Los ojos del caballero tomaron, de súbito, un frío matiz ámbar castaño.

—No ha hecho nada, que yo sepa, señora. ¿Por qué supone eso?

—Bueno, por cierto ha hecho lo suficiente para que los buenos ciudadanos de esta aldea teman por sus vidas—repuso alma de inmediato—. Dicen que asesinó a su primera esposa y sin embargo, anda por ahí como si fuese el dueño del mundo. Ahora ha tomado como su esposa a una convicta y nadie se atreve a decir qué crímenes ha cometido ella en Inglaterra. El día que él la compró, yo le advertí que no estaba haciendo ningún favor al pueblo.

—¿Dónde puedo encontrar a este señor Thornton?

La concisión de la pregunta no logró desanimar a Alma, que se apresuró a darle indicaciones y además los nombres de varios hombres que podrían estar dispuestos a llevarlo río arriba por algún dinero. Su señoría le expresó cortésmente su gratitud e hizo señas al marinero de que lo siguiera, pero alma lo retuvo otra vez.

—¿Podría tener el placer de conocer el nombre de su señoría?

El caballero le dedicó una sonrisa parca evocadora de la que había recibido hacía menos de una hora.

—Lord William Thornton, conde de Thornhedge.

El mentón de la señora Pettycomb se aflojó un instante y una mano temblorosa subió a cubrir su boca abierta. En medio de una neblina de estupefacción, preguntó:

—¿Alguna relación con Gage Thornton?

—Es mi hijo, señora.

Tras eso, su señoría dejó allí a la atónita mujer y se dirigió hacia el río, seguido por Judd. En pocos momentos, navegaba río arriba y saludaba con la mano al marinero.

El golpe suave de unos nudillos en la puerta principal despertó a Andrew y a Shemaine de su siesta y, aunque el niño se apresuró a bajar de la cama de su padre y correr hacia la entrada, Shemaine corrió tras el, súbitamente atemorizada. No podía creer que Potts tuviera la audacia de llegar hasta la puerta misma de su cabaña después de haber sido herido, pero no podía correr riesgos.

—Andrew, no abras la puerta hasta que vea quién es —ordenó en tono ansioso.

El niño se detuvo, obediente, y esperó a que ella llegara hasta la ventana del frente y mirase afuera, aunque el hombre que estaba de pie en el porche era un completo desconocido para Shemaine, alguien a quien no recordaba haber entrevisto, siquiera, en Newportes Newes. Su apariencia era la de una persona de rango y su dignidad era indiscutible.

Reuniéndose con Andrew junto a la puerta, Shemaine levantó el pestillo y permitió que el niño abriese. Lo primero que atrajo la atención del hombre fue el niño y Shemaine no pudo menos que notar la expresión de sorpresa y la dulcificación sutil de su semblante. Luego, tras un momento, sus ojos castaños ambarinos se posaron en ella con pétrea indiferencia. En los labios de Shemaine surgió una exclamación de sorpresa; ella tuvo que hacer un esfuerzo para enfrentar esa mirada adusta y no retroceder, pues no le cabía la menor duda de que delante de ella estaba el padre de Gage. El parecido era demasiado grande para equivocarse.

—¿Está el señor Thornton? —preguntó el hombre, en tono helado.

—Estoy segura de que no tardará —respondió, un tanto aturdida—. Uno de sus hombres dijo que había ido a Newportes Newes más temprano pero, si quiere usted pasar y esperar con el niño, milord, iré corriendo al taller y veré si ha regresado.

Asombrado ante la percepción de la joven, William entró, pudo así observarla más atentamente. Notó la refinada delicadeza de los rasgos y la sortija de bodas en el tercer dedo de la mano derecha de la muchacha.

—¿Sabe usted quién soy? —preguntó, arqueando una ceja.

Shemaine apoyó las manos en los hombros del niño.

—Creo que es usted el abuelo de Andrew...y el padre de mi marido.

William apretó levemente los labios: ¡de modo que la chismosa tenía razón! Gage no sólo se había visto involucrado en cierto tipo de problema relacionado con su primera esposa sino que también había dado su apellido a una convicta. Y, sin embargo, la muchacha era bastante más observadora y obviamente más inteligente de lo que él hubiese esperado en una delincuente común.

—¿Le molesta a usted que su hijo y yo estemos casados? —preguntó Shemaine, sin alterarse.

La pregunta del hombre fue mucho más cruda.

—¿Es usted la convicta a la que se refirió la señora Pettycomb?

Shemaine alzó el mentón, desafiante.

—¿Le interesa saber que fui injustamente condenada?

—Quizá, si tuviese el modo de probar su inocencia, pero las colonias están muy lejos de Inglaterra, y presumo que no hay nadie aquí que pueda confirmar lo que usted dice —respondió William con rigidez—. A ningún padre le gusta que su hijo tome a una delincuente por esposa y yo me incluyo entre ellos.

—Le guste o no, está hecho —murmuró la muchacha—. Y no hay modo de retirar los votos a menos que usted convenza a su hijo de que me abandone y pida la anulación. Sin embargo, le adelanto que ya ha llegado demasiado lejos.

—Mi hijo ya ha demostrado tener sus propias opiniones —afirmó William, y soltó un suspiro al recordar su último altercado con Gage. Habían pasado varios años para que la verdad saliera a luz, pero él había sentido la soledad de la pérdida desde el principio—. Más allá de lo que yo aconseje, Gage hará lo que le parezca mejor, y estoy seguro de que no querrá abandonar a una joven tan agradable como usted pese a los crímenes que pueda haber cometido en el pasado.

Notando el antagonismo que había brotado entre ellos, Shemaine sintió que el temor helaba su corazón. Este hombre se había persuadido de que ella era una delincuente y nada lo convencería de lo contrario, salvo una demostración de su integridad. Era la misma clase de trampa en la que había quedado atrapada después de haber sido arrestada por Ned, el apresador de ladrones. Si bien ella era inocente de todo lo que aquel hombrecillo la había acusado, ningún magistrado estuvo dispuesto a creerle.

—¿Quiere quedarse con Andrew mientras yo salgo a ver si está Gage? .—Cuando su señoría asintió, Shemaine le indicó el sofá con un ademán—. Puede sentarse, si quiere. No tardaré.

A Andrew no le gustó la idea de quedarse solo con un desconocido y lanzó un chillido de terror cuando Shemaine dio el primer paso hacia la puerta. Corrió tras ella y, aunque la muchacha procuró consolarlo, se aferró a ella con desesperación. William prestaba suma atención a las palabras consoladoras que le decía mientras le acariciaba la mejilla y tomaba la pequeña manos en la suya.

—Lo siento, milord — Se disculpó Shemaine—.En este preciso momento, Andrew no quiere quedarse con usted. Cuando lo conozca mejor, estará más dispuesto a trabar amistad.

—Entiendo.

Cuando salieron de la cabaña, William se rellanó en el sofá y contempló el interior de la cabaña. Reconociendo la excelencia cuando la veía, se sintió impresionado por la alta calidad de las piezas de mobiliario que tenía a la vista. Después de haber quedado en tierra con su baúl y de haber contratado la ayuda de Gillian para cargar el baúl hasta el porche, se había detenido cerca del astillero a admirar el barco en construcción y para interrogar al viejo Flannery con respecto al diseño de su hijo. Los dos carpinteros manifestaron entusiasmo por mostrarle el barco y para elogiar a su patrón. El corazón de William se hinchó de orgullo al observarlo todo y por fin comenzó a comprender aquello de lo que Gage había intentado convencerlo, de construir barcos en Inglaterra. Después de casi diez años de estar separado de su hijo, ver lo que Gage había creado fue tan esclarecedor que, por fin, logró entender por qué su hijo había dejado el hogar familiar e incluso Inglaterra.

Tres años menos un día después de la partida de Gage, Christine había sucumbido a un ataque de neumonía (o a un corazón destrozado, como había dicho ella, casi sin voz). En su lecho de muerte, confesó a su padre, entre lágrimas, que había estado tan enamorada de Gage que procuró atraparlo para el matrimonio asegurando que la había dejado embarazada. Había muerto virgen, manchando su propio nombre pero, según ella, su intento había valido la pena porque nunca quiso a ningún hombre como había querido a Gage Thornton.

Después de su funeral, su padre había suplicado el perdón de la familia Thornton por haber provocado el alejamiento de su hijo, pero durante su larga e infructuosa búsqueda William llegó a comprender que, con toda probabilidad, había sido su orgullosa obstinación la que había abierto aquel abismo. Tan decidido estaba a obligar a su hijo a obedecer que no había querido considerar la posibilidad de que Gage fuera un peón inocente en el juego de aquella mujer.

La puerta del fondo se abrió y William se puso de pie con ansiosa prisa, al tiempo que Gage entraba a grandes zancadas por el corredor, hacia la sala. Más que el hijo, fue el padre el que cerró rápidamente la distancia entre ellos y, entre abundantes lágrimas, contempló al joven.

Vio que ahora era más mayor, mas madura, pero con su piel bronceada y sus facciones finamente cinceladas, aún más apuesto que antes. William vio en él un duplicado de sí mismo, con la única diferencia de la edad y del nostálgico pesar que se había cobrado un duro tributo, dejándole profundos surcos en la frente y una tristeza punzante en las líneas que rodeaban su boca.

—Casi había perdido la esperanza de encontrarte —logró decir William con voz ahogada que salía de una garganta en dificultades. Su rostro severo empezó a crisparse, aferró los hombros del hijo y lo sacudió suavemente,, como haciendo un esfuerzo desesperado por darle a entender lo mucho que lo había echado de menos—. He estado buscándote todos estos años sin encontrarte y he enviado hombres a los rincones más remotos del mundo en un afán inútil de hallarte. Fue sólo por casualidad que me crucé con el hombre que mandaba el barco en el cual viajaste. Mi querido hijo ¿podrás perdonarme alguna vez por haberte hecho alejar de nuestro hogar?

La evidente emoción que se reflejaba en el rostro de su padre dejó atónito a Gage. Jamás había imaginado verlo tan vulnerable y humilde: ése era un rasgo de William Thornton que jamás había visto antes. Su madre había muerto después de que él cumpliese doce años, y el dolor de su pérdida pareció cambiar a su padre, convirtiéndolo en un hombre duro y autoritario. Y ahora, estaba ahí ante él, sollozando de alegría por el reencuentro.

El cambio era tan grande que Gage se sentía incómodo y sin saber muy bien qué hacer. Quería abrazar a su padre y apretarlo con fuerza contra su pecho, pero se sentía raro y torpe ante la idea de hacerlo, a menos que su padre respondiese del mismo modo.

—¡Hijo mío!, ¡Hijo mío! —exclamó William, sollozando sobre el hombro de Gage.

La puerta trasera se abrió con un crujido y entró Andrew corriendo. Al ver que el desconocido todavía estaba en la sala, se detuvo bruscamente. Los dos hombres se volvieron hacia el niño y Andrew notó una extraña humedad en los ojos de su padre.

—Papá, ¿tas llorando? —preguntó, perplejo.

Algo avergonzado, Gage se pasó una mano por la cara, luego alzó a su hijo en brazos y lo presentó a su abuelo:

—Andy, este es mi padre, mi papá... y tu abuelo, tu yayo.

—¿Yayo?

Andrew miró con curiosidad al anciano. Malcom y Duncan tenían un abuelo que los visitaba con frecuencia pero su padre jamás le había dicho que él también tuviese uno.

William tendió los brazos para tomar al niño pero Andrew se apretó contra el hombro del padre y sacudió la cabeza.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Gage al advertir que Shemaine no había entrado con Andrew.

El niño señaló con el brazo hacia el fondo.

—Mamá Shimen en el porche.

Gage dejó a su hijo en el suelo y, con firme gentileza, le ordenó que se quedara.

—Espera aquí con tu abuelo, Andy. Sólo voy hasta el porche. Enseguida vuelvo.

Gage salió por la puerta trasera y echó una mirada por el prado hacia el taller, hasta que advirtió que Shemaine estaba acurrucada, hecha un ovillo, en una silla del extremo más alejado del porche. Tenía las rodillas levantadas hasta el mentón y rodeaba sus piernas con los brazos, apretándolas contra el pecho. Cuando él se acercó, ella le lanzo una mirada tímida que hablaba a las claras de sus temores. Gage se agachó junto a ella y la contempló largo rato, advirtiendo la humedad que pendía de sus sedosas pestañas. Extendió una mano y tomó la de ella, delgada y temblorosa, llevando sus dedos a los labios para darle un beso.

—¿Por qué no entraste con Andrew?

Shemaine se encogió de hombros y apartó la vista.

—Entonces, ¿por qué estás tan afligida?

Shemaine se apartó, recelosa, de él y entrelazando los dedos apoyó las manos sobre las rodillas.

—La señora Pettycomb ha dicho a tu padre que yo era convicta.

Gage ahogó una maldición y se prometió para sus adentros retorcerle el flaco gaznate a esa entrometida. Pero lo más importante era saber si su padre había dicho o hecho algo para lastimar a su esposa.

—¿Y él te ha dicho algo?

—No —mintió, negando con la cabeza, puesto no quería provocar otra fisura entre Gage y su padre teniendo en cuenta lo poco que hacía que se habían reencontrado.

Gage no quedó convencido.

—Debe de haberte dicho algo.

—¡Nada! —insistió Shemaine, con voz insegura.

—No eres buena mentirosa, Shemaine —la reprendió con dulzura—. Y ahora dime, amor, ¿qué te ha dicho mi padre?

Shemaine guardó un estoico silencio y Gage comprendió que era inútil insistir.

—Ven adentro —invitó, poniéndose de pie—. Quiero presentarle a mi esposa.

Shemaine comprendió la inutilidad de resistirse cuando él la tomó de la mano. Poniéndose de pie, enjugó sus lágrimas y se alisó el pelo en las sienes, sin cuidarse de la larga trenza que caía por su espalda. El esposo observó sus rápidos intentos de mejorar su apariencia y sonrió mientras la rodeaba con sus brazos y la estrechaba.

—Eres hermosa tal como estás, mi dulce —musitó, uniendo su boca con la de ella.

