que había visto en su mirada y también cómo, después de su primera lección con el mosquete, ella había temblado con su propio deseo cada vez que él la tocaba.

—Me alegra de que no hayas podido leer mi mente.

—¿Por qué, dulce mía?

—Te habría escandalizado lo que yo estaba pensando.

—En ese caso, me alegro de que no pudiese usted leer la mía, señora, porque me hubieses creído un bribón lascivo.

Shemaine rió y acomodó la cabeza bajo el mentón de él.

—¿Quieres comer ahora? Hannah ha estado maravillosa cocinando para nosotros.

—Tengo hambre de ti, esposa mía—. Deslizando las manos por la espalda de ella hasta las nalgas, Gage la apretó contra el, haciéndole notar su pasión al rojo vivo—. Mis deseos me atosigan de manera feroz; procuraré consumar nuestro matrimonio antes de que termine esta hora. Si pasara más tiempo, me resultaría duro soportar la espera.

Su atrevimiento hizo arder el cuerpo de Shemaine de lujuriosa excitación.

—Me hice un camisón nuevo para nuestra noche de bodas. ¿Me darás tiempo para prepararme?

—Date prisa— urgió Gage con suavidad.

—Lo haré—prometió. Poniéndose de puntillas, levantó la boca hacia la de él y se sintió inflamada por el fervor de él, que le devolvió el beso con ardorosa pasión. Se apartó de él con un suspiro embelesado y fue de prisa hasta la puerta del dormitorio. Se detuvo allí y se volvió para sonreírle— ¿Vendrás cuando te llame?

La sonrisa sola de Gage hubiese bastado para convencerla; sus palabras le hicieron desestimar de cualquier posibilidad de demorar.

—Si, señora. Sólo un terremoto podría impedirme llegar junto a ti.

Dejando la puerta entreabierta, Shemaine entró y se maravilló del arreglo que se había hecho en la habitación. Había velas encendidas a ambos lados de la cama y las sábanas y mantas estaban apartadas, exhibiendo una blancura adornada con encaje de Irlanda, sin duda regalo de cierta viuda. El camisón nuevo de Shemaine estaba cuidadosamente extendido a un costado y, con una exclamación excitada, vio que el cuello y los puños estaban embellecidos con pequeñas franjas de un complicado bordado.

—Oh, Mary Margaret —canturreó suavemente, maravillada—. Es maravillosa.

Oyendo un murmullo vago, Gage se acercó a la puerta.

—Shemaine, ¿estás bien?

—Si, esposo —dijo Shemaine, risueña—. Sólo estaba admirando la labor de Mary Margaret en las nuevas sábanas pero, por favor, todavía no entres. Dentro de un momento podrás verlo todo.

Gage se paseaba inquieto por la sala tratando de hacer tiempo. Se preparó tanto como pudo para su flamante mujer, sin llegar al punto de asustarla; se quitó la levita, dejó a un lado el chaleco y luego se quitó el corbatín y abrió el cuello de la camisa. Caminó otra vez hacia el interior y, unos momentos después, se encontraba revisando un poco frecuentado gabinete en busca de una botella de vino de Madeira que había guardado allí. Encontró la botella metida entre otras bebidas, la sacó, rompió el lacre y escanció una pequeña cantidad en una copa. Lo probó y juzgó que era digno de ser compartido con su joven novia.

Por fin, Shemaine lo llamó desde el dormitorio:

—Ya puedes entrar, Gage.

—Si, mi amor... ya estoy ahí —repuso.

Se apresuró a buscar un par de pesadas copas de cristal que, una vez, Victoria había previsto como una de las primeras adquisiciones de una colección que ella esperaba completar. Vertió el oscuro vino en el fondo de cada copa y, abriendo la puerta del dormitorio con el hombro, entró con ellas en el cuarto. Se detuvo apenas traspuesto el umbral y, al ver a su novia, sonrió. Shemaine estaba sentada sobre su cama con la espalda apoyada en un almohadón bordeado de encaje que acolchaba la cabecera. Ataviada con una tenue creación, adornada con diminutos frunces y delicado encaje, constituía un bello y excitante ejemplo de lo que espera ver todo novio en su noche de bodas.

Gage evocó el ardor con que había deseado hacerla suya, sobre todo después de que ella aceptara su propuesta. Y, sin embargo, a pesar de la tortura que había sufrido al tenerla cerca y desearla con cada fibra de su ser, había sido reacio a apoderarse de la virginidad de Shemaine cuando aún era su esclava. No quería que ella sintiera la obligación de rendirse a sus exigencias. Y en ese momento, acariciándola con la mirada, se alegró de no haberla presionado indebidamente. La espera había valido el esfuerzo de contener sus deseos. Ella era su novia, su adorada, y esa noche quedaría marcada para siempre en la memoria de ambos como aquella en que se habían convertido en marido y mujer.

—Éste es el regalo de bodas que nos hizo Mary Margaret—dijo Shemaine, indicando con un gesto de la mano las sábanas y las fundas adornadas de encaje—. Hizo el encaje a mano.

Rodeando la cama hacia donde estaba sentada Shemaine, Gage le dio una copa acompañada de un beso. Luego, mientras ella saboreaba el vino, él pasó la mano con admiración por la delicada labor y recordó la prisa que tenía esa mañana Mary Margaret por hacerle salir de su propio dormitorio, antes de partir para Williamsburg y luego, hacía sólo un rato, su risueña reticencia y su veloz carrera al dormitorio mientras Ramsey y los otros hombres le entregaban sus propios regalos que ellos mismos habían hecho en madera.

—Esa señora es una maravilla en más aspectos de los que me atrevería a contar —comentó Gage, sonriendo.

Shemaine rozó con los dedos el encaje su cuello atrayendo la mirada de su esposo.

—Mary Margaret también adornó mi camisón.

Los ojos de Gage resplandecían sobre su sonrisa, mientras su mirada la devoraba de pies a cabeza. Dejó a un lado su copa, se sentó junto a ella y levantó una vela encendida para inspeccionar más de cerca los detalles de los adornos.

—Es hermoso —susurró, aunque su mirada no resistió la atracción de la tentadora plenitud de los pechos de Shemaine.

A la luz de la vela, la tela transparente no era más que una niebla lechosa sobre la delicada perfección rosada y cremosa de su piel. La delgadez de Victoria incluía también a su busto y, excepto durante los meses en que amamantó a Andrew, se sentía bastante avergonzada de la pequeñez de sus pechos aunque, para Gage, siempre había sido muy femenina. Y ahora, él admiraba las abundantes curvas que le hacían temblar por anticipado.

El calor de su mirada sofocaba a Shemaine que, sin embargo, esperaba en silencio mientras su esposo observaba lentamente su pecho escasamente cubierto y la pesada trenza que había entrelazado con una cinta. El espeso velo de las pestañas negras ocultaba para ella los bellos ojos del hombre impidiéndole el acceso a sus transparentes profundidades y, aunque miraba atentamente ese noble rostro, no encontraba el modo de saber que era lo qué le esperaba. Sólo podía preguntarse si este desconocido con el que ahora estaba casada se convertiría repentinamente en un salvaje, buscando sólo satisfacer sus deseos.

Tomando los dedos de Shemaine y llevándolos a los labios, la mirada de Gage se encontró con la de los dilatados ojos de su mujer, mientras le mordisqueaba con suavidad los delgados nudillos. Le sonrió con increíble calidez y fue, para Shemaine, como si ante ella se abriese el paraíso. Dejó escapar el aliento en un trémulo suspiro de embeleso.

—Sí, mi dulce, el camisón es hermoso —musitó—, pero no tan encantador como la que lo lleva.

Gage dejó la vela sobre la mesa, se inclinó sobre su joven esposa y, bajando la cabeza, acarició su boca con la de él. Fue un beso cálido y embriagador, tanto como el vino de Madeira, un encuentro si prisa de labios entreabiertos y lenguas inquisidoras, la impaciencia de alguien que se rinde a la audaz intrusión del otro. Un suspiro débil salió flotando de entre los labios de Shemaine cuando los besos del hombre fueron bajando por su cuello, rozando el delicado encaje y siguieron hacia abajo, hasta que la boca de Gage se apoderó del suave pico de un pecho. Shemaine contuvo el aliento al sentir que un ramalazo de placer la recorría. La voluptuosa humedad atravesó la tenue tela, encendiendo la sensible cima hasta que un suspiro entrecortado escapó de los labios de la mujer. Su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada y sus sentidos se regodearon en ese puro arrobamiento y, por un instante, dudó si podría soportar aquello sin disolverse en éxtasis.

—Oh, no te detengas —rogó en un suspiro plañidero cuando su esposo se apartó de ella.

Lo que Gage había iniciado hacía temblar todo el cuerpo de Shemaine que, alzando la cabeza, buscó el rostro cincelado de su esposo, rogándole sin palabras que continuara.

Los ojos castaños se sumieron en los suyos; él se inclinó sobre ella:

—Es sólo una leve demora mientras me desnudo —murmuró, con voz ronca. Tomó con su mano uno de los pechos de ella y rozó con el pulgar la tela humedecida que cubría el pezón—. Debo cuidar de no apresurarme para no arrebatarte tu placer conyugal.

—Oh, señor, me atrevo a decir que no me lo has arrebatado —aseguró Shemaine en voz que temblaba de emoción—. Siente cómo palpita mi corazón bajo tu contacto. —Acarició el dorso de la mano de Gage con las yemas de sus dedos cuando él la apretó con más firmeza ese pecho pleno para sentir el acelerado latir que se percibía debajo—. ¿Ves? Has provocado mi ansiedad, esperando más de lo que puedes enseñarme.

—Jamás he tenido una discípula más dispuesta —musitó Gage, mientras volvía su palma y entrelazaba sus dedos con los de ella. Levantó la mano, se la llevó a los labios y depositó un beso en el dorso para luego ponerse de pie sin hacer intentos de volverse viendo que la mirada de Shemaine era irresistiblemente atraída hacia abajo. Con la misma rapidez, las pupilas verdes ascendieron para encontrarse con la mirada sonriente del hombre—. Sí, señora, yo también estoy ansioso.

