XVII
Los cautivos

Era medianoche, pero el sol brillaba con esplendor. La tormenta se calmó con igual rapidez que comenzara. La nieve ya no remolineaba.

Las enormes masas heladas chispeaban como diminutos diamantes a los rayos solares.

El terrible huracán produjo un cambio sorprendente en torno a la tierra inexplorada. Alejó las masas heladas de hielo; millas a la redonda podía verse agua.

En el salón principal del Oceanic, Keelhaul de Rosa paseaba de un lado a otro, furioso, propinando puntapiés a las sillas que encontraba a su paso.

De sus labios brotaban espantosas maldiciones.

—¡Que me pasen por debajo de la quilla si lo entiendo! —rugía—. ¡El maldito tesoro tiene que estar en alguna parte!

Se plantó delante de Roxey Vail. La contempló con una furia indescriptible.

Aquella mocosa se atrevía a desafiarle, y bien caro lo pagaría.

Dos pistoleros sujetaban a la muchacha, quien se debatía intentando huir.

—¿Dónde está el tesoro? —bramó Keelhaul.

—No sé nada de ningún tesoro —replicó la joven, desdeñosa—. Si tanto le interesa, puede dedicarse a buscarlo.

Era quizá la centésima vez que declaraba lo mismo a sus aprehensores.

—¡Tú y tu madre cogisteis el oro y los diamantes! —tronó el bandolero.

La muchacha no respondió. Con un bruto semejante, eran inútiles todas las razones. —Los esquimales me contaron tu historia y la de tu madre— dijo el pirata. ¿Dónde está escondida tu madre?

La joven le dirigió una mirada despectiva.

—¡Anda, canta! —rugió el bandido, en su rostro—. ¿Dónde está la vieja? ¡Que me pasen por debajo de la quilla si no está sentada encima del tesoro!

—Se equivoca —afirmó la muchacha.

—Entonces, ¿dónde está?

Roxey Vail apretó los labios. Jamás lo diría. Ningún tormento le arrancaría ese informe.

—¡Cantarás, hermanita o descuartizará a tu padre ante tus ojos! —amenazó el pirata—. Comenzaré por dejarlo ciego. Será más terrible, ahora que conoce las dulzuras de una clara visión.

La muchacha permaneció muda.

Keelhaul derribó a puntapiés otro par de sillas. Cogió un libro que estuvo más de quince años sobre una mesa y lanzólo sobre un grasiento esquimal.

Luego el jefe pirata inició otros argumentos más suaves.

—Escucha hermanita —comentó en tono suave—. Dame ese tesoro y te juro que os llevaré, a ti, a tu padre y a tu madre, con nuestro barco a América.

—¿Cómo puede usted escapar? —preguntó, curiosa, la muchacha—. Su aeroplano está destrozado. No posee usted ningún submarino.

—Haré que los esquimales me lleven arrastrando el tesoro a Groenlandia.

—Luego supongo que los matará —dijo la muchacha con frialdad.

Keelhaul dio un respingo y la muchacha comprendió lo acertado de su razonamiento. Era un hombre sin entrañas, cegado por la codicia.

—¿Salvará también la vida del hombre de bronce? —preguntó.

Keelhaul frunció el ceño.

—Ese pájaro ya está muerto —respondió, esperando que la noticia haría perder toda esperanza a la bella muchacha.

La declaración produjo un efecto contrario.

Roxey Vail saltó hacia delante de manera tan repentina, que eludió al par que la sujetaba. Arañó con todo su brío el rostro patibulario del pirata y le cerró un ojo.

—¡Sujetadla, canallas! —rugió—. ¡Apartadla! ¡Que me pasen por debajo de la quilla si no me las paga, la gata salvaje!

Sus dos hombres sujetaron a la muchacha, no sin que antes a uno de ellos la aplastara la nariz.

La vida de los árticos había convertido a la muchacha en una mujer fuerte y valerosa.