Su beso fue dulce y amoroso, haciendo comprender a Shemaine con qué profundidad había llegado a amarlo en el tiempo que llevaban juntos. ¿Cómo podría vivir si William Thornton se las ingeniaba para separarlos?

Sus brazos rodearon la esbelta cintura de su esposo en un vehemente abrazo y respondió al beso con todo su corazón, su alma y su mente. Por fin, Gage levantó la cabeza y la miró con ojos relucientes.

—Terminaremos esto más tarde, en la cama, pero ahora si nos demoramos mucho, Andrew vendrá a buscarnos.

—Entonces, será mejor que entremos —murmuró Shemaine—. No le gusta quedarse con desconocidos.

En cuanto abrieron la puerta, Andrew fue a su encuentro, corriendo por el pasillo. Su padre lo alzó en sus brazos, logrando que se alisara el gesto preocupado de la frente del niño y entraron los tres juntos a enfrentar a su señoría.

—Padre mío, ésta es mi nueva esposa, Shemaine —anunció Gage, con cierta rigidez. Rodeándole los hombros con un brazo como tomando posesión de lla con más firmeza, reanudó la explicación—. La madre de Andrew murió en un accidente y quedé viudo. Antes de que Shemaine viniese aquí, estaba prometida al marqués du Mercier, en Londres. Estando allí, fue sacada de casa de sus padres y, mediante métodos perversos, condenada por robo y embarcada hacia aquí en el London Pride.

William recordó haber visto el barco cuando llegaron a puerto. Lo había reconocido como uno de la flota perteneciente a su adversario, J. Horace Turnbull. También conocía a los Du Mercier y, poco antes de partir de Inglaterra, había oído hablar de cierto escándalo con respecto a la prometida de Maurice, ocurrido antes de que se realizara el matrimonio, y alguien había dicho que eso alegraba a la abuela de Maurice.

—¿Eso quiere decir que hace poco que tú y Shemaine están casados?

Gage percibió la rigidez de su propia sonrisa.

—El tiempo suficiente para haber llegado a valorar nuestra unión.

William se puso tenso al notar la firmeza en el tono de su hijo. Era obvio que la pequeña atrevida no había perdido tiempo en quejarse a Gage, informándole del disgusto que le había expresado por ese matrimonio. No era de extrañar que estuviese tan avergonzada.

—Te contó entonces que no me agradaba el hecho de que hubieses tomado a una convicta por esposa, ¿eh?.

La mandíbula de Gage se puso tan tensa que los tendones se flexionaron en las mejillas.

—Padre, Shemaine jamás pronunció una palabra al respecto, pero como nunca habías manifestado semejante vacilación, pensé que habías expresado tu opinión acerca de ella. —Con cada palabra que pronunciaba, su ira se hacía más intensa —.Quiero pedirse que en adelante, me digas a mí y no a Shemaine cualquier cosa que debas decir acerca de nuestro matrimonio. No me agrada que alteres a mi esposa, ¡y no pienso tolerarlo! ¿Me has oído?

Andrew se echó a temblar, ocultó la cara en el ángulo de su brazo y la apoyó en el hombro de su padre. Percibiendo el malestar de su hijo, Gage apoyó una mano en la espalda del pequeño con intención consoladora, comprendiendo que debía reprimir la ira, por el bien de su hijo.

—Lo siento, padre —se disculpó con dificultad—. Parece que, incluso ahora, estamos enfrentados. Y hasta ahora no he aprendido a contener mi lengua.

—Tal vez sea mejor que me marche —replicó William, con voz estrangulada.

Se volvió como para ir hacia la puerta, pero Shemaine, se acercó a él y apoyó una mano en su brazo.

—No se vaya, milord, por favor —rogó—. No quiero ser causa de otra separación entre ustedes. Quédese a cenar con nosotros y, si acepta compartir nuestro hogar por un tiempo, arriba hay un pequeño dormitorio donde podrá gozar de cierta intimidad. —Valiente, paso un dedo tembloroso sobre la delgada mano surcada de venas azules y lo persuadió suavemente—: Debe quedarse, por el bien de Andrew. Es el único abuelo que tiene.

William la miró a través de las lágrimas que habían brotado pese a sus esfuerzos por contenerlas.

—Me ha llevado tiempo encontrar a mi hijo que detestaría marcharme sin llegar a conocer mejor a su familia.

El corazón de Shemaine se compadeció de ese hombre solitario y, con una suave sonrisa, lo invitó:

—Entonces, quédese, milord y forme parte de nuestra familia.

William dio una suave palmada en el dorso mientras ella seguía acariciando la de él.

—Gracias, Shemaine. Eso me agradará.

Ella ofreció su brazo al suegro y lo condujo hasta Gage.

—Por el bien de Andrew, no habrá más estallidos —rogó, mirando directamente a su marido y tomándolo del brazo—. Aunque tengas aún heridas de un pasado muy remoto, amor mío, sin el perdón ¿cómo podrá cualquiera de nosotros olvidar las ofensas sufridas y aliviar a nuestros corazones de ese peso?

Gage reconoció la sabiduría de su mujer pero pasó un largo momento hasta que pudo mirar a su padre a los ojos y ver su expresión angustiada.

—¿Quieres ver el barco que estoy construyendo?

El alivio inundó a William.

—Sí, y también tengo interés en ver tu taller de carpintería. —Con un ademán, señaló los muebles que había en el interior—. Muebles como éstos sólo se ven en las mejores casas de Inglaterra. Deberías estar muy orgulloso de tus logros, Gage.

Andrew levantó la cabeza y miró a su abuelo, y luego contempló con aire inquisitivo el rostro de su padre.

—Papá, ¿puedo ir yo también?

—Puedes ayudarme a llevar a tu abuelo a hacer un recorrido —respondió Gage con una amplia sonrisa.

Andrew frunció la nariz e imitó la sonrisa de su padre.

—¿El yayo te ayudará a construir el barco, papá?

—Podría hacerlo si aprendiera a recibir órdenes como los demás hombres que yo contrato —bromeó Gage, mientras su padre se ahogaba con una bocanada de aire. Le dio una palmada en la espalda para ayudarlo a recuperar el aliento pero no pudo resistir la tentación de repetir algunas de las exigencias que su padre le había hecho alguna vez a él—: Pero tendrás que empezar como aprendiz, hasta que demuestres que eres bueno.

William no supo si toser, gemir o reír.

—¡Maldita sea, Gage, veo que aún piensas en vengarte de mí!

El más joven rió entre dientes y sintió que su tensión se aflojaba.

—Si, bien podría ser.

Esa tarde, en el dormitorio principal, Shemaine se quitó el camisón por la cabeza y lo arrojó sobre la cama antes de deslizarse entre las sábanas y entre los brazos de su marido que la esperaba. Gage sonrió con una mezcla de diversión y deleite, mientras ella se acurrucaba contra él.

—Mi dulce, la mayoría de las mujeres se ponen el camisón antes de meterse en la cama, y tú haces todo lo contrario.

Shemaine le mordisqueó el pecho, juguetona.

—¡Ay! —exclamó él sobresaltado por el ataque.

Rió, contenta:

—La mayoría de las mujeres no tienen un hombre como tú esperándolas en la cama, mi amor. —Pasó una mano por el cuerpo desnudo de su esposo y susurró, admirada de lo que tocaba—. Si lo tuvieran, no perderían el tiempo en ponerse un camisón. Estarían esperando en la cama, con los brazos abiertos.

Gage giró la cabeza sobre la almohada y echó una mirada de soslayo al rostro sonriente de su esposa.

—Entonces, ¿por qué era yo el que esperaba, señora?

Cruzando un muslo sobre el de él, Shemaine se acercó más hasta que sus suaves curvas y sus tentadoras hendeduras se acomodaron al torso musculoso del hombre.

—Porque tenía cosas que hacer en la cocina después de bañarme. No querrías que anduviese desnuda estando tu padre en la casa, ¿no es cierto?

—No, señora. Tales placeres son sólo para mí —susurró Gage, aferrando la rodilla de su mujer y subiéndola. Deslizó una mano por la cara interna del muslo, hacia la nalga—. Me niego a compartirte con nadie.

Shemaine contuvo el aliento cuando la mano de su esposo fue en busca de la suavidad de su vulva.

—¿Crees que padre podría oírnos desde arriba?

—Espero que no, pero no pienso permitir que ese temor se introduzca en nuestro placer, mi amor. He estado esperando ansiosamente toda la tarde para recoger lo que me prometiste en el porche de atrás.

Elevándose sobre el pecho de él, Shemaine lo miró perpleja.

—¿Qué fue lo que te prometí?

Gage pasó la mano por detrás de la cabeza de ella y la acercó a él hasta que sus labios quedaron muy cerca de los suyos.

—Tu beso lo prometió, mi amor, y yo siempre estoy ansioso por cosechar los frutos de tan provocativas invitaciones.

Los ojos risueños de Shemaine chispearon a la luz tenue de la vela.

—Tú ves una invitación hasta en el movimiento de mi falda, señor —bromeó—. Por cierto, empiezo a creer que sólo tienes una cosa en tu mente, pero es básica e inequívocamente, hacer el amor.

Gage le sonrió.

—Ya me conoces por completo, señora.

Capítulo 18

William Thornton no estaba muy seguro de que le gustara ser despertado por el bullicioso canto de los pájaros antes de que el sol asomara sobre el horizonte. Aún así, lo despabiló por completo una cacofonía de chillidos, gorjeos y extraños sonidos sibilantes que se oían entre los árboles, a cierta distancia de la cabaña. Le resultó evidente que no podría volver a dormir con semejante bullicio; decidió entonces aventurarse afuera y comenzar a explorar esa zona desconocida y semisalvaje.

Después de enfundarse en unos pantalones, metió el faldón de la camisa de noche dentro de ellos y luego se calzó unas botas. Bajó la escalera, abrió la puerta y salió al porche delantero. Un búho que pasó por su línea de visión batía las alas casi con pereza, en comparación con el pájaro más pequeño que lo perseguía de cerca, seguramente para retribuir alguna ofensa desconocida. Un ataque matinal para robar huevos o pichones del nido podría ser la causa de tan ruidoso clamor.

Por un momento, William disfrutó del aire tibio, fragante y del paisaje iluminado por la luna que se extendía ante él; luego bajó los escalones y recorrió el sendero que llevaba al río. Aclararía en menos de una hora, sin embargo ya era posible imaginar el magnífico espectáculo del sol del amanecer asomando sobre ese claro verde; quizá fuera mejor contemplar ese espectáculo desde la cubierta de un barco que desde los límites de una cabaña. Con el deseo de disfrutar de una vista que prometía ser arrebatadora, siguió andando hacia el barco pero, cuando se aproximó, vio que había amarrada una embarcación más pequeña cercana a él y varios hombres se movían con actitud furtiva, yendo y viviendo entre ambas naves. Ocultándose tras un árbol, William prefirió quedar oculto hasta poder comprender cuál era la intención de los visitantes.

Los cabellos de la nuca de William se erizaron al ver a un hombre de gran tamaño que se dirigía hacia el barco en construcción con un barril sobre el hombro. Era evidente que el barril era pesado por el modo en que el sujeto lo pasó a otro hombre que salió a su encuentro en el astillero. Bajo la observación de William, el hombre volvió a la lancha a buscar otro barril. Luego, un hombre más robusto salió de ella y caminó por la orilla del río hacia el barco con ayuda de un largo bastón o, mejor dicho, una pica de soldado que sujetaba cerca de la cabeza. William ya había visto esa manera de caminar apoyándose en una pica y, si bien la silueta del otro se había ensanchado con los años, estaba casi seguro de que era el mismo. Sus sospechas se vieron pronto confirmadas al oír que el hombre decía al marinero que andaba junto a él:

—Seis barriles de pólvora bastarán para hacer astillas hasta la última tabla. Será una justa venganza por lo que los Thornton me arrebataron en otro tiempo.

William retrocedió sigilosamente y volvió de prisa a la cabaña. Cuidando de no alertar a los malhechores, abrió con cautela la puerta del frente y corrió hasta el dormitorio principal. Un rápido golpeteo de sus nudillos en la puerta anunció su presencia antes de entrar en el cuarto iluminado por la luna. No les había dado tiempo de responder; su hijo se incorporó sobresaltado haciendo ahogar una exclamación a Shemaine, que estaba acurrucada contra él.

—¡Gage, debes darte prisa! —dijo William en susurro apremiante—. Hay unos hombres allí, junto al río; me parece que tienen intenciones de destruir tu barco. Y si la memoria no me falla, el que los dirige es el propio Horace Turnbull.

Haciendo a un lado las mantas y murmurando una maldición, Gage saltó de la cama y dando dos largas zancadas llegó a la silla donde había dejado su ropa la noche pasada. Primero metió una pierna y luego la otra en unos pantalones de piel de ante y, mientras se cubría los miembros desnudos, preguntó:

—¿Cuántos hombres hay con él?

—Yo pude ver a seis, por lo menos, pero estoy seguro de que hay más.

Con el rabillo del ojo, William vio que Shemaine estiraba el brazo para tomar su camisón, que estaba sobre las mantas. Lo metió bajo las sábanas y se tapó hasta la cabeza. Por sus movimientos, dedujo que debía de estar poniéndose apresuradamente el camisón bajo esa improvisada tienda.

—Demasiados para que nosotros dos los liquidemos con un par de mosquetes —musitó Gage, recogiendo las botas de cuero.

—Yo puedo ayudar —ofreció Shemaine sacando la cabeza pero sujetando las cobijas bajo el mentón.

—¡Tú quédate ahí! —repuso Gage, en tono hosco, volviéndose hacia ella—. Es demasiado peligroso. ¡Preferiría dejar que destruyeran el maldito barco antes que perderte a ti!

—¡Pero, Gage tú me enseñaste a disparar! —arguyó, mientras intentaba atarse el camisón en el cuello—.¡Y ya sabes que ahora suelo dar en el blanco!