Gage dio la vuelta al extremo de la cama y se acercó a una silla que estaba contra la pared más alejada. Volviéndose un poco de costado para que Shemaine no se impresionara tanto con su erección, se quitó los pantalones. Al bajar la prenda, se atascó en una rodilla; él tiró de la estrecha pernera con la otra mano, bajo la mirada furtiva de su novia. Los músculos se flexionaban y se tensaban en sus nalgas y muslos, mientras él hacía equilibrio sobre un pie. Cambiando el peso a su pierna derecha, levantó la rodilla izquierda para quitar la otra pernera y, al hacerlo, descubrió descaradamente otras partes de su cuerpo. Shemaine sintió un calor que quemaba sus mejillas cuando vio la plena erección que asomaba bajo el muslo de Gage. Incapaz de apartar la vista, permaneció sentada, como congelada por la impresión. Las otras veces que lo había visto, la luz de la luna le había dado una imagen un tanto engañosa, mostrándole ese cuerpo como increíblemente bello. Por cierto, lo era y, además, muy amenazador. En ese instante, nada podría intimidarla tanto como esa vigorosa espada de pasión.

Gage se volvió hacia la cama en toda su gloriosa desnudez y Shemaine se apresuró a apartar la vista y a fijarla, nerviosa, en el armario, hasta que él se metió en la cama. Con sumo tacto, Gage cubrió sus caderas con las sábanas bordeadas de encaje y, al deslizarse junto a Shemaine, acomodó una almohada en la cabecera para apoyar la espalda. Notó que las manos de su mujer temblaban y, tomando una de ellas, entrelazó sus dedos con los de Shemaine. Con la mano libre le hizo volver la cara para poder contemplar esos grandes ojos verdes, cargados de temor.

—Shemaine, ¿tienes miedo?

—Un poco —confesó ella, en un susurro casi inaudible.

—Al parecer, es sólo una incomodidad pasajera —dijo Gage con gentileza—. Por cierto, representa un sacrificio para la novia, pero es pequeño comparado con el placer que se siente después de entregada la virginidad. Y yo te prometo, mi querida esposa, que te brindaré tanto placer como me sea posible.

Al ver que su esposo tenía tan en cuenta sus temores, Shemaine se convenció de que sin duda sería muy considerado con ella. Aunque, la sonrisa que le ofreció mostraba cierta duda, era sincera:

—Sólo ha sido un pánico pasajero, señor Thornton.

—Sí, señora Thornton —repuso Gage reconfortado por la tierna mirada que Shemaine le dirigió—. Y ahora, señora, te propongo un brindis por nuestro matrimonio— pasando el brazo por delante de ella, levantó su copa, esperó a que ella hiciera lo propio y luego le sonrió mirándola a los ojos—. Para que se cumplan nuestros deseos, y que podamos mirar atrás contentos y en paz, sabiendo que seremos bendecidos con una gran familia.

—¡Salud!— respondió Shemaine al brindis, ya recuperada la alegría. Enlazando su brazo con el de él, bebió un sorbo. El vino era un poco más fuerte del que ella estaba acostumbrada a beber; tuvo que aclararse la garganta antes de proponer su propio brindis—. Y que, al final de nuestras vidas, comprobemos que hemos disfrutado de un profundo amor, que nos ha ligado en una unidad de afecto y amor.

—¡Amén!

Estallaron en carcajadas y, uniendo las cabezas, bebieron otra vez. Un breve encuentro de los labios pronto dibujó la hilaridad e impulsó a ambos hacia emociones bastantes más sensuales. Gage tomó ambas copas y las dejó a un costado. Luego, pasó un brazo sobre los hombros de su esposa, y la acercó a él para darle otro beso. Fue un provocativo roce de labios y lengua, suspiros entrecortados con olor a vino de Madeira y una demorada exploración de dos corazones y dos mentes en unívoco acuerdo. Cuando Gage levantó la cabeza, sus ojos de cálidos reflejos hundieron su mirada en los de ella, mientras abría los botones de su camisón que, aun siendo diminutos y difíciles, no pudieron con la tenacidad de él.

Abrió la prenda, la aparto descubriendo uno de esos promontorios pálidos y luego el otro, hasta que la abundante generosidad de sus pechos se proyectó, impúdica, hacia delante. Shemaine lo miraba con el aliento agitado, mientras él satisfacía sus sentidos, y quemándole la piel con el calor de su mirada y haciéndola estremecerse de éxtasis al rozas con el pulgar uno de los suaves y flexibles picos.

Fascinado, Gage recreó su mirada en esas lozanas esferas, maravillado con su perfección. Parecían hechas de satén de color crema, adornadas con delicados capullos rosados, de increíble suavidad al tacto. Bajo su mano invasora, su tinte parecía más delicado aún.

—Estoy embrujado con la riqueza que tengo ante mí —susurró Gage—. Eres más bella de lo que había imaginado.

Se inclinó para acariciar levemente una de esas cimas rosadas con la antorcha de su lengua, arrebatándole un instante el aliento. Luego se irguió, y la decepción de Shemaine alcanzó el cenit. Lo miró, preocupada, hasta que entendió que se había movido para cambiar de posición. La hizo bajar más en la cama; de los labios de Shemaine un suave gemido escapó cuando la boca de Gage volvió a tomar posesión, arrasando colinas y valles con ávido deseo. Shemaine deslizó los dedos entre los cabellos de la nuca de Gage y arqueó la espalda, proyectando hacia él esos pálidos promontorios, contra esa candente humedad que le acariciaba los pezones con suaves toques ondulantes. Esa lengua provocativa encendía chispas que crecían en ella hasta dejarla desbordada con la excitación que la inundaba. La intensidad del placer que la recorría en ondas le impedía recuperar el aliento, excitándola hasta una altura que le hacía sentir en el pubis la imperiosa necesidad de alivio.

El hombre apartó a sábana, descubriendo los miembros sedosos de la mujer y, con una prolongada caricia en un muslo esbelto, alzó el camisón. Al mismo tiempo que su boca operaba su magia sobre los pechos de la mujer, su mano se deslizaba entre los muslos con firme propósito, acelerando la respiración de Shemaine y haciéndole lanzar suaves gemidos de placer con su encantamiento.

Cuando se apartó, Shemaine fue tras él, ansiosa, alzando la cara hacia él, reclamando otro beso apasionado. Gage no se guardó nada, apoderándose de esa boca como un hombre hambriento al que acabara de servírsele un festín. Cuando el beso acabó, de los labios de Shemaine escapó un suspiro; sus efectos perduraron como los de una droga, dejándola sumida en delicioso trance, Tuvo vaga conciencia de que estaba levantando su camisón, la hizo tenderse sobre la cama y, cuando su esposo la acercó más a él, sintió cada uno de las curvas y bultos en los músculos de su cuerpo desnudo. Fue una experiencia inmensamente excitante. La muchacha ya no temía esa caliente, desconocida dureza que había vislumbrado y que ahora sentía contra ella.

Gage percibió los estremecimientos cada vez más fuertes que sacudían su propio cuerpo, mientras se esforzaba por medirse, por contener los impulsos que rugían dentro de él. Su control, duramente conquistado, estaba pasando por una dura prueba pero cuando sintió el roce tímido de la mano de su esposa sobre el muslo y los dedos delgados que buscaban su masculina dureza, aumentaron la dulce, brutal intensidad de su deseo.

—Ah, mi amor, has encendido un fuego que ahora debe ser apagado —exclamó en un áspero susurro, cerrando sus dedos de acero en torno de los de ella. Era una tortura exquisita que no podría soportar mucho tiempo. Estaba demasiado cerca del éxtasis para confiar en sí mismo—. Mis deseos están enloquecidos, señora, y sin embargo procuraré darte placer antes de buscar mi liberación.

Colocándola debajo de él, Gage la besó con todo el fervor de un enamorado voluptuoso, al tiempo que su virilidad sondeaba la dulce humedad de ella. La penetró con una limpia y veloz embestida, haciéndola jadear. Pero se contuvo con rígida reserva en el umbral del éxtasis, aliviando el dolor y los temores de Shemaine, besándola en la boca y acariciando su suaves pechos hasta que, poco a poco, pudo sentir que la tibieza de su mujer se rendía a su intrusión, se volvía más flexible y luego, cada vez más ansiosa de lo que estaba por llegar.

Era un ritual de amantes, movimientos hechiceros que convertían la respiración de Shemaine en violentos jadeos y hacían que su corazón acelerase el ritmo, casi hasta igualar el tumultuoso rugir del de su marido. Sus piernas como de seda rodearon las estrechas caderas del hombre acercándolo a ella, mientras clavaba las yemas de sus dedos en las musculosas ondulaciones de la espalda. Siguiendo la guía de las manos de él en sus nalgas, se elevó saliendo al encuentro de los impulsos del cuerpo masculino. De pronto, se sintió empujada por una extraña, creciente urgencia que, hasta entonces, no conocía. Gage la conocía muy bien y la buscaba con fervor y con celo, y llegó para los dos en un asombroso despliegue de brillantes destellos que latían en un crescendo continuo a través de las fibras de su ser, elevándolos en alas de una embelesada euforia y, por fin, en un pináculo que estaba más allá del reino de la realidad, en un sitio de pura dicha que los dejó hechizados, flotando como ligeras semillas de cardo de regreso a la tierra, a su cama.

Shemaine apretó una mano trémula en su frente y miró a su sonriente esposo, maravillada. Los ojos de Gage resplandecían con un brillo que ella nunca había visto antes.

—Oh, señor Thornton, usted sí sabe impresionar a una chica.

—Y tú, mi bella Shemaine, has maravillado a este antiguo viudo más allá de sus expectativas —aseguró—. Para ser sincero, no puedo atribuir el mérito a mi prolongada abstinencia. Si tuviese que buscar la causa de tan exquisito deleite, la hallaría en tu ansiedad por complacerme y a la vez ser complacida.

Shemaine se afligió un poco pensando que quizá su conducta no había sido la adecuada.

—¿Estás descontento con mi audacia?

