XVIII
El deshielo de la muerte

Doc Savage se alejó, huyendo del Oceanic como una exhalación.

Las balas levantaban esquirlas de hielo de los montículos tras los cuales se iba refugiando. Otras balas penetraban en la nieve como pequeños topos, corriendo centelleantes.

Doc Savage tenía cuidado de no presentar un buen blanco. Pero se mostraba con frecuencia para atraer a sus perseguidores.

Gritando lleno de excitación, el gigantesco Ben O’Gard avanzaba al frente de la jauría.

No obstante, la vaca marina ponía especial cuidado en no adelantarse demasiado. Una vez, Doc lo vio caer adrede con el objeto de dar tiempo a que los otros le diesen alcance.

El hombre avanzaba con cautela. Probó personalmente en una ocasión la terrible fuerza de Doc Savage y no deseaba experimentarla de nuevo.

Además, todavía llevaba las manos vendadas de resultas de aquella prueba.

Doc Savage avizoró, lleno de ansiedad, el brazo de tierra que indicara a Roxey Vail. ¿Habrían llegado sus amigos?

Sí. Divisó a Monk danzando, excitado como un gorila, mientras observaba la persecución.

Hasta oía sus gritos de rabia, al verse excluido de aquella pelea donde la astucia vencía a la fuerza.

Aceleró el paso. Sin duda los piratas creyeron antes que corría a toda velocidad, pues lanzaron unos gritos de sorpresa al ver que lo hacía luego como una centella.

—¡Moved esas piernas, desgraciados! —gritó Ben O’Gard, iniciando un sprint.

Pero luego, con mayor cautela, tuvo buen cuidado de que sus secuaces le dieran alcance.

Doc Savage llegó al promontorio, donde el hielo se había acumulado en enormes masas. Le fue difícil atravesar aquellos obstáculos, pues parecía como si las casas de una ciudad se hubieran amontonado en una colosal pila.

Las balas de rifle y ametralladora penetraban como invisibles tábanos en los montículos de hielo.

Doc llegó al fin del brazo de hielo. Comenzó un formidable sprint.

El piso era menos rudo, pero ofrecía escasa protección. Había un punto donde la península de hielo se estrechaba.

En medio de este estrecho lugar se levantaba una masa de nieve de aspecto extraordinario.

Pasó delante de aquel témpano formidable sin ni siquiera mirarlo. Una bala de rifle le zumbó con tal fuerza en el oído, que creyó haber sido herido.

Pero sólo sucedió que la parka fue desgarrada.

Agachándose, siguió avanzando en «zig-zag» y llegó a un lugar de refugio.

El brazo de hielo volvía a ensancharse allí. Llegó al fin al lado de sus amigos. Víctor Vail reunía en un estrecho abrazo los amores de su vida: su esposa y su hija.

Espero que tengas un plan excelente —dijo Monk—. De lo contrario, estamos metidos en un aprieto.

Como Monk observara, estaban en verdad en una trampa.

Pues al parecer, Doc les condujo a un lugar del que no había escapatoria.

Ben O’Gard y sus sanguinarios secuaces ya había cruzado la parte estrecha del brazo de hielo. Era imposible volver a ganar la costa.

Tampoco era posible huir en botes, aunque Doc hubiese tenido alguna embarcación escondida entre los hielos.

Los piratas podrían acribillarnos con relativa facilidad.

Doc Savage no mostraba la menor preocupación.

—Calma, Monk —dijo. Y cuando una descarga cayó cerca del lugar donde se hallaban, añadió—: ¡Agachad la cabeza!

—Dejemos que a gorila le corten el pelo —sugirió Ham—. Lo necesita.

Monk miró furioso al abogado y luego lanzó un gruñido.

Ham, comprendiendo el significado, le miró provocativamente, pero no pronunció palabra.

Doc fue entonces presentado a la esposa de Víctor Vail. La presentación no fue muy ceremoniosa, pues se realizó estando todos tendidos boca abajo, mientras las balas pasaban silbando por encima de ellos.

La señora Vail era una mujer alta, tan hermosa como su encantadora hija.

No se veían en su rostro los efectos de tantos años de aislamiento en aquella desolada región.

Doc Savage se volvió de repente hacia sus compañeros, diciendo:

—Dadme la pistola.

Sus amigos le miraron sorprendidos, pues rara vez usaba Doc armas de fuego contra sus enemigos.

Renny le entregó la pistola automática que arrebató a uno de los centinelas esquimales.

No comprendía cómo en aquella simple arma podría deshacerse de sus perseguidores.

Doc se marchó, desapareciendo de la vista momentos después. Oyeron disparar una pistola cinco veces.

Contemplaron estupefactos a los piratas, que seguían avanzando. No cayó ni uno de ellos. Aquello era asombroso para los cinco compañeros que conocían a Doc tan bien, pues era un formidable tirador que rara vez erraba un tiro, aunque casi nunca disparaba un arma.