William intervino en la disputa:

—Gage, para ganar necesitamos de todas las armas a nuestra disposición. Si Shemaine pudiera quedarse detrás de un árbol y tirar a los bandidos, podría mantenerlos ocupados unos momentos mientras nosotros llegamos al barco.

Gage volvió hacia su esposa el rostro de expresión preocupada mientras ponía un par de pistolas en su cintura.

—Supongo que podrías ayudar pero sólo si me prometes no acercarte demasiado; no quiero que puedan verte.

Shemiane no tuvo tiempo de responder pues William estaba impaciente.

—¡De prisa, Gage! —dijo

William salió corriendo del cuarto seguido por su hijo, y Shemaine slató de la cama y tomó su bata. Gage recogió un par de mosquetes de un armario de la sala, dio uno a su padre y luego puso una pistola en su mano. Cargaron velozmente las armas y salieron.

Al llegar a la puerta del frente, Gage tomó la delantera y salió a la carrera. Un momento después, se abría de nuevo lentamente la puerta de la cabaña y salía Shemaine, on cuna pistola en su mano. Voló, casi, en la sombra hacia el árbol más cercano y se detuvo allí, viendo cómo Gage y su padre iban adelante.

El cielo comenzaba a clarear hacia el este, permitiendo a Gage observar la actividad en torno al barco. Mientras se acercaba a la grada de construcción, uno de los malhechores lo vio y dio el grito de alarma. Sacando una pistola del cinturón, el hombre disparó un tiro a Gage llamando la atención de sus cómplices sobre padre e hijo. El proyectil de plomo pasó de largo sin tocarlos; Gage no demoró en contestarle disparando su mosquete y acertando al bandido, que cayó hacia atrás, con un gran agujero en el pecho.

Gage no tenía tiempo de recargar su mosquete y lo dejó. Sacó las pistolas del pantalón en el preciso momento en que su padre levantaba su arma y enviaba a otro bandido al infierno, derribándolo antes de que pudiese disparar a Gage con su pistola. William se adelantó corriendo, recogió el arma del sujeto y la usó de inmediato al ver a uno de los maleantes que le apuntaba con un mosquete. El rufián fue lanzado brutalmente hacia atrás cuando la bala de plomo le acertó en medio del pecho. Mientras ése caía, otros dos bribones más pequeños se precipitaron sobre William. Éste golpeó a uno en la cara con su pistola, obligándolo a alejarse a los tumbos y enfrentó al otro con un violento puñetazo en el mentón. Tambaleándose hacia atrás, el tunante esperó un instante a que su universo dejara de girar y luego se adelantó otra vez, solo para recibir el mismo castigo.

Gage llegó de un salto a la grada de construcción. Disparó a los dos primeros que encontró; le dio a uno en la cara y a otro en la garganta. Al ver que un enorme gigantón avanzaba hacia él con intenciones aviesas, recogió un garrote de madera y lo descargó con fuerza brutal sobre la calva del sujeto. El gran corpachón se bamboleó hacia atrás dos pasos, con expresión atónita, pero luego de sacudir la cabeza con fuerza recuperó lo que quedaba de sentido y volvió hacia su adversario un ceño amenazador. Con un fuerte gruñido de rabia, se precipitó adelante con paso desmañado y, cuando el garrote se alzó de nuevo para golpearlo, lo apartó lejos de él dando un rugido y un movimiento de su mano.

Gage se agachó cuando el gigante lanzó su ancho puño hacia su cara y el impulso hizo perder el equilibrio a su pesado oponente. El patán no tardó en recuperarse y Gage se abalanzó tratando de recuperar el garrote. Pero el bruto captó su intención y se adelantó a él. Gage se apresuró a retroceder pero pronto lo detuvo la pila de barriles de pólvora que habían puesto los atacantes. Su adversario le sacó ventaja y, saltando hacia delante, blandió el garrote echando su brazo hacia atrás. Un brillante ramalazo de dolor estalló en la cabeza de Gage cuando el palo cayó con fuerza, empujándolo hacia atrás, aturdido.

El grandullón rompió a reír, viendo al hombre más pequeño a su merced, y soltó el garrote. Haciendo crujir los nudillos en anticipación, se adelantó con aire amenazador.

William llegó a la parte más alta de la plataforma justo a tiempo para ver cómo un enorme puño se estrellaba en la cara de su hijo. Gage cayó hacia atrás sobre los barriles con los brazos abiertos y, tras un instante, se incorporó sobre un codo pero el gigante ya avanzaba otra vez hacia él con intención mortífera.

William alzó su pistola hacia el hombre y se apresuró a tirar del gatillo pero antes de que llegara a hacerlo el estampido de otra arma llenó la escena. Con infinita lentitud, las grandes rodillas del bandido se aflojaron y se torcieron en extraños ángulos bajo su cuerpo, que comenzó a caer. A la luz rosada del amanecer brilló la sangre que manaba de un gran agujero en la cabeza del hombre, derramándose sobre la oreja. William se volvió, curioso por saber quién había matado al malhechor.

Shemaine estaba de pie en el extremo de la grada, con un mosquete todavía humeante en las manos. A William le bastó la escasa luz para ver que temblaba sin control después de haber matado por primera vez.

Un grito de furia atrajo la atención de ellos hacia un hombre que subía con dificultad por la escotilla. Al llegar a la cubierta, Horace Turnbull se detuvo y llenó de aire sus pulmones mientras recorría con la vista la carnicería iluminada por la luz del alba. En la mano aún aferraba una pica, el arma que había aprendido a usar como soldado de infantería cuando era joven. Una pierna herida lo devolvió a la vida civil, pero para entonces ya había adquirido destreza con la pica y gusto por usarla. Se había convertido en una especie de recuerdo porque él había empezado a hacerse rico tanto por métodos poco claros como por otros un poco más honestos una vez que hubo curado su pierna. Pero en situaciones como la presente todavía llevaba el arma porque jamás había adquirido eficacia con las de fuego, y nunca sabía quién querría vengarse de él.

Los ojos de Horace Turnbull lanzaron rayos al fijar la mirada en el que le había quitado su carga en Portmouth, hacía tantos años. El hombre sentado sobre un barril, sujetándose la cabeza con la mano estaba completamente vulnerable a su disposición, e inadvertido del peligro que corría.

Turnbull levantó la pica e hizo puntería.

—Mire, lord Thornton —bramó, reconociendo de inmediato al caballero—. Vea cómo voy a vengarme de ustedes dos...para su hijo, la muerte. Para usted, la tortura de su pérdida, ¡porque fue usted el que lo mandó a robarme la carga!

—¡Nooooo, Turnbull! —gritó William, pero ya era demasiado tarde.

La laza ya volaba por el aire.

Shemaine gritó, a sabiendas de que no podía hacer otra cosa que verlo todo, paralizada de horror. William, en cambio, no estaba dispuesto a entregar a su hijo a la tumba tan poco tiempo después de haberlo encontrado. Con una fuerza nacida de la desesperación, se abalanzó hacia delante, arrojándose delante de Gage. La pica se hundió en su espalda, arrancándole un jadeo sobresaltado. Después, casi ceremonioso, se volvió vacilante de cara a Turnbull, alzó su arma y apuntó con la pistola que aún no había disparado.

El rico barón armador miró boquiabierto el arma con ojos enloquecidos, de cara ante la muerte. Alzando la mirada hacia William, sacudió la cabeza con desesperación:

—No...por favor! ¡No lo haga! —exclamó, y empezó a regatear, suplicante—. ¡Le daré todas mis riquezas...!.

La pistola ladró en una explosión ensordecedora, lanzando por aire el pequeño proyectil de plomo. Una fracción de segundo después, se hubiese creído que en la frente de Turnbull se había abierto un tercer ojo. Rígido como una estatua, cayó hacia atrás por la escotilla, donde quedó tendido con la cabeza colgando sobre la escalera,, los ojos abiertos que ya no veían.

Shemaine corrió hacia William al ver que empezaban a aflojársele las piernas. Sosteniéndolo con su propio cuerpo lo ayudó a encaramarse él también a un barril, cerca de donde estaba Gage. La sangre brotaba de la herida en la espalda de William, oscureciendo ominosa la blanca camisa bajo la luz escasa. Shemaine apoyó una mano en su hombre y, aferrando la pica, trató de sacarla pero sus esfuerzos resultaron inútiles.

Sobre la grada sonaron los pasos de alguien que corrían, haciendo girar sobresaltada a Shemaine que, al ver que se trataba de Gillian, exhaló un largo suspiro de alivio. Con creciente aprensión, el joven había visto los cuerpos desparramados mientras corrían hacia allí. Al llegar, vio también al de la cubierta, y al otro tendido en la escotilla. Miró a Shemaine, completamente estupefacto.

—¿Qué pasó?

—Ahora no importa, Gillian —replicó, impaciente—. Ayúdame a llevar a Gage y a su padre a la cabaña. Los dos han sido heridos, y su señoría está grave.

La situación exigía acción: Gillian podía verlo por sí mismo. Corrió hacia la borda y miró hacia abajo, la pequeña canoa que él y su padre acababan de varar en la costa. Viéndolo por entre la penumbra velada por los árboles, le gritó:

—¡Date prisa, papá! ¡Los Thornton están heridos!

Flannery Morgan era mucho más ágil y rápido de lo que podría suponerse. En un instante estuvo en cubierta, ayudando a su hijo con William Thornton. Flannery no estaba de acuerdo en extraer la pica sin la presencia de un médico; en cambio, para aliviar el dolor de su peso sobre la herida, aserró el asta mientras Gillian la sujetaba con firmeza, dejando sólo una porción suficiente para que pudiese asirse. Entre los dos transportaron al Thornton mayor al altillo de la cabaña y luego fueron a buscar al capitán.

Gage había caído en un sueño profundo e inquieto en brazos de su esposa. Como no podía despertarlo, Shemaine estaba cada vez más asustada y corrió junto a los dos carpinteros que llevaban a su esposo al dormitorio principal. Con ayuda de ellos quitó a Gage las botas y la camisa manchada con la sangre de la herida de la cabeza. Sin demora, se puso a trabajar limpiando la herida y luego corrió arriba tratando de ayudar a William. Su ansiedad por los dos le hizo brotar lágrimas mientras cortaba la camisa del anciano que, aún en su dolor, intentaba asistirla.

—Descanse, si puede, milord —rogó, limpiándose las lágrimas que la cegaban con la manga de la bata.

—¿Cómo está Gage? —preguntó William, en voz ronca de dolor.

—No lo sé —respondió con voz estrangulada—. Esta inconsciente.

—¡Tiene que vivir!

El rostro de Shemaine amenazó con descomponerse por las emociones contenidas pero hizo una profunda inspiración, fortaleciéndose para no quebrarse.

—¡Los dos tienen que vivir!

En cuanto llegó Erich Wernher para trabajar, un poco temprano, fue enviado a buscar al doctor Ferris, montando a Sonner. Era el mejor jinete que tenían y de él dependía traer al médico lo más pronto posible. Una hora después, cuando el médico llegó a toda velocidad con su propio caballo, fue conducido directamente a la planta alta, donde examinó al mayor de los Thornton, que estaba tendido de costado, completamente consciente.

De inmediato, Colby Ferris mandó a Gillian a la cocina, a buscar un fuerte brebaje para aliviar el dolor que estaba sufriendo su señoría, y también el que sobrevendría cuando comenzara la extracción de la lanza. Hasta ese momento, William había estado alerta a todo lo que pasaba alrededor, pero Colby era de opinión que estaría mejor inconsciente. En pocos instantes, Gillian volvió con una jarra de la infusión que su padre solía guardar para su acostumbrado trago de todas las noches, antes de regresar a su casa.

—Cuide a su señoría mientras yo voy a ver cómo está su hijo en la planta baja —indicó Colby al joven—. Anímelo a beber todo lo posible...aunque tenga que dar un sorbo usted también. Cerciórese de que quede suficiente para empapar la herida antes y después.—

Gillian contempló la larga figura del inglés tendido de costado, de cara a la pared. Viendo el fragmento de pica aún clavado en la espalda de su señoría, podía imaginar la tortura que debía de estar sufriendo y que soportaría si intentaba incorporarse.

—¿Y cómo podrá beber su señoría...?

Para mirarlo, William se dio la vuelta con una mueca de dolor y le indicó que le diese la jarra. A continuación, con ayuda de Gillian y Colby, se apoyó en un codo mientras ellos ponían almohadas debajo de él. Contento con la buena disposición del paciente, el médico encargo al irlandés el insólito cometido de embriagar por completo a un lord inglés.

Colby salió y bajó las escaleras para revisar la herida en la cabeza de Gage. La hemorragia había parado pero ahora se veía un enorme chichón. En ese momento, Colby no podía hacer una evaluación precisa del estado del paciente.

—Su marido quizá salga de esto en buen estado...—dijo a Shemaine—. Pero podría no ser así. Sólo mantenga una compresa fría y mojada sobre la herida y obsérvelo con atención. Tendré que coserle el cuero cabelludo en cuanto termine de atender a su padre. Es obvio que su marido ha sufrido una conmoción y, por un tiempo, tal vez padezca de estupores pasajeros. Todo depende de la presión que haya dentro del cráneo.

Shemaine sintió que se le aflojaban las piernas y que una frialdad la recorría, dejándola débil, pero apretó los dientes con súbita determinación y se negó a ceder ante ese miedo invasor. ¡Él era su esposo y la necesitaba! ¡No podía permitirse un desmayo!

Tanto tumulto despertó a Andrew; Shemaine dedicó unos momentos a alimentar y a vestir al niño y después, a lavarse y a vestirse ella misma. Luego, entre los dos trasladaron la silla mecedora desde el pequeño dormitorio al más grande, desde donde podrán cuidar a Gage. Estrechando a Andrew contra su pecho, Shemaine lo mecía y le cantó, y esperaron juntos rogando que todo fuese bien para el esposo y padre que ambos amaban. Después de un tiempo, Andrew dejó el regazo de Shemaine y se trepó a la cama para acurrucarse junto a su padre. Shemaine lo imitó y, pasando un brazo en torno del pequeño, apoyó una mano sobre el pecho de su marido, consolándose con el latido fuerte y firme de su corazón.