—¡Por supuesto que no, señora!— Lo absurdo de la idea hizo reír a Gage—. ¡Ha sido una inmensa gratificación descubrir que eres una mujer muy apasionada, tan grande que me gustaría volver a probar! Pero quizás estés dolorida, y he prometido ser considerado contigo.

Shemaine enlazó sus sedosos brazos en el cuello de él, gozando del peso de su cuerpo masculino sobre el de ella.

—Por extraño que parezca, no me siento dolorida.

—Quizá tendríamos que investigar más esa cuestión —sugirió Gage, reflexionando. Sin embargo, había otras cosas que quería mostrarle—. Pero tendremos que esperar hasta más tarde, mi dulce. En este mismo instante tengo una sorpresa para ti. Tu regalo de bodas te espera en el otro cuarto.

—¿Regalo de bodas? —era evidente que Shemaine esta atónita—. Pero no tengo nada para ti.

—Mi querida esposa, ¿cómo puedes decir eso cuando, hace instantes, me has dado lo que he estado añorando desde que te traje a esta casa? —La besó con renovado ardor, dándole muestras de su pasión—. ¿No ves cuánto te deseo? Pero también estoy impaciente por darte tu regalo.

Gage se apartó de ella y, rodando hasta el borde de la cama, se puso de pie. Así, desnudo y grandioso, fue hasta la puerta y se detuvo allí para mirar a su esposa. Shemaine cubrió su desnudez con la sábana mientras él sonreía, como invitándola:

—¿Vienes?

Shemaine asintió, ansiosa, y saliendo de la cama se envolvió en la sábana, metiendo la punta de ésta entre sus pechos. Cuando se adelantó, la mirada de Gage fue hasta la cama y, mirando por encima del hombro, Shemaine vio lo que había llamado la atención de él: unas manchas rojas se destacaban en la blancura de la sábana. Sus mejillas se encendieron de un vivo sonrojo pero su esposo pasó un brazo sobre sus hombros blancos y la atrajo hacia él sin decir nada, limitándose a sonreír.

Mientras iban hacia la sala, Shemaine no pudo resistir la tentación de echar una mirada de soslayo al torso viril pues, si bien su esposo parecía muy cómodo en su desnudez, a ella todavía le daba pudor mostrar abiertamente su curiosidad. Como hacen muchos padres con sus hijas, los de ella habían preferido mantenerla protegida, ignorante de casi todo, en la oscuridad con respecto a los hombres. Estaba impaciente por tener todos los conocimientos posibles acerca de su esposo: no necesitaba que nadie le dijera que Gage Thornton era un espléndido espécimen del género masculino.

Gage sonrió al mirar hacia abajo y sorprenderla observándolo.

—¿Te interesaría tomar un baño conmigo, mi querida?

—Supongo que estarás bromeando. —Pensando en el limitado espacio del interior de la bañera, Shemaine estaba segura de que estaba burlándose de ella—. Sin duda, necesitaríamos una bañera más grande si quisiéramos compartirla.

—¿No crees que algo así sería un apropiado presente de bodas? —preguntó, inclinándose para rozar su frente con un beso.

Apoyándole una mano en el pecho, Shemaine echó la cabeza atrás para mirarlo en la cara cuando él se irguió.

—¿Qué es lo que serían un buen presente de bodas?

Gage hizo un ademán hacia la puerta cerrada de la despensa.

—Después de ti, señora.

Un leve mohín de confusión crispó la frente de la mujer mientras alzaba una lámpara de sebo y abría la marcha hacia la despensa. Shemaine abrió la puerta y lanzó una exclamación de sorpresa cuando vio, en medio del cuarto, una lujosa bañera, suficientemente grande para dos personas. Tras ella había un biombo y, mientras su mirada recorría el pequeño cuarto, notó que ya no parecía un lugar para guardar provienes sino un cuarto de baño, provisto de lavatorio, un tocador con su propia silla, el atril de afeitarse de Gage y una silla con bacín, apenas visible tras un biombo. Incluso había un taburete alto cerca del lavatorio, seguramente para que Andrew pudiese llegar.

Gage entró después que ella y, tomando la lámpara de sus manos, encendió varias velas para ahuyentar la oscuridad.

—Hoy hice trabajar aquí a los Morgan mientras nosotros estábamos ausentes. ¿Te gustan los cambios que hice?

—¡Oh, sí, Gage! —girando sobre sí misma, Shemaine le arrojó sus brazos al cuello, le dio un vehemente abrazo y luego se echó atrás y le dijo, en tono fervoroso—: ¡Gracias por ser atento!

Gage sonrió.

—He notado cuánto disfrutas de tus baños y pensé el placer que me daría compartirlos contigo cuando tuviese tiempo. La bañera es demasiado pesada para que puedas moverla sola, aún estando vacía, y por eso decidí que tuviese un desagüe ahí mismo, donde está. Hice que Flannery Morgan perforase un agujero en un extremo, lo revistiese de cobre uniéndolo a un embudo que sale del agujero, y que luego extendiera más revestimiento bajo el suelo de modo que el agua corriese fuera de la casa. Señora, bastará con que saques el corcho del agujero de la bañera, y verás cómo se vacía.

Lo ingenioso del plan maravilló a Shemaine.

—¡Eres ingenioso, señor Thornton!

Gage arqueó las cejas, desechando el cumplido.

—En gran medida fui motivado por mis propios deseos. Eres una novia muy tentadora, Shemaine, y quería compartir contigo todos los placeres y comodidades que se me ocurriera.

Una sonrisa tímida curvó los labios de la mujer.

—No necesito que nadie me diga lo vívida que es tu imaginación, señor. Hay abundantes pruebas de ello allí donde me vuelva.

La respuesta de Gage fue acompañada de una lenta sonrisa.

—Siempre ayuda inspirarse en una belleza como la tuya, cariño.

—Ahora podrás gozar de la comodidad de bañarte dentro de la casa —señaló, contenta.

Gage estiró la mano y tiró de la punta de la sábana que se hundía en aquel valle tentador entre los pechos de su mujer.

—Bañarse en el arroyo no es tan malo cuando lo comparten dos personas enamoradas. Mañana te enseñaré algunas de las delicias que se pueden disfrutar allí.

Deslizando las manos hacia abajo por los redondos pechos y la esbelta cintura de Shemaine, vio cómo sus ojos se oscurecían y se ponían translúcidos a medida que él apresuraba el descenso de la sábana. Quedó detenida en las caderas, donde se amontonó formando pliegues.

—¿Llenamos la bañera? —preguntó Shemaine en un susurro.

—Ve a buscar el jabón y las toallas —pidió Gage en voz ronca, inclinándose para mordisquearle la oreja—. Yo iré por el agua.

Pero no hizo movimiento de moverse y sus manos continuaron con las caricias descendentes, aflojando la sábana al pasar.

Shemaine sujetó la tela que caía y la mantuvo extendida como si fuera un par de alas gigantescas, sometiéndose de buen grado a la mágica seducción de las manos de su esposo. Éstas se movieron con sabia audacia sobe su cuerpo y la poseyeron por completo, explorando, mimando y descubriendo sitios ocultos. El éxtasis le hizo contener el aliento en breves instantes y luego soltarlo con suspiros de dicha. Como una polilla atraída por la llama, no pudo resistir la tentación de seguirlo cuando él retrocedió lentamente hacia el banco alto. Al alcanzarlo, se sentó en el borde. Los ojos de la mujer se velaron de pasión cuando él la alzó y la colocó a horcajadas sobre su plena calidez. La sábana cayo flotando al suelo, olvidada, cuando Shemaine arqueó la espalda sobre los brazos que la rodeaban, proyectando hacia delante sus pechos, que se encontraron con los ardientes, ávidos besos y la lengua al rojo de Gage. La mano de él bajó hasta detenerse en las nalgas, invitándola a responder a los sensuales ritos del amor y la pasión. Shemaine se frotó contra él con creciente intensidad hasta que la inundó un éxtasis cada vez más elevado, haciéndole exhalar jadeos entrecortados. La respiración de Gage también se hizo agitada e irregular cuando su pasión bramó dentro de él en su ferviente celo por ser saciada. Una vez más, se fundieron en una voluptuosa rapsodia y pasó mucho tiempo hasta que la realidad volviera a ellos.

En el tiempo que siguió al amor, Shemaine se acurrucó entre los brazos de su esposo, sin querer apartarse. Gage la estrecho contra su cuerpo, acariciándole la boca con la suya, besándole los párpados cerrados con tiernos besos, disfrutando de la sedosa suavidad de los pechos contra su tórax, y la grata sensación de la tibieza de ella abrigando su virilidad.

En cuanto se separaron, Gage envolvió a Shemaine con la sábana, formando una especie de nido. Sentada sobre el banco alto, Shemaine apoyó un pie en un travesaño, el otro lo recogió sobre el asiento y metió la rodilla bajo el mentón. Gage se detuvo unos instantes para lavarse brevemente y luego comenzó a llevar cubos de agua para el baño de los dos. Al parecer, el esposo de Shemaine no sufría la menos inhibición por su desnudez, y la tentación de contemplarlo era fuerte. Anhelaba apaciguar su curiosidad y, mientras lo observaba, sintió que su conocimiento del cuerpo masculino crecía a saltos gigantescos. Aun así, cada vez que él se acercaba a ella, dirigía la vista a cualquier otro sitio, pues no quería que él supiera de su atrevido interés en sus hábitos y partes masculinos.

Por fin, el baño estuvo listo y Gage volvió junto al banco donde estaba encaramada su joven esposa.

—Milady, su baño está pronto —dijo, tomándola de la mano para ayudarla a bajar del banco—. Y su marido está impaciente por compartirlo con usted.

Shemaine se detuvo para reacomodar la sábana pero Gage la detuvo, reteniendo su mano.

—Eres demasiado bonita para ocultarse bajo una sábana. Además, yo quiero contemplarte. ¿Tú me quieres mirar?

Pese al vivo sonrojo que descendió casi hasta sus pechos, Shemaine se apresuró a asentir.