Le habían visto muchas veces lanzar monedas al aire, que siempre acribillaba antes de llegar al suelo.

Sin embargo, al parecer erró el fácil blanco que los piratas ofrecían.

—¡Mirad! —tronó Monk, de repente.

Tras los piratas, donde el brazo de hielo se estrechaba, ocurría un fenómeno sorprendente.

¡El hielo se derretía a gran velocidad!

Monk fue el primero en comprender lo que sucedía.

—¡Mi preparado químico está disolviendo el hielo! —gritó, alborozado—. Doc colocó un poco bajo esa masa de nieve. Ahora sólo ha perforado los recipientes.

Ben O’Gard y sus piratas se detuvieron al descubrir que el hielo se derretía.

Aquello les preocupaba sobremanera, pero la sed de sangre los dominó y reanudaron el ataque.

—Venid —llamó Doc—. Y agachaos.

Les condujo a la punta del brazo de hielo. Veíase con claridad que toda la formación de hielo estaba en movimiento.

Parte del cuello estrecho se había disuelto, apartándose del resto. Todo ello formaba una masa flotante de hielo, juguete de las corrientes del mar polar.

Al llegar a su objetivo, señaló:

—¿Qué os parece?

Monk rió:

—El cielo no parecería mejor a esta alma pecadora.

El Helldiver estaba ante ellos. Las anclas se hundieron en el hielo, depositando un poco del preparado químico de Monk.

Izaron las anclas y luego descendieron por la escotilla principal.

Doc puso en marcha los motores eléctricos; no había tiempo de hacer lo propio con los potentes Diesel.

El submarino despegó de la masa flotante los hielos. Avanzaba con suma cautela, para no chocar con los dispersos trozos de hielo que iban a la deriva.

—¿Cómo está aquí este cacharro? —inquirió Monk.

Doc sonrió. Ya sabía que el más curioso de los compañeros era el gigantesco Monk.

—Se lo robé —explicó—. Ben O’Gard tuvo la bondad de no dejar a nadie a bordo, de guardia. Pero debo confesar que jamás en todos los días de mi vida pasé veinte minutos más ocupados que cuando traje aquí este cacharro. Parecía imposible que pudiese maniobrarlo yo solo, pero al fin logré mi propósito.

Dos balas rebotaron en el casco del submarino, mas no tuvieron suficiente fuerza para perforar las planchas de acero.

El tiroteo cesó con sorprendente brusquedad.

Renny se arriesgó, asomando la cabeza y no le tirotearon.

—Si a alguno de vosotros le interesa un drama estupendo, venid a mirar —sugirió.

Sus compañeros se agolparon a su lado, así como la familia Vail. A escasa distancia, sobre los hielos flotantes, se desarrollaba una tragedia.

Roxey y su madre, al verlo, no pudieron soportar el horror del trágico espectáculo.

Ben O’Gard tuvo un castigo horroroso. El destino implacable vengó todo su poder, una vida de crímenes.

Él y su banda sabían que iban a la deriva en la masa flotante de hielos, perecerían poco a poco de hambre y, en consecuencia, hacían esfuerzos desesperados para alcanzar la costa.

Algunos ya se habían lanzado al agua helada y luchaban contra la fuerte corriente, que les arrastraba lejos de tierra firme.

Otros, que no se habían lanzado al agua helada y luchaban contra la fuerte corriente, que les arrastraba lejos de tierra firme.

Otros, que no sabían nadar, luchaban con quienes sabían, intentando utilizarlos como mulos de carga.

Retumbaron unos cuantos disparos aislados.

Los que nadaban comenzaron a hundirse, helados por el frío mortal del agua, pues desde la masa de hielos hasta tierra había considerable distancia.

Sus vestimentas de pieles les estorbaban; sin embargo, de quitárselas se helarían, pereciendo de frío.

Al cabo de un rato, el último hombre saltó frenético y desesperado del mar helado.

Dos piratas llegaron a la costa orillada por los hielos.

Uno de ellos era Ben O’Gard, la gigantesca vaca marina. Pero no pudieron escalar el hielo, pues se les agotaron las fuerzas.

Ben O’Gard fue el último en hundirse. Sus manos se levantaron en un gesto de imploración y aquel hombre que no conoció piedad, murió abandonado de todos.

Monk respiró a pleno pulmón.

—Será mejor que se hiele mucho, porque hace mucho calor adonde irá —murmuró el gorila—. Pagó con la vida la tentativa de…

Monk se interrumpió, los ojos saltones, y dando media vuelta, gritó a Doc:

—¡Ey! ¿Qué me dices del tesoro? ¡Estamos lucidos! ¡Todos los que sabían algo del tesoro están muertos!

Doc Savage viose obligado a diferir la respuesta. Necesitaba toda su atención para pilotar el submarino.

Había que cuidarse de los tanques y poner en marcha los motores Diese.