Cuando Colby Ferris subió al altillo para ver cómo se las arreglaba Gillian con William, encontró a su señoría con la cabeza despejada, completamente consciente. Gillian, en cambio, comenzaba a tener dificultades para hablar, incapaz de resistir la fuerza de la poción. Considerando que el joven carpintero necesitaba aire fresco y que él mismo necesitaba a dos hombres fuertes para sujetar a su señoría, Colby mandó a buscar a Ramsey Tate y a Sly Tucker, que estaban ayudando a Flannery a cargar los muertos en un carro para que hicieran su último viaje a Newportes Newes.

Salvo para limpiar la herida, el whisky no fue tan beneficioso como Colby había esperado porque el caballero siguió consciente durante todo el doloroso proceso de extraer la pica de su espalda. Ningún órgano importante había sufrido daño pero la herida era profunda. La limpieza del tajo abierto con ese liquido ardiente habría sido la perdición de un hombre inferior, pero William, que debió permanecer boca abajo durante toda la operación, apretó los dientes y hundió la cara en las almohadas para ahogar cualquier grito. Los temblores que sacudían su cuerpo daban cuenta del esfuerzo que hacía para no gritar. Sólo al final, cuando la gran herida del hombro estaba siendo saturada, su señoría entregó su conciencia, dejando atónito al médico con la fortaleza y la empecinada voluntad del anciano.

Cuando Colby volvió a bajar, encontró a Andrew y a Shemaine en la cama acurrucados junto a Gage. Ambos dormían, y Gage se había despertado y estaba contemplando a su esposa y a su hijo como si fueran raros tesoros.

—¿Cómo se siente? —preguntó Colby en voz baja después de coserle la herida.

—Como si me hubiesen golpeado la cabeza con la parte pesada de una maza.

—Puede alegrarse de estar vivo.

La frente de Gage se crispó pero, de repente, se despojó de toda expresión.

¿Tan fuerte me golpearon?

—No, que yo sepa. —Colby hizo un gesto indicando a Shemaine—. Según su padre, su esposa disparó y mató al hombre que trataba de matarlo a usted. —Hizo una pausa para que él asimilara ese hecho y vio aparecer una expresión maravillada en el rostro del herido—. Y según Shemaine, su padre se arrojó sobre usted para recibir la lanza que le estaba destinada.

Gage miró alarmado al doctor. Temiendo lo peor, dejó pasar un largo rato antes de sentirse lo bastante seguro para hablar.

—¿Está muerto?

—No, lo más probable es que su señoría se sane, salvo que la herida se infecte, pero la jarra de whisky de Flannery debe de haberla cauterizado por completo. Jamás en mi vida había probado algo tan fuerte, pero no parece tener demasiado efecto sobre su padre. Fracamente, estoy asombrado por su resistencia y su tolerancia al dolor. No se desmayó ni gritó una sola vez, a pesar de la tortura que le hice sufrir. Su padre y su esposa deben de amarlo mucho, señor Thornton.

Desbordado por una sensación de maravilla mientras pensaba en las palabras del doctor, Gage tuvo vaga conciencia de su respuesta, que se había convertido casi en una segunda naturaleza para él cada vez que alguien lo llamaba por su apellido.

—Mi nombre es Gage.

—Descanse todo lo que pueda, Gage —indicó Colby—. Si lo hace se recuperará mejor y estará en pie mucho antes.

Gage recordó la última vez que había visto al médico.

—¿Cómo está Calley? Ramsey sigue diciéndome que está mucho mejor pero aún estoy preocupado por ella. Falta poco para el parto, ¿no es asi?.

—Calley está notablemente bien y, en efecto, en cualquier momento dará a luz. Annie la vigila con atención y está tan ansiosa de que nazca el niño como la propia madre.

—Ramsey quiere conservar a Annie por el bien de su esposa —informó Gage—, pero Calley dice que ellos no pueden permitírselo. Quiere que, al menos, unos de sus cincos hijos vaya a William, y Calley está ahorrando cada moneda para asegurarse de ello. Si fuera por ella todos irían a estudiar allí.

El doctor Ferris frotó una bota contra el suelo de madera de ciprés.

—En realidad, he estado pensando en comprar a Annie a usted...

Gage lo miró, sorprendido:

—Creí que había dicho...

—No importa lo que había dicho. Annie puede ser una magnífica asistente y últimamente ha estado pensando que me gustaría volver a casarme. Todavía soy joven como para tener hijos. Mi esposa no pudo tenerlos, murió antes de eso. Lo que Annie quiere es un hijo propio, y pienso que estoy en condiciones de ayudarla. Tal vez ahora no me ame, pero quizás, en el futuro...

—¿Se lo ha pedido ya?

—No, como pertenece a usted, no podía. Myers ha estado quejándose de que usted le había dicho que se la devolvería pero que no lo ha hecho. Opina que debería darle más dinero por haberlo engañado.

Gage resopló.

—Ya le he pagado bastante.

—Eso me imaginé, pero me pareció que debía saberlo. No le importa provocar problemas cada vez que puede. Él y Roxanne Corbin riñeron porque la señora Pettycomb repitió un comentario de él con respecto a que las expectativas de Roxanne eran exageradas si creía que algún hombre podría casarse con una solterona de cara de caballo.

Roxanne fue a su casa y lo enfrentó, lo llamó sapo rastrero porque no se atrevía a decir lo que pensaba en su cara. Bueno, entonces él repitió el insulto y Roxanne casi le arrancó los ojos, hasta que él empezó a golpearla. Yo corrí a separarlos pero aquello era como quedar atrapado en una riña de dos gatos. Roxanne estaba bastante lastimada, pero Myers tenía dos profundas marcas en su cara y en su garganta. No ofrecí atender a ninguno de los dos porque supuse que lo merecían: Myers, por abrir la boca, y Roxanne, por ir a provocarlo.

—Myers debería tener más cuidado si pretender llegar a una edad madura —comentó Gage—. Provocar un desastre con la persona equivocada puede hacer que un hombre lamente amargamente su estupidez.

—El tacto nunca ha sido el punto fuerte de Myers, como ambos sabemos, pero no creo que pueda hacernos ningún daño grave, pues tenemos la verdad de nuestro lado. Gracias a usted Annie está a salvo de su maltrato y se ha hecho muy amiga de Calley. La vida de Annie ha cambiado para bien y, si ella está dispuesta, podremos formar nuestra propia familia. Quizás algún día pueda olvidar a ese hijo que le arrebataron. Si usted está de acuerdo, tengo intenciones de devolverle el dinero que gastó el ella.

—Estoy totalmente de acuerdo —respondió Gage, y arqueó una ceja en una torcida expresión interrogativa, pese al dolor de su cabeza—. ¿Nos invitará a su boda?

Colby rió entre dientes.

—Si Annie me acepta.

—Lo aceptará.

El doctor dejó sobre la mesilla de noche un talego de cuero con monedas y salió silenciosamente del cuarto. En la quietud que siguió, Gage sintió que la mano apoyada sobre su pecho comenzaba a moverse en una lenta caricia y, cuando miró, vio que su esposa le sonreía.

—Señor Thornton, ¿le he dicho alguna vez que usted es algo precioso para mí? —susurró Shemaine.

El corazón de Gage desbordó de dicha.

—¿Significa eso que me amas, Shemaine?

—Si, señor Thornton. Eso significa que lo amo mucho, mucho.

Gage tomó los delgados dedos en su mano y, llevándolos a los labios, le dio un beso suave.

—Y yo te amo a ti, señora, mucho, mucho.

Capítulo 19

William y Gage Thornton se parecían en otros aspectos, además de su apariencia física: tal fue la conclusión de Shemaine, cuando intentó que se quedaran en la cama más de un día. Si bien Gage seguía con un palpitante dolor de cabeza a la mañana siguiente, hizo sus tareas matinales y volvió a trabajar en el taller de carpintería. Esa misma tarde, mientras Shemaine estaba fuera de la cabaña, lavando ropa en el arroyo, su suegro intentó llegar al retrete, afuera, aunque le habían dejado un orinal a mano. Casi había bajado toda la escalera cuando se sintió débil, perdió el equilibrio y cayó rodando por los peldaños restantes, rompiendo una buena cantidad de los puntos de sutura y, al mismo tiempo, provocando una nueva hemorragia. Andrew fue testigo del hecho desde el corredor del fondo y, con los ojos muy abiertos de temor, salió corriendo al porche delantero y llamó a gritos a Shemaine para que volviera rápido y ayudara a su abuelo.

Las ropas quedaron esparcidas por todos lados y, cuando Shemaine llegó, William había cubierto sus muslos desnudos con el faldón de su camisa de noche, restaurando en parte su decencia y estaba sentado al pie de la escalera, apoyado en la pared. Por la mueca en su semblante se advertía el dolor que estaba sufriendo y, sin embargo, no exhaló más que un gemido ahogado cuando Shemaine trató de ayudarle a ponerse de pie. William estaba demasiado débil para colaborar y era demasiado pesado para que ella lo levantara sola, por mucho que Andrew tratase de ayudarla.

—Andy, ve al taller a buscar a tu padre —le ordenó—. ¡De prisa!

Gage volvió rápidamente con Sly Tucker y, entre los dos, llevaron a William de nuevo a su cama. Su señoría, preocupado por proteger su recato habiendo una dama presente en el cuarto, se subió la sábana hasta la cintura antes de permitir que le quitaran el camisón ensangrentado. Fue Shemaine la encargada de limpiar delicadamente su espalda mientras Gage apretaba con firmeza una toalla sobre la herida, tratando de detener la salida de sangre.

—¿Se pondrá bien el abuelo? —preguntó Andrew, afligido, sin animarse a acercarse más allá del último escalón porque ver tanta sangre lo había asustado.

Shemaine le sonrió, animosa:

—Tu abuelo se pondrá bien, Andy. Es demasiado terco para que le incomode una pequeña desventura como ésta.

Enrojeciendo de vergüenza, William lanzó una mirada a la muchacha y pronto se convirtió en destinatario de otra mirada muy elocuente. Shemaine no necesitaba regañarlo por lo que había hecho: él mismo sabía que se lo merecía. Y asustar al niño no era más que una parte de ese castigo.

Colby ya estaba haciendo su ronda y llegó poco después de que ellos lograsen detener la hemorragia. Se puso furioso al saber que el herido se había levantado de la cama tan poco tiempo después de sufrir una herida de semejante gravedad.

—¡Si vuelve a dejar la cama y se le abren los puntos, no me quedará otro recurso que cauterizar la herida con un hierro al rojo! ¿Entiende lo que estoy diciendo? No lo remendé para que vaya al retrete y se mate. —En un vehemente despliegue de furia, señaló con el pulgar por encima del hombro para indicarle el elemento indispensable—. ¡Ahí está el orinal esperando que lo use! ¡Por lo tanto, le pido que me ahorre algunos viajes más para remendarlo!

Haciendo gala de coraje, Andrew se había acercado y acurrucado en la cabecera de la cama hasta apoyar la nariz sobre el edredón de plumas. Dudaba de que le gustara ver a ese hombre regañando a su abuelo. Si alguna vez él se enfermaba o resultaba herido, deseaba que no llamaran a ese médico.

Colby Ferris no se limitó a criticar a su señoría sino que dirigió una mirada ceñuda a Gage, que estaba ante la palangana, lavándose la sangre de su padre de los antebrazos.

—¿Y usted que hace fuera de la cama? ¿No le dije que se quedara allí un tiempo?

—Lo hice... sólo un minuto —repuso Gage con una sonrisa—. Tenía un trabajo pendiente.

—¡Es evidente que son parientes cercanos! —refunfuñó Colby y miró a Shemaine como buscando ayuda—. Tal vez usted logre convencer a estos de que obedezcan mis consejos.

Shemanine sonrió y comenzó a poner sábanas limpias en la cama y torundas limpias para que las usara el médico cuando volviera a coser la herida. Recordó uno de los dichos preferidos de James Harper y lo convirtió en una pregunta.

—Doctor Ferris, ¿ha visto alguna vez ponerse el sol por el este?

Echando una mirada al padre y al hijo, Colby apretó los labios en una mueca torcida: ninguno de ellos demostraba el menor remordimiento; era obvio que harían lo que les diera la gana.

—Ya veo a qué se refiere.

—Sin embargo, deberían dar un mejor ejemplo al niño siguiendo más respetuosamente sus consejos —agregó Shemaine, sonriendo a Gage mientras le entregaba una toalla—. Estoy segura de que esperarían que Andrew obedeciera a sus indicaciones, doctor, del mismo modo que mi esposo espera que sus hombres se dejen guiar por su experiencia.

Colby sonrió al comprender que la dama estaba logrando con eficacia lo que pretendía, por medio de suaves razonamientos mucho mejor de lo que él había logrado con sus amonestaciones. Evidentemente avergonzados por el lamentable ejemplo que habían dado al niño Gage y William miraron a Andrew. William giró un poco para tomar la mano de su nieto y le hizo dar la vuelta a la cama.

—¿Entiendes que yo mismo me he metido en nuevas dificultades por no hacerle caso al doctor? —El niño clavaba la vista en el mayor con ojos agrandados—. Debería haber sido más considerado con tu madre, teniendo en cuenta que manché las sábanas y la escalera con mi sangre. Sé que lo que hice te asustó, y lo lamento. Debería haberme quedado en el altillo y no intentar bajar la escalera. Si hubiese hecho eso, ahora no necesitaría más puntos. ¿Entiendes?

El niño asintió con la cabeza y William revolvió su pelo oscuro, haciéndolo sonreír.

Secándose las manos con la toalla, Gage sonrió a su esposa y cedió a sus gentiles argumentos.

—Muy bien, amor mío, iré a decir a mis hombres que trabajen sin mí el resto del día. ¿Te parece bien?

—Saber que descansarás aliviará mis preocupaciones. —Shemaine fue hasta él y peinó suavemente con sus dedos el pelo de su marido, palpando la hinchazón que aún se notaba, bajo la pulcra sutura—. Ahora que nos hemos encontrado, no quisiera que te suceda nada.