—Sí, lo deseo mucho.

—Entonces, te dejaré que me contemples todo lo que quieras —dijo, en tono cálido. Tomándola de la mano, la pasó por su torso firme—. Me complace que lo hagas.

—Y a mi me complace hacerlo —susurró Shemaine, sintiendo el tamborileo de su corazón mientras él la instruía en el arte de las caricias tanto para su deleite como para el de él mismo.

El susurro de Gage era jadeante y agitado.

—¿Lo ve, señora? No soy más que arcilla en sus manos.

—Ningún cántaro de arcilla, creo yo —musitó, admirada—, sino un poderoso roble.

—Entonces, venga, mi pajarillo y pósese sobre mi rama—dijo él, apretando sus labios en la sien de la mujer.

—¿Y nuestro baño?

—Lo disfrutamos por completo, porque ese poderoso roble será derribado por el pajarillo.

Capítulo 16

Cuando amaneció, el trinar jubiloso de los pájaros que anidaban en un alto pino, junto a la ventana del dormitorio despertó a los recién casados y los devolvió a la deliciosa conciencia de la presencia del otro. Cuando sintió removerse a su marido a su espalda, Shemaine sonrió, soñolienta y feliz, gozando de la sensación del duro cuerpo masculino cerca del suyo. Tendida de costado, se acurrucó en el cuerpo desnudo de Gage y los muslos de él quedaron casi pegados a los suyos. Después de unos instantes de uso, su camisón había sido dejado de lado y colgado sobre la misma silla donde habían quedado las ropas de él la noche anterior. Sólo les cubrían las mantas de la cama y, debajo, sus cuerpos estaban tan tibios como sus pensamientos.

—Aunque deseo mucho quedarme y darme otra vez el gusto contigo, mi dulce —musitó Gage en la oreja de ella—, debo abandonar este dulce refugio y ocuparme de las tareas matinales.

Shemaine se acurrucó contra él, sin ganas de que se marchara.

—No hemos dormido mucho.

—Es verdad, pasamos mucho tiempo holgazaneando en la bañera pero, ¿qué importa el sueño cuando hemos disfrutado tanto? Todavía me parece ver tu adorable cuerpo mojado a la luz de las velas, las brillantes colinas y los sombríos valles, llamándome a tocar y a saborear.

Hasta en ese momento el recuerdo del apasionado fervor de su esposo le hizo contener el aliento y luego suspirar. Ella también se había sentido fascinada por él. Las pequeñas llamas bañaban su cuerpo en una aureola dorada, destacando los tendones sobre sus costillas y los largos y flexibles músculos acordonados de los hombros, muslos y brazos, dejándola estupefacta con su físico masculino.

—Creo que jamás se habrá dado un uso tan amoroso a un regalo de bodas; yo jamás volveré a cometer el error de pensar que la cama matrimonial es el único lugar donde se puede concebir niños.

—Señora, cuando estamos solos, juntos, cualquier momento es apropiado, cualquier lugar es conveniente para hacer el amor, ya sea que estemos completamente vestidos o desnudos como el día que vinimos a este mundo. No importa, Cuando ambos quieren, siempre hay un modo.

—Me afanaré por buscar oportunidades de demostrar esas afirmaciones, señor —provocó ella, totalmente fascinada por la idea.

—No te sorprendas si llegan de manera inesperada —advirtió Gage con expresión cálida, apretándose contra las nalgas de ella para ilustrar lo que decía.

Shemaine alzó un pie y le acarició la dura pantorrilla.

—Mientras pueda oír tus pasos, me encontraras esperándote impaciente.

La mano del hombre se deslizó por la curva tentadora de la cadera femenina y vagabundeó hacia abajo, por el costado del muslo, y se inclinó adelante para acariciarle la mejilla con el roce suave de sus labios.

—¿Me esperarás hasta que regrese?

Shemaine le lanzó una mirada de sorpresa por encima del hombro.

—¿No preferirías que yo preparase el desayuno? Casi no hemos tocado la comida que Hannah nos dio. Se desilusionaría si llega a saber lo poco que hemos comido.

Gage rió quedo.

—Estoy seguro de que Hannah entendería si yo se lo dijera pero no me parece necesario, señora, ¿y a ti?

Un suspiro de deleite se escapó de la boca de Shemaine cuando la de Gage fue bajando por su cuello y recorrió un hombro.

—Hannah no hará otra cosa que preguntarse qué estuvimos haciendo.

El aliento cálido de la risa de Gage entibió su piel.

—Teniendo en cuenta la cantidad de hijos que ha parido, estoy seguro de que podrá adivinarlo.

Shemaine se preguntó si todas las parejas de recién casados eran tan activas en su noche de bodas y, de inmediato, recordó que algunas de sus amigas en Inglaterra, después de convertirse en esposas, habían expresado su aversión a “todo lo pasado en el lecho conyugal”. Ella, por su parte, se había sentido inmensamente embelesada y complacida con la pasión de Gage.

—Es mejor ser discretos —razonó—. No es conveniente que todos crean que hemos pasado la noche en una orgía privada.

—Eso fue lo que hicimos, señora —repuso Gage, en tono divertido.

Sonriente, Shemaine se acurrucó contra él, abrigada y contenta.

—Lo sé, Gage, pero no es necesario que nadie más lo sepa pues tenderían a pensar que te casaste con una impúdica.

Su marido suspiró, como si reflexionar a su pesar.

—Quizás, es inevitable: la verdad siempre termina saliendo a la luz.

Shemaine ahogó una fingida exclamación colérica.

—¡Oh, bribón! ¡Tunante inglés! ¿Me usas y luego abusas de mí! ¿Qué bellaco despreciable eres!

Riendo alegremente, quiso escapar de la cama pero Gage estiró un brazo y la empujó hacia atrás. Durante unos momentos, forcejearon con juguetón abandono hasta que él apoyó un muslo sobre las piernas de ella, que pataleaban. Extendiendo sus brazos en cruz, apretó sus muñecas sobre el colchón y la miró a los ojos.

—¿Te dije lo mucho que gozo teniendo a una bella impúdica en mi cama? —musitó, devorando su boca suave con voluptuosos besos.

—Señor, si yo soy impúdica —replicó ella, moviendo el cuerpo para hacer lugar al peso de él, que la cubría—, entonces tú eres la que me ha convertido en una insaciable, deseosa de las delicias que gozan marido y mujer.

En parte, hablaba en broma pero sobre todo en serio porque él había despertado su ardor, elevándola a unas alturas inimaginables de éxtasis, haciéndole anhelar más atenciones de parte de él.

Gage se apoyó en los codos, a los costados de ella, y sus ojos castaños, acariciando la cara de Shemaine, ardían en un fuego devorador.

—Imagina lo que podremos aprender juntos, mi dulce.

—¿Quieres decir que hay cosas que tú todavía no sabes? —preguntó Shemaine, perpleja.

A Gage le divertía y también le sorprendía un poco la idea de que su novia lo creyese un completo conocedor de las mujeres.

—Tengo mucho que aprender, mi dulce, sobre todo acerca de ti. Si tenemos la fortuna de vivir toda la vida juntos, estoy seguro de que llegarás a leerme como un libro viejo que has aprendido de memoria lo largo de los años. Espero que no te aburras de mí.

Shemaine ironizó, con animoso escepticismo:

—¡Eso es casi imposible, señor Thornton! En realidad, me temo que pueda pasar lo contrario.

—¡Jamás!

—Está saliendo el sol —dijo ella con suavidad.

—Sí, lo sé; supongo que debo dejarte pero sólo si me prometes que no te vestirás —negoció Gage—. Guardo el recuerdo de esa primera mañana, cuando andabas de aquí para allá por la cocina tratando de prepararnos el desayuno y parecías tan suave y suelta bajo tu ropa de dormir. Señora, te digo que mis sentidos quedaron hechizados viendo el modo en que tus prendas se te pegaban a tu espalda y a tus pechos. Tus pezones parecían ansiosos de recibir atención, y yo estaba más que deseoso de atenderlos.

Shemaine gimió, recordando la incomodidad de aquella mañana.

—Por eso me mirabas tan atentamente.

Gage delizó sus manos desde las muñecas a lo largo de los brazos de la mujer y luego bajó hasta los pechos.

—Eras tan atrayente que tenía ganas de poseerte en ese mismo momento —sonrió, y añadió—: Y después de eso; muchas veces.

Shemaine levantó una mano y metió los dedos en el revuelto pelo negro de su esposo.

—Si yo hubiese sabido lo que me aguardaba, habría estado ansiosa de casarme en cuanto salimos del London Pride. Eres muy persuasivo, señor Thornton. De verdad, cuando pienso en lo que me he perdido, me pregunto si no tendría que sentir celos de todas las mujeres a las que has hecho el amor durante años.

Una de las cejas negras se alzó, en gesto de duda.

—¿Qué crees que soy? ¿Un libertino? ¿No te he asegurado, acaso, que he sido selectivo con las mujeres que elegí para acostarme? —Se apartó de ella para tenderse a su lado y sonrió—. Además, cuando empecé a buscare una compañera, tú no tenías edad suficiente para atraerme. Si ahora mismo no eres más que una niña.

—¿Te parezco una niña? —preguntó Shemaine, componiendo un mohín.

Estirándose sensualmente para exhibirse ante él, conquistó su completa atención.

—No, señora, ése es un hecho indiscutible.— Los ojos castaños de reflejos ambarinos ardieron con intensa calidez contemplando el cuerpo blanco que se retorcía, provocativo, sobre la cama—. ¿Alguien te ha dicho alguna vez lo perfecta que eres desnuda? Sobre todo esta parte deliciosa.

Acariciando sus pechos, se maravilló del contraste entre la blancura de ella y su mano bronceada. El sol matinal que se filtraba entre las ramas del pino al otro lado de la ventana daba a esos generosos promontorios una apariencia de alabastro. El atractivo de semejante perfección era irresistible y Gage se inclinó para saborear la deliciosa dulzura de una de esas cimas pálidas, quemándola con el calor de su boca y cortándole la respiración con la caricia de su lengua.