Él y sus cinco amigos no tendrían mucha dificultad en pilotar el Helldiver rumbo al Sur.

Long Tom se había marchado al cuarto de la radio. Era difícil apartarlo de cualquier mecanismo eléctrico que hubiera cerca.

Minutos después penetraba excitadísimo en la sala de mando.

—¡Escuchad! —gritó a voz en cuello—. Acabo de probar la radio. Y he contado nada menos que catorce estaciones que nos están llamando continuamente.

Los compañeros le contemplaron con extrañeza.

—Puede decirse que todas las estaciones de gran potencia del Norte del Ecuador estaban intentando dar con nuestro paradero —continuó—. Se dedicaban exclusivamente a nuestra búsqueda. Eso significa que debe de existir alguna causa muy importante para que nos dedicasen tan especial preferencia. Además, todos intentaban transmitirnos el mismo mensaje.

—Bien. ¿Por qué no copias el mensaje? —preguntó Ham, en tono sarcástico.

Long Tom entregó un papel a Doc Savage, quien leyó el radiograma.

Los compañeros observaban su rostro. De ordinario, las facciones broncíneas de Doc Savage no reflejaban ninguna emoción.

Ni siquiera sus amigos podían, por regla general, descifrar lo que se ocultaba tras aquellas facciones enigmáticas metálicas.

Aquel momento fue una excepción.

En las facciones de Doc se mostró una expresión difícil de definir, pero fría terrible y feroz. Sus amigos, al verlo, sintieron un escalofrío.

Pues debían de ser en verdad noticias terribles, para afectarle de tal manera.

Preguntó Monk, en tono suave:

—¿Qué sucede, Doc?

—El Oriente —respondió éste, con voz extrañada—. Debo averiguar algo más al respecto, antes de discutirlo. Es una cosa tan horrible, que…, será mejor adquirir otros detalles sobre el asunto, antes de poderlo creer.

Los compañeros quedaron silenciosos. Pero sintieron un extraño calorcillo difundirse por sus músculos. La Providencia velaba por sus preferidos.

Allí había algo que prometía una nueva aventura y peligros, cosas que eran la sal de la vida para aquel extraordinario grupo de hombres.

Y la aventura se presentaba antes de haber terminado la búsqueda del tesoro polar.

Sabían por la manera fría y silenciosa de Doc, que la nueva aventura sería pródiga en emociones y peligros.

Su jefe y compañero no solía ponerse de aquella manera sin razón fundada.

El Oriente representaba alguna cosa horrible. Pensaron en lo que podría ser.

Les intrigaba el misterio de Doc acerca del particular.

Monk fue el primero en recordar los cincuenta millones en oro y diamantes.

Preguntó:

—Oye, Doc, ¿nos marchamos, dejando esa barbaridad de dinero entre estos hielos?

Doc dejó el examen del radiograma y guardándoselo en el bolsillo, respondió con sequedad:

—Ben O’Gard y su banda trasladaron el tesoro de la cámara acorazada del Oceanic cuando se amotinaron hace más de quince años. En otras palabras, lo robaron a sus compañeros, capitaneados por Keelhaul de Rosa, y lo ocultaron en un escondite que sólo ellos conocían.

—¡Cielos! —gimió Renny—. Entonces no hay medio de encontrar dónde lo ocultaron. Ben O’Gard y sus secuaces están todos muertos.

—No nos importa el lugar del escondite —aseguró Doc—. Ben O’Gard recuperó el tesoro antes de disponerse hace unas horas a realizar una matanza a bordo del trasatlántico perdido.

Monk emitió un aullido.

—Quieres decir…

—Todo el tesoro está a bordo de este submarino —explicó Doc—. Está guardado bajo el suelo de tu camarote, Monk.

Fue una sorprendente revelación para todos, al final de una extraordinaria aventura.

De la presa helada del Norte arrancaron una fortuna en oro y diamantes.

Pero aún había más: de tan emocionante aventura rescataron dos vidas preciosas, reuniendo una familia perdida durante largos años, sin la menor esperanza de una próxima reunión.

Para Víctor Vail y su familia, aquello fue el mayor milagro que pudo ocurrir, aunque las batallas de Doc y sus compañeros fueron maravillosas.

Pero no conocían el pasado de los seis mosqueteros, los innumerables peligros que afrontaron; las emocionantes hazañas que formaban parte de sus vidas dedicadas al bien de la Humanidad.

Tampoco conocían el futuro, una realidad próxima que encerraba una serie de emociones y aventuras relacionadas con el lejano y misterioso Oriente legendario.

Doc Savage mismo lo desconocía, pero no le importaba. En algún lugar del mundo, alguien corría peligro, alguna persona necesitaba auxilio.

Sea lo que fuere, donde Doc fuese necesitado, allí iría, indiferente al peligro, venciendo todos los obstáculos.

Y sus cinco compañeros, extraordinarios aventureros, seguirían a su jefe tras mayores hazañas todavía.