Se rumoreaba que Gertrude Turnbull Fitch había provocado tal conmoción en Newportes Newes tras la muerte de su padre que los funcionarios de la aldea comenzaron a hacer investigaciones para averiguar su posible complicidad en el plan para destruir el barco de Gage Thornton. Para asegurarse el acceso a una parte de la fortuna de los Turnbull, el capitán Fitch embarcó a la fuerza a su esposa en el London Pride y zarpó hacia Inglaterra antes de que alguien decidiera detenerla. Siseando como una serpiente, la mujer lo sometió a un duro castigo verbal pero Everette se limitó a sonreír, pues sus amenazas ya no tenían peso ahora que J. Horacio Turnbull estaba muerto. Fitch se prometió que ése sería el último viaje de Gertrude en el London Pride, pues ella había costado más en términos de vidas perdidas que lo que él había logrado sacar de las arcas. James Harper y la tripulación adivinaron las intenciones de su capitán, aunque no se atrevieron a expresar su alivio. Cuando avistaran las costas de Inglaterra y viesen por última vez a la arpía, entonces disfrutarían de una celebración que, mientras tanto, sólo era posible soñar.

Al principio, Shemaine y Gage abrigaban la esperanza de que Potts se embarcara también en el Pride cuando éste regresó, pero pronto supieron que había saltado del barco y aún estaba en el territorio. Algunos decían que estaba otra vez con Morrisa y, si era así, no resultaba difícil deducir que bajo la atenta vigilancia de Freida sobre sus pupilas y sus clientes, Potts tendría que pagar todos los favores que pudiese estar recibiendo de Morrisa. Los dineros de un marinero no podían durar demasiado con semejantes lujos, y se suponía que pronto tendría que buscar trabajo o recurrir a medidas drásticas para ganar las monedas necesarias para vivir.

El bienestar de Potts no era muy importante para Shemaine y Gage. Les preocupaban más las amenazas que él había hecho antes y veían con temor acercarse rápidamente el día en que ese sujeto volvería a buscar venganza. No pasaba una hora sin que se preguntaran si estaría otra vez en el bosque esperando una oportunidad para matar a alguno de ellos.

Poco después de la partida del London Pride, Calley dio a luz a una niña y su alegría fue completa. Annie se quedó una semana más, tiempo suficiente para que la mujer reanudase la rutina de su hogar. En los días que siguieron, se organizó una modesta boda para Annie y el doctor Colby Ferris en una iglesia de la aldea. Sólo asistirían unos pocos amigos a la ceremonia pero todos los demás estaban invitados a un gran banquete en la taberna, que servía la mejor comida del pueblo. El propietario había prometido que, por esa tarde, impediría que Freida y sus chicas ejercieran su oficio en el local, una situación que de ninguna manera complacía a la madama.

Mary Margaret tuvo la gentileza de ofrecerse a cuidar de Andrew y de William mientras Gage y Shemaine asistían a la ceremonia y a la fiesta de bodas. Como lo más probable era que regresaran tarde, la pareja había invitado a la señora McGee a pasar la noche con ellos, para no tener que regresar a su casa a hora muy avanzada. La mujer aceptó de inmediato, aunque a William no le agradó demasiado la idea. Se le erizó el pelo de la nuca ante la perspectiva de que una niñera irlandesa lo cuidase pero, como estaba obligado a no moverse de su estrecha cama por estrictas órdenes del médico, no tuvo escapatoria.

Gage no cedió a las quejas de William:

—He conocido jabalíes salvajes que tenían mejor talante que tú —dijo, exasperado ya por los continuos lamentos de su padre con respecto a que la señora McGee fuese a cuidarlos—. Te has quejado de la incomodidad de tu cama, de lo bajo que está el techo, de lo molesto que es mear en el orinal y de una larga lista de cosas más, la menor de las cuales no es que Andrew y tú queden al cuidado de la señora McGee, una mujer mayor perfectamente capaz, bondadosa...

—¡Mujer mayor, ja! —resopló William, acomodando a puñetazos la almohada que tenía bajo la cabeza—. ¡Vieja arpía, dirás! ¿Qué es lo que piensa hacer: correr a con el orinal cuando lo necesite? ¡Por San Jorge, antes me pudriré en el infierno! —Era absurdo imaginarse ayudado por una arpía que lo consideraba un inválido y que, en su celo por ser útil, trataría de levantarle el faldón de la camisa de noche cuando él se arrastraba, con las rodillas flojas, hasta la silla del retrete. ¡Hacía demasiado tiempo que estaba preso en ese maldito altillo y por cierto que no necesitaba a ninguna anciana decrépita que le ayudase!—. ¡Maldición, Gage, no necesito a ninguna entrometida para que me atienda!

Gage hizo grandes esfuerzos por no estallar en carcajadas. Podía entender que su padre se pusiera malhumorado por no poder moverse con su acostumbrada agilidad y energía pero la herida era grave y tardaría en curar, sin duda mucho más tiempo del que William estaba dispuesto a admitir o, más bien, del que duraría su paciencia.

—La señora McGee vendrá sobre todo por Andrew —afirmó Gage remarcando las palabras, como para que su padre entendiera la necesidad de la presencia de la mujer—. Y si, al mismo tiempo que cuida de él consiente en servirte una o dos comidas o prestarte algún pequeño servicio, te invitaré a que no te resistas más allá de lo conveniente. La señora McGee no es tan vieja que no pueda reñirte si es necesario.

—De todos modos, ¿es muy vieja? —refunfuñó William—. ¡Senil y desaliñada, seguramente!

—En realidad, Mary Margaret es una mujer muy agradable. —Los labios de Gage empezaron a temblar con el cosquilleo de una sonrisa cuando comprendió que su padre estaba bastante más preocupado por la edad de la mujer que por cualquier otra cosa—. Supongo que podríamos haber encontrado a una mujer mucho más joven para cuidarte, pero tal vez no fuese ni la mitad de guapa.

William miró a su hijo con expresión suspicaz, los ojos entornados e insistió:

—¿Cuántos años dijiste que tenía?

Gage se encogió de hombros.

—En verdad, no te lo dije. No tengo idea de su edad. Jamás tuve deseos de preguntar, pero no creo que sea mucho mayor que tú, en el caso que lo sea. ¿Cuántos tienes tú, sesenta y cinco? Es posible que tenga esa edad, más o menos.

Andrew subió haciendo retumbar la escalera con una pila de libros y, al llegar al altillo, se acercó de inmediato al catre, donde dejó caer su carga al lado del abuelo.

—Mamá Shimen dice que puedes leerme, si quieres, yayo, porque ella está vistiéndose y en este momento no tiene tiempo. —Apoyando los codos en el borde del camastro, el pequeño puso el mentón en las manos y echó a su abuelo una mirada persuasiva—. ¿Lo harás, eh, yayo?

William no pudo resistir el cálido afecto de su nieto. Aclarándose la voz, adoptó una expresión más benévola con el niño y sus mejillas se enrojecieron al echar una mirada a Gage y hacer un ademán vago hacia su baúl de cuero:

—En el compartimiento superior encontrarás unas gafas. ¿Podrías alcanzármelas?

—¡Yo las traeré, abuelito! —exclamó Andrew, ansioso, y corrió hacia el baúl mientras su padre levantaba la tapa y retiraba la cubierta del primer compartimiento.

El niño recibió las gafas junto con la advertencia de ser cuidadoso y volvió con su abuelo, observándolo con curiosidad cuando se las ponía. William miró de soslayo al niño que, intrigado al ver su reflejo en los cristales, se inclinó acercándose al rostro del abuelo.

—¿Ves ahí una pequeña ardilla? —preguntó William con tono cariñoso.

—¡Veo a Andy!

—Me parece que ves una pequeña ardilla —bromeó William, y se le escapó una sonrisa.

—¡No, yayo! —Se señaló con un dedo—. ¡Soy yo! ¡Mamá Shimen me lo muestra en el agua, cuando vamos al estanque! ¡Es Andy!

—De este lado de las gafas yo veo una ardilla.

—¿Puedo mirar?

Andrew casi no podía contenerse cuando apretó su cara junto a la de su abuelo tratando de mirar a través de los cristales desde el punto de vista del otro.

La sonrisa de William se ensanchó cuando miró de costado.

—¿Ves algo?

Cerrando un ojo, Andrew guiñó con más fuerza.

—Sí.

—Entonces deberías usarlas tú, para ver mejor.

Andrew permitió gustoso que su abuelo acomodara las gafas sobre su nariz pero, cuando trató de mirar por los cristales, vio todo borroso. Girando la cabeza en una y otra dirección, trató de corregir su visión:

—¡Yayo, no veo nada!

Gage se apretó los nudillos contra la boca para contener la carcajada. Desde donde estaba, las gafas convertían a su hijo en un niño de ojos saltones. De puntillas, atravesó el cuarto en dirección a la escalera y se detuvo para echar una mirada atrás y vio que su padre tomaba el dibujo de una ardilla que había hecho ese mismo día.

Lo sostuvo ante el niño y dijo:

—Ahora, quítate las gafas.

Andrew obedeció y su expresión se tornó eufórica al ver el vívido dibujo:

—¡Oh, Yayo! ¡Dibujaste ardilla tan bien como papi dibuja barco!

Gage bajó la escalera con el mismo sigilo con que había cruzado la habitación pues no quería molestar a esos dos, completamente concentrados el uno en el otro. Su corazón se había entibiado al ver a su padre jugando con Andrew pues estaba convencido de que su padre jamás querría a su nieto. Y ahora, lo veía bajo una luz diferente, la que provenía de la curiosidad natural de un niño.

Shemaine alzó la vista cuando Gage entró en el dormitorio compartido y giró para mostrarle cómo se habían enredado los cordones en a espalda de su corpiño.

—¡Debo de estar engordando! ¡O Victoria estaba como un junco cuando usaba este vestido! ¡Tuve que soltar los cordones para poder respirar, y mira lo que he hecho tratando de ajustarlos!

Acercándose a su esposa por atrás, Gage la rodeó con los brazos y adoptó una expresión pensativa mientras ponía sus manos sobre los pechos.

—Sí, ahora están más grandes —inclinándose sobre el hombro de ella y apartando el escote del busto, espió dentro para admirar la voluptuosa redondez que se alzaba, tentadora, sobre el borde de encaje de la camisa—. Dos melones maduros, listos para ser devorados. Casi no puedo esperar a que volvamos esta noche.

Shemaine proyectó el codo hacia atrás dándole un golpe juguetón en las costillas y le dirigió una sonrisa sobre el hombro, mientras lo regañaba con un poco de timidez.

—¡Pórtese bien, señor!

—Con cualquier mujer, menos contigo, mi amor —aseguró en voz ronca, dejando un beso tras otro en el cuello—. Eres mi única fuente de placer carnal.

—Me alegro. —Shemaine suspiró, inclinando su cabeza hacia atrás sobre el hombro de él mientras acariciaba las manos esbeltas de su esposo que volvían a acariciarle los pechos—. No podría soportar compartirte con otra mujer. En ese sentido, soy como Roxanne.

—Sí, señora, pero soy propiedad tuya, no de ella. Tienes derecho a sentir eso.

Un leve golpe en la puerta delantera los interrumpió, anunciando la llegada de su invitada. La llamada recordó a Gage que esa noche Andrew tendría compañía en su cuarto y que la pared no era tan gruesa que no dejara pasar el crujido de una cama.

—Esta noche tendremos que probar la alfombra de oso —reflexionó Gage en voz alta, metiendo la mano dentro de la camisa de su esposa para acariciar su redondo pecho—. Si no, Mary Margaret pensará que no somos capaces de dejarnos en paz.

—Ayer ventilé la alfombra —informó Shemaine, alzando hacia él sus ojos risueños y encontrándose con la mirada resplandeciente de él—. Conociendo tu insaciable apetito, consideré las posibles opciones, ya que tendremos a la señora McGee en el cuarto vecino.

—Pensarlo de antemano fue muy listo de tu parte, mi querida —murmuró Gage, dejando caer un amoroso beso sobre su frente.

Pasando suave y lentamente los dedos sobre uno de esos picos flexibles, retiró la mano y soltó el aliento contenido mientras retrocedía un poco, pero su intento por contener su excitación resultó inútil cuando su esposa estiró la mano hacia atrás para una rápida pasada exploratoria, provocándole una especie de trueno en lo genitales. Entonces, con una radiante sonrisa, le echó una mirada triunfal, haciéndole sonreír.

—En efecto, no puedo esperar estar cerca de ti sin que eso me afecte. Si no fuera porque Mary Margaret está esperando en la puerta, me haría tiempo para nosotros dos en este mismo momento.

—La invitación queda abierta para cualquier momento, mi amor —susurró Shemaine con sonrisa sensual.

—Más tarde reclamaré el cumplimiento de tu promesa —aseguró Gage con un guiño significativo, mientras enfilaba hacia la puerta.

Gage fue hacia la sala mientras dirigía sus pensamientos hacia algo bastante menos placentero que su bella esposa; cuando llegó a la puerta ya había recuperado el control de sí mismo. Al abrir la puerta principal, Mary Margaret lo saludó con una sonrisa y luego se volvió para saludar a Gilllian que la había traído por el río en la canoa de su padre.

—Te veré mañana —gritó al joven.

Volviéndose hacia su anfitrión, Mary Margaret lo observó de la cabeza a los pies e hizo un gesto de muda aprobación de su atuendo de caballero. Su levita, pantalones, chaleco y medias eran de sea azul oscuro, agradablemente acentuado por una almidonada camisa blanca con jabot y alzacuello.

La invitó a pasar con un ademán, flexionó una pierna en caballeresca reverencia y le sonrió:

—Bienvenida a nuestro hogar, milady.

Mary Margaret devolvió la sonrisa:

—Vaya, apuesto bribón, veo que no has perdido nada de tu buena apariencia desde la última vez que te vi. Y por cierto que estás mucho más elegante.

—Esto me lo ha dado mi padre —admitió Gage, alisando la costosa chaqueta. Ya casi había olvidado la suntuosa sensación de la seda—. Me dijo que su cintura ya no es la de antes y que estas prendas no le van pero yo no le creo, porque he visto que tiene el mismo tamaño que siempre le he conocido.