—Señor, si continúas con eso —susurró, trémula—, te aseguro que no querré dejarte ir hasta que termines lo empezado.

Gage también estaba cambiando de idea con respecto a dejarla, y hubiese seguido con sus viriles inclinaciones de no haber sido que oyó gruñir el estómago de su esposa, recordándole que hacía mucho que no comía.

—Supongo que ahora tienes hambre de alimentos.

—Estoy famélica —admitió Shemaine y rió al ver que él refunfuñaba con fingido enojo y amenazaba con darle un mordisco en un pecho—. ¡No puedo evitarlo! Eres un esclavista.

—Con que esclavista, ¿eh?— El aliento que escapó con la risa rozó la oreja de Shemaine—. Y yo que pensaba que esta siendo complaciente contigo... ¿Quieres ver qué te exigiría si no estuvieras todavía dolorida?

—¡Oh, sí!

El entusiasmo de su mujer le hizo reír con sincera alegría. Hasta entonces, no había encontrado rechazo a sus incesantes demandas y, al parecer, tampoco lo encontraría.

—Lo haré, dulce mía, pero necesitas alimentarte para recuperar energías. Por eso, pajarillo mío, lo haré después de que hayas comido. Y ahora, esposa, levántate y prepara una comida digna de tu esposo.

Shemaine lanzó una exclamación de sorpresa cuando él apartó las mantas de un golpe dejándola sin nada. Riendo, atravesó el colchón a gatas y descubrió que él se apresuraba a seguirla. Cuando se puso de pie, vio que él ya se levantaba tras ella. Aferrándose a uno de los postes de la cama, trató de girar pero no pudo escapar al brazo de él; pronto fue empujada hacia atrás de esa manera maravillosamente excitante.

—No escaparás, zorra —susurró Gage en voz ronca cerca de su oído, mientras sus manos se movían sobre el cuerpo de su mujer en lentas caricias provocativas.

Le hizo volverse y su boca cayó sobre la de ella mientras la apretaba a su cuerpo. Shemaine le respondió con pasión presurosa, apoyando sus suaves curvas contra su acerada dureza, pero pronto les resultó evidente que si no desistían de inmediato, jamás harían otra cosa. —A desgana, Gage la apartó de sí.

—¡Ay de mi! Tengo que ordeñar esa pobre vaca o le estallará la ubre. —Sin embargo sus manos volvieron a acariciar lánguidamente los pechos de su mujer mientras sus ojos se demoraban, admirados, en su tentadora redondez—. Aunque preferiría quedarme y ordeñar el dulce néctar de estos claros pechos.

Sentándose sobre la cama, Gage la atrajo hacia él entre sus muslos y devoró, hambriento, su lozana plenitud hasta que la fuerza de Shemaine se desvaneció. Se derritió sobre él sin más resistencia que la que ejercía una muñeca de trapo. Su propio impulso empezó a acicatear a Gage, que desistió de tratar de resistir, volviéndose más decidido y atrayendo hacia él sus sedosos muslos.

—Cuando corrías con tu potro a campo traviesa, ¿siempre montabas de costado?

Un tanto confusa, Shemaine observo su semblante.

—No siempre.

Los labios de Gage se curvaron con seductora provocación.

—Sé que has montado a horcajadas. ¿Te da placer hacerlo?

De pronto, Shemaine comenzó a entender y una sonrisa provocativa curvó en sus labios.

—Sí, si cuento con un buen potro.

—¿Qué opinas de mí señora?

—Opino que eres el mejor.— Suspiró, pasándole las manos por el pecho con aire admirado, mientras él se tendía de espaldas sobre la cama.

Se movió sin esfuerzo cargando el peso de ambos hacia el centro de la cama y le sonrió con mirada resplandeciente cuando se unió a ella.

—Cabalga todo lo que quieras, mi bella dama.

Ningún otro semental la había llevado tan bien como este Hércules bronceado y musculoso que corría debajo de ella. La llevaba siempre adelante, y el aliento de Shemaine brotaba en jadeos irregulares al ritmo de su increíble audacia, de sus impulsos hacia arriba, al encuentro de ella, tocándola de tal manera que le hacía estremecerse de placer. Una intensa excitación la inundó, como si corriese entre la rompiente de la playa. Casi le parecía sentir el viento arremolinado su pelo, el rocío salado arrebatándole el aliento y velando su cuerpo desnudo con gotas diminutas mientras sus caderas se frotaban con creciente intensidad contra ese lomo esbelto y sólido que se elevaba debajo de ella. La cabalgata se hizo más fuerte hasta que los atravesaron unos espasmos ondulantes, bañándolos en dichoso embeleso y arrojándolos a un mar de éxtasis.

El tiempo cesó de existir mientras ellos flotaban muy lentamente hacia la orilla, donde yacieron entrelazados en dulce lasitud. Pasó el rato hasta que, por fin, Gage dejó a su desposada. Acurrucada en la cama, Shemaine observó con curiosidad y placer cómo su marido sacaba unos pantalones de piel de ante del armario y se los ponía. Los abrochó, se calzó unas botas de cuero blando y luego volvió junto a la cama. Sonriéndole, mirándose en esos resplandecientes ojos verdes, cubrió su cuerpo encantador con una sábana.

—Tenías razón, cariño.

Shemaine expresó su confusión arqueando una ceja.

—Es verdad que montas bien.

Las comisuras de la boca de Shemaine se elevaron, provocativas.

—He tenido un excelente potro: el mejor que he montado jamás.

Gage inclinó la cabeza aceptando el cumplido y preguntó:

—¡Te gustaría darte un chapuzón en el arroyo después de comer?.

Su mujer se estremeció ante la idea.

—Demasiado frío.

—Yo te mantendré abrigada —dijo un persuadido Gage.

Shemaine alzó una ceja con expresión interrogante al comprender que hablaba en serio.

—El sol ya ha salido. Cualquiera que pasara podría vernos.

—Advertí a mis hombres que no aparecieran por aquí: no se atreverían a molestarnos.

—¿Y Potts? ¿Qué me dices de él?

—Hasta que se curen sus heridas es poco probable que venga. —Gage inclinó la cabeza y le dirigió una sonrisa hechicera—. Podría enseñarte algunas cosas que aún no hemos hecho.

Shemaine frunció los labios en un mohín.

—Es vergonzoso el modo en que me sobornas.

—Sí, lo sé —repuso Gage riendo entre dientes.

—Ve a hacer tus cosas mi apuesto marido —dijo ella, con súbito entusiasmo—. Y hazlo rápido. En cuanto a mí, veré qué puedo preparar de prisa.

Gage se marchó acompañado por sus propias carcajadas, y Shemaine quedó sonriendo, soñadora, con la vista fija en el techo mientras recordaba la noche de pasión que había compartido. Estaba convencida de que Gage Thornton era mucho más diestro parar hacer el amor que para construir muebles y, por cierto, en esa profesión era excelente.

El tiempo pasó rápido mientras ambos cumplían sus tareas por separado y una hora se convirtió en dos mientras desayunaban juntos. Sentados en el mismo banco, compartieron la comida con tanto gusto como se habían compartido uno al otro, alimentando y siendo alimentados, mimándose acariciándose, tocándose como si no pudieran saciarse.

Shemaine no llevaba otra cosa que su bata cuando salió tras de Gage y cruzaron el porche del frente, aceptando su mano para bajar los peldaños. Al borde del agua, le dio pudor quitarse la bata y mostrarse, porque no se sentía segura en ese ambiente expuesto pero al ver que Gage se quedaba en cueros y se zambullía en el agua, al fin cedió.

—¡Oh, está fría! —se quejó, andando en la parte poco profunda.

—¡Refrescante y vigorizante! —corrigió él con una carcajada, recreándose la vista en las suaves curvas mientras se pasaba los dedos por el pelo mojado.

—¡Helada y congelada! —insistió Shemaine temblando cuando el agua llegaba a los muslos.

—Ven, amor, yo te haré entrar en calor. —Abriendo sus brazos y dedicándole una luminosa sonrisa, el esposo la invitó a acercarse a él—. Sólo un poco más y estará en mis brazos.

Shemaine apretó los dientes y se obligó a avanzar en la zona más profunda hasta que Gage estiró los brazos y la acercó a él. Llevando los brazos de ella a su cuello, le sonrió y la rodeó con los suyos.

—Estás caliente —murmuró Shemaine, maravillada.

—Con sólo verte me pongo así —admitió Gage a la ligera, acariciándole los labios entreabiertos con los suyos.

Los pezones de la mujer estaban fríos y duros y parecían perforar agujeros gemelos en el pecho del hombre que la tenía muy apretada contra su cuerpo.

—Me gusta el modo en que me miras —susurró Shemaine entre besos—. Y me gusta lo que veo cuando te miro. También gozo cuando te veo vestirte. Hasta hoy, nunca había visto vestirse a un hombre.

—Te cansarás de mirarme cuando esté viejo y enfermo.

—Lo dudo —suspiró, sonriendo.

—Por lo menos ya no tienes miedo de mirarme.

—Nunca lo tuve. —Shemaine esperó su respuesta y rompió a reír cuando él echó la cabeza atrás y arqueó una ceja con expresión escéptica—. Sólo tenía miedo de que tú me sorprendieras haciéndolo.

Al fin Gage comprendió y eso provocó su sonrisa.

—Señora, puedes mirarme todo lo que se te antoje. Soy tuyo para que me tengas y me guardes. —para tenerte y guardarte —repitió Shemaine con suavidad, deslizando las manos por el duro pecho de su esposo y luego por detrás, hasta las firmes nalgas—. Que perspectiva deliciosa saber que eres mío y que puedo tocarte libremente cada vez que quiera. Tienes sitios muy agradables para acariciar y tocar...

—No menos que tú, señora —musitó Gage contra la garganta de ella, imitándola.

Shemaine volvió la cara hacia la mejilla de él y rozó la piel bronceada con los labios.

—Haz lo que prometiste antes de ir a recoger los huevos —susurró—. Enséñame algo nuevo.

Alzándola hacia él, Gage deslizó una mano entre los dos para convertirlos en un solo, haciéndola exhalar un suspiro trémulo.