Una vez sujeta por dos brazos poderosos que la inmovilizaban, la bonita chiquilla estalló en sollozos. Creía que Doc Savage estaba muerto.

Era increíble que el hombre de bronce, aunque era muy poderoso, pudiese afrontar tales desventajas.

De repente, una voz de alarma llenó el salón.

—¡Enemigos a la vista! —rugió—. ¡Ben O’Gard y su banda vienen al abordaje! ¡Están escalando la popa! Todas las miradas se dirigieron hacia el lugar de donde provenía la voz de alarma. Venía, al parecer, de una escala situada cerca del camarote del sobrecargo.

—¡Es Ben O’Gard, os digo! —tronó la voz—. ¡Están subiendo por unas cuerdas que cuelgan de la parte de popa!

Cualquier duda que pudieran haber tenido, la disipó el estruendo de unas cuerdas de la parte de popa.

Cualquier duda que pudieran haber tenido, la disipó el estruendo de una ametralladora sobre cubierta. El estampido provenía de la popa.

Retumbó otra ametralladora. Un miembro de la banda de Keelhaul lanzó otro grito de alarma.

—¡Ben O’Gard!…

El aullido de los esquimales ahogó el resto. Aquellos infelices desconocían el poder de las terribles armas modernas, pero presentían su fin inmediato.

En efecto, Ben O’Gard atacaba.

—¡Que uno de vosotros guarde la muchacha! —ordenó Keelhaul—. ¡Que me pasen por debajo de la quilla si entiendo esto!

Salió corriendo del salón. Uno de los que sujetaban los brazos. Le pisoteó los pies y procuró morderle.

Aunque era joven y fuerte, habría sido reducida por el hombre. Pero desde el lugar de donde aquella potente voz lanzó el primer grito de alarma, surgió una forma metálica que al acercarse se convirtió en un gigante, un Hércules de bronce.

El gigante alargó unas manos que pudieron estrangular al rata, pero tan sólo rozó el rostro del pistolero, que cayó como fulminado al suelo, desvanecido.

Roxey Vail contempló, estupefacta, al hombre de bronce. En sus labios se dibujó una adorable sonrisa.

—¡Usted! Oh, gracias…

—Escuche —murmuró Doc Savage—. Voy a decirle lo que debe hacer.

La muchacha le escuchó, atenta.

—Vaya a buscar a su madre —dijo Doc—. ¿Conoce el brazo de tierra que sale al mar, a una media milla al norte de este lugar?

—Sí.

—Lleve a su madre allí. La tempestad dejó unas masas de hielos flotantes, un paso largo y estrecho, junto a aquel lugar. Escóndase allí con su madre. Es la única manera de salvarlas.

Roxey Vail asintió con la cabeza. Pero deseaba saber algo más.

—¿Qué?…

—No hay tiempo de explicar nada ahora —atajó Doc, señalando con un brazo hacia la popa, donde, a juzgar por el estruendo, se desarrollaba una sangrienta batalla.

Cogiendo a la muchacha, sacudióla no muy fuerte, como a una criatura.

—Escuche —le dijo—. No quiero que vuelva a desobedecer mis órdenes porque le digan que me ha sucedido algo.

La muchacha le sonrió, con lágrimas en los ojos.

—No le desobedeceré otra vez —prometió, balbuceando—. Pero mi padre está…

—Yo me cuidaré de él. Márchese, Roxey. Y vaya a ese brazo de tierra con su madre cuanto antes. Las cosas se aproximan a un rápido desenlace.

Obedeciendo, la joven corrió hacia la proa, que estaba desierta. Escaparía con facilidad. Depositó toda su confianza en su protector, y de su corazón se elevaba un himno de gratitud.

Doc Savage desapareció por una escala y luego penetró en un camarote.

Dio un salto y en pocos minutos desató las cuerdas con que tenían atado a Víctor Vail.

—Me dijeron que estaba usted muerto —balbuceó el violinista.