—Entonces, toma las prendas como un regalo de un padre afectuoso —recomendó la mujer.

Una sonrisa pensativa apareció en los labios de Gage.

—Hasta ahora nunca había pensado en él como un padre afectuoso pero supongo que tendré que cambiar de opinión teniendo en cuenta que recibió el lanzazo que era para mí.

Mary Margaret ladeó la cabeza y sus azules ojos irlandeses chispearon, provocativos.

—¿Me has echado de menos?

—Muchísimo —respondió Gage riendo, mientras que entraba la pequeña maleta que la mujer había dejado en el porche y ella se apoyaba en el bastón y miraba alrededor.

—¿Dónde está tu bonita esposa? ¿Y Andrew, dónde está?

Gage hizo un vago ademán hacia el altillo.

—Andrew está arriba, con su abuelo. Puede ir y presentarse usted misma, si lo desea. Shemaine aún no está lista y necesita de mis servicios antes de presentarse. —Levantando la maleta para llamar la atención de la visitante, avanzó hacia la puerta del dormitorio—. Pondré esto en la habitación de Andrew por si usted llegara a necesitarla. Ya he armado la carriola; dejaré la maleta junto a la cama en la que usted dormirá esta noche. La cama más alta será más conveniente para usted.

Mary Margaret elevó la mirada al oír el murmullo de una voz de bajo que llegaba desde el altillo. Se le ocurrió que tenía un sonido agradable pero no demoró en presentar a Gage una de sus preocupaciones:

—¿Estás seguro de que no molestaré a Andrew si esta noche duermo en su cuarto?

—Disfrutará de su compañía —la tranquilizó él—. Se ha sentido un poco solo desde que pusimos una pared entre nuestros cuartos.

—No tengo dudas de que el pequeño tendrá pronto un hermano —reflexionó en voz alta Mary Margaret, volviendo la vista hacia Gage—. Seguramente eso ayudará a aliviar su soledad.

Sonriendo, Gage arqueó una ceja con expresión interrogante.

—¿Quién esperaba ver crecer el vientre de Shemaine? —bromeó, alzando las cejas—. Tendrá que darnos un tiempo, Mary Margaret.

—¡Como si no hubieras tenido bastante, bribón! —respondió con un cloqueo—. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—Digamos un mes o dos... o quizá más.

Mary Margaret agitó una mano como desechando el argumento.

—Si no hubieses estado perdiendo el tiempo ya sabrías si tu esposa está embarazada o no. —Entró en sospechas y lo miró con más atención—. Aunque en realidad siempre has sido un poco reservado, Gage Thornton; creo que no lo dirás hasta que podamos verlo con nuestros ojos.

—¿Acaso le negaría a usted un secreto tan importante? —preguntó en tono afectuoso.

Mary Margaret respondió con un exagerado resoplido:

—¡Puedes apostar tu pellejo infernal a que sí lo harías!

Reprimiendo una sonrisa y oyendo reír entre dientes a su anfitrión, la mujer dio unos pasos hacia el corredor del fondo y luego, recordando un asunto de mayor importancia, se volvió para reclamar otra vez la atención de Gage, que había llegado junto a la puerta del dormitorio. Y si bien se resistía a transmitir malas noticias al hogar de los Thornton tan poco tiempo después del altercado con Horace Turnbull, estaba convencida de que sus amigos debían saberlo:

—Supongo que no sabrás que Samuel Myers desapareció durante un par de días...

Gage la miró, perplejo.

—¿Quieres decir que se fue de Newportes Newes?

—Sólo en espíritu.

Gage enarcó las cejas.

—¿A qué se refiere?

—Esta mañana, encontraron al señor Myers en su pozo. Tenía el cuello roto. —suspiró, pensativa—. Jamás hubiese sido descubierto si no fuese porque uno de sus pies quedo enganchado en la cuerda del cubo.

La mandíbula de Gage adquirió un sesgo reflexivo.

—Supongo que no se habrá roto el cuello al caer.

—Lo más probable es que lo hayan arrojado. Alma Pettycomb dijo que el otro día fue a ver al señor Myers y lo encontró riñendo con su vecino, el doctor Ferris. Al parecer, estaban discutiendo acerca de Annie. Myers sostenía que usted lo había engañado y Colby decía que él era un tunante y un mentiroso desvergonzado.

Gage hizo una mueca sombría.

—Así que ahora la señora Pettycomb señala a Colby como el asesino.

Mary Margaret hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Está muy impresionada con el hecho de que tu padre sea lord y, por ahora, te ha dado una tregua. De lo contrario, también te culparía de eso.

—Muy bondadoso de su parte —dijo Gage muy irónico.

—No tanto.

Gage, sintiendo que faltaba algo más, la miró.

—Alma dice que Shemaine no es apta para ser tu mujer, por ser convicta y todo eso.

—¡Qué lástima que a alguien no se le ocurrió echar a la señora Pettycomb a un pozo! —gruñó Gage, exasperado.

—Sí, quizás alguien sienta la tentación de hacerlo un día de éstos, yo preferiría que no fuese ninguno de mis amigos.

Mary Margaret miró significativamente al hombre hasta que él captó todo el peso de sus palabras y rió, tranquilizándola con un gesto negativo de la cabeza.

—No se preocupe, Mary Margaret, no arruinaría mi vida matando a esa vieja corneja. No me molesta tanto.

—Qué bien. —Mary Margaret sonrió aliviada y, levantando el bastón, señaló hacia el corredor—. Tu padre está visible, ¿verdad?

—En realidad, no —bromeó Gage, dándole un significado completamente diferente a la pregunta—. Es muy probable que en este preciso momento sea capaz de arriesgarse con Potts y vencerlo. Se lo advierto.

La sonrisa de Mary Margaret no vaciló cuando echó un vistazo en dirección a la escalera.

—Creo que puedo cuidarme sola.

—Nunca tuve la menor duda, señora.

Con un cloqueo, la irlandesa hizo un florido ademán indicándole que fuera al dormitorio, ella siguió su camino hacia el altillo. Al llegar al último escalón, golpeo con la punta del balcón en el suelo para anunciar su presencia.

—Soy Mary Margaret McGee, que viene a ver al caballero en este cuarto de la planta alta.

—¡Señorita McGee! —exclamó Andrew, saltando de la cama de su abuelo.

Corrió al encuentro de la mujer y, tomando su mano, la llevó hacia el camastro.

William se apresuró a quitarse las gafas, las puso en el bolsillo del camisón y se subió la sábana hasta el mentón; recién entonces miró alrededor, ceñudo. La perspectiva de tener a su disposición a una vieja regañona lo había puesto de mal humor pero, al poner sus ojos sobre la esbelta y agraciada mujer, cambió inmediatamente de opinión. Trató de erguirse más desde la almohada, pero un dolor terrible lo recorrió desde la espalda hasta el pecho, y cayó sobre la cama con el rostro crispado.

—Perdóneme, señora —se disculpo William algo incómodo, cuando ella se acercó—. No tengo fuerzas para levantarme y recibirla con cortesía. Estar en esta cama sin tregua desde hace tanto tiempo se ha cobrado su tributo.

—No es necesario que se moleste, milord —aseguró Mary Margaret con dulce sonrisa—. Estoy bien al tanto de su enfermedad y no lo culpo.

Recorrió con la vista la larga figura yaciente y, por una vez en la vida, estuvo de acuerdo con la señora Pettycomb: era un espécimen admirable por ser un lord inglés. Claro que ella siempre había considerado a Gage Thornton un hombre excepcionalmente apuesto; sin duda, había un parecido impresionante entre padre e hijo.

—Estaba leyendo a mi nieto —explicó William, recogiendo algunos de los libros que Andrew había llevado a su cama.

—Por favor, continúe —propuso ella, apoyando una mano sobre el hombro del pequeño—. Estoy segura de que a Andrew le encanta. Mientras tanto, yo iré abajo y prepararé un poco de té. Si conozco a Shemaine, debe de haber dejado algunas tortas o bollos para servir con el té.

Con una palmada afectuosa en el hombro de Andrew, fue hacia la escalera.

—¿Señora McGee...?

El propio William se asombró por la urgencia que sonaba en su voz y se reprendió por haberse vuelto tan torpe con las mujeres. Tal vez había pasado demasiado tiempo viudo y prestado demasiada atención a sus empresas de construcción naval, porque había perdido la mayor parte de esas gracias sociales que son tan atractivas a las mujeres. En los años que siguieron a la muerte de su esposa, se había vuelto duro, tosco e irascible. No era de extrañar que le costara hablar con el bello sexo.

Mary Margaret se acercó al catre y lo miró, interrogante:

—¿Necesita algo, milord?

Él le dirigió una mirada fugaz, vacilante pero, al toparse con esos ojos de un azul más intenso que el del cielo, se atrevió a sostenerle la mirada.

—Me preguntaba si sería usted diestra con los naipes...

Los ojos azules chispearon y la mujer, alzando su pequeño mentón afilado, lo desafió:

—Suficiente para dar una paliza a su señoría, por cierto.

William sonrió con el mismo encanto que había dominado su nieto:

—Es aburrido estar aquí solo. Quizá, después de que Andrew esté acostado, usted podría considerar la idea de jugar un par de partidas...

Mary Margaret inclinó su elegante cabeza blanca muy levemente pero el brillo de sus ojos fue intenso:

—Un par de partidas... o incluso tres...

Shemaine y Gage estaban saliendo de su dormitorio cuando Mary Margaret apareció en el corredor y se dirigió a la cocina. La mujer se detuvo a admirar a la joven beldad que iba vestida de seda de color turquesa intenso; con el que había sido el vestido más encantador de Victoria. Recordó con claridad la belleza de la dueña anterior el día que lo había llevado, aún así, era mucho menos que la de la actual. Una fina cinta de color turquesa adornaba el esbelto cuello de Shemaine y de sus orejas pendían unas perlas en forma de gotas, un regalo que Gage había hecho recientemente a su desposada. Su rojo pelo estaba recogido en la coronilla, bajo una gorra de encaje blanco. Unos finos bucles que escapaban de la gorra rodeaban su rostro dando una adorable suavidad al arreglo. Un chal de encaje envolvía sus hombros.

—Hacen una pareja muy hermosa —declaró Mary Margaret con entusiasmo. — ¡La más hermosa que he visto!

Shemaine hizo una breve reverencia.

—Es usted tan amable como siempre, señora McGee.

La irlandesa lanzó un suave ulular.

—No creas que estoy llenándoles la cabeza con mentiras porque no tengo nada que hacer, queridita. He sido sincera y te pido que no lo olvides.

Con una carcajada, Shemaine ejecutó una reverencia más profunda.

—No lo olvidaré, señora McGee, y se lo agradezco.

Shemaine la dejó y subió corriendo para ver si William necesitaba algo antes de que ella y Gage se marcharan. Cuando apareció a la vista de su suegro, él se quitó las gafas y la contempló con expresión admirativa.

—Me pregunto si Maurice du Mercier ha comprendido lo que falta en su vida —reflexionó su señoría en voz alta cuando ella empezaba a mullir las almohadas.

—Estoy segura de que, a esta altura, Marurice está siendo agobiado con invitaciones de padres ansiosos de conseguir un buen candidato para sus hijas. Más aún, es probable que ya haya elegido a alguna joven dama como prometida.

—Me resulta difícil creer que Maurice la haya olvidado con tanta facilidad, querida mía, pero su mala fortuna se ha convertido en ventaja para mi hijo.

Shemaine no sentía deseos de hablar de su antiguo pretendiente mientras su marido la esperaba.

—¿Le molesta mucho que lo dejemos con la señora McGee? En realidad, es una mujer deliciosa.

En ese momento, William no sentía inclinación de comentar su cambio de actitud hacia la viuda, como Shemaine se la había presentado al marqués.

—No te preocupes por mí. Andrew y yo nos las arreglaremos.

Shemaine no quedó satisfecha con la respuesta pero un impulso la llevó a inclinarse y depositar un beso indulgente en la frente de su suegro, haciéndolo arquear las cejas, sorprendido.

—Volveremos tan pronto como podamos —murmuró, dándole una palmada en la mano para luego volverse y dar un beso y un abrazo a Andrew. En el rellano, giró la cabeza y sonrió a ambos—: Pórtense bien, de lo contrario la señora McGee me lo dirá.

A Andrew le causó gracia la idea de que advirtiesen a su abuelo que se portara como era debido. William le guiñó un ojo y, poniéndose las gafas, tomó otro libro y acomodó al pequeño junto a él para volver a la lectura.

Capítulo 20

La ceremonia nupcial que unió a Annie Carver y al doctor Colby Ferris fue una ocasión dichosa. Shemaine nunca había visto tan arrebatadora a su amiga. El vestido azul claro que Colby había encargado a una modista para su novia, destacaba los colores de Annie, confiriendo un resplandor vibrante a su piel mate y sus ojos grises. Su pelo castaño y liso estaba trenzado con cintas azules y recogido diestramente en la coronilla. Miles Becker, amigo íntimo del doctor, había hecho un par de elegantes sandalias y se las obsequió como regalo de bodas.

Colby Ferris también había sufrido una transformación: la sempiterna barba de tres días, que solía acentuar sus rasgos macilentos, había sido afeitada y su pelo gris estaba pulcramente recortado y atado en una cola con una cinta negra. Un traje cortado por un sastre, de color gris oscuro, daba una apariencia más digna a su alto cuerpo desgarbado.

Los votos fueron pronunciados en voz baja y luego, tras sellar la promesa con una sortija y un beso inseguro, Annie y Colby se arrodillaron para recibir la bendición del sacerdote. Unidos en sagrado matrimonio, se levantaron y se dieron la vuelta para presentarse ante sus amigos.

—Señoras y señores, les presento al doctor Ferris y a su señora.

Los invitados respondieron con animados aplausos, y exclamaciones de ¡Bravo, bravo! retumbaron en la iglesia. Gage y Shemaine se unieron a Calley y Ramsey para presentar sus felicitaciones a los recién casados. Con lágrimas de alegría en los ojos, Annie abrazó a Shemaine y la estrechó contra ella.