—¿Te gusta eso? —preguntó con voz ronca, acomodando otra vez las manos bajo las nalgas de su mujer, mientras ella lo rodeaba con sus piernas para reforzar la unión.

—¡Oh, sí! —jadeaba de embeleso—. Me gusta todo lo que me haces.

—¡Asquerosa!

La exclamación hizo trizas de inmediato la pasión de los amantes, separándolos en bruscamente. Casi al unísono, miraron alrededor y vieron a Roxanne, rígida de desdén, al borde del claro. Mortificados al comprobar que alguien había invadido su intimidad, Shemaine cruzó los brazos sobre el pecho y se dejó caer contra Gage, quien la atrajo hacia él.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí, Roxanne? —ladró Gage.

De pronto advirtió que la mujer tenía un aspecto tan enloquecido y salvaje como una bruja rubia. No se había molestado en peinarse; mechones enredados, movidos por el viento, parecían volar en torno a su cara y a sus hombros como cargados con la furia de la mujer.

Roxanne los miraba, ceñuda, en clara manifestación del veneno que bullía en su interior. Con un balanceo desafiante de la cabeza, dijo a Gage en tono desdeñoso:

—¡Esta mañana oí decir que te has casado con esa perra de tu esclava! Pero tuve que verlo con mis propios ojos porque me costaba creer que fueras tan estúpido.

—¿Por qué? ¿Por qué no me he casado contigo? —repuso Gage, cáustico.

—¡No! —replicó la mujer—. ¡Porque has sido tan tonto como para casarte con otra mujer después de que estuviste a punto de ser colgado por haber matado a tu primera esposa!.

La exclamación alarmada de Shemaine provocó una risa despectiva a Roxanne, pero el rugido de Gage no tardó en negar la afirmación:

—¡Ésa es una maldita calumnia, Roxanne, y tú lo sabes!

La rubia dedicó una mirada compasiva a Shemaine.

—Te matará a ti, como mató a Victoria... Cuando tu marido se harte de ti, en ese momento te matará.

—¡No toleraré más tus vengativas acusaciones! —bramó Gage—. ¿tú sabes mejor que nadie que yo no maté a Victoria, pero viniste para asustar a Shemaine con tus malévolas mentiras!.

La mente de Shemaine giraba en un vértigo de confusión y se estremeció contra el marido, preguntándose si las acusaciones de esa mujer merecerían crédito. Y sin embargo, si Roxanne lo creía capaz de asesinar, ¿por qué estaba tan ansiosa por tenerlo para sí? Si en verdad creía lo que decía, ¿no temería estar cerca de él? Después de todo, si había matado una vez, bien podría volver a hacerlo. ¿Qué impediría que Gage sufriese un estallido de cólera y arrebataste otra vida como había hecho con la de Victoria? Y sin embargo, Roxanne estaba empeñada en ganarlo para ella.

Alzando el mentón, Shemaine devolvió a Roxanne la mirada colérica, negándose a dar a su adversaria la satisfacción de verla apartándose de Gage.

—No te creo, Roxanne. ¡Mi esposo no sería capaz de matar a nadie!.

—¿Ah, no? —replicó con sonrisa tonta, acercándose al borde del estanque.

El estanque alimentado por el arroyo era tan claro que podía ver esos dos cuerpos pálidos estrechamente abrazados en un vago borrón.

Esa imagen se clavó en su corazón, ahondando el odio que sentía por ambos. Era lo que había temido la primera vez que posó la vista sobre Shemaine. ¿Qué hombre podría resistir semejante belleza? No Gage, por cierto, pensó con desprecio. ¡Siempre le había atraído la belleza! En otro tiempo, Victoria había sido la prueba de ello. Y ahora, esta desvergonzada que lo atrajo al matrimonio con sus ojos líquidos y sus maneras voluptuosas confirmaba que Gage Thornton jamás habría elegido como esposa a una mujer de cara vulgar. ¡Pero estaba resuelta a vengarse de esos dos! Gage no podía hacerla a un lado por segunda vez sin sentir el embate de su rencor.

—Por aquí todos conocen el cruel temperamento de Gage, y Victoria fue víctima de él.

Tocó el turno a Gage de ironizar duramente:

—¿Acaso crees que alguien dará crédito a tus mentiras después de que has afirmado con tanta vehemencia que yo era inocente de cualquier fechoría? Por otra parte, si en realidad estuvieses convencida de que la gente del pueblo podría creer tu cambio de versión, ¿por qué no les dijiste otra cosa la última vez que viniste aquí? Hasta donde yo sé, no dijiste nada. ¡No me parece posible que esperes sacar partido de esto! Lo único que pretendes es asustar a Shemaine...

—¿Francamente crees que pienso guardar silencio un par de temporadas más, mientras tú te acuestas con tu sucia convicta? ¿Crees que te esperaré hasta que te canses de ella como te cansaste de Victoria? —Roxanne contrajo el labio en una mueca amarga—. ¡Jamás! Antes bien; en este momento deberías preocuparte por pensar qué harás para salvar a tu familia cuando se descubra que mataste a Victoria. Te advertí que no podrías seguir escudándote bajo mi falda y ahora diré a todos lo que en verdad sucedió.

—¡Sí, hazlo! —desafió Gage en voz sonora—. ¡Diles qué papel desempeñaste en la muerte de mi esposa; tú estabas presente cuando ella cayó! ¡Yo no estaba!

—¡Victoria ya estaba muerta cuando yo llegué! Protestó Roxanne.

Gage dijo con desdén:

—¡Lo dudo mucho!

—¿Acaso quieres decir que yo fui capaz de levantar a tu esposa por encima de la proa y tirar? ¿Tan fuerte soy? —se burló—. ¿Y tan desesperado estás por culpar a otro que eres capaz de hacer a un lado la razón y afirmar que eres capaz de hacer aun lado la razón y afirmar que yo pude haber superado en fuerza a Victoria? ¿No crees que habría luchado contra mí con uñas y dientes para evitar que la arrojase por la borda?

—Quizás lograras sorprenderla —insinuó Gage—. Tal vez la empujaste desde atrás.

—Vamos, Gage—dijo Roxanne, irónica—. Sé lógico. Sabes bien que Victoria me habría visto acercarme al barco en construcción. Más aun: lo más probable habría sido que me saliera al encuentro. ¡Éramos amigas! ¿O acaso lo has olvidado?

—No sé cómo habrás podido arreglártelas para hacerlo, Roxanne —Admitió Gage—. Lo único que sé es que estabas enferma por los celos irracionales desde el primer día que empecé a cortejar a Victoria. Y ahora, otra vez te roe la envidia. Tus celos atestiguan que eres la única que tenía motivos para matar a Victoria.

Roxanne se burló, mordaz:

—¿Qué arrebato de cólera se apoderó aquel día de ti y te hizo asesinar a la madre de tu hijo, siendo que Andrew apenas estaba destetado?

Shemaine se dio cuenta de que ya estaba harta de oír a esa arpía. Quizá sus propios conocimientos acerca del amor y los celos fuesen limitados, pero no podía creer que cualquier mujer racional continuase persiguiendo a un hombre de quien sospechaba fundadamente ser un asesino. Y, sin embargo, Roxanne no disimulaba la desesperación con que había deseado a Gage, y desde que él había ido al London Pride ella estaba sumida en tal torbellino emocional que estaba a punto de perder el control. Era obvio que no le temía tanto como para no provocar una cólera que, según aseguraba ella misma, era tan terrible.

Deslizando una mano por la nuca de Gage, Shemaine le hizo bajar la cabeza e, ignorando su sorpresa, le dio un amoroso beso en los labios.

—Tengo frío y estoy cansada de oír el parloteo demente d esa mujer —anunció en voz alta, para que le oyeses Roxanne—. Voy a volver a la cabaña a darme un baño caliente. Si quieres venir conmigo, tal vez tengamos cierta intimidad y podamos terminar lo que habíamos empezado antes de ser tan groseramente interrumpidos.

Gage sintió que se quedaba con la boca abierta. De todas las reacciones que hubiese esperado de su desposada jamás habría esperado esta feroz lealtad ante las maliciosas acusaciones de Roxanne. Atónito, vio cómo Shemaine se daba la vuelta y andaba lentamente saliendo del estanque, sin molestarse en cubrir su desnudez cuando surgió del agua. Se trepó a la roca donde había dejado su bata, la recogió, se la colgó del brazo con especial cuidado y luego se volvió de frente a él, en toda la gloria de su bella desnudez. Fue como si hiciera una audaz y orgullosa reafirmación ante la otra mujer, cuando le sonrió, tentadora a su esposo:

—¿Vienes, mi amor?

Gage sintió que su corazón se aligeraba y, en voz frágil de emoción, respondió:

—Sí, mi amor, en cuanto se marche nuestra visitante... a menos que prefieras que vaya ahora...

—No, esposo mío —replicó, enfática—. No quiero compartir con otra mujer un ápice de lo que es mío. Ven cuando puedas. Estaré esperándote.

Gage no pudo resistir la contemplación admirada del cuerpo desnudo que desandaba el camino hacia la cabaña, pero echó una mirada de soslayo a Roxanne y sintió que el júbilo crecía dentro de él al ver que ella estaba boquiabierta, atónita, observando a su esposa que se alejaba.

—¿Te molestaría marcharte, ahora? —le dijo con brusquedad, cubriendo su virilidad con las manos. No sabía bien qué podría ver a través del agua, pero no estaba dispuesto a permitirle un atisbo, siquiera, de lo que Shemaine había proclamado suyo—. Tengo frío, y mi esposa me espera.

Roxanne lo enfrentó, apretando los dientes.

—¡Aquí no termina esto, Gage Thornton! ¡Lamentarás haberme despreciado y haberte casado con esa perra!.

—No lo creo —dijo Gage con la serena calma que le había producido, instantes atrás, el hecho de que su esposa declarase su confianza en él—. De hecho, cuanto más estoy con Shemaine, más me convenzo de que he hallado a una mujer excepcional. Por cierto, si pudiese discernir con precisión lo que siento ahora por ella, diría que me he enamorado profundamente.