—¿No ha vista a su hija todavía? —sonrió Doc.

El rostro de Víctor Vail se convirtió en un estudio de emociones. Sus labios temblaron. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—¿No es una chicha maravillosa? —preguntó con voz ronca.

La había visto.

—Sí —sonrió Doc—. Se marchó en busca de su madre. Nos reuniremos con ellas.

El violinista no pudo contenerse y estalló en sollozos de gratitud y alegría.

Cuando las perdió le pareció que su corazón jamás recobraría su ritmo, pero en aquel momento latía con júbilo en su pecho.

El combate a popa iba acercándose al lugar donde Doc y el violinista se encontraban. Las pistolas automáticas disparaban furiosas.

Las ametralladoras tableteaban de manera imponente. Los hombres gritaban en el frenesí del combate a muerte.

Algunos gritos brotaban de labios de moribundos.

—Será mejor que nos alejemos de aquí —declaró Doc Savage—. Será mejor para todos que continúen ignorando mi presencia a bordo.

Descendieron, corriendo, por un pasillo.

De pronto, una puerta delante de ellos saltó hecha astillas.

Doc gritó: —¡Renny!

Renny saltó afuera, iluminado su rostro sombrío.

Un esquimal asomó por la puerta destrozada. Aterrorizado, huyó pasillo abajo. Los espíritus malignos se habían desencadenado sobre su tierra, y no sabían dónde refugiarse para escapar de su furia.

Tras él salieron los ciento diez kilos de un hombre gorila. Era Monk.

Alcanzó al innuito y de un puñetazo lo dejó knockout.

Doc miró entonces hacia el camarote, presintiendo que hallaría a los otros compañeros que juzgó perdidos para siempre.

Ham estaba allí. Long Tom permanecía sentado encima de un esquimal, dos veces más corpulento que el mago de la electricidad.

Johnny, el delgado arqueólogo, danzaba como un loco, las gafas en las manos. Era una figura grotesca, pero que irradiaba simpatía.

Doc Savage intentó hablar para expresar su alegría, pues dio por muertos a sus cinco amigos. Pero se ahogaba de emoción.

—Valiente pandilla —murmuró al fin.

—Hemos estado rezando para que el sol saliera —dijo Ham, señalando hacia una ventanilla. Un fuerte destello de luz solar penetraba por el portalón.

Johnny utilizó su lente de aumento para quemar sus ligaduras. Por suerte nuestros aprehensores apestaban de una manera horrible y no pueden oler nada que no sea sus propios cuerpos. No percibieron el olor del humo de las ataduras cuando Johnny las quemó.

El grupo corrió hacia la popa del buque.

Renny cogió una pistola automática del esquimal a quien Ham atravesó con su estoque.

Long Tom llevaba otra que arrebató a su adversario.

Monk tomó otra de su víctima.

—Ya os daba por muertos —murmuró Doc—. ¿Cómo escapaste del aeroplano ardiendo? Porque supongo que en el combate aéreo llevaríais las de perder.

—¿Para qué crees que teníamos paracaídas? —replicó Monk—. Estos artefactos se usan en caso de necesidad, y nunca tan perentoria como entonces.

—Pero volé sobre los hielos y no vi ni rastro de vosotros —señaló Doc.

Monk esbozó una amplia sonrisa.

—No nos entretuvimos una vez que aterrizamos. Descendimos en medio de una tribu de esquimales salvajes y lanudos. Empezaron a tirarnos cosas, arpones en su mayor parte. Se nos habían agotado las municiones. Las gastamos contra el aeroplano que nos derribó. En consecuencia, nos alejamos a toda velocidad. Creíamos que los esquimales eran caníbales o algo por el estilo…

Ham miró, ceñudo a Monk. Todavía no le perdonaba la última broma de que fue objeto por parte de su compañero.

—¡Eh, tú, so gorila, sugeriste abandonarme a guisa de víctima propietaria! —exclamó, indignado.