—Milady, ¿alguna vez imaginaste que seríamos tan felices en esta tierra?

—No, Annie —murmuró Shemaine riendo y retribuyendo su abrazo—. Jamás me he atrevido a creer que de mi apresamiento podría derivar semejante felicidad hasta que Gage me compró y me llevó a su casa. Entonces, mi vida volvió a comenzar. —Dio un paso atrás y sonrió a su menuda amiga—. Ojalá que tú y Colby tengan toda la felicidad del mundo, Annie... y muchos niños hermosos.

Lanzando una mirada tímida a Colby, Annie se ruborizó.

—Tú me has conocido con un niño; tal vez te parezca extraño que lo diga, pero yo he estado con un hombre una sola vez en mi vida. Te aseguro que estoy tan nerviosa como un virgen.

Shemaine sonrió.

—Estoy segura de que Colby será muy tierno contigo, Annie... tal como lo fue con Calley cuando trajo a su hija al mundo. ¿Viste lo cuidadoso que fue? ¿Puedes imaginarlo siendo brutal contigo?

Annie negó con la cabeza.

—No, milady.

—No te preocupes, entonces.

Retrocediendo para permitir que los demás conversaran con Annie, Shemaine enlazó su brazo al de su marido y le sonrió con ojos resplandecientes.

—Annie me ayuda a comprender lo muy afortunada que soy.

—¿No te pesa haber dejado Inglaterra, mi dulce? —preguntó Gage con ternura, apoyando una mano sobre la que ella tenía en su brazo.

La cabeza de vivo color se inclinó hacia delante y la mujer tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—Mi único pesar es que echo mucho, mucho de menos a mis padres.

—Tal vez podamos visitarlos después de que yo venda el barco —dijo él—. ¿Te gustaría?

Shemaine asintió con la cabeza en un gesto vehemente y luego se abanicó con el pañuelo sintiéndose un poco débil.

—Aquí está muy cerrado, ¿no te parece, Gage?

Gage rozó con un dedo el costado de la cara de ella.

—Tus mejillas están calientes.

—Tú tienes la culpa —murmuró con una sonrisa, y sumiendo su mirada en la calidez de la de él.

—¿Quieres salir a tomar un poco de aire fresco?

—Sí, vamos.

Mucho más tarde, cuando todos hubieron derramado sus bendiciones y buenos deseos sobre la pareja, Annie volvió a buscar a Shemaine en el patio de la iglesia. Hasta ese momento, Annie había evitado hablar en detalle de los sucesos que habían llevado a su detención porque esos recuerdos le resultaban demasiado dolorosos para evocarlos, pero ya se sentía un poco más relajada en relación con su pasado.

—Milady, esta tierra y algunos de sus habitantes me han brindado un nuevo comienzo. Heme aquí casada al fin, y con cierta esperanza en el futuro. —Admirando su vestido, la mujercilla alisó las mangas con sus manos ásperas por el trabajo—. En Inglaterra, jamás pude tener algo como esto. Después que mi madre enfermó no nos quedó un centavo. Pedí al hombre que trabajaba en la herboristería que me diese las hierbas que mi madre necesitaba, porque estaba muy enferma. Me dijo que me las daría si yo me acostaba con él. Fue tan rudo que me eché a llorar antes de que todo acabase. Entonces, se enfadó mucho y me abofeteó para que me callara. Después, me calificó de pequeña ramera por haber vendido mi virginidad a cambio de un puñado de hierbas. A continuación, me echó sin darme una hoja siquiera, diciendo que no merecía nada porque lo había fastidiado mientras él estaba gozando. Yo me puse a aporrear la puerta rogándole que me diera las hierbas, pero no contestó. Después, descubrí que estaba embarazada. Cuando faltaba poco para el parto volví a pedirle ayuda, porque mi madre había empeorado mucho. Él rió y me dijo que el bebé era asunto mío y no de él. Me puso tan furiosa que lo golpeé en la cabeza con una pesada redoma y le robé las hierbas. Cuando volví junto a mi madre, ya había muerto. Di a luz a mi hijo esa misma noche. Me oculté por un tiempo sin saber adónde ir, pero el padre de mi hijo me vio mendigando en la calle y, poco tiempo después, me hizo detener.

Shemaine parpadeó para ahuyentar las lágrimas que se habían agolpado en sus ojos y, acercándose a su amiga, la estrechó en un largo abrazo.

—¿Le has contado a Colby lo que te sucedió?

Annie asintió con la cabeza mientras sollozaba.

—Tenía que hacerlo, milady. No podía casarme sin desnudarme por completo ante él. Me dijo que igual me amaba y que empezaríamos de nuevo los dos juntos. Crearemos una familia y envejeceremos juntos.

Shemaine sonrió con dulzura:

—Al parecer, has tenido la fortuna de encontrar un esposo amante y cariñoso, Annie.

Reuniéndose con ellas, Colby pasó un brazo sobre de los hombros de su desposada.

—Nuestros invitados están yendo hacia la taberna, Annie. Será conveniente que nos adelantemos, que estemos allí para recibirlos.

Cuando se marcharon, Shemaine miró alrededor en busca de Gage y sonrió al sentir una presencia que se acercaba desde atrás y ver unos brazos enfundados en azul que la rodeaban.

—¿Me buscas, señora? —susurró él en su oído.

La respuesta fue precedida por un suspiro de dicha:

—Sólo si eres el hombre de mis sueños.

—Dime, señora, ¿qué aspecto tiene el hombre de tus sueños?

—Alto, pelo oscuro, ojos castaño claro... demasiado apuesto para que yo pueda resistirme a él.

—¿Acaso querrías?

—No, nunca. Ansío sus caricias hasta cuando estoy con otras personas.

Gage acarició suavemente sus brazos.

—¿Se conformará con mis caricias, señora?

—Sólo hasta que podamos volver a nuestra cama y yo consiga abrazar nuevamente al hombre de mis sueños.

—Podemos irnos ahora, amor mío —sugirió Gage, encontrando atractiva la idea—. No creo que aquí pueda suceder nada tan tentador como eso que dices.

—Si nos fuésemos ahora, tu padre y la señora McGee aún estarían levantados —señaló Shemaine—. Se preguntarán por qué hemos vuelto a casa tan temprano y, sin duda, querrán conversar. Ya sea aquí o allá, tendremos que esperar. Además, Annie espera que estemos con ella para compartir su felicidad.

Gage cedió a los argumentos de su esposa.

—Como tú desees, señora mía. ¿Vamos andando hasta la taberna o traigo el calesín?

—Creo que podríamos andar —contestó Shemaine y le dirigió una sonrisa coqueta por encima del hombro—. No es frecuente que pueda pasearme por la acera a paso tranquilo y ver cómo todas las mujeres te comen con los ojos.

—Es porque yo me afano en mantenerte alejada de todos los hombres de la aldea —replicó Gage—. Te miran demasiado, y yo podría perder la paciencia.

—No es necesario, mi amor, porque mis ojos sólo te ven a ti.

Galante, Gage le ofreció el brazo y la condujo hacia la taberna. Estaban tan sumidos el uno en el otro que no vieron acercarse a Alma Pettycomb hasta que casi se dieron con ella y con el hombre que la acompañaba. Por una vez, la mujer parecía demasiado ocupada con sus propios asuntos para meterse en los ajenos. Refunfuñaba y se retorcía caminando junto a su marido que mantenía un semblante estoico, sin hacer demasiado caso de sus murmuraciones.

—¡Te lo dije, Sidney! ¡Quiero ir al muelle a ver ese nuevo barco que llegó a puerto! —Al no recibir respuesta, le tironeó de la manga de la chaqueta—. ¿Me has oído, Sidney?

—¿Quién podría no oírte?

—¿Eso es todo?

—¡Quiero cenar, mujer! ¡Y no se discute más! Estoy harto de tu eterno callejear, metiendo tu larga nariz en los asuntos de todo el mundo. He decidido que, de aquí en adelante, se harán ciertos cambios en tu manera de conducirte o, de lo contrario, tendrás que responder ante mí. Colby Ferris es mi amigo, y me siento muy avergonzado de que te ocuparas de exagerar una insignificante discusión que él tuvo con ese repelente de Samuel Myers. Por tu culpa, no pude decidirme a asistir a la boda de mi amigo hasta no haber hecho algún esfuerzo para poner orden en mi propia casa. Soy un hombre temeroso de Dios, señora, pero te aseguro que habrá un escándalo si, de ahora en más, no mantienes la boca cerrada. Y si piensas que estoy hablando por hablar, tal vez me decida a darte con una rama en el trasero, para demostrarte que lo digo en serio.

Alma lanzó una exclamación indignada.

—¡No te atreverás!

Volviendo apenas la cabeza, Sidney Pettycomb alzó una ceja y la miró fijo:

—Soy hombre de palabra, señora. Si oigo un solo rumor más de que has difamado a otra persona, pagarás las consecuencias.

Cuando se acercaron a la pareja más joven, Sydney se quitó cortésmente el sombrero y saludó primero a Gage, luego a Shemaine. Los dos quedaron estupefactos por lo que acababan de oír, y su esperanza creció más aún cuando Sidney les habló:

—Dé mis saludos a Colby, por favor, Gage. Le he enviado un regalo pero mi mejor presente de bodas está en elaboración.

Conteniendo las ganas de sonreír, Gage hizo una breve inclinación comprometiéndose a llevar el recado e interpretando a su modo el otro regalo de Sydney que, según sospechaba, beneficiaría a todos.

Se habían contratado músicos para tocar durante el festejo, y una amplia variedad de pacientes fieles, amigos y conocidos habían acudido al banquete. Gage estaba asombrado de que hubiese tanta gente viviendo en la región pero, a juzgar por la gran cantidad de personas que habían acudido a presentar sus buenos deseos, era evidente que a Colby Ferris no le faltaban seguidores ni amigos. Ramsey y Calley Tate, cargando a la recién nacida en una cesta acolchada, habían llegado desde la iglesia para unirse a la fiesta. Al ver a los Tate y los Thornton, Colby los llamó y los invitó a sentarse con él, de modo que Annie tuviese la fortalecedora compañía de amigos íntimos.

Aunque la comida era abundante y deliciosa, Shemaine sintió que el aire pesado de la taberna, espeso de olores mezclados, disminuía su apetito: el desagradable olor del sudor masculino, estiércol de caballo que había sido llevado por las pisadas, los diversos aromas de los platos servidos sobre las largas mesas y la dominante fragancia del agua de colonia con que una matrona se había perfumado generosamente. El humo del fogón donde se asaba otro cochinillo, dificultaba su respiración. Sintió náuseas y apretó un pañuelo perfumado en sus mejillas húmedas y frías, y luego en la nariz. La tenue barrera sirvió unos momentos hasta que un montañés empujó sin querer su silla y su brazo haciendo caer su pañuelo sobre el regazo. Una vaharada del hombre que se inclinó para pedirle disculpas estuvo a punto de perderla porque apestaba a todo lo que ella estaba tratando de evitar. El individuo se alejó y, sumida en cierto pánico, Shemaine se inclinó adelante para excusarse ante sus compañeros de mesa.

—Si me disculpan, necesito un poco de aire —dijo. Cuidando de no mirar los platos se puso de pie y, cuando se volvió sin ruido hacia Gage, él ya estaba junto a ella. Apoyó una mano trémula sobre el pecho de su esposo y le rogó en voz baja—: Quédate y termina de comer. No tardaré.

Gage tomó su mano.

—Señora mía, odiaría que los marinos y los pasajeros recién llegados te tomaran por una de las prostitutas que frecuentan el lugar.

Comprendiendo lo prudente de su preocupación, Shemaine accedió y permitió que él la llevara afuera. Tras aspirar varias bocanadas del aire del atardecer, Shemaine obtuvo rápido alivio, comenzó a sentirse mejor caminando junto a su marido. Yendo al azar hacia el linde del pueble, Shemaine contempló los escaparates ante los cuales pasaban, y cada tanto señalaba a Gage algo que le había llamado la atención. Gozaba de ese tranquilo paseo compartido y sentía un gran orgullo de ir del brazo de su esposo.

Los pasajeros del barco recién arribado ya comenzaban a llegar desde el puerto. Algunos parecían tener mucha prisa por llegar al centro de la aldea. Un caballero alto, de pelo oscuro, elegantemente vestido, iba adelante de todos. Sus largas piernas se lo habían posibilitado; era claro que su bastón con puntera de plata era más un lujo que una ayuda para caminar. Sus pasos eran largos y seguros y, con la cabeza en un ángulo airoso, miró alrededor como buscando algo o a alguien. Cuando vio a los Thornton desde lejos, se detuvo de repente y ladeó la cabeza como para observar mejor, clavando la vista en dirección a Shemaine. Visiblemente confundido, reanudó la marcha pero a paso más lento, más inseguro.

Al llegar al final de la acera, Gage se volvió y poniendo la mano de Shemaine en el ángulo de su brazo, le preguntó:

—¿Te sientes mejor, cariño?

—Sí.

—¿Necesitas más aire?

—Si no te molesta...

—Cualquier cosa, mi amor —respondió, con una sonrisa.

Gage oyó el sonido de pies que corrían tras él y, al mirar por encima del hombro, vio a un caballero ricamente ataviado que se acercaba a ellos a toda velocidad. No había manera de confundirse: la mirada del hombre estaba pegada a Shemaine.

La audacia del sujeto hizo gruñir por lo bajo a Gage.

—¿Qué es esto? ¿Un recién llegado que ya está prendado de ti? —dijo en voz baja.

La pregunta de su esposo atrajo la mirada de Shemaine hacia atrás, permitiendo así que el hombre la viese de perfil.

—¡Shemaine! ¡Shemaine! ¡Por Dios, eres tú!

—¿Maurice?

Reconociendo la voz, se volvió, confundida y de repente ahí estaba su antiguo prometido arrojando su bastón y alzándola en sus brazos. Haciéndola girar en círculos, la levantó por completo del suelo.