—¡Aaaahhh!

El grito de rabia de Roxanne pareció llenar cada hueco y rodar con sonido ensordecedor, haciendo lanzar chillidos y graznidos asustados a los pájaros que anidaban por lo alrededores y alzar caótico vuelo. En medio de la confusión de esos vuelos precipitados, Roxanne dio media vuelta y volvió a la orilla del río, de donde había venido.

Gage esperó hasta oír los remos de Roxanne en la canoa de su padre antes de salir a la orilla. Se puso los pantalones, recogió sus botas, caminó descalzo por el sendero hasta la cabaña y entró sin ruido. Shemaine se había puesto la bata, que sujetaba con fuerza en la garganta con una mano, mientras se dirigía de prisa hacia el nuevo cuarto llevando un cubo con agua caliente. Le dirigió una trémula sonrisa de saludo.

—S... si m... me ayudas a traer el a... agua —dijo castañeando los dientes—, podremos calentarnos más rápido.

—Yo traeré el agua —dijo Gage, dejando las botas—. Mejor, tú quédate junto al fuego hasta que yo llene la bañera.

Su esposa se detuvo y lo miró como si hubiese vuelto loco.

—¿Tú no ti... tienes fr... frío?

Una sonrisa curvó los labios del hombre.

—Estoy acostumbrado. —Se encogió de hombros—. Shemaine, tal vez no tengas tanto frío como inquietud.

—¡Desde luego que Roxanne me inquietó! —dijo Shemaine—. ¡Qué audacia la de esa mujer de pensar que yo le creería —su enfado se desvaneció rápidamente reemplazado por un doloroso pesar; su rostro amenazó con crisparse en llanto y en sus ojos brillaron las lágrimas. Hizo un honesto esfuerzo para contener su congoja pero, cuando su marido se acercó a ella y la tomó en sus brazos, se echó a llorar, avergonzada, apoyada e el pecho de él—. ¡Me puse en ridículo! ¡Y te avergoncé a ti, Gage! ¡Dejé que esa mujer me provocara hasta hacer a un lado todo lo que me han enseñado en relación a la decencia y el sentido de propiedad! ¡Por el modo en que me exhibí desnuda ante ustedes dos, estoy segura de que Roxanne se convenció de que soy una cualquiera!

—¡Bah! —rió Gage, entre dientes. Apartándola de él, observó los ojos llorosos—. ¿Qué es lo que más te preocupa, Shemaine? ¿Las acusaciones de Roxanne contra mí? ¿O haber venido hasta aquí completamente desnuda?

La aparente candidez de la pregunta hizo saltar nuevas lágrimas y renovó la angustia de Shemaine, que musitó:

—¿Te avergoncé mucho?

—¡Por Dios, mujer! ¡Desecha ese pensamiento!—exclamó Gage con una carcajada—. ¡Yo tuve ganas de gritar de alegría! —estrechó a su esposa contra su cuerpo y apoyó la mejilla en la coronilla de ella—. Shemaine, ¿no comprendes el placer que me produce que declararas tu confianza en mí? Fue como si se abriera el cielo y brillase sobre mí. De verdad, mi amor, me sentí como un emperador al que se le devuelve su imperio después de años de exilio y prisión. La dicha que experimenté no tiene medida. No podía imaginar que no te afectaran las malévolas acusaciones de Roxanne. La experiencia me ha dejado abrumado... y un poco asombrado por tu fe en mí.

Esta reacción a su vergonzosa actitud, dejó perpleja también a Shemaine pero, después de haber recogido los frutos de los argumentos de un apresador de ladrones y de descubrir que nadie tenía un poco de compasión y decencia humana ni siquiera para pensar que ella pudiera ser inocentes, bien podría comprender el deseo fervoroso de otra persona de que le creyesen y confiasen en ella. Un poco sorprendida, advirtió que ya no temblaba. Acurrucándose contra su esposo, rió entre dientes.

—He estado muy mal, ¿no?

Gage se echó a reír y la estrechó contra su corazón.

—Absolutamente depravada, mi amor.

Capítulo 17

El regreso de Andrew instaló otra vez a los Thornton en la cómoda rutina de una verdadera familia y, si bien al niño le resultó extraño que ahora Shemaine estuviese metida en el dormitorio de su padre, la aceptó de buena gana en reemplazo de aquella madre que casi no recordaba. Recuerdos imprecisos de un rostro amoroso, largo pelo claro en el que él enredaba los dedos cuando su madre lo mecía y le cantaba se filtraban de vez en cuando en su mente. Un recuerdo más angustioso, el de su padre que lo dejaba en la cama, llorando, y después de un lapso aterrador, volvía a la cabaña cargando en sus brazos el cuerpo flojo de aquella hermosa mujer, lo perseguía en sueños. Después de tanto tiempo, una imagen recurrente de esa mujer, yaciendo sobre la cama más grande, con un hilo de sangre corriendo en la boca pálida, aún era capaz de despertarlo y dejarlo llorando y anhelando que le asegurasen que todo estaba bien.

Su nueva madre le cantaba y, cuando una pesadilla lo despertaba, lo abrazaba y lo consolaba. Incluso le llevaba a la cama con ella. Era sobre su hombro que apoya a la cabeza mientras ella le cantaba una nana y, debajo de los dos, el brazo de su padre sobre el que se apoyaban hasta que Andrew volvía a sumirse de nuevo en el sueño. Algún tiempo después, permaneció despierto hasta notar que su padre lo llevaba de vuelta a su propia cama. Allí pasaba lo que quedaba de la noche, apacible y contento.

En los días que siguieron, el dormitorio de Andrew quedó oficialmente separado del de sus padres. Se construyó una pared con una puerta, cerrando la gran abertura entre los dos cuartos y se agregó otra puerta a la pared adyacente, que permitía el acceso directo a la sala y a la zona principal del cuarto de estar. La división disminuía las posibilidades de que Andrew fuese molestado por los ruidos y murmullos que llegaban desde el dormitorio principal, y posibilitaba más intimidad a su padre y a su nueva madre.

La puerta no impedía toda posibilidad de interrupción. Eso se puso en evidencia una noche cuando Andrew se despertó con la urgencia de ir al retrete y, abriendo completamente la puerta intermedia, irrumpió en el dormitorio principal. El pequeño no comprendió el frenético arrastrarse de su padre hacia el otro lado de la cama, apartándose de Shemaine ni la forma desesperada en que recuperaban las mantas. Oyó un gemido en sordina al mismo tiempo que su padre se tendía sobre la almohada y pensó que debía de dolerle el estómago. También lo confundió la risa repentina de los mayores. Sabía sólo que su necesidad era apremiante y que mientras se detenía cerca de la cama y contemplaba el rostro sonriente de Shemaine en la semipenumbra de la luna, casi no podía contenerse.

Desde entonces, todas las noches de dejaba un orinal en el cuarto de Andrew, antes de que él se fuese a acostar. La primera vez, su padre lo animó a usarlo cada vez que tuviese necesidad durante la noche. Pronto se colocó un pasador en el otro lado de la puerta que comunicaba ambos cuartos, disminuyendo la posibilidad de que la pareja sufriese una ininterrupción sin advertencia previa o de que el niño se asustara de algo que no tenía por qué alarmarlo.

Llegaron rumores desde Newportes Newes de que Roxanne estaba cumpliendo con sus amenazas pero, hasta el momento, ninguno de los habitantes del lugar se había dignado prestar oído a la solterona, aunque ella se afanara en convencer a todos de la responsabilidad de Gage en la muerte de Victoria. La mayoría de los pobladores opinaban que, después de haber sido rechazada por segunda vez por un hombre al que había adorado durante casi diez años, Roxanne estaba siendo impulsada por el despecho más que por un nuevo descubrimiento o revelación. Por otra parte, las especulaciones sobre la verdadera causa de la muerte de Victoria Thornton se habían vulgarizado, en especail gracias al esfuerzo de la señora Pettycomb, que había pasado buena parte del año anterior expresando sus propias teorías, tratando de implicar a Gage Thornton y de ensuciar su apellido. Pero ni siquiera la matrona de nariz aguileña se atrevía a repetir las recientes afirmaciones de Roxanne con su habitual entusiasmo, por temor a sufrir los reproches de aquellos convencidos de que nadie en su sano juicio creería a la solterona.

Pero pasaron varias semanas y ningún funcionario se acercó a la cabaña. Cauto, Gage exhaló un suspiro de alivio, al igual que su esposa, y sus vidas comenzaron a adquirir un nuevo significado. Para su asombro, empezaron a llegar visitantes del pueblo que llevaban pequeños regalos a modo de ofrendas de amistad hacía Shemaine, como declarando su aceptación y su deseo de trabar conocimiento con ella. Sobre todo gracias a la insistencia de Calley Tate (valiéndose de las personas que la visitaban en su lecho de convaleciente), de Hanah Fields y de Mary Margaret McGee, fue produciéndose ese cambio de actitud. Las tres mujeres ensalzaban con vehemencia a su nueva amiga, asegurando a cualquiera que quisiese oírlas que Shemaine era una amable mujer, injustamente convertida en convicta.

Aún así, la vida no siempre era idílica, porque Shemaine empezó a sospechar que Jacob Potts se había recuperado de su herida y estaba de regreso en la región. Casi no podía salir al exterior sin tener la sensación de ser espiada desde algún escondite en lo más espeso del bosque. Gage exploró el bosque una y otra vez pero sólo pudo encontrar ramas recién quebradas y rastros recientes, como si alguien hubiese removido las hojas podridas que cubrían el suelo. Eso podría haber sido hecho por un ciervo u otro animal. Sin embargo, Shemaine no podía evitar una sensación de mal presagio y, que por precaución, llevaba con ella el mosquete cada vez que salía. Ya fuese que salía a jugar con Andrew, a lavar la ropa o a cumplir alguna otra tarea, salía preparada para lo peor. Si sus temores demostraban ser sólo el producto de una imaginación demasiado activa no habría perdido nada, pero si Potts realmente andaba merodeando por ahí, quería poder detenerlo antes de que infligiese daño a alguno de ellos. Gage había seguido instruyéndola en el uso del arma y su puntería había mejorado tanto que se empecinó en usarla si las circunstancias lo aconsejaban.

Gage mantenía constante vigilancia, aunque su joven esposa no estuviese enterada de la profundidad de su preocupación.

Todas las mañanas y las tardes, él o alguno de sus hombres daba una recorrida a caballo en un amplio arco por el bosque o lo hacía andando para vez que podían encontraro, incluso, sorprender. Ninguno de ellos era un rastreador experto; sólo veían lo evidente, que era bastante poco. Si Potts estaba oculto entre los árboles lo hacía con extrema precaución.

Después de haber recomendado a sus hombres que protegieran a su familia, Gage se aventuró a ir a Newportes Newes para interrogar otra vez a Morrisa. Pero la ramera había recibido la orden de ir al muelle con algunas de sus compañeras para recibir al gran barco que acababa de llegar a puerto. El London Pride se haría pronto a la vela, sus bodegas estaban llenas y se esperaba que las chicas consiguieran nuevos clientes entre los pasajeros varones y la tripulación. Si sus ganancias disminuyeran, las había amenazado Freida, pronto verían disminuidos sus alimentos a lo imprescindible. Después de dar una breve respuesta negativa a la pregunta de Gage acerca del paradero de Potts, Morrisa se rehusó a perder tiempo con él a menos que Gage le prometiese una noche completa de retozo en la planta alta, con su tarifa pagada de antemano, pues no podía permitirse despertar las iras de la madama.

—Ese mequetrefe de Myers se quejó de mí a Freida y ahora debo atraer al doble de señores para satisfacer a esa arpía. Entenderás que no es que me guste estar a su disposición. Por mí, me quedaría aquí contigo y te daría servicio gratis sólo para demostrarte cuánto mejor puedo satisfacerte yo que esa lechuza con la que te casaste. Pero si sustraigo a Freida lo que ella cree que le corresponde, me ha amenazado con venderme a uno de los hombres de la montaña que viene por aquí, ¿Sabes lo que malos y perversos que son esos brutos? ¡Pero si uno de ellos me mordió tan fuerte que me hizo sangre! ¡Me hizo gritar!!

—Después de haber estado con Potts, debería estar acostumbrada a ese tipo de conducta —comentó Gage sin un gramo de simpatía.

Morrisa lanzó un chillido indignado y recogió una pesada jarra de peltre de una mesa cercana. Echó el brazo hacia atrás para arrojársela pero Gage, con una sonrisa imperturbable, la hizo detenerse de repente.

—Freida está observando —le advirtió, bastante satisfecho.

La ramera desistió pronto cuando él le hizo una seña dirigiendo su atención hacia la escalera, donde la madame se erguía como una fortaleza. Con sus brazos blancos y fláccidos cruzados sobre el pecho y su pie golpeteando con un tamborileo irritado sobre un escalón, Freida le hizo comprender rápidamente que sería penada con algo mucho peor que la pérdida de provisiones si provocaba la ira de otro cliente más.

Morrisa apoyó con cuidado la jarra sobre la mesa mientras Freida terminaba de descender y se adelantaba. Gage no tenía ganas de oír el severo regaño que se aproximaba y se marchó de la taberna, chocando, casi, con la señora Pettycomb que pasaba deprisa por la acera.

—Bueno, pero si es Gage Thornton! —exclamó la mujer, sorprendida. Se reacomodó las gafas con montura metálica sobre la fina nariz aguileña, tratando de observar hasta el último detalle que sus pequeños ojos oscuros escudriñaban en el hombre. Cualquiera que se hubiese casado con una convicta debía esperar la retribución en una u otra forma si no cedía a los caprichos de su esposa pero, para decepción de Alma, Gage no tenía un ojo amoratado ni el mentón arañado. Curiosa, espió por la puerta de la taberna hasta que su mirada se posó en Morrisa. Sus cejas delgadas se arquearon y, con sonrisa petulante, volvió su atención hasta el individuo alto—. ¿De visita, Gage?

Los ojos castaños adquirieron una expresión helada ante la errónea conjetura de la chismosa.

—Sólo cuestión de negocios, señora Pettycomb.

—Oh, claro —se burló Alma—. Estoy segura de que lo mismo dicen todos los hombres cuando son sorprendidos en tratos con perdidas.

Gage resopló, irritado por la suposición.

—¡Ese no es el caso, ni remotamente, señora Pettycomb pero puede pensar lo que más le guste!

Alma apretó los labios delgados con complacida altivez pero, en el instante siguiente, tuvo que hacerse a un lado cuando Morrisa salió de la taberna como una exhalación. La ramera pareció no haber visto a la acalorada matrona que miraba colérica al hombre.

—Gage Thornton, si no estuvieses tan prendado de esa lechuza con la que te has casado, verías lo bueno que tú y yo podríamos hacer. ¡Pero no! Debes ser un marido fiel para milady Shemaine. Bueno, espero que estés satisfecho con la bandada de mocosos que obtendrás de ella porque será lo única que te dará. ¡No sabe más que eso! En cuanto a mí, iré a ver qué hombres llegan al puerto. Puede ser que esta vez atrape a alguien que valga la pena.

Alejándose a zancadas, Morrisa cruzó la calle principal, bajo la mirada atónita de Alma. La mujer cerró la boca de golpe al mismo tiempo que Gage se alejaba.

—¿Usted también va a recibir al barco, Gage? —preguntó, sin querer rendirse—. Como se trata de un barco inglés, podría haber algo interesante para usted pero le aseguro que éste es demasiado elegante para transportar convictos.

Mirando por encima del hombro, Gage le dedicó una sonrisa enigmática:

—No tengo motivos para ir al puerto, señora. Como ha afirmado correctamente Morrisa, tengo todo lo que deseo en mi hogar y no se me ocurre que pueda haber nadie a bordo de ese barco que me interese. Y ahora, buenos días.

Dicho eso, Gage se alejó hacia la orilla del río, donde había dejado su canoa. Su breve estocada había dejado a la señora Pettycomb con la sensación de ser una gallina vieja con las plumas chamuscadas. Erizada de indignación, clavó una mirada colérica en la espalda del hombre con ganas de volcar toda su ira en la cara de el. Pero era bastante más seguro andar a espaldas de él con sus infundios y buscar venganza por medios ignominiosos.

Después de recorrer el camino hacia el muelle, Alma Pettycomb se aproximó al barco recién llegado y se quedó cerca, escudriñando atentamente a los pasajeros a medida que desembarcaban. Se percató de la presencia de Morrisa que se alejaba del brazo de un hombre bastante joven pero no prestó más atención a la meretriz cuando vio que un hombre alto, de cabellos grises, de apariencia notable, bajaba la planchada acompañado del capitán. El atuendo del anciano caballero atestiguaba su riqueza, si bien era tan apuesto que no lo necesitaba para llamar la atención. Durante un breve lapso, el caballero y el capitán conversaron en el muelle, y Alma Pettycomb se sintió muy intrigada por la respetuosa estima que el capitán tenía con él. Ansiosa por oír la conversación, se aproximó.

—Milord, si necesitara usted cualquier clase de ayuda, será para mí un placer hacer lo que pueda para acortar su búsqueda —ofrecía el capitán—. Ojalá supiera más de lo que ya le he dicho pero me temo que no he vuelto a ver a aquel pasajero desde que bajó de mi barco hace mucho tiempo.

—Espero que la información que usted me ha dado sirva todavía después de haber pasado tantos años desde la primera vez que usted echó el ancla en esta agua. Si la providencia me ayuda, será sólo cuestión de tiempo encontrar al que busco.

El capitán llamó a un marinero que bajaba por la planchada con un gran baúl de cuero sobre el hombre.

—Judd, te quedarás con su señoría y lo ayudarás con el baúl hasta que no te necesite más, y luego podrás volver al barco para tu permiso en tierra.

—Sí, capitán.

Los dos hombres se separaron y su señoría aguardó un momento hasta que el marino se reuniese con él y luego se volvió para enfilar hacia el pueblo. Se topó de inmediato con el rostro crispado de la señora Pettycomb que se había acercado tanto que corría el peligro de ser atropellada.

—Le ruego que me perdone —se disculpó el hombre, dando un paso a un costado para pasar alrededor de la mujer.

—Soy yo quien debe pedir perdón, señor —respondió la chismosa, ansiosa de retenerlo para averiguar algo acerca del hombre y de su búsqueda—. Me llamo alma Pettycomb y no pude menos que oír su conversación con el capitán. Estaba preguntándome si podría ayudarlo de algún modo. Conozco bien la región y tengo amplia noticia de todas las personas que viven por los alrededores. Entiendo que está buscando a alguien. Quizás yo lo conozca.

Su señoría la miró con suspicacia. Tal vez fuese su imaginación pero, cuando había notado la sombra de la mujer al lado de la suya, casi le parecióque ella se inclinaba demasiado en su afán por oír su conversación el con capitán. Pero una correveidile era, quizá, la persona más adecuada a quien preguntar ya que, por lo general, sabía más de los asuntos de todo el mundo que cualquier otra persona.

—¿Conoce usted a un hombre llamado Thornton, que vive por aquí? Se marchó de Inglaterra hace casi diez años, y el barco en que viajó atracó aquí, en Newportes Newes.

Alma Pettycomb no pudo menos que extrañarse de que un lord del reino estuviese buscando a un hombre de tan baja procedencia; menos a alguien tan malhumorado como el fabricante de muebles.

—Hay un Gage Thornton que vive río arriba —informó al extraño, inflada por su propia importancia—. ¿Puede ser él el que usted busca?

Su señoría sonrió de pronto, como con gran alivio:

—Si, es ése.

La mujer no pudo resistir la tentación de pedir más información de la que tenía derecho a pedir.

—Otra vez le pido perdón, milord, pero tengo curiosidad por saber qué puede haber hecho Gage Thornton para que un caballero como usted venga a buscarlo desde Inglaterra. Y después de tantos años.