—Escucha, lechuguino —murmuró Monk—. Quedaste knock-out cuando tu paracaídas te arrojó sobre las aristas de un iceberg y tuve que llevarte a peso. La próxima dejaré que te conviertas en un sorbete elegante.

—Los esquimales nos tendieron un lazo —terminó Renny—. Eran demasiados y finalmente nos redujeron.

La proa del Oceanic permanecía desierta. Las dos bandas luchaban por el lado de popa. La sangrienta refriega continuaba, pues el estruendo era cada vez más violento.

Doc Savage se detuvo cerca de un cable cubierto de hielo.

—A media milla de aquí, en dirección Norte, hay un brazo de hielo que se interna hacia el mar —dijo con rapidez—. Id allí, todos. Roxey Vail y su madre deben estar allí. Esperadme.

—¿Dónde vas? —inquirió Ham—. ¿Por qué no vienes con nosotros?

—Permaneceré por aquí un rato —replicó Doc—. Dirigíos allá, hermanos. Y daos prisa en calmar la ansiedad de las mujeres.

Los compañeros se pusieron en marcha, sin pérdida de tiempo.

Monk fue el último. Su rostro mostraba cierta ansiedad por la seguridad de Doc. Intentó hablar.

—Escucha, Doc —empezó—. Será mejor…

Doc, sonriendo, cogió al gorila de los ciento y pico kilos, por el cuello de la chaqueta y los fondillos del pantalón, y lo lanzó patinando sobre el hielo.

—Largo de aquí —les dijo, y luego se escondió tras un cabestrante.

Los compañeros partieron a escape.

Uno de los combatientes del abandonado buque divisó al grupo y levantando un rifle disparó. Luego corrió para afinar la puntería.

El hombre era uno de los prisioneros de Ben O’Gard. Agazapóse al abrigo de una bita y apuntó con sumo cuidado. Era difícil que errara el tiro.

Disponíanse a disparar, cuando, de una manera inconsciente, notó que algo le tocó la mejilla. Creyó que se trataba de un insecto.

No podía serlo en las heladas llanuras del Ártico, pero el gangster rodó inerte antes de darse cuenta de qué era lo que le tocó.

Doc Savage se retiró con el mismo silencio con que se acercara al hombre.

Rápidamente, quitóse las tapas metálicas de las puntas de los dedos.

Dichas tapas eran bronceadas, del mismo color de la piel de Doc y construidas de tal manera, que no se veían a simple vista.

No obstante, podía haberse observado que los dedos de Doc Savage eran algo más largos cuando llevaba aquella especie de pedales.

Esas tapas tenían una aguja diminuta y muy aguda, que al pinchar administraban una substancia muy potente inventada por Doc Savage.

Un pinchazo de esa aguja anestesiaba a un individuo al instante.

Éste era el secreto del toque mágico de Doc.

Vio a varios hombres reuniéndose a popa. Eran los secuaces de Ben O’Gard que, al parecer, ganaron la batalla.

Una tremenda matanza era el fruto de aquella cruel victoria.

Subieron a un cautivo que chillaba y gemía pidiendo misericordia. Dos piratas le sujetaban. Una pistola automática, empuñada por Ben O’Gard retumbó con estruendo. El prisionero cayó muerto.

El hombre que acababan de asesinar a sangre fría era Keelhaul de Rosa.

El sanguinario pirata recibió su merecido. Como criminal, sólo le igualaba el feroz Ben O’Gard.

Doc Savage gritó de repente. Su potente voz retumbó como un estruendo por la cubierta llena de hielo. Su grito puso en conmoción a toda la banda de asesinos.

Ben O’Gard le vio y rugió:

—¡Atrapad al pájaro de bronce, muchachos! ¡Ahora podremos vengarnos!

Doc Savage saltó por la barandilla.

Se quedó precisamente para eso. Quería que Ben O’Gard y los otros le siguiesen.

Era el primer acto de un plan que aniquilaría para siempre a aquella banda de asesinos.