—¡Shemaine, creímos que jamás te encontraríamos! —gritó, mientras seguía girando—. ¡Por pura casualidad, tu madre vio a una mujer usando tus botas y la sobornó para que le dijese cómo las había conseguido!

—¿Qué hace? —ladró Gage.

Había reconocido el nombre y, al ver las hermosas y aristocráticas facciones del hombre, se sintió en serio riesgo de perder el corazón de su esposa a manos de su anterior prometido.

—¡Maurice, déjame! ¡Por el amor de Dios, déjame ya mismo! —exclamó Shemaine, apretando su pañuelo en la boca y sintiendo que su mundo giraba locamente.

El marqués obedeció y quedó completamente aturdido, viendo cómo Shemaine se alejaba tambaleante hacia el borde de la acera. Inhalando grandes bocanadas de aire, luchó con valor para reprimir lo que le subía a la garganta aunque tenía la sensación de que el pueblo se inclinaba en un ángulo agudo ante ella. Su estómago se rebeló y extendió una mano hacia atrás, llamando a Gage a su lado.

Maurice la contemplaba impotente, confundido, resentido, viendo cómo ese desconocido pasaba un brazo por esa cintura que él había rodeado en otro tiempo, y cómo posaba una mano sobre la frente tersa que él había besado. Esa familiaridad con su prometida encendió su ira y estuvo a punto de dar un paso adelante para protestar, pero al fin captó el ruego de su prometida, que trataba de contener una arcada tras un pañuelo de encaje.

Maurice se puso en acción: corrió hasta un abrevadero de caballos, humedeció su pañuelo y regresó para ofrecerlo a la mujer. Shemaine hizo un débil gesto de agradecimiento y se enjugó la cara, apoyada en Gage. Éste apartó un mechón de su cara abochornada, pasó un brazo alrededor de su cintura, y ella apoyó la cabeza contra el muro sólido de su pecho.

La intimidad del abrazo de Gage provocó un sombrío ceño en el anterior novio de Shemaine pero eso no fue todo, de ninguna manera.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó otra voz desde la calle principal, sacando a Maurice esas palabras de su boca.

—¿Papá? —Shemaine alzó la cabeza y miró en torno buscando el rostro amado. No habría confundido la voz y cuando sus ojos se posaron sobre el hombre bajo, nervudo, vestido con esmero que estaba en medio de la calle, los brazos en jarras, las piernas separadas, lo confirmó: era su padre—. ¡Papá! ¡Oh, papá!

Casi bailando en el borde de la acera, le hizo señas de que se acercara y, en cuatro largas zancadas, Shemus O’Hearn estuvo allí, estrechando a su hija en un abrazo. Las cejas de Gage se elevaron y retrocedió a respetuosa distancia, pasando a segundo plano durante un momento.

—¿Quién demonios es usted, de todos modos? —quiso saber Maurice du Mercier, avanzando hacia Gage y, sin darle tiempo a responder, explicó con aspereza—: Cuando comenzamos a hacer averiguaciones en Newgate después de encontrar las botas de Shemaine nos dijeron que había sido embarcada en el London Pride. Tuvimos la fortuna de cruzarnos con el Pride mientras navegábamos hacia aquí; hicimos que nuestro capitán interceptara a ese barco. Cuando pudimos hablar con él, el capitán Fitch nos dijo que Shemaine había sido vendida como sierva contratada a un colono llamado Gage Thornton, aquí, en Newportes Newes. ¿Es usted ese individuo?

—Sí, el mismo.

El rostro de Maurice se puso tenso de irritación.

—Además, el contramaestre del Pride nos informó que había oído rumores en el pueblo de que el colono que comprara a Shemaine había asesinado a su primera esposa.

—Sí, se rumoreaba —accedió Gage, sin vacilar—. ¡Pero nunca pudo demostrarse nada porque yo no la maté!

Maurice hizo un movimiento desdeñoso con la cabeza.

—¿Por qué será que no le creo?

—Quizá porque no quiere —repuso Gage.

—Cierto, no quiero. ¡Lo que en verdad quiero es derribarlo de un puñetazo!

Fue notable cómo se enfrió la mirada de Gage al devolver la mirada al marqués:

—Cuando quiera.

—¡Shemaine!

El grito de una voz femenina atrajo la atención de todos ellos hacia una mujer menuda, delgada, de claro pelo rubio, que caminaba de prisa por la calle principal hacia Shemaine y su padre. A su lado iban dos mujeres vestidas como criadas que se esforzaban por seguirle el paso, una más vieja y regordeta, de pelo gris, y la otra, de unos treinta años.

—¡Mamá! —exclamó Shemaine, y fue arrastrada de inmediato por su padre hacia la calle principal.

Se hizo a un lado para dar paso a un carro con su caballería, agitó la mano saludando a su madre y luego, cuando el vehículo hubo pasado, se unieron dando un grito de alegría. Confundidas en un apretado abrazo, en medio del camino, no les importaron los jinetes y carruajes que pasaban por delante y por detrás de ellas. El vehemente abrazo aflojó un poco para que pudieran tocarse y contemplarse como si trataran de dar cabida en sus mentes que, en realidad, estaban juntas otra vez.

La vieja criada lloraba, esperando ansiosa su turno y, cuando se sonó ruidosamente con un pañuelo, por fin Shemaine advirtió que también estaba allí la vieja cocinera. Volviéndose hacia ella, Shemaine la abrazó, jubilosa.

—¡Oh, Bess! ¡Qué maravilloso verte! ¡A todos! —Con una alegre carcajada, se apartó y abrazó a la criada más joven, que se había acercado a reclamar su atención—. ¡Nola! Por Dios, ¿qué están haciendo aquí?

Su madre se apresuró a explicar:

—En tu ausencia, he estado usando los servicios de Nola, Shemaine, porque mi vieja Sophy cayó enferma. Pero volverá a ser tuya en cuanto regresemos a Inglaterra.

Shemaine miró en torno y, extendiendo la mano hacia Gage, lo invitó a acercarse a ella. Su padre y Maurice, en quienes se había despertado una aversión inmediata al colono, lo siguieron, pegados a sus talones. Lo que no podían tolerar era el modo familiar en que trataba a la mujer que tanto querían como hija y como novia.

—Mamá... papá... Maurice... —Shemaine paseó fugazmente su mirada por cada uno y luego enlazó con gesto decidido su brazo en el de Gage, atrayéndolo hacia ella—. Éste es mi marido, Gage Thornton.

—¡Tu marido! —exclamó Maurice—. ¡Pero estabas prometida!

Aferrando a Gage del hombro, Shemus lo hizo girar hasta que quedaron de frente, y no le importó que el colono fuese una cabeza más alto. El hombre mayor lo tomó de las solapas y lo miró, ceñudo, con toda la furia de un padre indignado. Hasta su rizado pelo rojo que se había aclarado con los años, parecía erizado por la ira.

—¿Qué pretendía, casándose con mi hija sin mi consentimiento?

Shemaine se aferró la garganta con una mano temblorosa.

—¡No, papá!

—No necesitaba su consentimiento —respondió Gage con aplomo. Aferrando la muñeca del otro, apartó la mano crispada de su levita—. Shemaine ya era mía.

Maurice se acercó a los dos que sostenían un duelo de miradas como sables, e informó brutalmente a Shemus:

—Él es el que compró sus documentos... aquel que mencionó el capitán Fitch. El uxoricida, según lo que dijo el contramaestre. ¡Es evidente que este colono obligó a Shemaine a casarse con él!

—¡No! —Acongojada, Shemaine se cubrió la cara con las manos pues el mundo que, hasta unos momentos atrás parecía un paraíso, ahora era un infierno. Dirigiéndose a su madre, le suplicó ayuda—: ¡No ha matado a nadie, mamá! ¡Él me pidió que me casara con él y yo acepté, porque quería!

Camille estaba tan perpleja como su marido, pero se adelantó y apoyó una mano con gesto dulce en el brazo de Shemus:

—El centro del camino no es lugar para ponernos a resolver esta cuestión, querido mío. Debemos buscar un sitio cerrado; tal vez sea suficiente con un cuarto en una posada.

—Perdón, señora —propuso Gage, rígido—. Han llegado varios barcos aquí, últimamente, y habiendo una sola posada en el pueblo, dudo de que encuentren lugar; ni siquiera para uno de ustedes.

—Pero ¿adónde iremos? —Esta vez fue la madre la que acudió a la hija—. Somos muchos y hemos venido desde muy lejos. ¿Qué podemos hacer?

Shemaine recurrió a su marido, diciéndole en tono quedo:

—¿Crees que la señora McGee consentiría en recibirlos?

Si no fuese por su esposa, con mucho gusto Gage los hubiese dejado dormir en la calle.

—Tal vez mañana, pero ¿qué harán esta noche, Shemaine? Será tarde antes de que regresemos a casa. No podemos sacar a nuestra invitada de la cama e imponerle la responsabilidad de regresar a la aldea y abrir su casa a personas que, para ella, son desconocidas. Sería pedir demasiado a la anciana.

—Habría algún modo en que pudieran quedarse con nosotros esta noche? —preguntó Shemaine con convincente dulzura—. Tú y yo podríamos dormir en el suelo.

—No permitiríamos que nos cedieras tu propia cama —intervino Camille, aunque no aprobaba que su pequeña se hubiese casado con ese desconocido.

Ella era tan joven, y él tan... tan... no encontraba la palabra apropiada para describir sus sentimientos hacia ese hombre, y sólo estaba segura de que no era más que un bribón que se había aprovechado de su hija.

—¡Me gustaría ver a ese tunante fuera de la cama de mi hija! —gruñó Shemus.

—Yo quisiera proponer la anulación —dijo Maurice, temerario—. No cabe duda de que ese animal se impuso a ella. Es lo mismo que Shemaine lo admita o no; estoy seguro de que ella aceptó bajo una intensa presión.

Shemus no fue tan civilizado con sus recomendaciones:

—¡Me gustaría verlo castrado!

Shemaine se llevó la mano temblorosa a la boca y gimió:

—¡Creo que voy a vomitar!

—¡Por Dios, criatura! —exclamó Camille, abrumada—. ¡No me digas que estás... estás...!

—¿Estás qué? —imploró Shemus, sacudido.

Si su esposa estaba angustiada, era seguro que él se pondría furioso por lo que ella estaba sospechando, fuera lo que fuese.

Camille hizo un gesto débil con la mano, esperando contra toda esperanza que no fuese verdad.

—Embarazada...

Shemaine cerró los ojos y se estremeció, mientras su padre lanzaba un horrendo aullido de rabia.

—¿Dónde hay un cuchillo? ¡Cortaré los huevos a ese maldito pordiosero en este mismo instante!

Shemaine giró en redondo, presa de pánico, y se inclinó para vomitar lo que había comido un momento antes. Gage rodeó sus hombros con los brazos prestándole apoyo, mientras Nola corrió a mojar un paño en el abrevadero y Bess se adelantó y sacudió un pote de sales aromáticas bajo la nariz de Shemaine.

—Vamos, querida, haz una inspiración profunda —pidió la vieja cocinera.

Gage oyó una voz familiar que saludaba a los desconocidos con cierto recelo y al mirar alrededor, sintió alivio al ver que era Ramsey que se aproximaba a él, aprensivo:

—Calley me pidió que saliera a buscarlos, a ti y a Shemaine, antes de marcharnos a casa —informó a Gage—. En cuanto salí de la taberna supuse que estabas en algún tipo de altercado con esta gente. ¿Necesitas ayuda?

—No, salvo que puedas facilitar para esta buena gente camas por esta noche —musitó Gage, no muy contento.

La insinuación abatió a Ramsey.

—¿Dices que debo ser amable con esta gente? ¡Pero si estaban a punto de golpearte en la cabeza!

—¡Sí, y todavía podría hacerlo! —amenazó Shemus, sacudiendo el puño hacia Gage—. ¡No se moleste haciendo favores a mi familia!

Ignorando la amenaza, Gage pasó un brazo bajo las rodillas de Shemanine y la alzó en sus brazos. Ella no tuvo fuerzas para levantar la cabeza del hombro del marido para enfrentar a su padre:

—Señor, si viene a nuestra casa, dormirá en el suelo o en el sofá de la sala, porque su hija no está en condiciones de ceder su cama.

—¿Hija?

Ramsey pasó la mirada de su patrón al caballero de más edad y comenzó a entender.

Sin hacer caso de la interrupción, Gage ofreció con pocas ganas alojamiento a la familia O’Hearn, improvisando a medida que hablaba.

—La madre de Shemaine puede usar la otra mitad de la cama carriola siempre que a la señora McGee no le moleste compartir con ella la habitación de mi hijo. Mi hijo tendrá que dormir en la cama con nosotros o en el suelo. —Sus ojos ambarinos se fijaron en el marqués con expresión helada—. Si el señor Tate, aquí presente, le ofrece un cuarto en su casa, entonces podrá pasar la noche con razonable comodidad. De otro modo, hay un camastro tosco y un edredón de plumas gastado en el barco que estoy construyendo. El viejo carpintero que trabaja para mí los utiliza para hacer breves siestas al mediodía, después de comer. Es suyo, siempre que no interfiera con los horarios de él.

—¿Y dónde está el barco —preguntó Maurice.

—Cerca del río, a unos cien pasos de mi cabaña, donde estaremos todos nosotros.

—Y, además del río, ¿hay alguna otra fuente de agua y sitio para bañarse?

—En el arroyo, frente a la cabaña.

Gage esperó, seguro de que el marqués rechazaría la idea, pretendiendo algo mejor. Daba la impresión de que estaba bastante habituado al lujo y que no lo hallaría en esa zona poco civilizada.

—En este arroyo, ¿hay serpientes y otras alimañas o usted se ha bañado allí?

Gage hizo un lento gesto afirmativo y revolvió el cuchillo en el corazón del hombre:

—Shemaine y yo nos hemos bañado allí.

Los ojos oscuros de Maurice sostuvieron la mirada de la suya, fría e inmutable.

—Entonces, tal vez Shemaine y yo lo disfrutemos juntos algún día... después de que lo ahorquen por el asesinato de su esposa.

Ramsey ahogó una exclamación y buscó el consejo de Gage: